Filosofía en español 
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Tomo sexto Discurso noveno

Impunidad de la mentira

§. I

1. Dos errores comunes se me presentan en la materia de este Discurso, uno teórico, otro práctico. El teórico es, reputarse entre los hombres la [315] cualidad de mentiroso, como un vicio de ínfima, o casi ínfima nota. Supongo la división, que hacen los Teólogos de la mentira en oficiosa, jocosa, y perniciosa. Supongo [316] también, que la mentira perniciosa está en la opinión común reputada por lo que es, y padece toda la abominación que merece; de suerte, que los sujetos, que están notados de inclinados a mentir en daño del prójimo, generalmene son considerados como pestes de la República. Mi reparo solo se termina a las mentiras oficiosas, y jocosas; esto es, aquellas en que no se pretende el daño de tercero, sí solo el deleite, o la utilidad propia, o ajena. También advierto, que trato este punto más como político, que como Teólogo Moral. Los Teólogos graduan las mentiras oficiosa, y jocosa de culpas veniales. Y ni yo, consideradas moralmente, puedo, o debo denigrarlas más. Pero miradas a la luz de la política, juzgo, que la común opinión está nimiamente indulgente con esta especie de vicios.

2. ¿En qué consiste esta indulgencia nimia? En que no se tiene el mentir por afrenta. La nota de mentiroso a nadie degrada de aquel honor, que por otros respetos se le debe. El Caballero, por más que mienta, se queda con la estimación de Caballero, el Grande con la de Grande, el Príncipe con la de Príncipe. Contrario me parece esto a toda razón. El mentir es infamia, es ruindad, es vileza. [317] Un mentiroso es indigno de toda sociedad humana; es un alevoso, que traidoramente se aprovecha de la fe de los demás para engañarlos. El comercio más precioso, que hay entre los hombres, es el de las almas: éste se hace por medio de la conversación, en que recíprocamente se comunican los géneros mentales de las tres potencias, los afectos de la voluntad, los dictámenes del entendimiento, las especies de la memoria. ¿Y qué es un mentiroso, sino un solemne tramposo de este estimabilísimo comercio? ¿Un embustero, que permuta ilusiones a realidades? ¿Un monedero falso, que pasa el hierro de la mentira por oro de la verdad? ¿Qué falta, pues, a este hombre para merecer, que los demás le descarten como trasto vil de corrillos, inmundo ensuciador de conversaciones, y detestable falsario de noticias?

§. II

3. Una monstruosa inconsecuencia noto, que se padece comunísimamente en esta materia. Si a un hombre, que se precia de ser algo, se le dice en la cara que miente, lo reputa por gravísima injuria; y tanto, que, según las crueles leyes del honor humano, queda afrentado, sino toma una satisfacción muy sangrienta. Quisiera yo saber, ¿cómo el decirle que miente puede ser gravísima injuria, si el mentir no es un gravísimo defecto? ¿O cómo puede un hombre quedar afrentado porque le digan que miente, si la misma acción de mentir no es afrentosa? La ofensa que se comete improperando un vicio, se gradua según la nota, que entre los hombres padece este vicio. Si el vicio no es de la clase de aquellos, que desdoran el honor, tampoco se siente el honor herido, porque se diga a un hombre que le tiene. Siendo esto una verdad tan notoria, lo que la observación hecha infiero, es, que la frecuencia de mentir mitigó en el común de los hombres el horror, que la naturaleza racional, considerada por sí sola, tiene a este vicio; pero de modo, que, sin [318] embargo, ha quedado en el fondo del alma cierto confuso conocimiento de que el mentir es vileza.

4. Confírmase esto con la reflexión de que el desdecirse está reputado en el mundo por oprobio. ¿Por qué esto? Porque es confesar, que antecedentemente se ha mentido. El oprobio no puede estar en la verdad, que ahora se confiesa: luego consiste en la mentira, que se dijo antes. Confesar que se mintió, es sinceridad, y nadie se avergüenza de ser sincero. Luego toda la ignominia cae sobre haber mentido. Esto, digo, hace manifiesto, que en los hombres no se ha obscurecido del todo aquel nativo dictamen, que representa la vileza de la mentira.

§. III

5. El error practicado, que hay en esta materia, es, que la mentira no se castige, ni las leyes prescriban pena para los mentirosos. ¡Qué no hay freno alguno que reprima la propensión que tienen los hombres a engañarse unos a otros! ¡Qué mienta cada uno cuanto quisiere, sin que esto le cueste nada! Ni aun se contentan los hombres con gozar una total indemnidad en mentir. Muchas veces insultan a los pobres que los creyeron, haciendo gala de su embuste, y tratando de imprudencia la sinceridad ajena. ¿No es éste un desorden abominable, y digno de castigo?

6. Diráseme que las leyes humanas no atienden a precaver con el miedo de la pena, sino aquellas culpas, que son perjudiciales al público, o inducen daño de tercero; y las mentiras oficiosas, y jocosas (que es de las que aquí se trata) a nadie dañan, pues si dañasen, ya se colocarían en la clase de perniciosas.

7. Contra esta respuesta (por más que ella parezca sólida) tengo dos cosas muy notables que reponer. La primera es, que aunque cada mentira oficiosa, o jocosa, considerada por sí sola, a nadie daña; pero la impunidad, y frecuencia, con que se miente oficiosa, y jocosamente, es muy dañosa al público, porque priva al común de los [319] hombres de un bien muy apreciable. Para darme a entender, contemplemos las incomodidades, que nos ocasiona la desconfianza que tenemos de si es verdad, o mentira lo que se nos dice: desconfianza comúnmente precisa, y prudentemente fundada en la frecuencia con que se miente. Al oír una noticia, en que se puede interesar nuestro gusto, o conveniencia, quedamos perplejos sobre creerla, o no creerla; y esta perplejidad trae consigo una molesta agitación del entendimiento, en que él mal avenido consigo mismo, y como dividido en dos partes, cuestiona sobre si debe prestar asenso, o disenso a la noticia. Síguese a esto fatigarnos en inquisiciones, preguntando a estos, y a los otros para asegurarnos de la verdad. A los que se aprovechan de las noticias que oyen para escribirlas, y publicarlas, ¿en qué agonías no pone a cada paso esta incertidumbre? Quieren enterarse de la realidad de un suceso curioso, y oportuno al asunto sobre que trabajan, y apenas hacen movimiento alguno para el examen, donde no tengan algún tropiezo. Éstos se lo afirman, aquellos se lo niegan. Aquí se lo refieren de un modo, acullá de otro, y entretanto tiene en una suspensión violenta la pluma.

8. Pero si trae estos daños la perplejidad en asentir, aún son mayores los que se siguen a la facilidad en creer. Contémplese, que las cuestiones, pendencias, y disturbios, que hay en las conversaciones, nacen por la mayor parte de este principio. Nacen, digo, de las noticias encontradas, que recibieron sobre un mismo asunto diferentes sujetos; y por haberlas creído, suelen después altercar furiosamente, porfiando cada uno por sostener la suya como verdadera. Contémplese asimismo cuántos se hacen irrisibles por haber creído lo que no debieran creer. Finalmente, la sociedad humana, la cosa más dulce que hay en la vida, o que lo sería, si los hombres tratasen verdad, se hace ingrata, y desapacible a cada paso, por la recíproca desconfianza que introduce en los hombres la experiencia de lo mucho que se miente.

9. Para comprender cuánto sea el bien de que nos [320] priva esta triste desconfianza, imaginemos una República, cual no la hay en el mundo: una República, digo, donde, o porque su generoso clima influye espíritus más nobles, o porque la mentira es castigada con severísimas penas, todos los individuos, que la componen, son muy veraces. Un cielo terrestre se me representa en esta dichosa República. ¡Qué hermandad tan apacible reina en ella! ¡Qué dulce que es aquella confianza del hombre en el hombre, sabrosísimo condimento del trato humano! ¡Qué grata aquella satisfacción con que unos y otros se hablan, y se escuchan, sin el menor recelo en aquellos de no ser creídos, y en éstos de no ser engañados! Allí se goza a cada paso el más bello espectáculo del mundo, viendo un hombre en otro abierto el teatro del alma. No pienso que el Cielo con todas sus luces, o la Primavera con todas sus flores presenten tan apetecido objeto a los ojos, como el que a la humana curiosidad ofrece la variedad de juicios, afectos, y pasiones de aquellos con quienes se trata. Todos viven allí en una apacible tranquilidad, porque nadie teme que a favor de las Artes políticas se ingiera por amigo un alevoso: que la hipocresía se usurpe una injusta veneración: que el aplauso lleve envuelto el veneno de la lisonja: que el consejo venga torcido hacia el interés del que le ministra: que la corrección sea hija de la ira, y no del celo. ¡Pero pobres de nosotros! ¡Qué lejos estamos de gozar la dicha de aquellos felices Republicanos! Apenas nos dejan un instante de sosiego los temores, las inquietudes, los recelos, con que continuamente nos aflige la experiencia de la poca sinceridad que hay en el mundo. Véase ahora, si la frecuencia de mentir nos priva de un gran bien, o por mejor decir, de muchísimos, y estimabilísimos bienes.

§. IV

10. Lo segundo que tengo que oponer a la respuesta de arriba, es, que muchas veces las mentiras, que solo se juzgan oficiosas, o jocosas, en el efecto son [321] perniciosas. ¿Qué importa que la intención del que miente no sea dañar a nadie, si efectivamente el daño se sigue? Habiéndose presentado al Emperador Teodosio el II una manzana de peregrina magnitud, se la dio a la Emperatriz Eudoxia, y ésta a Paulino, hombre docto, y discreto, cuya conversación frecuentaba la Emperatriz, que también era discretísma. Paulino, ignorante de qué mano había pasado la manzana a la de Eudoxia, y sin que ella lo supiese se la entregó a Teodosio; el cual, advirtiendo que era la misma que él había dado a la Emperatriz, la preguntó disimuladamente, ¿qué había hecho de la manzana? Ella, sorprendida entonces de algún recelo de que el Emperador llevase mal el que la hubiese enajenado, respondió que la había comido. Ésta en la intención de Eudoxia fue una mentira puramente oficiosa; pero en el efecto tan perniciosa, que de ella se siguió la muerte de Paulino, porque Teodosio, entrando en sospecha de que su comercio con la Emperatriz no era muy puro, le hizo quitar la vida.

11. Habiendo Calígula levantado el destierro a uno, a quien se había impuesto esa pena en el Gobierno antecedente, le preguntó, ¿en qué se ocupaba mientras estuvo desterrado? El, por hacerse más grato al Emperador, respondió, que su cotidiano ejercicio era pedir a los Dioses la muerte de Tiberio, y que él se sucediese en el Trono. ¿Qué mentira, al parecer, más inocente? Sin embargo, en el efecto fue perniciosísima, porque Calígula, infiriendo de aquí, que los que él había desterrado, del mismo modo pedían a los Dioses su muerte, los mandó quitar la vida a todos.

12. Podría traer otros muchos ejemplares al mismo intento. Hágome cargo de que estos son unos accidentes imprevistos; pero las malas consecuencias accidentales de las mentiras, que en particular no puede preveer el que miente, toca a la prudencia del Legislador preveerlas en general, y a su providencia precaverlas cuanto está de su parte, señalando pena a la mentira, de cualquiera condición que sea. Por lo menos el motivo de evitar estos daños accidentales [322] coadyuva las demás razones que señalamos para castigar a los mentirosos.

§. V

13. Lo principal es, que entre las mentiras, que pasan plaza de jocosas, u oficiosas, hay muchísimas, que no solo por accidente, sino por su naturaleza misma son nocivas. Tales son todas las adulatorias. Entre tantos apotegmas, como se leen sobre la adulación, ninguno me parece más hermoso, que el de Bion, uno de los siete Sabios de Grecia. Preguntáronle un día, ¿cuál animal era más nocivo de todos? Respondió, que de los montaraces el Tirano: de los domésticos el Adulador. Es así que la lisonja siempre, o casi siempre hace notable daño al objeto que alhaga. Los mismos que serían prudentes, apacibles, modestos, si no los incesanten con indebidos aplausos, con éstos se corrompen de tal manera, que se hacen soberbios, temerarios, intolerables, ridículos. No a un hombre solo, a un Reino entero es capaz de destruir una mentira adulatoria. Fatalidad es esta, que ha sucedido muchas veces. Varios Príncipes, algo tentados de la ambición, los cuales, a no haber quien les fometase esta mala disposición del ánimo, hubieran vivido tranquilos; por persuadirlos un adulador, que su mayor gloria consistía en agregar a su Corona con las armas nuevos Dominios, fueron un azote sangriento de sus súbditos, y de sus vecinos.

14. El gran Luis XIV fue dotado sin duda de excelentes cualidades, y tuvo bastantísimo entendimiento para conocer, que la más sólida, y verdadera gloria de un Rey es hacer felices a sus vasallos. Sin embargo, en la mayor parte de su Reinado la Francia estuvo gimiendo debajo del intolerable peso de las contribuciones, que eran menester para sostener los gastos de tantas guerras, sobre tener que llorar la infinita sangre Francesa, que a cada paso se derramaba en las campañas. ¿De qué nació esto, sino de que los aduladores le persuadían, que su gloria mayor consistía en ensanchar con las armas sus Dominios, y hacerse temer [323] de todas las Potencias confinantes? No solo eso, mas aun le intimaban, que con eso mismo hacía su Reino bienaventurado. Y aun llegó la servil complacencia de algún Poeta a cantarle al oído, que no solo a sus Pueblos, mas a los mismos que conquistaba, hacía dichosos con las cadenas, que echaba a su libertad; y lo que es más que todo, que solo los conquistaba con el fin de hacerlos dichosos:

Il Regne par amour dans les Villes conquises,
Et ne fait des sujets que pour les rendre heureux.

Desolar con contribuciones excesivas a sus Pueblos, llevar a sangre, y fuego los extraños, sacrificar a millaradas en las aras de Marte las vidas de sus vasallos, y las de otros Prícipes, esto es hacer a unos, y a otros dichosos; y es gran gloria de un Monarca ser una peste de sus Dominios, y de los confinantes. Tales extravagancias tiene la adulación, y tales son los funestos efectos que produce.

15. La mentira adulatoria, que se emplea en la gente privada, no es capaz de dañar tanto, si se considera cada una por sí sola; pero es infinito extensivamente el daño que resulta del cúmulo de todas, por ser infinito su uso. Dice un discreto Francés moderno, que el mundo no es otra cosa que un continuado comercio de falsas complacencias. Los hombres dependen recíprocamente unos de otros. No solo el humilde adula al poderoso; también el poderoso adula al humilde. El humilde busca al poderoso, porque ha menester su auxilio; el poderoso procura conciliarse al humilde, porque no puede subsistir sin su respeto. La moneda, que todos tienen a mano para comprarse los corazones, es la de la lisonja: moneda la más falsa de todas, y por eso todos salen engañados en este vilísimo comercio.

§. VI

16. Fuera la mentira adulatoria hay otras muchas, que por otros caminos son nocivas, aunque se juzgan colocadas en las clases de oficiosas, y jocosas. Miente [324] un gallina hazañas propias. Uno que le escucha, y le cree, procura ganársele por amigo, por tener un valentón a su lado, que le saque a salvo de cualquier empeño, y en esa confianza se mete en un peligro, donde perece. Miente un ignorante la prerrogativa de sabio entre necios; con que oyendo éstos cuanto dice como sentencias verdaderísimas, llevan las cabezas llenas de desatinos, que, vertidos en otras conversaciones, les granjean al momento la opinión de mentecatos. Miente el desvalido el favor del poderoso, y no faltan quienes, buscándole como órgano para sus conveniencias, desperdician en él regalos, y sumisiones. Miente el hazañero espiritual milagros que vio, o experimentó de tal, o tal Santo; de que a la corta, o a la larga resulta (como ponderamos en otra parte) no leve detrimento a la Religión. Miente el Médico la ciencia que no tiene; y el enfermo inadvertido, creyéndole un Esculapio, se entrega a ojos cerrados a un homicida. Miente el aprendiz de Marinero su pericia náutica: sobre ese supuesto le fian la dirección de un Navío, que viene a hacerse astillas en un escollo. Este mismo riesgo, mayor o menor, a proporción de la materia que se aventura, le hay en los profesores de todas las Artes, que, siendo imperitos, se venden por doctos. No acabaría jamás, si quisiese enumerar todas las especies de mentiras, que debajo de la capa de oficiosas, o jocosas, son nocivas.

§. VII

17. Mas no puedo dejar de hacer muy señalada memoria de cierta clase de mentiras, que gozan amplísimo salvoconducto en el mundo, como si fuesen totalmente inocentes, siendo así, que son extremamente dañosas al público. Hablo de las mentiras judiciales: aquellas con que, cuando se hace a los Jueces relación del hecho, que da materia al litigio, se desfigura algo, por pintarle favorable a la parte por quien se hace la relación. Estas mentiras son tan frecuentes, que apenas se ve caso, en que las dos Partes opuestas convengan en todas las circunstancias. [325] De aquí viene hacerse precisa la prolijidad de las informaciones, en que consite toda la detención de los pleitos, y la mayor parte de sus gastos. ¿Quién no conoce, que en esto padece un gravísimo detrimento la República? Sin embargo, nadie aplica la mano al remedio. ¿Pero cómo se puede remediar? Haciendo lo que se hace en el Japón. Entre aquellos Insulanos, cuyo gobierno político excede sin duda en muchas partes al nuestro, se castiga severamente cualquiera mentira proferida en juicio. Lo propio pasa entre los Argelinos. Cualquiera que miente en presencia del Bey, o demandando lo que no se le debe, o negando lo que se le debe, es maltratado rigurosísimamente con algunos centenares de palos. Así las causas se expiden pronta, y seguramente, sin escribir ni un renglón, porque de miedo de tan grave pena apenas sucede jamás, que alguno pida lo que no se le debe, o niege lo que debe. Si se hiciese acá lo mismo, serían brevísimos los pleitos, como allá lo son. Lo que detienen los litigios no es la necesidad de buscar el derecho de los Códigos, sino la de adquirir el hecho en los testigos. Si así la Parte, como su Procurador, y Abogado, estuviesen ciertos de que, cogiéndolos los Jueces en alguna mentira, la habían de pagar a más alto precio, que vale la causa que se litiga, no representarían sino la verdad desnuda. De este modo, convenidas las Partes desde el principio en cuanto al hecho, no restaría que hacer más que examinar por los principios comunes el Derecho, en que comúnmente se tarda poquísimo. Así los Jueces tendrían mucho más tiempo para estudiar, y vivirían más descansados: evitaríanse todos, o casi todos los pleitos, que se fundan en relaciones siniestras. Las Partes consumirían menos tiempo, y menos dinero. La República en general se interesaría en el trabajo, que pierden muchos profesores de las Artes lucrosas, por estar detenidos meses, y años enteros a las puertas de los Tribunales. Toda la pérdida caería sobre Abogados, Procuradores, y Escribanos: pero aun la pérdida de éstos vendría a ser ganancia para el público; porque [326] minorándose el número de ellos, se aumentaría el de los profesores de las Artes más útiles.

18. Nuestras Leyes a la verdad no fueron tan omisas en esta parte, que no hayan señalado respectivamente a varios casos algunas penas a las mentiras judiciales. Paréceme admirable aquella de la Partida 3, tit. 3: Negando el demandado alguna cosa en juicio, que otro le demandase por suya, diciendo que no era tenedor de ella, si después de eso le fuese probado que la tenía, debe entregar al demandador la tenencia de aquella cosa, maguer el que la pide no probase que era suya. Pero quisiera yo lo primero, que así esta Ley, como otras semejantes, se extendiesen a más casos que los que señalan, o por mejor decir, a todos; de suerte, que ninguna mentira judicial quedase sin castigo correspondiente. Lo segundo, que algunos Autores no hubiesen estrechado con tantas limitaciones esas mismas Leyes; pues es de discurrir, que de aquí viene en gran parte el que nunca, o rarísima vez se vea castigar a nadie por este delito. Yo a lo menos no lo he oído jamás. Los más de los Jueces, por poca probabilidad que hallen a favor de la clemencia, se arriman a ella. Pero no tiene duda, por lo que hemos dicho, que importa infinito al público, que en esta materia se proceda con bastante severidad.

§. VIII

19. Finalmente, contemplando en toda su amplitud la mentira, la hallo tan incómoda a la vida del hombre, que me parece debiera todo el rigor de las Leyes conjeturarse contra ella, como contra una enemiga molestísima de la humana sociedad. Zoroastro, aquel famoso Legislador de los Persas, o Zerducht, que fue su verdadero nombre, según el erudito Thomas Hyde, de quien se aparta poco Thomas Stanley, llamándole Zaraduissit (pues el de Zoroastro fue alteración hecha por los Griegos para acomodar el nombre a su idioma), en los Estatutos, que formó para aquella Nación, graduo la mentira por uno de los más graves crímenes, que pueden cometer los hombres. [327] Confieso, que erró como Teólogo; pero procedió como sagaz Político: porque para hacer feliz una República no hay medio más oportuno, que el introducir en ella un gran horror a la mentira. Y al contrario, si la gran propensión, que tienen los hombres a mentir, no se ataja, por santas, y justas que sean todas las demás Leyes, no se evitarán innumerables desórdenes.

§. IX

20. Solo en una circunstancia juzgo a la mentira tolerable; y es, cuando no se encuentra otro arbitrio para repeler la invasión de la injusta pesquisa de algún secreto. Propongo el caso de este modo. Un amigo mío, con el motivo de pedirme consejo, me fió un delito suyo. Llega a sospecharlo una persona poderosa; y usando injustamente de la autoridad, que le da su poder, me pregunta, si sé que fulano cometió tal delito. Supongo, que es sujeto tan advertido, que no sirven para deslumbrarle algunas evasiones, que sin negar, ni confesar, pueden discurrirse; antes, negandome a dar respuesta positiva, hará juicio determinado de que el delito se cometió verdaderamente: con que es preciso responder abiertamente, o no, y él me insta sobre ello. Es cierto, que estoy obligado por las leyes de la amistad, de la lealtad, de la caridad, y de la justicia a no revelar el secreto confiado. ¿Qué he de hacer en tal aprieto?

21. No faltan Teólogos, que equiparando este caso, y otros semejantes (en que para el asunto de la duda lo mismo tiene el secreto propio, que el ajeno, como sea de grave importancia, y haya derecho, y obligación a guardarle) al del sigilo Sacramental, con un mismo arbitrio resuelven una, y otra cuestión. Dicen, que preguntando en la forma arriba expresada, puedo, y debo responder redondamente, que no sé tal cosa, ni ha llegado a mí noticia. ¿Pero cómo? ¿Es lícito mentir en este caso? No por cierto, ni en este, ni en otro alguno. Pues si yo sé, que Fulano cometió tal delito, ¿cómo puede eximirse de ser [328] mentira el decir, que no lo sé? Responden, que en tales casos se profieren las voces, de que consta la respuesta, solo materialmente, y desnudas de toda significación. ¿Pero tiene el que responde autoridad para quitar su propia significación a las voces? Confiesan, que no. Pero dicen, que en tales casos está quitada por un consentimiento tácito de los hombres, o porque la virtud significativa de las voces depende de la voluntad del que las instituyó para significar tal, y tal cosa; y no es creíble, que el que las instituyó quisiese, que en tales casos significasen aquello, que el que responde tiene en la mente, porque esta sería una voluntad inicua; o en fin, porque para dar virtud significativa a las voces, es menester, demás de la voluntad del que las instituye, la aprobación, y consentimiento de la República, el que no puede presumirse respectivamente a tales casos.

22. Esta doctrina, que el siglo pasado había estampado el Cardenal Palavicino, siguió, y esforzó pocos años ha el P. Carlos Ambrosio Cataneo, docto Jesuíta Italiano; y aunque se le opuso con todas sus fuerzas el P. M. Fr. José Agustín Orsi, Dominicano, de la misma Nación, en diferentes escritos, a todos ellos fue respondido con igual vigor, o por el mismo P. Cataneo, o por otros secuaces de su opinión. Por lo que mira al uso de esta doctrina para salvar el sigilo de la Confesión en los lances apretados, el R. P. La Croix cita otros doctos Teólogos que la siguen, y el mismo P. La Croix la propone como probable. Y verdaderamente, si ella tiene cabimiento en el caso de la Confesión, parece le ha de tener en otro cualquiera, en que sin grave injuria del prójimo no pueda propalarse el secreto; porque la razón de que los hombres no quieren, que las voces singnifiquen en tal, o tal caso, subsiste fuera de la Confesión, como en ella; debiendo discurrirse, que no solo quieren quitar la significación, cuando se sigue la revelación del sigilo Sacramental, mas también cuando se infiere cualquiera grave injusto daño del prójimo. Añado, que San Raimundo de Peñafort parece se puede agregar al [329] mismo sentir; porque (lib. 1, tit. de Mendacio) propone el caso fuera de la Confesión de este modo: Sabe un hombre, que otro está escondido en tal lugar, y un enemigo suyo, que le busca para matarle, le pregunta a aquel, si está escondido allí el que busca. ¿Qué resuelve el Santo? Que si no puede salvarle, ni usando de equívoco, ni divirtiendo la conversación, debe decir, y asegurar abiertamente, que no está allí: Debet negare, & assevere eum non esse sibi. Que esto se salve por medio de alguna restricción mental, que por las circunstancias se haga sensible, o profiriendo las palabras materialmente como no significativas, para lo substancial del intento todo es uno.

23. Verdaderamente a mí se me hace durísimo, que siendo muchos los casos en que injustamente se procuran indagar secretos importantísimos, no solo a un individuo, mas aun a toda la República, los cuales no se pueden salvar ni con el equívoco, ni con el silencio, no ha de haber algún recurso lícito para no violarlos. Por otra parte es para mí cierto, no solo que el consentimiento tácito de los hombres puede quitar a las palabras, o expresiones, en tales, o tales circunstancias, aquella significación, que en general tienen por su institución, sino que efectivamente lo ha hecho con algunas. Véase en estas expresiones cortesanas: Beso a V. md. la mano: V. md. me tiene a su obediencia para cuanto quiera ordenarme: Su más rendido servidor, y otras semejantes, las cuales, proferidas en una carta, o en una despedida, o en un encuentro en la calle, no significan aquello que suenan, y lo que de su primera institución están destinadas a significar. Y así, a nadie tendrán por mentiroso, porque diga: Beso a V. md. la mano a una persona, a quien ni se la besa, ni aun se la quiere besar.

24. Pero no quiero tomar partido en esta cuestión, la cual pide más espacio, que el que yo tengo, para tratarse dignamente. Así, abstrayendo de ella, y volviendo al propósito de este Discurso, digo, que permitido que en los casos de solicitarse por una injusta pregunta la averiguación de algún secreto, no pueda reservarse éste sino [330] mintiendo, tales mentiras deben ser toleradas por las leyes humanas, dejando únicamente a Dios el castigo de ellas, porque a la República, o sociedad humana no son incómodas; antes se siguieran a cada paso gravísimos daños, si a la malicia, o viciosa curiosidad de los hombres no se impidiese de algún modo la averiguación de los secretos ajenos. Y el que en estas indagaciones sale engañado, no al otro que le miente, sino a sí propio debe echar la culpa, que es el invasor.


{Feijoo, Teatro crítico universal, tomo sexto (1734). Texto según la edición de Madrid 1778 (por Andrés Ortega, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo sexto (nueva impresión, en la cual van puestas las adiciones del Suplemento en sus lugares), páginas 314-330.}