Filosofía en español 
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Consideraciones sobre la Revolución

(Afán, 18 de julio de 1943.)


Entre los que oyen hablar de Revolución Nacional-Sindicalista y entre los que hablan podrían establecerse una serie de clasificaciones perfectamente definidas. La más elemental divide a los españoles desde el punto de vista de su conocimiento: Los que saben y los que no saben lo que es la Revolución de la Falange. Circunscribiéndonos a estos últimos –que no son tan pocos como pudiera suponerse después de la insistencia con que en todos los tonos se ha expuesto la doctrina–, hay quienes consideran el porvenir revolucionario nacional-sindicalista con temor, con esperanza, con incertidumbre o con irónica y despreciativa indiferencia.

Hay todavía espíritus que definen la transformación que propugnamos como un engaño de palabra, porque no puede llamarse para ellos Revolución una protección social –por muy allá que llegue–, si no modifica la entraña del régimen que vivimos. A los que piensen así van dirigidas las consideraciones que siguen, porque toda esta composición de lugar que está arraigada en algunas mentes trabajadoras obedece en cierto sentido a razones lo suficientemente explicables para que merezca la pena examinarlas.

Hay en esta actitud por lo menos un buen sentido revolucionario al presuponer que no pueden entenderse como revolución los avances sociales por la justicia que respeten la organización social y económica de siempre. Si logramos una red perfecta de protección y un nivel holgado de vida para todos los hogares trabajadores, indudablemente que no podríamos entender como hecha la Revolución. Habríamos conseguido un estado de cosas tolerable, apetecible si se quiere en comparación con los anteriores, pero nada más; se mantendrían todas las injusticias de fondo –entiéndase bien que el problema obrero, contra todas las interpretaciones exclusivamente económicas de la vida, no es sólo una cuestión de bienestar material– y persistirían a pesar de todo grandes defectos de sistema en etapas adversas para la Nación que darían al traste con la inestable prosperidad de cada hogar.

Debemos advertir, sin embargo, con franqueza, que preveemos en las primeras jornadas revolucionarias un perfil de vida menos atrayente que el que acabamos de diseñar. Es muy probable que las medidas que han de servir la transformación originen un descenso provisional en la holgura de las economías individuales. Como todos los objetivos difíciles de cubrir y como todas las empresas de resultados fecundos, la Revolución implica un sacrificio que inmediatamente no presentará otra contrapartida favorable para el trabajador el saberlo repartido entre todos. No se trata de pintar paraísos. Acaso desde el punto de vista exclusivo de la comodidad material de cada uno la primera etapa revolucionaria puede ser objeto de comparaciones desfavorables. La experiencia de todas las revoluciones efectivas que se llevan a cabo en el mundo nos debe poner en guardia contra el desaliento de estas primeras dificultades que es preciso rebasar con la entronización de una disciplina inflexible. Por esta razón siempre nos ha parecido infantil emplear como argumento contra el marxismo, ante hombres de sentido y educación revolucionaria, la incomodidad de vida que pudieron acarrearles sus experiencias.

Esta primera etapa de la concepción que estamos estudiando es rigurosamente exacta. Muchas mejoras obreras que se han conseguido y algunas de las que se intentan lograr no constituyen por sí mismas obra revolucionaria y podrían haber sido alcanzadas en el más arcaico sistema liberal; pero pasar de aquí a la conclusión de que la Falange las considera como meta de la Revolución española es ya una equivocación y una mentira, y aceptar que propugnamos una verdadera revolución en la doctrina, pero que no tenemos intención o fuerza para llevarla a cabo, es en el mejor de los casos una manifestación irrazonada hija de una serie de prejuicios de ayer. Haciendo constar que nos dirigimos exclusivamente a quienes estén dispuestos a seguir nuestras consideraciones con la misma sincera intención de entendernos que las motiva, queremos referimos exclusivamente a un problema que constituye la base en que se asientan bastantes de estas incredulidades de buena fe: El encuadramiento de la Falange entre los partidos políticos de orden que gratuitamente se afirma. Se entendía por Partidos de orden, antes del Alzamiento, una serie de grupos de marcado sentido conservador, a los que equivocadamente se asigna la paternidad de la guerra. Rotundamente afirmamos que la Falange jamás intentó ser un Partido de orden por antonomasia, entre otras razones, porque quien se califica a sí mismo como elemento de orden reconoce implícitamente que tiene un determinado concepto de lo que orden sea. Nadie puede definirse, por lo tanto, como defensor del orden, sino de su orden. En el fondo, entonces se trataba de defender un orden existente contra los nuevos. Hacerse paladín del orden era un vulgar truco de propaganda, porque no hay ninguna doctrina que sea partidaria del desorden como fin, sino, si acaso, como medio para imponer su sistema, su orden, incluso el anarquismo. Aparecer como grupos de orden era más modestamente oponerse a la modificación del existente, evitar toda clase de perturbaciones que pudieran llegar a sustituirlos por órdenes nuevos, y éste es el nervio de la cuestión. Los fundadores de la Falange calificaron desde el primer momento injusto el estado de cosas que quería conservarse bajo un orden externo impuesto por la fuerza de la coacción pública. Impedir una huelga podía ser la forma de evitar una reivindicación justa, el sistema de defender un orden hacia afuera manteniendo el desorden interno con la injusticia. Contra esta concepción del orden vinimos nosotros. Contra esta cómoda teoría de la propia tranquilidad, que algunos querían hacer consustancial con la de la Nación, la Falange no fue una partida de la porra a su servicio. Nació de una concepción completamente diferente y no discutimos que muchos entendieran la guerra como la última fórmula para defender su orden viejo; afirmamos sencillamente que nosotros la hicimos para imponer el nuestro y el que ellos hayan estado con nosotros –principio de un confusionismo culpable de muchas desorientaciones– no quiere decir que nosotros hayamos estado con ellos.

Es ahora cuando esta verdad puede empezar a aparecer clara para grupos de hombres que no la creyeron antes. Se empieza lentamente a deslindar los campos, se enfrentan concepciones diametralmente opuestas en lo económico y en lo social y empiezan a atemorizarse muchos que estimaron la decisión del Caudillo de capitanear la Revolución, exclusivamente como un ardid de guerra. Aparecen definidos un grupo y un Jefe sin contacto con la vieja politiquería pasada del interés. Todos conocemos las circunstancias que alumbraron su nacimiento y no debe extrañar a nadie que en este provisionalismo a que nos fuerza la inestabilidad del mundo, arrastremos muchos lastres antiguos a bordo de nuestro barco. Y admitiendo que la Revolución en sus primeros pasos si ha de entrañar una transformación efectiva de la vida nacional habrá de contar con una etapa difícil por las dificultades de los nuevos acoplamientos, por la incomodidad inicial que representan todos los cambios de postura del cuerpo social, la lentitud de los avances actuales sólo puede entenderse como una meditada serenidad imprescindible para el triunfo. Ningún General elige para desencadenar sus ofensivas el instante en que las circunstancias le son menos favorables. Por eso para quienes entendemos la Revolución como un compromiso ineludible de cuyo incumplimiento seremos responsables, para quienes estimamos importante para su victoria la incorporación de las muchedumbres trabajadoras es interesante advertir de dos peligros y fijar los enemigos encubiertos: los cultivadores de la impaciencia que buscan el fracaso azuzando a la precipitación y a la estridencia y el de los que encuadrándose con nosotros quieren atraer sólo a la Falange un descrédito político que llevan a cuestas, entorpeciendo, de paso, nuestra labor.

Contra todos ellos hay un camino trazado que implacablemente hemos de seguir con todos los trabajadores de la Patria.

¡Viva Franco! ¡Arriba España!

 
(Afán, 18 de julio de 1943.)