Filosofía en español 
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Abusos de la Iglesia

Aunque con mucha impropiedad, se llaman así los que se cometen por alguno de los individuos de la Iglesia, al amparo, o con pretexto de la religión.

No hay para qué ocultar que la conducta de algunos cristianos dista mucho de conformarse con las santas máximas del Evangelio; pero la Iglesia, lejos de alentar y sostener sus excesos, los lamenta más vivamente que nadie, los reprende con la mayor energía, y los castiga con las penas más severas. Basta pasar la vista por sus disposiciones disciplinares, para convencerse que pone en juego todos sus recursos y hace cuanto está de su parte para extirpar toda clase de abusos, pues no hay uno solo contra el cual no haya levantado sus protestas y aplicado todo género de correctivos. La inmoderada conducta de algunos, por fortuna muy pocos eclesiásticos, las supersticiones, las indulgencias y otras, cosas por el estilo, que suelen dar pretexto a sus enemigos para injustas y apasionadas acusaciones, han sido siempre objeto de la especial solicitud y vigilancia de la Iglesia. Si a pesar de todo los abusos continúan, no es ciertamente culpa suya, sino del hombre que hace indigno empleo de su libertad, poniéndola al servicio de miras viciosas y bastardas pasiones.

De muy antiguo viene la impiedad explotando estos desórdenes y sirviéndose de ellos para hacer argumentos nada favorables a la religión. Abultando las cosas, exagerando los sucesos, y dando a estos desvíos proporciones que no tienen, pretenden demostrar que el Catolicismo está en una decadencia tal, que autoriza para presagiar su próxima ruina.

Desde luego hay una grande exageración en el recuento de estos males; en todas las épocas la Iglesia ha visto levantarse contra sí al espíritu del mal; en todos los tiempos ha sufrido hondas perturbaciones y serios trastornos; su historia es la historia de la lucha entre el bien y el mal, entre el vicio y la virtud. Si hoy nos dolemos más de las pesadumbres que nos aquejan, no es seguramente porque sean mayores, sino porque el daño presente nos apena más que el pasado, y porque la maledicencia tiene marcado interés en sostener viva la llaga del dolor y atizar la hoguera del escándalo en justificación de su conducta. El incrédulo a quien mortifica la fe sincera del cristiano verdadero, el hereje que ha desertado vergonzosamente de las banderas de la Iglesia que cariñosa lo cobijara en su seno, el mal católico a quien falta valor para practicar los penosos deberes que su profesión impone, y todos los géneros de impiedad que se distinguen y conocen por su odio común a la religión, están interesados en pregonar a son de trompeta los defectos que encuentren, no solo para justificar su proceder, sino también para que desprestigiado el clero y humillada la Iglesia, puedan ellos ganarse con más facilidad la fe y el aprecio de las masas, y llevar a término su tenaz empeño de proscribir las instituciones religiosas.

Por otra parte, si los vicios más o menos salientes de una clase fuesen señal indudable de su decrepitud, y motivo justificado para pedir su destitución, habría que decretar la muerte de la sociedad entera, porque no hay sistema, instituto ni corporación alguna que se vea libre de negros lunares. Hay médicos indignos que explotan las miserias y enfermedades que están encargados de sanar, pero no por eso hemos de proscribir la medicina; hay magistrados venales que convierten la justicia en miserable granjería, pero no por eso hemos de condenar a los tribunales; hay militares que esgrimen sus armas contra la patria que descansada confía en su lealtad y valor, pero no por eso hemos de calumniar tan honrosa profesión; hay, en fin, empleados prevaricadores que defraudan los sagrados intereses de la nación confiados a su honradez, pero no por eso hemos de levantarnos contra la administración entera.

Ya lo hemos dicho y repetimos; el hombre abusa de todo, incluso de sí mismo; el video meliora proboque, et deteriora sequor, veo lo mejor y lo aplaudo, pero sigo lo peor; será siempre una amarga pero eterna verdad, lo mismo en los individuos que en las corporaciones humanas. Para aquilatar bien la importancia de los vicios y defectos de que adolece una sociedad, es preciso, por consiguiente, descender hasta los fundamentos del sistema por que se rige; si arrancan de él, si los alienta y protege con sus enseñanzas, indudablemente es funesto, y forzoso es condenarlo; pero si traen su origen de otra parte, si los reprueba y anatematiza, entonces hay que juzgar de muy contraria manera. Ahora bien, todos los abusos que quieran señalarse están en oposición manifiesta con la sencillez de las máximas cristianas y con la pureza de las doctrinas de la Iglesia, y no es culpa suya si el hombre deja a menudo sus divinas enseñanzas por los malos consejos de las pasiones, que son las que dificultan y entorpecen su misión civilizadora, fomentando deseos inmoderados y culpables apetitos, causa de todos los abusos que se cometen en la sociedad.

Como confirmación y ampliación de lo que acabamos de decir, trascribimos algunos párrafos de la disertación que acerca de esta misma materia escribió el célebre autor de El buen uso de la lógica, el docto canónigo Muzzarelli: «Nótese bien, dice, que he dicho abusos en la Iglesia y no abusos de la Iglesia, pues el cuerpo entero de la Iglesia jamás se ha manchado con abusos; jamás los ha aprobado ni consentido. No podía la Iglesia hacerlo sin que Jesucristo faltase a su palabra de estar con ella hasta la consumación de los siglos. Ecclesia Dei, dice San Agustín (ep. 55 ad Januar), inter multam paleam multaque zizania constituta, multo tolerat: et tamen quæ sunt contra fidem vel bonam vitam non approbat, nec tacet, nec facit. He dicho, pues, abusos en la Iglesia, esto es, en los miembros que componen la Iglesia, que como hombres pueden dejarse corromper por las pasiones y vivir de una manera indigna de la santidad de su profesión. En este sentido declaro que siempre ha habido y siempre habrá, sin exceptuar las personas eclesiásticas, mayor o menor número de esos desórdenes que no es posible mirar sin horror entre cristianos.

Por santa que sea la profesión de éstos, y particularmente de los eclesiásticos, no por eso dejan de ser hombres, y como tales están sujetos a todas las miserias que son el patrimonio de la humanidad... ¿Qué es, pues, de admirar que entre los cristianos y entre los eclesiásticos haya abusos?»

Habla después de los peligros y dificultades que hay en la profesión de la religión, que los combates son violentos, y que en ellos se corre gran riesgo de verse vencido. Añade luego que todos los excesos y desórdenes que se imputan a los cristianos, y en especial a los sacerdotes, son exagerados por tres clases de personas que tienen interés en aumentarlos, como hemos indicado, y prosigue: «Estas tres clases de personas son las que por lo regular publican los desórdenes de los eclesiásticos; luego en esos desórdenes debe haber mucha parte de exageración. ¿Se quiere ver esto con toda claridad? Pues bien; toda la Europa se compone de incrédulos, de herejes, de malos católicos y de buenos católicos. Estos últimos, como amantes de la Iglesia, se esfuerzan en ocultar los defectos de los eclesiásticos, con tanto más motivo, cuanto que la caridad que ellos profesan les manda guardar silencio sobre los defectos del prójimo... Luego ordinariamente deben ser los incrédulos, los herejes y los malos católicos los que dan publicidad a los desórdenes del clero, y como están interesados en exagerarlos, y por otra parte es moralmente imposible se abstengan de hacerlo, no cabe la menor duda en que, generalmente hablando, reinará la exageración en cuanto digan sobre ellos. Queda probado, pues, que necesariamente debe haber abusos en la Iglesia, y que ordinariamente la narración de éstos debe ser exagerada. No considerando algunos más que la primera de estas dos proposiciones, sacan falsas consecuencias y caen en el error; respecto de la segunda, hay pocas personas que se ocupen de ella, y menos que sepan hacer de la misma un uso conveniente».

Refuta luego las falsas consecuencias que se quieren deducir de los abusos en la Iglesia, y estrechando vigorosamente a los adversarios, hace un argumento ad hominem en favor de la divinidad de la misma Iglesia. «Por mi parte yo infiero, que pues ha habido y hay en la Iglesia escándalos y abusos, y éstos no han podido impedir que se profese la misma fe, la misma ley, y se haga uso de los mismos sacramentos, según la institución de su divino Fundador, es absolutamente necesario convenir en que la Iglesia está sostenida por un poder divino. Los desórdenes y abusos que al cabo de tantos siglos deberían, humanamente hablando, haberla destruido, no lo han podido verificar: ¿quién ha podido impedir su ruina sino una mano sobrenatural, omnipotente y divina? Todas las demás sectas y falsas religiones han variado desde su cuna por las disensiones, escándalos y abusos, y ya no se encuentra en ellas la primera doctrina. Solo la Iglesia romana, después de tantas revoluciones, y a pesar de los desórdenes y los abusos, ha conservado constantemente el depósito de la antigua fe. ¿Puede esto atribuirse más que a la protección de Dios, que la ha sostenido y sostiene hasta hoy día?»

Por último, demuestra la circunspección, imparcialidad y prudencia con que debe precederse en juzgar de tales abusos exagerados, y la presunción de aquellos que con indiscreto celo se quieren meter a remediarlos, y termina diciendo: «¿Sabéis lo que yo considero como cierto? Pues no es otra cosa sino que Dios, ha permitido las recriminaciones y errores de los libertinos y de los herejes, a fin de que con este motivo estuviesen nuestros pastores más vigilantes y tuvieran ocasión de considerar el estado de la Iglesia y de remediar los desórdenes que necesariamente deben introducirse en ella de cuando en cuando».

Y en fin, si los enemigos de la Iglesia se complacen en vociferar y aumentar los abusos que han podido cometerse en ella, y que son ajenos a la doctrina, esfuerzos, leyes y voluntad de la misma; si cuentan acaso en el número de los abusos lo que no es otra cosa que el cumplimiento forzoso del deber (a veces sensible y comprometido); si censuran como abuso lo que bien examinado tal vez debieran aplaudir como un acto de energía o de prudencia, ¿por qué no proceden con la misma imparcialidad reconociendo y confesando los inmensos beneficios que la sociedad debe a la Iglesia, las virtudes de muchos de sus hijos, y sus heroicos sacrificios en favor de la humanidad?

J. P. Angulo.