Obras de Aristóteles | Patricio de Azcárate | |
Vida y obras de AristótelesI Aristóteles nació el primer año de la Olimpiada XCIX (384 antes de J. C.), en Estagira, colonia griega de la Tracia. Su padre, Nicómaco, era médico y amigo de Amintas, rey de Macedonia; y descendía de una familia cuyo origen remontaba hasta Esculapio. Se hace mención de esta circunstancia, porque no dejó de influir en la dirección de los estudios de este gran filósofo; por lo menos prueba, que su familia cultivaba desde muy antiguo y como por tradición las ciencias naturales y médicas; y se cree, que su padre dejó escritas algunas obras sobre historia natural y medicina. Aristóteles era muy joven cuando perdió a sus padres. Un tal Proxenes de Atarnea se encargó del cuidado de su educación e hizo que estudiara las ciencias; habiendo Aristóteles mostrado durante toda su vida un vivo reconocimiento hacia la familia de su bienhechor. En una de sus biografías se dice, que mientras fue joven pasó una vida borrascosa y disoluta, que disipó locamente todo su patrimonio, que se hizo soldado, y que, no prometiéndose nada en esta carrera, se dedicó al comercio y abrió un establecimiento de droguería. Pero esta tradición no puede conciliarse con otra más verosímil, según la cual Aristóteles se trasladó a Atenas a la edad de diez y siete años para consagrarse al estudio de la filosofía bajo la dirección de Platón. [VI] Veinte años permaneció cerca de este, pero también es cierto que no consagró todo el tiempo al estudio de las doctrinas platonianas; antes bien se cree que lo empleó en preparar los grandes trabajos que ocuparon toda su vida. Para formarse una idea del ardor con que se dedicaba entonces a profundizar, no sólo los tesoros de los filósofos anteriores, sino también todos los de la literatura griega, basta recordar las palabras de Platón, que le llamaba el Lector, y le distinguía de Jenócrates diciendo, que el uno necesitaba freno y el otro aguijón. Al ver la inmensidad de los conocimientos que Aristóteles poseía en historia natural, es preciso suponer que antes de esta época, que pasó al lado de Platón, había estudiado ya la naturaleza con más cuidado y más al por menor de lo que permitía el carácter de la doctrina de su maestro. No es inverosímil que se dedicase también a la medicina; puesto que se le atribuyen escritos que tocan a esta ciencia, y además las obras que han llegado hasta nosotros muestran que la conocía. La opinión de los escritores que dicen que hasta ejerció esta profesión en Atenas, no está fundada en datos ciertos. Se acusa a Aristóteles de haber sido ingrato con su maestro, atribuyéndolo a que Platón mostró su preferencia por otros discípulos menos distinguidos, pero más fieles a sus doctrinas, con cuyo motivo se refieren varias anécdotas: por ejemplo, que Platón no amaba a Aristóteles a causa de sus costumbres y su manera de vivir; que le desagradaba el excesivo esmero que este empleaba en su adorno exterior para ocultar las imperfecciones de su cuerpo; que también debió resentirse cuando, debilitado su espíritu por los años, se vio obligado a abandonar la Academia por las capciosas cuestiones a que le provocaba Aristóteles, suplantándole en la enseñanza, hasta que Jenócrates de vuelta de un viaje arrojó de la Academia a Aristóteles y restableció a Platón. Pero todas estas anécdotas son poco verosímiles, puesto que, según otras tradiciones, al decir de Apolodoro, Aristóteles levantó un altar en honor de Platón con una inscripción laudatoria; [VII] esa debilidad del espíritu de Platón no aparece en sus biografías; ni las demás tradiciones dan razón de que hubiese habido querella alguna entre Aristóteles de una parte y Platón y sus discípulos de la otra; y tan distante estuvo Jenócrates de haber sido su rival, que cuando a consecuencia de la muerte de Platón tuvo Aristóteles que abandonar a Atenas a los treinta y siete años de edad, tuvo por compañero a este mismo Jenócrates, que se dice haberle arrojado de la Academia. Se ha buscado la prueba de su ingratitud en sus mismas obras, y es preciso confesar francamente que en ninguna parte de ellas reconoce el gran servicio de que es deudora la filosofía al gran Platón; y cuando impugna las doctrinas de este, se advierte cierta desdeñosa sequedad, que cuadra mal en un discípulo que debía manifestarse reconocido al maestro; lo primero es la verdad, dice en su Moral a Nicomaco, o lo que es lo mismo: amicus Plato, sed magis amica veritas, pero bien pudo dejar conocer más el amicus Plato, sin menoscabo de esta preciosa máxima. Sin embargo, su rigidez se muestra siempre contra las doctrinas y no contra las personas. Dícese también, que después de la muerte de Platón, Aristóteles, acompañado de Jenócrates, se trasladó a Atarnea y a Assos al lado de Hermias, filósofo y tirano de estas dos ciudades. Es probable que entablara amistad con este eunuco en Atenas, donde se dice que Hermias oyó las lecciones de Platón y de Aristóteles. Muchas circunstancias hacen creer que Aristóteles vivió en estrecha amistad con él, lo cual dio origen a rumores poco favorables sobre la moralidad de nuestro filósofo, que permaneció cerca de aquel por espacio de tres años. Hermias había sido en otro tiempo esclavo de un tirano de Atarnea, llamado Eubulo, al cual sucedió, y que como él era amante de la filosofía, circunstancia a que debió su elevación al poder. Envuelto Hermias en el lazo que le armó Mentor, general griego al servicio de la Persia, cayó en manos de Artajerjes, quien le hizo degollar, perdiendo así las ciudades griegas del Asia menor uno de los más valientes y hábiles defensores de su libertad. [VIII] Esta catástrofe conmovió profundamente a nuestro filósofo, y lo prueban dos monumentos que han llegado hasta nosotros: uno el Pean, canto admirable dedicado a la virtud y a la memoria del tirano de Atarnea, y cuya triste inspiración no ha sido superada por ningún poeta; y otro es una estatua, y según algunos un mausoleo, que erigió Aristóteles a su amigo en el templo de Delfos. Además Aristóteles le demostró, según se dice, un particular afecto aun después de su muerte, puesto que se casó con su hermana Pitias, la cual se encontraba en una posición muy triste y sin ningún apoyo. Tuvo una hija; pero se cree que la madre de su hijo Nicomaco fue una concubina llamada Herpilis, con la cual se dice que se casó después de la muerte de Pitias. De Atarnea se fugó Aristóteles con Jenócrates a Mitilene, donde permaneció muy poco tiempo, por haber sido llamado en el segundo año de la Olimpiada CIX por Filipo, rey de Macedonia, para que se encargara de la educación de su hijo, el cual contaba entonces tres años. Si bien la educación de Alejandro debió durar sólo cuatro, ejerció sobre este un grande influjo, enmendando los graves errores cometidos en su dirección pedagógica por Leonidas, pariente de Olimpias, y Lisimaco, que habían estado encargados de su educación. Supo inspirarle el amor a las ciencias, y Alejandro adquirió vastos conocimientos en moral, en política, en elocuencia y en poesía, sin que le fueran desconocidos los elementos de la música, de la historia natural, de la física y hasta de la medicina, debiendo presumirse que Aristóteles le dio todos estos conocimientos en cuanto pudieran ser útiles a un rey. El hecho de llevar siempre consigo Alejandro la famosa edición de la Iliada arreglada por Aristóteles y el respeto que inspiró en la casa de Pindaro cuando la toma de Tebas, previenen a favor de la buena educación recibida por Alejandro. El palacio titulado Ninfeum en Pella y otras veces Estagira fueron los puntos en que Aristóteles residió con su discípulo; y prueba de la precoz disposición de este para los negocios públicos es, que cuando sólo contaba diez y siete años [IX] le encomendó ya Filipo el gobierno durante su expedición a Bizancio, teniendo indudablemente en cuenta los consejos de su maestro. Aristóteles permaneció todavía un año cerca de su discípulo después de la muerte de Filipo y cuando era ya rey, y no salió de Macedonia hasta el año 335 antes de J. C., que fue cuando Alejandro se disponía a pasar a Asia en el segundo año de la Olimpiada CXI; siendo una fábula lo que se cuenta del viaje del filósofo al Asia y a la India en compañía de Alejandro, pues es lo cierto que fue con este y en reemplazo de aquel su discípulo y pariente Calístenes. Aristóteles gozó de un gran favor cerca de Filipo; obtuvo de él que Estagira, que había sido destruida, fuese reconstruida, y que se fundara allí un gimnasio para la enseñanza de la filosofía, obteniendo de Alejandro, cuando era rey, iguales testimonios de consideración. Por entonces fue cuando Aristóteles se trasladó a Atenas, donde permaneció sin interrupción durante trece años, hasta la muerte de Alejandro. Filosofó en Atenas en el Liceo, único gimnasio que encontró desocupado, puesto que Jenócrates había tomado posesión de la Academia, y los cínicos ocupaban el Cinosargo. Ninguna escuela de filosofía de esta época duró tanto como la suya; de donde se infiere el gran número de hombres célebres que contaba entre sus discípulos. Tomó su escuela el nombre de peripatética, porque tenia costumbre de filosofar paseándose con sus discípulos a la sombra en su Liceo. No era esta simplemente una escuela de filosofía, porque se enseñaba allí todo lo que constituía entonces la cultura del espíritu entre los griegos, particularmente la elocuencia. Aristóteles pasó trece años en Atenas ocupado en esta clase de estudios, y probablemente durante esta época fue cuando compuso la mayor parte de sus obras, y a ella pertenecen sus importantes trabajos sobre las ciencias naturales, particularmente sobre la Historia de los Animales, empresa para la que encontró en la magnánima generosidad de Alejandro un gran auxilio. Si hemos de creer a Plinio, [X] fueron infinitas las personas encargadas por Alejandro de proporcionar y poner a disposición de Aristóteles todas las producciones curiosas del Asia, con cuyo auxilio compuso este filósofo esa prodigiosa Historia de los Animales, que es hoy día la admiración de los sabios. Atheneo asegura, que pasaron de ochocientos talentos los que puso Alejandro a disposición de su maestro para que pudiera proporcionarse todos los recursos necesarios para llevar a cabo su empresa, cantidad que constituye una suma increíble para aquellos tiempos y de que sólo un conquistador del Asia pudo disponer. también estos grandes recursos debieron servir al filósofo para la compilación de las constituciones entonces conocidas, obra que por desgracia no ha llegado hasta nosotros. Al terminar esta época, se dice, que cayó en desgracia para con su discípulo y regio bienhechor, siendo la causa de esto la conducta seguida por Alejandro con Calístenes con motivo de haber manifestado este con demasiada franqueza su disgusto al ver las costumbres disolutas del rey. La muerte desastrosa de Calístenes, acompañada de circunstancias odiosas, indignó a la Grecia entera, y la posteridad la ha mirado como un borrón que mancha la memoria del héroe macedonio. Gran dolor debió causar al tío de la víctima, al preceptor, que fuera autor de tan indigno crimen su regio discípulo, siendo de creer que en los seis años que trascurrieron hasta la muerte de Alejandro debieron debilitarse mucho las relaciones entre ellos. Pero de esta frialdad a suponer a nuestro filósofo en el camino del crimen, creyendo con Plinio, que de acuerdo con Antípater emponzoñara a Alejandro, hay un abismo, y semejante suposición está desmentida por todos los hechos de la historia. Alejandro murió de muerte natural a consecuencia de su vida disoluta, como lo atestiguan las memorias de sus lugartenientes Aristóbulo y Tolomeo, memorias que vieron y citan Plutarco y Arriano, y lo prueban además el diario en que se consignaban todas las acciones de rey y el particular de su enfermedad. Sólo estuvo reservado a Caracalla, a este mono imitador del héroe macedonio, como le [XI] llama M. Saint-Hilaire, utilizar esta calumniosa imputación para expulsar a los peripatéticos de Alejandría y quemar sus libros. Al cabo de este tiempo Aristóteles se retiró a Calcis para evitar, no una acusación política, sino una acusación de impiedad lanzada contra él por el gran sacerdote Eurimedon y sostenida por un ciudadano llamado Demofilo. Se le acusó de haber cometido un sacrilegio por haber levantado altares a su primera mujer y a Hermias. Al ver Aristóteles que se convertía en crimen este rasgo piadoso consagrado a la amistad, dijo que se retiraba para ahorrar a los atenienses un segundo atentado contra la filosofía. A poco de su huida de Atenas murió en Calcis, 322 años antes de J. C., según algunos, tomando veneno por temor de ver la prosecución de su proceso, pero otro testigo más digno de fe, Apolodoro, y también Dionisio de Alicarnaso dicen que murió de muerte natural, lo cual nos debemos inclinar a creer en vista también de las teorías del filósofo sobre el suicidio. La verdad es, que sucumbió después de haber sufrido durante muchos años una enfermedad del estómago hereditaria en su familia, que combatió constantemente. II Con respecto a la suerte que desde su origen corrieron las obras de Aristóteles, se dice, que en un principio fueron legadas a Teofrasto, discípulo y sucesor de Aristóteles; que después este las legó a Neleo, quien las llevó a Escepsis y las dejó a sus herederos, gentes ignorantes; pero que temerosos estos de que quisiera hacerlas suyas el rey de Pérgamo, hombre apasionado por la ciencia, las escondieron bajo de tierra dejándolas expuestas a la humedad y a la podredumbre, hasta que pasado mucho tiempo las vendieron a Apelicon de Teos, hombre aficionado a los libros. Dícese también que, aunque poco conocedor éste de [XII] la filosofía, restauró los pasajes que en los manuscritos habían sufrido alteración; que la colección formada por este cayó, cuando el saqueo de Atenas por los romanos, en poder de L. Silla, quien por primera vez las llevó a Roma, encomendándolas al gramático Tirannion; y en fin, que el peripatético Andrónico de Rodas consiguió de Tirannion que le proporcionara copias, con cuyo medio puso en orden las obras de Aristóteles. Esta relación que, a ser cierta, supone un completo desorden en las obras que han llegado hasta nosotros, es muy sospechosa, sin que pueda tener otro origen que el juicio del mismo Andrónico, el cual para dar valor a sus trabajos quiso rebajar exageradamente los de sus predecesores; sin que pueda creerse, que haya sido este el único conducto por donde han llegado a nosotros las obras del filósofo, según creen algunos comentadores. Si conocemos o no en la actualidad todas las obras que escribió Aristóteles es un hecho oscuro, e independientemente de algunas que a ciencia cierta faltan hay incertidumbre respecto del conjunto de ellas; a cuyo propósito nuestro Luis Vives{1} dice, que Cicerón en su obra De natura Deorum prueba con citas de Aristóteles la Providencia de Dios por la grandeza, hermosura y orden del universo, y que este argumento no se encuentra en ninguna de las obras que conocemos; que el mismo Ciceron tuvo en sus manos un tratado de este filósofo con el mismo título que el suyo De natura Deorum; que Servio, el gramático, cita a Aristóteles para probar, que algunos seres divinos están sujetos a la muerte, idea que tampoco se encuentra en sus obras conocidas; que Isidoro, mucho más antiguo que el Hispalense, y Clemente en sus Misceláneas (Stromatibus) dicen, que Aristóteles habla de los dioses locales que presiden a las ciudades y reinos, idea también desconocida; y finalmente que Diógenes Laercio hace subir a cuarenta los volúmenes del Estagirita, número incompatible con [XIII] los que existen. De todas maneras, sin que pueda fijarse el número, la pérdida de una porción de ellas es incontestable. Pero lo cierto es, que cuando verdaderamente se dieron a conocer las obras de Aristóteles fue al comienzo de la era cristiana, en que su Organum penetró en todas las escuelas griegas y latinas, pues como es extraño a todos los sistemas, todos le explicaban y comentaban. Preocupó grandemente el ánimo de los Santos Padres, y hasta se supone que San Agustín había escrito un compendio de las categorías, lo cual no está justificado. Además de los trabajos de muchos comentadores griegos, el estudio del Organum no cesó en Constantinopla y en la Europa occidental. Ya en el siglo VI tenemos una traducción del Organum hecha por Boecio. Cultivaron su estudio en el siglo VII Beda e Isidoro Hispalense, como la cultivó Alcuino en el siglo VIII en la corte de Carlo Magno, y el Organum dio lugar en el siglo XI a la famosa querella entre el nominalismo y el realismo. Ya por entonces comenzaron a ser objeto de estudio las demás obras de Aristóteles, y como se descubrieran en ellas ciertas tendencias heterodoxas, que fomentaban las herejías, todas, menos la lógica, fueron quemadas en la plaza pública de París en el año de 1210, de resultas de la visita de inspección que un legado del Papa hizo a aquella Universidad, donde se prohibió su estudio. Esta tentativa y las demás que se hicieron en este sentido fueron inútiles, porque haciéndose sentir cada vez más la necesidad de ensanchar la esfera de acción en que había estado encerrada la inteligencia humana por espacio de cuatro siglos, el desbordamiento fue tan irremediable como irresistible, y se vio a Alberto el Grande comentar las obras de Aristóteles, a Santo Tomás, el ángel de la escuela, explicar algunas de las partes más difíciles, siguiendo una infinidad de doctores su ejemplo, y hasta se tradujo a Aristóteles bajo la protección del papa Urbano V y del cardenal Besarion, proclamándole el padre de la ciencia y llegando a tributarle una sumisión tan ciega, que se proscribió toda doctrina que contrariara la de este filósofo, calificándola de herética; [XIV] intolerancia que llegó hasta tal punto, que el Parlamento de París impuso en 1629 pena de la vida al que atacara el sistema de Aristóteles. Pero más aún; el protestantismo, bajo la dirección de Melanchthon, fue peripatético, como lo fue la Compañía de Jesús, que se valió de esta arma para combatir a los libres pensadores y sobre todo a los cartesianos. El renacimiento de las letras dio sus frutos y la reacción en el siglo XVIII fue terrible. La doctrina aristotélica cayó en el más profundo desprecio, y se vio relegada a los conventos y seminarios. Llovieron las sátiras y las invectivas contra el peripatetismo, y hubo complacencia en repetir lo que había dicho Bacon en el siglo anterior: que Aristóteles había degollado a sus hermanos, como hacen los príncipes otomanos, para erigirse en rey absoluto de la ciencia. El siglo XIX es más justo con Aristóteles; si no le mira como un oráculo, reconoce los grandes servicios que ha hecho a la ciencia; y consagrado al estudio de su sistema, declara sus excelencias, nota sus vacíos, y vive penetrado de que conocer a Aristóteles es, no sólo conocer la marcha del espíritu humano, sino también el estado actual de la ciencia. Estos trabajos y los juicios críticos a que ellos han dado lugar se deben en gran parte a Kant, Hegel, Cousin y especialmente a M. Bartelemy Saint-Hilaire, que ha dado a luz en lengua francesa todas las obras de Aristóteles, con una erudición y una penetración tan profundas, que causan verdadera admiración, y cuyos esmerados trabajos son los que principalmente hemos tenido a la vista al hacer esta publicación. III En cuanto a la autenticidad de las obras de Aristóteles que han llegado hasta nosotros se han suscitado muchas dudas, y ha sido materia en la que se ha ejercitado la inteligencia de muchos críticos. Es cierto que en un principio se publicaron muchos tratados diferentes sobre una sola y misma cuestión bajo [XV] el nombre de Aristóteles, y aún más cierto también que los peripatéticos Teofrasto, Eudemo y Fanias, émulos de su maestro, dejaron muchas obras con los mismos títulos que las de Aristóteles, unido todo lo cual a las complicaciones producidas por el transcurso de tantos siglos como han mediado, ha hecho surgir naturalmente la polémica suscitada sobre este punto. Sin embargo, hay dos razones de mucha fuerza, que nos autorizan para tener por auténticas las obras del Estagirita que conocemos. La serie de comentadores no interrumpida desde Aristóteles, y principalmente Andrónico de Rodas, Adrasto y Alejandro de Afrodisia{2}, que sostiene la autenticidad, son una prueba irrecusable en favor de esta. Por otra parte, si se consultan las obras en sí mismas, y se ve en ellas identidad en el fondo y en la forma, en el pensamiento y en el estilo, no habiendo una que no esté relacionada con las demás por medio de las continuas citas y remisiones que hace Aristóteles de unas a otras, no puede quedar duda de la autenticidad de todas ellas. Quizá en una misma obra, según han llegado hasta nosotros, no aparezcan los tratados colocados en el orden que reclama la forma didáctica y el encadenamiento lógico de las ideas, como tendrán ocasión de observar nuestros lectores en el tratado de la Política; pero si las obras andaban en manos de copistas, los tratados corrían sueltos, la forma didáctica era casi desconocida, y estaba pendiente la colocación del juicio particular de cada uno, no es razón esta para combatir la autenticidad del conjunto, en el que aparecen por completo el pensamiento y el estilo de Aristóteles. [XVI] IV Una de las divisiones de las obras de Aristóteles que han venido admitiendo todos los comentadores, es la de obras esotéricas y exotéricas. Las primeras son las que destinaba a la enseñanza reservada a sus discípulos predilectos, y tenía por objeto el cultivo de la ciencia bajo una forma muy severa, y con aplicación a las cuestiones más encumbradas en el campo de la filosofía. La segunda, por lo contrario, se ocupaba de la indagación de cuestiones preliminares de un orden menos riguroso, que exigía menos erudición, pero que ponía en aptitud de alcanzar una regular ilustración. El fundamento que hay para creer que existían estas dos clases de enseñanza, estriba en las distintas citas que Aristóteles hace refiriéndose a sus obras exotéricas{3}. ¿Cuál era la causa de este secreto que se supone en unas doctrinas y no en otras? ¿Era el temor a la publicidad? La filosofía en Grecia, se dice en el Diccionario filosófico, en tiempo de Aristóteles era demasiado independiente, demasiado libre para que tuviera necesidad de semejante disimulo. Suponer en los filósofos griegos de tiempo de Alejandro esta timidez, esta hipocresía filosófica, es interpretar mal algunos pasajes de los escritores antiguos. Sin embargo, a nosotros no nos parecen tan concluyentes estas razones, cuando tan reciente estaba el sacrificio de Sócrates, y cuando el mismo Aristóteles tenia sobre sí al tiempo de su muerte una acusación de impiedad que le obligó a huir temiendo que le alcanzara igual suerte que al primero. Si todos los comentadores están acordes en reconocer estas dos clases de enseñanzas, no sucede lo mismo con respecto a señalar entre las obras que conocemos cuáles son exotéricas y cuáles esotéricas. Las reflexiones, que el historiador Ritter hace [XVII] para probar que las obras que han llegado hasta nosotros tienen indudablemente el carácter de esotéricas o acroamáticas son concluyentes. Se observa, en efecto, que todas ellas muestran un tipo de elevación que alcanza las mayores alturas de la ciencia, formando además un todo, como lo prueba el enlace de todas ellas, el cual es tan manifiesto que se ve a Aristóteles relacionar los libros del alma y los estados diversos de la vida de la misma con sus indagaciones físicas; que en la Metafísica remite a sus lectores a las obras lógicas, y particularmente a las categorías y analíticos; que la Política y la Moral se apoyan mutuamente y hay en ellas continuas referencias a las obras lógicas; y hasta en su Poética y en su Retórica se alude muchas veces a los tratados de Moral y de Lógica. Esta conjetura tiene también en su apoyo el descuido que se nota en el estilo en todas las obras que conocemos de Aristóteles, como quien se propone dar a conocer la verdad, curándose muy poco de las formas; mientras que si todas o algunas tuvieran el carácter de exotéricas, o lo que es lo mismo, de lecciones públicas de preparación, más bien literarias que filosóficas, el buen decir y las bellas formas tendrían un interés preeminente. La existencia de las dos enseñanzas es indudable, pero también lo es que una parte de las obras de Aristóteles se ha perdido, y es cosa natural que tratándose de salvar algunas, fueran estas las principales del filósofo, las que más caracterizan su doctrina, y estas eran las esotéricas. Pues si bien por algunos fragmentos de sus obras exotéricas, que han llegado hasta nosotros, se conoce que la exposición era en ellas más rica y más elegante, porque lo requería la condición de estos tratados, nos serian, sin embargo, de escasa utilidad para el conocimiento de la filosofía de Aristóteles. [XVIII] V Además de la división de las obras de Aristóteles en esotéricas y exotéricas, hay otra fundada en el carácter de las mismas y hecha en vista de su objeto. Aristóteles, con la profundidad de su genio, ha recorrido todo el campo de la ciencia, y ha llevado de frente así las ciencias físicas y naturales como las literarias, como las verdaderamente filosóficas. Es claro que la Biblioteca filosófica, fiel a su propósito, tiene que desentenderse de las primeras y segundas de menos interés en el presente siglo, dados los grandes adelantos que en ellas han tenido lugar, y fijándose únicamente en las terceras, como lo pide su especial misión, sólo da a luz las obras metafísicas, psicológicas, lógicas, morales y políticas de este gran filósofo{4}. Presentamos el texto de la Moral de Aristóteles sin comentarios, porque no son de absoluta necesidad, dados el carácter eminentemente práctico de las doctrinas morales de este filósofo y la índole especial de esta rama de la filosofía, más accesible que las demás a la generalidad. Lo mismo cuando, mostrándose hostil al mundo de las ideas y encerrándose en el de la naturaleza, rechaza la idea del bien en sí como fundamento de la moral, afirmando la felicidad como fin último de todos los actos del hombre, y considerando como elementos de aquella la riqueza, el poder, la buena constitución del cuerpo, el nacimiento [XIX] distinguido y los demás bienes análogos, que cuando, abandonando por una feliz inconsecuencia el principio sentado y fijándose solamente en la virtud, aunque considerándola siempre como medio, traza cuadros vivos e interesantes de todas las virtudes, desenvuelve su famosa teoría del justo medio, hace la apología de la libertad como base de la moral, ensalza los placeres del entendimiento e invita al hombre a consagrar los bienes del cuerpo y del espíritu a servir y adorar a Dios, siempre su doctrina es clara y está al alcance de todos. Por razones análogas presentamos también sin comentarios la Política, cuyo contenido es hoy de fácil comprensión para todo el mundo, mucho más en la forma en que lo desenvuelve Aristóteles. Educado este en la corte de Amintas, compañero en su niñez de Filipo y maestro de Alejandro, contrajo los hábitos de hombre práctico y político consumado, y así se advierte en su obra, que si bien no desecha el método racional en la exposición de sus doctrinas políticas, y antes bien presenta en ocasiones luminosos principios, sin embargo su método es eminentemente histórico, fijándose más en lo existente que en lo que debiera ser. Si da a conocer las tres clases de gobiernos monárquico, aristocrático y democrático; si descubre admirablemente las causas que arruinan los Estados; si en el interior de cada gobierno fija los tres grandes poderes legislativo, ejecutivo, y judicial, elementos indispensables de una debida organización; si penetra en las constituciones de los demás pueblos para sacar de ellas útiles enseñanzas; si ensalza la clase media como verdadero foco de ilustración y de virtud; si proclama la soberanía absoluta fundada en las leyes de la razón; y, en fin, si considera incompleto al hombre que no recibe de los demás las condiciones morales que sólo puede proporcionar la sociedad, sin que esta pueda reconocer otra base sólida que la justicia; también en la estrechez de su método histórico sostiene la teoría de la esclavitud, esta horrible llaga de la antigüedad y de los tiempos modernos, lo que justifica que en materias políticas no [XX] pudo prescindir del elemento empírico que le rodeaba, desentendiéndose de los principios racionales, que tanto brillan en todas sus obras, y que debieron hacerle conocer que semejante institución es contraria al derecho que tiene su raíz en las condiciones de la naturaleza humana, caracterizada por ese destello de la divinidad que se llama razón, la cual desligando al hombre de la tierra, le hace ver en lontananza un risueño porvenir. Pero si esto acontece con la Moral y la Política, con las cuales damos comienzo a nuestro trabajo por ser las más fáciles, en muy distinto caso se encuentran la Lógica, la Psicología y la Metafísica. Estas requieren una inteligencia clara y ejercitada para poder penetrar los luminosos principios que encierran y percibir el delicioso encanto producido por la verdad, que se descubre en el reino de las ideas mediante los esfuerzos de la razón. Si en ellas Aristóteles, como filósofo, concilia la erudición con la ciencia, busca la verdad en la naturaleza, evita la exageración, trata de poner su filosofía de acuerdo con las nociones del sentido común, con la vida práctica y con la historia; y, extraño a la intuición de la vida del alma, que lleva naturalmente a la contemplación del ideal, se fija más en las formas bajo las cuales se revela a nosotros la naturaleza física; como escritor expone su doctrina en un orden rigurosamente didáctico, desconocido hasta entonces, en un estilo conciso y sin atavíos, con una naturalidad que raya en desaliño, y con cierta indecisión al formular el resultado final de sus juicios, que oscurece no poco su pensamiento. Por este motivo, si respecto de las obras morales y políticas debíamos prescindir en general de todo comentario, no podíamos hacer lo mismo en cuanto a las lógicas, psicológicas y metafísicas, mucho más haciendo como hacemos este trabajo, antes que para nadie, para los jóvenes. Al efecto, después de haber visto y examinado los distintos comentarios que se han hecho del Organum o Lógica, que a juicio de Kant es el primer monumento científico de la humanidad, y de la Psicología o Tratado del Alma [XXI] y los opúsculos, hemos preferido el luminoso comentario de ambas obras publicado en Francia en el año de 1856 por Mr. Bartelemy Saint-Hilaire, con el magnífico discurso que las precede, los sumarios y las ilustradas notas que aclaran y desentrañan los misteriosos conceptos que aparecen en el texto, lo cual nos dispensa de hacer por nuestra parte un trabajo que sólo sería un pálido reflejo del juicio acabado y perfecto de este ilustrado comentador{5}. En cuanto a la Metafísica o Filosofía primera, como la llamaba Aristóteles, desde cuya altura supo su poderosa inteligencia abarcar todos los hechos y todas las nociones particulares, para presentar, en medio de la variedad prodigiosa que el hombre y la naturaleza presentan incesantemente, una teoría completa de la realidad, son más necesarias aún las aclaraciones. Luis Vives refiere en la censura antes citada, que cuando [XXII] Aristóteles publicó su Metafísica, su discípulo, el gran Alejandro, le dirigió una sentida queja porque no se lo había dicho antes, y dícese que Aristóteles le contestó, que era cierto que no se lo había anunciado, pero que era lo mismo que si no la hubiera dado a luz (tamquam non edita), porque ninguno la entendería, fuera de los discípulos a quienes él mismo la explicara. Sea o no cierta esta anécdota, prueba por lo menos que si se deja el texto escueto a los lectores, si no se pone en sus manos, como quien dice, la llave del edificio, para ver y penetrar en todos sus departamentos, corre peligro de que muchos no pasen del umbral, y considerando esto y teniendo en cuenta lo que nos ha acreditado la experiencia propia, hemos advertido la necesidad de que preceda a la Metafísica un juicio crítico que desentrañe su pensamiento creador, sin salir de ella misma; y para llenar este vacío, el mejor que hemos encontrado es a nuestro parecer el que precede a la traducción que en 1810 publicaron Alejo Pierron y Carlos Zevort, tomando lo relativo a la parte puramente científica, única que responde a nuestro propósito, en la seguridad de que los jóvenes, auxiliados con este luminoso preliminar, penetrarán con más facilidad el pensamiento metafísico de este gran filósofo. Por lo demás, poco podemos decir respecto a la traducción de las obras de Aristóteles que damos a luz, porque, si el texto de las mismas ha sido ocasión de tantas dudas para todos los comentadores antiguos y modernos que se han esforzado por conocer el verdadero pensamiento del filósofo, sería una falta imperdonable en nuestra pequeñez si no desconfiáramos y mucho del resultado de este trabajo, que hemos llevado a cabo teniendo a la vista principalmente las ya citadas colecciones latinas impresas en Basilea 1542 y en Lyon en 1569, las traducciones francesas de Mr. Bartelemy Saint-Hilaire y de Pierron y Zevort, la latina de la Política de Ginés Sepúlveda y la del Tratado del Alma de Sebastián Pérez. VI He aquí, por último, una nota de las obras filosóficas de Aristóteles que la Biblioteca Filosófica publica con expresión de sus principales traducciones y comentadores. La Moral, dos tomos. – Edición de Corai, 2 vol. en 8º, París 1822. – Traducción francesa de Thurot, 2 vol. en 8º. – Edición de Berlín por Michelet, 2 vol. en 8º, 1829, 1835. – Bartelemy Saint-Hilaire, 3 vol. en 8º, 1856. Política, un tomo. – Edición de Schneider, 2 vol. en 8º, Francfort 1809. – La de Goettling, en 8º, Jena, 1824. – La de Stahr, en 4º, en Leipsick 1836, 1839. – La de Bartelemy Saint-Hilaire, 2 vol. en 8º, París 1837. – La de Juan Ginés Sepúlveda, 1. vol., París 1489. – La de Luis Leroy, 1568. – La de Champagne, año V de la República, 2 vol. en 8º; y la de Millon, 3 vol. en 8º, 1803. Metafísica, dos tomos. – Los comentarios de Alejandro de Afrodisia, traducidos al latín por Juan Ginés Sepúlveda. – El comentario de Filopon traducido por Patrizzi. – El de Themistio sobre el libro XII en latín, traducido del Hebreo. – En los siglos medios el comentario de Avicena y el de Santo Tomás. – La exposición de Duval en su edición completa de Aristóteles. – En nuestros días la edición de M. Brandis en 8º, Berlín 1823. – Memoria de M. Cousin sobre el concurso abierto por la Academia de Ciencias Morales y Políticas, con la traducción de los libros I y XII, 1836. – Las dos Memorias: Examen crítico de la Metafísica de Aristóteles por M. Michelet, de Berlín, París 1837; y Ensayo sobre la Metafísica de Aristóteles por M. Ravaisson. – La traducción alemana de la Metafísica por Hengsterberg en 8º, Bona, 1824, publicada por Mr. Brandis. – La traducción de M. M. Pierron y Zevort, 2 vol. en 8º, [XIV] París 1840; y la que acaba de dar a luz M. Bartelemy Saint-Hilaire, París 1871. Psicología y Opúsculos, dos tomos. – Los comentarios de Simplicio, de Filopon, la paráfrasis de Themistio, la obra de Alejandro de Afrodisia, la traducción de Sebastián Pérez: Salamanca, 1564. – Entre los modernos, la edición de M. Trendelenburg, en 8º, Jena 1833. – Las dos traducciones alemanas de Volgt, 1803. – La de Veisse, 1829, y la traducción francesa de M. Bartelemy Saint-Hilaire, 1846. La Lógica u Organum, cuatro tomos. – Son innumerables los comentadores antiguos: Ammonio, Filopon, David, el Armenio para las Categorías; Ammonio y Filopon para la Hermeneya; Alejandro de Afrodisia y Filopon para los Primeros Analíticos; Filopon y la Paráfrasis de Thomistio para los últimos; Alejandro de Afrodisia para los Tópicos y la refutación de los sofistas. Entre los modernos: los comentarios de la Universidad de Coimbra. – El comentario de Pacio unido a su edición del Organum, en 4º, Basilea, 1619. – Comentario a los Últimos Analíticos de Zabarela. – La traducción alemana de M. Zell, en Stugart, 1836; y la traducción francesa de M. B. Saint-Hilaire, 4 vol. en 4º, 1839, 1843. ——— {1} En la censura de las obras de Aristóteles que puso Luis Vives al frente de las colecciones latinas impresas en Basilea en 1542 y en Lyon en 1569. {2} Nuestro Luis Ginés Sepúlveda, uno de los hombres más ilustrados del siglo XVI, tradujo del griego al latín los comentarios de Alejandro a la Metafísica de Aristóteles; impresos en Venecia y dedicados al papa Clemente VII, han merecido una gran aceptación. {3} Moral a Eudemo, I, 8, donde se hace esta distinción. {4} Por consiguiente quedan excluidas de esta publicación las obras conocidas en las traducciones latinas con las siguientes denominaciones: De Física, VII libros. – De Caelo, IV. – De Historia animalium, IX. – Rhetoricorum, III. – De Poetica, I. Y además los siguientes opúsculos: De generatione et corruptione; Meteorum; AEconomicorum; De generatione animalium gressu; De partibus animalium; De generatione animalium; Problematum sectiones; De mundo; Quaestiones mechanicae; De lineis insecabilibus; De coloribus; De physionomicis; De mirabilibus auscultationibus; De plantis. {5} Si nuestros lectores quieren tomarse el trabajo de cotejar los comentarios que escribió Sebastián Pérez al Tratado del Alma, que tradujo del griego al latín, y cuya obra se imprimió en Salamanca en 1564, y que cito con preferencia a otros por ser español, con los comentarios luminosos que damos a luz de Mr. Saint-Hilaire, se advertirá el influjo del tiempo y del espíritu de cada siglo que viste siempre la forma filosófica que en él domina para dar sentido al pensamiento de nuestro filósofo; y si en la pluma de Sebastián Pérez se ve este oscurecido y envuelto entre las nebulosidades y las formas peripatéticas, y se descubre la benévola predisposición de aquel tiempo a hacer que apareciera Aristóteles como ortodoxo en todas sus tendencias filosóficas, tenemos que, rasgado el velo y valiéndose de una crítica racional y justa, presenta Saint-Hilaire las doctrinas del filósofo en toda su verdad y en toda su pureza, destruyendo las falsas interpretaciones que han impedido hasta ahora ver tal cual es la filosofía de Aristóteles. Sin embargo, como honrosa excepción debe citarse a Juan Luis Vives, el cual, aunque filósofo peripatético, al desentrañar la idea de bien en el libro VI de su gran obra De causis corruptarum artium, acusa a Aristóteles de no haber ido a buscar la causa en las concepciones puras de la razón como Platón, y de haberse encerrado en la naturaleza sin salir del hombre mismo (puro empirismo); y se admira de que su doctrina en este punto mereciera la preferencia respecto a la de los demás filósofos de la antigüedad, cuando tanto contrasta con la doctrina evangélica. |
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Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles Madrid 1873, tomo 1, páginas V-XXIV |