A la Falange Minera de Linares
(Linares, 2 de mayo de 1942.)
Trabajadores mineros, camaradas: Sabemos de sobra vuestro estado de ánimo. Como tenemos la buena o mala costumbre de llamar a las cosas por su nombre y no asustarnos de las verdades, empezamos diciendo sencillamente que lo que necesitáis es más pan y menos palabras. Mientras no esté resuelto este inquietante problema de todos los días, las mejores razones tienen que oírse con indiferencia o con fastidio, y si hemos venido a hablar con vosotros esta mañana ha sido porque tenemos el deber de deciros unas cuantas cosas que os abran un poco los ojos sobre lo que está pasando en la Patria.
En un régimen como el nuestro, decidido a no ajustar su conducta a la opinión de nadie, sino al interés de todos, no se habla para ganar partidarios, como en una campaña electoral. Entended bien esto. Ningún grupo de españoles tiene fuerza por sí para decidir nada, y no hay ni habrá más ley que la orden escueta del Jefe de la Nación, que marca a todos su servicio. Que ninguna de nuestras palabras se tome como lisonja interesada, porque si estamos abiertos a la comprensión y decididos a imponer una justicia, que es a vosotros, en último extremo, a quien más va a favorecer, tenemos, como siempre, las manos muy firmes para que puedan inquietarnos otra clase de rebeldías injustas. No os hagáis ilusiones; estad seguros de que por vosotros mismos no representáis fuerza alguna eficaz para lograr el más mínimo avance revolucionario, y que si en tantas gentes hay hoy tolerancia para los avances sociales, no es por miedo o simpatía hacia vosotros, sino por temor a enfrentarse con la Falange y con el Caudillo.
Camaradas: Estáis en un error si creéis que nuestras banderas salieron el 18 de julio para presidir plácidamente este estado de cosas. Si creéis que hemos mirado nunca cada instante de los vividos desde la terminación de la guerra como otra cosa que como una etapa hacia la transformación definitiva. Y no sabéis tampoco lo duro que se hace el camino cuando sobre la dificultad de las circunstancias actuales sólo se encuentra, de un lado, una poderosa resistencia organizada sabiamente frente a nuestras consignas y nuestras tentativas de avanzar, y de otro, incomprensión para nuestra lucha e incredulidad en nuestro afán revolucionario. Estamos ya demasiado adelante en el tiempo y en la impaciencia para limitarnos a repetir ante vosotros esas frases vagas que habéis oído tantas veces. Porque se habla mucho de Revolución y de Estado Nacional-Sindicalista, y nos parece que ya es hora de concretar un poco las cosas, porque hay mucha gente que oye ya estas palabras como un ruido desagradable e inofensivo al que es cuestión de acostumbrarse; muchos que consideran la Revolución Nacional-Sindicalista como una especie de aliguí para tener embobados a unos cuantos ilusos que podrían ser peligrosos en su fanática fe; muchos que quieren darle a la justicia la salida más fácil y más cómoda, que es la de la dilación. La Revolución no puede ser solamente una palabra sonora que nadie sabe lo que significa a ciencia cierta y que a fuerza de tanto repetirnos rutinariamente hemos olvidado lo que quiere decir. En ella se encierra, por el contrario, toda nuestra manera de organizar la Patria Una, Grande y Libre; significa la transformación total de nuestra economía, de arriba abajo, no con parches, enmiendas, con paños calientes que no hacen más que agravar, a la larga, las situaciones.
La Revolución consiste en una serie de cosas concretas, en la eliminación de los obstáculos que dificultan e impiden el desarrollo de la Patria y en la construcción del orden necesario para su bienestar y engrandecimiento. En primer lugar, la nacionalización de la Banca; el deber más urgente de todo pueblo con sentido de su soberanía es rescatarla de entre las redes de la Banca privada, de la garra de las grandes empresas omnipotentes. Porque hemos logrado la España Una, que no es poco, y la España Libre en lo político y en lo internacional, que es mucho, pero no habremos llegado a la España Libre en lo económico hasta que no consigamos emancipar a la Nación de la opresión de ese frente invisible que tiene en sus manos todos los resortes del poderío y que con una maniobra o con una orden, desde dentro o desde fuera de la Patria, puede anular todas las medidas y hacer ineficaces todas las leyes. Esta es la gran internacional con la que estamos riñendo una de nuestras mayores batallas, que ni siquiera tiene cabezas visibles sobre las que poder dejar caer la justicia definitiva de nuestro castigo una mañana de gloria. No vienen de otro campo todos esos argumentos, demasiado socorridos ya, del retraimiento de capitales, de la debilidad de nuestra economía, de la inexperiencia de nuestros hombres, que, como una amenaza, constante, se esgrimen siempre para detener nuestros avances para evitar la realización de nuestro pensamiento. Con ello se quiere atar de pies y manos nuestra inquietud y nuestra impaciencia. Pero estad seguros que contra todo y contra todos «desmontaremos el aparato económico de la propiedad capitalista, que sorbe todos los beneficios, para sustituirla por la propiedad individual, familiar, comunal y sindical». Esto es, para nosotros, camaradas, la Revolución; para conseguir estas cosas, para poder hacer esta obra en la Patria, hemos ido a la guerra, y acaso nuestro gran problema sea que otros no lo entendieron así. Y todos los alientos y todas las simpatías que teníamos de ellos cuando podría parecer que estábamos luchando para destruir algo, no para edificar nada, son ahora encono y animadversión. Hasta aquí han ido muy a gusto con nosotros, pero para no seguir adelante se agarran desesperadamente a todos los argumentos, a todas las disculpas y a todo el poder de que disponen. Demasiado sabemos todos quiénes son y por qué están enfrente; pero lo que acabamos de comprender es por qué ahora se llaman a engaño. Bien claros estaban nuestros gritos el 18 de julio, y bien sabían todos lo que significaba en las calles y en las sierras el rojo y negro de nuestras banderas. El Caudillo, nuestro Jefe, único poder supremo que reconocemos en la Falange, antes de terminar la guerra dijo unas palabras que queremos repetir aquí porque parece que muchos tampoco las oyeron: «Nada o casi nada me interesaría vencer si en ello no va el convencer.» «¿Para qué serviría una victoria vacua, una victoria sin finalidades auténticas, una victoria que se consumiera a sí misma por falta de horizontes nacionales? Quiero convencer, y convenceré.» «Ya tenemos en marcha una considerable obra de carácter social, pero la que en conjunto acometeré el día de mañana merece el calificativo de inmensa por los límites que alcanza y por los deseos que contiene dentro de sí.» Él sabe que, a su vez, muchos hombres jóvenes y nobles dejaron sus hogares para morir; sabe que los que volvimos tenemos la misma fe de siempre en su decisión y en su palabra. Pero, además de la Revolución en lo económico, tenemos pendiente la Revolución en lo social. No estamos conformes con la actual organización de la sociedad española, porque creemos que la gran Patria futura no puede construirse sobre esta injusta valorización, sobre este injusto determinante que da origen hoy a las categorías sociales. No hay más escala, no puede haber más elemento para fijar la estimación social de cada español que la utilidad que su fe y su servicio reporten a la Patria. Toda la convencional gradación de categorías que el liberalismo económico y político nos dejó por herencia está condenada a desaparecer, porque ya profetizó José Antonio «el papel de convidado que no paga lleva camino de extinguirse en el mundo».
En la concepción nacional-sindicalista, España es un gran Ejército donde cada hombre tiene marcado su puesto de combate. Esa desconsideración, ese estigma de inferioridad que en la sociedad actual lleva el trabajador, y sobre todo el trabajador manual, no queremos tolerarla. Porque todo español que tiene el patriotismo práctico de la eficacia es un soldado de la gran empresa, sometido a una disciplina implacable, pero con toda la gloria de formar en un Ejército de hombres, de camaradas que no entienden de castas. Precisamente ese perfil de venta de sí mismo que tiene en los Estados capitalistas la remuneración del trabajador es el pilar donde se asienta toda esa caprichosa valorización de las categorías sociales. Por eso, en lo social no habremos alcanzado la última etapa de la Revolución –que no se asuste nadie, porque son palabras de José Antonio, demasiado silenciadas también– «hasta que en un desenvolvimiento futuro se llegue a no enajenar el trabajo como una mercancía, a no conservar esa relación bilateral del trabajo, sino a que todos los que intervienen en la tarea, todos los que forman y completan la economía nacional, estén constituidos en Sindicatos verticales que no necesitarán piezas de enlace porque funcionarán orgánicamente, como el Ejército». Estas cosas, camaradas, son la Revolución, y hasta que no consigamos verlas hechas realidad en la Patria estaremos en guerra constante, porque no habremos conseguido estar en paz definitiva con los muertos. Vosotros estáis muy alejados del terreno donde se está riñendo esta difícil pelea. No toméis como propaganda, como justificación o como promesa lo que no es más que una decisión de correr la cortina para dejar al descubierto todas las actitudes, una manera de informaros, como españoles que sois, de una realidad que acaso alguno de vosotros adivinasteis ya. Pero no hay promesas para vosotros, porque la promesa nos la hemos hecho nosotros mismos. Porque no entendemos de eso, no hay halago ni predilección para ninguna clase; en cada hombre sólo vemos su calidad de español, y nadie tiene que agradecer las ventajas materiales que puedan derivarse de nuestra actividad, porque no se harán por gracia suya, sino por interés de la justicia y de la Patria, y solamente, exactamente, hasta donde lo ordene este interés. Contando con que la dura realidad de vuestras vidas no es la más propicia para entendernos, hablamos así para que de una vez os enteréis en dónde está el enemigo hasta cuya destrucción no habrá paz ni bienestar definitivo para nadie. Tiempos duros esperan, y precisamente la agonía de un adversario tan poderoso dejará en nosotros la huella de una represalia que ya estamos sufriendo. Es ley inexcusable que los pueblos, como los hombres, no pueden realizar las grandes empresas sin combate, sin dolor y sin riesgo, y tenemos que acostumbrarnos todos un poco más a medir por la dureza del sacrificio la trascendencia de la victoria. Es posible que con determinadas transigencias, y ésta es la mejor prueba de dónde está la culpa de muchas amarguras y de muchas miserias, fuese la vida menos difícil. Que pudiesen lograrse unas migajas de mejor vivir a cambio del abandono de la lucha por la Revolución que ha de librarnos definitivamente de la esclavitud de la injusticia. Pero sería la gran traición y la gran torpeza impropia de la raza más dura para el castigo y el dolor tener la cobardía de someternos dócilmente a la tralla de la gran internacional del oro cuando estamos a punto de vencer. No tenemos la mansedumbre del socialismo –de pasada, acaso sea oportuno ante vosotros tocar estos extremos–. El socialismo, que fue teóricamente, en los principios, «una reacción justa contra la esclavitud liberal, y cuya revolución, si no consistiese más que en el establecimiento de un nuevo orden económico, no nos asustaría», terminó al final entregándose, por el cambalache y la transigencia, al oro del gran capitalismo judío, último jefe de todas las internacionales. Hemos sido siempre sus enemigos francos, no por su sentido económico, sino porque tenemos demasiado orgullo de españoles para tolerar órdenes ni obedecer consignas nacidas en conciliábulos de afuera; para que cerebros extraños viniesen a imponernos a nosotros, que somos el primer pueblo del mundo en civilización, que no es lo mismo que en adelantos materiales, sus maneras ruines y pequeñas de entender la vida de los hombres y de los pueblos; pero esta entrega, esta esclavitud práctica del marxismo a la gran Banca judía, última razón de su decadencia, que lo está barriendo del mundo, es la justificación más definida de nuestro odio. Hemos querido tocar este punto aun a sabiendas de que todos los que sois capaces de pensar por vosotros mismos estáis de vuelta del mito marxista, aunque no sea más que por la farsa en que consistió su tan cacareada revolución durante su dominio absoluto, para hacer constar que nosotros jamás pactaremos como él. Las mentes en que todavía pueda haber credulidad para sus prédicas no pueden interesar a nadie, porque no hay rebeldía ni honradez en quien aguanta el abandono de unos jefes que no dan la cara en la pelea y huyen en la derrota, a encontrar una vida que tanto censuraron con el oro que era necesario para comprar el pan. Que dejan sin protección fuera de la Patria a los verdaderos luchadores de su idea para que los senegaleses al servicio de las democracias los desvalijen, los maltraten y los desprecien.
Para su Revolución se os exigió la sangre; para la nuestra sólo queremos vuestra atención y vuestra guardia alerta. Nadie se llame a engaño. Ya estáis bien advertidos de la forma en que está entablada la contienda. De un lado, la Falange, y de otro, lo que podría llamarse la contrarrevolución, cuya principal potencia –nos parecen pocas todas las insistencias– radica en la internacional del dinero, tan enemiga del empresario como del trabajador. No creemos que pueda hablarse en términos más claros. A costa de muchas vidas hemos conseguido la primera parte de nuestra concepción del Estado, hemos conseguido lo nacional. Ahora es necesario lograr lo sindicalista, y que nadie piense que se ha de ganar con menos sacrificio.
¡Viva Franco! ¡Arriba España!