Filosofía en español 
Filosofía en español


A la quinta promoción de la Escuela Nacional-Sindicalista de Capacitación Social de Trabajadores

(Madrid, 20 de diciembre de 1942.)


Trabajadores, camaradas: Nuestra doctrina es clara y sencilla, y no hace falta ninguna clase de vulgarización para ponerla al alcance de todas las inteligencias. Cuantos quieren hacer de ella una jerga para iniciados, cuantos andan torturando sus cerebros en un prurito de quintaesenciar los conceptos, sólo han encontrado un buen sistema de perder el tiempo y el estilo.

La verdad no necesita encubrirse entre nieblas, porque su presencia a la luz es la más eficaz forma de ganar los espíritus.

La Cruz, que es la suprema verdad, es el signo de la suprema sencillez.

Nos proponemos en esta lección haceros un resumen de nuestra manera de pensar, pero hemos querido insistir antes en esta consideración. No tenemos una verdad para trabajadores y otra para filósofos. Estos que vamos a exponer son nuestros dogmas para todos. Lleguéis o no al convencimiento de que son los mejores, a vuestro lado o contra vosotros, hemos de seguir luchando por ellos hasta imponerlos en la Patria. Si os desanima examinar la distancia entre lo que decimos y lo que hacemos, entre una doctrina y una realidad, vuestro deber de trabajadores y de españoles es acortarla con vuestra acción. De esa misma desesperación se nutre nuestro coraje y tener la seguridad de que nos encontraréis a vuestro lado si os tienta la empresa de hacer verdad en la Patria cada consigna.

Con esta esperanza os hablamos, y con el objeto de no ser mañana responsables de que nos ignoréis hoy. No somos tantos como pudiera pareceros, pero no es el número de quienes la defienden el que califica la verdad. Si una majadería repetida por un millón de bocas sigue siendo una majadería, la verdad defendida por una sola escuadra sigue siendo la verdad. Pero es indudable que en la rapidez con que ha de imponerse en sus realidades concretas influye, si no una fuerza física que no tenéis, la fuerza moral que la fe apasionada de todos los trabajadores de la Patria puede prestarle a la urgencia de nuestra victoria. En este sentido nos interesa vuestra incorporación. Para eso os hemos traído aquí. Y no tenemos por qué ocultar que estamos en el comienzo de una gran ofensiva para encuadrar a todos los españoles honrados –que se batieron por ideal en cualquier frente– bajo nuestras banderas. Una ofensiva que gane a nuestra doctrina nuevos hombres a los que interese hacerla realidad, para que la tragedia española, tan cara en sangre, que hemos vivido, no termine un buen día en una frívola pantomima de revolución.

 
Como nació nuestro Movimiento

Los hombres de nuestra generación nos encontramos, al asomarnos a la vida española, no una Patria decadente, sino una Patria derrotada. No un conjunto de miserias pugnando ansiosamente por sobrevivir, sino una magnífica unidad de combate mandada por traidores. Apenas si se salvan de este calificativo media docena de hombres en muchos lustros. En un turno de partidos cansados se estaban dejando pasar las mejores ocasiones de España. Sólo por la fuerza negativa de la crítica se lograban los desplazamientos. La Dictadura vino por los desaciertos anteriores; el Gobierno Berenguer, por los desaciertos de la Dictadura, y la República, por los desaciertos de la Monarquía. Y hubiera venido el comunismo, por los desaciertos de la República, si no hubiera surgido una minoría heroica de patriotas que no venían por la fuerza de las negaciones a esperar pacíficamente la oportunidad de su turno, sino con unas cuantas afirmaciones claras que creían obligación imponer, saltándose por las malas la vieja legalidad de muchos años de traición.

Hasta entonces todos fueron cambios de postura provisionales bajo el mismo signo del hastío, de la dejadez y de los programas negativos. Se decía, verbigracia: «Estos hombres han perdido las colonias; estos hombres toleran la injusticia social; estos hombres están vendidos a poderes internacionales», pero nadie habló de un orden nuevo que definitivamente fuese capaz de recuperar o de no seguir perdiendo las colonias, de barrer la injusticia, de libertar a la Patria, y, sobre todo, nadie lo intentó cuando tuvo el Poder entre las manos.

Nuestra rabia de españoles jóvenes contra la podrida política que empezamos a entender como el dogal que estaba estrangulando la recia vitalidad de la Patria, se hizo primero rebeldía contra todo, y después fe y combate por una idea nueva que fuese capaz de libertarla.

Entended bien esto: nosotros no tenemos entronque con ninguna concepción de las que hasta ahora pusieron sus manos en la Patria vencida; no somos extrema derecha de unos ni extrema izquierda de los otros. Porque los dos banderines, de la Patria y de la Justicia, fueron enarbolados separadamente por españoles traidores, filibusteros de la política, con ninguno de los cuales tenemos de común otra cosa que el enfrentamiento. Si hubiéramos encontrado, en el bando que fuera, formada una comunión espiritualista de hombres resueltos a imponer estos dos principios, no hubiéramos tenido razón de existir. No comprendimos al principio cómo podía crearse este antagonismo, esta contraposición de dos concepciones y de dos servicios que no sólo no eran opuestos, sino que para nosotros no podían entenderse separados, porque una justicia implacable, forjadora de la unidad y de los hombres, era la primera necesidad de una Patria Grande.

Pero no tardamos en explicarnos la paradoja; no eran dos fes, sino dos disculpas; no dos convicciones sino dos señuelos; porque era una Patria que no se servía ni se amaba la que se utilizaba por unos como escudo defensor de privilegios injustos y de intereses ilegítimos, y era una justicia la que se invocaba por otros como escala de sus ambiciones, como justificación de su venta a poderes extraños a la Patria.

Para que estas dos concepciones, las más claramente acusadas en el perfil de la España anterior al 18 de julio, fuesen sepultadas para siempre, bajo el signo de la bandera roja y amarilla de la Patria y bajo el signo de la bandera roja y negra de la justicia, miles de hombres jóvenes que no tenían culpa de nada, fueron a las trincheras y no volvieron nunca.

Lograron barrer a los especuladores de la justicia, pero ¿triunfaron de los especuladores de la Patria? Tenemos que contestar que no. Acaso hayan sido separados de la política activa, pero su espíritu y su influencia envenenan todavía muchos órganos de la Patria. Esta es la razón en que se apoya la gran calumnia que nos presenta como servidores de los viejos intereses, como avanzadilla de choque de los privilegios, como los encargados de torear todas las reivindicaciones justas con el trapo rojo de una revolución falsificada.

Y si yo os juro que esto no es verdad, os concedo que pueda parecerlo, porque todavía no hemos dado más que media batalla. Hemos hecho desaparecer la especulación con la justicia, pero no la especulación con la Patria. Vencimos en campo abierto a quien presentó frente y nos dio la cara; pero los otros, más cucos, más hábiles o más cobardes, se pusieron aparentemente a nuestro lado y aquí están, saboteando nuestras leyes, enredando los hilos y cavando zanjas para que caigamos en los avances. No tienen cabezas, no tienen organización con la que se pueda combatir, pero sus tentáculos se mueven hábilmente en la sombra. Nuestro sino es combatir al enemigo en su propio terreno, y es en la paz donde tenemos que lograr ahora la victoria, porque contra él no nos sirven las armas. Franco lo ha fijado claramente: «Se nos ataca porque hemos quitado las caretas, y se nos ataca por los que sólo ven en nosotros los ejecutores de la revolución económico-social, que puede afectar a sus intereses; por los que intentan ahora ponerse nuevas máscaras, que unas veces son residuos de los viejos partidos políticos y otras máscaras más viejas todavía.»

Esta es la llamada al segundo Alzamiento; es su grito de «¡A mí la justicia!» con que empieza la ofensiva de la segunda guerra contra los falsificadores de la Patria, como el de «¡A mí la Patria!» fue el que inició la lucha contra los falsificadores de la justicia.

Era importante para nosotros fijar estos conceptos antes de comenzar la exposición de la doctrina. Ya sabéis por qué hemos intervenido en la pelea y nuestra posición actual en ella; sabéis que todos nuestros puntos se encierran en dos: amar y servir a la Patria sobre todas las cosas terrenales y a la justicia como a la Patria misma. Sigamos adelante.

 
Nuestras afirmaciones: Patria

Creemos en España y estimamos que la primera tarea de todos los españoles es hacerla fuerte como nación. Todos los intereses particulares estarán sometidos inexorablemente a esta necesidad. Entendemos la Patria como una unidad de destino en lo universal; es decir, España es persona en el mundo de las naciones. Los españoles somos una gran caravana que sigue un camino exclusivamente suyo. No somos una casual aglomeración de hombres con intereses y pensamientos diferentes. Somos un Ejército con un objetivo. España no es para nosotros un gran hotel, sino un gran hogar. Pero no viven prósperamente los miembros de los hogares miserables. La prosperidad de la Patria es la primera condición de la prosperidad de sus hombres.

No creemos en mitos pacifistas. Entre las naciones, poco segura es la prosperidad que no esté apoyada en la fuerza. Por eso nuestro primer objetivo, hasta desde el punto de vista material, es lograr una Patria poderosa –Una, Grande y Libre–, que no pueda impunemente ser desvalijada, preterida, olvidada, a la hora de las ventajas. Esta afirmación de una Patria fuerte sobre todos los intereses, es la clave en el arco de nuestra doctrina; en ella se apoya sólidamente todo nuestro sistema; a ella le sirve y ella fragua su cohesión. Porque tienen nuestros puntos una trabazón tan lógica, que una afirmación sale de la anterior como una consecuencia necesaria.

 
Órdenes y medios de esta fortaleza

Esta decisión de fortaleza española, necesaria en primer lugar para el cumplimiento de nuestro destino como nación, y en segundo lugar para la prosperidad colectiva de los españoles, no podemos dejarla en el aire como un anhelo abstracto; necesitamos fijar en qué órdenes nos interesa y qué medios elegimos para hacerla ser. Las naciones, como los hombres, tienen una fuerza espiritual, una fuerza física y una fuerza económica. He aquí los órdenes. La voluntad de imperio, las armas y el trabajo; he aquí los medios.

El Imperio, como nosotros lo entendemos, es la plenitud en la fuerza espiritual de una Patria. El Imperio es mando, es categoría. Como se dice de un hombre que tiene personalidad, que tiene jerarquía, independientemente de su pobreza o de su debilidad, se dice de una Patria. No se trata de ambiciosas conquistas territoriales, de un ansia de bandolerismo dispuesto a desangrar la Nación en locas aventuras. Se trata de crear en los españoles, de despertar mejor, la conciencia de nuestra propia valía como presencia en el mundo. Respeto para nuestra voz en el concierto de los pueblos. Sin tolerar el aislamiento, sin soportar la mediatización. Crear en cada hombre la seguridad de que en la Historia no somos comparsas, sino protagonistas. Porque como hay el vicio de considerarse ilusoriamente superior a otros, hay el defecto de serlo y de olvidarlo. La fuerza espiritual de los pueblos son ellos mismos quienes la crean; la medida de ella es la fuerza de su convicción cuando hay base para tenerla, y la nuestra está clara en el ayer y en el presente.

La relación íntima con Hispanoamérica es una forma de afilar con el exterior este sentido de nuestra jerarquía, «unificación de cultura, de intereses económicos y de poder con el mundo hispánico, de quien somos eje espiritual; condición que alegamos como título de preeminencia en las empresas universales».

No creáis que esta potencia espiritual es un ornato o un sentimentalismo que no cuenta como eficacia real. Por el contrario, si hemos de hacer una Patria fuerte, tenemos que comenzar robusteciendo su conciencia y su voluntad de Imperio, su fuerza moral para imponerse, capaz por sí sola –con la cohesión nacional y la unidad de anhelo que crea– de equilibrar diferencias físicas enormes. Un pueblo poderoso sin fe ni conciencia de Imperio en el espíritu es un nuevo rico de la fuerza que pasea su ostentación por el mundo con las manos ensortijadas, pero para quien un revés de fortuna o una catástrofe física significan la desaparición definitiva. La amarra más segura de los pueblos para aguantar los temporales, el secreto para rehacerse de las derrotas, es la unidad de fe, de cultura, de civilización y de destino. Imperio que no se puede robar como el comercial, que no se puede aniquilar como el de las armas.

 
El medio para la fortaleza física de la Patria

Pero si es esencial la fortaleza del espíritu, confiar a ella solamente –en el estadio actual de la Humanidad– la defensa de una Patria sería la más candorosa de las estupideces.

Hasta ahora, el pacifismo ha sido una utopía de soñadores o un sistema de cazar incautos desprevenidos. Quien no tiene una buena bayoneta para defender su derecho y su libertad, puede tener la seguridad de que no han de durarle mucho. No decimos que la fuerza deba ser el derecho; advertimos únicamente que es. No hará falta insistiros demasiado en este punto, porque creemos que estáis convencidos de esta desgraciada verdad. Hasta la propia Patria y la propia neutralidad hay que argumentarla con cañones. Las naciones que daban en nuestras fábricas la consigna de «Abajo la guerra», construían sin descanso en las suyas máquinas de matar. El truco del antimilitarismo no es original, pero debe abrirnos los ojos. En el mundo de los pueblos la debilidad militar se parece mucho a la esclavitud, y tenemos muy recientes ejemplos de la facilidad con que desaparecen las prosperidades desarmadas. Estas son las razones de nuestra afirmación: «Nuestras fuerzas armadas de Tierra, Mar y Aire, habrán de ser tan capaces y numerosas como sea preciso para asegurar a España en todo instante la completa independencia y la jerarquía mundial que le corresponde.»

Estimamos interesante exponeros nuestra concepción de lo militar a vosotros, que tenéis todavía frescas en los oídos las diatribas antimilitaristas del marxismo. En nuestra concepción de unidad, el Ejército no es una clase diferente del resto de los españoles, no constituye una casta aparte, es sencillamente un servicio distinto. No tiene que estar ni dejar de estar, con esta o con aquella política, porque entre nosotros no hay políticas, no hay más que una orientación única de gobierno, en la que quien cumple su servicio concreto se encuadra tácitamente. El militar no puede ser un enemigo de los avances sociales, porque él mismo es un trabajador de las armas. Con el gran «trust» judío, con el latifundista ilegítimo, con el parásito social, tiene tan poca relación como nosotros. Su sentido del honor y de lo heroico es el reverso de los intereses mezquinos que venimos a derribar. Cuantos berreaban contra la disciplina del Ejército buscaban su propia fuerza haciendo desfilar caricaturas de Ejército, porque comprendían demasiado que lo militar es la primera jerarquía de la eficacia. Por ello no sólo no podemos ser antimilitaristas, sino que «propugnamos que un sentido militar de la vida informe toda la existencia española». Contra todas las paparruchas liberales, «sólo es de veras libre el que forma parte de una nación fuerte y libre». El Ejército ha de encuadramos a todos en la hora del peligro. Su fuerza es la medida de la potencialidad de la Patria; es nuestra propia fuerza y nuestra mayor garantía de paz.

 
Los medios de la fortaleza económica de la Patria

Exigimos para España una potencialidad económica, y como medios de lograrla establecemos los siguientes: El trabajo obligatorio. La creación de una poderosa Marina mercante. El incremento de los rendimientos de la tierra.

A) El trabajo.– El trabajo obligatorio es para nosotros, aparte de un imperativo de justicia, cuyo sentido examinaremos después, apremiante necesidad de una economía que quiera ser poderosa. En la organización actual económico-social, todavía prácticamente liberal-capitalista, la potencia económica de la Patria es el resultado de restar a toda la riqueza y prosperidad que con su esfuerzo crean los hombres que trabajan en cualquier actividad, la cantidad absorbida por los inútiles, que sólo representan para la colectividad un factor negativo de consumo, de lastre y de frenaje. Por eso afirmamos como medio de obtener la fuerza económica el trabajo obligatorio: «Todos los españoles no impedidos tienen el deber del trabajo. El Estado Nacional-Sindicalista no tributará la menor consideración a los que no cumplen función alguna y aspiran a vivir como convidados a costa del esfuerzo de los demás.» Para hacer cumplir este postulado, las leyes fiscales y la energía coactiva del Estado tienen resortes capaces de hacer imposible la supervivencia de los zánganos y de los especuladores del trabajo ajeno. El trabajo así considerado es un servicio militar permanente de la economía patria, que ha de imponerse con la misma seguridad y llevarse con el mismo control que existe hoy en el servicio de las armas. Diez años de este régimen triplicaría la potencia económica de España. Y no olvidemos que un Ejército fuerte no puede ser mantenido sino con la base de una economía sólida y de una industria poderosa.

B) Marina mercante.– La creación de una potente flota mercante, que propugnamos como otro de los medios para lograr la máxima prosperidad económica de la Patria, es elemental para nosotros, que encontramos siempre «la riqueza por las rutas del mar». Nuestra fortaleza naval, no sólo para el peligro, sino para el comercio, es una necesidad urgente. El intercambio comercial con la América española, que permitirá, no sólo servir un acercamiento afectivo –que se cultiva mejor con realidades que con lirismos–, sino nuestra prosperidad comercial. El intercambio de productos, efectuado con nuestros propios medios, es categoría en nuestra personalidad, oro en nuestras arcas y mejor vida en nuestros hogares.

C) La tierra.– Como sin una industria poderosa, servida con un trabajo constante de todos, no hay posibilidad de fortaleza militar, mal puede servirse la industrialización, en estos tiempos en que el abastecerse a sí mismos es la primera necesidad de los pueblos, sin una agricultura floreciente que nos aleje del gran peligro del hambre. Partimos de la necesidad de una radical transformación en los campos españoles, porque entendemos que el rendimiento de nuestra agricultura, por razones técnicas, económicas y sociales, está muy por debajo de sus posibilidades. Cuando la propiedad lesiona los intereses colectivos, por acción o por omisión en el cumplimiento de su función, permitir que continúe persistiendo en su individualismo egoísta es entender más allá de lo justo el respeto que pueda merecernos su legitimidad. Por ello «adquirimos el compromiso de llevar a cabo, no sólo la reforma económica de la agricultura, sino la reforma social».

En lo económico, el enriquecimiento de la producción agrícola se llevaría a cabo por los siguientes medios: «Asegurando a todos los productores de la tierra un precio mínimo remunerados. Exigiendo que se devuelva al campo, para dotarlo suficientemente, gran parte de lo que hoy absorbe la ciudad en pago de sus servicios intelectuales y comerciales. Organizando un verdadero crédito agrícola nacional que, al prestar dinero al labrador, y bajo interés con la garantía de sus bienes y de sus cosechas, le redima de la usura y del caciquismo.

Difundiendo la enseñanza agrícola y pecuaria. Ordenando la dedicación de las tierras por razón de sus condiciones y de la posible colocación de sus productos. Orientando la política arancelaria en sentido protector de la agricultura y de la ganadería. Acelerando las obras hidráulicas. Racionalizando las unidades de cultivo, para suprimir tanto los latifundios desperdiciados como los minifundios antieconómicos por su exiguo rendimiento. Organizaremos socialmente la agricultura por los medios siguientes: Distribuyendo de nuevo la tierra cultivable para instituir la propiedad familiar y estimular enérgicamente la sindicación de labradores. Redimiendo de la miseria en que viven a las masas humanas que hoy se extenúan en arañar suelos estériles y que serán trasladadas a las nuevas tierras cultivables. Emprenderemos una campaña infatigable de repoblación ganadera y forestal, sancionando con severas medidas a quienes la entorpezcan, e incluso acudiendo a la forzosa movilización temporal de toda la juventud española para esta histórica tarea de reconstruir la riqueza patria. El Estado podrá expropiar sin indemnización las tierras cuya propiedad haya sido adquirida o disfrutada ilegítimamente. Será designio preferente del Estado Nacional-Sindicalista la reconstrucción de los patrimonios comunales de los pueblos.»

Estas consignas nos perfilan el tercer medio necesario a nuestra fortaleza económica. El campo español arrastra todavía el lastre de unas concepciones viejas, sin sustituir las cuales no habrá para él posibilidad de resurgimiento. Está cansado de oír halagos a sus excelencias. Todavía se oye por ahí a muchos agraristas de ciudad, algunos de los cuales viven del campo, efectivamente, pero no en el campo ni con el campo, los ditirambos al agro y al campesino. Los agricultores son los que arrastran la Patria a sus espaldas, por ellos se vive y sólo a ellos se les explota. Dejémonos de historias. El trabajo agrícola es un servicio ni más ni menos digno que todos los demás que se prestan con fe. Ni más ni menos honroso que el del mar o que el de la mina. Y el campesino español lo que necesita en vez de tanto incienso, de palabras que se lleva el aire, y en vez de tanta literatura untuosa saturada de tópicos clasistas y disgregadores, es una mano enérgica que le ayude, le discipline y le dirija. Bien concretamente quedan marcados en nuestra doctrina los medios que es necesario emplear para ello, y bien dura es la batalla que está librando actualmente la Falange en esta difícil trinchera.

 
Base interna de la fortaleza patria: Unidad por la justicia

Hemos establecido nuestros medios de obtener una Patria fuerte por encima de todos los intereses, en lo espiritual, en lo físico y en lo económico. Sería, sin embargo, construir en el aire, olvidarse de que toda esta magnífica arquitectura necesita un cimiento firme en la unidad, en la armonía, en la solidaridad de los españoles. Si no nos preocupamos de destruir los gérmenes del rencor y de la disidencia entre las vidas; si en toda esta tarea va a haber como hasta aquí sacrificados y gananciosos, y si la prosperidad no ha de ser repartida proporcionalmente al esfuerzo que cada uno prestó a lograrla, todo nuestro aparente esplendor estará por dentro carcomido y no nos servirá de nada el látigo más duro para contener la descomposición interna, hija de la rebeldía y del desánimo de los oprimidos, a la corta por injusta y a la larga por impotente. En este sentido la justicia más inexorable en lo social es la primera necesidad para el futuro grande de la Patria. Aparte de que para nosotros «la dignidad humana, la integridad del hombre y su libertad, son valores eternos e intangibles», y ni siquiera en nombre de la Patria podemos imponer a nadie la esclavitud ni la injusticia. Por estas dos razones es necesario hacer desaparecer el régimen liberal-capitalista, que «repudiamos porque se desentiende de las necesidades populares, deshumaniza la propiedad privada y aglomera a los trabajadores en masas informes propicios a la miseria y a la desesperación». Por esas dos razones la concepción marxista, que tiene además para nosotros el estigma de lo extranjero, tampoco nos sirve. Y es nuestro objetivo «orientar el ímpetu de las clases laboriosas, descarriadas por él, en el sentido de exigir su participación directa en la gran tarea del Estado Nacional». Si esta justicia ha de servir eficazmente la armonía y la cohesión interna de los hombres, no puede consistir en un empeño superficial de limar las aristas más cortantes de las concepciones viejas, sino en modificar su estructura absolutamente, cambiando su entraña y su sentido en «una transformación honda». No se trata sólo de que las más imprescindibles necesidades estén cubiertas en cualquier hogar español; de reconocer el derecho al trabajo y de incrementar la previsión social. En esto es taxativa la orden: «Todos los españoles tienen derecho al trabajo. Las entidades públicas sostendrán necesariamente a quienes se hallen en paro forzoso. Mientras se llega a la nueva estructura social, mantendremos e intensificaremos todas las ventajas proporcionadas al obrero por las vigentes leyes sociales».

Pero nuestra concepción va más allá. «Nuestro régimen hará radicalmente imposible la lucha de clases por cuanto todos los que cooperan a la producción constituyen en él una totalidad orgánica.» Vamos, pues, no sólo a la supresión de la lucha de clases, sino de las clases mismas. Porque las clases no se definen siempre por una categoría económica, sino por una categoría social, por una superioridad de castas.

Y contra lo que muchos creen, el elemento más activo del malestar obrero no es su servidumbre económica, sino la despreciada inferioridad con que se cotiza su servicio en un régimen brutalmente materialista, en que el oro casi exclusivamente prestigia la personalidad. Por eso nuestra concepción orgánica, global, totalitaria, de considerar el trabajo como servicio prestado a la Patria –no a un empresario, mero capitán de lo económico, cuyo servicio es también la Patria quien lo recibe– reviste la función del trabajador de una dignidad análoga a la del soldado. Y si logramos imponerla en toda su amplitud habremos dado el mayor paso para la unidad de los hombres, porque habremos comenzado a desdibujar la frontera de las clases. Tarea esencial es ésta. Hay que facilitar la salida a todas las individualidades que lo merezcan de esas escalas cerradas en las que el nacimiento encasilla casi fatalmente a los hombres. A la Patria le interesan los mejores hombres para los servicios de mayor responsabilidad, no los de más suerte para nacer. De los oficios a las profesiones hay que dejar un portillo abierto que sirva de estímulo para liberarse a quienes tengan aptitudes y voluntad. «La cultura se organizará en forma de que no se malogre ningún talento por falta de medios económicos. Todos los que lo merezcan tendrán fácil acceso incluso a los estudios superiores.»

Nuestra doctrina está informada de esta orientación anticlasista, que constituye el eje verdadero sobre que debe girar la solidaridad. Y en esta forma el trabajo –servicio de los brazos y de las inteligencias– ha de determinar la escala de las categorías sociales y ha de servir a la dignificación de las vidas. Porque la riqueza no puede ser el índice de valorización de los hombres. «La riqueza tiene como primer destino –es el punto XII de la Falange quien lo afirma– mejorar las condiciones de vida de quienes integran el pueblo; porque no es tolerable que masas enormes vivan miserablemente mientras unos cuantos disfrutan de todos los lujos.»

La justicia en lo social instaurada en la Patria con la realización de toda esta teoría nacional-sindicalista de la Falange es la única forma de mantener una unidad cerrada, una hermandad sincera entre los españoles en la tarea de hacer la Patria Una, Grande y Libre. Sin ella nuestros esfuerzos sólo lograrían la construcción de un gran barco que tuviese mechas encendidas en su santabárbara.

Ahora bien; conseguida esta meta, lograda esta unión, «a nadie le será lícito usar su libertad contra ella, contra la fortaleza y la libertad de la Patria. Una disciplina rigurosa impedirá todo intento de desunir a los españoles o de moverlos contra el destino de la Patria». Con la razón y con la justicia, la represión de las rebeldías o de las pasividades ha de ser rápida e implacable. Pero aquí entramos ya en el siguiente eslabón de la cadena que forma nuestra doctrina. Porque para que esta justicia sea una realidad, para que todas estas directrices se lleven a la práctica, hace falta un órgano, un instrumento con autoridad, fuerza y decisión que coactivamente las imponga. Este instrumento es el Estado Nacional-Sindicalista.

 
El Estado Nacional-Sindicalista

El Estado Nacional-Sindicalista es el instrumento, la organización que hará posible el cumplimiento del destino de la Patria, que impondrá la justicia y que servirá la unidad. Entre nosotros se define como el instrumento histórico de ejecución del destino español en lo universal. Porque si España, como decíamos al principio, es en el mundo una gran caravana que sigue un camino, el Estado Nacional- Sindicalista es su sistema de organización, es quien la impone la disciplina, quien la obliga a seguir una dirección concreta, cuyo rumbo está marcado ya en la carta de la doctrina.

Y cuando la marcha ha de ser tan dura como la nuestra, la primera condición de ese Estado es la fortaleza y la agilidad de sus resortes coactivos. Todas esas monsergas de las libertades políticas, que han sido el mayor escarnio de las esclavitudes económicas, no pueden debilitar su recia jerarquía de mando sobre los hombres. «Se abolirá implacablemente el sistema de los partidos políticos con todas sus consecuencias: sufragio inorgánico, representación por bandos en lucha y Parlamento del tipo conocido.» Y si ha de servir una unidad de rumbo y de hermandad y está destinado a lograr el cumplimiento de una empresa de todos, no puede estar formado por unos pocos, constituido por este o por aquel grupo, ni siquiera basta que encuadre pasivamente a todos los hombres; es preciso que todos los españoles colaboren activamente en él a través de la unidad específica en que sirven. «Nuestro Estado será un instrumento totalitario al servicio de la integridad patria. Todos los españoles colaborarán en él a través de su función familiar, municipal y sindical.» Y, sin embargo, a pesar de la férrea disciplina con que esta consigna orgánica –casi militar– le obliga a actuar, el Estado Nacional-Sindicalista no será, como tantos enemigos propagan por ahí, un elemento para introducir el maquinismo de los hombres. Toda la holgura de la personalidad en el espacio que no choque con el interés de todos será permitida, y en el que represente beneficio común, estimulada. «El Estado Nacional-Sindicalista permitirá toda iniciativa privada compatible con el interés colectivo, y aun protegerá y estimulará las beneficiosas.» «El Estado reconocerá la propiedad privada como medio lícito para el cumplimiento de los fines individuales, familiares y sociales y la protegerá contra los abusos del gran capital financiero, de los especuladores y de los prestamistas.» Esto será así porque, en primer lugar, nos lo señala nuestra concepción espiritualista de la libertad humana como justo, y, en segundo lugar, porque es un sistema eficaz para el incremento de la producción y de la riqueza españolas. Acaso este último argumento no nos sirviera si tuviéramos que operar sobre masas ancestralmente esclavizadas que llevan en sus espíritus la huella de un látigo de siglos, muchedumbres educadas en un pasivo fatalismo de rebaño que las hace incapaces de iniciativas. El entontecido quietismo asiático tendrá sus resortes; pero ellos no pueden servir para la superior calidad de nuestra individualidad de occidentales, de latinos, que es más que occidentales; de españoles, que es más que latinos. Hay un límite del individualismo y hay un límite de la intervención condicionada a la libertad humana y a la ventaja que a la colectividad reporte el esfuerzo individual. Por eso otra característica del Estado Nacional-Sindicalista es su condición de elemento activo en las luchas económicas. No es un árbitro, no es un encargado de partir la diferencia a la buena de Dios entre intereses contrapuestos; es él mismo quien activamente define la justicia y la impone. «El Estado Nacional-Sindicalista no se inhibirá cruelmente en las luchas económicas entre los hombres ni asistirá impasible a la dominación de la clase más débil por la más fuerte.»

«Reprobamos e impediremos a toda costa los abusos de un interés parcial sobre otro y la anarquía en el régimen de trabajo.» Para servir esta misión suya en lo económico, el Estado necesita un Organismo que forme parte del propio Estado, que se integre en él: el Sindicato vertical. «Concebimos a España en lo económico como un gigantesco Sindicato de Productores. Organizaremos corporativamente a la Sociedad española mediante un sistema de Sindicatos verticales por ramas de la producción al servicio de la integridad económica nacional.» Acaso al tocar este punto de la sindicación tengáis la nostalgia de los viejos Sindicatos de clase en que militasteis muchos y consideréis que con su desaparición habéis perdido un arma de vuestras reivindicaciones. En un régimen capitalista, tendríais razón; en un Estado desentendido de la justicia, el Sindicato horizontal es necesario como elemento que equilibra la fuerza económica de los patronos, con la coacción de las masas trabajadoras unidas. Esa ocasión para hacerse escuchar y hacerse entender hasta lo justo era su principal misión. Pero cuando el Estado es el primer interesado en la justicia forjadora de la unidad que necesita, ese primer objetivo de hacerse oír, de poder hablar, está conseguido sin lucha, porque es el mismo Estado el que llama, el que consulta, el que exige que se manifieste la reivindicación necesaria. Todo el tiempo y la energía que se pierde hasta que se enfrentan en igualdad de condiciones los dos intereses en el Sindicato de clases, se gana en el vertical, donde el trabajador-empresario y obrero están continuamente en contacto, constituyendo una organización encargada precisamente de resolver sus problemas –por ellos mismos– con sujeción disciplinada a una medida fijada como justa. El Sindicato horizontal es un remedio elemental a la despreocupación de los Estados liberales por la justicia, y sólo trata de nivelar, contando con una imparcialidad del Estado que no siempre existe, el más aparente choque de intereses: el del obrero y el del patrono. Pero cuando la justicia se quiere imponer íntegramente no sirve para nada, porque deja sin regular otra importante serie de diferencias. Porque en la lucha económica no es el empresario y el obrero solamente quienes se enfrentan, sino el empresario con el empresario rival y el ramo de la producción con el ramo de la producción que tienen esferas comunes de contacto. Y hay empresarios débiles que son atropellados y hay ramos de la producción poderosos que abusan de su fuerza. El Sindicato de clases, producto al fin de la economía capitalista, deja todo este tipo de comisiones a la decisión de la fuerza y viene el gran «trust», y viene la gran Banca, y no hay defensa contra su poderío. El Sindicato vertical, en cambio, forma un primer grupo, una primera unidad sindical con el patrono y con el obrero, grupo con estado oficial, fracción orgánica de la gran unidad nacional-sindical que la rige y vigila, en su misión de solucionar con justicia sus problemas específicos (intereses de patrono y obrero). Todos estos primeros grupos, llamémosles escuadras, forman a su vez otro, llamémosle batallón, que decide y entiende las cuestiones de las escuadras y entre las escuadras. En él forman y en él están representados todos los empresarios y todos los obreros de un mismo ramo de la producción, y él ampara al empresario débil en su derecho. A su vez, todas las ramas de la producción se integran en otra unidad nacional, en la que están representados todos los intereses de todos los ramos, llamémosla ejército de lo económico, que decide las cuestiones entre los batallones y es el supremo definidor y ejecutor de la justicia en las relaciones económicas y vigila e inspecciona su cumplimiento en las unidades pequeñas que lo forman, de acuerdo con las directrices que la doctrina le marca.

Esta es, en lo económico, nuestra concepción del Estado. Acaso la realidad actual os haga tener poca confianza en ella. Pero es que el Sindicato vertical puro está hecho para vivir en un régimen nacional-sindicalista puro. Precisamente por imponer ese régimen luchamos, y hasta no conseguirlo, mal pueden funcionar los Organismos concebidos a su medida. En un Estado más liberal en lo económico que nacional- sindicalista –no os fieis de los simbolismos externos y de las estructuras superficiales–, el Sindicato, forzado a servir provisionalmente una realidad diferente (que él mismo tiene que transformar) sin perder sus perfiles doctrinales, está librando su más difícil batalla. Está viviendo fuera de su elemento; es como si un hombre nacido para respirar aire se viese forzado a vivir artificialmente bajo las aguas. Es muy poco lo conseguido hasta ahora para poder exigir a nuestras concepciones una eficacia y una regularidad imposibles en esta etapa de transformación en que arrastramos el lastre de una realidad enemiga.

No tiene el Estado todavía la contextura que ellas necesitan para su servicio perfecto. Pero estamos determinando cómo ha de ser el Estado nuestro, no cómo es el que tenemos hoy.

El Estado Nacional-Sindicalista tiene, además, necesidad de una independencia incompatible con la existencia de toda clase de presiones ajenas que puedan influenciar la plena soberanía de sus decisiones. Por eso defendemos la tendencia a la nacionalización del servicio de Banca y, mediante las Corporaciones, a la de los grandes servicios públicos. La nacionalización de muchos servicios que cumplen indudablemente una función en nuestra economía, evitaría que se aproveche en interés particular de unos pocos grandes rendimientos que son consecuencia del esfuerzo colectivo. Hace falta someter al único poder, a la exclusiva disciplina del Estado, toda esa serie de fuerzas que campan libremente por sus respetos, invulnerables a toda coacción detrás de sus barricadas de oro. El gran capitalismo sin patria no puede llevarse ni una peseta del ahorro español, no puede distribuir el crédito al capricho de su interés ni controlar servicios públicos importantes para la Nación. Pero esta absoluta independencia del Estado en el ejercicio de sus funciones es necesaria no sólo en lo económico, sino en todos los órdenes. Por eso «establecemos que la Iglesia y el Estado concordarán sus facultades respectivas, sin que se admita intromisión ni actividad alguna que menoscabe la dignidad del Estado o la integridad nacional». La política es una misión demasiado humana para que descienda a ella la suprema jerarquía de lo espiritual, mientras no amenace principios que ella misma está encargada de defender. Bella empresa –la primera de todas– es para nosotros la de cultivar en las armas la hermandad y el amor, la de servir el Imperio de Dios. Todo nuestro Movimiento por la justicia es, antes que nada, el cumplimiento de la orden divina de amar al prójimo como a nosotros mismos. Postulado de la verdadera religión de los humildes y de los perseguidos –qué equivocados estáis vosotros en esto–, que dio gloria divina y humana a nuestro imperialismo misionero. Un alma sin fe religiosa es un alma débil, porque tiene un vacío en el espíritu.

Pero a pesar de nuestro personal catolicismo ferviente, a pesar de que «nuestro Movimiento incorpora el sentido católico, de gloriosa tradición y predominante en España», a la reconstrucción nacional, «afirmamos que toda intervención activa de la religión en la política, de la Iglesia en el Estado, es perjudicial para las dos». Y de excelsos teólogos españoles hemos aprendido esta verdad.

Y vamos con la última misión del Estado. Todas estas conquistas que forman el nervio de nuestra concepción han de costamos tiempo y han de tener un carácter definitivo. Por esta razón, el Estado tendrá como garantía de continuidad en su obra la potestad de educar a las nuevas generaciones en el servicio de la Patria y de la Justicia. Todos nuestros avances pueden ser mañana echados abajo por los que nos han de sustituir en la dirección de la Patria, y es primordial para nosotros hacer de ellos, desde ahora, místicos y soldados de nuestra fe española. «Es misión esencial del Estado, mediante una disciplina rigurosa de la educación, conseguir un espíritu nacional fuerte y unido, en instalar en el alma de las futuras generaciones la alegría y el orgullo de la Patria.» «Todos los hombres recibirán una instrucción premilitar que les prepare para el honor de incorporarse al Ejército.» Esta es la forma de organizar la gran reserva que ha de continuar nuestro servicio, ya que no es sólo el presente, sino el futuro, el más allá de nosotros, el que tenemos obligación de hacer glorioso a la Patria.

 
La Revolución Nacional-Sindicalista

Y estamos ya en el final. «Falange Española Tradicionalista y de las J. O. N. S. quiere un orden nuevo enunciado en los anteriores principios. Para implantarlo, en pugna con las resistencias del orden vigente, aspira a la Revolución nacional. Su estilo preferirá lo directo, ardiente y combativo. La vida es milicia y debe vivirse con espíritu acendrado de servicio y sacrificio.» Hemos expuesto a grandes rasgos todo nuestro pensamiento. Forma, como habéis visto, un cuerpo de doctrina armónico, y no le falta ni le sobra ninguna pieza a su maquinaria. De nuestro primero a último postulado persiste el enlace de la lógica que nos va llevando al final en una serie de afirmaciones que es una cadena de consecuencias.

De nuestro principio base: Una Patria fuerte por encima de todos los intereses, capaz de servir el destino español, nace la necesidad de tres órdenes de fortaleza: la espiritual, la física y la económica. La voluntad de Imperio sirve la espiritual; nuestra potencia militar, la física; el trabajo obligatorio, la flota mercante poderosa y la reforma en el campo para obtener los mayores rendimientos, la económica. Estas tres fortalezas necesitan una base interna en la unidad de los españoles, a la que sirve nuestra teoría de la justicia. Esta justicia necesita un instrumento que la imponga y que sirva el destino de la Patria; es decir, el Estado Nacional-Sindicalista, con las características fijadas, necesarias para su función eficaz: espiritualista, nacional, fuerte y rápido en la coacción justa. Autoritario. Elemento activo en la lucha económica y social. Sindicalista. Independiente, con garantía de continuidad.

No son difíciles de prever las enconadas resistencias que a la implantación de este nuevo orden de cosas habrán de oponerse. La acción de rebasar esas resistencias, el hecho de imponer en combate de guerra o de paz esta concepción en la Patria, con su estructura específica, es sencillamente la Revolución.

La Revolución Nacional-Sindicalista, como todas las revoluciones de verdad, no es necesariamente o una guillotina sangrienta, que puede ser innecesaria, o un evolucionismo persuasivo, que puede ser estéril. No puede elegir «a priori» programas de táctica, porque ignora las circunstancias a que habrá de enfrentarse. Puede únicamente preferir el estilo ardiente y combativo, el asalto, al rodeo. Pero solamente preferir; es decir, elegir a igualdad de eficacia. No cuando el asalto implique necesariamente derrota o cuando el rodeo sea la única forma posible de avanzar. Determinar que la Revolución Nacional-Sindicalista ha de ser pacífica o ha de ser violenta es hablar por hablar, y supone la pedantería de profetizar exactamente en el futuro la categoría de las resistencias y la necesidad de las situaciones. Se puede hablar de su estrategia presente, de la necesidad del momento, pero nada más. En el después, las nuevas circunstancias deben decidir. Pero con leyes o con armas, lo que no puede ser la Revolución es desordenada, anárquica e irresponsable. La disciplina del orden es la primera necesidad de la eficacia. Toda esa subconsciencia bandolera de la destrucción por la destrucción, del jolgorio y de la indisciplina, sobran. Los chiquillos se pegan anárquicamente; los ejércitos se baten con orden. Buena es la fe ardiente, el coraje y la pasión, pero al servicio de una disciplina implacable. Así entendemos en la Falange la Revolución. Ella es el último escalón en la doctrina y en la victoria.

Camaradas: Demasiado sabemos lo lejos que está esta concepción que habéis escuchado de la realidad actual de la Patria. Demasiado sabemos que hay en nuestras propias formaciones gentes a las que no les interesa. Pero por eso mismo necesitamos alistar entre vosotros, nuevos hombres en este segundo Alzamiento –el de la justicia–, que manda el mismo Jefe. Esta lección no ha querido ser, ni más ni menos, para vosotros que una llamada desde sus filas.

¡Franco, Franco, Franco! ¡Arriba España!

 
(Madrid, 20 de diciembre de 1942.)