Filosofía en español 
Filosofía en español


Al Consejo del Instituto Nacional de Previsión

(Madrid, 26 de octubre de 1944.)


Al recordar que hoy celebrabais Consejo no he podido resistir a la tentación de venir a felicitaros por la efectividad de vuestra acción y a agradeceros una vez más vuestro servicio. Pero esto completamente al margen de la rutina oficial, de las intervenciones meditadas y obligatorias, en una manifestación espontánea y cariñosa de mis sentimientos; de alcance exclusivamente íntimo y personal. Y es que en los últimos tiempos el Instituto Nacional de Previsión se ha superado a sí mismo en el ejercicio de su función, cada vez más difícil, por lo compleja y por lo urgente. En Subsidio Familiar, en Vejez, en Accidentes la actividad desplegada ha sido magnífica, sin que en la justicia de mi reconocimiento pueda olvidar vuestra tarea en el Seguro de Enfermedad. Quiero recalcar que mis palabras constituyen la sincera expresión de mi pensamiento, expuesto con la comodidad de una confidencia amistosa que me permite prescindir de la precaución y de la lima a que obligan las manifestaciones en público. Por eso no quiero pasar por alto la consideración de las grandes dificultades con que os enfrentáis, sobre todo, en el Seguro de Enfermedad. Vosotros sabéis que, con frecuencia, para las pupilas expertas, las pequeñas derrotas son grandes triunfos y que las paradas inevitables, si de ellas se sale, con mayor rapidez de la prevista, deben entenderse como éxitos.

Sólo a quienes desconociesen estas elementales nociones de lo que es una batalla social difícil, pudieran desanimarles circunstanciales adversidades. Para mí, contra lo que otros puedan pensar, las actuales incidencias de nuestra empresa sólo me conducen a afirmar mi fe y mi confianza, no sólo en vuestra capacidad, sino, lo que vale más aún, en vuestra adhesión personal e ideológica. Por eso no cabe otra cosa que animaros a continuar con el mismo tesón e idéntico interés.

Quiero resaltar entre todos los perfiles de vuestra acción uno de los más meritorios: me refiero a vuestra exactitud en el cumplimiento de las consignas del Gobierno de la Nación que habéis recibido por mi conducto, respecto a la necesidad de la colaboración con Entidades privadas en el Seguro de Enfermedad.

Yo sé que esta forzada colaboración implica un sacrificio. El compartir la gloria de un triunfo se hace, para quienes tenéis una noble manera de entender la vida, mucho más cuesta arriba que el dividir la mezquindad de un aprovechamiento económico. Contra interesados detractores, yo estoy seguro que las dificultades presentes no han variado vuestra primitiva confianza en las posibilidades de poner en marcha un Seguro sin colaboración a base exclusivamente de la Caja Nacional y con la urgencia que se nos exige. Compartiendo vuestra opinión, asegurada por tantas pruebas de capacidad y por tan razonadas garantías, no puedo menos de admirar vuestra actitud disciplinada y alegre en servicio de imperativos políticos. Ha calado en vosotros más que el dolor de sacrificar la legítima ambición de un triunfo exclusivo, el acatamiento a una disciplina que me consta no sólo abarca la acción, sino el pensamiento. La gloria del éxito va a ser compartida, pero el desprestigio de un fracaso iba a recaer íntegro sobre vosotros, y teniendo en vuestras manos tantos resortes para boicotear el sentido colaboracionista impuesto, los habéis utilizado, por el contrario, en su defensa. No sabéis bien hasta qué extremos me impresionan esta comprensión y esta fidelidad, que me han relevado hasta hoy de obligaciones y actitudes dolorosas. Pero hay aún en vosotros otra condición digna de tenerse en cuenta: la maravillosa capacidad de asimilación de ritmos y estilos nuevos que estáis demostrando. Hasta en lo físico la inercia es una ley inflexible, cuyos efectos no es nada fácil equilibrar. En lo espiritual, la inercia de una larga trayectoria no se anula sin un magnífico esfuerzo de voluntad en servicio de una fe a la que se despierta y en obediencia a unos mandos en que se cree.

La relatividad es indudablemente una gran verdad. Cada día trae su afán y cada hora una necesidad distinta. Yo soy un ferviente admirador de la orientación pasada que dieron al Instituto Nacional de Previsión directores eminentes, porque respondía a un estado de cosas y de espíritus distinto del que estamos viviendo. El mundo evoluciona y hay que amoldar a las nuevas corrientes los nuevos cauces. En la vida de las colectividades, el ciclo normal de una transformación económica cuando una época nueva trae una nueva inquietud. A esta presión, el sentido y la estructura de las Instituciones varían; pero cuando esto sucede es que se han cambiado ya previamente los hombres. Y es que es una regla general tan vieja como el mundo, que cuando nos identificamos con un sentido, cuando hemos vivido con él y hemos combatido honrosamente por él y lo hemos entendido además como acertado, porque un tiempo lo era efectivamente, halla en el corazón que se encariña instintivamente una resistencia a la novedad, aunque la inteligencia nos la muestre como necesaria. Pues bien; vosotros, algunos de vosotros, habéis sido esa excepción perfecta que tan raramente se da. Os habéis ceñido, comprensivos e inteligentes, a los tiempos nuevos, y habéis mirado lejos, y claro y adelante. Y cuando en un hombre se reúnen la experiencia de ayer y las convicciones de hoy, este hombre nos ofrece el máximum de garantías como agente de las transformaciones seguras y resueltas (¿no creéis?). Saber enmendar criterios que por haberse mantenido largo tiempo con devoción, por haberse aprendido de preclaros maestros y por haber sido además durante anchas etapas terceros, moldean la propia idiosincrasia y constituyen una segunda naturaleza en nosotros, es una prueba de abnegación más digna de encomio que el alegre entusiasmo de generaciones sin lastre educadas ya bajo otro signo. Indudablemente habéis sabido amar con la inteligencia la inquietud social del mundo moderno que en España recoge la Falange, con la inteligencia, que ya decía José Antonio «que tiene su manera de amar, como acaso no sabe el corazón».

He venido aquí hoy con una caprichosa inconsideración para las luces rojas de la circulación dialéctica y quiero que entendáis como una prueba más de confianza la deshilvanada manera de mis reflexiones. Exclusivamente voy a seguir pensando en alta voz.

Toda esta magnífica labor social que lleváis a cabo es al fin y a la postre una obra humana. Pienso en el hombre, el más viejo y el más nuevo de todos los problemas, y quisiera deducir alguna consecuencia práctica de las manifestaciones precedentes. Muchos de vosotros habéis lidiado demasiado en la vida para que yo venga aquí a descubrir ningún Mediterráneo humano que vuestra experiencia no haya recorrido ya muchas veces en todas direcciones.

En mi calidad de ocasional compañero de jornada a quien le está ordenado dirigir, sólo puedo recordaros verdades universalmente reconocidas y que vosotros compartís.

El hombre es mudable, y no tanto por veleidad interna y espontánea cuanto por circunstancias exteriores que unas veces le permiten, otras le aconsejan y otras le fuerzan a pensar o por lo menos a manifestarse de forma diferente. Así es muy frecuente que quienes nos ensalzan en los Domingos de Ramos, cuando atisban la posibilidad más o menos disparatada de un Viernes de Dolores entienden que es oportuno anunciar que por estas o aquellas razones van a verse precisados a cambiar de concepto. A veces estas modificaciones de criterio obedecen simplemente a qué en un determinado instante llega a resultar incómoda una rienda segura o se nos presiona para rebasar desniveles que nos sabemos sin fuerza para alcanzar. A veces se conjugan armónicamente, científicamente, ambos motivos. Y siempre en estos casos somos nosotros, si fuimos demasiado cándidos, quienes dolorosamente nos vemos precisados a cambiar de concepto. Aun teniendo en cuenta la especialísima condición de esta charla, os podrían parecer extrañas estas consideraciones si no os señalase claramente el fin (sobre todo el principal) que persiguen.

Como efectivamente el hombre es el sistema, quiero poneros en guardia contra la inmediata elección de colaboradores en las Instituciones que nacen. Vosotros sabéis bien la decisiva importancia que tiene la compenetración del individuo con la misión. Hay que elegir hombres que si encuentran en el servicio la solución de su vida, la satisfacción de una necesidad económica, al mismo tiempo entiendan su esfuerzo como satisfacción de una necesidad espiritual; que sientan apasionadamente la justicia que sirven y que estén moralmente adscritos al sentido nuevo por el que combaten materialmente desde su puesto de trabajo. Se precisan individualidades caldeadas capaces de superar la frialdad burocrática con el fuego de la idea y de la fe. Es posible el perfecto desempeño de una misión que nos conduce por caminos ideológicos diferentes a los que alientan en el fondo de nuestro pensamiento, y es posible el heroísmo de transformar éste en servicio de aquélla. Pero abundan bastante poco los héroes, y el que reconozcamos extraordinarias excepciones no quiere decir que aconsejemos su búsqueda como sistema general de elección de cuadros.

En los más perfectos engranajes, como en las sistemáticas más sabiamente perfiladas, el valor hombre es siempre supremo, pero mucho más en etapas de transformación en que se precisan rendimientos excepcionales y con frecuencia es necesario que un órgano se amolde al desempeño de funciones que no le son específicas. En el Ejército hay una magnífica expresión contra la exposición por el inferior de la falta de medios para servir una orden: «Súplalos usted con su celo.» Este celo es sinónimo de nuestra lucha, de pasión, de obsesión, por el objetivo que enfila el esfuerzo, de ardiente adhesión a unos sentidos que informan la manera de obedecer. De aquí la necesidad del funcionario soldado, pero soldado con esa ilusión entusiasta del voluntario.

Ya sé que en algunos espíritus, remansada ya la inquietud de un pasajero «snobismo» revolucionario, esta teoría del fervor –estigmatizada de muy... Frente de Juventudes– no tiene demasiados adeptos.

Muchos hombres se vuelven a encontrar a sí mismos en lo que por paradoja es el camino de perderse, y como después de una tormenta en la que el viento y la lluvia dieron a las siluetas alborotados perfiles, vuelven a recomponerse las indumentarias, se alisan los cabellos y se puede retornar a las suaves inflexiones de academia, porque ya pasó la necesidad de gritar para hacerse oír en la tronada. Conocéis de sobra ese achaque de vejez que entiende como imprudente exaltación de juventud todos los modos nuevos de acción y expresión, sin darse cuenta que renovarse o morir es un axioma demasiado cierto y constituye el eterno dilema de todas las generaciones, del que la nuestra tampoco ha de evadirse.

Sé que estoy pensando con vosotros y que no hago más que subrayar criterios que duermen en vuestro buen sentido y en vuestra exquisita sensibilidad. Y no creáis que es para mí pequeña tranquilidad este convencimiento. Elegid, pues, conforme a estas orientaciones, los hombres, y a esta meditada elección añadid la vigilancia más perfecta. Vigilancia que no afecta solamente a la materialidad del servicio, sino a movimientos más íntimos, de la intención, de la actitud y del pensamiento.

Hay una profilaxis de las negligencias, de las desobediencias y, en general, de todas las faltas al servicio, que ha de actuar –antes de su manifestación en actos– mediante una sutil captación de estados de espíritu, sobre el disentimiento y la rebeldía escondida y naciente. Una advertencia cariñosa, una reticencia dolorida (hasta una extraña alabanza fuera de lugar), corrigen a veces suavemente la iniciación de una discrepancia que una vez manifestada materialmente ya os veis precisados a castigar con sequedad. Ejerced este tipo de vigilancia. Os confieso que cada vez estoy más convencido de la necesidad de cuidar extraordinariamente a los hombres, y en estas reflexiones sin tema y sin sistemática me escapo sin querer constantemente a la consideración del elemento humano de nuestra lucha, factor esencial de la Revolución.

Esta palabra me sugiere otro alerta. Hay un peligro al que estamos expuestos todos, una tentación contra la que –como me ha sucedido a mí– habréis tenido que luchar cada uno de vosotros. Por una serie de circunstancias que no desconocéis, asistimos a una especie de ablandamiento de los ambientes. Así, si continuamos empleando el primitivo lenguaje –envoltura de la primitiva idea– que nos tacha de estridentes en la palabra hasta por los bienintencionados que no se dan cuenta del subconsciente anhelo de suavizar la doctrina que los atrae. Revolución, por ejemplo, es un término que se estima violento y hay un respeto humano al pronunciarlo. Quienes hilan más delgado, lo entienden como demasiado visto o demasiado fácil y sostienen que debe sustituirse por la explicación de su contenido. En la revuelta siguiente de este camino nos encontramos ya con los que afirman que al llevar a cabo esta explicación es inteligente prescindir de cuantas formas y conceptos duros puedan entenderse como demagogia. Y por esta cuesta abajo de refinamientos llegamos en seguida a una expresión y a una concepción incoloras, para círculos de iniciados, que la Nación ya no es capaz de comprender ni de sentir. Para decir una verdad tan clara y tan precisa como la de que la Revolución social y económica es necesaria, se manifiesta, por ejemplo, que el momento histórico aconseja entronizar ritmos más en armonía con la inquietud (democrática cristiana) de justicia social, que preside los espíritus. Claro está que a esta desorientación es adonde los que concretamente propugnan tales novedades querían llegar con el espejuelo de la selección, de la serenidad y del intelectualismo bueno para cazar calandrias de Ateneo. Porque en el fondo de toda esta corriente de ponderación no hay más que un habilidoso zancadilleo a la orientación ortodoxa del Caudillo, y es en afinados Círculos de especialistas donde se exhibe, como último figurín de la moda política, la especie de que hay que estar un poco de vuelta del extremismo –así se llama la firmeza–, porque la Revolución hace ya tiempo que perdió su momento.

Cuidad en vuestros hombres, mejor que cuidáis en vosotros la entera verdad –y digo mejor porque ellos lo precisan más– e insistidles en que quienes piensan en falsificarla con todas sus ínfulas de experiencia y preparación son los eternos asombrados que en las mañanas de la tragedia nos confesaban boquiabiertos su equivocación y su pavor.

Y como hemos hablado bastante, aunque acaso no lo suficiente, del hombre, quiero haceros unas consideraciones sobre el sistema y sobre la orientación del Instituto.

El tono de intimidad y confianza de esta charla me permite examinar una calumniosa imputación que vosotros sabéis como yo anda en boca de los enemigos. La que presenta al Instituto Nacional de Previsión como un Organismo con avariciosa avidez mercantil, preocupado de compaginar lo secundario de sus deberes sociales a lo primordial de su enriquecimiento. Estos tales entienden que el Instituto, poseído de un mezquino espíritu judaico (empleo su terminología), utiliza los Seguros Sociales como base e instrumento de sus beneficios, y que allí donde un Seguro es un buen negocio, el Seguro surge fácilmente a la vida, y allí donde un Seguro no pasa de ser una aceptable inversión, el Seguro no se construye.

Contra tan insidiosa injusticia, cuya inexactitud comprobé desde los primeros días de mi mandato, vengo luchando, como sabéis, en discursos, artículos y escritos dirigidos a la Superioridad. He repetido en todas partes y en todos los tonos que el Instituto es el instrumento más eficaz de la Revolución, la unidad de vanguardia en la lucha por la justicia, y esto porque sinceramente lo creo. He llevado a cabo defensas cerradas de la orientación financiera del Instituto, y en colaboración con vosotros hemos demostrado con cifras y actuaciones lo equivocado de aquellas apreciaciones.

En mi calidad de admirador del Instituto no cedo a nadie la primacía, y si no en la eficacia, tampoco en el ardor con que lo he defendido y lo defenderé de ataques injustos. Esta actitud me confiere autoridad para abordar derivaciones determinadas de esta cuestión con la libertad que tiene ante vosotros quien puede considerarse, en el afecto y en el interés por la buena marcha del Instituto, como uno de sus miembros. Las falsedades inteligentes buscan siempre un punto de apoyo en la media verdad. Conforme a esta regla, es absolutamente torpe la irresponsable acusación que examinamos, porque no cabe fundamentarla en vuestra preocupación legítima y obligada por la buena administración del capital que se os confía. Vosotros tenéis el sagrado deber de velar por el interés privado, sobre cuya base edificáis la obra social, y hacer compatibles ambos fines tan sabia y honrosamente como lo estáis haciendo es uno de vuestros méritos mayores. Me interesa exponer muy claro lo injusto del ataque, pero me interesa que reconozcáis que el ataque existe y que no es improbable que se aproveche para darle mayores vuelos una coyuntura favorable; concretamente, el Seguro de Enfermedad. El Instituto se enfrenta con este problema en un momento difícil y en condiciones nada fáciles. En plena ofensiva general de todos sus sectores abre un nuevo frente. Para quien no hubiera tenido la ciega confianza que el Caudillo –y no necesito decir que en esto como en todo acato y comparto sus puntos de vista– en la capacidad de sus mandos, la empresa era arriesgada. Naturalmente que es el Organismo excepcional a quien se le confía la misión excepcional, y que un Seguro fácil con toda clase de ayudas y garantías o un Seguro lento a cinco años vista hubiera sido más cómodo, pero menos honroso para vosotros, porque hubiera estado al alcance de cualquier mediocridad laboriosa.

El Seguro de Enfermedad es un Seguro financieramente afinado y para el que se nos marcaron plazos urgentes. En su realización y en estas condiciones, el prestigio del Instituto se juega ante la Nación a cartas decisivas. La lentitud, la imperfección puede mostrarse –no olvidéis que tenemos enemigos diestros en acecho– o como incapacidad al tropezar con lo difícil o como intencionado desinterés por una Institución de menos rendimiento mercantil, aunque tenga más importancia social. Quiero haceros meditar sobre la magnífica ocasión que se os presenta de proceder con decisión en beneficio del propio interés del Organismo que regís para deshacer de un golpe todas las suspicacias y sobre el peligro a que puede exponeros la timidez. (Ante nuevas peticiones de intervencionismos estatales enojosos, yo habría de tener, a pesar de todo, la misma comprensiva identificación con vosotros, no debéis dudarlo; pero, ¿tendría la teoría contraria un argumento más?)

Sobre el Instituto pesa el cumplimiento de un deber social cuyos problemas, por especiales circunstancias de esta hora, tiene que resolver por sus propios medios. Si esto le fuerza a inversiones y actividades urgentes cuyo volumen pudiera inquietar a quienes explicablemente miran las cosas bajo el prisma mercantil, pensad que vuestro deber para con ellos de buena administración y de atención a sus criterios debe estar dirigido por vuestra obligación para con la Patria como mandos de la obra social. No hay incompatibilidad, sino necesidad de coordinación entre ambas representaciones. Y si debéis evitar celosamente alegrías peligrosas para la estabilidad financiera del Instituto Nacional de Previsión, recordad que la mayor garantía de su firmeza económica es el volumen de la obra social acometida.

Si el Instituto es su soporte, su desequilibrio amenazaría una red de Instituciones que en esta época cualquier régimen tiene que atender como vitales para su propia existencia. En el Estado, por esta razón, debe residir vuestra seguridad para tomar medidas eficaces sin temores ni titubeos, porque forzosamente, si no ha actuado «a priori», no puede evadirse a la protección en futuras dificultades. Sin que ello sea tampoco propugnar acrobacias, y si se permite la escasa seriedad del símil en gracia a su exactitud, entiendo que hoy el Estado está garantizando los riesgos del Instituto tan pasiva, pero tan seguramente como la red del trapecista.

No veáis en estas consideraciones crítica para vuestra conducta, sino un aliento, una invitación a la acción y hasta una justificación ante vosotros mismos y ante los otros para emprenderla. Y no olvidéis que las derrotas tanto pueden ser hijas de la ligereza como de la irresolución.

Rápidamente, porque ya me he extendido más de lo que pensaba, quisiera también referirme al sistema. El mecanismo del Instituto está indudablemente concebido con perfección. Yo os aconsejaría una mayor flexibilidad, no tanto por disconformidad con su rigidez como en atención a lo excepcional de las circunstancias. Manteniendo una lucha difícil con objetivos urgentes se debe modificar siempre, en lo posible, en las unidades, el régimen estricto mantenido en la normalidad. Me parece oportuno aconsejar una mayor holgura que facilite el servicio y la rapidez de las tramitaciones, compensada con la existencia de una disciplina más dura en lo esencial. En el Ejército en campaña, sobre todo durante una acción comprometida, se prescinde de muchos ritualismos cuarteleros que entorpecen en tales circunstancias la eficacia; pero al mismo tiempo, nunca es exigido con mayor exactitud lo esencial del servicio, ni son mayores las penas para las faltas al deber. Este mismo sistema de rigidez flexible es el que quería recomendar. Existen una serie de enojosos trámites que está en vuestro buen criterio aligerar. El cumplimiento de una accidental prescripción puede paralizar actividades esencialísimas. Que la acción se enfoque íntegramente sobre lo urgente y necesario. Yo creo que ya os he dicho bastantes cosas o por lo menos bastantes palabras.

Os recomiendo especialmente la más resuelta acción en el Seguro de Enfermedad. En él nos jugamos el prestigio del Instituto, porque la colaboración pudiera exponernos a comparaciones desfavorables si no se presiona con decisión. El otro extremo urgente es la extensión práctica del campo de aplicación del Subsidio Familiar. Hace falta llevar rápidamente a los últimos rincones sus beneficios, juntamente con los que reporta el Subsidio de Vejez, de acelerar el ritmo de los repartos en la agricultura y mar. Estoy contento, como os decía al principio, de la marcha general de las cosas, pero necesitamos, porque así se nos ordena, redoblar el esfuerzo para acelerar el avance.

Y no quiero abusar más de vuestra simpatía. Vuelvo a reiteraros mi felicitación y agradecimiento y a reasegurarme de que a lo largo de estas divagaciones –vosotros, que entre tantas buenas cualidades tenéis la de ser buenos entendedores– habéis situado exactamente el verdadero objetivo de mi saludo. Objetivo que si esencialmente se limita a la felicitación y el reconocimiento, no deja de presentar, entre otros más prácticos que acaso mi torpeza deje confusos, ese porqué humano y sentimental, que en medio de la aspereza de la lucha intenta buscar en la confidencia y en la compañía de los fieles el refugio de un momento amable.

Y ya que lo avanzado de la hora me sirve de justificación para relevaros de contestarme, y que la mejor expresión de agradecimiento a la estricta justicia de mis palabras ha sido ya vuestra cariñosa atención, quiero, como con la mejor arenga, despedirme de vosotros con nuestros gritos de combate:

¡España Una, España Grande, España Libre!

 
(Madrid, 26 de octubre de 1944.)