El estudiante en la Guerra de Liberación
(De Sí, de Madrid, 8 de febrero de 1942.)
Por todos los caminos de la guerra se fue volviendo hazaña la capacidad de la raza para el heroísmo. Cuando se hacen en los pueblos las grandes luces o las grandes sombras, se iguala la potencia de todas las pupilas para distinguir los matices. Todos ven o nadie ve, y mengua la ventaja que los más perspicaces detentan en la imprecisión de la penumbra. El 18 de julio fue una de esas fechas en las que todos ven claro. Universitarios, militares, obreros y campesinos intuyeron con la misma exactitud la presencia de la hora decisiva del riesgo, en que toda dialéctica es una cobardía y sólo son útiles el corazón y los brazos. En todos los sectores sociales se supo acudir alegremente a la última partida y morir con la misma sonrisa desdeñosa; pero el perfil especial del estudiante que vivió a la sombra de las banderas de guerra, la huella que imprimió en su vida la inquietud de los campamentos y la trascendencia de su cooperación para la victoria, merecen un recuerdo, constituyen una enseñanza y señalan una consigna.
A la conciencia de que se está frente al deber supremo de las grandes misiones, a la decisión de entregarse por la idea al renunciamiento del egoísmo propio, a formar en las minorías heroicas, se llega por distintos caminos. Todos son buenos, porque lo importante es estar dentro y llegar arriba, donde los espíritus se educan y se moldean en la única fe y se entiende y ama la doctrina en todas sus facetas. Pero la naturaleza del motivo que decidió el primer paso y que despertó la primera inquietud da siempre un aire personal en las individualidades al estilo común, que se aprecia mejor en los momentos de máxima tensión, donde todas las reacciones son más claras y más intensas.
El estudiante, en el terreno de lo positivo y de lo material, no podía buscar la justificación de su desacuerdo con la realidad social; fue de lo cómodo a lo difícil porque, egoístamente pensando, tenía mucho que perder y nada que ganar en la Revolución, primero y último fin de la guerra. Fue el sentimiento, absolutamente puro, de la Patria y de la Justicia el que le llevó a la Falange, y a todo lo largo de la batalla se adivina esta imprecisa luz de idealismo que alumbró la belleza de tantas muertes y que explica la frecuencia con que se dan en el ámbito universitario las figuras más acabadas de nuestra mística revolucionaria.
La estampa del estudiante guerrillero de julio y de agosto tiene más marcada que ninguna esta calidad romántica –en el sentido falangista que cabe darle a la palabra, de idealismo, de acción y de combate–. Ella ayuda a explicar la locura heroica de tantos que anduvieron a tiros por las sierras, saltándose a la torera todas las reglas de la estrategia y todas las advertencias de la sensatez, como si tuvieran prisa para morir, como si hubieran dejado, al partir, los libros de Historia abiertos por la mejor batalla española y quisieran resucitarla.
Y al recordar la gloria de los primeros héroes educados en el ambiente pequeño de las covachuelas universitarias, nidos de masonería y de mediocridad, se puede apreciar la tarea ingente que llevó a cabo la Falange en los espíritus y la importancia que el noviciado de combate vivido en sus escuadras tuvo en el levantamiento y en la victoria.
Pero la violencia más perfecta es la violencia más organizada. La guerra tiene sus leyes, tiene su propia ciencia; para saber morir no hace falta sino valentía; pero el principal objetivo de la guerra no es saber morir, sino saber ganar. Para poder destruir definitivamente, eficazmente, al enemigo de la Patria, incluso el precursor, el guerrero instintivo de la Vieja Guardia, avezado a la lucha individual y experto en la escaramuza de las calles, necesita aprender, porque ahora se actúa con masas de hombres y con armas diferentes. Atropelladamente, el estudiante se hace oficial, y con la prodigiosa capacidad de improvisación de la raza, en esta ocasión hace el hábito al monje.
No será necesario insistir sobre la influencia decisiva que ejerció en la victoria de nuestras armas la oficialidad provisional ni hacer una apología de sus glorias. En todos los frentes hay ya trincheras y en todas las trincheras se va imponiendo la mejor jefatura, que es la de los jefes naturales, la de los mejores en inteligencia, en preparación, en moral y en arrojo. Y en las jornadas ardientes de Asturias, del Jarama y Andalucía caen a la intemperie miles de estudiantes camisas azules, de uniforme, con estrellas bordadas en la guerrera.
La generación de estudiantes que hizo la guerra se doctoró en el sacrificio y lavó toda una historia turbia de muchos años de inconsciencia, de traición y de seudointelectualismo. Pero toda la sangre vertida no lo fue solamente por el capricho de escribir una epopeya. No puede ser ahora, después del retorno, un motivo para entristecer el ánimo de los que volvimos con el recuerdo, para que adoptemos una boquiabierta actitud contemplativa ante la evocación de la hazaña. Ellos fueron los primeros en aprender el lenguaje lacónico de la orden y la teoría de la eficacia y de la acción. Su muerte es escuetamente para nosotros una consigna: la de no hacer inútil su servicio, la de ser continuadores de la empresa en que sucumbieron.
Hubo un tiempo en que era disculpable el desinterés por el trabajo en el aula, en que era explicable el desprecio por la labor de unos centros de cultura sometidos a instituciones y sectas antinacionales; días en que hubiera sido traición no arrojar los libros para hacerse dueños de las calles, en los que era un deber silenciar a tiros la propaganda antiespañola de las cátedras. Hoy no existe disculpa para la inactividad escolar. El lema de los ex combatientes dice: «Tu sangre, en la guerra; tu trabajo, en la paz.» El mejor estudiante es el mejor hombre para la Falange y para la Patria. Todos los que no volvieron nos están mirando, camaradas estudiantes de hoy, en guardia celosa desde sus bancos vacíos. Por ellos, que cumplieron como buenos, haced del estudio vuestro primer servicio. Por ellos, que supieron cerrar sobre el arma el temblor de los brazos extendidos y de las manos abiertas, sed centinelas permanentes para que nadie tuerza los caminos ni envenene las inteligencias. Por ellos, que fueron los más bravos cuando la Patria necesitó su sangre, hoy, que la Patria os exige vuestro trabajo, estudiad con rabia y con prisa, porque en esta etapa nos es necesaria una vanguardia de estudiosos si no queremos hacer estéril todo el dolor de la incertidumbre que espera en las cruces de sus tumbas de guerra.