En Sama de Langreo
(Sama de Langreo, 5 de junio de 1943.)
Trabajadores, camaradas: Aun en lo accidental, el rodeo es un despreciable sistema de entenderse los hombres; por eso vamos a perder poco el tiempo en justificar el porqué de nuestras palabras. Nuestro servicio nos une en relación directa, y es necesario centrar ciertos extremos de nuestra acción. Exclusivamente por eso estamos aquí, y este acto no debe ser entendido por nadie como una solemnidad festiva, sino como un trabajo obligatorio. Pero lo que sí queremos sentar de una manera terminante es que disfrazar las realidades, las actitudes o los pensamientos, constituiría un sistema infalible de inutilizar el provecho que en este trabajo intentamos buscar: el de establecer una comprensión que facilite nuestros avances inmediatos. Aquí vamos a partir del supuesto de que sabemos cada uno dónde estamos, aproximadamente; saltando por encima de todos los convencionalismos, nos proponemos examinar realidades verdaderas –adversas o favorables– con una ruda sinceridad.
Contra todas las incredulidades, más o menos fundadas, es perfectamente posible que un grupo determinado de una generación, asqueado de todas las politiquerías y rebelde contra todas las injusticias, se fuera un buen día alegremente a la guerra, no para evitar una revolución, sino para hacerla; no para defender un orden existente, sino para derribarlo. Una barrera de prejuicios, sobre cuya justificación no nos interesa ahora discurrir, puede presentar a ciertas mentalidades todos estos objetivos revolucionarios como una necesidad de seguir manteniendo en la paz, para no desdecirnos, la mentira de una propaganda entendida como un arma de guerra. El intento de sacar de su error, exclusivamente con palabras, a todos los que piensen así, empieza por ser una falta de sentido común y acaba por acarrear un desprestigio inseparable de todas las palabrerías. Sobre estos finales objetivos estratégicos de la Falange, cuya relación unos temen, muchos esperan y bastantes dudan, nos basta con afirmar escuetamente que motivan nuestro combate, sin importarnos demasiado que se nos crea o se nos deje de creer. Es la silenciosa argumentación de los hechos la que ha de darnos o quitamos la razón, y si esto último hubiese de suceder, estad seguros de que preferiríamos de antemano no haceros víctimas de un engaño más. Que mañana puede haber arrepentimientos tardíos por no haber visto claro a tiempo en el propio interés, no es culpa nuestra; todos los días, para quien quiera oír, se gritan los alertas en todos los confines de la Patria.
Pero si estas metas, acaso más cercanas de lo que muchos piensan, están más allá del presente inmediato y las establecemos como explicación de nuestra conducta y norte de nuestro pensamiento sindicalista, para llegar a alcanzarlas es preciso una preparación del terreno, una acción resuelta en la realidad que vivimos, donde puede ser eficaz vuestra comprensión. Estáis bastante equivocados si creéis que vamos a pavonearnos ante vosotros de las conquistas logradas en materia social desde el 18 de julio de 1936; que vamos a exagerar a voluntad la profundidad de una línea que, si en circunstancias normales hubiera mejorado el nivel de vida de muchos trabajadores, hoy constituye exclusivamente paliativo de una estrechez forzada por la elevación de los precios. Quien aunque continúe encastillado en cualquier antigua concepción sea capaz de enjuiciar las cosas con buena fe, habrá de convenir, sin embargo, en que el general Franco no marcó su victoria con el signo de una revancha clasista.
Pero no es el camino del agradecimiento el que nos interesa seguir para sentar las bases de una unidad que facilite nuestra lucha. Si se actúa por la fuerza de un ideal y por el compromiso contraído con muchos hombres que no tenían nada que perder y que ya no pueden relevarnos de nuestro juramento desde el silencio de sus tumbas de guerra, se rechaza con desprecio el sistema de comprar adhesiones sirviendo necesidades de justicia y de manejar a los hombres exclusivamente con el alhiguí del interés. No intentamos, con realidades favorables, ganar un alza de simpatía o de influencia en las muchedumbres españolas a quienes favorece; buscamos, para aumentar la celeridad de nuestra marcha hacia una justa transformación social y económica de la Patria, el acercamiento de muchos hombres, francamente, cara a cara, sin armas y sin monedas en las manos. Y es concretamente en el sector social y en este determinado instante donde, al margen de todos los imperativos políticos, queremos hacer pensar sobre la exacta realidad de las cosas, para lo que queremos comenzar por un balance de la situación hecho con toda la fría serenidad necesaria.
Legislación por legislación –hablan leyes y disposiciones perfectamente controlables–, la del Estado Nacional-Sindicalista es más ventajosa en lo social que la del año 1936, aunque no debemos pasar por alto que de entonces acá han transcurrido siete años, lo que debe frenar nuestros optimismos, y que luchamos con las dificultades de dos guerras, lo que debe aumentarlos.
No estamos comparando niveles de vida; nos referimos exclusivamente a los avances sobre el plano teórico de las ofensivas.
Estas conquistas nuevas constituyen unas veces mejoramientos dentro del sistema liberal –capitalista–; los pluses de carestía y otras constituyen además elementos de su transformación –la intervención estatal de la producción y el consumo–, que hace posible el abastecimiento de los Economatos a precios obligados. En lo social y en lo económico vivimos prácticamente el mismo régimen anterior a la guerra, con unos cuantos pilares nuevos que lo modifican y que deben facilitar la sustitución de las armazones viejas. El más importante de todos está constituido por un hecho que a menudo pasa desapercibido, a pesar de su trascendencia. Hemos llegado a lo que pudiera llamarse la nacionalización de la unidad, que presiona en el avance social. La lucha por la justicia la sostiene el Estado, no la mantiene el trabajador. Esta es una concepción revolucionaria incrustada en un régimen diferente, que origina una serie de consecuencias a veces entendidas torcidamente como desfavorables. Para obtener una reivindicación nueva ha sido siempre precisa en los Regímenes una fuerza determinada. En el Estado liberal puro, verdadero dinamómetro de los potenciales clasistas, el trabajador, para lograr un grado de avance, necesitaba ser capaz por sí mismo para imponerlo. Sin organizaciones sindicales poderosas y solidarias que, respaldadas con la razón de su fuerza y utilizando todas las armas, arrancaron por propia imposición cada mejora, el trabajador hubiera estado condenado a una perpetua esclavitud, sometido al poderío económico de intereses contrarios. El que, desaparecido todo ese aparato de protección, un Estado haya sido capaz de sustituir su misión, adoptando la decisión de imponer por su cuenta la justicia en las relaciones de trabajo, debe serenamente reconocerse como una realidad favorable, como una efectiva transformación. Esto priva, sin embargo, de una satisfacción perfectamente humana, porque cuando es el propio esfuerzo y la propia lucha quienes le logran una meta a nuestro interés, están detrás, acrecentando este interés, la pasión y el orgullo de nuestra fuerza, que saboreamos como otro placer de la victoria. Es la diferencia que encuentra el veterano de unidades de choque entre penetrar en un fortín sin lucha o tomarlo sin preparaciones artilleras en el asalto. No es en la vida el valor de las cosas, sino lo que nos cuesta el conseguirlas, lo que determina con frecuencia nuestro entusiasmo cuando las alcanzamos. Esta es la razón de que viva todavía en algunos espíritus la nostalgia de la huelga, del desplante y de la rebeldía. Nos interesa apuntar este perfil, pero no vamos a insistir demasiado en la torpeza de la concepción que sirve, porque estamos hablando a trabajadores expertos en la captación de directrices sociales eficaces, con un mínimum de sentido revolucionario. No creo que nadie se haya atrevido a defender la huelga, por ejemplo, como no sea como medio de obtener una reivindicación, como no sea como un mal necesario al servicio de un objetivo importante. Y cuando los hombres de una revolución se adueñan de un Estado, la primera medida es utilizar directamente los resortes del Poder para ir imponiendo sus concepciones, cortando a rajatabla, con implacable disciplina, todas las algaradas y sacrificios inútiles, que, por significar con sus perturbaciones una merma en la prosperidad de la Nación, amenguan el margen posible de sus avances. Desde nuestro punto de vista, y para la eficacia de nuestra acción presente y futura, el hecho de constituirse el Estado como elemento activo ejecutor de la justicia, al margen de todas las presiones, significa la entronización de un principio revolucionario efectivo en medio de muchos sentidos viejos que todavía nos faltan por rebasar.
A grandes rasgos, y expuesta con la máxima sencillez y objetividad, ésta es la situación en el frente social español. Algunas banderas rojas y negras clavadas entre muchos estandartes de ayer; algunas avanzadas importantes –sobre todo como bases de operaciones– y posiciones enemigas debilitadas por nuestra acción. Entendidas así las cosas, nos interesa discurrir con vosotros –sin concesiones de debilidad, pero sin desplantes de soberbia– sobre las consecuencias que para nuestra labor y para vuestro interés pueden deducirse de cada actitud. Claramente queremos exponer la influencia directa que podéis ejercer por vosotros mismos en la celeridad y en la eficacia de los nuevos avances.
En toda conquista social influyen, aparte de la tenacidad y de la decisión con que se persigue, varios determinantes. El primero de ellos es la capacidad de resistencia que presenta la economía de la Nación. A mayor prosperidad, a mayor potencialidad y firmeza del poderío económico, mayores posibilidades de acción social. Este es un axioma al servicio de nuestra estrategia, y de él arranca uno de los perfiles de vuestra colaboración personal en una lucha que debe ser la vuestra. No ignoráis que las dificultades de la guerra influyen desfavorablemente sobre nuestro desenvolvimiento económico; en horas así, los pueblos han de vivir por su cuenta y bastarse a sí mismos en unidades económicas cerradas, que hacen preciso forzar los índices de producción. De la intensidad de vuestro esfuerzo dependen mucho su baja o su elevación, que nos inmoviliza o nos ayuda. Temperamento y habilidad contra todos los boquiabiertos ante las excelencias de los hombres y de las cosas de afuera no nos faltan aquí, y contra toda esa teoría extranjerizante y mentecata de la preparación física y profesional de los mineros de determinadas cuencas, por ejemplo, tenemos la fanática convicción de que nosotros tenemos en Asturias mejores calidades humanas por coraje y destreza. La capacidad de rendimiento en el trabajo es una de las dimensiones de la hombría; nosotros la hemos entendido siempre como la bravura de la paz, y en estas cuestiones de calidad combativa individual no concedemos beligerancia a nadie, por muchas divisiones blindadas y muchas fortalezas volantes con que nos quieran asombrar.
Hace cuatro años, en España pusimos bastante más baratas las vidas, sin tanto aparato, en los dos frentes de batalla. Supongo que no entenderéis esta digresión como un truco para engañar chiquillos, sino como una manifestación de orgullo español que se subleva contra la mema mentira de nuestra inferioridad; y tanto falta a la sinceridad quien silencia su pensamiento porque puede entenderse como halago, como quien lo oculta porque le determina enfrentamientos.
La voluntad de rendir que hayáis de poner en vuestro trabajo y sus repercusiones en la situación actual hacen más sólidas nuestras posiciones para adelantar la línea de protección y de justicia. No inutiliza nuestro argumento la consideración de la inexactitud con que se reparte el sacrificio y se participa de la prosperidad; habría mucho que hablar de estos extremos, y preferimos que se nos considere extremistas en la acción que en la palabra. Nos vemos forzados a actuar sobre situaciones que arrancan de muy atrás, privados de muchos elementos de control que hace falta ir imponiendo en reñidas batallas. Pero lo que a pesar de todo es absolutamente cierto es que facilita o inmoviliza nuestros movimientos el alza o la baja de la producción. Creemos que no puede exponerse con más claridad la primera manera de ayudar eficazmente, por vosotros mismos, en la continuación de la obra social inmediata.
Ahora bien: lograda una conquista, es necesario que la ley en que se establece se cumpla con exactitud, que hombre por hombre llegue a todos en la vida el beneficio que para ellos representa sobre el papel en los planes de operaciones de una mesa de despacho, forzosamente a muchos kilómetros de la realidad. Supongo que juzgáis todos con exactitud la limitación de medios con que nos encontramos para saber exactamente la medida de casos concretos en que la ley se trata de incumplir o se intenta desviar en sus efectos favorables. Las reclamaciones ante los Organismos estatales, si constituyen en muchos casos un remedio eficaz y una garantía general de cumplimiento, no aseguran contra todas las transgresiones. La necesaria lentitud de sus procedimientos en épocas de aglomeración, forzada por la frecuencia de nuevas disposiciones, puede alargar situaciones injustas y no defender intereses legítimos con la agilidad y la rapidez necesarias. Por otra parte, creo que todos estamos al cabo de la calle en lo que concierne a la posibilidad de que no se formulen reclamaciones por temor a determinadas consecuencias; como hay unidades de trabajo que cumplen la ley con exactitud y colaboran en nuestra empresa con actitudes generosas, existen todavía hombres aferrados a concepciones injustas, desentendidos de la necesidad de esta hora del mundo, capaces de utilizar armas prohibidas en una lucha libre del interés. Contra todas estas dificultades necesitamos, en primer lugar, la acción resuelta de los propios perjudicados, que nos dé a conocer sin parcialidad, pero sin temor, la existencia de cada infracción. Pero nos es preciso también que para facilitar la urgencia de las soluciones se utilice un organismo con tentáculos inmediatos, en contacto continuo con el trabajador empresario y con el trabajador obrero. Por muchas vueltas que le deis, sólo puede servirnos, para ejercer una defensa rápida de cada interés legítimo y para proveer en muchos casos necesidades concretas que escapan a un examen de conjunto de las situaciones, la Organización Sindical. Estamos decididos a respaldar con toda la fuerza oficial del Organismo estatal que regimos la labor del Sindicato en este sentido, estableciendo una acción conjunta para obtener la máxima exactitud en el cumplimiento de las leyes. No nos interesan las opiniones personales que pueda tener cada uno de vosotros sobre nuestra concepción sindicalista; acaso la añoranza de los antiguos Sindicatos de clase os haga mirar con recelo la orgánica integración de los elementos de la producción que propugna. El Sindicato Vertical es un elemento específico, concebido para la etapa revolucionaria pura, que ahora vive la incomodidad de servir necesidades diferentes en un régimen que todavía no se amolda a sus estructuras. La realidad sindical actual, que conocéis, no puede servir de norma, por estas razones, para juzgarlo. Pero prescindiendo de estas consideraciones es indudable que puede rendir en esta etapa provisional un magnífico servicio, cuya eficacia en el sector concreto de protección que estudiamos depende mucho de vuestro acercamiento. Trabajadores empresarios y obreros tienen en el Sindicato un elemento activo que defienda su derecho, enmiende sus injusticias, curse sus inquietudes y dé cuenta de sus necesidades, en la seguridad que tiene toda nuestra confianza, nuestra ayuda y nuestra fuerza coactiva para que se le respete. No estamos dispuestos a conceder ninguna beligerancia en estas cuestiones a agrupaciones de cualquier clase, no encuadradas en su disciplina ni obedientes a su sentido.
Esta es la segunda forma concreta de colaboración que nos interesa para el mejor desempeño de nuestro servicio en el frente social. Hace falta dotar al Sindicato de una fuerza real, que no sólo constituya elemento efectivo para la protección de cada derecho, sino organismo que nos oriente y nos ayude a acertar, recogiendo directamente las realidades. Dejémonos de historias, de teorías y de prejuicios; no existe la fórmula mágica para resolver por arte de encantamiento los problemas de trabajo; hay que ceñirse a la realidad actual, para cuyo perfeccionamiento el Sindicato es un magnífico instrumento, y suponemos que no entrará en ninguna cabeza medianamente organizada que puedan exigírsele en este punto concreto rendimientos importantes con el desvío del trabajador.
Ya sabéis en qué dos formas, si os interesa, podéis ayudarnos en nuestra decisión de llevar adelante la obra social, en la que el Caudillo no sólo nos manda, sino que nos hostiga: sirviendo la prosperidad nacional con vuestro esfuerzo voluntarioso, y haciendo de cada Sindicato central de nuestras actividades. No hablamos de otra necesidad, la disciplina social, porque aparte de que estamos seguros –contra tantos interesados alarmistas– de vuestra conducta, contamos con resortes de sobra para imponerla. Suponemos que entenderéis también nuestra actitud abierta para con vosotros, no como debilidad ni como añagaza, sino como una sincera tentativa de comprensión. No como temor ni como simpatía parcial hacia un grupo determinado de hombres. Para nosotros, el empresario y el obrero son iguales ante la ley, acreedores a la misma defensa cuando juegan intereses legítimos. Intentamos encuadrar todos los intereses en un camino obligatorio de justicia; que nos sea preciso emplear mayor energía para encarrilar a los más fuertes, no prueba nada en contra, porque es más lógico que sean ellos los que intenten salirse de la formación. Estad seguros que, si Dios nos ayuda, llegaréis a comprender cuánta razón tenemos al afirmar que no es el jefe de vuestra Empresa el verdadero enemigo, y que la última solución del problema es llevar a cabo una revolución en que todos los trabajadores de la Patria –empresarios, técnicos y obreros–, sometidos en sus relaciones a la disciplina inflexible de la justicia, nos ayuden a derribar el cómodo parasitismo de unos pocos Budas panzudos, plácidamente sentados sobre su esfuerzo.
Pero hemos venido a buscar un sistema eficaz de reforzar la potencia de nuestra línea social; no vamos a perder el tiempo exponiendo hechos trascendentales para mañanas más o menos cercanos, sino importantes para un hoy que estamos viviendo. No queremos contar por años, sino por meses y hasta por semanas. Creo que vuestra veteranía en las lides sociales os hace adivinar que existen en la Patria dos frentes irreductibles, entre los que se libra una silenciosa batalla: el de una generación nueva, que entendió la guerra como medio de imponer una transformación social y económica revolucionaria, y el de los que acaso con su conducta tuvieran la culpa de que se vertiera nuestra sangre. El más grave riesgo para sus intereses lo constituye la comprensión de las dos vanguardias. Y no os engañéis porque muchos de ellos saluden como nosotros, porque si nosotros levantamos el brazo para elevar una Patria libre, hay quien lo levanta para detener una revolución justiciera.
Trabajadores de las cuencas mineras de Asturias: entended que con nuestras palabras de esta mañana aquí, en Sama de Langreo, donde no tenemos nada que inaugurar, como no sea una nueva postura de los espíritus, no os invitamos a la elección algarera de una actitud; os exigimos, con la desnuda franqueza que debe existir entre hombres, que fríamente y en silencio la meditéis.
¡Viva Franco! ¡Arriba España!