Voz de mando
(Sí, de Madrid, 15 de noviembre de 1942.)
La voz de mando es la orden de la consigna a que fuerza el presente: una organización social y económica más justa, porque en esta hora del mundo, la solidaridad y la justicia se imponen con una fuerza a la que nadie tiene razón ni moral para oponerse.
El diagrama de la organización social presenta una ininterrumpida elevación a través de la Historia a favor de sus categorías inferiores, que no han sido capaces de evitar sino episódicamente todas las reacciones de las capas privilegiadas, continuamente incómodas ante la presión de los oprimidos. Esta marcha lenta, pero incontenible, hacia la justicia, constituye una de las realidades más innegables en el terreno de lo social, que no debemos pasar por alto cuantos en él cumplimos nuestro servicio y reñimos nuestras batallas. Desde el esclavo al proletario, pasando por el siervo, las ligaduras de la personalidad son cada vez más flojas, y en el mañana acaso desaparezcan definitivamente, cumpliendo así los imperativos de la verdadera hermandad cristiana, que no prejuzga categorías clasistas entre las almas. Porque todo este gran avance, toda esta tarea de liberación de la dignidad personal, nadie puede dudar que es obra exclusiva del Cristianismo. De las máximas evangélicas arranca todo este inmenso Movimiento que, sobre todas las vicisitudes, ha constituido en lo social el índice de lo permanente. Porque tantas filantropías descarriadas y huérfanas de fe, tantas utopías sangrientas y tantos movimientos anticristianos de libertad social, necesitaron para obtener sus verdades deformadas –que son siempre las mayores mentiras–, que el Cristianismo descorriese el velo de las injusticias paganas y mostrara nuevos horizontes de hermandad, de amor y de caridad a los hombres. Por la misma razón que la herejía arranca de la verdad, sólo el estrabismo con que la pasión humana enfoca frecuentemente las cuestiones más diáfanas e interpreta torcidamente las más claras verdades ha podido hacer nacer en unos y en otros actitudes enconadas entre las cuales, irremisiblemente, la justicia va abriéndose camino.
Queremos insistir en la consideración de esta realidad ascendente, que ha constituido el verdadero nexo de continuidad en la trayectoria de las organizaciones sociales, y cuya constante ha permanecido imperturbable a la paz de las más prósperas etapas y al estruendo de los mayores cataclismos.
A veces es conveniente apartar un poco la mirada del recoveco del tiempo, que nos limita la visión, para no malgastar energías en combatir movimientos que vienen de muy lejos con una inercia de siglos, y ante los cuales es absolutamente inútil la resistencia de nuestra insignificancia pasajera. Por eso, cuantos se empeñan en desentenderse de la necesidad de aceptar una transformación social y económica enraizada con la más pura ortodoxia cristiana, que viene a servir el anhelo de una etapa más perfecta, deben meditar las consecuencias de su actitud. Porque mirando un poco atrás, podemos observar también que cuando se deja pasar la hora en que sin prisas y sin improvisaciones es posible amoldar la nueva estructura a la nueva conciencia, es más dolorosa y más violenta –por premura y por revancha– la forma en que se subsana el error. Detener una revolución necesaria es como detener un río; se puede conseguir por algún tiempo, pero llega un instante en que falla la muralla y se lleva los puentes. Porque los ambientes de transformación no los crean caprichosamente los hombres que conducen las revoluciones, sino que los reflejan, los sirven; por eso las juventudes, como más sensibles, suelen ser las primeras en presentir y propugnar las nuevas corrientes.
Cuantos con buena fe quieran meditar sobre estos problemas inquietantes, en los que son peligrosos los compases de espera forzados, piensen si para su deber y para su interés son aconsejables la obstinación y el obstruccionismo.
La Falange es la manera cristiana, española y revolucionaria de encauzar hoy, todavía a tiempo, en la Patria este gran movimiento universal hacia la justicia y hacia la hermandad de los hombres, que, queramos o no queramos, ha de continuar en su progresión infalible. La coacción física puede detenerla acaso algunos años, pero a la larga todos seremos barridos por quienes más o menos ortodoxamente la sirven. Contra los permanentes movimientos del espíritu humano sólo son vallas provisionales los aparatos de fuerza. Estamos ante un dilema decisivo: o hacemos nosotros la revolución o la hará más tarde, por su cuenta y con su sentido, el enemigo de la Patria y el enemigo de la fe, sobre los escombros de una sociedad sorda y ciega a las advertencias de la realidad.
De intento hemos querido encabezar este número, dedicado a la Previsión, enfocando abiertamente el problema social con toda la amplitud que lo miramos nosotros. Las instituciones de previsión, que deben constituir una línea continuada, a manera de alambrada defensiva de las economías débiles, responden a este sentido de solidaridad entre los hombres, aunque no constituyan todavía para nosotros –en sí mismas– sino reformas parciales de un viejo sistema que hay que transformar enteramente de arriba abajo, si no somos tan torpes que esperamos a que la desesperación actúe al margen de nuestra ruindad con sus manos ensangrentadas. Este es el castigo inexorable para quien desoye una voz de mando que viene de muy lejos y de muy arriba, y a la cual obedecen en último extremo todos nuestros anhelos de justicia. La voz de mando que, hace muchos siglos, nos ordenó amar al prójimo como a nosotros mismos.
¡Viva Franco! ¡Arriba España!