Filosofía en español 
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Nicea y Concilios de Nicea

Ciudad antigua de la Bitinia y diócesis perteneciente a la metrópoli de Nicomedia. Según Strabon se llamaba antiguamente Antigonia, del nombre de Antígono, su fundador, y después recibió el nombre de Nicea, por la esposa de Lisímaco, que había contribuido a embellecerla y ensancharla. Es célebre en la historia eclesiástica por haberse reunido en ella el primero de los Concilios generales el año 325 con motivo de la herejía de Arrio, y además por causa del cisma de Melecio, que amenazaba turbar la unidad de la Iglesia, y por último para fijar el día de la celebración de la Pascua, sobre el cual había diferencia entre las Iglesias orientales y las occidentales.

El Concilio fue reunido por el Emperador Constantino, de acuerdo con el Papa San Silvestre, como se lee expresamente en el Concilio VI general: Constantinus semper augustus et Silvester laudabilis magnam atque insignem in Nicea synodum congregabant. En el libro pontifical de San Dámaso se lee que fue convocado con su consentimiento: Hujus Silvestri temporibus factum est concilium cum ejus consensu in Nieta Bitiniae et congregari sunt trecenti et octodecim episcopi catholici. En nada se opone el testimonio de Rufino, que dice que el Concilio fue reunido por Constantino ex sacerdotum sententia, lo cual sin duda se refiere al consentimiento y autoridad del Papa San Silvestre. Constantino invitó a los Obispos, y les señaló la ciudad de Nicea, y sufragó sus gastos; pero después para nada influyó en sus decisiones, sino que dejó a los Obispos en plena libertad para discutir y decretar lo que les pareciese más a propósito. En prueba de ello, solo diremos que los partidarios de Arrio rehusaron firmar su condenación sin temor de desagradar al Emperador. Fueron invitados de toda la cristiandad, como se infiere de la presencia de Juan, Obispo de Persia, y de Teófilo, metropolitano de los godos. Asistió también Espiridion, Obispo de Trinatonte, Santiago de Misivis y otros varios extranjeros, lo cual demuestra que ninguno fue excluido. El Concilio fue presidido por el grande Osio, Obispo de Córdoba, y por Vito y Vicente, presbíteros de la Iglesia romana, como Legados del Papa.

Conviene dejar bien sentado este punto para desvanecer las acusaciones de Launoy y Febronio, que dicen que los presbíteros Vitor y Vicente no presidieron el Concilio Niceno, y que Osio presidió en nombre de Constantino o por elección del mismo Concilio. Esta dificultad queda resuelta recordando que Constantino estuvo presente al Concilio, y jamás reclamó el derecho de presidir. Antes al contrarío, confesó que esto no le correspondía por ser una asamblea eclesiástica, y según dice Eusebio (In vita Constantino), quiso sentarse en el último lugar, a pesar de las instancias de los Obispos. Que Osio no presidió por elección del Concilio se prueba porque los Padres no tenían este derecho,  ni es probable que hubieran elegido a un Obispo de una diócesis pequeña de España, desairando a los Patriarcas orientales de las Iglesias más antiguas e ilustres de todo el imperio, y que por otra parte no eran inferiores en méritos al dicho Osio. Eran también en número excesivamente mayor los Obispos orientales, siendo muy pocos relativamente los latinos, de los cuales eran los principales Osio de Córdoba, Ceciliano de Cartago, Marcos de Calabria, Nicasio de Dijon y Domno de Stridon. Entre los orientales eran más notables Alejandro, Arzobispo de Alejandría, Eustathio de Antioquía, cuyas Sillas eran las más antiguas de las apostólicas; Marcelo, Obispo de Ancira, y otros muchos llenos de méritos, dotados del don de milagros y probados en las persecuciones anteriores. Sin embargo, no puede negarse la presidencia de Osio, claramente expresada por los historiadores Eusebio, Gelasio, Sócrates, Teodoreto y otros muchos, y es preciso admitir que fue por delegación especial del Papa.

Ciertamente no firmó con carácter de Legado, pero siendo Obispo no tenía necesidad de expresarlo como los presbíteros Vito y Vicente, que no siendo Obispos no tenían por sí mismos el derecho de sufragio. En todas las listas de los Obispos que asistieron al Concilio, Osio y los Legados son nombrados los primeros, y en las que presenta Gelasio se nota que Osio firma expresamente a nombre de las Iglesias de Roma, de Italia, de España y de las otras provincias de Occidente.

Los Obispos que asistieron a este Concilio fueron trescientos diez y ocho, según la opinión más común y verosímil, y cualquiera otro número mayor o menor es poco probable. Entre estos Padres asistieron también más de veinte del partido de Arrio, cuales fueron, Eusebio de Nicomedia, Theognis de Nicea, Maris de Calcedonia, Teodoro de Heraclea, Menophante de Éfeso, Theonas de Marmarica y otros muchos, y había también varios presbíteros y dialécticos que favorecían a Arrio, y que le defendieron en muchas discusiones públicas antes de las sesiones solemnes. Abiertas éstas, según unos en 20 de Mayo, y según otros a mitad de Junio, hubo vivas discusiones entre los católicos y los arrianos, que se acusaban recíprocamente de error. Unos y otros no cesaban de molestar al Emperador con memoriales y representaciones por escrito, pero Constantino fijó un día para examinar estos documentos, y habiendo llegado el día señalado las presentó en el Concilio reunidas y selladas, afirmando que no las había leído, y las mandó arrojar al fuego, declarando que los Obispos no debían ser juzgados por los hombres sino solo por Dios.

Después de muchas discusiones, el Concilio se decidió a condenar la herejía arriana, declarando la verdadera doctrina católica, valiéndose en lo posible de expresiones bíblicas. Mas para evitar las falacias de los Eusebianos que, deseando sostener a Arrio, propusieron un símbolo ambiguo, el Concilio, insistió en la palabra ὁμοουσιος o consustancial, en la cual consistía la fuerza de la doctrina ortodoxa.

Es indudable que el Concilio obró con perfecto derecho sancionando esta palabra para evitar los fraudes y abusos de los Eusebianos, que no querían que esta palabra fuese insertada en el símbolo, porque expresaba perfectamente la idea de consubstancialidad. En su lugar, ellos querían poner ὁμοιούσιος, que significa propiamente semejante en naturaleza. Los Padres del Concilio comprendieron la intriga de los herejes, y persistieron en conservar aquella voz que tan bien expresaba y expresa el dogma católico y que desde entonces ha quedado consagrada para refutar el error de los arrianos y semiarrianos y otros parecidos acerca del verdadero concepto, según la Escritura y la Tradición de la personalidad del Verbo. Se publicó pues el símbolo como hoy se canta en la misa, excepto la partícula Filioque, que fue añadida después, el cual fue firmado inmediatamente por todos los Obispos.

Únicamente se negaron diez y siete del partido arriano, que después quedaron reducidos a cinco y por último solo a dos, Theognas de Marmarica y Segundo de Ptolemaida, los cuales fueron desterrados a la Iliria juntamente con Arrio. (Véase Arrio, tom. 1, pág. 712).

Concluido el asunto de Arrio, el Concilio quiso terminar el cisma de los melecianos, que tenían dividido el Egipto hacía veinticuatro años. El autor de este cisma fue Melecio, Obispo de Licópolis, depuesto en un Concilio hacia 305. (Véase Melecio). En atención a que este no negaba ningún dogma de fe, el Concilio invitó a los melecianos a que volviesen a la comunión de la Iglesia, manifestando que serían recibidos. En cuanto a Melecio se usó de indulgencia, permitiéndole habitar en la ciudad de Licópolis, conservando el nombre y cualidad de Obispo, pero sin ejercer sus funciones. Los que habían sido ordenados por él y elevados a las dignidades eclesiásticas, fueron admitidos en la Iglesia, con condición que no tendrían categoría sino después de los que habían sido ordenados por el Patriarca legítimo, y que se hallaban desde antes en comunión con San Alejandro, Patriarca de Alejandría. Muchos de ellos se sometieron, juntamente con Melecio, pero según algunos este no se sometió sinceramente, porque volvió de nuevo a sus turbulencias y murió cismático. Sin embargo, otros defienden que su conversión fue sólida, y aún dan a Melecio el título de santo.

Arregló también el Concilio la diferencia que había respecto a la celebración de la Pascua, de la cual hablamos en su lugar. Para uniformar a todas las Iglesias se mandó que dicha fiesta fuese celebrada universalmente el domingo siguiente después de la luna catorce del mes de Marzo o de Nisan, que sigue al equinoccio de la primavera, porque Jesucristo resucitó el domingo más inmediato a la Pascua de los judíos. Todas las Iglesias se sometieron a esta decisión, excepto algunas de Mesopotamia. Estos son propiamente los llamados Cuartodecimanos.

El Concilio I de Nicea dio veinte cánones acerca de la disciplina eclesiástica, admitidos unánimemente por todos. Son ciertamente espúreos los demás hasta el número de ochenta u ochenta y cuatro que se hallan en las colecciones de los Jacobitas, Nestorianos, Coftos, Armenios, Abisinios, &c., y esto se prueba consultando los códices y escritores antiguos, y los documentos de las Iglesias de Alejandría, Antioquía y Constantinopla relativos a esta materia, que fueron examinados por los Obispos de África en el siglo V, acerca de lo cual puede verse lo que dice Tillemont y Natal Alejandro con otros críticos de primera nota.

Estos cánones, juntos con los de Ancira, Neocesárea y Gangres, sirven para dar a conocer la disciplina de la Iglesia desde los primeros tiempos, y por esta razón formaron todos un cuerpo con el nombre de Cánones Apostólicos; pero no es este el verdadero origen de aquellos cánones, como queda dicho en el respectivo artículo. (Tomo II, pág. 514).

Los cánones de Nicea no ofrecen dificultad excepto el VI, en el cual se habla de la primacía de los metropolitanos, dando motivo a los diversos pareceres de los eruditos, que han pretendido hallar en él una dificultad para el primado del romano Pontífice, como si se comparara con la jurisdicción metropolítica del Patriarca de Alejandría sobre los Obispos que en él se designan. Pero el sentido de aquel canon es únicamente fijar los derechos del Metropolitano conforme a la acepción que se dio en los tiempos posteriores. Se propusieron los Padres Nicenos restituir al Obispo de Alejandría su autoridad sobre el Egipto, la Libia y la Pentápolis que había usurpado Melecio. El Concilio, pues, da al Patriarca de Alejandría unos derechos sobre las Iglesias citadas, semejantes a los que ejercía el romano Pontífice como Patriarca de Occidente, y no como primado de la Iglesia Universal.

Este Concilio fue confirmado por el Papa San Silvestre, como se ve en las cartas quo trae Labbe en el tomo VII de los Concilios. Después de esto, el Emperador Constantino dio gracias a Dios por medio de una solemne fiesta, concluida la cual invitó a un banquete a todos los Obispos. Luego mandó que los decretos del Concilio fuesen observados como leyes del imperio.

Segundo Concilio general de Nicea.– Este Concilio, VII de los ecuménicos, empezó el 24 de Setiembre del año 787, bajo el Papa Adriano y el Emperador Constantino, hijo de la piadosa Irene. Tuvo por objeto condenar la herejía de los iconoclastas. La Emperatriz, aconsejada por Tarasio, Patriarca de Constantinopla, escribió al Papa Adriano I, suplicándole que se reuniese un Concilio general para confirmar la tradición de la Iglesia relativa al culto de las imágenes. Accedió Adriano, y envió como Legados suyos a Pedro, arcipreste de San Pedro, y a otro del mismo nombre, Abad del monasterio de San Sabas en Roma, acreditándoles en la forma acostumbrada. El Concilio se inauguró en Agosto del año 786, pero las intrigas de los iconoclastas retardaron su celebración hasta el año siguiente que se reunió en Nicea. Sin dar tiempo a que se celebrase la primera sesión, los Obispos iconoclastas que presentían el resultado del Concilio, excitaron a los soldados de guarnición en Constantinopla que participaban de sus ideas, y estos entraron a mano armada en la Basílica de los Santos Apóstoles, donde se iba a celebrar la sesión, y amenazaron de muerte a los Obispos, obligándoles a disolverse. Fue, por consiguiente, necesario suspender el Concilio; pero Irene, en quien se unían las cualidades más discordes, y que mientras abrigaba una ambición desmesurada, por la que llegó a cometer vituperables excesos, poseía un espíritu adornado de grandes dotes, se condujo en tales circunstancias con tanta prudencia y astucia, que fingiendo una expedición contra los sarracenos, sacó de Constantinopla a los soldados iconoclastas, y cuando los tuvo reunidos en un puesto los desarmó y despidió del ejército.

Pasado algún tiempo, el Concilio volvió a reunirse en Nicea, a invitación del Emperador y su madre; pero la convocación fue hecha como hemos dicho por orden del Papa Adriano y con su expreso asentimiento previo, como se prueba entre otras razones por la carta que el mismo Papa escribió a Carlomagno, en la cual, hablando de los griegos, decía: Et sic synodum istam (Nicenam) secundum nostram ordinationem fecerunt. Asistieron trescientos cincuenta Obispos, y según  algunos trescientos setenta y siete, y se celebraron siete sesiones en Nicea y otra última en Constantinopla en presencia del Emperador y de Irene. Fue presidido por los legados del Papa, como consta de las actas del mismo Concilio, y aunque algunos dicen que presidió Tarasio, esto se entiende impropiamente en cuanto este Patriarca estuvo encargado de dirigir las deliberaciones, ya en atención a su habilidad en dirigir la discusión, ya también por la dificultad que los Legados pontificios hubieran tenido para expresarse en lengua griega. Pero estos ocupaban siempre el lugar de preferencia y firmaron en primer lugar las definiciones del Concilio en nombre del Papa.

Abriose el Concilio con una magnífica oración en lengua griega, pronunciada por Tarasio, hombre elocuentísimo, en la que expuso las causas y oportunidad de la reunión de aquella augusta asamblea. Leídas después de esto las cartas de los Emperadores al Concilio, se discutió con entera libertad la causa de los Obispos, que habían suscrito al conciliábulo de Constantino Coprónimo, algunos de los cuales, habiendo abjurado la herejía, fueron repuestos en sus Sillas, dejándose para otra sesión el resolver acerca de los más contumaces. En la sesión segunda se dio lectura de las cartas de Adriano, dirigidas a los Emperadores y a Tarasio, que fueron aclamadas y suscritas por los Padres; y se reservó para la sesión próxima el fallo de la causa de Gregorio, Obispo de Neocesárea, que, aunque reconocido, pidió perdón al Concilio, había sido como el presidente y el alma del conciliábulo mencionado. En la tercera se declararon repuestos en sus Sillas este y otros Obispos que se mostraron arrepentidos de su conducta anterior, con relación al culto de las sagradas imágenes. Leyéronse además las cartas dirigidas por Tarasio a los Patriarcas de Oriente, invitándolos al Concilio, y la escusa que estos daban de no poder verificarlo por hallarse bajo la dominación mahometana, pero declarando al mismo tiempo su completa conformidad con la doctrina de la Iglesia. En la cuarta se probó con la autoridad de la Escritura y de los Santos Padres, el culto no interrumpido de las imágenes sagradas desde los primeros tiempos de la Iglesia. Se leyeron las cartas del Papa San Gregorio a San Germán de Constantinopla y las de este a los Obispos. En la quinta se mostró que el error iconoclasta había tenido origen de los judíos, herejes y mahometanos, y se declaró que también los ángeles podían ser pintados; pero en la inteligencia de que eran criaturas incorpóreas, según constaba ya en la sesión cuarta. En la sexta fueron refutadas en detalle las actas del conciliábulo de Coprónimo. En la séptima se reconocieron y ratificaron los seis anteriores Concilios ecuménicos, declarando además la licitud de colocar en los templos imágenes sagradas, las que podían ser veneradas, aunque no con culto de latría, propio solo de Dios, pronunciando por último los Padres su juicio en los términos siguientes: “Decidimos, que las imágenes serán expuestas, no solo en las Iglesias, vasos sagrados, ornamentos y paredes, sino también en las casas y caminos; porque cuanto más se ven las imágenes de Jesucristo, de su Santa Madre, de los Apóstoles y de los demás santos, más inclinado se siente el corazón a honrar a los originales y el pensamiento a reconocerlos. Debe rendirse a estas imágenes la salutación y el honor, mas no el culto de latría, que solo es debido a la naturaleza divina, es decir, a Dios exclusivamente. Se tributará a las imágenes el incienso y la luz, como se acostumbra a hacer con la cruz, el Evangelio y otras cosas sagradas; porque el honor tributado a la imagen se refiere al objeto que ella representa.” Esta definición es idéntica a la que dio después el Concilio Tridentino contra los protestantes.

Acabado el Concilio, el Patriarca Tarasio escribió al Papa manifestando todo lo que se había hecho, y por su parte el Emperador le envió las actas del Concilio, pidiéndole su confirmación. Adriano mandó que fuesen traducidas al latín antes de darle la aprobación definitiva en todos sus puntos, como lo había hecho respecto a la profesión de fe, pero desgraciadamente el traductor no conocía la lengua griega, y habiéndose remitido las actas a los Obispos franceses, se alarmaron pensando que el Concilio de Nicea había definido la adoración de las imágenes. Con este motivo hubo en Francia una resistencia a admitir las actas, y por entonces quedó en suspenso la confirmación. Esta fue hecha, según los eruditos, por el Papa León III, sucesor de Adriano. Otros dicen que por Adriano II en el Concilio IV de Constantinopla, VIII de los ecuménicos. Pero el Concilio tiene autoridad como los generales, porque sus definiciones fueron enteramente conformes a lo que el mismo Papa había enseñado en su carta acerca del uso y veneración de las imágenes. Desde entonces quedó terminada para siempre en Oriente la herejía de los iconoclastas.

J. P. Angulo.