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Antonio de Guevara 1480-1545

Reloj de Príncipes / Libro III

Capítulo XLIX
De la muerte de Marco Aurelio Emperador, y de cómo son muy pocos los amigos que osan dezir las verdades a los enfermos, y toca aquí el auctor quán dignos son de reprehender los que estando sanos no se aparejan para morir.


Viejo ya Marco Aurelio Emperador, no sólo por la mucha edad que tenía, mas aun por los grandes trabajos que avía passado en la guerra, fue el caso que en el año xviii de su imperio, y lxii de su nascimiento, y de la fundación de Roma de quinientos y xliiii, estando en la guerra de Pannonia, que agora se llama Ungría, teniendo cercada una ciudad famosa llamada Vendebona; súbitamente le dio una enfermedad de perlesía, la qual fue tal, que él perdió la vida y Roma perdió el príncipe de mejor vida que nasció en ella. Entre los príncipes gentiles otros tuvieron tantas fuerças como él, otros posseyeron más riquezas que no él, otros fueron tan venturosos como él, otros supieron tanto como él; pero ninguno fue de tan excellente y tan corregida vida como él; porque, examinada muy por menudo su vida, ay muchas obras heroycas que imitar y muy pocas viciosas que detraer.

Fue, pues, la ocasión de su muerte que, andando una noche en torno de sus reales con sus centinelas, súbitamente le dio en un braço una enfermedad de perlesía, por manera que dende en adelante ni podía vestir ropa, ni sacar la espada, ni menos tirar la lança. Cargado el buen Emperador de días y no menos de cuydados, encruelesciéndose más el invierno y sobreveniendo muchas aguas y nieves en sus reales, recrecióle otra nueva enfermedad llamada letargia, la qual [892] cosa puso en los bárbaros mucha osadía y en su hueste mucha tristeza; porque assí era amado de todos como si todos fueran sus hijos. Hechas en él todas las experiencias que por medicinas se pueden hallar y todo lo que en semejantes y tan altos príncipes se suele hazer, una ni ninguna cosa le pudo hazer mejorar; y la razón desto era porque la enfermedad en sí era grave, el Emperador era en días cargado, la tierra le era contraria, el tiempo no le ayudava y, sobre todo, el cuydado y tristeza le combatía. Sin comparación es mayor enfermedad la que procede de tristeza que no la que procede de terciana o quartana, y de aquí viene que más fácilmente se cura el que está lleno de umores corruptos, que no el que está cargado de profundos pensamientos.

Estando, pues, el Emperador assí malo en la cama, a que ya no podía fazer ningún exercicio de guerra, como los suyos saliessen fuera de los reales a hazer una cavalgada y los úngaros saliessen también a defendérsela, asiósse entre los unos y los otros una tan cruda pelea, que por ambas partes fue la cosa bien ensangrentada, por manera que, según la crueldad que allí se hizo, a los romanos yva poco en salir con aquella cavalgada y a los pannonios yva mucho menos en resistirla. Oýdo por el Emperador el mal recaudo, en especial que cinco de sus capitanes avían allí muerto, y que él por estar tan malo no se avía podido hallar en ello, diole de súbito en el coraçón una tristeza que pensaron todos en un desmayo aver acabado la vida. Estuvo assí dos días con tres noches, sin querer ver luz del cielo, ni hablar a persona de la tierra, por manera que el calor era grande, el desassossiego mucho, las vascas continuas, la sed rezia, el comer poco, el dormir ninguno y, sobre todo, la cara tenía atericiada y los labrios se le tornavan negros. A tiempos alçava los ojos, otras vezes juntava las manos; callava siempre y suspirava continuo; tenía la lengua gruessa, a que no podía escupir, y los ojos muy húmidos de llorar; por manera que era muy gran compassión ver su muerte, y muy gran lástima ver la confusión de su casa y la perdición de la guerra.

Muchos capitanes valerosos, muchos honrados romanos, muchos criados fieles y muchos amigos antiguos estavan a todas estas cosas presentes, pero ninguno dellos osava al [893] Emperador Marco hablar, lo uno porque le tenían por tan sabio que no sabían qué le aconsejar, lo otro porque estavan tristes, que no se ocupavan sino en llorar; porque los verdaderos y dulces amigos aun antes que mueran merescen ser llorados. Gran compassión se ha de tener de los que mueren, y esto no porque los vemos morir, sino porque no ay quien les diga lo que han de hazer. Los príncipes y grandes señores mayor peligro tienen quando mueren que ninguno de los otros plebeyos; porque el privado que no osa dezir a su señor que se quiere morir, mucho menos le dirá cómo ha de morir y qué son los descargos que ha de hazer. Muchos van a ver los enfermos, los quales pluguiesse a Dios que no fuessen a visitarlos, y la causa desto es que veen al enfermo hundidos los ojos, secas las carnes, los braços sin pulso, la cólera encendida, la calentura continua, el astío rezio, los desmayos a cada passo, la lengua gruessa y la virtud consumida; y, con estar la casa tan arruinada, dizen al enfermo que tenga esperança, que aún tiene muchas señales de vida.

Como los moços naturalmente desseen vivir y a todos los viejos les dé pena el morir, quando se veen en aquella estrecha ora ni desechan alguna medicina, ni les pesa con qualquier esperança de vida, y de aquí se sigue que muchas vezes se mueren los tristes sin aver confessado sus pecados, ni sin mandar restituyr los daños por ellos hechos. ¡O!, si supiessen los que esto hazen quánto mal hazen; porque quitarme a mí uno la hazienda, perseguir mi persona, perturbar mi fama, derrocar mi casa, escandalizar mi familia, desfazer mi parentela y criminar mi vida, estas obras son de crudo enemigo; pero ser ocasión de perder mi ánima, esta obra es del demonio del infierno. Por cierto que es demonio y aún peor que demonio el hombre que engaña al enfermo, al qual, en lugar de ayudarle a bien morir, pónese a lisongearle con el vivir, en la qual jornada el que lo dize gana poco y el que lo cree aventura mucho; porque a las personas mortales más conviene darles consejo conforme a la conciencia que no dezirles palabras de buena criança.

En todas las cosas somos con nuestros amigos desvergonçados en la vida y hazémonos vergonçosos con ellos en la [894] muerte, lo qual no deve ser assí; porque si los passados no fuessen muertos y de los presentes no viéssemos cada día morir, paresce que sería vergüença y aun espanto dezir al enfermo que él solo ha de morir; pero, pues sabes tú tan bien como él, y él lo sabe tan bien como tú, que todos caminan por esta tan peligrosa jornada, ¿qué vergüença has de tener en dezir a tu amigo que está ya al fin della? Si resuscitassen oy los muertos, ¡o, y cómo se quexarían de sus amigos!, y esto no por más de por no averles dado en la muerte buenos consejos; ca, si el enfermo es mi amigo, ¿por ventura hase de morir porque le diga yo que se apareje para bien morir? No, por cierto, sino que muchas vezes vemos por experiencia que los que están muy aparejados para morir escapan y los que están desapercebidos mueren.

Los que van a visitar a los enfermos ¿qué pierden en persuadirles y en aconsejarles que hagan sus testamentos, que confiessen sus pecados, que descarguen sus cargos, que reciban los sacramentos y que se reconcilien con sus enemigos? Por cierto, todas estas cosas ni embotan la lança para vivir, ni cierran la puerta para bien morir. Jamás vi ceguedad tan ciega, ni ignorancia tan crassa, como es tener empacho o vergüença de aconsejar que hagan los enfermos aquello que son obligados de hazer estando sanos. Según que arriba lo hemos dicho, los príncipes y grandes señores son los que en esto mueren y viven más engañados; y la causa es que, como sus criados no han gana de contristarlos, no osan dezirles que están peligrosos; porque los tales criados y privados, con tal que les manden algo en el testamento, muy poco se les da que muera bien, que muera mal su amo. ¡O, qué lástima es ver morir a un príncipe, ver a un señor, ver a un generoso y ver a un rico si no tiene cabe sí algún fiel amigo que le ayude a passar aquel passo! Y no sin causa digo que ha de ser fiel amigo; porque son muchos los que se apegan en la vida a nuestra hazienda y son muy pocos los que en la muerte se encargan de nuestra conciencia.

Los hombres prudentes y sabios, antes que naturaleza les constriña de fuerça a morirse, deven ellos por su voluntad morir, es a saber: que antes que se vean en aquella estrecha [895] hora tengan ordenadas las cosas de su conciencia; porque si tenemos por loco al que quiere passar la mar sin nao, no por cierto ternemos por cuerdo al que le toma la muerte sin algún aparejo. ¿Qué pierde un hombre cuerdo en tener ordenado su testamento? ¿Qué aventura ninguno de su honra en reconciliarse antes que muera con los que tiene odio y malquerencia? ¿Qué pierde de su crédito el que restituye en la vida lo que le han de mandar restituyr en la muerte? ¿En qué se puede mostrar uno ser más cuerdo que en descargar de su grado lo que después le han de sacar por pleyto? ¡O!, quántos príncipes y grandes señores los quales por no se querer ocupar en hazer su testamento un solo día, hizieron después andar en pleyto a sus fijos y erederos toda su vida, por manera que pensando que dexavan bien de comer a sus hijos, no lo dexaron sino para procuradores y abogados.

El hombre que es verdadero y no fingido christiano de tal manera ha de ordenar su hazienda y corregir su vida cada mañana como si no uviesse de llegar a la noche, y en tal estado le ha de tomar la noche como si no uviesse de ver la mañana; porque (hablando la verdad) para sustentar la vida ay infinito trabajo, pero para tropeçar con la muerte no ay ni un tropieço. Si se diere fe a mis palabras, a ninguno aconsejaré yo que en tal estado ose vivir en el qual por todo lo que ay en el mundo el tal no se querría morir. Los ricos y los pobres, los grandes y los pequeños, los generosos y plebeyos, todos dizen y juran que de la muerte son temerosos, a los quales yo digo y aviso y en Jesú Crucificado amonesto que de sólo aquél podemos con verdad dezir que teme la muerte al qual vemos hazer alguna emienda en su vida.

Deven, pues, los príncipes y grandes señores acabar antes que se acaben, fenescer antes que fenezcan, morir antes que se mueran y enterrarse antes que los entierren; porque si esto acaban ellos consigo, con tanta facilidad dexarán la vida como se mudarían de una casa a otra. Por la mayor parte huelgan los hombres hablar de espacio, andar de espacio, bever de espacio, comer de espacio y dormir de espacio; sólo en el morir sufre el hombre ser pressuroso. No sin causa digo que en el morir son pressurosos, pues los vemos hazer los [896] descargos a priessa, ordenar el testamento a priessa, confessarse a priessa, comulgar a priessa; por manera que lo toman y lo piden tan tarde y tan sin sazón, que más les aprovecha ya para complir con la Yglesia, que no a cada uno para la salvación de su ánima.

¿Qué aprovecha el governalle después de anegada la nao? ¿Qué aprovechan las armas después de rota la batalla? ¿Qué aprovechan los socrocios y emplastos después de los hombres muertos? Por esto que he dicho quiero dezir: ¿qué aprovecha, después que los enfermos están de modorra locos, llamar a los confessores a quien confiessen sus pecados? Muy mal, por cierto, se podrá confessar el que no tiene aún juyzio para se arrepentir. ¿Qué aprovecha llamar al escrivano para entender en las cosas de su conciencia, al tiempo que el enfermo tiene ya la habla perdida? No se engañen los hombres, diziendo: «a la vejez nos emendaremos», «a la muerte nos arrepentiremos», «a la muerte nos confessaremos», «a la muerte restituyremos»; porque a mi parescer, ni es de hombres cuerdos, ni menos de buenos christianos querer que les sobre tiempo para pecar y que les falte para se emendar. Pluguiesse a Dios que el tercio del tiempo que los hombres ocupan sólo en pensar cómo han de pecar ocupassen en pensar cómo han de morir, y la solicitud que ponen en emplear sus malos desseos pusiessen en llorar de coraçón sus pecados; pero ¡ay, dolor! que con tanto descuydo passan en vicios y regalos la vida como si no uviesse Dios que algún día les aya de pedir cuenta. Todo el mundo a rienda suelta peca, con esperança que a la vejez se han de emendar y que en la muerte se han de arrepentir; pero querría yo preguntar al que con esta confiança comete el pecado qué certenidad tiene de llegar a viejo, y qué seguridad le han dado de que para morirse terná mucho tiempo; porque, según vemos por experiencia, muchos son los que no llegan a viejos, y muy muchos los que mueren arrebatados.

No cabe en razón y justicia que cometamos tantos pecados en solo un día, que tengamos que llorar toda nuestra vida, y después para llorar todos los pecados de nuestra vida no queramos más espacio de una sola hora. Según es grande la clemencia divina, abasta y aún sobra en una hora para [897] arrepentirnos de nuestra mala vida; pero junto con esto daría yo por consejo, que, pues el pecador para su emienda no toma más de una hora, que no fuesse ésta la hora postrera; porque el suspiro que se da con voluntad penetra los cielos, mas el que se da con necessidad aún no passa los tejados. Apruevo y loo que los que visitan a los enfermos les aconsejen se confiessen, se comulguen, rezen devociones, se encomienden a los sanctos, suspiren por sus pecados; finalmente digo que es muy bueno hazer todo esto, pero digo que es muy mejor tenerlo hecho; porque el diestro y curioso piloto, quando la mar está en calma, entonces se apercibe él para la tormenta.

El que profundamente quisiere considerar en quán poco se han de tener los bienes desta vida, váyase a ver a un hombre rico quando muere qué tal está en la cama, y verá cómo al triste enfermo le pide la muger el dote; la una hija, el tercio; la otra hija, el quinto; el hijo, la mejoría; el yerno, el casamiento; el phísico, la cura; el esclavo, la libertad; los moços, la soldada; los acreedores, la deuda; y (lo que es más de todo) ninguno de los que han de eredar su hazienda es para darles allí una jarra de agua. Los que esto oyeren o leyeren deven considerar que lo que vieron fazer en la muerte de sus vezinos, lo mismo acontescerá a ellos quando estuvieren mortales enfermos; porque luego que un rico cierra los ojos, luego ay grandes contiendas entre sus erederos, y esto no por cierto sobre quién se encargará de su ánima, sino sobre quál dellos tomará la possessión de la hazienda. No quiero en este caso que aplome más mi pluma, pues los ricos y los pobres de todo esto veen cada día esperiencia, y las cosas muy notorias abasta para los discretos acordarlas sin gastar tiempo en persuadirlas.

El Emperador Marco Aurelio tenía un secretario muy sabio y virtuoso, por cuyas manos passavan todos los negocios del Imperio. Este secretario, como vio a su señor tan enfermo y que, estando a la muerte tan propinco, ninguno de sus parientes y amigos le osava hablar claro, acordó él mismo hazerle un razonamiento, en el qual mostró muy bien lo mucho que él valía y lo mucho que a su señor quería. Llamávase este secretario Panucio, de cuyas virtudes y vida habla Sexto Cheronense en la Vida de Marco. [898]


{Antonio de Guevara (1480-1545), Relox de Príncipes (1529). Versión de Emilio Blanco publicada por la Biblioteca Castro de la Fundación José Antonio de Castro: Obras Completas de Fray Antonio de Guevara, tomo II, páginas 1-943, Madrid 1994, ISBN 84-7506-415-9.}

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Edición digital de las obras de
Antonio de Guevara
La versión del Libro áureo de Marco Aurelio, preparada por Emilio Blanco, ha sido publicada en papel en 1994 por la Biblioteca Castro, y se utiliza con autorización expresa de su editor y propietario, la Fundación José Antonio de Castro (Alcalá 109 / 28009 Madrid / Tel 914 310 043 / Fax 914 358 362).
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