Cesarismo
(de César, o del césar): m. Sistema de gobierno o régimen gubernamental, en el cual una sola persona resume y ejerce todos los poderes en nombre de la soberanía nacional.
…y por fin concluyó aquel cesarismo que todo lo absorbía, &c. Quintana.
Cesarismo: Política. Desde que esta palabra se ha introducido en el lenguaje de la política, es decir, desde hace unos treinta años, no sido definida de una manera precisa. Tomándola en su acepción histórica, significaría tanto como un despotismo puro militar y civil, a la vez judicial y religioso, tal, en fin, como lo ejercían los antiguos césares romanos. Pero salta a la vista y es evidentísimo que el actual organismo no puede permitir ni consentir esta acumulación de poderes en una sola mano. Felizmente la sociedad actual no puede compararse con la sociedad romana, y el cesarismo, cualquiera que sea el punto de vista en que se le considere, no puede ser en las sociedades modernas más que una dictadura política transitoria, que se produzca en medio de fluctuaciones revolucionarias y por efecto del cansancio y la división de los partidos políticos; un régimen esencialmente temporal y que no tendrá probabilidades ni condiciones de duración y estabilidad como no se modifique, pasadas las circunstancias extraordinarias que lo motivaron en el sentido de la división de poderes más o menos constitucional. Necesariamente supone e implica el cesarismo la idea de un gobierno bueno o malo según las cualidades de la persona que lo ejerza, obligada siempre a obrar providencialmente en interés de todos y por voluntad de todos. En este sentido el cesarismo es una de las formas progresivas del absolutismo que conviene a los pueblos que, por atraso e ignorancia o por otras razones, no saben o no pueden gobernarse por sí mismos. Según una teoría histórica ya antigua y que ha sido nueva y brillantemente expuesta en un libro célebre, César hubiera sido el jefe y el representante del partido plebeyo, mientras que Pompeyo, Catón, Casio y Bruto no eran más que los defensores de la aristocracia.
Cuando el primer Napoleón se hizo nombrar emperador, quiso también adjudicarse el título de representante del pueblo francés, y los que protestaban eran, según él, facciosos que únicamente le disputaban el poder para abusar de él en provecho de su ambición personal. Quería Napoleón ser también Augusto, nombre que la adulación, dice Montesquieu, dio a Octavio. Mientras se fortificaba la tiranía hablábase de libertad. No hay tiranía más cruel que la que se ejerce a la sombra de las leyes.
Chateaubriand, que escribía entonces en Mercurio de Francia, publicó en 1807 un artículo sobre Tácito, en el cual decía: «Cuando en el silencio de la abyección no se oye más que el ruido de las cadenas del esclavo y la voz del delator; cuando todo tiembla ante el tirano y es tan peligroso obtener su favor como incurrir en su desgracia, el historiador parece encargado de la venganza de los pueblos. En vano es que Nerón prospere; Tácito ha nacido ya en el Imperio y ya la íntegra Providencia ha entregado a un niño oscuro las glorias del dueño del mundo. Si el papel del historiador es hermoso, también con frecuencia es peligroso; pero hay altares, como el del honor, que, aunque abandonados, reclaman aún sacrificios; el dios no ha perecido porque el templo esté desierto.» Este elocuente párrafo chocó profundamente al nuevo césar y suspendió el Mercurio de Francia. Para establecer el Imperio habíase acentuado y animado a la reacción y al espíritu contrarrevolucionario. Hecho el Imperio, resultó mortificante el Mercurio de Francia; no podía permitirse la audacia de criticar a un emperador, siquiera se le llamara Nerón.
Además, como demuestra esta frase atribuida a Napoleón: «Tácito ha calumniado a Tiberio,» no olvidaba ni dejaba pasar ocasión alguna de justificar el régimen cesarista, considerado hasta entonces universalmente como el prototipo del gobierno despótico. En realidad, la Constitución de la República romana, cualesquiera que fueran sus imperfecciones, garantizaba a todas las clases de ciudadanos cierto número de derechos y de libertades que fueron absorbidos por la nueva monarquía, y, por otra parte, evidente es también que César no representaba a ningún partido ni clase alguna, sino que personificaba simplemente su codicia y su ambición egoístas. Además, bajo su poder, como bajo el de sus sucesores, la plebe, excepción hecha de algunos pocos individuos, no obtenía, en realidad, ninguna ventaja material, de suerte que perdió la libertad sin obtener en cambio compensación alguna.
De cualquiera manera que sea, esta comparación paradójica del régimen de los césares ha encontrado partidarios entre el partido autoritario. Por otra parte, ciertos liberales, doliéndose siempre del sistema de los electores privilegiados, han afectado considerar el cesarismo, es decir, la exageración del principio de autoridad, como el inevitable resultado de la participación del pueblo en los derechos políticos. Sin entrar en la discusión de estas diversas apreciaciones, puede hoy asegurarse que el poder absoluto, de cualquiera manera que se le considere y que esté restablecido, ha sido ya irrevocablemente condenado y proscripto por la Filosofía y por la Historia, por el derecho natural y por la razón; es una forma de gobierno que pertenece a los tiempos bárbaros, que puede muy bien renacer en momentos de crisis, pero como una especie de aberración o monstruosidad política fuera de las condiciones de la vida, y que sólo por un momento puede detener la marcha del progreso.
Oportuno será citar aquí lo que dice sobre esta materia el sabio Littré en su obra Estudios sobre los bárbaros y la Edad Media.
«En nuestro tiempo, dice, se ha creado la palabra cesarismo para designar con ella una dominación que, comprimiendo la libertad, da por compensación cierta satisfacción a los intereses de la democracia. Aceptemos esta aproximación del cesarismo antiguo y del cesarismo moderno, y sigamos los dos términos que encierra: plebe y libertad. La plebe romana acabó de perecer bajo el cesarismo antiguo: la plebe francesa (empleo aquí forzosamente esta palabra antigua) no se ha engrandecido social políticamente bajo el cesarismo como antes. La libertad romana fue irrevocablemente vencida por el cesarismo antiguo; la libertad francesa, atacada por el cesarismo moderno, no ha sido vencida. Cuando Napoleón I, nuevo César, pero débil césar, a quien Pompeyos de su tiempo pusieron dos veces en cautiverio, se apoderó de la dictadura, le fue preciso inscribir en sus Constituciones principios y libertades que sin duda consideró como letra muerta; pero estas libertades y estos principios, por mudos que fueran, le turbaban, por absoluto que fuera, esperando su caída inevitable y recibiendo de él un homenaje que demostró la vanidad y la inconsistencia de su política retrógrada y asesina.
»Verdaderamente que el cesarismo moderno comete un grave error poniéndose bajo la recomendación del cesarismo antiguo, y la situación le fuerza a buscar algo mejor. En efecto, una ciencia que crece incesantemente; una razón pública que se perfecciona por la ciencia; una política sobre la cual esta razón gana actualmente ascendiente; una democracia poderosa teniendo ideas e intereses que son su vida; una Inglaterra, una Francia, una Italia, una Alemania, una España; en una palabra, una Europa en donde todo se contrabalancea: he aquí lo que coloca al mundo moderno en una misma vía y lo que limita las oscilaciones.»
He aquí también lo que limita el cesarismo, lo que le constituye y le hace un anacronismo, un contrasentido de esta imitación de las formas de un poder que no puede jamás reproducirse, que murió para siempre. Examinando lo que fueron los césares romanos, y juzgando por la importancia del único y más poderoso césar moderno, que nada estable pudo fundar sobre aquel dato de la adoración antigua, cuyo objeto vanamente pretendió ser, y que hasta imaginó que podría transmitir a su hijo; sin temor a equivocarse puede hacerse la afirmación de que no fue ese el menor error en que incurrió aquel genio poderoso.
En el siglo XIX, dada nuestra organización social, en medio de una sociedad que trabaja, que vive la vida del derecho, el cesarismo es materialmente imposible. Podrá en una nación y en un momento dado subsistir; pero será transitorio, será pasajero, y aun ese cesarismo habrá de aceptar ciertas libertades que le diferenciarán esencialmente del cesarismo antiguo.