Filosofía en español 
Filosofía en español


Tomo quinto Carta XVII

Con ocasión de explicar el Autor su conducta política en estado de la senectud, en orden al comercio exterior, presenta algunos avisos a los Viejos, concernientes a la misma materia

1. Mi amigo, y dueño: Estaríame muy de perlas, que el informe, que el P. N. dio a V. P. en orden a mi persona, en todo, y por todo correspondiese a la realidad; pero dos días solos, que se detuvo en este Colegio, al hacer tránsito por él, al lugar de su destino, fue muy corto tiempo para enterarse del estado de mi salud, y del carácter de mi genio. En cuanto a lo primero, fue exceso pintarme muy robusto; bastaría decir, que no me hallo tan débil, como corresponde a tan larga edad. La frecuencia de fluxiones reumáticas, algunas con vivísimos dolores, tanto cuanto de sordera, mucha disminución en la memoria, a poco ejercicio corpóreo bastante fatiga, no son señas, ni partes de lo que se llama robustez; antes todo lo contrario. Lo que con muchos acredita mi aparente robustez, y a algunos de éstos lo oiría el P. N. es, que nunca me ven consultar al Médico, ni usar cosa de Botica, como hacen todos los que son algo enfermizos. Pero esto consiste, en que yo sé (y otros ignoran) lo poco, o nada que para lo que padezco, puedo esperar de Médicos, y medicinas. Otra circunstancia diré más abajo, que fortifica mucho el concepto común de mi buena salud.

2. En lo que dijo del genio, se acercó más a la verdad, o por lo menos yo lo pienso así. Es cierto, que no soy de genio tétrico, arisco, áspero, descontentadizo, [310] regañón, enfermedades del alma comunísimas en la vejez, cuya carencia debo en parte al temperamento, en parte a la reflexión. Tengo siempre presente, que cuando era mozo, notaba estos vicios en los viejos, observando, que con ellos se hacían incómodos a todos los de su frecuente trato; y así procuro evitar este inconveniente, que lo sería, no solo para mis compañeros de habitación, mas también para mí; pues no puedo esperar muy complacientes aquellos, que me experimentan desapacible.

3. Sobre todo, huyo de aquella cantinela, frecuentísima en los viejos, de censurar todo lo presente, y alabar todo lo pasado; digo en aquel tiempo en que ellos eran mozos: a cada momento se les oye, o con las mismas voces, o con otras equivalentes, la exclamación dolorida de ¡O tempora! ¡o mores! de Cicerón. Quien los crea en esta parte, hallará, que el mundo, en el corto espacio de cuarenta, o cincuenta años, padeció una decadencia notable en las costumbres. ¿Pero es así la realidad? Nada menos. Yo he vivido muchos años, y en la distancia de los de mi juventud a los de mi vejez, no solo no observé esa decantada corrupción moral; antes, combinado todo, me parece que algo menos malo está hoy el mundo, que estaba cincuenta, o sesenta años ha.

4. Otra cosa, en que pongo algún cuidado, por no hacerme tedioso a la gente, cuya conversación frecuento, es no quejarme importunamente de los males, o incomodidades corporales, de que adolezco. Hágome la cuenta, de que Dios me impuso esta pensión, para que padezca yo, y no para que la padezcan otros, como comúnmente acontece a los que oyen gemidos, y quejas, aunque por diferentes principios, según la diferencia de los genios; a unos, porque un genio humano, y amoroso los hace sensibles, como a propios, los dolores ajenos; a otros, porque una índole poco tolerante los hace insufribles en la conversación, todo lo que no es grato a sus oídos.

5. Y ve Vmd. la otra circunstancia no expresada [311] arriba, que ocasiona en muchos el errado concepto, de que soy más fuerte, y sano de lo que realmente experimento. Yo no me quejo, ni publico mis dolores, sino cuando son bastante vivos, sirviéndome entonces la queja de algún alivio, o desahogo. Esto sucede pocas veces; porques son poco frecuentes en mí los dolores agudos. Y como es tan común, en los que son algo achacosos, quejarse de cualquiera leve dolorcillo, que sientan, creen que yo, cuando nada gimo, nada siento. Pero la verdad es, que yo no me quejo, sino cuando me hallo oprimido del mal; porque considero impertinencia, y ridiculez publicar cualquiera leve indisposición, como hacen muchos, que cuando sienten algún flatillo, un lijero dolor de cabeza, alguna languidez del apetito, la falta de media hora de sueño acostumbrado, no sosiegan, si no lo dicen a cuantos hallan al paso; y si son personas de especial consideración, como son muchas las visitas, que reciben, y en todas se lastiman sus Señorías, en pocos minutos gira la noticia por todo el Pueblo.

6. Finalmente, observo no ingerirme, sino tal vez, que alguna razón política me obliga a ello, en las diversiones, por decentes, y racionales que sean, de la gente moza; la razón es, porque en sus concurrencias alegres, y festivas, la presencia de un anciano, especialmente si a la reverencia, que inspira la edad, añade algo su carácter, encadena en cierto modo su libertad, no permitiéndole, ya la verecundia, ya el respeto, aquella honesta soltura, y esparcimiento del ánimo, que aun en los Religiosos jóvenes no desdice de la modestia propia de su Estado, en aquellos pocos ratos, que la observancia concede algunas treguas para el regocijo.

7. Los capítulos, que he expresado, por donde los viejos se hacen incómodos a la gente que tratan, ocasionan un daño considerable, o impiden, por lo menos en parte, un gran bien; esto es, la utilidad, que a los jóvenes podría redundar de los oportunos consejos de los ancianos; porque si aquellos miran a éstos, como censores, [312] rígidos, ceñudos, desabridos, es casi imposible, que se rindan dóciles a sus instrucciones; mucho más si llegan a despreciarlos interiormente (lo que a veces sucede), como impertinentes, y ridículos.

8. Yo pienso, que a ningún viejo sea muy difícil observar las reglas, que yo practico, para no hacerse fastidioso a los sujetos con quienes viven, y conversan. Así, no asiento a la máxima de Mons. de la Bruyere (aunque Autor por otra parte de insigne penetración en materias políticas, y morales), el cual exige en un viejo, para hacer su trato tolerable, que sea dotado de una superior capacidad. Los viejos, dice, son impacientes, desdeñosos, difícilmente tratables, si no tienen mucho entendimiento. Pero yo me persuado, a que un entendimiento mediano basta para hacer a un viejo, no solo tratable, mas aun estimado, porque son bastante obvias las reflexiones, que conducen para lograrlo. Es verdad, que al mismo tiempo juzgo ser preciso, que no desayude positivamente el temperamento; porque un genio naturalmente ferino, rara, o ninguna vez presta la debida obediencia al imperio de la razón, salvo que haga todo, o casi todo el gasto la Divina gracia.

9. Para certificarse el P. N. de lo que añadió a V. P. de que soy bastante jovial en la conversación, era menester más experiencia, que la que tuvo en el limitadísimo espacio de dos días; pues podría sucederme lo que a otros, que algunos pocos días del año gozan una accidental alegría, y en todo el resto están dominados de la tristeza. Mas la verdad, si no me engaño, es, que mi conversación sigue, por lo común, la mediocridad entre jocosa, y seria; lo que proviene también en parte del temperamento, y en parte de la reflexión. Me ofende la continuada, y aun escandalosa chocarrería de Marcial; pero tampoco me agrada la inalterable serenidad de Catón. El comercio común pide mezclar oportunamente lo festivo con lo grave. La aversión a todo género de chanza es un extremo vicioso, que Aristóteles llama Rusticidad: y Rústicos [313] los genios, que adolecen de este vicio; como escurrilidad, o chocarrería, el extremo opuesto; y urbanidad el medio racional, colocado entre los dos, que consiste en el oportuno uso de la chanza (Ethicor. lib. 2, cap. 7); y del mismo modo se explica Santo Tomás 2.2, quaest. 168, art. 2; donde, después de graduar la chanza por virtud moral, califica la delectación, que resulta de ella, no solo de útil, más aun de necesaria para descanso del alma.

10. ¡Qué lejos están de considerar bien esto muchos que reprueban toda jocosidad en los viejos, como extraña, y abusiva en la edad anciana! Santo Tomás en el citado lugar enseña, que la delectación animal, que resulta de dichos, y hechos, lúdicos, o jocosos, es necesaria quasi ad quamdam animae quietem. De que se sigue, que es más necesaria en los viejos, que en los mozos; porque más se fatigan aquellos, que éstos en cualquiera aplicación, o ejercicio serio.

11. Pero realmente la necesidad de la delectación en los viejos no viene tan de este principio, como de otro mucho más universal. Muchos viejos están exentos de todo ejercicio laborioso. Pero todos, o casi todos padecen con frecuencia aquel desagrado, o amargura de ánimo, que causa el humor melancólico, dominante en la edad senil; a que se agregan las indisposiciones corpóreas, la decadencia de todas las facultades externas, e internas, el torpe uso de los miembros, y varias tristes consideraciones, a que es más ocasionada, que todas las anteriores, aquella edad.

12. Atento todo esto, se ve, que es incomparablemente más excusable todo género de recreaciones honestas en los viejos, que en los jóvenes; por consiguiente, éstos no deben contemplar aquellas recreaciones, como indignas de la gravedad de los ancianos; antes sí mirarlas con ojos compasivos, como alivio debido a sus desconsuelos. A ello los obliga la razón natural, y mucho más la caridad cristiana. Pero como la misma razón natural dicta, que los viejos, por su parte, correspondan a las atenciones afectuosas de los mozos; se deben hacer cargo de tratarlos [314] con agrado, escuchar sus vivezas sin impaciencia, corregir sus imperfecciones con dulzura, mitigando aquel tono autoritativo, con que muchos se hacen enfadosos; y mucho más aquellos, que con aire de Oráculos pretenden captar la veneración, inculcando a cada momento aforismos insulsos, cuyo único objeto son unas verdades triviales, ni ignoradas aun de aquellos, que no han llegado al estado de pubertad.

13. Cuanto llevo escrito en esta Carta, es a favor de mozos, y viejos; pues cuanto éstos se hicieren más tolerables a aquellos; tanto más los experimentarán complacientes, y obsequiosos. Solo me resta otra advertencia conducente al mismo fin, que aunque directamente solo es respectiva a la exterioridad del cuerpo; por el comercio íntimo de estas dos partes esenciales de nuestro ser, no deja de hacer el objeto, que toca, una impresión profunda dentro del alma. O sea por pereza, o por evitar la fatiga de cualquiera cuidado, o por un desengaño mal entendido; los viejos pecan muy comúnmente en la falta de limpieza. Convengo, en que una muy estudiosa aplicación suya al aseo, y mundicie, así en la cutis, como en la ropa, los hace despreciables, y ridículos. Aun en los jóvenes, aun en las mujeres, es reprehensible el exceso en esta materia. ¿Qué será en un sexagenario? Pero el extremo contrario da en rostro a todo el mundo. La vejez por sí misma es insípida, la inmundicia la hace tediosa, y el mal genio amarga. De modo, que juntándose todas tres cosas, constituyen un objeto enteramente insufrible. Así, en aquellos golpes de pincel inimitables, con que Virgilio pinta a Charon, Barquero del Río Infernal, le representa debajo de la idea de un viejo, sobre asqueroso, mal acondicionado; como que en su aspecto empiezan a padecer las almas las penas del sitio a donde él mismo las conduce.

Portitor has horrendus aquas, & flumina servat
Terribili squalore Charon: cui plurima mento
Canities inculta iacet: stant lumina flammae.

Y poco más abajo, extendiendo a la sordidez del vestido la del rostro.

Sordibus ex humeris nodo dependet amictus.

Pero dejo ya esta materia; porque siendo para la imaginación fastidiosa, también lo es para la pluma. Nuestro Señor de a V. P. una vejez serena, y apacible, y sobre ella una muerte cristiana, y religiosa, cual yo para mí deseo.


{Feijoo, Cartas eruditas y curiosas, tomo quinto (1760). Texto según la edición de Madrid 1777 (en la Imprenta Real de la Gazeta, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo quinto (nueva impresión), páginas 309-315.}