Medalla de Trabajo de Fermín Sanz Orrio
(Madrid, Ministerio de Trabajo, 16 de julio de 1947.)
Hoy es día de tregua en nuestro duro batallar. Toda tregua significa siempre momentánea quietud, remanso de paz; pero la de hoy no es solamente un paréntesis de descanso y alivio, sino también alegría ancha, estímulo y lección.
Lección de un luchador de vanguardia en el frente de nuestra Revolución Nacional, que nos marca rutas de superación, que nos enseña a amar con violencia los más ásperos servicios, a mantener ardientes en nuestro espíritu los recios modos falangistas de sacrificio y de deber en esta dura brega de la paz, que como la de la guerra, quizá más que la de la guerra, exige jornadas de dolor y combate y unión cerrada de muchas inteligencias, muchos brazos y muchas voluntades resueltas a vencer.
Estoy seguro de que no esperas de mí frases de lisonja. Ni tú ni nosotros entendemos de florituras decadentes ni de formulismos protocolarios, y nosotros y tú sabemos que las condecoraciones no defienden, sino que obligan, no crean derechos, sino que engendran nuevos y más rígidos deberes; sabemos que sólo representan la gloria de una hoja de servicios limpia, que merecen los que se han portado como buenos, y la íntima satisfacción que los espíritus selectos sienten ante la justicia que se rinde a sus conciencias insobornables.
Esto es lo que nos enseña nuestra doctrina mística y heroica con su sentido recio y simple de entender la vida y la muerte, la justicia y la Patria. Yo sé también que esa cruz que te imponemos a ti, digno soldado de la Revolución, no la consideras tuya ni nuestra, sino de la bandera roja y negra que, dolorida por el recuerdo presente de tantas despedidas heroicas, hoy tremola aliviada de pesar al ver que aquellos sacrificios no fueron estériles, porque todavía se alinean bajo sus pliegues filas apretadas de hombres que llevan clavadas en sus vidas limpias la inquieta ansiedad nacional- sindicalista que presidió tantas muertes gloriosas, porque todavía cobija músculos tensos y mentes altas que entregan su pasión y su fe para que nuestro frente de justicia siga avanzando implacable, con ardiente sed de futuro bajo flechas al cielo y yugos en cruz.
Para muchas gentes este acto no tendrá importancia, pero espíritus menos superficiales quizá vean a través de su sencillez cierta grandiosidad de símbolo, porque precisamente en este momento crucial de la Historia, en una de las ciudades del mundo en la que el frenesí creador de las fuerzas plutocráticas amontonó los mayores refinamientos de la civilización material, se levanta uno de los más suntuosos palacios del Orbe, en cuyos salones magníficos los representantes de muchas naciones oprimidas y depauperadas se dedican, con solemne prestancia, a jugar a una paz que no parecen querer y a una comprensión internacional a la que no saben, no pueden o no quieren llegar. Y mientras las deliberaciones de esa solemne asamblea sólo alcanzan a levantar nuevas barreras de odio entre los pueblos martirizados, aquí, en España, la calumniada, la zaherida, unos hombres honrados se reúnen en hermandad caliente para premiar a un camarada que lucha con encendido afán, cristalizado en hechos tangibles, encarnado en obras fecundas por el alumbramiento de una nueva etapa de vida más justa en un mundo mejor. Un mundo en que los hombres puedan vivir una existencia digna, con paz, amor y pan.
Y es muy posible que el hombre de la calle, ese hombre de la calle que ha visto derribados tantos ídolos y rodar por el suelo tantas caretas, al medir el duro contraste que se clava en su mente, las mentiras que resuenan en aquellas bóvedas espléndidas y las realidades que ilumina este austero sol de España, abiertos los ojos a una nueva luz, lleve su pensamiento muy cerca de estos dos gritos:
¡Viva Franco! ¡Arriba España!