Filosofía en español 
Filosofía en español


Sinceridad

(Diario Arriba, 2 de diciembre de 1942.)


En el aniversario del camarada Enrique Sotomayor.
¡Presente!

Nos parece poca toda la insistencia en la necesidad de recobrar el estilo y la eficacia. Y después de la plegaria la mejor manera de rendir armas a nuestros héroes es aprovechar la lección de su vida y de su sacrificio, para el combate –tan suyo como nuestro– del presente.

Y la gran lección del camarada a quien recordamos hoy fue, más que ninguna, la sinceridad.

En la vida puede haber muchas mentiras pero la muerte es siempre verdad. Y cuando se cumple voluntariamente el último servicio, el idealismo de un espíritu ha alcanzado la misma categoría en la escala de lo probado y de lo verdadero.

Pues bien, este camarada, una de las ausencias más amargas para la Falange, por efecto y por necesidad, crucificado en su inquietud de caballero andante de la justicia anduvo buscándola por otros caminos hasta que la encontró en nuestra fe y desde aquel día fue uno de nuestros más fieles apóstoles y de nuestros más eficaces combatientes. Oyó predicar la verdad, pero oyó predicar la verdad entera, porque eran aquellas primeras horas de la Falange en que todavía no habíamos aprendido otra forma de rodear que la de dar la vuelta por las estrellas.

Hablar claro y fijar paladinamente el objetivo que queremos cubrir es el mejor sistema para la incorporación de los mejores hombres a un ideal y para no hacer de engañadores ni de engañados. Esta es la primera promesa que debe escuchar hoy desde su guardia un camarada que puede ser el mejor símbolo y el mejor ejemplo para el proselitismo falangista entre los españoles honrados que con buena fe y con coraje revolucionario andan buscando la justicia en la Patria.

Esta es su lección y su consigna: ser sinceros no sólo por nobleza sino por eficacia. Porque acaso no haya mejor manera de hacerse entender hoy que la sinceridad del pensamiento y de la palabra.

Todas las tácticas indirectas, tan tradicionalmente alabadas como las más útiles en la política, para lograr una meta determinada; todos los habilidosos rodeos mediante los cuales podía conducirse a los hombres hacia un final disfrazado por unos falsos caminos aparentes, no sirven ahora.

Como las engañosas picardías diplomáticas hay un momento en que tienen que ser sustituidas por la franqueza agresiva de los cañones, cuando los pueblos atraviesan crisis excepcionales, determinadas por un peligro de naufragio nacional o por una inminencia de misión gloriosa, cuando chocan definitivamente las dos concepciones opuestas de la vida que llevan a la victoria o al abismo, los espíritus están en estado de guerra y es necesario combatir de frente, deslindar los campos y no utilizar más hombres que los que vayan por el camino más corto hacia la misma cumbre, sin nieblas, que nosotros. Y es que en las grandes tempestades no se puede navegar a vela, buscando todas las rachas favorables en un habilidoso juego de recortes; es preciso arriar y remar, con esfuerzo, derechos hacia la salvación.

Hemos llegado a un momento en el que no valen las tolerancias, las simpatías, las provisionales adhesiones en una etapa, sino que es preciso en nuestro frente una unidad de fe tan cerrada que formen en ella solamente, exclusivamente, aquellos a quienes interesa llegar hasta el final. Por eso la primera condición necesaria de nuestra lucha es no disimular ese final, es mostrarlo claramente para el que quiera nos siga y el que quiera nos abandone. En este juego de los que así vengan y de los que así se vayan se irá forjando la calidad de nuestra formación. Porque contra todas las apariencias que puedan alarmar a muchos hombres de poca fe, nuestra fuerza aumentará con los nuevos enganches, pero no ha de disminuir con las deserciones. Por el contrario, tantos como hace falta urgente que nos dejen solos de una vez, significan un lastre que por un lado hace más difíciles nuestros avances y por otro es la primera causa de que no se acerquen a nosotros muchos hombres que tienen demasiados motivos para suponer que con tales aliados la Falange no podría hacer sino revoluciones de teatro.

Los hombres que están, entre nosotros con el único objeto de controlar nuestro ímpetu revolucionario y que viven con la esperanza de eternizar la cómoda etapa actual, nos estorban y constituyen un peligroso enemigo interno que ha de tirar sobre nosotros por la espalda cuando intentemos rebasar esa mediocridad española semiliberal en lo político y en lo social en que han visto siempre su tierra de promisión. Por eso cuando de buena fe se alarman, cuando se dicen en la Falange verdades enteras, por miedo al peligro de estas deserciones y aconsejan una prudente sensatez que no espante a la gente, no sólo incurren en una heterodoxia de dogma, sino en una grave equivocación de táctica.

Aunque la palabra dura y clara no lograse atraer hacia nosotros ni siquiera un hombre sincero, tendría bastante con la virtud de desenmascarar, de asustar, de hacer que se pongan francamente frente a nosotros todos aquellos amigos fingidos que nos sobran. Esta es la primera condición para que puedan venir los otros, los que deben estar interesados en ayudarnos a hacer una revolución de verdad.

Creer que podemos esperar la comprensión, de tantos hombres nobles como están alejados de nosotros, mientras queden en nuestras filas o aparezcan formando en nuestro frente representaciones caracterizadas de concepciones político-sociales que la victoria de las armas puso fuera de combate sólo teóricamente, es demasiada candidez, es tener un pobre concepto del sentido común de los demás.

Para que estén todos los que sinceramente pueden ser, es necesario antes que dejen de estar todos los que no son.

Para conseguirlo, el ejemplo de la sinceridad de una vida y de una muerte, que nos hace dolorosa esta fecha, nos fuerza a no zigzaguear en el pensamiento ni en la palabra. Sus anhelos de justicia y su predilección por el apostolado de nuestra verdad entre los trabajadores –que nos ha llevado a las consideraciones precedentes– nos muestran el camino más seguro del deber y del triunfo.

Ellos vigilan nuestro servicio. No empecemos, con la disculpa de aguantar mejor los temporales, a buscar resguardos, posturas inclinadas ni cambios de lugar en el puesto, porque por ellos tenemos la obligación de seguir tan a la intemperie, tan verticales y tan inmóviles como las cruces de sus tumbas de guerra.

¡Viva Franco! ¡Arriba España!

 
(Diario Arriba, 2 de diciembre de 1942.)