Filosofía en español 
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Tomo segundo Carta XVIII

De la crítica

1. Muy Señor mío: Según lo que Vmd. me escribe, parece, que también quiere meterse a Crítico, y hará muy bien, pues hemos llegado a unos tiempos, en que se puede decir, que desdichada la madre [240], que no tiene algún hijo Crítico. Notablemente adelantada está España de poco tiempo a esta parte en la bella Literatura, porque todo está hirviendo de Críticos. Cincuenta años ha, y aun menos, que ni aun en las más cultas asambleas se oían jamás las voces de Crítica, Sistema, y Fenómeno: y hoy están atestados los Pueblos de Críticos, Sistemáticos, y Fenomenistas. El año de diez asistí en una de estas Comunidades de Oviedo a un Acto de Filosofía, en que se defendía una opinión de Scoto sobre la materia primera. Tocando argüir a un Jesuita, que había leído algo de la célebre cuestión sobre los tres Sistemas del mundo de Ptolomeo, Copérnico, y Tycho Brahe, empezó su argumento con estas voces, Systema Thomisticum Materiae primae, &c. Extrañó la voz Systema el Actuante, extrañola el Presidente, extrañáronla cuantos estaban en el Aula, grandes, y chicos, como se conocía en sus gestos, porque nunca la habían oído. Sobre todo, el Actuante hubo de espiritarse, y aun no sé si después publicó, que había estado para decirle al Padre: ¿qué llama Si-es-te-ma? No-es-te-ma, Padre mío: aquí no disputamos por tema, sino por razón. ¡Lo que va de tiempos a tiempos! Ya la voz Sistema, como también Fenómeno, no sólo suena en las Aulas, mas en los Estrados, y aun en las Cocinas: pues hasta una guisandera, si contra su esperanza se le entrega algo de lo que adereza, saber decir, que es un fenómeno raro, y nada conforme al sistema común.

2. Pero vamos a nuestra Crítica. Díceme Vmd. que aunque a muchos oyó hablar de Arte Crítico, y reglas Críticas, habiendo preguntado aun a los mismos que frecuentan estas voces, ¿qué Arte, y qué reglas son esas? Nadie le satisfizo. ¿Qué lo extraña Vmd? ¿No sabe que la moda, que ahora reina, es hablar cada uno de lo que no entiende? Yo le diré a Vmd. lo que es Arte Crítica, y cuáles son sus reglas, empezando por una Paradoja. Hablando con propiedad, no hay Arte Crítica, [241] ni reglas de este Arte. Lo que se llama Crítica no es Arte, sino Naturaleza. Un buen entendimiento, justo, cabal, claro, y perspicaz es quien constituye un buen Crítico. El sujeto dotado de él, como por otra parte esté bien enterado de los materiales de que consta el asunto, sobre que se ha de hacer crisis, sin estudio de algún Arte particular, que le dirija a la crisis, la hará excelentemente; esto es, hará juicio recto de lo que se debe afirmar, negar, o dudar en aquella materia; y el que carezca de esta buena disposición intelectual, por más que estudie en la Crítica, sólo por accidente podrá acertar.

3. Esto consiste, en que estas, que llaman reglas de Crítica, no son más que unas máximas generales, que a todo hombre de buen entendimiento dicta su razón natural. Y aun algunas, ni aun piden buen entendimiento, sino entendimiento.

4. Eusebio Amort escribió un Tratado de Reglas de Crítica, muy acreditado entre los Eruditos. Vea Vmd. aquí algunas de las que propone:

Nihil temere, sine praevio examine, admittendum est.
Nihil in re dubia asserendum est.
Dubia semper, tamquam dubia proponenda, ac recipienda sunt.
Ratio est omni Authoritati humanae praeferenda.
Dubia non tolluntur per aliud dubium.
Omne argumentum probabile sumitur a communiter contingentibus.
Ille sensus verbis subesse credendus est, qui iisdem plerumque subjicitur.
Non omne dogma pro securo habendum, quod non damnavit Ecclesia.
Ubi credendum, testi idoneo credendum est.
Cuiuscumque Eruditi sententiae Orbis totius sensus praeferendus est.
Credendum potius paucitati Doctorum, quam multitudini Indoctorum.
[242]
Plus in Auctore ratio, quam auctoritas valet.
Consensus omnium Populorum praesumitur fundari in ratione naturali.
Auctor, in quo concurrunt multa indispositi ad veritatem animi indicia, non fundat praesumptionem.
Sensus verborum dependet ex uso loquentium.
Sensus verborum dubius debet sumi ex contextu.
Qui verba in sensu improprio accipit, tenetur dare rationem.
Expositio, quae ducit ad absurda, etiam ipsa est absurda.
Traditio tamdiu meretur fidem, quamdiu de eius corruptione non habentur positiva argumenta.

5. Fácilmente advertirá Vmd. que estas Reglas (omito otras muchísimas del mismo género) por sí mismas, sin necesidad de Maestro, o estudio alguno se presentan al entendimiento. Esto conoció muy bien el mismo Eusebio Amort; pues en el §. de Idoneo Controversarium Iudice, hablando de la Crítica, dice lo siguiente: Quamvis haec Ars scripta non fuerit, omnium tamen mentibus ex ipso lumine naturali insculpta est. Cum enim Regulae Criticae per se rite disposito intellectui manifestae sint, fieri non potest, ut Bactor bonus, qui sequitur dictamina luminis naturalis, has regulas frequenter transiliat. Fieri quidem potest, ut etiam Auctor bonus una, vel altera vice ex defectu attentionis, & sufficientis reflexionis aberret a regulis Criticis; sed qui frequenter recedit, habitum animi gerit a veritate remotissimun.

6. ¿Pero qué hacemos con estas reglas para terminar las cuestiones de Crítica? Nada, o casi nada. Esta es otra Paradoja, pero verdaderísima. La razón es, porque toda la dificultad está en la aplicación. Explicareme con ejemplos. Es cuestión de Crítica, si los libros, que andan con el nombre de San Dionysio Areopagita, son verdaderamente suyos, o supuestos. Los que defienden lo primero alegan a su favor la Tradición [243] constante de muchos siglos, y en este espacio de tiempo muchos, y graves Autores, que reconocieron aquellos libros por partos legítimos de Areopagita. Los que están por la contraria, prueban con muchos argumentos la suposición de aquéllos. Unos y otros convienen en la regla propuesta arriba: Traditio tamdiu meretur fidem, &c. Pero la dificultad está en guardar la fuerza de los argumentos que se oponen a la Tradición. Los primeros los juzgan ineficaces: los segundos fuertísimos, y aun concluyentes. Responden los primeros a los argumentos, y tienen sus soluciones por buenas: los segundos las califican de evasiones vanas. Y la cuestión subsiste desde casi tres siglos a esta parte, sin que la regla sirva para decidirla.

7. Segundo ejemplo en la persona del mismo Areopagita. Dúdase si San Dionysio, Obispo de París, fue el Areopagita, u otro distinto Dionysio. Alégase a favor de lo primero la Tradición constante de ocho siglos, hasta que Mr. Launoy, y el Padre Sirmondo empezaron a impugnarla; y Tradición, que no sólo reinó en la Francia, mas se extendió a los demás Reinos de la Cristiandad; pues aunque en los tiempos anteriores a los ocho siglos mencionados, o hubo sus dudas, o acaso por la mayor parte se creyó lo contrario, poco a poco fue prevaleciendo la opinión de que el primer Obispo de París fue el Areopagita, por los esfuerzos que a su favor aplicaron los Franceses, interesados en tener por su primer Apóstol, y Obispo tan ilustre Santo, y dar juntamente mayor antigüedad a la Iglesia de París. Alegan los que se oponen a la Tradición varios argumentos contra ella, a que responden los que defienden la Tradición. La dificultad está en la calificación de los argumentos, y de las soluciones, dificultad que no se puede resolver por la regla; con que uno, y otro partido se mantienen constantes. El mismo conflicto entre Tradición, y argumentos hay sobre la venida de los tres Santos hermanos, Lázaro, Magdalena, y Marta a Francia. [244]

8. Tercer ejemplo en orden a la regla, que manda preferir la razón a la autoridad. Dúdase si las profecías de las Sibylas, que tenemos en ocho libros, sean verdaderas, o supuestas. Las razones, que prueban la suposición, son muchas, y muy fuertes. Pero están a favor de su legitimidad algunos Padres que las admitieron como verdaderas. ¿Hemos de ceder aquí a la razón, o a la autoridad? Cada uno hace lo que quiere. ¿Pues no prescribe la regla que se prefiera la razón a la autoridad? Sí. Pero dirán los que están por los libros Sibylinos, que eso se debe entender, no de cualquier razón, sino de razón fuerte, y eficaz, y no aprueban por tales las que impugnan aquellos libros. Cuáles sean estas razones se puede ver en el Suplemento del Teatro Crítico, pág. 44, y 45.

9. Cuarto ejemplo en orden a la misma regla, en materia que me pertenece a mí. San Agustín en el lib. 18 de Civit. Dei, cap. 18, tomó el cuento del Asno de Oro, de Apuleyo, como que el intento del Autor fue persuadir como verdadera a los lectores su mágica transformación en Asno, con todos los demás sucesos consiguientes a aquella transformación. En el Tom. VI del Teatro Crítico noté, que padeció en esto una inadvertencia inculpable aquel Santo Doctor. Porque es clarísimo en la misma letra, que Apuleyo da aquella narración por fábula. Lo primero, porque en el Prólogo dice: Atque ego tibi sermone isto Milesio varias fabellas conseram. Lo segundo, porque al empezar la narración, previene al lector con estas palabras: Fabulam Graecanicam incipimus: lector intende, laetaberis. Lo tercero, porque llamándola Fábula Griega, no sólo confiesa, que son fingidos aquellos sucesos, mas también que la ficción, o invención no es suya; como en efecto es así, porque todo el tejido de la narración es tomado de Luciano en la Obra que compuso debajo del mismo título del Asno de Oro.

10. Esta advertencia mía exacerbó el humor bilioso [245] de cierto Crítico moderno, a quien plugo tratarla de irreverencia al grande Augustino, como que era tratar de entendimiento nimiamente tardo al más sublime de todos los ingenios, que encontrando el nombre de fábula en la primera cláusula, con todo, tuvo la narración por verdadera. Perdóneme el Crítico moderno, si le digo, que esto es trastornar con una Crítica adulterina las ideas de las cosas. Un ingenio no se dice grande, ni chico, tardo, o veloz, porque repare, o no repare, advierta, o no advierta, atienda, o no atienda todas las voces que hay en un escrito, cuando se lee. ¿Qué tiene que ver la atención con la penetración? Antes los ingenios más sublimes son los más sujetos a distracciones, porque aquella espiritosidad volátil, en que consiste la agilidad intelectual, los arrebata muchas veces de los objetos, que tienen presentes, a otros distantes. Con todo supongo, que si el examen de si Apuleyo presentaba a los lectores aquella historia como verdadera, o como fabulosa, condujese para los altos fines, que Augustino se proponía en sus Escritos, procuraría fijar la atención en cuanto se necesitase para este examen. Pero siendo una cosa tan indiferente, y aun tan inútil la averiguación de si aquel Gentil en su Asno de Oro habló de veras, u de burlas, ¿qué inconveniente tiene decir, que San Agustín leyó su Escrito con aquella negligencia, que es ocasionada a pasar por alto algunas voces, y aun cláusulas enteras? Es cierto que considerar a los Padres como igualmente expuestos al error, que otros Autores de inferior clase, es extravagancia herética; pero contemplarlos incapaces de toda negligencia, inatención, u descuido, mayormente en cosas de levísima, o ninguna importancia, es una veneración supersticiosa: Medio tutissimus ibis. Y esta es la verdadera Crítica.

11. Como yo en otra parte noté, que el Padre Delrío también cayó en el descuido de tomar como historia verdadera la del Asno de Oro, y dije allí, que aquel [246] Jesuita fue nimiamente crédulo en materia de hechicerías, también me añade ahora este cargo el moderno Crítico, y en defensa de Delrío me opone, que este Autor fue eruditísimo. Cosa por cierto muy del caso. Erudición, y credulidad son términos, como los llaman los Lógicos, dispartos, que ni dicen conexión, ni oposición. Hay Eruditos crédulos, e incrédulos, y del mismo modo hay entre los ineruditos uno, y otro vicio. Así tan buena ilación es esta: El Padre Delrío fue eruditísimo: luego no fue muy crédulo; como la otra: San Agustín fue un sublimísimo ingenio: luego jamás padeció descuido alguno. ¿Cómo se ha de hacer Crítica justa de nada, si de este modo se confunden las ideas de las cosas? También me cae en gracia, que la noticia de la grande erudición del Padre Delrío me la da, como suponiendo que la ignoro; y esto es bueno, habiendo yo en el Tomo IV del Teatro, Discurso XIV, número 62, y 82, estampado dos amplísimos elogios de la portentosa erudición del Padre Delrío.

12. Pero lo más notable de todo en esta acre censura, con que me hiere el Crítico moderno, como irreverente al grande Augustino, es, que él en la misma parte, y respecto del mismo Santo Doctor cae en otra irreverencia mayor, que la que a mí me imputa; o por decirlo mejor, si la mía es irreverencia, será una irreverencia venialísima, respecto de la suya. Atienda Vmd.

13. Muy luego que empieza a hablar de Apuleyo, cita unas palabras de San Agustín de la Epístola I a Marcelino, en que entre otras cosas dice, que aquel Autor fue elocuentísimo: Magna eloquentia praeditus. Este es el sentir de San Agustín en orden al estilo de Apuleyo. ¿Y en el de nuestro Crítico? En el folio siguiente se halla concebido en estas voces: In Metamorphosi hominis in asinum, licet omnia fere ex Luciano Apuleius expresserit, ubi tamen non illum vertit, sed imitatur, horride plerumque loquitur; & tam in hoc opere, quam in caeteris [247] frequentissime usurpat ferreas translationes, & ineptissimas catachresses, quae orationem reddunt, non solum insuavem, & iniucundam, verum, & ab usitato loquendi genere penitus alienam. Coteje Vmd. esta censura, y en ella especialmente el horride plerumque loquitur con el magna eloquentia praeditus. Quien dice aquello de quien San Agustín dice estotro, manifiestamente supone, que San Agustín, o su inteligencia, en materia de estilo, y elocuencia, era la más disparatada del mundo. Y esto es cosa muy distinta de decir, que San Agustín pasó por alto una, o dos palabras solas de Apuleyo. Vea ahora Vmd. si con mucha razón podré yo retorcer, o volver contra el moderno Crítico la punta de aquella sangrienta sátira, que él, contra toda razón, vibró contra mí: Huc ausus Critici nostri perveniunt, nec debita tantae sublimitati reverentia franguntur. Sed postremus totius saeculi emendator, satis ipse incaute, ac plerumque aliena corrigendo pererrat.

14. Muchos, muy doctos, y grandes Críticos, fuera de San Agustín, alabaron de muy elocuente a Apuleyo. Luis Vives afirma, que su gracia en decir es casi inimitable: Puto enim gratiam illam esse prope inimitabilem. Juan Sarisberiense siente, que en la elocuencia se parece a la fuente Socrática, y al torrente Platónico: Dicendi copia Socraticum fontem, & torrentem Platonicum facile redolet. En lo mismo convienen los dos Gaspares Sciopio, y Barthio; y este último le aclama amantísimo de la propiedad Latina. Qué bien viene esto con las frecuentísimas, e ineptísimas catacresis (voces impropias) que le atribuye el Crítico moderno.

15. Así hacen burla, y juego de la Crítica los que traen continuamente la Crítica en la boca. Las razones, con que yo apruebo, que no sólo es fabulosa la narración del Asno de Oro, sino que Apuleyo la dio por tal, son claras, evidentes, perentorias, como cualquiera que tenga uso de razón conocerá. ¿Cuándo, pues, sino en caso semejante, se debe seguir la regla de preferir [248] la razón a la autoridad? Con todo, el Crítico moderno no quiere que sea así, y ha de valer, no más que porque él quiere, la autoridad contra la razón, oponiendo contra ella muy fuera de su propósito la sublimidad del ingenio de Augustino. Pero sucede luego, que quiere hacer Crítica del estilo de Apuleyo, y la hace diametralmente opuesta a la de San Agustín. ¿Pues qué? ¿Sólo para contradecirme a mí ha de ser sublime Ingenio Augustino; pero cuando le contradice a él, se ha de estimar como un topo? Mas es, que en otra parte (Tomo I. página 410) porque le incomoda algo la autoridad de San Agustín para una opinión Teológica, que sigue, cita, y aprueba la siguiente sentencia del Doctísimo Padre Petavio: Augustini non pauca, nec levia errata circunferuntur, quae profecto, nec Catholica sunt, nec haberi Synodus ulla OEcumenica voluit. De modo, que quiere el moderno Crítico, que en cosas Teológicas haya errado San Agustín muchas veces, y no levemente. Pero cuando se dice, que el Santo padeció un leve descuidillo en la lectura de un libro profano, ¡Santo Dios! enfervorizado su celo, prorrumpe contra mi atrevimiento en aquella horrísona exclamación: Huc ausus Critici nostri perveniunt, nec debita tantae sublimitati reverentia franguntur.

16. No es este el único asunto, en que este Autor me impugna. En otros muchos se viene a mi encuentro muy voluntariamente, y a veces con algo de acerbidad, sobre que yo pudiera vindicarme, cum moderamine inculpatae tutelae, como hice en la cuestión presente. Es verdad, yo lo confieso, y lo agradezco, que compensa las invectivas con las alabanzas. Pero mi sentir es, que en uno, y otro excede. Me elogia repetidas veces gratuitamente, y muy sobre mi mérito; y me impugna otras con no poca acrimonia, atropellando mi razón. Tal vez se sigue inmediatamente al panegírico la censura; como cuando después de ensalzar al Cielo con las expresiones más enérgicas mi estilo, le pone la nota de [249] introducción de algunas voces peregrinas; en que es muy de notar, que las únicas, que pone para ejemplo, son consorcio, misceláneo, y dirimir; las cuales no sé cómo se me puede negar, que son bastantemente usadas en España.

17. Yo atribuyo el exceso de los elogios al generoso, y noble genio de este Autor; y el de las censuras a la gran discrepancia de los dos en el genio Crítico. El camina casi siempre con la multitud: yo me desvío de ella frecuentemente. El sigue las huellas comunes del Pueblo literato, por lo menos no se avanza a aserción alguna en que no vea a su favor algún poderoso partido. Yo batallo muchas veces solo, y algunas poco acompañado. El abraza las opiniones recibidas; yo impugno muchísimas. De aquí viene llamarme postremus totius saeculi emendator. Sarcasmo descubierto, que será oído de muchos con aprobación en España, donde reina una, que se llama Crítica, sin serlo, o siendo verdaderamente una Anticrítica; pues apenas hay uno de los que se atribuyen la cualidad de Críticos, que tome la pluma sino para apoyar las preocupaciones, y errores del Vulgo. Nadie negará, que esa es la ocupación más fácil, y cómoda, que se puede dar a la pluma. Para vivir en paz, y recibir aplausos del engañado Populacho, no hay cosa mejor. El Vulgo les da a estos Escritores todos los materiales, que han menester, y ellos se los pagan, echándole polvo en los ojos para hacer más rematada su ceguera.

18. El Autor Inglés, que debajo del nombre de Sócrates moderno corre hoy con tanta celebridad, después de referir el desatinado sueño de un Astrólogo Judiciario de su Nación, llamado Guillelmo Ramsei, que decía, que la noche no era efecto de la ausencia del Sol, sino del influjo de unas estrellas tenebrosas, y obscuras, las cuales arrojan tinieblas, y sombras a la Tierra, así como el Sol arroja esplendores, y luces; hace una elegante aplicación, de este sueño a los varios Escritores [250] con estas palabras: Yo miro a los Escritores en el mismo punto de vista, que nuestro Astrólogo los cuerpos celestes. Todos son estrellas. Pero unos esparcen luces, los otros tinieblas. Yo podría nombrar algunos, que son estrellas tenebrosas de la primera magnitud; e indicar otros, que aunque de ínfima magnitud, coligados, y puestos en montón, forman una constelación tenebrosa. Nuestra Nación está obscurecida de mucho tiempo a esta parte por estos Antiluminares, si me es permitido usar de esta voz. Yo los he sufrido cuanto me fue posible; mas al fin ya he resuelto levantarme contra ellos, no sin esperanza de arrojarlos de nuestro hemisferio. (Tomo VI. Discurso XVI).

19. Poco, o ningún comento es menester para demostrar cuán justo viene todo este texto a lo que pasa en materia de Crítica en España. Hay una, u otra Estrella luminosa, que según el caudal de luz, que tiene, ilustra la Región baja del Vulgo, desterrando las sombras de sus errores. Pero para cada Estrella luminosa hay veinte, treinta, cincuenta, ciento de las tenebrosas, que al punto salen a obscurecer lo que aquellas han iluminado. Y hay Estrellas tenebrosas de diferentes tamaños. Hay algunas de muy bastante magnitud, se entiende por sus títulos, estudios, y empleos, y aun en cierto sentido por su doctrina. Y hay otras (de estas, muchas) por todos respetos pequeñísimas.

20. Entiendo por las primeras los sujetos de mucho estudio, e igual calificación, pero de ninguna Crítica. Es el caso, que la Crítica buena, justa, acertada, no la dan los libros, ni los títulos, o empleos. Sólo Dios la da, porque sólo Dios da el claro entendimiento, el ingenio perspicaz, el juicio exacto: que en esto, y nada más consiste la buena Crítica. No sólo el estudio de otras Facultades, mas ni aun el estudio de la misma Crítica hace Críticos, así como ni el estudio de la Poesía hace Poetas, ni el de la Retórica Elocuentes. Todo pide ingenio, y numen; y sin ingenio, y numen todo es [251] nada. No es esto decir, que el Crítico se haya de apartar de las que llaman Reglas del Arte; sino que ni es, ni será jamás buen Crítico el que sólo debe esas reglas a su estudio, y no a la representación de su luz nativa. El Tratado, que Eusebio Amort hizo del Arte Crítica, está muy acreditado, y con mucha razón. Yo he leído todas las reglas que prescribe. Todas me parecen muy justas. Pero al mismo tiempo juzgo, que cualquiera que para percibir aquellas reglas ha menester estudiarlas, o necesita para comprehenderlas más luz, que la del propio ingenio, tiene un entendimiento muy poco claro, y así nunca puede ser buen Crítico. Errará frecuentemente en la aplicación de las reglas, porque esta misma aplicación, aun sabidas las reglas, pide un juicio exacto, y perspicaz. Faltando este, o se ciñen, o se extienden indebidamente las reglas. Del mismo modo que nunca dará los puntos justos, o afinados, como dicen los Profesores, en el canto, por más que le instruyan en las reglas de la Música, el que por defecto del órgano tiene la voz naturalmente desentonada; ni más, ni menos, sólo por accidente, pondrá la crisis en el punto debido quien no tuviere aquella perspicacia nativa, que yo llamo tino intelectual, por más presentes que tenga en la memoria las reglas de la Crítica.

21. Todos convienen (pongo por ejemplo) en que para la Crítica de la Historia se ha de hacer aprecio de la Tradición. ¿Pero en qué punto, o grado se ha de poner este aprecio? Aquí está la gran dificultad, porque en cada distinto caso hay distintas razones de dudar. ¡Cuánto hay que considerar, y pesar en cada Tradición! Lo 1, su extensión. Si es sólo de la Plebe, si de un Pueblo sólo, si de una Provincia, si de un Reino. Lo 2, su antigüedad: si aunque sea muy antigua, lo es mucho menos que el hecho que ella enuncia. Lo 3, si hay monumentos que la apoyen, y de qué calidad; si carece de ellos; si los hay en contrario. Lo 4, qué Autores la patrocinan, o la impugnan: que fe merecen atenta [252] su sinceridad, ciencia, neutralidad, o pasión. Lo 5, la conexión, u oposición de la Tradición con las Historias autorizadas, o recibidas. Lo 6, si el hecho enunciado por la Tradición es posible, o imposible. Lo 7, supuesta su posibilidad si es verosímil, o inverosímil. Todas estas cosas, y otras, que omito, no sólo se han de examinar, mas también pesarse, y combinarse. ¿Qué sutileza, y comprehensión no pide esta combinación, y graduación?

22. Por ser tanto lo que hay que examinar, y que pesar en las Tradiciones; y porque son muy pocos los dotados de los talentos necesarios para examinar, combinar, y sobre todo para pesar justamente, porque mendaces filii hominum in stateris, cada Autor dice lo que quiere. De aquí es, que no hay Tradición tan descabellada, que no tenga Escritores, que la apadrinen; y todos, o casi todos los que en algún modo se interesan en su crédito, son seguros por ella.

23. Este inconveniente no puede atajarse por medio de las reglas, porque cada uno las explica, extiende, y ajusta a su modo; y no hay regla que no sea Lesbia para quien quiere abusar de ella. Sobre todo, en orden a la inverosimilitud de un hecho, es muchas veces absolutamente imposible convencer al que afirma el hecho; porque el discernimiento de lo verosímil, o inverosímil a veces pende puramente de cierta sagacidad, pulso, o tino mental, que no puede explicarse en silogismos. Así sucede frecuentemente, que uno dice con gran razón, que tal Historieta tiene todo el aire de fábula, o narración romancesca; y el que está a favor de ella mantiene lo contrario, sin riesgo de ser convencido.

24. Lo peor que hay en esta materia es, que demás de las reglas, que dicta la buena razón, han querido introducir algunos Escritores otras reglas antojadizas, sin otro fundamento, que la conveniencia que hallan en ellas para establecer esta, o aquella opinión, que siguen. De modo, que se puede decir, que en las reglas de Crítica [253] hay como en las perlas, unas naturales, y otras ficticias. He oído, que un Religioso, que pocos años ha dio a luz un libro entero de a folio sobre la Crítica de la Historia, estampó en él la regla de que la Tradición de una Provincia constituye opinión probable; y la de un Reino, v. gr. España, o Francia, certeza moral. Verdaderamente que con un salvo conducto de tanta amplitud innumerables patrañas pasarán con el carácter de moralmente ciertas. Se podría formar un volumen de bastante bulto con la simple enumeración de Tradiciones, que se mantuvieron siglos enteros en algunos Reinos, y después los Eruditos las proscribieron a fuerza de razones ineluctables.

25. Y es de admirar, que a este nuevo Crítico no ocurriese una objeción concluyente contra su nueva regla, que fácilmente se viene a los ojos; y es, que las Tradiciones de esta, o de aquella Provincia ordinariamente pasan a serlo de todo un Reino, sin más mérito, que el que tuvieron para serlo de tal, o tal Provincia; porque este tránsito proviene, como de único principio, del recíproco comercio de unas Provincias con otras; y es ordinarísima la extensión a todo el Reino, cuando todo, y no sólo la Provincia donde se originó la Tradición, es interesado en ella. ¿Qué nuevo examen precede a esta extinción? Ninguno. Oyen la tradición los de la Provincia inmediata, y éstos la comunican a otra, &c.

26. Del mismo modo la Tradición de un Pueblo particular pasa a serlo de una Provincia. Y pienso que serán muy pocas las Tradiciones, que no deban su origen, y fundación a un Pueblo particular.

27. Añádese a esto la contradicción que hay entre varias Tradiciones admitidas en Reinos enteros. Pongo por ejemplo. Es Tradición de la Francia, que el cadáver de mi Gran Padre San Benito está entero en Floriaco. Y es Tradición en Italia, que está entero en Casino. ¿Pueden dos Tradiciones diametralmente contrarias, y aun contradictorias, ser moralmente ciertas? [254]

28. Lo que yo siento es, que las Tradiciones populares, sean de un Pueblo sólo, o de una Provincia, o de un Reino entero, no se deben admitir como verdaderas sin examen. Es menester mirar qué apoyos tienen, y qué objeciones padecen, y determinar según prevalecen aquéllos, o éstas. Cuando no hay pruebas a favor, ni argumentos en contra, no se inquiete al Pueblo en su posesión, si de la posesión no resulta algún inconveniente: como realmente le hay, y muy grave algunas veces, experimentándose, que no pocas autoriza la Tradición en varios Pueblos algunas prácticas supersticiosas. Pero sobre el punto de Tradiciones populares puede verse el Teatro Crítico, Tomo V, Disc. XVI, donde se trata con alguna extensión esta materia.

29. La prueba ab auctoritate en la Crítica no está menos sujeta a incertidumbres, y confusiones, que la que se toma de la Tradición. Es regla segura, como dije arriba, que se debe preferir la razón a la autoridad. Supónese, que ha de ser razón fuerte, y de tal eficacia, que a todo entendimiento bien dispuesto induzca a un prudente asenso. Todos convendrán en la regla explicada de este modo. ¿Mas qué hacemos con esto? Nada. Toda la dificultad queda en pie, porque aquel, a cuyo favor está la autoridad, desprecia como débiles los argumentos de que usa la opinión contraria, por robustos que sean. Ya se ve, que también sucederá, y sucede, que los que militan por la razón contra la autoridad, preconicen por muy fuertes argumentos que lo son. Mas lo primero es mucho más frecuente.

30. Júzgase que los que de este modo están por la autoridad contra la razón, lo hacen por un religioso respeto hacia aquel, o aquellos Doctores, que favorecen su opinión. Y no es así, sino porque en fuerza de aquella autoridad la opinión se hizo común. En aquellos siglos de la decadencia de las Letras estudiaban los hombres, lo poco que estudiaban, a la manera Pitagórica. No se examinaba la razón; sólo se atendía a la autoridad. No [255] padecieron aquel gran detrimento las Ciencias, porque faltasen hombres aplicados a la lectura, sino porque se usaba de la lectura sin discernimiento. Cualquiera opinión, dictamen, o máxima, se hallaba en un Autor de mucha fama, se abrazaba como una verdad incontrastable. De este modo se fundaron entonces muchas opiniones, y por el mismo principio se hicieron comunes, porque sucesivamente iban jurando todos in verba Magistri. Puestas en este estado, cuando uno, u otro Autor libre de preocupaciones, quiere atacar alguna de aquellas opiniones, ciento salen contra uno a favor de ellas. ¿Pero qué? ¿Por respeto del Doctor, cuya autoridad alegan? No, sino por respeto de la multitud de los sectarios que le siguen. Esto se ve claramente, en que estos mismos, cuando la autoridad está contra la multitud, van contra ésta abandonando aquélla, aunque abandonándola con la urbanidad de eludir los pasajes con interpretaciones violentas, y tal vez usando del efugio de decir a Dios, y a dicha, que acaso el texto está alterado, o interpolado por algún copista.

31. En general, los que como ovejas siguen el rebaño de la multitud, han abrazado la máxima de no ceder, sino a objeciones dotadas de evidencia, como si en materias de Crítica cupiesen rigurosas demostraciones. Así cualesquiera argumentos, que les propongan, con decir haec non prorsus convincunt, y dar después cualquiera apariencia de solución, aunque sea saltando mil bardas, terminan la cuestión muy satisfechos. Este es abuso horrendo en una Facultad, donde nunca se puede arribar a una evidencia tal, que cierre la puerta a toda evasión. Una tal evidencia está adjudicada privativamente a las Matemáticas. Fuera de ellas, es preciso contentarnos con la verosimilitud, la cual, cuando llegue al más alto grado de perfección dentro de su línea, no puede pasar de constituir certeza natural.

32. Yo, a la verdad, no puedo atribuir a falta de conocimiento este abusivo modo de defender las opiniones [256] vulgarizadas, porque veo en uno, u otro de los que le practican un ingenio nada vulgar. El sujeto, de quien hablé arriba, que me impugnó en asunto de la fábula del Asno de Oro, y en otros muchos, es sin duda hombre de gran doctrina, de elegante pluma, y de entendimiento despejado. Hácese muy bien cargo de los argumentos que hay contra las opiniones comunes en las cuestiones, que toca, y los propone con toda la fuerza que tienen. Con todo, apenas jamás hace frente a la multitud. Síguela ordinariamente; y cuando no, deja la cuestión indecisa. Esto segundo puede ser timidez.

33. Lo cierto es, que las prendas intelectuales, sean las que fueren, nunca harán un buen Crítico, si faltan otras dos, que pertenecen a la voluntad. ¿Cuáles son éstas? Sinceridad, y magnanimidad. Si falta la primera, el interés de Partido, Comunidad, República, Patria, &c. tal vez el personal, arrastra al Escritor a escribir lo que no siente, o por lo menos a callar lo que siente. Si falta la segunda, por convencido que esté de alguna verdad opuesta a la opinión común, por no estrellarse con innumerables contrarios, abandonará aquélla por ésta.

34. He expuesto a Vmd. cuanto hay de realidad en materia de Crítica, con lo que podrá ya hablar con fundamento de esta Facultad en cualquiera corrillo; mas no por eso será en adelante más Crítico que fue hasta ahora.

Nuestro Señor guarde a Vmd. &c.


{Feijoo, Cartas eruditas y curiosas, tomo segundo (1745). Texto según la edición de Madrid 1773 (en la Imprenta Real de la Gazeta, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo segundo (nueva impresión), páginas 239-256.}