Filosofía en español 
Filosofía en español


Tomo séptimo Discurso décimo

Verdadera, y falsa Urbanidad

§. I

1. Esta voz Urbanidad es de significación equívoca. Así leída: en diferentes Autores, y contemplada en distintos tiempos, se halla, que significa muy diversamente. Su derivación inmediata viene de la voz Latina Urbanus, y la mediata de Urbs; mas no en cuanto esta voz significa Ciudad en general, sino en cuanto por antonomasia se apropia especialmente a la de Roma.

2. Es el caso, que la voz Urbanus tuvo su nacimiento en el tiempo de la mayor prosperidad de la República Romana; lo que se colige claramente de que Quintiliano dice, que en tiempo de Cicerón era nueva esta voz: Cicero favorem, & urbanum nova credit. Entonces fue cuando la voz genérica Urbs, que significa Ciudad, se empezó a apropiar antonomásicamente a Roma, a causa de su portentosa grandeza. Como al mismo paso que Roma empezó a reinar en el mundo, empezó a reinar en aquel género de cultura, y policía, que los Romanos miraban como excelencia privativamente suya, empezaron a usar de la voz Urbanus para significar aquella cultura concretada, no sólo al hombre; mas también al modo, y estilo, en quien [234] resplandecía esa prenda: Homo urbanus, sermo urbanus: y de la voz Urbanitas, para expresar abstractamente la misma prenda.

3. Pero a la cultura significada por la voz Urbanitas, no todos daban la misma extensión. Cicerón (como se conoce en su libro de Claris Oratoribus) la restringía a un género de gracia en el hablar, que era particular a los Romanos.

4. Quintiliano reconoce aquella gracia en el hablar propia de los Romanos, que dice consiste en la elección de las palabras, en su buen uso, en el decente sonido de la voz; la reconoce, digo, no por el todo, sino por parte de la urbanidad. Así añade, como otra parte suya, alguna tintura de erudición, adquirida en la frecuente conversación de hombres doctos: Nam & urbanitas dicitur, qua quidem significari sermonem praeseferentem in verbis, & sono, & usu proprium quemdam gustum Urbis, & sumptam ex conversatione Doctorum tacitam eruditionem, denique cui contraria sit rusticitas.

5. Dominico Marso, Autor medio, en cuanto al tiempo en que floreció, entre Cicerón, y Quintiliano, que escribió un tratado de la Urbanidad, cuya noticia debemos al mismo Quintiliano, echando por otro rumbo, constituyó la urbanidad en la agudeza, o fuerza de un dicho breve, que deleita, y mueve los ánimos de los oyentes hacia el afecto, que se intenta, aptísima a provocar, o resistir, según las circunstancias de personas, y materias: Urbanitas est virtus quaedam in breve dictum coacta, & apta ad delectandos, movendosque in omnem affectum animos, maxime idonea ad resistendum, vel lacessendum, prout quaeque res, ac persona desiderant. {(a) Quintil. ubi. supra.}. Definición verdaderamente confusa, y que, o no explica cosa, o sólo explica una idea particular del Autor, distinta de todo lo que hasta ahora comúnmente se ha entendido por la voz Urbanidad.

6. Los Filósofos Morales, que han trabajado sobre la admirable Etica de Aristóteles, miraron esta voz como [235] correspondiente a la Griega Eutrapelia, de que usó Aristóteles para exprimir aquella virtud, que dirige a guardar moderación en la chanza, y cuyos extremos viciosos son la rusticidad por una parte, y por otra la escurrilidad, o truanería. Así nuestro Cardenal Aguirre, y el Conde Manuel Tesauro.

7. Mas esta acepción de la voz Urbanitas no está en uso, como ni tampoco la de Rusticidad, extremo suyo. Llámase chancero, no urbano, al que es oportuno, y moderado en la chanza; ni tampoco el que nunca la usa se llama rústico, sino seco, o cosa semejante.

§. II

8. Viniendo ya a la acepción, que tiene la voz Urbanidad en los tiempos presentes, y en España, parece ser, que generalmente se entiende por ella lo mismo que por la de Cortesanía; pero es verdad, que también a esta voz unos dan más estrecho, otros más amplio significado. Hay quienes por cortesano entienden lo mismo que cortés; esto es, un hombre, que en el trato con los demás usa del ceremonial, que prescribe la buena educación. Mas entre los que hablan con propiedad, creo se entiende por hombre cortesano, o que tiene genio, y modales de tal, en que en sus acciones, y palabras guarda un temperamento, que en el trato humano le hace grato a los demás. Tomada en este sentido la voz Española Cortesanía, corresponde a la Francesa Politesse, a la Italiana Civilitá, y a al Latina Comitas.

9. La derivación de Cortesanía es análoga a la de Urbanidad. Así como ésta se tomó de la voz Urbs, aplicada a Roma, Capital entonces de una gran parte del mundo, en la cual florecía la cultura, que los Romanos explicaban con la voz Urbanitas; la voz Cortesanía se derivó en España de la Corte, en la cual (según comúnmente se entiende) se practican con más exactitud, que en otros Pueblos, todas aquellas partes de la buena crianza, que explicamos con la voz Cortesanía. [236]

10. Tomada en este sentido la Urbanidad, yo la definiría de este modo: Es una virtud, o hábito virtuoso, que dirige al hombre en palabras, y acciones, en orden a hacer suave, y grato su comercio, o trato con los demás hombres. No me embarazo en que algunos tengan la definición por redundante, pareciéndoles, que comprehende más que lo que significa la voz Urbanidad. Yo ajusto la definición a la significación, que yo mismo le doy, y que entiendo es común entre los que hablan con más propiedad. Los que se la dan más estrecha, definen la Urbanidad de otro modo. Las disputas sobre definiciones, comúnmente son cuestiones de nombre. Cada uno define según la acepción, que da a la voz, con que expresa el definido. Si todos se conviniesen en la acepción de la voz, apenas discreparían jamás en la definición de su objeto. El caso es, que muchas veces una misma voz, en diferentes sujetos, excita diferentes ideas, y de aquí viene la variedad de definiciones.

11. Es cierto, que los que llaman modos cortesanos, todos se ordenan al fin propuesto, y no son otra cosa más que unas maneras de proceder en todo lo exterior, en quienes nada hay de indecente, ofensivo, o molesto, antes todo sea grato, decente, y oportuno.

12. Está la Urbanidad, como todas las demás virtudes morales, colocada entre dos extremos viciosos, uno en que se peca por exceso, otro por defecto. El primero es la nimia complacencia, que degenera en bajeza; el segundo la rigidez, y desabrimiento, que peca en rusticidad.

§. III

13. Así como no hay virtud, cuyo uso sea tan frecuente como el de la Urbanidad, así ninguna hay, que tanto se falsee con la hipocresía. Hay muchos hombres, que teniendo pocas, o ninguna ocasión de ejercitar algunas virtudes, al mismo paso carecen de oportunidad para ser hipócritas en la materia de ellas. En materia de Urbanidad, así como todos pueden tener el ejercicio de la virtud, pueden también trampearle con la hipocresía [237] en efecto los hipócritas de la Urbanidad son innumerables. Hierven los Pueblos todos de expresiones de rendimiento, de reverencias profundas, de ofertas obsequiosas, de ponderadas atenciones, de rostros alagüeños, cuyo ser está todo en gestos, y labios, sin que el corazón tenga parte alguna en esas demostraciones; antes bien ordinariamente está obstruido de todos los afectos opuestos.

14. ¿Mas qué? ¿La Urbanidad ha de residir también en el corazón? Sin duda; o por lo menos, en él ha de tener su origen. ¿De otro modo, cómo pudiera ser virtud? Dicta la razón, que haya una honesta complacencia de unos hombres a otros. Cuanto dicta la razón es virtud. ¿Pero sería virtuosa una complacencia mentida, engañosa, afectada? Visto es que no. Luego la Urbanidad debe salir del fondo del espíritu. Lo demás no es Urbanidad, sino hipocresía que la falsea. Una alma de buena casta no ha menester fingir, para observar todas aquellas atenciones, de que se compone la cortesanía; porque naturalmente es inclinada a ellas. Por propensión innata, acompañada del dictamen de la razón, no faltará en ocasión alguna, ni al respeto con los de clase superior a la suya, ni a la condescendencia con los iguales, ni a la afabilidad con los inferiores, ni al agrado con todos, testificando según las oportunidades, ya con obras, ya con palabras, estas buenas disposiciones del ánimo, en orden a la sociedad humana.

15. No ignoro, que comúnmente se entiende consistir la Urbanidad precisamente en la externa testificación, ya de respeto, ya de benevolencia a los sujetos con quienes se trata. Mas como esa testificación, faltando en el espíritu los afectos, que ella expresa, sería engañosa, no puede por sí sola constituir la Urbanidad, que es un hábito virtuoso. Así para constituirla, es necesario, que la testificación sea verdadera; que viene a ser lo mismo, que decir, que la Urbanidad incluye esencialmente la existencia de aquellos sentimientos, que se expresan en las acciones, y palabras cortesanas. [238]

§. IV

16. Es cierto, que las Cortes son unas grandes Escuelas públicas de la verdadera Urbanidad; pero en cuanto al ejercicio, se ha mezclado en ellas tanto de falsa, que algunos han contemplado a ésta como la únicamente dominante en las Cortes. Creo, que, sin injuria de otra alguna, podré calificar por las dos Cortes más cultas del mundo, en la antigüedad a Roma, en los tiempos presentes a París. Oigamos ahora a dos Autores, de los cuales uno practicó mucho la Corte de Roma, y otro la de París. El primero es Juvenal: éste claramente insinúa, que en Roma el que no fuese mentiroso, y adulador, no tenía que esperar, ni aun que hacer.

¿Quid Romae faciam? Mentiri nescio: librum
Si malus est, nequeo laudare, &c.

17. El segundo es el Abad Boileau, famoso Predicador del gran Luis XIV. Este en el Libro, que intituló: Pensamientos escogidos, hizo una pintura tal de la Corte de París, que muestra, que la urbanidad de ella, no sólo degenera en simulación, mas aun (supónese que no en todos) en alevosía. Dice así:

18. «¿Cuáles son las maneras de un Cortesano? Adular a sus enemigos mientras los teme, y destruirlos cuando puede: aprovecharse de sus amigos cuando los ha menester, y volverles la espalda en no necesitándolos: buscar Protectores poderosos, a quienes adora exteriormente, y desprecia frecuentemente en secreto.»

19. «La Urbanidad cortesana consiste en hacerse una ley de la disimulación, y del dolo: de representar todo género de personajes, según lo piden los propios intereses: sufrir con un silencioso despecho las desgracias, y esperar con una modestia inquieta los favores de la fortuna.»

20. «En la Corte, por lo común, nada hay de sinceridad, todo es engaño: hacer malos oficios a la sordina unos a otros: fabricar enredos, que nadie puede desañudar: [239] padecer mortales disgustos bajo un semblante risueño: ocultar, bajo una aparente modestia; una soberbia luciferina. Frecuentemente en la Corte no es permitido amar lo que se quiere, ni hacer lo que se debe, ni decir lo que se siente. Es menester tener secreto para guardar los sentimientos, facilidad para mudarlos. Se ha de alabar, vituperar, amar, aborrecer, hablar, y vivir, no según el dictamen propio, mas según el antojo, y capricho ajeno.»

21. «¿Cuáles son más las maneras de un Cortesano? Disimular las injurias, y vengarlas: lisonjear a los enemigos, y destruirlos: prometer todo para obtener una Dignidad, y no cumplir nada en lográndola: pagar los beneficios con palabras, los servicios con promesas, y las deudas con amenazas. En la Corte se adora la fortuna, y al mismo tiempo se maldice: se alaba el mérito, y se desprecia: se esconde la verdad, y se ostenta la franqueza.»

22. Pienso que de esto hay mucho en todo el mundo; pero es natural haya más en las Cortes, porque son en ellas más fuertes los incitativos para los vicios expresados. No hay apetito, que allí no vea muy cerca, y en su mayor esplendor el objeto que le estimula. El ambicioso está casi tocando con la mano los honores, el codicioso las riquezas. Los pretendientes se están rozando unos con otros; los émulos con los émulos; los envidiosos con los envidiados. El valimiento del indigno está dando en los ojos del benemérito olvidado; el manejo del inhábil altamente ocupado, en los del hábil ocioso. Y aunque el modesto, viéndolo esto de lejos, o constándole sólo de oídas, podrá razonar sobre la materia como Filósofo, teniéndolo tan cerca, apenas acertará a hablar, sino como apasionado. Así es casi moralmente imposible, que los corazones de los desfavorecidos no estén en una continua fermentación de tumultuantes sentimientos, a que se siga, no tanto la corrupción de los humores, como la de las costumbres.

23. Sin embargo se debe entender, que los dos Autores [240] citados hablan en tono, cuya solfa siempre levanta mucho de punto el mismo mal, que reprehende. Hay en las Cortes mucho de malo; también hay mucho de bueno. Las quejas de que el mérito es desatendido, frecuentemente no son más que unos ayes, que precisamente significan el dolor del corazón de donde salen. El mismo que se lamenta del desgobierno, mientras no pasa del zaguán de la casa del valido, aplaude su conducta en subiendo al salón: señal de que sólo mira como mal gobierno el que le es adverso, y como bueno al que le es favorable. En todos tiempos he oído hablar muy mal del ministerio; ¿pero a quiénes? A pretendientes inoportunos, que no podían alcanzar lo que no merecían; a litigantes de mala fe, doloridos de verse justísimamente condenados; a delincuentes multados según las Leyes; a ignorantes preciados de entendidos, que sin más escuela que la de uno, u otro corrillo, dan voto en los más altos negocios Políticos, y Militares; a necios, que imaginan, que un buen gobierno puede lograr el imposible de tener todos los súbditos contentos, o hacerles a todos felices.

24. Ni mi genio, ni mi destino me han permitido tratar a los Ministros más altos; pero a sujetos sinceros, y de conocimiento, que los han tratado, oí hablar de ellos en lenguaje muy diferente de el del Vulgo; ya en orden a sus alcances, ya en orden a sus intenciones. ¿Ni cómo es creíble, que los Príncipes, que suelen tener más instrucción Política, que los particulares, sean tan inadvertidos, que frecuentemente para el gobierno echen mano de hombres, o ineptos, o mal intencionados? En caso que en la elección se engañasen, los desengañaría muy presto la experiencia, y entonces los precipitarían de la altura a que habían ascendido. Así, para mí es inverosímil, que Ministro alguno, destituido de todo relevante mérito, ocupe por mucho tiempo del lado del Soberano.

25. De Ministros inferiores (en que entiendo los Togados de las Provincias) he tenido bastantísima experiencia; y protesto, que en cuanto contiene el ámbito del siglo, esta [241] es, por lo común, la mejor gente, que he tratado. Por lo común digo, por no negar, que también se encuentran en esta clase uno, u otro, ya de poca rectitud, ya de mucha codicia. De los que son los Togados de las Provincias, colijo lo que serán los de la Corte. Parece natural, que cuanto es mayor el Teatro, y más sublime el puesto, tanto más los estimule el honor a no cometer alguna bajeza. Conspiran a lo mismo la cercanía del Príncipe, y la multitud de Jueces de una misma clase, porque son unos recíprocos censores, que están siempre a la vista.

§. V

26. No creo, pues, ni aun la mitad de lo que se dice del abandono, que padece el mérito en las Cortes. Pero entre los pretendientes sin mérito, que concurren a ellas en gran número, bien me persuado haya un hervidillo de chismes, embustes, trampas, y alevosías, que no explicarán bastantemente las más ponderativas declamaciones. Esta es una milicia de Satanás, que por la mayor parte sirve al diablo sin sueldo. Son unos galeotes de la tierra, y juntamente comitres unos de otros, que no sueltan jamás de la mano, ni el remo, ni el azote, por llegar cuanto antes al puerto deseado. Son unos idólatras de la fortuna, a cuya Deidad sacrifican por víctimas los compañeros, los parientes, los amigos, los bienhechores; en fin, a sí mismos, o sus propias almas. ¿Qué no se puede esperar, o qué no se debe temer de hombres de este carácter?

27. Yo estuve tres veces en la Corte; pero ya por mi natural incuriosidad, ya porque todas tres estancias fueron muy transitorias, tan ignorante salí de las prácticas cortesanas, como había entrado. Sólo una cosa pude observar, perteneciente al asunto que tratamos; y es, que allí, más que en los demás Pueblos, que he visto, la urbanidad declina a aquella baja especie de trato hipócrita, que llamamos zalamería. Mil veces la casualidad ofreció esta experiencia a mis ojos. Mil veces, digo, vi, al encontrarse, ya [242] en la calle, ya en el paseo, sujetos de quienes me constaba se miraban con harta indiferencia, y aun algunos con recíproco desprecio, alternarse entre ellos, como a competencia, las más vivas expresiones de amor, veneración, y deferencia. Apenas salía alguna palabra de sus bocas, que no llevase el equipaje de algunos afectuosos ademanes. Vertían tierna devoción los ojos, manaban miel, y leche los labios; pero al mismo tiempo la afectación era tan sensible, que cualquiera de mediana razón conocería la discrepancia de corazones, y semblantes. Yo me reía interiormente de entrambos, y creo, que entrambos se reían también interiormente uno de otro.

28. Vi en una ocasión requebrarse dos Aulicos con tan extremada ternura, que un Portugués podría aprender de ellos frases, y gestos para un galanteo. Ambos tenían empleo en Palacio, por cuya razón no podían menos de carearse con mediana frecuencia. No había entre ellos amistad alguna; sin embargo las expresiones eran propias de dos cordialísimos amigos, que vuelven a verse después de una larga ausencia.

29. Habiendo manifestado a algunos prácticos de la Corte la disonancia, que esto me hacía, me respondían, que aquello era vivir al estilo de la Corte. Al oírlos, cualquiera haría juicio de que la Corte no es más que un Teatro Cómico, donde todos hacen el papel de enamorados; pero en realidad, yo sólo noté esta taramalla amatoria en los espíritus de inferior orden. En los de corazón, y entendimiento más elevado, produce la Escuela de la Corte (si ya no se debe todo a su propio genio) otro tanto más noble, y el que es propio de la verdadera urbanidad. Digo, que observé en ellos afabilidad, dulzura, expresiones de benevolencia, ofrecimientos de sus buenos oficios; pero todo contenido dentro de los términos de una generosa decencia, todo desnudo de afectadas ponderaciones, todo animado de un aire tan natural, que las articulaciones de la lengua parecían movimientos del ánimo, respiraciones del corazón. [243]

30. Decía Catón (Tulio lo refiere), que se admiraba de que cuando se encontraban dos Adivinos, pudiesen, ni uno, ni otro contener la risa, por conocer entrambos, que toda su Arte era una mera impostura. Lo mismo digo de los Cortesanos zalameros. No sé cómo al carearse los que ya se han tratado, no sueltan la carcajada, sabiendo recíprocamente, que todas sus hiperbólicas protestas de estimación, cariño, y rendimiento, son una pura farfalla, sin fondo alguno de realidad.

31. He dicho, que en los Pueblos menores, por donde he andado, no hay tanto, ni con mucho, de esta ridícula figurada. No faltan a la verdad uno, u otro, que pasean las calles con el incensario en la mano, para tratar como a Idolos a cuantos contemplan pueden serles en alguna ocasión útiles. Pero están reputados por lo que son: gente, no de estofa, sino de estafa, y sus inciensos sólo huelen bien a los tontos. En la Corte pasa esto comúnmente por buena crianza; acá lo condenamos como bajeza.

§. VI

32. Estoy en la persuasión de que la Urbanidad sólida, y brillante tiene mucho más de natural, que de adquirida. Un espíritu bien complexionado, desembarazado con discreción, apacible sin bajeza, inclinado por genio, y por dictamen a complacer en cuanto no se oponga a la razón, acompañado de un entendimiento claro, o prudencia nativa, que le dice como se ha de hablar, u obrar, según las diferentes circunstancias en que se halla, sin más escuela, parecerá generalmente bien en el trato común. Es verdad, que ignoraba aquellos modos, modas, ceremonias, y formalidades, que principalmente se estudian en las Cortes, y que el capricho de los hombres altera a cada paso; pero lo primero las ventajas naturales, las cuales siempre tienen una estimabilidad intrínseca, que con ninguna precaución se borra, suplirán para la común aceptación el defecto de este estudio. Lo segundo, una modesta, y despejada prevención a los circunstantes [244] de esa misma ignorancia de los ritos políticos, motivada con el nacimiento, y educación en Provincia, donde no se practican, será una galante excusa de la transgresión de los estilos, que parecerá más bien a la gente razonable, que la más escrupulosa observancia de ellos.

33. Yo me valí muchas veces de este socorro en la Corte. Nací, y me crié en una corta Aldea: entré después en una Religión, cuyo principal cuidado es retirar a sus Hijos, especialmente durante la juventud, de todo comercio del siglo. Mi genio aborrece el bullicio, y huye de los concursos. Exceptuando tres años de oyente en Salamanca, que equivalieron a tres años de soledad, porque no se permite a los de nuestro Colegio el menor trato con los Seculares, todo el resto de mi vida pasé en Galicia, y Asturias, Provincias muy distantes de la Corte. Sobre todo lo dicho, estoy poseído de una natural displicencia hacia el estudio de ceremonias. No ignoro, que la sociedad política requiere, no sólo substancia, más también modo; pero no considero modo importante aquel, que consiste en ritos estatuídos por antojo, que hoy se ponen, y mañana se quitan; reinan unos en un País, y los contrarios en otro; sino aquel, que dicta constantemente la razón en todos tiempos, y lugares. De estos supuestos fácil es inferir, cuán remoto estoy de la inteligencia de las ceremonias cortesanas. Sin embargo salía de este embarazo en todas las ocurrencias, con la prevención insinuada, y veía, que a nadie parecía mal, ni por eso les era ingrata mi conversación, antes me parece ponían buena cara a mi naturalidad.

34. Los hombres de espíritu sublime, y entendimiento alto, gozan un natural privilegio para dispensarse de las formalidades siempre que les parezca. Así como los Músicos de gran genio se apartan varias veces de las reglas comunes del Arte, sin que por eso su composición disuene al oído; así los hombres, que por sus prendas se aventajan mucho en la conversación, pueden desembarazarse del método estatuído, sin incurrir el desagrado de los circunstantes. [245] Las ventajas naturales siempre tienen un resplandor más fino, más sólido, más grato que los adornos adquiridos. Así todos se dan por bien, y más que bien pagados de éstos con aquéllas.

35. Y aun dijera yo, que los establecimientos de ceremonias urbanas sólo se hicieron para los genios medianos, e ínfimos, como un suplemento de aquella discreción superior a la suya, que por sí sola dicta, y regla el porte, que se debe tener hacia los demás hombres. Creo, que pasa en esto lo mismo, con poca diferencia, que en los movimientos materiales. Hay hombres, que naturalmente, y sin estudio son airosos en todos ellos: que muevan las manos, que los pies, que doblen el cuello, que inclinen la cabeza, que bajen, o eleven los ojos, que muden el gesto, todo sale con una gracia nativa, que a todos enamora; que es lo que cantaba Tíbulo de Sulpicia: Illam quidquid agit, quoquo vestigia flectit, componit furtim, subsequiturque decor. Tuviera por una gran impertinencia querer con varios preceptos compasarles a estos las acciones. Guárdense los preceptos, y reglas para los que son naturalmente desairados, si es que puede enmendar el arte este defecto de la Naturaleza.

36. Sólo respectivamente a dos clases de personas nadie está exento de guardar el ceremonial, que son los Príncipes, y las mujeres: Aquellos desde tiempo inmemorial han constituido la ceremonia parte esencial de la Majestad. Estas, por educación, y por hábito, miran como substancia lo que es accidente, y aun prefieren el accidente a la substancia. Así desestimarán al hombre más discreto, y gracioso del mundo, en comparación de otro de muy desiguales talentos; pero que esté bien instruido en las formalidades de la moda, y las observe con exactitud. Excepto las de alta capacidad, las cuales saben hacer justicia al mérito verdadero. [246]

§. VII

37. O sea adorno, o parte integrante de la Urbanidad aquella gracia nativa, que sazona dichos, y acciones, es cierto, que el estudio, o arte jamás pueden servirle de suplemento.

38. Esta es aquella perfección, que Plutarco pondera en Agesilao, y en virtud de la cual dice, que aunque pequeño, y de figura contemptible, fue aun hasta en la vejez más amable, que todos los hombres hermosos: Dicitur autem pusillus fuisse, & specie aspernenda; caeterum hilaritas ejus omnibus horis, & Urbanitas aliena ab omni, vel vocis, vel vultus morositate, & acerbitate amabiliorem cum ad senectutem usque praebuit omnibus formosis.

39. Este es aquel condimento, por quien dice Quintiliano, que una misma sentencia, un mismo dicho parece, y suena mucho mejor en la boca de un sujeto, que de otro: Inest proprius quibusdam decor in habitu, atque vultu, ut eadem illa minus dicente, alio videantur urbana esse.

40. Este es aquel adorno, que Cicerón llamaba color de la Urbanidad, y que instado por Bruto, para que explicase, qué cosicosa era ese color, respondió, dejándole en el estado de un misterioso no sé qué. Estas son en el Diálogo de Claris Oratoribus sus palabras: Et Brutus, quis est, inquit, tandem Urbanitatis color? Nescio, inquam; tantum esse quemdam scio. Es de mi incumbencia descifrar los Nosequés, y no hallo en explicar éste dificultad alguna. La gracia nativa, o llámese con la expresión figurada de Cicerón color de la Urbanidad, se compone de muchas cosas. La limpieza de la articulación, el buen sonido, y armoniosa flexibilidad de la voz, la decorosa aptitud del cuerpo, el bien reglado movimiento de la acción, la modestia amable del gesto, y la viveza alagüeña de los ojos, son las partes, que constituyen el todo de esa gracia.

41. Ya se ve, que todos los expresados son dones de la Naturaleza. El estudio ni los adquiere, ni los suple. Hay sujetos, que piensan hacer algo, procurando imitar a aquellos, en quien ven resplandecer esos dones, o parte de [247] ellos; pero con el medio mismo, con que intentan ser gratos, se hacen ridículos. Lo que es gracia en el original, es monada en la copia. La imitación de prendas naturales nunca pasa de un despreciable remedio. Pálpase la afectación, y toda afectación es tediosa.

42. Sólo pondré dos limitaciones respectivas a aquellas partes de la gracia, que consisten en la positura, y movimiento de los miembros. La primera es, que pueden en alguna manera adquirirse éstas por imitación. ¿Pero cuándo? Cuando no se piensa en adquirirlas, ni se sabe que se adquieren: quiero decir en la infancia. Es entonces la naturaleza tan blanda, digámoslo así, tan de cera, que se configura según el molde en que la ponen. Así vemos frecuentemente parecerse en los movimientos ordinarios los hijos a los padres.

43. En Galicia, mi Patria, hay muchos, que aun sabiendo con perfección la lengua Castellana, la pronuncian algo arrastradamente, faltando en esta, o aquella letra la exactitud de articulación, que les es debida. Atribuyen los más este defecto a la imperfecta organización de la lengua, procedida del influjo del clima. No hay tal cosa. Ese vicio viene del mal hábito tomado en la niñez: lo que se evidencia de que los Gallegos, que de muy niños son conducidos a Castilla, y se crían entre Castellanos, como yo he visto algunos, pronuncian con tanta limpieza, y expedición este Idioma, como los naturales de Castilla. Sé, que pocos años ha era celebrada por el hermoso desembarazo de la pronunciación, y aire del movimiento, una Comedianta, nacida en una mísera Aldea de Galicia, que de cuatro, o cinco años llevó un tío suyo a la Corte.

44. La segunda limitación es, que aun en edad adulta se puede corregir la torpeza del movimiento, ya en la lengua, ya en otros miembros, cuando ésta procede precisamente del mal hábito contraído en la niñez. Pero es necesario para lograrlo aplicar mucha reflexión, y estudio. Un hábito, aunque sea inveterado, puede desarraigarse, aplicando el último esfuerzo. Cuando la resistencia viene del [248] fondo de la Naturaleza, todos los conatos son vanos.

§. VIII

45. Aunque la Urbanidad en lo que tiene de brillante, y hermosa, que es lo que llamamos gracia, sólo en una pequeñísima parte, como hemos advertido, está sujeta al estudio; en todo lo que es substancia, o esencia suya admite preceptos, y reglas; de modo, que cualquier hombre, enterado de ellos, o ya por reflexión propia, o por instrucción ajena, puede ser perfectamente, en cuanto a la substancia, urbano.

46. Muy frecuentemente, y de muchos modos se peca contra la Urbanidad. Aun a sujetos, que han tenido una razonable crianza, he visto muchas veces adolecer de alguno, o de algunos de los vicios, que se oponen a esta virtud. Opónense a la Urbanidad todas aquellas imperfecciones, o defectos, que hacen molesto, o ingrato el trato, y conversación de unos hombres con otros. Esto se infiere evidentemente de la definición de la Urbanidad, que hemos propuesto arriba. ¿Mas qué defectos son éstos? Hay muchos. Los iremos señalando, y ésta será la parte más útil del Discurso, porque lo mismo será individuar los defectos, que hacen molesta la conversación, y sociedad política, que estampar las reglas, que se deben observar, para hacerla grata. El Lector podrá ir examinando su conciencia política por los capítulos, que aquí le iremos proponiendo.

§. IX
Locuacidad

47. Los habladores son unos tiranos odiosísimos de los corrillos. En mi opinión, que concede cierta especie limitada de racionalidad a los brutos, el hablar es un bien, aún más privativo del hombre, que el discurrir. El que quiere siempre ser oído, y no escuchar a nadie, usurpa a los demás el uso de una prerrogativa propia de su ser. ¿Qué fruto sacará, pues, de su torrente de palabras? No más que enfadar a los circunstantes, los cuales después se desquitan de lo que callaron, hablando con irrisión, y [249] desprecio de él. No hay tiempo más perdido, que el que se consume en oír a habladores. Esta es una gente, que carece de reflexión; pues a tenerla, se contendrían, por no hacerse contemptibles. Si carecen de reflexión, luego también de juicio: y quien carece de juicio, ¿cómo puede jamás hablar con acierto? ¿Ni qué provecho resultará a los oyentes de lo que habla un desatinado, exceptuando el ejercicio de la paciencia? Así a todos los habladores se puede aplicar lo que Teócrito decía de la verbosa afluencia de Anaxímenes: que en ella contemplaba un caudaloso río de palabras, y una gota sola de entendimiento: Verborum flumen, mentis gutta.

48. Los flujos de la lengua son unos porfiados vómitos del alma: erupciones de un espíritu mal complexionado, que arroja, antes de digerirlas, las especies, que recibe. Suenan a valentía en explicarse, siendo en realidad falta de fuerza para contenerse. Yo capitularía esta dolencia, dándole el nombre de relajación de la facultad racional. Otro dirá acaso, que no es eso, sino que las especies se vierten, porque no caben, a causa de su corta capacidad, en el vaso destinado para su depósito.

49. Nadie se fíe en que a los principios es oído con gusto. Este es un aire favorable para soltar las velas de la locuacidad. Aire favorable, sí, pero por lo común de poca duración. La conversación es pasto del alma; pero el alma tiene el gusto, o tan vario, o tan delicado, o tan fastidioso como el cuerpo. El manjar más noble muy continuado la da saciedad, y tedio. Así, el mismo, que por un rato gana con su locuela la aceptación de los oyentes, si se alarga mucho, incurre su displicencia, y aun pierde su atención. Las estrellas, que se deben observar para engolfarse mucho, o poco en los asuntos de conversación, permitir las velas al viento, o recogerlas, son los ojos de los circunstantes. Su alagüeña serenidad, o ceñuda turbación, avisarán de la indemnidad, o riesgo, que hay en alargar un poco más el curso.

50. Mas aun esta observación es engañosa en las personas [250] de especial autoridad. Los dependientes, no sólo adulan con la lengua, mas también con los ojos. ¿Qué digo con los ojos? Con todos los miembros mienten, porque de todos se sirven, para explicar con ciertos movimientos plausivos, con ciertos ademanes misteriosos la complacencia, y admiración con que escuchan al Poderoso, de quien pende en algo su fortuna. A éste entretanto se le cae la baba, y la verba. Vierte en el corrillo cuanto le ocurre bueno, y malo, persuadido a que ni Apolo en Delfos fue oído con atención más respetosa. ¡Ay miserable, y qué engañado vive! A todos cansa, a todos enfada; y lo peor es, que todos a vuelta de espaldas se recobran de aquel casi forzado tributo de adulación con alternadas irrisiones de su necedad. Creanme los Poderosos, que esto pasa así, y creanme también, que el poder al que es necio, le hace más necio; al que es discreto, si no lo es en supremo grado, le quita mucho de lo que tiene de entendido.

§. X
Mendacidad

51. ¿Qué cosa más inurbana, que la mentira? ¿A qué hombre de razón no da en rostro? ¿A quién no ofende? ¿Cómo el engaño puede prescindir de ser injuria? Toda la utilidad, todo el deleite, que se puede lograr en la conversación, se pierde por la mentira. Si miente aquel que habla conmigo, ¿de qué me sirven sus noticias? Si no las creo, de irritarme; si las creo, de llenarme de errores. Si no estoy asegurado de que me trata verdad, ¿qué deleite puedo percibir en oírle? Antes estará en una continuada tortura mi discurso, vacilando entre el asenso, y el disenso, y apurando los motivos, que hay para uno, y para otro.

52. Es la conversación una especie de tráfico, en que los hombres se ferian unos a otros noticias, e ideas: el que en este comercio franquea ideas, y noticias falsas, vendiéndolas por verdaderas, ¿qué es sino un tramposo, un prevaricador, indigno de ser admitido en la sociedad humana? [251]

53. Siempre he admirado, y siempre he condenado la tolerancia, que logra en el mundo la gente mentirosa. Sobre este punto he declamado en el sexto Tomo, Discurso IX, para donde remito al Lector. Después he pensado, que acaso esta tolerancia nace de la mucha extensión del vicio. Acaso, digo, son en mucho mayor número los interesados en la tolerancia, que los damnificados en ella. Acaso toleran unos a otros la mentira, porque unos, y otros necesitan de esa tolerancia. Si los sinceros son pocos, no pueden, sin una gran temeridad, empeñarse en hacer guerra a los muchos. Pero a lo menos demuestren con la mayor templanza, que puedan, el desagrado, que les causa la mentira. Ingenuamente protesto, que para mí es sospechoso de poca sinceridad el que oye una mentira serenamente, y sin testificar en alguna manera su displicencia. Mas también supongo, que la franqueza de manifestar esta indignación, sólo se puede practicar respecto de inferiores, o iguales.

54. Una especie de mentira corre en el mundo como gracia, que yo castigaría como delito. Cuando se mezcla en el corrillo algún sujeto, conocido por nimiamente crédulo, rara vez falta un burlón, que hace mofa de su credulidad, refiriéndole algunas patrañas, que el pobre escucha como verdades. Esto se celebra como gracejo: todos los concurrentes se regocijan, todos aplauden la buena inventiva del mentiroso, y hacen entremés de las buenas tragaderas del crédulo. Tengo esto por iniquidad. ¿Por ventura la sencillez ajena nos presta algún derecho para insultarla? Doy que la nimia credulidad nazca de cortedad de entendimiento: ¿acaso sólo estamos obligados a ser urbanos, y atentos con los discretos, y agudos? ¿No es insolencia, porque Dios te dio más talentos, que al otro, tomarle por objeto de tu escarnio, y juguetear con él, como pudieras con un mono? ¿Es eso mirarle como próximo? ¿Es eso usar del talento, que Dios te dio, en orden al fin para que te lo dio?

55. Pero la verdad es, que, por lo común, la nimia credulidad [252] más proviene de exceso de bondad, que de falta de discreción. Yo he visto hombres sencillísimos, y juntamente muy agudos. Aquella misma rectitud de corazón, que mueve al sencillo a proceder siempre sin dolo, le inclina a juzgar de los demás lo mismo. Muchas veces sucede, que una mentira es creída de éste; porque es ingenioso; descreída de aquél, porque es necio. Es el caso, que aquel por su piedad busca motivos de verosimilitud en la noticia, y por su agudeza los encuentra. Este por su malicia no los busca; y aunque los buscase por su rudeza no los hallaría.

56. Yo no sé si es verdad lo que comúnmente se dice, que Santo Tomás de Aquino creyó que un buey volaba, y salió solícito a ver el portento. Pero sé que la respuesta increpatoria, que se le atribuye, a los que insultaban sobre su nimia credulidad, es digna de todo un Santo Tomás; digna quiero decir, de aquel gran lleno de virtudes excelsas, intelectuales, y morales, digna de aquel nobilísimo corazón, de aquella altísima prudencia, de aquel ingenio soberano. Más creíble se me hacía (refieren que dijo) el que los bueyes volasen, que el que los hombres mintiesen. ¡Qué corrección tan discreta! ¡Qué énfasis! ¡Qué energía! ¡Qué delicadeza! Aprecio más esta sentencia, que cuantas la antigua Grecia preconizó de sus Sabios. La sublimidad de ella me persuade, que fue parto legítimo de Santo Tomás, y por consiguiente, que el hecho, como se refiere, es verdadero. Así se pueden conciliar, y concilian bien una altísima discreción con una suma sencillez.

§. XI
Veracidad osada

57. Así como hay muchos, que son inurbanos por mentirosos, hay algunos, que también lo son por veraces, indiscretos, o inconsiderados. Hablo de aquellos, que a título de desengañados, o desengañadores, sin tiempo, sin oportunidad, y contra todas las reglas de la decencia, se toman libertad para decir cuanto sienten. Esta es una especie de barbarie cubierta con el honesto velo de sinceridad. [253]

58. Caractericemos esta gente en el proceder de Filotimo. Es Filotimo un hombre, que a todas horas nos quiebra la cabeza con protestas de su ingenuidad. Declama hasta apurar el aliento contra la adulación. Ostenta su inmutable amor a la verdad; y éste viene a ser como estribillo para todas las coplas, que arroja a éste, a aquél, y al otro. Echale en rostro a alguno un defecto que tiene: luego sale el estribillo, de que él no ha de dejar de decir la verdad por cuanto tiene el mundo. Oye alabar a alguno, o presente, o ausente, en quien él concibe algo digno de reprehensión; suelta lo que concibe, e impropera como contemplativos, o lisonjeros a los que hablan bien de sujeto. Pero luego añade la cantinela ordinaria de su amor a la verdad.

59. ¿Qué diremos de este hombre? Que para ser necio, y rústico le sobra mucha tela: que es un despropositado, que no guarda compás, ni regla en cuanto habla: que es un rudo, y muy rudo, pues no alcanza, que hay medio entre la servil adulación, y la desvergonzada osadía. Siendo tal, ¿qué caso harán los que oyen de cuanto dice? ¿Quién creerá, que forma concepto justo de nada un alucinado, que no percibe lo que tan claramente dicta la razón natural? Pero doy, que en el concepto, que forma, no yerre; yerra por lo menos en preferirle sin tiempo, sin oportunidadd, sin modo. ¿Tiene por ventura algún nombramiento Regio, y Pontificio de Corrector de las gentes? Doy que sea tan veraz como se pinta, que lo dudo mucho; porque la experiencia me ha mostrado, que si no en todos los individuos, en muchos es verdaderísima una bella sentencia, que leí, no me acuerdo en qué Autor: Veritatem nulli frequentius laedunt quam qui frequentius jactant: Ningunos más frecuentemente mienten, que los que a cada paso jactan su verdad. Doy, digo, que sea tan veraz como se pinta: ¿Le da su veracidad algún derecho para andar descalabrando a todo el mundo? La verdad, que como predica San Pablo, es compañera amada de la caridad: Charitas congaudet veritati, ¿ha de ser tan desapacible, ofensiva, [254] grosera? La verdad de los Cristianos, que como articula San Agustín, es más hermosa, que la Helena de los Griegos: Incomparabiliter pulchrior est veritas Christianorum, quam Helena Grecorum, ¿ha de tener tan mala cara, que a todos dé en rostro?

60. Hay en ocasiones, yo lo confieso, obligación a decir la verdad, aunque se diga resentimiento del que la escucha; pero sólo cuando interviene uno de tres motivos, o la vindicación de la honra divina, o la defensa de la inocencia acusada, o la corrección del prójimo. Supongo, que por lo común pretextan este último motivo los veraces de que hablamos; pero no ignoran ellos, que sólo logran la ofensión, y nunca la corrección. Ni puede ser otra cosa, porque su modo áspero, tumultuante, soberbio, ¿cómo puede producir tan bello fruto? ¿Sembrando espinas, como decía la Verdad misma en el Evangelio, han de coger uvas?

§. XII
Porfía

61. No menos enfadosos son que éstos, ni menos turban la amenidad de la conversación, los porfiados. El espíritu de contradicción es un espíritu infernal; y espíritu tan protervo, que no sé qué se haya hallado hasta ahora conjuro eficaz para curar a los que están poseídos de él.

62. Tengo presente el ejemplo de Aristio. Este es un verdadero aventurero de corrillos, que lanza encarada anda siempre buscando pendencias. Su opinión es su ídolo: nadie disiente a ella, sin experimentar su cólera: nadie profiere la opuesta, que no le tenga por enemigo: nada le aplaca, sino, o la condescendencia, o el silencio. Su influencia en los concursos es la que se atribuye a aquella constelación meridional, llamada Orión, excitar tempestades: Nimbosus Orion, que dijo Virgilio. No bien se aparece, cuando poco a poco la serenidad de un coloquio cortesano va degenerando de la turbación de un tumulto rústico. El contradice, el otro se defiende, los demás toman partido, enciéndese la altercación, porque un genio contendiente [255] es contagioso: Insequitur clamorque virum stridorque rudentum. Y todo viene a parar en una greguería tal, que nadie los entiende, ni aun se entienden unos a otros. Todo este mal hace en la sociedad política un porfiado. Ni por eso se enmienda: y antes volverá atrás un río precipitado, que él retroceda del dictamen, que una vez ha proferido.

§. XIII
Nimia seriedad

63. La chanza oportuna es el más bello condimento de la conversación, y tiene tanta parte en la verdadera Urbanidad, que algunos, como vimos arriba, la tomaron por el todo. Usada con el modo debido, produce bellos efectos: alegra a los que hablan, y a los que oyen: concilia recíprocamente las voluntades: descansa el espíritu, fatigado con estudio, y ocupaciones serias. Por eso no sólo los Eticos Gentiles, mas aun los Cristianos, colocaron la chanza en el número de las virtudes morales. Véase Santo Tomás en la 2, 2, quaest. 168, art. 2, donde después de graduar a la chanza por virtud, califica la delectación, que resulta de ella, no sólo de útil, sino de necesaria, para el descanso del alma: Hujusmodi autem dicta, vel facta, in quibus non quaeritur nisi delectatio animalis, vocantur ludricra, vel jocosa. Et ideo necesse est talibus interdum uti, quasi ad quamdam animae quietem.

64. Los hombres siempre serios son un medio entre hombres, y estatuas. Siendo la risibilidad propiedad inseparable de la racionalidad, en lo que se niegan a lo risible, degeneran de lo racional. Los necios suelen calificarlos de hombres de seso, juiciosos, y maduros. ¡Buena prueba de seso, apostárselas en sequedad, y rigidez a troncos, y piedras! Ningún bruto se ríe. ¿Será carácter de hombre de juicio sólido lo que es común a todo bruto? Yo tengo ésa por seña de genio tétrico, de humor atrabiliario. Los antiguos decían, que los que entraban en la encantada cueva de Trofonio, nunca reían después. Llamaban Agelastos a éstos los Griegos. Si en ello hay alguna verdad (que muchos lo niegan), es de creer, [256] que la Deidad infernal, que era consultada en aquella cueva, inspiraba a los consultores esa tartárea melancolía.

§. XIV
Jocosidad desapacible

65. Pero tanto, y aún más, que se opone a la Urbanidad la seriedad nimia, es contraria a ella la jocosidad inoportuna. Por tres capítulos puede ser ingrata la chanza en las conversaciones: por exceder en la cantidad, por propasarse en la calidad, y por defecto de naturalidad.

66. El que está siempre de chanza, más es truhán, que cortesano. No hay hombre más irrisible, que el que siempre se ríe. El que a todas horas hace el gracioso, a todas horas es desgraciado. Un Juan Rana de por vida es lo que suena, un Juan Rana, y nada más.

67. Peca la chanza en la calidad por deshonesta, y por satírica. Como la primera sólo se oye en caballerizas, y tabernas, y yo no escribo para Lacayos, Cocheros, y Alquiladores, pasaremos a la segunda. Los preciados de decidores frecuentemente inciden en ella. Hablo de los preciados de decidores, y que más propiamente podrían llamarse dicaces; no de los que verdaderamente lo son. De aquellos, de quienes decía Horacio, que por aprovechar sus festivas ocurrencias, no reparan en herir aun a sus propios amigos:

Dummodo risum
Excusiat sibi, non hic cuiquam parcet amico.

De aquellos, que, según la ponderación de Ennio, más fácilmente detendrán en la boca un ascua ardiendo, que un dicho agudo. Esta es gente, que quiméricamente pretende hacer oro del hierro, comedia de la tragedia, lisonja de la injuria, miel de la ponzoña. Su lengua se parece a la del león, que por ser tan áspera, lamiendo desuella. Llaman a éstos zumbones, y lo son. ¿Pero cómo? Como las avispas, cinifes, tábanos, y moscas. Todos estos vilísimos insectos son zumbones, y zumbones de esta casta; esto es, que a vuelta del zumbido imprimen la picadura. [257]

68. Como quiera que hagan gala de su habilidad, no pueden escaparse de ser, o malignos, o muy necios. Que uno, que otro, los hombres debieran conspirar a descartarlos del comercio, o corregirlos con la amenaza. El Conde de las Amayuelas, a quien alcancé en mi juventud, a un Caballero de este genio, que le había herido ya con algunos dicterios en tono de chanza, le dijo: Amigo D. N. ya te he sufrido algunas desvergüenzas: también de aquí adelante podrás decir las que quisieres, pero con la prevención de que nos hemos de entender los dos a estocada por desvergüenza. A fe que le hizo al zumbón perder la zumba.

69. Un defecto grave, y frecuentísimo de la zumba es, ejercerla sobre lugares comunes, o capítulos generales, dirigiéndola, pongo por ejemplo, al estado, clase, o nación del sujeto, con quien se practica este género de juego. Debo esta advertencia a Quintiliano: Male etiam dicitur (sentencia este gran Maestro de Urbanidad) quod in plures convenit: Si aut Nationes totae incessantur, aut ordines, aut conditio, aut studia multorum. Caen en este inconveniente los genios estériles, que no hallando qué decir sobre las acciones, o cualidades personales de aquel particular individuo, a quien dirigen la zumba, se arrojan a alguna razón común de estado, nación, &c.

70. La razón porque se debe huir de esto es, porque entre la multitud comprehendida en aquella razón común, hay no pocos de tal delicadeza, que tienen la zumba por ofensa; y aunque no asistan en la conversación, teniendo después noticia de ella, se muestran resentidos: lo que la experiencia me ha mostrado no pocas veces. Y aun he visto algunas seguirse no leve perjuicio a los zumbones de razones comunes, por el resentimiento de los comprehendidos en ellas. Aun cuando no intervenga riesgo alguno, se debe evitar por motivo de equidad. Aunque la chanza sea de su naturaleza inocente, no es justo usar de ella con quien la ha de escuchar como agravio. A sujetos de cutis tan delicada, que sienten como golpe lo que para otros [258] es halago, no se ha de tocar, ni aun ligeramente. Si el contacto más leve les llega al corazón, el que los toca, los hiere. No siendo, pues, posible, que en las zumbas sobre capítulos generales, no haya muchos, que se resientan, debe el buen cortesano abstenerse enteramente de ellas.

71. Es, finalmente, ingrata la chanza por falta de naturalidad. Los que sin genio se meten a decidores, hacen un papel enfadosísimo. No hay cosa más insulsa, que un hombre, que por imitación, y estudio, se empeña en ser gracioso. Logra en parte lo que pretende, que es hacer reír a los demás; pero él mismo es el objeto de esa risa. Si hay un hombre en el Pueblo celebrado, por sus graciosidades, y buenos dichos, otros veinte; o treinta quieren imitarle, y competirle. ¡Conato inútil! Nunca pasarán de un irrisible remedo. No quieren acabar de conocer los hombres, que en esta, y otras muchísimas prendas, casi todo lo hace la naturaleza. De esta falta de consideración viene el casi universal empeño de imitar los menos dotados de la naturaleza a los que ven aventajados en algunas apreciables cualidades. La ponderada semejanza entre el hombre, y el mono hallo que es mayor, empezando la comparación por el hombre. Pondérase, digo, que en la Asia, y en la Africa se hallan algunos monos, que parecen hombres. Y yo pondero, que en la Africa, la Asia, Europa, y en todas partes, hay muchos más hombres, que parecen monos. Sonlo en efecto unos de otros. No hay original alguno excelente en nuestra especie, de quien no se saquen innumerables copias: pero copias, que no pasan de mamarrachos.

§. XV
Ostentación del saber

72. La ciencia es un tesoro, que se debe expender con economía; no derramarse con prodigalidad. Es precioso, poseído; es ridículo, ostentado; pero bien apurada la verdad, se hallará, que nunca le poseen los que le ostentan. Sólo los que saben poco, quieren mostrar en todas partes lo que saben. No hay conversación, donde, sin esperar oportunidad, no saquen a plaza sus escasas noticias. [259] Entre los verdaderos sabios, y estos sabios de poquito, hay la misma diferencia, que entre los mercaderes de caudal, y los buhoneros. Aquéllos dentro de su lonja tienen los géneros, para que allí los vayan a buscar los que los hubieren menester; éstos se echan acuestas su mísera tiendecita, y no hay plaza, no hay calle, no hay rincón, donde no la expongan al público.

73. Algunos son tan necios, que con todas clases de personas introducen sin propósito la facultad en que se han ejercitado. El Abad de Bellegarde refiere de un Militar, que en visita de damas se puso muy despacio a relatar, sin pedírselo nadie, el sitio de una plaza día por día, punto por punto, con todos los términos facultativos, nombrando Regimientos, y Oficiales, sin omitir alguno de cuantos movimientos habían hecho sitiadores, y sitiados, desde que se avistó la plaza hasta su rendición. ¿No estarían muy gustosas las damas con esta relación gacetal? Aún es más gracioso lo que, para figurar a estos impertinentes, atribuye el famoso Cómico Molière a un Médico recién aprobado, en las primeras vistas de una Señorita, cuya mano pretendía; esto es, que después de hacer todo el gasto de cortesanías con los axiomas, y términos de su arte, la convidó, como que la hacía un obsequio muy estimable, a que fuese a ver a la tarde la Disección Anatómica de un cadáver, que había de ejecutar él mismo. ¡Qué agasajo tan recomendable para una tierna damisela!

74. Una de las lecciones más esenciales de Urbanidad es acomodarse en las concurrencias al genio, y capacidad de los circunstantes: dejar en todo caso a otros la elección de materia, y seguirla hasta donde se pudiere. Punto menos extravagante es el que razona con otro sobre facultad, que éste no alcanza, que el que le habla en idioma, que no entiende. [260]

§. XVI
Afectación de superioridad

75. Es notable la diferente representación, que hacen algunos sujetos en el principio, y progreso de la conversación. Al tiempo de agregarse a la visita, o al corro, si la gente, que le compone, no es de su frecuente trato, se esmeran en profundas reverencias, en tiernas humillaciones: hacen las más ponderadas protestas de su rendimiento, y deferencia a éste, a aquél, y al otro; pero después poco a poco van componiendo el gesto, el modo, y las palabras hacia una gravedad Senatoria, o una autoridad legislativa. Ya se metió en el vestuario la lisonja, y sale al teatro la arrogancia. Ya se arrimó el zueco, y se calzó el coturno. Ya la solfa, que empezó por el ut de Fefaut, que es el más profundo, montó al la de Gesolreut, que es el más alto. Ya la estatura política creció de pigmea a gigantesca. Ya miran a los circunstantes allá abajo, y ya en cuanto hablan se trasluce un ceño desdeñoso, hijo legítimo de una rústica soberbia.

76. Acuérdome a este propósito de lo que refiere Moreri de Brunon, Obispo de Langres, que habiendo en el principio de una carta, o edicto suyo, cualificádose modestamente humilis Praesul, después en el cuerpo del escrito se dio a sí propio el tratamiento de Majestad, nostram adiens majestatem. Los que proceden de este modo deben de estar en el error de que la Urbanidad, y modestia sólo se hicieron para los exordios, prólogos, y salutaciones.

77. Esta desigualdad notó Barclayo, como característica de los Españoles: Sermonum, & amicitiarum exordia per speciem mitissimae humanitatis adornant. Hos tu quoque illis initiis optime poteris eadem tranquillitate adoriri; succedentes autem ad fastum, mutua majestate exciperi.

78. La verdad es, que hay entre nosotros no pocos, que adolecen del expresado defecto. Pero la nota de Barclayo, como otras invectivas, que han hecho los extranjeros contra la soberbia de los Españoles, tomadas generalmente, si un tiempo fueron justas, hoy no lo serían. O fuese efecto del mayor comercio con los de otras Naciones, [261] o desengaño, que el tiempo fue introduciendo poco a poco, no es dudable, que ya los Españoles se han humanizado mucho, y pienso que también los extranjeros lo han reconocido; bien que no faltan entre ellos quienes malignamente atribuyan la deposición de la antigua fiereza a postración de los ánimos, ocasionada de las adversidades padecidas en el siglo pasado en las guerras con la Francia. Así se explicó un zumbón Francés de buen gusto en una carta, que en nombre de Voiture, ya entonces difunto, imitando el estilo, y aire de este famoso ingenio, como que él la enviaba del infierno, escribió felicitando al Mariscal de Vivonne, y elogiando al Rey de Francia sobre sus victorias contra los Españoles. Aquí (decía después de otras cosas) ha llegado un buen número de Españoles, que se hallaron en los combates, y nos han referido todo lo sucedido en ellos. Yo no sé cierto en qué se fundan los que dicen, que los de esta Nación son fanfarrones. Asegúroos que nada tienen de eso, antes son una bonísima gente; y el Rey, de un tiempo a esta parte, nos lo envía acá muy dulces, y afables. Chanzas a parte. Que los corazones de los Españoles no se han abatido por los reveses padecidos, se ha evidenciado en estas últimas guerras. Así lo que se debe tener por cierto es, que hoy los Españoles son más racionales, sin ser menos animosos.

§. XVII
Tono magisterial

79. Entre los profesores de letras hay no pocos tediosos a los circunstantes, porque siempre quieren hacer el papel de maestros. Para ellos todo lugar es Aula, toda silla es Cátedra, todo oyente discípulo. Encaprichados de su ciencia, de su ministerio, y de sus grados, casi miran a los que no han cursado las Escuelas como gente de otra especie. Así apenas les hablan sino con frente erizada, y ojos desdeñosos. Cuanto articulan sale en solfa de sentencia rotal. Su tono siempre es decisivo, su voz tiene la majestad de oráculo, su acción parece de Maestro de Capilla, que echa el compás a todo. [262]

80. He visto a muchos, y muchísimos preocupados del error de que el estudio aumenta el entendimiento. ¿Y éste es error? Sin duda. Que se diga que la desigualdad de discurso en los hombres proviene de desigualdad entitativa de las almas, como pensaron algunos, o que únicamente pende de la diferente temperie, y disposición de los órganos, como comúnmente se juzga, es preciso que la facultad intelectual sea la misma, o sea igual con estudio, o sin él; siendo cierto, que ni el estudio altera la organización, o temperie nativa, ni menos muda la entidad substancial del alma. Así, después de muchos años de estudio, la facultad discursiva no crece en sus fuerzas ni medio grado. La razón propuesta lo convence; pero también la experiencia me lo ha hecho palpable. Vi a sujetos de gran aplicación a las letras, después de consumir en ellas lo más de su vida, discurrir míseramente en cuantos asuntos se proponían. Noté en otros, que traté diferentes veces en el espacio de muchos años, y apenas dejaban jamás de la mano los libros, la misma torpeza en raciocinar, la misma obscuridad en entender, la misma confusión de ideas en los fines, que en los principios. El estudio da noticias, ministra especies, con que se hacen varias deducciones, que sin ellas no se harían; pero la valentía, o actividad del discurso no por eso se aumenta. Así como si a un Artífice se le ministran muchos instrumentos de su arte, que antes no tenía, hará varias operaciones, que antes no podía hacer; pero la fuerza del brazo no por eso será mayor.

81. Aun respecto de la facultad que estudian, jamás pasan aquella valla, que les puso delante la naturaleza. El rudo siempre es rudo: lee mucho, conferencia mucho, manda muchas especies a la memoria; pero nunca las congrega con acierto, nunca las distribuye con discreción, nunca las penetra bien, nunca las entiende con claridad. Así sale puramente un docto de perspectiva, capaz sólo de alucinar con falsas luces al vulgo ignorante: uno de aquellos, que la plebe llama pozos de ciencia, y sólo son pozos de agua turbia. [263]

82. Siendo esto así, como lo es sin duda, se ve claramente, que a los facultativos no les da fundamento alguno para engreirse su magisterio, o su grado; y que es una suma extravagancia afectar alguna autoridad en virtud de esas infulas. Lo peor que tiene el caso, y lo que sube la ridiculez al supremo punto, es, que los que se dejan dominar de esta presunción, siempre son los profesores de inferior nota; porque los de ingenio, y entendimiento claro, se hacen cargo de la razón. Los profesores, digo, de inferior nota, son los que abultan con la ostentación sus pocas letras, procurando darles siempre la apariencia de mayúsculas. Son los que del estudio sacan poca luz, y mucho humo. Así en las concurrencias se atribuyen una cualificación ventajosa, respecto de todos los demás, y vierten mil necedades con toda la gravedad propia de apotegmas.

83. Parecerá que pondero; y no es así. Créame el Lector, que hay muchos, muchos, que sin más mérito, que pocos años de cursantes en la Aula, y un bonete, o capilla en la cabeza, desestiman cuanto pueden razonar, o discurrir en cualquier materia los legos, como si éstos no fuesen racionales, o fuesen racionales de otra clase inferior. Que se ofrezca hablar de guerra, que de política, que de gobierno alto, o bajo, con necia satisfacción meten la hoz en la mies ajena, a vista de hombres, de quienes en aquellas materias no merecen ser discípulos. ¿Y qué sacan de aquí? Que todos conozcan, y hagan mofa de su mentecatez.

84. Y no omitiré otro torpísimo defecto de esta gente de poco alcance; bien que éste es común a personas de todas clases: esto es, ser continuos censores de los talentos ajenos. ¡Cosa preciosa! El hombre bobo es el que a cada paso anda calificando de bobos a éstos, a aquéllos, y a los otros. El que no sabe palabra, es el que frecuentísimamente mide a dedos la ciencia de los profesores; y le parece que sólo se puede medir a dedos, porque en su opinión, rara, o ninguna vez llegará a varas. El mal Predicador es el que apenas oye sermón, que le parezca bien: lo propio sucede al mal Sastre, al mal Herrero, &c. [264]

§. XVIII
Visitas inoportunas

85. Hay unos hombres, que de demasiadamente urbanos, son intolerables. Hablo de los visitadores, que parece toman el serlo por oficio, o lo ejercen en virtud de algún particular nombramiento. Estos son unos ociosos, que no saben qué hacer de sí, ni qué hacer en el mundo, sino cansar a toda la gente honrada del pueblo: unos ladrones del tiempo, que inicuamente roban a sus vecinos el que necesitan para sus precisas obligaciones: unos Caballeros Andantes, que con la lengua siempre en ristre, se emplean en hacer tuertos, en vez de deshacerlos: unos pordioseros de parleta, que la andan mendigando de casa en casa: unos tramposos de cortesanía, que venden por obsequio lo que es enfado.

86. Los que piensan captar la gracia de los poderosos con la continuación de visitas, viven muy engañados. ¿Qué mérito será para ellos tenerlos cada tercer día aprisionados una hora en una silla, que viene a ser casi lo mismo que en un cepo, privándolos entretanto, ya de la diversión, que apetecían, ya de la ocupación, que necesitaban? Lo que ordinariamente pasa es, que no bien el visitante, concluidas las ceremonias de despedida, vuelve las espaldas, cuando el visitado echa mil maldiciones a su impertinencia; y si tiene a mano con quien pueda desahogarse en confianza, dice, que no vió mayor salvaje en su vida.

87. Gran lástima tengo a los pobres Ministros, por lo mucho que padecen en esta parte. A la pesadísima carga de su oficio se añade la molestísima sobrecarga de tanta visita, que no sé si es más onerosa, que la tarea del Tribunal. Al fin, en el Tribunal oyen razonar a cuatro, o seis Abogados doctos; en su casa oyen a veinte impertinentes, y necios, que juzgan hacer mejor su causa, quebrándole al Ministro la cabeza. [265]

§. XIX
Visitas de enfermos

88. Sobre el capítulo de visitas de enfermos es preciso escuchar, no sólo las reglas de la cortesanía, mas también las de la caridad: y es imposible, faltando a éstas, observar aquéllas. Son los enfermos, tanto en la parte del alma, como en la del cuerpo, unos vidrios delicadísimos, que es menester manejar con exquisito tiento. A un cuerpo enfermo aun los leves tocamientos duelen: a una alma afligida aun especies indiferentes inquietan.

89. Visitar a los enfermos es, no sólo acción de Urbanidad, mas también obra de misericordia; mas para calificarse de tal, es circunstancia esencial, y absolutamente indispensable, que la visita sirva al enfermo de alivio, o consuelo. ¿Pero cuántas reciben de éstas los pobres enfermos? Apenas una entre cincuenta. Los discretos son pocos, y los visitadores muchos. El que enfada con sus visitas a un sano, ¿qué hará a un enfermo? Ni basta ser discretos los que visitan, si su discreción no se extiende a comprehender cuándo, cuánto, cómo, y qué se ha de hablar a cada doliente. El cuándo, se ha de saber del Médico, y asistentes: el cuánto, el cómo, y el qué, lo ha de reglar la prudencia del que visita.

90. En el cuánto, se peca ordinarísimamente. A los enfermos se ha de dar poca conversación, aun cuando por la cualidad sea de su gusto. Sobre que la atención a lo que se les habla los fatiga, en esa atención misma se ocupan, gastan, y disipan no pocos espíritus, que faltando esa distracción, se emplearían en lidiar contra la causa de la dolencia. Así, por lo común, conviene dejarlos en aquel medio sueño, en aquel ocio lánguido del alma, que, sin aplicar conato alguno, permite errar libremente por el cerebro todas las ideas, que ocurren.

91. El cómo, ha de ser tal, que se evite toda molestia. Debe hablárseles en voz remisa. Los vocingleros descalabran aun a cabezas de bronce; ¿qué harán a los de vidrio? No se les ha de molestar con preguntas, o ponérseles por otra vía en la precisión de alternar la conversación, porque [266] les resultan de ello dos fatigas: la de discurrir, y la de hablar.

92. El qué, sea el que se discurra más grato para el enfermo, tocando siempre los asuntos más conformes a su genio, y a que en el estado de sanidad se reconocía más inclinado. Ya que en el alimento del cuerpo huyen tanto Médicos, y asistentes de conformarse a su apetito, en que juzgo se yerra muchas veces, siquiera en el pasto del alma sigan su inclinación; en que nunca puede haber inconveniente, antes evidente utilidad. Cuando hay muchas enfermedades en el Pueblo, puede hacérseles conversación sobre este asunto; pero con la precaución forzosa de darles noticia solamente de los que escapan, y en ningún modo de los que mueren: que he visto visitadores tan mentecatos, que apenas aciertan a decir otra cosa a un enfermo, sino que murieron fulano, y citano. Es mucho lo que se congoja el pobre con esto, porque en la lógica de su melancólico discurso su muerte se sigue, como hilación de las otras.

93. A estas reglas generales añadiré la nota de dos errores, en que comunísimamente inciden los que visitan a los enfermos. El primero es el de preguntarles todos uno por uno, así como van entrando, cómo se hallan. Es menester la paciencia de Job para tolerar tanta pregunta idéntica. Aun en una levísima indisposición es notable el tedio, y displicencia, que recibe el doliente, de que le pregunten una misma cosa tantas veces, y de haber de responder a todos de un mismo modo. Lo que se debe practicar es, preguntar el estado del enfermo a alguno de los de la casa, antes de entrar a verle, o cuando más, preguntarlo en voz baja al que estuviere más a mano de los que entraron antes en el aposento. Puede también tomarse el expediente que practicaba un sujeto de mi Religión, y amigo mío, el cual, hallándose enfermo, hacía todas las mañanas al Enfermero escribir todo cuanto le podían preguntar: cómo había pasado la noche; si el dolor de cabeza se había exacerbado, o disminuido; el estado del apetito, y de la sed, &c. Este [267] papel mandaba fijar con obleas a la puerta de la celda, para que leyéndole los que entraban, excusasen fatigarle con preguntas.

94. El segundo error es meterse los visitantes a Médicos. Esta es cuna de muchos. Cosa lastimosa es, que siendo el Arte Médico tan abstruso, tan arduo, tan difícil, que para conseguirle, el más prolijo estudio es insuficiente, el mayor ingenio es corto, todos se metan a dar en él su voto. Así con lo que a cada uno se le antoja que puede aprovechar, o como alimento, o como medicina muelen a los enfermos, e inquietan a los Médicos. ¡Cuántas veces he visto a Médicos muy advertidos hallarse sumamente perplejos sobre lo que debían ordenar; y al mismo tiempo mil D. Teruleques cortar, rajar, hender, decidir con suprema satisfacción sobre el remedio, que convenía prescribir! ¡Cuántas veces también he visto sacar estos inoportunos cachivaches de su paso al Médico prudente, y docto; el cual bien contempladas las circunstancias de la enfermedad, y del enfermo, comprehendía que convenía estarse quieto a la mira, dejando todo entretanto al beneficio de la naturaleza; pero al fin, fatigado, y vencido (que no debiera) de las continuadas instancias de tanto ignorante, ponía las manos a la obra, y ejecutaba lo que no convenía! Suelen estos rudos gritar, que se debe ayudar a la naturaleza. ¡Gran aforismo! Todo el mundo le sabe. Pero lo que ellos piensan que es ayudar a la naturaleza, es en realidad cortarle piernas, y brazos.

§. XX
Visitas de pésame

95. Todos los que están oprimidos de algún grave pesar, son unos enfermos de determinada clase. En las enfermedades, a quienes comúnmente se da el nombre de tales, empieza el mal por el cuerpo, y del cuerpo pasa al alma: en la enfermedad de tristeza empieza por el alma, y del alma pasa al cuerpo. Para los apesarados todos los visitantes deben ser Médicos, ni hay otros Médicos que los visitantes. La cura de las pasiones del alma no pertenece [268] a la Física, sino a la Etica. Así la discreción del que visita puede conciliar al enfermo algún alivio; los preceptos del viejo Hipócrates ninguno.

96. ¿Mas qué sucede? que las visitas de pésame añaden al dolor de los apesarados otra nueva tortura. A una viuda desolada, a un viudo, amantísimo de su difunta consorte, el precisarlos a estar de respeto, y formalidad un día entero, o muchos días enteros, no es tenerlos otro tanto tiempo en un potro? Tiene el dolor grande su natural desahogo en lágrimas abundantes, en gemidos impetuosos, en clamores repetidos, en ademanes descompuestos. Nada de esto es permitido a quien está recibiendo visitas. Ha de estar con mucha compostura, sin más expresiones de su dolor, que las que hace un Farsante en la aventura triste de una comedia. Se ha de ceñir a una representación puramente teatral de su angustia. Las palabras, los suspiros, han de salir con medida, compás, y regla. Tiene un Océano de amargura dentro del pecho, y sólo se le consiente arrojar fuera una, u otra gota. Y si se mira bien, ése no es desahogo, ni aun levísimo; antes la violencia que se padece en acomodarse a estas demostraciones regladas, es añadidura del tormento.

97. La cruel resulta, que tiene en la gente dolorida impedirles la natural respiración de la queja, explico bien el Picineli en el Jeroglífico de un río, que detenido se hincha más, con este lema: Ab obice crescit. Es así, que la angustia se aumenta todo lo que se oculta, y tanto ahoga, cuanto no se desahoga: Strangulat inclusus dolor, dijo Ovidio, que fue muy práctico en la materia.

98. Por esto juzgo yo, que convendría, que a los que están de duelo, sólo los viesen sus parientes, y más estrechos amigos, cuya familiaridad no impide, antes facilita aquellos rompimientos del alma, que desembarazan algo la opresión del pecho. Las visitas de éstos deben tomar por principal asunto un sincero ofrecimiento de sus buenos oficios, especialmente, cuando el dolor tiene por motivo, o parcial, o total, la pérdida, o efectiva, o inminente de [269] algunas conveniencias temporales. Fuera de parientes, y amigos, y aun más que éstos, importa que los visite algún Varón espiritual, y discreto, cuya virtud sea notoria a todo el Pueblo. El consuelo, que dan los hombres de este carácter en cualquier aflicción, o por mejor decir, Dios por medio de ellos, es muy superior a todo el que pueden ministrar los más finos parientes, y amigos. Y la mejor obra, que podrán hacer al apesarado los parientes, y amigos, será granjearle visitas de personas de esta calidad.

99. Todo lo dicho se debe entender de los duelos verdaderos, y grandes; que a la verdad hay en esta materia mucho de perspectiva. Si muere el padre, si la madre, si el marido, si la esposa, siempre el correlativo que queda acá, muestra alto sentimiento. ¿Pero quién lo ha de creer del marido, que se experimentó más amante de la libertad, que de la esposa? ¿Quién de la esposa maltratada del marido, que miraba como cautiverio el matrimonio? ¿Quién del hijo, en quien se traslucía esperar con impaciencia la herencia paterna? En estos casos viene bien la multitud de visitas de pésame; porque son proporcionados pésames de cumplimiento a duelos de ceremonia.

§. XXI
Cartas

100. El escribir con acierto es parte muy esencial de la Urbanidad, y materia capaz de innumerables preceptos; pero pueden suplirse todos con la copia de buenos ejemplares. Así el que quisiere instruirse bien en ella, lea, y relea con reflexión las cartas de varios discretos Españoles, que poco ha dio a luz pública el sabio, y laborioso Valenciano Don Gregorio Mayans, y Siscar, Bibliotecario de su Majestad, y Catedrático del Código de Justiniano, en el Reino de Valencia. Esto para las cartas en nuestro idioma. Para las Latinas los que desearen una perfecta enseñanza, la hallarán en las del doctísimo Deán de Alicante D. Manuel Martí, que acaba de publicar en dos tomos de octavo el citado D. Gregorio Mayans; y en las del mismo Mayans, publicadas en un tomo de cuarto el año de 1732. Y cierto considero importantísimo [270] el uso de los tres libros expresados, porque es lastimoso el estado en que se halla la Latinidad en España, especialmente en orden al estilo familiar, y epistolar. ¡Cuántas veces ocurre la necesidad de escribir esta, o aquella Comunidad grave alguna carta Latina a Roma, u otro País extranjero, y cuán pocos sujetos se encuentran capaces de escribir sino un Latín lleno de Hispanismos! Cuando se ofrece hablar a un Extranjero, que sólo se nos puede explicar en Latín, nos hallamos poco menos embarazados para confabular con él en este idioma, que si nos precisasen a hablar en Arábigo.

101. En la multitud de cartas se peca como en la frecuencia de visitas: ni las cartas son otra cosa, que unas visitas por escrito. Son muchos los que incurren en este abuso. El motivo más común es captar la benevolencia de aquellos a quienes escriben. ¡Notable necedad, pensar que con la molestia se granjea el amor! Lo contrario sucede a cada paso; y he visto a muchos con la repetición de cartas perder la estimación, que antes lograban, y sin esa molienda merecieran. Hay no pocos que las escriben por la vanidad de mostrar las respuestas, para que los respeten como a hombres, que se corresponden con personas distinguidas. Estos son molestos para aquellos a quienes las escriben, y para aquellos a quienes las leen. Lo ordinario es, que los que por este medio procuran hacerse espectables, sólo consiguen ser tenidos por ridículos. Apenas hay quien no haga mofa de los que de corro en corro andan leyendo sus cartas, como los malos Poetas sus versos.

102. ¿Pero qué remedio habrá contra tales impertinentes? Hacerse desentendidos los que reciben las cartas, y no responderles. ¡Oh, que esto es falta de Urbanidad! No, sino sobra de discreción; y la aprehensión contraria reputo por error común. No hay quien tenga por inurbanidad despachar una, u otra vez a un moliente de visitas, haciendo que no está en casa. ¿Por qué será inurbanidad portarse con un moliente de cartas, como si una, u otra se hubiese perdido en el Correo? Ya se ve, que al escritor le [271] dolerá la falta de respuesta. Mas si yo me curo de una indisposición que padezco, con una medicina que me amarga a mí, ¿cuánto mejor será curarme de una molestia con un remedio, que amarga al mismo que me causa el mal? Ello, parezca bien, o mal, yo así lo practico, y me es absolutamente imposible hacer otra cosa; siendo cierto, que si quisiese responder a todos, ni tendría caudal para pagar los portes, ni tiempo para escribir las respuestas.

Apéndice

103. Al núm. 69, debajo de la autoridad de Quintiliano, notamos de inurbana la chanza, que se extiende a asuntos genéricos, comprehensivos de muchas personas, ya presentes, ya ausentes. Pero reservamos para aquí individuar, y corregir el abuso más damnable, que se comete en esta materia. Este es el de chancear, zumbar, y aun zaherir sobre el capítulo del estado Religioso.

104. ¿Creerán los Herejes, que muchas veces entre Católicos la profesión del estado Regular sea asunto de irrisión, o ludibrio? ¿Creerán, que muchas veces a un Religioso le llaman Fraile por mofa? ¿Creerán, que haya hijos de la Iglesia Romana, que hablen de los Religiosos aun con mayor desprecio que ellos mismos? ¿Creerán que hay entre nosotros quienes, cuando un Religioso en alguna acción declina de las reglas del pundonor, les parece, que la cualifican sobradamente de indecorosa con decir, que es una Frailada? No sé si lo creerán; pero ello así es.

105. No veo a la verdad, que este desorden suba muy arriba; pero tampoco se queda muy abajo. Dividiendo los entendimientos de los hombres en tres clases, alta, mediana, e ínfima, se hallará que el bárbaro lenguaje de hablar con desprecio de los Religiosos es vulgarísima en la ínfima, tiene algún lugar en la mediana, pero nunca llega a la suprema. El no arribar jamás esta clase consiste en que [272] los hombres de entendimiento claro ven con evidencia, que el estado Religioso por muchas razones mueve a veneración, y por ninguna a desprecio. Como la clase media de entendimientos tiene mucha latitud, tanto más, o menos adolece de este vicio, cuanto más, o menos se acerca, o a la alta, o a la ínfima. Creo que en muchos, o los más de esta clase no procede de dictamen el asco, que en determinadas ocasiones hacen de los Religiosos, sino de que no les ocurre otra cosa con que zaherir, cuando algún Religioso les ocasiona algún enfado, o cuando en conversación festiva se ven precisados a reciprocar la zumba.

106. Vamos ya a cuentas, señores Seculares, sean los que se fueren, que es la materia más grave que lo que V.ms. imaginan, y por decírselo francamente, el hablar con vilipendio de los Religiosos como tales, tienen un olor infernal. En un Religioso hay que considerar la persona, y el estado. La persona tendrá acaso muchos, y graves defectos, en cuyo caso será reprehensible, y aun despreciable por ellos, mas no por eso el desprecio se debe, o puede extender al estado. Aunque la persona sea malísima, el estado siempre es santísimo. Aborrecer los vicios de un Religioso malo, nace de un dictamen justo: insultar el estado, no puede eximirse de sacrilegio. ¿Qué significa cuando un Religioso con alguna acción poco decorosa, o imaginada tal los ofende a V.ms. decir, que obra como Fraile, o que su acción es Frailada? Sin duda no significa otra cosa, sino que su profesión por sí misma influye, e inclina a acciones torpes: ni más, ni menos que de un hombre vil por su oficio; v. gr. un Carnicero, al cometer una infamia, se dice, que de un Carnicero no se podía esperar otra cosa, o que obró conforme a la vileza de su ministerio. Vean V.ms. si esto es condenar un estado que la Iglesia aprueba, desestimar lo que la Iglesia aprecia, vilipendiar lo que tantos Sumos Pontífices han calificado con altísimos elogios. Véanlo V.ms. y reflexionen lo que de aquí se sigue, que será mejor que V.ms. lo deban a su reflexión, que a mi advertencia. [273]

107. Pero convengo en que bajemos la mira, y tratemos la materia más humanamente, como si la cuestión fuese con personas que miran con indiferencia el infalible, y venerable dictamen de la Iglesia Católica Romana. Prescíndase, digo, de la aprobación, que logran de la Iglesia todos los estatutos Regulares, y miremos el asunto, digámoslo así, con puramente mundanos ojos, siquiera porque no nos digan, que por destituidos de otra defensa, nos acogemos a Sagrado.

108. ¿Por dónde el nombre de Fraile podrá ser de mal sonido, o de bajo significado? Cinco clases de Religiosos hay en la Iglesia de Dios, Canónigos Reglares, Monacales, Religiosos Militares (prescindiendo por ahora de la famosa cuestión de si lo son rigurosamente), Clérigos Reglares, y Mendicantes. Algunos comprehenden bajo el nombre de Frailes a todos, exceptuando los Militares. Otros a todos los que preponen al nombre la voz Fray. Otros, finalmente, sólo a los Mendicantes. Yo nunca he sido delicado, sobre esta materia. He visto muchos Monacales, que lo son, y al darles el nombre de Frailes, responden con enfado, que no son Frailes, sino Monjes. Es cierto, que tomando la voz Frailes en la tercera acepción, distinguen bien, porque el Estado Monacal, y el Mendicante constituyen entre los Regulares clases distintas. También tomando la voz Frailes en la segunda acepción, distinguen oportunamente; porque la agregación del Fray al nombre en los Monacales es una intrusión de poco tiempo a esta parte; y aun esa intrusión se ha extendido poquísimo. En Francia, Italia, Alemania, y Flandes, todos los Monacales preponen simplemente la voz Don al nombre: Don Juan de Mabillon, Don Lucas de Acheri, Don Edmundo Marcene. Aun dentro de España los Cistercienses de la Corona de Aragón se tratan mutuamente de Don. Los Hijos de S. Basilio ya se dan en toda España el mismo tratamiento. Aun en nuestra Congregación de San Benito de Valladolid, que es donde tuvo principio esta innovación, algunos particulares se dan recíprocamente Don, sin que los Superiores lo [274] corrijan; por tener comprehendido, que este tratamiento es conforme a la Regla de nuestro Gran Patriarca S. Benito, como probó en un docto Escrito, que sacó a luz el año de 1733 el P. Maestro D. Isidoro Andrés, Monje Cisterciense de la Corona de Aragón, hijo del célebre Monasterio de Santa Fe; y al presente Lector de Artes en el Monasterio de la Oliva, joven de amenísimo ingenio, y de altas esperanzas.

109. Todo esto es verdad. ¿Mas todo esto para el asunto qué importa? En la consideración de otros, mucho; en la mía, poco, o nada. De cualquier modo que se tome la voz Fraile, y que se atienda a su derivación, que a su significación, es honradísima. Derívase de la voz Latina Frater, que significa Hermano. ¿La hermandad de los Religiosos unidos debajo de un techo, o debajo de un Instituto, tiene algo de malo? El Espíritu Santo en la pluma de David la calificó de buena, y muy buena: Ecce quam bonum, & quam jucundum habitare fratres in unum. Lo que significa es un hombre destinado al Culto Divino (ésa debajo de este, o de aquel Instituto) consagrado a Dios, Ministro de su Casa, Doméstico del Omnipotente. ¿Hay en esto alguna bajeza? No, sino nobleza suma. ¿Por qué, pues, se asquea la voz Fraile?

110. Miremos las cosas a otra luz, y humanemos aun más la consideración. Todo lo que los hombres de razón estiman en los hombres (dejando aparte los bienes de fortuna, que son más objeto de la lisonja, que de la veneración) se reduce a tres capítulos, Ciencia, Virtud, y Nacimiento. O por lo menos, éstos son los principales. ¿Por cuál de estos tres desmerecerán los Frailes? ¿Por la ciencia? Es sin duda, que a la reserva de una Religión sola, tantos a tantos sin comparación, más ciencia se halla en los Religiosos, que en los Seculares. Entre aquéllos casi todos estudian; entre éstos los menos, o sólo un poco de Gramática. ¿Por la virtud? ¿Quién negará, que tantos a tantos se puede pronunciar en orden a este capítulo lo mismo que acabamos de decir en orden al de la ciencia? ¿Por [275] el nacimiento? Hay muchos, muchísimos, muy nobles; y para todos se hacen pruebas de limpieza de sangre: en algunas Religiones, como en la mía, también de limpieza de oficio. ¿A vista de esto, quién no se irritará de que innumerables trastos indignos, que hay en el mundo, despreciables por todos Capítulos, ineptos para todo, sino para comer; ignorantes, torpes, rudos, y aun de nada calificado nacimiento, hablen con asco de los Frailes? Cuando entre éstos hay muchos, que aun atendido sólo el nacimiento, los exceden muchos codos; y si se hubiesen quedado en el siglo, no los admitirían por criados de escalera arriba. ¡Cuántos, sin más mérito que una peluca en la cabeza, miran los Frailes allá abajo con un desdén fastidioso! Como si, prescindiendo de todas las demás circunstancias, no fuese mucho mayor honra cubrir la cabeza con una capilla, de cualquier tela, o paño que sea, que no con una peluca.

111. Finalmente, señores Seculares, eso de apellidar Frailada a la acción ruin, o descomedida, en que tal vez caen uno, u otro Religioso, les aseguro que es una necedad muy de marca mayor. O esa denominación significa, que es propio de los Religiosos obrar así, o lo que coincide a lo mismo, que así obran comunísimamente: proposición que (dejando a parte la cualificación que merece) evidentemente se convence de falsa por experiencia, y por razón. Tantos a tantos, como arriba dije en orden a ciencia, y virtud, más pundonor se experimenta en los Religiosos, que en los Seculares. A la reserva de algunos poquísimos, siempre he visto a aquellos muy constantes en sus amistades, muy fieles en sus promesas, muy gratos a sus bienhechores, &c.

112. A esta experiencia sufragan dos razones de gran peso. La primera se toma de la educación de los Religiosos, la cual es una continua instrucción en todo género de virtudes morales, en que son comprehendidas las que acabamos de expresar, y todas las demás, que constituyen a un hombre pundonoroso, o como decimos vulgarmente hombre de bien. [276]

113. La segunda razón tiene fuerza más sensible. El motivo, porque ordinariamente los hombres cometen acciones ruines, es la nimia adhesión a los propios intereses. Falta éste al amigo, aquél al pariente, el otro al bienhechor, porque les tira más el propio interés, que la amistad, que la gratitud, que el parentesco. Ahora bien: es manifiesto, que el interés propio tiene más fuerza en los más de los Seculares, que en los Religiosos. Todos los casados encuentran a cada paso un gran estorbo para obrar con generosidad, en la atención que tienen al interés de su consorte, y de sus hijos: tropiezo de que carecen los Religiosos, y demás Eclesiásticos. ¡Cuántos, si no tuviesen otro motivo de interés, que el de la propia persona, le abandonarían bizarramente por obrar conforme a las leyes del pundonor; pero las conveniencias de la mujer, y de los hijos, los arrastran, y obligan a ejecutar alguna ruindad, que sin ese atractivo no ejecutarían! Aun respectivamente a los intereses puramente personales, si se hace el cotejo con los Seculares de cortos medios, se hallará, que los Religiosos están más desembarazados para obrar con honradez en las ocasiones que se ofrezcan. Los mismos Seculares lo advierten esto, pues cuando algún Religioso, poniéndoles delante su propio ejemplo, los exhorta a obrar con más pundonor, y menos codicia, lo que responden es, que el Religioso tiene seguro el plato, y ellos no. Luego por cualquier parte, que se mire, más propio es de los Religiosos obrar con honradez, que los Seculares. Déjese, pues, esa simpleza de tomar las voces Fraile, y Frailada hacia mala parte; o cuando más, estánquese ese uso de las voces en Chozas pastoriles, Mesones, y Tabernas.

{(a) 1. Después de escrito, e impreso el Apéndice, con que concluimos el Discurso, cuyo título ponemos aquí, meditando más en la materia, hemos descubierto un principio, de que pende, que muchos Seculares improperan a los Religiosos como menos exactos en cumplir con las leyes del honor. Este principio no es otro, que una errada máxima reinante en los más de los hombres, en orden a lo que vulgarmente llamamos Hombría de bien. Del modo que muchos conciben el significado de esta expresión, no le hallan en los más de [277] los Religiosos; y lo más particular, o paradójico, digámoslo así, que hay en la materia, es, que cuanto mejores, y más hombres de bien sean los Religiosos, tanto más distantes de que, los que tienen formado aquel errado concepto, los reputen tales. Todos se meten a calificadores en esta materia, discerniendo a cada paso quiénes son, y quiénes no son hombres de bien. No hay asunto más común en las conversaciones ordinarias. Con todo aseguro, y repito, que son muy pocos los que saben en qué consiste ser hombre de bien. Esto nos mueve a tratar con alguna extensión este punto. Es muy importante en él el desengaño, por ser el error, que vamos a impugnar, sobre muy común, muy pernicioso.

Explicación de lo que es ser hombre de bien.

2. En una Plaza llena de gente buscaba Diógenes un hombre, y no le hallaba. En mucho mayor concurso; esto es, en el de los Juegos Olímpicos, dijo en otra ocasión, que había visto muy pocos. Lo que con afectación filosófica decía Diógenes de los hombres, podrá con verdad decir de los hombres de bien el que se aplicare a buscarlos por el mundo.

3. Si el testimonio de cada uno en causa propia hace fe en la materia, de nada hay más copia; si le examina la razón, de nada hay más falta. La jactancia de hombría de bien es casi universal. Entre la gran multitud de individuos, que he tratado en todos los Países adonde estuve, muy pocos hallé, que a la primera conversación, que tuve con ellos, no los oyese alabarse de esta excelente partida. ¿Y qué se debe inferir de aquí? Que hay muy pocos que la posean. Si esta jactancia no es totalmente ajena de los hombres de bien, funda por lo menos una fuerte sospecha contra la realidad de serlo. El que verdaderamente lo es, fía la opinión de tal al testimonio de sus obras. Nadie cuida menos de recomendarse a sí mismo para negociar los aplausos, que el que se los hace debidos con sus méritos.

4. ¿Mas para qué usar de presunciones, donde están las evidencias? ¿Cuántos hay en millares de hombres, que prefieran siempre las leyes del honor al atractivo del interés? ¿Cuántos, que abandonen las [278] esperanzas de mejorar de fortuna, por ser fieles a sus bienhechores? ¿Cuántos constantes en la fineza con los amigos desgraciados? ¿Cuántos invencibles a las tentaciones de la adulación, tratando con los poderosos? ¿Cuántos en todo tiempo, y a todo riesgo voraces? ¿Cuántos que siempre tengan el semblante, y el corazón acordes?

... Numero vix sunt totidem, quot
Thebarum porta, aut divitis ostia Nili.

Creo que en cuanto a esta parte está todo el mundo de acuerdo conmigo, porque a cada paso oigo las mismas quejas. ¿Pero qué? ¿No tengo más que proponer en esta materia, que lo que todos claman? Faltaría yo sin duda al designio general de esta Obra, si me detuviese en lugares comunes. Más tengo que decir, que lo que todos dicen ¿Y qué es? Que aunque todos convienen en que son pocos los hombres de bien, aún son más pocos de lo que comúnmente se piensa. Todos sienten que el número es corto; más aun en este corto número he de hacer una considerable rebaja.

5. Entre los que califica el mundo de honrados, u hombres de bien, hay unos honrados adulterinos, cuyo honor no es otra cosa, que una insigne iniquidad. Explicaráme uno, u otro ejemplo. Goza Aurelio de algunos años a esta parte un puesto honroso, y útil, el cual debió enteramente al favor de Crisanto. Aunque la deuda es grande, la satisface cumplidamente. Aurelio, porque no se vio jamás gratitud, o atención más bien observada, que la que practica con su bienhechor, todas sus acciones se dirigen a complacerle. No tiene otra voluntad que la de Crisanto. Parece cuerpo, que sólo se rige por su espíritu; o máquina, que sólo se mueve a su impulso. Es Aurelio miembro de una República, en cuyo gobierno tiene voto; pero sólo le tiene para servir con él a su Patrono. Su mano es un mero instrumento de la de éste. Si hay algún oficio que proveer, que sagrado, que profano, no se mete en pena de examinar los méritos del sujeto por quien ha de votar, sí sólo cuál es la voluntad de Crisanto. Siempre los recomendados de éste son los más beneméritos. Los remordimientos de conciencia se aquietan conformándose con el dictamen de algún sujeto, que ha estudiado algo, y es de la facción. Ni en la administración política, o económica de la República consulta otro oráculo, ni en rumbo alguno suyo observa otro Polo.

6. ¿No es éste un hombre de bien, cabalísimo a los ojos del mundo? Qué duda tiene. Pero tampoco para mí la hay de que en realidad es un hombre extremamente vil. Es un Ateísta práctico de buena capa, [279] pues cubre una consumada perversidad con título de gratitud. ¿Pues qué, es un hombre de bien el que de Dios no hace cuenta alguna? ¿El que le vuelve a cada paso las espaldas, y pisa sus preceptos, por lisonjear a otra criatura como él? ¿Al que con su Criador es grosero, desatento, ruin, villano, inicuo, se ha de dar el atributo de honrado? Dios le manda votar por el benemérito, el Patrono por su ahijado. ¿Y es honradez abandonar al que Dios le recomienda, por atender al que le recomienda el Patrono? Esto de conformarse con el dictamen de éste, o del otro, es no pocas veces una trampa visible. ¡Qué abuso tan monstruoso llamar esto gratitud! Si fuese realmente agradecido, lo sería principalísimamente con Dios, a quien debe incomparablemente más que a hombre alguno: y aun todo lo que debe a ese hombre, mucho más, infinitamente más, se lo debe a Dios. ¿Por ventura le daría, querría, ni podría ese hombre darle el puesto, si Dios no hubiese primero movido su voluntad, y después cooperado a su acción? ¿Aun después de obtenido le gozaría, ni un momento sólo, si Dios graciosamente no le conservase la vida para gozarle? Así que el Patrono sólo por un instante le hizo el beneficio, porque sólo por un instante estuvo en su mano: el lograrle años enteros, sólo a Dios se le debe.

7. Para mostrar cuán detestable es este desorden, y cuán perniciosas consecuencias trae, es bien notar, que según los mejores Escritores, entre otros principios, que tuvo la idolatría, el más general fue la gratitud del hombre a las criaturas, desatendiendo lo que debía al Criador. Desde el principio del mundo conocían los hombres el mucho bien, que les venía de la luz, e influjo de los Astros; mas como este conocimiento estaba acompañado del que todo ese bien era derivado del Criador, a éste se terminaba toda su gratitud. Los vicios fueron en los siglos siguientes anublando más, y más la razón y olvidando más, y más al hombre de la Deidad, hasta llegar al punto de contemplar el favor de los Astros, especialmente el del Sol, y la Luna sin reflexión a la Primera Causa. De esta contemplación independiente de la subordinación debida a la Deidad, nació el agradecimiento de los hombres a los Astros, como benéficos por sí mismos; y de este agradecimiento desordenado la adoración: como el que empieza a precipitarse, no se detiene hasta llegar al fin del despeñadero. Habiendo caído el hombre de la eminente altura de la Deidad a los Astros, era natural no parar hasta descender a las inferiores, y aun ínfimas criaturas. Así sucedió. El mismo principio, que le indujo a adorar el Sol, la Luna, y demás lumbreras celestes; esto es, considerar la comodidad, que de ellas le provenía, le [280] condujo a adorar los elementos, las plantas, los brutos, fuentes, y ríos. ¿Y qué otra cosa fue adorar el hombre a todas las criaturas, sino constituirse inferior a todas ellas? Así vino a parar la gratitud mal colocada en la suprema vileza.

8. Examinemos otra especie de hombres de bien, esto es, de los que explican su honradez en la fineza de la amistad. Nadie excede, muy raro iguala a Heliodoro en esta bella partida. Ninguno más complaciente, más obsequioso con sus amigos. Todos los intereses, todos los empeños de los que tiene en el número de tales, abraza con más fervor que los propios. Siempre que le buscan, le encuentran pronto para asistirlos con su persona, y hacienda. Nunca le han visto negarse a cosa, que algún amigo le pidiese.

9. Todo esto tiene muy buen sonido. Mas para asegurarnos de la honradez de Heliodoro, es menester informarnos de su conducta sobre ciertos capítulos esenciales. Pregúntase, pues, lo primero. Si Heliodoro tiene presente, que entre todos los amigos el mayor, y mejor es Dios. Lo segundo siendo cierto, que la fineza con los amigos se ha de proporcionar al mérito de ellos, amando y sirviendo con más conato al mejor, y de mayor mérito, se desea saber si Heliodoro observa respecto de Dios esta regla. Lo tercero, siendo igualmente cierto, que cuando dos amigos de un sujeto están opuestos en los deseos, se debe complacer al mejor con preferencia al que no es tan bueno, se pregunta, si en los casos en que sus amigos solicitan su asistencia para alguna cosa contraria a la voluntad de Dios, prefiere ésta a la de sus amigos. Lo cuarto, siendo los intereses del alma de incomparablemente mayor valor, que los del cuerpo, se inquiere si Heliodoro da a aquellos la atención, que merece, procurando con la persuasión, y el ruego apartar a sus amigos de todo lo que es pecado, y moverlos a la virtud. Finalmente, porque no puede ignorar Heliodoro, que cuando suceda estar dos amigos suyos recíprocamente reñidos debe hacer lo posible por reconciliarlos, respóndase si ejecuta esto cuando algún amigo suyo, ofendiendo a Dios, se ha apartado de su amistad; instándole fervorosamente a recuperarla, mediante un sincero, y eficaz arrepentimiento.

10. Hecho el examen sobre todos estos capítulos, se ha hallado, que Heliodoro nada de lo dicho ha observado. Declárase, pues, que no es Heliodoro hombre de bien, sino hombre de mal; que su honradez es una mal paliada ruindad, y su amistad un afecto desordenado, y vicioso: que en lo que sirve a sus amigos, más propiamente sirve a su mayor enemigo, que es el demonio, que por consiguiente es un infiel amigo de sus coligados, y un esclavo de Satanás. [281]

11. Réstanos otra especie de hombres de bien, que es de los que llama el mundo generosos, bizarros, liberales, y agasajadores. Tales son Fabricio, Anselmo, Heraclio, y Filemón, Idolos cada uno de su Pueblo por su benéfica largueza. Son estos unos hombres, que tienen abierta la casa, y puesta la mesa para todo pasajero de buena capa. Convidan frecuentemente a sus amigos, y conocidos con espléndido banquete. Son sus habitaciones casas de conversación, y de juego, y hay refresco para todos los que concurren: juegan largo siempre que se ofrece, y se conoce la nobleza de su corazón en la serenidad de su ánimo, en algunas ocasiones en que es mucha la pérdida. Sin mucho motivo hacen regalos considerables, ya a ésta, ya aquella persona. Generalmente en todo su porte se ve un esplendor, una magnificencia algo superior a su estado.

12. ¡Oh qué panegírico tan hermoso! Pero veamos el reverso de la medalla. Ha algunos años que está Fabricio debiendo una crecida cantidad de dinero a un Mercader, de cuya tienda se provee. Está también debiendo algunas porciones a varios Oficiales, sin que éstos con sus clamores puedan sacarle un cuarto. ¿Y éste es hombre de bien? ¡Oh desorden! ¡Oh ceguera! ¡Oh necedad de los mortales! ¿Serán hombres de bien por esta regla los salteadores de caminos, y otros cualesquiera ladrones, como consuman en desperdicios lo que granjean con los robos? Dejo aparte el infeliz estado de su conciencia, entretanto que no propone eficazmente de mudar de conducta.

13. Anselmo no está a la verdad agravado de deudas forasteras; pero tiene dos acreedores dentro de casa, que a todos momentos le están poniendo delante de los ojos la obligación de satisfacerlos, casi sin esperanza alguna de conseguirlo. Estos dos acreedores son dos hijas suyas, de quienes la menor en edad ya tiene la que basta para tomar estado; mas como en la casa de Anselmo no entra un cuarto, que al momento no se expenda, no hay apariencia alguna de que jamás se les ajuste dote, ni para casadas, ni para Monjas.

14. ¡Buen hombre de bien tenemos! Primero se ha de ajustar que sea hombre; y será algo difícil en un sujeto, que desdice tanto de lo humano. ¡Cuán lejos está de tener entendimiento quien carece de aquella providencia, que a los brutos dicta el instinto! No hay fiera, que no cuide de sus hijos. ¿En qué clase de vivientes quiere Anselmo que coloquemos a quien ignora las obligaciones de padre? ¿Consumir en los extraños lo que se debe a los propios, es honradez, o barbarie, liberalidad, o insensatez, bizarría, o fatuidad? [282]

15. Heraclio, ni descuida de las obligaciones domésticas, ni tiene contra sí deudas considerables. Sólo se nota, que siendo un hombre tan profuso, no se extienda su beneficencia a los necesitados, y miserables. Comen a su mesa los ricos; mas no a su puerta los pobres. Hospeda en su casa a los que tienen a su elección muchos hospedajes; mas no a los que carecen de techo donde recogerse. Tal vez se le ha visto regalar a gente muy acomodada con ricas telas; mas nunca vestir a los desnudos.

16. ¡Oh monstruosidad! ¡Oh abominación! ¿Es esto lo que clama Dios por Isaías: Frange esuriendi panem tuum, & egenos, vagosque induc in domum tuam; cum videris nudum operi eum, & carnem tuam ne despexeris? Yo contemplo que a Heraclio le están solicitando a un mismo tiempo para la distribución de sus bienes Dios, y el demonio. El demonio le pide, que gaste exquisitos manjares en saciar la gula del poderoso; Dios sólo, que socorra con un poco de pan la indigencia, del hambriento: Frange esurienti panem tuum. El demonio, que hospede en sumptuosas cuadras, y preciosos lechos a otros caballeros como él. Dios, sólo que dé el abrigo del techo a los que no tienen donde abrigarse: Egenos, vagosque induc in domum tuam. El demonio, que regale con ricas telas a tal, o tal Señora, a quienes sobran vestidos. Dios, sólo que gaste un poco de buriel en vestir a los que viere desnudos: Cum videris nudum operi eum. Con que la hombría de bien de Heraclio consiste en dar satisfacción al demonio, que le pide mucho, para emplearlo mal, con preferencia a Dios, que le pide poco, para emplearlo bien. ¿Y esto es ser hombre de bien, u hombre de mal?

17. Filemón, sin embargo del ostentoso porte que mantiene, y de sus muchas liberalidades, ni está gravado de deudas, ni deja de dar bastantes limosnas a pobres, porque es un Eclesiástico de crecida renta, la cual da para todo.

18. Es repugnancia manifiesta, que un Eclesiástico que tiene porte ostentoso, dé bastante limosna. La que es bastante para un lego, no lo es para un Eclesiástico. Porte ostentoso es superior al precisamente decente, y al que comúnmente estilan los de la misma clase. Todo lo que se consume en ese exceso es debido a los pobres, e inicuamente los defrauda de esos intereses. ¿Pues cómo se puede calificar de hombre honrado el que con los pobres es un continuo tramposo?

19. Ya que estamos en materia perteneciente a sujetos, que saben Latín, hablemos en Latín, o por mejor decir, hablen por mí dos grandes Maestros de la doctrina moral. Oigase a S. Bernardo: Timeant clerici: timeant Ministri Eclesiae, qui in terris Sanctorum, quas possidentam [283] iniqua gerunt, ut stipendis, quae sufficere debeant, minime contenti, superflua, quibus egeni sustentandi forent, impie, sacrilegeque sibi retineant, & in usus suae superbiae, atque luxuriae, victum pauperum consummere vereantur, duplici profecto iniquitate peccantes, quod & aliena diripiunt, & sacris in suis vanitatibus, & turpinidibus abutuntur {(*) In Cant. serm. 23.} Para los meros Gramáticos advertimos, que la voz luxuria, en S. Bernardo, como en los más de los Latinos, significa regalo, y pompa; no lo que vulgarmente se entiende por esta voz.

20. Y en otra parte, hablando en nombre de los pobres con los Eclesiásticos ricos: que se tratan ostentosamente, declama de este modo: Nostrum est quod effunditis, nobis crudeliter substrahitur, quod inaniter expenditis. Et nos enim Dei plasmatio, & nos sanguine Christi redempti sumus. Nos ergo fratres vestri. Videte quale sit de fraterna portione pascere oculos vestros. Vita nostra cedit vobis in superfluas copias. Nostris necessitatibus detrahitur, quidquid accedit vanitatibus vestris. Duo denique mala de una procedunt radice cupiditatis, dum & vos vanitando peritis, & nos spoliando perimitis {(**) De Offic. Episcop. cap. 2.}

21. Oigase a S. Cesario Arelatense, hablando por sí, y por todos los Eclesiásticos: Non solum decimae non sunt nostrae, sed Ecclesiae deputatae; Verum quidquid amplius, quam nobis opus est, a Deo accipimus pauperibus erogare debemus. Si quod eis deputatum est, nostris cupiditatibus, vel vanitatibus reservamus; quanti pauperes in locis ubi nos sumus, fame vel nuditate mortui fuerint, noverimus, nos rationem de animabus illorum in die judicii reddituros {(***) Hom. 9.}. Y en otra parte: Quaecumque Deus, excepto mediocri & rationabili victu, & vestitu, sive de quacumque militia, sive de agricultura contulerit, non tibi specialiter dedit, sed per te pauperibus eroganda transmisit. Si nolueris dare, noveris te res alienas auferre; quia sicut dixi, hoc solum est nostrum, quod nobis, vel nostris rationabiliter sufficit {(****) Hom. 21.}.

22. Justamente descartados del número de los hombres de bien todos los que hasta aquí hemos expresado, parece que estamos en el caso de Diógenes, de haber de tomar la linterna, para buscar alguno por calles, y plazas, a riesgo de no hallarle. Pero realmente no es así. No faltan en el mundo hombres de bien; pero no son conocidos. ¿De quiénes hablo? De los verdaderamente virtuosos. [284]

23. Desengáñese el mundo, que sólo es hombre de bien el que practica las virtudes cristianas, y morales; aplicar a otros este blasón, es ignorancia, es corrupción, es abuso. Hombre de bien es el que obra bien. ¿Quién no ve que aquella expresión no significa otra cosa? ¿Quién no ve que sólo obra bien el que practica las virtudes cristianas, y morales? Mas por lo común a nadie precisamente por esto dan el título de hombre de bien. ¿Qué importa? Ese realmente lo es; que le tengan, o no por tal.

24. Eduardo es un Eclesiástico muy ajustado, que en nada desdice de las obligaciones de tal: devoto, modesto, recogido, limosnero; pero poco observante de las atenciones políticas, que el frecuente uso de la gente de buena crianza tiene como canonizadas. Ha perdido algunos amigos, porque aunque los sirvió en algunas ocasiones, les faltó en otras, que le habían menester, con el motivo, o pretexto de que no podía ejecutar con segura conciencia lo que le pedían. Tiene extremamente desabrido por lo mismo a un gran bienhechor suyo, a quien, sin embargo, en todo aquello, donde no se le atraviesa algún escrúpulo, se muestra siempre muy obsequioso. Por quererlo medir todo severamente por la regla de la conciencia, los de su propia comunidad le tienen por inútil para los empeños, que se les ofrecen; pues ya se vio por dos veces, en concurrencia de individuos de ella, votar por extraños para la obtención de ciertas plazas, con el título de que eran más dignos, o beneméritos, que los propios. También está algo notado de mezquino, ya porque falta a algunos cortejos, que, aunque no debidos, los usan los hombres de garbo de su esfera; ya porque nunca acepta la diversión del juego, sino exponiendo en él una cantidad muy moderada; ya porque en la mesa; y porte, así doméstico, como público, es estrecho. Verdad es, que no por eso le nota nadie de avaro, por saberse, que con los pobres es manirroto, y al acabarse el año nada le sobra de renta; pero con todo pudiera cumplir, pues somos deudores a Dios, y al mundo.

25. Pues ve aquí, que con todas estas tachas, éste es el sujeto, que yo buscaba: éste es el hombre de bien, que Dios me ha deparado. Vuelvo a decirlo. Es error intolerable pensar, que haya verdadera hombría de bien, que no esté de acuerdo con una perfecta cristiandad. O por mejor decir, la perfecta cristiandad por sí misma es la verdadera hombría de bien. Entiendo aquí por perfecta cristiandad un vigilante cuidado de no cometer pecado grave en materia alguna; no lo que en materia de virtud se llama estado de perfección. [285] No es menester tanto para constituir hombre de bien; aunque en esta misma línea será más perfecto el que lo fuere en la virtud.

26. Tampoco pretendo, que la hombría de bien requiera necesariamente expender en el socorro de los pobres todo lo que sobra del indispensable gasto de casa: negándose a todos aquellos honestos agasajos, que practica la gente de obligaciones; pero sí, que haya más largueza con Dios, que con los pobres; esto es, más con los pobres, que con los que no lo son.

27. Quéjase Enrico, secular, de la correspondencia de Arsenio, Religioso. Enrico, que en un tiempo fue muy favorecido de la fortuna en los bienes, que ella dispensa, explicó entonces con las obras su gran afición a Arsenio, haciéndole varios agasajos, que aunque en el efecto no pasaron de una honesta medianía, hubieran excedido mucho de ella, si Arsenio no hubiera contenido la bizarría de Enrico dentro de aquellos límites, en que es permitida la aceptación de regalos a un Religioso. Padeció después Enrico una gran decadencia en la fortuna, ocasionada de muchos gastos viciosos, y de haberse metido imprudentemente en pleitos costosos, y temerarios; pero no tanta, que si quisiese moderarse, y vivir cuerdamente, no tuviese lo preciso para el sustento, y decencia de su persona, y familia. Al contrario, la suerte de Arsenio se mejoró considerablemente. Es sujeto muy autorizado en su Religión, y tiene amigos poderosos fuera de ella, con que pudiera, aplicando eficazmente sus buenos oficios, facilitar a Enrico sentencia favorable en algunos pleitos; pero no ha sido posible reducirle a dar a este fin algunos pasos; o si tal vez se ha movido, fue perezosa, y tibiamente. Pudiera también, según se tiene entendido, asistirle con socorros algo cuantiosos, o ya por donación graciosa, o por lo menos por vía de empréstito; pero ni uno, ni otro hace, contentándose sólo con algunos regalillos de poco momento, que califican más su miseria, que su amistad. Ni es mejor su correspondencia a la esplendidez con que la regalaba Enrico las veces que era convidado de él, o sin serlo, iba a visitarle, reduciéndose la retribución en esta parte, cuando es visitado de Enrico en hora competente para el refresco, a un poco de agua compuesta, tal vez simple, y chocolate. Añade, que habiendo solicitado con él que procurase el hábito de su Religión a un parientico de Enrico, no lo quiso hacer, excusándome con que el pretendiente, por muy corto de vista, era inepto para el culto divino, y servicio de la Religión; como si otros no hubiesen entrado en ella con el mismo defecto. Ultimamente [286] le capitula sobre que habiendo Arsenio, como Prelado, que fue, y es en su Religión, tenido en su mano la administración de muchas haciendas, pudo darle algunas en arriendo, como en efecto lo pretendió Enrico, para poder pasar con alguna mayor decencia; pero nunca pudo conseguirlo, excusándose con varios pretextos Arsenio.

28. Todas estas quejas fulmina contra él Enrico; y bien satisfecho de la justicia de ellas, a cada paso prorrumpe en la vulgar indigna cantinela, de que Arsenio ha obrado como Fraile; y que de un Fraile no podía esperarse otra cosa; predicando a todos, que jamás tomen amistad con Fraile alguno, porque casi todos obran del mismo modo.

29. Pero yo no veo, ni en el proceder de Arsenio cosa, que sea reprehensible, ni en los clamores de Enrico queja, que no sea injusta. Si Arsenio sirve, y corresponde a Enrico cuanto permiten su conciencia, y su estado, cumple con él como hombre de bien, y no puede pedírsele más: porque pasando de ahí, ya no sería hombre de bien, sino un mal hombre. Debe suponerse, que el estado de Arsenio no le permite aquellas profusiones, que por el suyo son lícitas a los Seculares. Lo que en un Secular se puede llamar bizarría, en un Religioso es desperdicio, es disipación, es hurto, porque el Religioso nada tiene que sea suyo. Aunque haya adquirido grandes caudales, todos son de la Religión, por la regla Canónica: Quidquid Monachus acquirit, Monasterio acquirit. No se niega a los Religiosos el uso de lo que llamamos honradas atenciones; mucho menos el ejercicio de la virtud del agradecimiento; pero limitado uno, y otro en atención a la estrechez de su estado, y a la condición de no tener cosa propia.

30. En Arsenio hay especial razón para eximirse de retribuciones algo cuantiosas respecto de Enrico. Supónese en éste por una parte que aun en la presente decadencia de fortuna, tiene medios para pasar con decencia, si quiere moderarse; y por otra, que es inclinado a gastos viciosos. Sería, pues, desperdicio manifiesto cualquier socorro de algún valor a Enrico, y será cooperar en algún modo a sus desórdenes.

31. La denegación del influjo para que entrase en la Religión el pariente de Enrico, fue justísima. ¿Cómo pudiera hacerse, según conciencia, lo contrario? ¿Es por ventura lícito admitir en alguna Religión, gravándola con un gasto inútil, a un sujeto, que no puede cumplir con el Instituto de ella? Si una, u otra vez se cometió ese absurdo, sería por ignorancia, o falta de conocimiento de la ineptitud. Y en fin, aun cuando se obrase con toda advertencia, eso no disculpa a quien haga lo mismo, porque el mal ejemplo nunca hace lícita la imitación. [287] Pudo también acaso admitirse uno, u otro inepto, a contemplación de algún bienhechor de la Religión, o del Monasterio, porque el todo de la Comunidad goza de mucho más amplia facultad para gratificar a sus bienhechores, que ningún particular a los suyos.

32. Si Enrico se metió en pleitos injustos, no debió, ni pudo Arsenio buscarle protectores para que lograse la victoria, pues esto sería ponerse de parte de la injusticia. En cuanto a la pretensión de que le diese el usufructo de algunas haciendas, debe creerse, que no pudo Arsenio hacerle ese beneficio, porque rarísima vez ocurre el caso de que el que es mero administrador de haciendas, y mayormente entre Regulares, tenga arbitrio para gratificar en esta especie a algún amigo suyo, ya porque esto no pende de la voluntad de uno solo, debiendo concurrir el consentimiento de la Comunidad: ya porque en igualdad debe ser preferido el que antes por foro, o por arriendo poseía los bienes: y cuando éste ha cumplido bien, pide la equidad que no se le despoje, aun cuando otro postor ofrezca aumento de pensión, que no sea algo considerable, y los bienes sean muy capaces de ella, así lo practican todas las Comunidades bien gobernadas: ya en fin, porque aun cuando se deba, o pueda despojar al poseedor para transferirse a otro, se debe atender al mayor bien de la Comunidad, observando las reglas, que en esta materia prescriben la equidad, y la justicia, y excluida toda acepción de personas; de modo, que teniendo las condiciones necesarias, y no excediendo de lo justo en la pensión, que ofrece el mejor postor se prefiera siempre al mayor amigo.

33. Tales, y tan vanas son las quejas, en que, por lo común, prorrumpen contra los Religiosos los Seculares inadvertidos; y de tan ridículos motivos se origina ordinariamente aquel irreligioso, y bárbaro desprecio con que hablan de los Frailes. Pienso que por lo común los mejores Religiosos, y más contenidos dentro de las reglas, y límites propios de su Instituto, son los que más desplacen a este género de gentes. De éstos dicen, que son unos mezquinos, apocados, ineptos para toda honrada correspondencia. Como al contrario, si ven algún Religioso (como en efecto tal vez, por desgracia, nuestra, se ve uno, u otro) de envuelto, festivo, gastador, ostentoso, amigo de regalarse, y de regalar, de este dicen, que es garboso, hombre de bien, caballero, de corazón noble, &c. Pero cuando a su parecer le elogian más oportunamente, es cuando dicen: El P. Fulano no es Fraile; como que su garbo, y porte generoso están muy distantes de la bajeza, que insinúa aquella voz. Lo peor es, que dicen la verdad, tomando la proposición en su natural, y genuino [288] sentido: No es Fraile; esto es, no es Religioso, no es Regular; desdice de su estado el que obra de ese modo. ¿Por ventura, ni a los Mendicantes los que les contribuyen las limosnas, ni a los que tienen rentas los Príncipes, y Señores, que dotaron con ellas los Monasterios, se las dan, o dieron para magnificencias, ostentaciones, y regalos? No sino precisamente para una congrua sustentación entendida esta congruidad como respectiva al estado de unos pobres honrados; y según en cada instituto la señalan sus municipales leyes, con la obligación de expender en los pobres todo lo que sobre de los gastos necesarios. La hombría de bien, el garbo, el pundonor, la nobleza, la generosidad se han de salvar (y no puede ser de otro modo) cumpliendo cada uno con las obligaciones de su estado.

34. Porque arriba hemos apuntado muy de paso el pretexto con que a veces se colorea el proceder contra justicia, en la adhesión a un partido en las cosas, que penden de muchos votos, que es conformarse con el dictamen ajeno; es bien que aclaremos algo esta materia. No puede dudarse, que en general es lícito conformarse con las resoluciones pertenecientes a la virtud de la justicia, con el dictamen ajeno, cuando hay la persuasión de que el dictamen es de sujeto de notoria integridad, y por otra parte de más inteligencia, práctica, y teórica en el asunto, que el consultante. Pero tampoco es dudable, que de esta máxima se abusa muchas veces, aplicándola a circunstancias, en que no tiene cabimiento.

35. La dependencia, y el interés son tan poderosos en el corazón humano, que apenas sucederá jamás, en el caso de empeñarse eficazmente algún poderoso en lograr la conveniencia de algún ahijado suyo, [289] aunque este sea indigno, o haya otros más dignos de ella; apenas digo, sucederá jamás, que no tenga a favor de su empeño algunos de los que el mundo tiene por inteligentes, los cuales le apoyen como justo, y califiquen la proporción, o mérito del ahijado. Lo que, pues, ordinariamente acontece en casos semejantes, es, que resistiéndose uno, u otro de los que tienen arbitrio en la elección, movido de la conciencia, a complacer al poderoso, le proponen el dictamen de los inteligentes paniagudos, persuadiéndole conformarse con él, y seguirle como recto; en cuyo caso nunca dejan de ponderar los secuaces del poderoso, o apasionados del pretendiente la ciencia, y virtud de aquellos míseros aduladores. No lográndose la persuasión, porque el que intentan vencer está bien satisfecho de que se pone de parte de la justicia, y que el dictamen opuesto es inspirado de la dependencia, o de la pasión, se le impropera, y capitula, que es un encaprichado, presuntuoso, duro de mollera, o cuando menos, menos, que es un escrupuloso ridículo. Cosas he visto en esta materia, que me han asombrado. Sucedió tal vez acometerme un Teólogo apasionado por uno de los Opositores a una Cátedra, para reducirme a su dictamen, el que a mí me era imposible seguir, por tener entera certeza de que había otro por todos capítulos más digno: y la gran razón, que me proponía, era, que podía yo conformarme con su dictamen, y el de otro, u otros dos, que visiblemente tenían el mismo motivo de pasión, que él. Altercamos sobre el asunto, y llegando en consecuencia de algunos puntos, que se tocaron, a proponerle una doctrina moral decisiva a mi favor, y que era, y es comunísimamente entre los Autores, me dio la solución (pásmense los que lo lean) de que los Autores morales no dicen lo que sienten en los libros, que escriben, sino en las conversaciones particulares. ¡Hasta tales derrumbaderos arrastran aun a los hombres no ignorantes sus apasionados empeños! Por más que diga todo el mundo, que la Ley de Dios no quiere trampas; no veo otra cosa en el mundo, sino hacer con trampas burla de la Ley de Dios.}


{Feijoo, Teatro crítico universal, tomo séptimo (1736). Texto según la edición de Madrid 1778 (por Andrés Ortega, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo séptimo (nueva impresión, en la cual van puestas las adiciones del Suplemento en sus lugares), páginas 233-289.}