Filosofía en español 
Filosofía en español

cubierta del libro José Manuel Mestre

Obras

Introducción por Loló de la Torriente. Biblioteca de Autores Cubanos, nº 30. Editorial de la Universidad de La Habana, 1965, XXVIII+434 páginas

El volumen 30 de la Biblioteca de Autores Cubanos, colección iniciada en agosto de 1944 bajo los auspicios del Rector de la Universidad de La Habana, y que se mantuvo activa durante varios años tras el triunfo revolucionario de 1959, se publicó en 1965 conteniendo una recopilación de Obras (discursos, escritos y cartas) de José Manuel Mestre Domínguez (1832-1886), catedrático de filosofía de la Real Universidad Literaria de la Habana, entre otras actividades.

La «Introducción» (págs. IX-XXVIII) a esta recopilación está firmada por la escritora cubana Loló de la Torriente (Dolores de la Torriente Urdanivia). Nacida en Manzanillo el 20 de agosto de 1902 (según su sobrino Enrique Sainz de la Torriente, otras fuentes dicen 22 de agosto de 1907), marcha a México a fines de los años treinta, donde se casa con Jorge Vivó, cubano profesor de la UNAM, y se dedica al periodismo político, colaborando durante una década con Diego Rivera; volvió a Cuba tras la Revolución, residiendo en La Habana hasta su fallecimiento el 10 de agosto de 1983.

 

Textos de José Manuel Mestre contenidos en este volumen

  • Ideas sobre el amor [Faro Industrial de la Habana, 1850] · 3-9
  • La retreta [Faro Industrial de la Habana, 1850] · 11-15
  • Algo sobre educación [Faro Industrial de la Habana, 1850] · 17-22
  • «El siglo de Pericles puede considerarse como la época más brillante de la literatura griega» [Flores del siglo, 1852] · 23-45
  • Memorias sobre la Historia Natural de la Isla de Cuba, por D. Felipe Poey [Revista de la Habana, 1853] · 47-53
  • Sobre Blasco de Garay [Revista de la Habana, 1853] · 55-59
  • Filosofía. Del Egoísmo [Revista de la Habana, 1853] · 61-105
  • Carta de Hodena a Núfono [Revista de la Habana, 1854] · 107-112
  • Carta primera de Núfono a Hodena [Revista de la Habana, 1854] · 113-119
  • El Sol de Jesús del Monte [Revista de la Habana, 1854] · 121-136
  • Consideraciones sobre el placer y el dolor (I. Noción del placer y del dolor; II. Caracteres de los fenómenos morales. El placer y el dolor no lo son por esencia; III. Epicuro-Hobbes, IV. Bentham) [texto procedente de la memoria presentada por el autor para optar a una cátedra de filosofía de la Universidad de la Habana] · 137-170
  • Cátedra de Psicología. Apertura del curso de Psicología en la Real Universidad [Revista de la Habana, 1856] · 171-176
  • De la Filosofía en la Habana [Discurso inaugural del curso 1861-1862] · 177-220. Notas · 221-232. Apéndices: Carta del Pbro. Félix Varela a un discípulo suyo (1840) · 233-248. Filosofía en la Habana, por D. José Z. González del Valle · 248-260
  • Elogio del doctor don José Z. González del Valle [leído en sesión solemne del Claustro general de la Real Universidad Literaria el 21 de diciembre de 1861] · 261-274
  • De la propiedad intelectual. ¿La propiedad intelectual es una verdadera propiedad? [discurso para el doctorado en la Facultad de Derecho de La Habana, leído y sostenido el 5 de diciembre de 1863] · 275-303
  • El cerebro y el pensamiento. Le Cerveau et le Pensee, por Paul James [Revista crítica de ciencias, artes y literatura, 1868] · 305-327
  • Una raza prehistórica de Norteamérica. Los terrapleneros [Revista de Cuba, 1884] · 329-368
  • Sobre el matrimonio civil [Revista de la Habana, 1884] · 369-393
  • Antropofagia prehistórica [Revista cubana, 1885] · 395-400
  • Cartas (a José Antonio Saco: 6 julio 1862, 6 septiembre 1862, 6 octubre 1862, 7 marzo 1866, 7 abril 1866, 30 enero 1867, 6 julio 1867, 14 mayo 1868, 17 septiembre 1869) · 401-433

Loló de la Torriente

Introducción a las Obras de José Manuel Mestre

La Universidad de la Habana pone en manos de los lectores de habla castellana los discursos, escritos y cartas de José Manuel Mestre, ilustre profesor y abogado cubano que vivió en el siglo XIX. Estos materiales son poco conocidos. En 1909 la Revista de la Facultad de Letras y Ciencias{1} dio a la publicidad algunos, completando, con otros trabajos de interés, el libro La Vida del Dr. José Manuel Mestre, escrita por su fraterno amigo y compañero, el Dr. José Ignacio Rodríguez. Enriquecida la biografía con documentos, bibliografías y notas y recogiendo, además, elogios y autógrafos de contemporáneos del doctor Mestre la publicación ha servido a investigadores, eruditos y estudiosos; pero con esta nueva obra la Universidad de la Habana se propone cubrir un mayor radio de distribución y circulación dando a conocer, al distinguido escritor, en sectores más amplios y en beneficio, no sólo de la cultura popular cubana, sino también en provecho de la de todos los países promoviendo un intercambio de valores intelectuales al incorporar a las letras personalidades de definido [X] carácter y perfil que habían permanecido poco divulgadas o limitadamente conocidas. Esta nueva obra del Dr. José Manuel Mestre viene a ampliar y robustecer el puente establecido entre el siglo XIX y el momento presente; es decir, entre la tradición cultural cubana y el esfuerzo de nuestros escritores y artistas en la construcción de una cultura que responda tanto a nuestra formación histórica como a la realidad revolucionaria que está viviendo Cuba.

Enrique Piñeyro, su discípulo eminente, nos presenta al Dr. José Manuel Mestre: alto, elegante, siempre vestido por el mejor sastre, con muy afable fisonomía de agrado masculino, ojos azules y labios finos. Era moderado por temperamento y educación. Miraba muy bien antes de tomar una determinación, pero cuando la tomaba, sabía hacia dónde iba y lo que quería y tenía entereza. Era inteligentísimo y muy reflexivo y jamás perdía el dominio de sí mismo. En aquella Habana que fermentaba en ideas, proyectos, pensamientos y acciones, Mestre se distinguió por su ecuanimidad y disposición para el estudio y el trabajo. Nacido en 1832{2} le tocó vivir épocas muy difíciles, pues desde que el Gral. Miguel Tacón pisó tierra cubana{3} la vida colonial estuvo presidida por la arbitrariedad y el despotismo presentando a diario el espectáculo lamentable de una plaza sitiada en medio de la mayor miseria y desarreglo moral, situación que valerosamente era denunciada no sólo por los cubanos dignos negados a someterse [XI] a la opresión y la ilegalidad,{4} sino también por peninsulares progresistas capaces de reconocer que aquella política era la causante de violencias y calamidades sufridas por el pueblo y que seguramente conduciría al desastre colonial de España. Pero la «ostentación de fuerza material» –como fue calificado el régimen de Tacón– fue superada por otros gobernantes que llegaron a la Isla para hacerlo «bueno». Leopoldo O’Donnell se bañó en la sangre de los más humildes y en la supuesta conspiración de «La Escalera» puso en práctica métodos de terror desconocidos hasta entonces y con los que trató de intimidar a la población, sometiendo y esclavizando, aún más, al sufrido pueblo que conoció con horror el oscuro proceso por el que fueron ajusticiados, en acto público, el poeta Plácido y varios compañeros de infortunio mientras por los puertos de la Isla se introducían clandestinamente 22.669 esclavos más, procedentes de África, en abierta violación de lo tratado con Inglaterra y, después, Roncali, establecía la costumbre de decidir, sin apelación, en juicios verbales que celebraba en su palacio, los pleitos más graves.

José Manuel Mestre, a la sazón, era un niño. Seguramente concurría al colegio de don José Purcia o, tal vez, al de Esteban de Navea. Su biógrafo lo destaca como un escolar abismado en los textos latinos al extremo de hablar y leer, a los trece años, el idioma [XII] del Lacio con admirable corrección haciendo derivar, de aquel conocimiento profundo, la pureza de estilo, la precisión y gracia de que hizo gala en los giros del lenguaje, así como la forma clásica y atildada con que expresaba sus pensamientos aun en las conversaciones familiares. En 1845 ya lo encontramos en la Facultad de Filosofía de la Universidad. Hace su ingreso bajo el plan del 1842 considerado, en la época, como una traba impuesta «concebida y combinada de mala fe» con el propósito de ahuyentar de las aulas a la juventud cubana generosa y amiga del saber. El plan contemplaba privilegios y favoritismos humillantes; aumentaba desproporcionadamente las cuotas de matrícula y establecía derechos excesivos por los exámenes, grados y títulos, pero –además– distribuía los estudios en períodos tan largos de años que pocos estudiantes llegaban a vencer las dificultades. Leyes estaba planificada en diez años; Medicina en once; Farmacia en nueve y a tal rigor llegaban las exigencias académicas que era de obligatoriedad, los domingos, concurrir a actos. El propósito de los legisladores españoles de ausentar de las aulas a los jóvenes cubanos no tuvo éxito. Si es cierto que las inscripciones sufrieron descenso y que muchos estudiantes no pudieron continuar, otros –en cambio– persistieron y aprovecharon mucho, sucediéndose los casos de heroísmo intelectual y de formación de carácter en la más acerada voluntad.

Los universitarios cubanos dieron pruebas de una vocación extraordinaria y, algunos maestros, de un rigor científico que no puede soslayarse, pues [XIII] la enseñanza proporcionada por los más eminentes,{5} ha sido calificada de «enciclopédica». Aquella generación joven formada en condiciones muy difíciles; en un medio desagradable y hostil, políticamente desdeñada y entrañablemente penetrada de las condiciones de vida de la Colonia contra las que luchaban con el libro y la pluma; en la cátedra y la tribuna; en los círculos y reuniones, produjo hombres que definieron e impartieron sentido a la vida nacional vertebrando ideales nutridores que acabarían por fortalecer las aspiraciones populares. Entre aquellos hombres forjadores de la conciencia pública está José Manuel Mestre, cuyas influencias fueron muy beneficiosas, pues con su preclaro talento supo establecer el nexo de correspondencia entre la juventud de su época y los maestros mayores que le precedieron; entre estos dos grupos y los más jóvenes, aguerridos y audaces que llegarían después.

Si nos detenemos un momento en los papeles de Mestre encontramos bien definidas sus orientaciones y tendencias, así como las fuentes en las cuales las refrescó después de haberlas estudiado y analizado encontrándolas en sus observaciones y experiencias. Venera al maestro Félix Varela, que había llevado a los alumnos a un plano de libertad y de inquietud de sus facultades abiertas ante el panorama del mundo. No oculta que Luz y Caballero representa para él, el modelo de todas las virtudes. Le había conocido allí, [XIV] en su Colegio del Salvador, cuando estaba en su mayor apogeo como ciudadano y mentor, y Mestre apenas tiene 18 años de edad, pero ya le confía la clase de gramática y, poco después, le encarga las de enseñanza superior: retórica, poética y literaturas. Al lado de Luz aprende mucho, pero otros maestros influirán notablemente en su formación. Al lado de Bachiller y Morales comprende que «la filosofía en vez de ser un mero entretenimiento especulativo aspira, por el contrario, viva y palpitante, a tomar parte en la marcha del mundo y regir sus destinos». Con él había establecido una amistad fraternal, ayudándolo en la limpieza, selección e inventario de una cantidad inmensa de libros, documentos y papeles que permanecían almacenados en los antiguos conventos (sobre todo en San Felipe) y que fueron trasladados a la Real Sociedad Económica de Amigos del País. El otro maestro que influyó notablemente en su vida fue el joven José Zacarías González del Valle. Basta leer el Elogio para comprender cuánto representó, para Mestre, como «maestro bondadoso y solícito» en la época más crítica de su vida de estudiante.

Tanto como maestros, amigos cariñosos, entre ellos se estableció un vínculo de colaboración comprensiva. Leían y estudiaban los mismos textos y se servían de una línea de vapores que hacía viajes entre La Habana y El Havre para adquirir, por mediación de un amigo, los mejores libros que se publicaban en París y Bruselas, así como revistas y otros materiales didácticos. En la «Academia de Estudios» –animada por Mestre y Nicolás Azcárate– se leían y discutían aquellos impresos incrementándose una biblioteca que [XV] se estableció en beneficio de todos; pronto, sin embargo, aquella actividad se hizo sospechosa y «los académicos» tenían que cambiar de local para conservar sus libros, revistas, cartas y documentos manteniendo, durante mucho tiempo, la cohesión y unidad entre profesores y alumnos, llegándose hasta a festejar, con cenas públicas, los aniversarios del círculo de estudio. Y, claro que no era un mero recreo individual ni un «entretenimiento especulativo» lo que unía al grupo de estudiosos cubanos. Algo fundamental corría por lo profundo. El espíritu de la incipiente nacionalidad iba forjándose, y de la mejor cantera brotaban los resplandores más permanentes y puros. Mestre iluminó con su inteligencia y calentó con su corazón el ambiente enrarecido y desgarrado que convulsionaba a Cuba. Sus observaciones no habían sido infecundas. Antiesclavista por sensibilidad llegó a militar como miembro organizado de instituciones abolicionistas y, desde muy joven, la lectura de La Cabaña del Tío Tom había sido libro de su preferencia, manteniendo correspondencia con Harriet Beecher Stowe a fin de interesarla en los asuntos cubanos. Sobre el tema escribió interesantes trabajos que tratan de la esclavitud y establecimiento de la trata, de la actitud del Padre Las Casas, los cabildos ñáñigos y el reformismo. Estos artículos vieron la luz en New York y en Barcelona y, posteriormente, fue designado corresponsal de El Siglo para estos asuntos.

Hombre apacible, sin impulsos momentáneos, pero firmemente orientado, es evidente que Mestre había [XVI] recogido la tradición liberal y más progresista de la generación mayor que le había antecedido, y así encontramos, entre sus cartas, aquella que –en 1868– escribió a José Antonio Saco, a la sazón en París, en la que le ofrecía amplias informaciones sobre la situación en Cuba y en uno de cuyos párrafos le expresaba: «Hagan lo que quieran los cubanos, o no hagan nada; yo haré mi deber; defenderé con empeño las ideas que sabe usted he profesado siempre y, aunque sea estéril, daré a Cuba una muestra del cariño que Domingo Delmonte, en mis primeros años, y usted, después, me han comunicado». Activo en muchas tareas, Mestre fue un jurista eminente y un abogado valiente que defendió en el foro causas que parecían perdidas o que resultaban «peligrosas» por mal vistas por las autoridades. Como profesor su expediente es brillantísimo. Ingresó en la Universidad, como profesor suplente, en 1850. Poco tiempo después optó por una cátedra de la sección de arte de la Facultad de Filosofía, prestando grandes servicios por su vasta y profunda cultura así como por sus excepcionales dotes como organizador, confiándole el claustro misiones importantes y designándolo, en varias ocasiones, para inaugurar los cursos, lo que hizo con palabra docta y fácil. Intelectualmente muy honrado, modesto en sus apreciaciones personales, Mestre nunca se consideró «jefe de escuela filosófica» ni «abridor de caminos nuevos», en el ancho campo en el que le habían precedido cubanos muy ilustres, y en el discurso sobre la filosofía se declara «neófito insuficiente en la comunión de la ciencia y obrero oscuro, aunque fervoroso, de la santa propaganda de la verdad». Mestre [XVII] –apunta Rodríguez– «no fue otra cosa que un discípulo entusiasta de don José de la Luz Caballero», pero Enrique José Varona{6} hizo observar que su enseñanza había marcado un cambio de rumbo en la dirección de los altos estudios señalando «el único período en que la influencia de Luz se dejó sentir en las doctrinas enseñadas en nuestras aulas».

Mestre aspiró a despojar a la filosofía del carácter puramente especulativo y abstracto y quiso –como Luz– convertirla en ciencia práctica utilizando sus enseñanzas en beneficio del pueblo y del país. Don Pepe había querido, y en gran parte logrado, establecer una escuela de virtudes, pensamientos y acciones ciudadanas. No aspiró a formar eruditos ni expectantes sino a producir hombres activos, pensadores y creadores y, a este empeño, cooperó noble y elevadamente José Manuel Mestre. Regidor del Ayuntamiento, Juez en alguna oportunidad, miembro de la Junta Inspectora de la Real Cárcel, vocal de la Comisión Auxiliar de Instrucción Primaria del 2º Distrito de la Habana –en compañía de Anselmo Suárez Romero– Mestre fue colaborador entusiasta y distinguido de varias publicaciones{7} y, a partir de 1868 [XVIII] su prestigio público se levantó con mayor fuerza a virtud de los acontecimientos en los que tomaría parte y en los que según frases de sus contemporáneos se mostró como realmente era: «un jefe natural de las batallas» y un «adalid intrépido tan sagaz como resuelto». Miembro del Círculo Reformista sirve de enlace entre la Junta de Información y Cuba y con él se corresponden Morales Lemus, Pozos Dulces, Azcárate, Echeverría, Saco, escribiéndose e imprimiéndose –en 1867– a iniciativa suya la obra [XIX] Información sobre reformas en Cuba y Puerto Rico, en New York. Pero los acontecimientos van precipitándose. Rafael María de Mendive ejerce muy pronunciada influencia entre sus jóvenes alumnos y, en un discurso mesurado, pero valiente en la Escuela Superior para Varones{8} recién creada y para la que ha resultado electo director, por oposición, habla de las «clases menesterosas» y de la enseñanza que se dará en la nueva institución que va a tener «un carácter diametralmente opuesto, al que por desgracia se observa en otras partes». El ambiente no es nada tranquilizador. En el desarrollo de los hechos va demostrándose que la solución política a que trataba de llegarse con «las reformas» es absolutamente artificial y que necesariamente el proyecto tenía que sucumbir como al fin sucumbió. El Gral. Lersundi representaba una política de reacción que ahogó las manifestaciones todas de carácter político restringiéndose severamente la libertad de palabra, imponiéndose la más severa censura, arrancándose de las manos de la justicia ordinaria, para transferirse a las de una Comisión Militar Permanente, el juicio y castigo de los delitos y estableciéndose el sistema de deportación, a Isla de Pinos y a la de Fernando Poo, a los encausados que las autoridades consideraban sospechosos de desafectos al régimen mientras, en masa, se repetían los desembarcos de esclavos. [XX] Mestre no demorará en escribirle a su amigo Nicolás Azcárate: «Puesto que te propones dar el anunciado viaje a esta Isla para ver si se arregla lo del proyectado periódico, debo decirte con toda la franqueza que la amistad me impone, que ni yo ni ninguno de tus amigos abrigamos la más mínima esperanza sobre el buen éxito de tu diligencia. El país está bajo el peso del más completo desencanto. El Partido Reformista dejó de existir. Su existencia artificial ha desaparecido ante la convicción de todos sobre la imposibilidad de que de España puede venirnos nada bueno», y en 1869, informando a Saco sobre los acontecimientos cubanos, decía en un fragmento de la carta: «Ya sabrá usted lo que pasó con Lersundi, y si no lo sabe se lo comunicaré en cualquiera ocasión. Dulce llegó tarde. Nos encontró a todos comprometidos en la revolución. Habían pasado ya los tiempos de la asimilación y de la autonomía y de las concesiones. Cuba había decidido buscar en las armas la resolución de su problema y se resignó a conseguirlo al través de todos los sacrificios.»

El incidente con Lersundi, en las salas del Ayuntamiento de La Habana, fue definitivo en la ruptura entre el distinguido profesor de filosofía y la Colonia. En aquella memorable reunión quiso ser sincero y habló porque «hay momentos en que todo debe decirse francamente y sin ningún embozo». Pocos meses después figuraba activamente en el movimiento revolucionario auxiliándolo tanto con su actividad y su claro talento como con su dinero. Instalado en New York cuando tenía treinta y siete años de edad [XXI] comienza entonces lo que, podríamos llamar, segunda etapa en la vida del Dr. José Manuel Mestre. La Revolución, o más propiamente, «el gobierno de Bayamo» –como Zambrana cuida de distinguir– había constituido en Estados Unidos una «especie de misión diplomática» con la esperanza, según explica el citado escritor insurrecto, de que esta potencia reconociera a la Isla de Cuba «los derechos de beligerante». La misión había sido confiada a José Valiente, al que secundaba un Comité de Patriotas, pero tan pronto apareció en New York Morales Lemus los mencionados cubanos resignaron sus poderes pasando a manos del mencionado Morales Lemus, quien, al llegar a aquella ciudad Mestre, se encontraba en pleno ejercicio de toda la autoridad con respecto a los negocios políticos de Cuba ostentando los cargos de Enviado y Ministro Plenipotenciario de la República de Cuba en Estados Unidos; Apoderado General del Gobierno y Presidente de la Junta Central Republicana.

Mestre fue hombre muy útil. Pronto lo encontramos prestando servicios en la Junta Central Republicana de Cuba y Puerto Rico. Como encargado de las finanzas demostrará condiciones especiales de competencia para la administración evitando derroches o gastos superfluos. En más de una ocasión Carlos Manuel de Céspedes reconoce y elogia sus virtudes confiándole misiones delicadas. Su anterior ejecutoria, su estilo claro, reflexivo y patriótico le gana las simpatías de la emigración que reconoce en él «altas virtudes y práctica para los negocios». Mestre trabaja en silencio. Con autoridad y firmeza y, [XXII] a la llegada de su familia, continúa con mayor desahogo las labores que se había impuesto, aunque no deja de sufrir contratiempos y sinsabores por la política «extraña, errática y hasta contradictoria» que han adoptado algunas autoridades de Washington; pero él procura mantener la calma clarificando los puntos oscuros, o malentendidos, que podían confundir y promover, entre sus compatriotas, las discrepancias o discordias que tantas amarguras llevaron a la riesgosa vida de Céspedes. Adentrándonos en la existencia moral de José Manuel Mestre no son pocas las virtudes humanas que hemos de sorprender: su epistolario revela a un pensador sensato que sólo se deja llevar por la realidad evidente de las cosas que por experiencia alcanza a conocer. Su justo equilibrio le dará siempre la razón: siguiendo a los patriotas que admiraba, en una época de formación de la nacionalidad, Mestre cree que el reformismo puede resolver algunos ángulos obtusos de la vida colonial. Después, por los influjos de la vida norteamericana, considera que la anexión puede favorecerla, pero –al cabo– comprende que Cuba ha «decidido» buscar en las armas la resolución de su problema y él, como casi todos los compatriotas sumergidos en el problema del país, se encuentra comprometido con la Revolución. Es un proceso mental en el cual entran en fusión los desarrollos de diversas épocas y a los que Mestre no permanece insensible.

Cuando se produce el fallecimiento de Morales Lemus, Céspedes le envía una extensa carta en la que le ratifica los poderes en la delicada misión que cumplía. [XXIII] Toma como su colaborador más próximo á Echeverría y, a sugerencias de él, convierten la misión diplomática plenipotenciaria en un simple comisionado que facilita las tareas y da mayor independencia en la acción. En una carta –poco divulgada– Carlos Manuel de Céspedes, después de agradecerle los servicios que presta a la causa, le expresa sus opiniones y orientaciones sobre los difíciles momentos que se están viviendo con respecto a la política internacional y, sobre todo, a los países que más influyen en el mapa cubano por lo que podían significar en la guerra entre Francia y Prusia, no olvidándose de Inglaterra y llamándole la atención con respecto a Estados Unidos, al que Céspedes se refería en los siguientes términos: «Tal vez estaré equivocado; pero en mi concepto su Gobierno a lo que aspira es a apoderarse de Cuba sin complicaciones peligrosas para su nación y entretanto que no salga del dominio de España siquiera sea para constituirse en poder independiente; este es el secreto de su política y mucho me temo que cuanto haga o proponga, sea para entretenernos y que no acudamos en busca de otros amigos más eficaces o desinteresados.» Estas directivas le hacían trabajar con mucha cautela sin descuidar los resortes que le pudieran ser válidos pero recibiendo, y atendiendo, las informaciones que le llegaban de muy distintas fuentes.

Su correspondencia con el campo insurrecto le permitió conocer la situación prevaleciente preocupado siempre por las discrepancias que surgían y a las cuales no podía permanecer sordo. Desde Camagüey, [XXIV] Antonio Zambrana le escribe: «No hay sombra de discordia ni nada que pueda en ese sentido considerarse corno un acerbo rezago de la dominación española.» No ocultaba –sin embargo– que existían «diversidad de pareceres», pero eran «inevitables», y ello no lo separaban del norte que a todos guiaba, que era el de la independencia. Al producirse la designación de Mestre para Comisionado, Luis Victoriano Betancourt desde los campos de Cuba Libre le escribe para darle la enhorabuena. La carta de referencia es un mensaje a la juventud que bien merece leerse en todas las épocas, pues tiene gran vigencia en nuestros pueblos hispanoamericanos en lo que respecta a la aportación juvenil en la construcción de la patria. Luis Victoriano se refería, muy especialmente, a la juventud que «olvidando sus intereses, sus afectos y su porvenir» ha hecho la protesta del destierro voluntario. No deja de felicitarlos «por lo que han hecho», pero los culpa «por lo que han dejado de hacer». Y, ¿qué han dejado de hacer? Luis Victoriano lo expresa clara y terminantemente. «No es en el extranjero –dice– donde Cuba ha menester de los inteligentes y los fuertes. Para los inteligentes hay asientos desocupados en nuestras instituciones civiles; para los fuertes hay puestos vacíos en nuestro ejército; para todos hay un pedazo de tierra donde caer peleando por la República.» Y, terminaba diciéndole a Mestre, «quédense allá sirviendo diplomáticamente los hombres de experiencia y de vasta instrucción; pero venga la inteligencia y fuerte juventud a colocar su piedra en el altar que le levantamos a la libertad». Y subrayaba su llamado a la juventud pidiéndole [XXV] «hacer algo por esta pobre patria», sin soslayar que tal llamado podía ser interpretado como la «presentación de los propios méritos».

Luis Victoriano Betancourt era uno de los habaneros más valiosos e inteligentes de la época. Hijo de José Victoriano, hombre culto, patriota fervoroso, muy joven, se lanzó a la lucha armada acompañado por un grupo de amigos y condiscípulos que frecuentaban las tertulias de su padre y la biblioteca de su casa y entre los que se encontraban Rafael Morales González e Ignacio Agramonte. Su determinación no causó sorpresa en el hogar. José Victoriano, frunciendo el entrecejo, dibujó una sonrisa y dijo sin reproche: «Está bien …¡yo les había enseñado el camino!» Las tareas en Camagüey y, después, en la Cámara dan a Morales y Luis Victoriano una extraordinaria popularidad que sólo se puede comparar con las hazañas que como organizador y estratega alcanza la intrépida juventud de Ignacio Agramonte. La conducta de esta juventud bravía, inteligente, arrogante y noblemente altiva, les confiere una autoridad máxima, y cuando escriben a Mestre informándole de la situación de los campos de Cuba, lo hacen en un tono enérgico y preciso que no admite falsas interpretaciones. El Comisionado lee aquellas cartas que arden en patriotismo; todos los problemas le son trasmitidos y a todos pone la mejor atención. Poco antes de Jimaguayú, Agramonte le escribe: «Cuando usted cuente en su memoria los amigos que tiene en Cuba no crea que haya otro más apasionado que yo, ni más reconocido desde que lo escuchaba en la cátedra.» [XXVI] Después añade: «Aquí hay opiniones encontradas, pero no hay divisiones, ni disensiones de mal carácter; y todos respetamos el orden de cosas establecido mientras legalmente no se cambie.» En cuanto a la guerra no niega que la situación «es difícil», pero tienen «la firme, inquebrantable resolución de pelear hasta vencer». Escribe, después, esta bella sentencia: «No fuera tan valiosa la independencia de un pueblo si su conquista no ofreciera grandes dificultades que vencer. Cuba será independiente a toda costa.»

Aunque Mestre se radicó en New York y procuró asimilarse al medio adquiriendo la ciudadanía norteamericana, incorporándose al trabajo productivo, para ganar el sustento –en los periódicos El Mundo Nuevo y La América Ilustrada– y, después, ingresando, como alumno, en la Escuela de Derecho del Colegio de Columbia, donde obtuvo su grado de licenciado en leyes, siendo admitido, para el ejercicio de la profesión en el Condado, según debe decretarse por el Tribunal Supremo de aquella nación, parece que jamás llegó a sentirse contento, no obstante que llegó a establecerse con abogados norteamericanos en un despacho en el número 35 de Broadway, adquiriendo buen nombre y llegando a tener éxito profesional y económico. Políticamente sufrió amarguras y heridas que jamás pudo restañar, sobre todo con la publicación del folleto Revista general de la situación de Cuba en los cinco años de guerra. Tal vez sus negocios en Cuba, la preocupación por la numerosa familia, la dureza del clima, la continuada falta de [XXVII] su ambiente natural, es el caso que José Manuel Mestre no parecía tan feliz ni resuelto como cuando llegó a New York a los varios años de vida en el exilio; y lo mismo en su residencia campestre de Altonwood que en la citadina de la calle 23 se le encontraba un poco taciturno, solitario, y después de la muerte de su esposa Paulina, al realizar un viaje a La Habana, escribió a un amigo: «El país malo, no sé en qué parará esto. ¡Cuánto daría por no hallarme tan cogido en este trapiche! Pero no tengo más remedio que aceptar las cosas como son.»

Al producirse el pacto de Zanjón Mestre regresa nuevamente a Cuba. Ha contraído nuevas nupcias. La determinación de su traslado parece haberle preocupado hondamente. Al fin la toma más por razones familiares que personales o políticas. Es un hombre que se siente responsable de cuanto le rodea y, en este orden, está enredado en una tupida malla de intereses de familia. Ha muerto su suegro, la herencia ha sido repartida y él administra la parte correspondiente a un cuñado deficiente mental. Pero poco dura la estancia de José Manuel Mestre en aquella Habana en la que no se sabía qué iba a pasar. A los tres años es víctima de una enfermedad repentina que lo postra en la invalidez y el sufrimiento durante varios meses. A los 53 años de edad, dejando de recuerdo una vida ejemplar, falleció el 29 de mayo de 1886. José Manuel Mestre es uno de los cubanos cuya obra ha sido menos divulgada: no sólo los libros escritos o las creaciones de arte representan el patrimonio de [XXVIII] la cultura de un pueblo. También la vida ejemplar, el servicio público, patriótico, desinteresado y fervoroso, constituyen parte esencial de ese caudal que la Universidad de la Habana recoge en esta modesta obra.

Loló de la Torriente

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{1} Volúmenes VIII y IX.

{2} El 28 de junio, en La Habana.

{3} El 1° de junio de 1834.

{4} Destierro de J. A. Saco y documento, escrito por Luz, «Todo joven ilustrado de nuestros tiempos es forzosamente liberal».

{5} No pueden silenciarse nombres como el de Felipe Poey; Antonio Bachiller y Morales; Cayetano Aguilera; Manuel y José Zacarías González del Valle; Antonio Franchi Alfaro; Domingo de León y Mora entre otros no menos ilustres.

{6} Elogio del Dr. José Manuel Mestre. Revista Cubana (3 agosto, 1886).

{7} Los primeros trabajos literarios que publicó se remontan a los días de estudiante, época en la que se editaba El Faro Industrial, uno de cuyos animadores era Antonio Bachiller y Morales, por conducto del cual pudo Mestre entrar en contacto con los redactores, entre los que se contaban José María de Cárdenas y Rodríguez, conocido por el seudónimo de Jeremías de Docaranza, y José Quintín Suzarte. En la redacción de El Faro conoció a personalidades de distintas nacionalidades e ideas y fue al trato de aquéllas que nuestro compatriota empezó su empeño por escribir para el público, haciéndolo de una manera sencilla, cuidadosa y elevada, un poco a la manera de Varela, ejercitándose, no sólo en la difícil tarea del periodista, sino interesándose, profundamente, por estudiar y conocer –como Saco– los problemas del país, buscando solución a sus múltiples problemas. En El Faro conoció la censura y la forma oprobiosa en que era ejercida, apreciando lo mañoso del procedimiento seguido contra Trasher (1851). Colaboró, también, en Revista de la Habana y otras publicaciones, y fundó, con Nicolás Azcárate, José Ignacio Rodríguez y Francisco Fesser, la Revista de Jurisprudencia, que duró doce años, desde 1856 a 1868, siendo la publicación que ejerció mayor influencia en la esfera de su especialidad. Mestre redactaba una sección «De Tribunales», en la que informaba de los fallos dictados, examinando las doctrinas y consignando su procedencia. Su trabajo más importante aparecido en esta revista fue «Proyecto de nueva cárcel» (número de 1º de junio de 1857), en el que planteaba la necesidad de reformas sugeridas por el estudio, la observación y experiencia. En El Siglo, la presencia de Mestre es señera. El periódico apareció a principios del mando del general Serrano y lo había fundado José Q. Suzarte, pero pasó, después, a una sociedad anónima, en la que figuraban Miguel Aldama, José Valdés Fauli, José Morales Lemus, Mestre y colaboraban periodistas destacados como Ricardo del Monte y José de Armas, pero el verdadero orientador político, tanto como el de las diversas secciones y especialidades científicas, lo era Morales Lemus, que gozaba de la confianza de todos. El credo de El Siglo era reformista, pero, desde 1865 a 1868, había sido el vocero de la opinión liberal progresista, inspirándose en los planes autonómicos de Varela y Saco.

{8} En esta escuela comenzó su formación José Martí, quien, siendo un adolescente, fue deportado a Isla de Pinos.

[páginas IX-XXVIII]