Adolfo Bonilla y San Martín · Historia de la Filosofía española · Madrid 1908
Introducción
«Fert animus causas tantarum expromere rerum, Immensumque aperitur opus, …»
(M. A. LUCANI: Pharsalia, lib. I.)
Emprendemos en este volumen una Historia general de la Filosofía española, obra intentada por algunos, discutida por muchos, y no realizada hasta el presente por ninguno. No se nos ocultan los grandes obstáculos de la empresa: la mayor parte de los escritos de interés, en ciertos periodos de nuestra historia filosófica, son de difícil hallazgo, ya por la rareza de las ediciones, ya por estar redactados en idiomas exóticos. Otras veces, los códices se hallan fuera de nuestra patria, o en condiciones de penosa consulta. Y lo más grave de todo es la necesidad de luchar con la necia indiferencia de unos y con la mala voluntad de otros, para quienes es poco menos que artículo de fe denigrar cuanto a su patria pertenece y cuanto de sus compatriotas procede. En España, durante las Edades Moderna y Contemporánea, ha habido y hay filósofos, ni más ni menos que en cualquier parte; y en las Edades Antigua y Media, el pueblo de Séneca y de San Isidoro, de Maimónides y de Averroes, marcha en primera fila en tal sentido. Fácil es negar a priori la existencia de pensadores; lo difícil es descubrirlos, penetrar su valor, sacar a luz sus verdaderos méritos. Ésta no es tarea de foliculario superficial ni de orador callejero; es labor seria, paciente, firme, por completo análoga a aquella otra que nos pinta San Pablo cuando habla de la caridad, «sufrida, benigna, que no tiene envidia, que no hace nada sin razón, que no se ensancha, ni es injuriosa, ni busca lo suyo, ni piensa el mal, ni se huelga de la injusticia, mas se huelga de la verdad».
Pero, por fortuna, la falange de extranjeros con noble empeño dedicados a limpiar y acicalar las joyas cuyo esplendor dejamos nosotros obscurecer, va siendo cada día más numerosa e importante, y gracias a sus esfuerzos y a los de algunos rarísimos españoles, a quienes la ociosidad o el mal gusto han hecho ocuparse en estas materias, gran parte de la tarea está preparada. Por docenas se cuentan las disertaciones alemanas acerca de Séneca, San Isidoro, Luis Vives y otros pensadores de nuestra patria: Ernesto llenan historió con peregrino estilo y singular erudición las vicisitudes del averroismo; S. Munk divulgó el conocimiento de la Guía de los descarriados, de Maimónides: gracias al Dr. Baeumker, poseemos una buena edición del Fons Vitae; A. Jourdain, L. Leclerc y P. Wüstenfeld revelaron la extraordinaria representación histórica del Colegio de Traductores fundado en Toledo, durante el siglo XII, por el Arzobispo D. Raimundo; B. Hauréau y P. Correns han demostrado la influencia del Liber de Unitate, del Arcediano Domingo Grundisalvo, en la rebelión panteísta del siglo XII; y D. Juan Manuel, Raimundo Lulio, León Hebreo, Abengabirol, Raimundo Sabunde, Francisco Suárez, el Dr. Huarte de San Juan, Mariana, Gracián y tantos otros, son objeto de serios trabajos allende el Pirineo.
Como las restantes esferas de la actividad intelectual, la filosófica tiene su historia, y necesita recurrir a ella a cada momento. El presente es hijo de lo pasado, y encuentra en él su explicación y su razón de ser. Aun podría decirse que lo presente no existe para el hombre, y que solamente lo pasado tiene realidad positiva. Por eso, toda cuestión filosófica empieza por ser una cuestión de orígenes, y el gran filósofo (Aristóteles, Maimónides, Kant, Schopenhauer, Wundt) suele ser al mismo tiempo un gran erudito. Casi la totalidad de los que reniegan de la patria, que, históricamente, es nuestro grande hogar, pecan por ignorancia vituperable. Es, por tanto, una labor honrada, bienhechora y útil, dar a conocer los trabajos de nuestros antepasados, de quienes física e intelectualmente procedemos, sean cuales fueren las diferencias que de ellos nos aparten:
«Abominad la boca que predice desgracias eternas;
abominad los ojos que ven sólo zodiacos funestos;
abominad las manos que apedrean las ruinas ilustres,
o que la tea empuñan, o la daga suicida.
… … …
¿Quién será el pusilánime que al vigor español niegue músculos,
y que al alma española juzgase áptera y ciega y tullida?
… … …
Sangre de Hispania fecunda, sólidas, inclitas razas,
muestren los dones pretéritos que fueron antaño su triunfo.
Vuelva el antiguo entusiasmo, vuelva el espíritu ardiente,
que regará lenguas de fuego en esa epifanía.
Juntas las testas ancianas ceñidas de líricos lauros,
y las cabezas jóvenes que la alta Minerva decora,
así los manes heroicos de los primitivos abuelos,
de los egregios padres que abrieron el surco prístino,
sientan los soplos agrarios de primaverales retornos
y el rumor de espigas que inició la labor triptolémica»{1}.
Señalar deficiencias en obra de tal empeño como historiar nuestro pensamiento filosófico desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días, no ha de ser muy difícil. Si nosotros hubiésemos pretendido hacer algo relativamente perfecto, nunca nos habríamos resuelto a publicar este libro, porque estamos convencidos de que sus tachas son grandes. Pero nuestro propósito se reduce a ensayar la tarea, dando el cuadro general de nuestra historia filosófica, que no será muy enojoso rectificar y completar después. Sólo aspiramos a que se nos reconozca sinceridad e independencia de criterio, y honradez crítica suficiente para no hablar sino de lo que nosotros mismos hayamos comprobado.
No nos anima prevención alguna en cuanto a determinado sistema o escuela. Pasaron para no volver aquellos tiempos en que Hegel «construía la verdadera serie de las ideas según los principios que de antemano había puesto, y, como Poncio Pilatos, se lavaba las manos cuando la Naturaleza se había engañado, haciendo nacer a un hombre o a un libro algunos años demasiado pronto o demasiado tarde»{2}. Hoy la historia es, ante todo y sobretodo, historia, es decir, narración ordenada de hechos ocurridos en el espacio y en el tiempo; constituirse en juez, y sentenciar en tono mayestático, como Júpiter Olímpico desde su trono, es por completo inútil y enormemente ridículo. ¿Quién es el historiador para juzgar? Exponga con orden y exactitud los hechos, ajústese cuanto pueda al pensamiento y aun a las palabras del filósofo, y no meta la hoz en mies ajena; porque si su cerebro es raquítico, empequeñecerá todo cuanto encierre, y si por el contrario es genial, falsificará sin advertirlo las ideas de otro. Por eso decía Schopenhauer que vale más una Antología de filósofos hecha con discreción por eruditos, probos y de talento, que la mejor Historia de la Filosofía{3}; y así también escribe Menéndez y Pelayo{4}: «Hay algo peor que las traducciones de palabras, y son las traducciones de ideas y sistemas ajenos a nuestro propio sistema e ideas. Por eso, los grandes filósofos han solido ser tan malos historiadores de la Filosofía, al paso que esta historia ha debido servicios eminentes a espíritus relativamente medianos y modestos, como Brucker, como Tennemann, como Ritter. Bástale al historiador de la Filosofía comprender lo que expone: con esto se librará de la peligrosa tentación de rehacerlo.»
De esta suerte entendida la historia, llega a determinarse una compenetración tan íntima entre el pensamiento referido y el propio, que el historiador, al modo que el actor, se hace uno con el papel que representa, y no sólo no está en condiciones de juzgarlo como desde afuera, sino que todo su anhelo estriba en que parezca que no es él, sino el mismo historiado quien habla o escribe. Esto han hecho siempre los grandes narradores, y en ellos se nos muestra la historia tan simpática y apacible, porque el arte del escritor, como el del actor, nos hace olvidar la realidad y nos transporta a momentos y épocas distintos de los actuales. Hay un pensar histórico, como hay un pensar filosófico, y ambos tienen su fundamento y su razón de ser en la materia peculiar de la Historia y en el asunto propio de la Filosofía.
Seguiremos el orden cronológico dentro de cada, sección o periodo, y atenderemos, no sólo a la exposición del sistema o doctrina del filósofo, sino a las circunstancias de su vida y a las condiciones de época que convenga conocer para formar mejor concepto de las ideas. También cuidaremos con esmero de la parte bibliográfica, material indispensable para no cometer tropiezos en atribuciones o en fechas que la erudición moderna haya rectificado.
Por muchos conceptos, la parte contemporánea será la más dificultosa de tratar. La historia es esencialmente présbita: ve mejor lo lejano que lo próximo. Pero nuestro deseo es observar la imparcialidad y la independencia más completas, sin que humanos respetos amortigüen la justa censura o exageren el merecido encomio. «Quien pide la reprehensión para sí –dice el gran Quevedo–, no la niega a quien la merece»; cuanto más que lo que muchas veces deja de decirse, no es porque se ignore, sino porque se halla en la mente de todos.
No tan sólo nos interesarán, en el curso de nuestro trabajo, los libros y las ideas, sino también los hombres; así que a todo estudio doctrinal acompañara (por lo menos al tratarse de pensadores de importancia) la biografía del filósofo. Esto tiene una explicación bien sencilla: las ideas no se han producido para lucirlas en un libro, sino para ser traducidas en hechos; porque idea que para la vida no sirve, no es idea filosófica. En tal supuesto, la conducta del que formuló esas ideas debe ser conocida, para apreciar de un modo auténtico su virtualidad. Nerón predicando piedad no convence a nadie; Julio César cobarde no habría podido inspirar a nadie valor; los apóstoles llevando vida deshonesta, a nadie habrían podido inculcar la pureza de costumbres; Aristóteles «dejando caer al buen tun tun y según se le ocurren, a la buena de Dios, las ocurrencias que le brotan, como maleza en el campo, en la mollera», no llegaría a persuadir a ningún mortal de las ventajas del método y de la lógica. Las predicaciones del fariseo, por mucho que alardee de independencia de criterio, nos parecen abominables; una doctrina cualquiera, por el contrario, profesada de buena fe y con profunda convicción, merecerá siempre nuestro respeto. La idea, como el vino, si sale por espita sucia, adquiere mal sabor y repugna.
Y no solamente hemos de buscar la idea filosófica en los libros y tratados que con propiedad se pueden llamar técnicos, sino también en la Literatura, en el Arte, en la Ciencia, en las costumbres, y en las demás manifestaciones históricas de la vida y del alma españolas. La Filosofía del siglo XVII se descubre mucho mejor en los arranques épicos de Lope, en los discreteos de Tirso, en el teatro teológico de Calderón, o en las sentenciosas máximas y nobilísimos pensamientos de Ruiz de Alarcón, que en los comentarios a la Summa; y apenas si existe libro alguno que tan a las claras revele los secretijos del Yo hispánico, como ese portento literario que se titula Guzmán de Alfarache. El realismo inconmensurable de Velázquez, la consunción tristísima del Greco, la ironía punzante de Goya, no son otra cosa que maravillosos postigos por donde nos es dado atisbar lo que sucedió en lo íntimo de la psiquis de nuestro pueblo.
El esquema del plan que, por punto general, seguiremos, va indicado a continuación{5}. El presente volumen sólo abarca hasta el final del primer periodo de la quinta época (siglos VIII-XII). Como Apéndices, publicaremos algunos documentos de interés que, o están inéditos, o figuran en colecciones o libros poco accesibles. Lo mismo haremos en los demás volúmenes.
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Profesamos, cierto escepticismo respecto a los sistemas. El sistema es un andamiaje útil y aun indispensable, pero no es la obra. Si el edificio estuviese construido, el andamiaje no existiría. La verdad no reside en el sistema mismo, sino en el resultado a que aspira; si el sistema sigue en pie, no hay duda sino que aun no ha logrado su objeto. Por eso en todo sistema hay artificio, y por eso pueden imaginarse sistemas ingeniosamente elaborados, que a nada positivo conduzcan.
Es un grosero error pintar al filósofo como un iluso, que sueña con quimeras y desdeña el contacto con la realidad. Filosofía es investigación de la verdad en todos los órdenes, en todas las esferas de la vida, y cualquier investigador de este género puede merecer el nombre de filósofo. De ahí que todos los grandes pensadores (Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás de Aquino, Descartes, Kant, Schopenhauer, Nietzsche) se hayan distinguido siempre por lo enciclopédico de sus conocimientos. El que no abarca más que un aspecto limitado y estrecho de la realidad, no será nunca filósofo, porque jamás percibirá las relaciones generales de los fenómenos, y no podrá elevarse a una concepción superior, reduciendo a unidad la muchedumbre de las diferencias.
Pero hay un modo de verlas cosas, sub specie aeternitatis, que cabe en cualquier dirección especial de la actividad humana, y que se da por eso en el trabajador de verdadero talento. Todo genio, sea cual sea el camino que emprenda, hará obra filosófica y será un filósofo. ¿Quién dudaría de que lo es Wagner, por ejemplo, aunque sólo se conociese su obra musical, y se ignorase su relación, con Schopenhauer? ¿Quién negaría que lo es Göthe, aun cuando sólo se tuviese noticia de su obra poética? ¿Quién dejaría de llamar filósofos a los grandes creadores y productores que en Arte y en Ciencia ha tenido la Humanidad, ora sean poetas como el Dante, ora novelistas como Cervantes, ora matemáticos como Newton o Laplace, ora escultores como Fidias, ora pintores como Velázquez o el Greco?
Otra cosa habría que decir si, al enaltecer la Filosofía, se prometiese más de lo que cabe cumplir. El que así haga, es un iluso o un farsante. Desde Aristóteles hasta Spencer, pasando por Escoto Eriúgena, por Luis Vives, por Francisco Sánchez, por Hume y por Kant, los filósofos dicen que el conocimiento de la esencia en sí misma (Dios, Naturaleza, Substancia, Causa) no es asequible al hombre, y así lo confirma la historia de la Ciencia. Si alguien pretende poseer ese conocimiento, llámese como se quiera (sufí, iluminado, experimentador, biólogo, &c., &c.), será un hombre que se engaña a sí mismo,, o pretende engañar a los demás.
Pero de que no lleguemos a conocer jamás la Verdad, no se infiere que no podamos aproximarnos a ella, «El que piense que cuatro y cinco son la misma cosa –escribe Aristóteles en la Metafísica–, no tendrá un pensamiento falso de grado igual al del hombre que sostuviere que cuatro y mil son idénticos. Si hay diferencia en la falsedad, es evidente que el primero piensa una cosa menos falsa; por consiguiente, está más en lo verdadero. Luego si lo que es más una cosa, es lo que se aproxima más a ella, debe haber algo verdadero, de lo cual será lo más verdadero más próximo. Y si esto verdadero no existiese, por lo menos hay cosas más ciertas y más próximas a la verdad que otras, y henos aquí desembarazados de esa insensata doctrina (τοϋ άχράτου λόγου) que condena al pensamiento a no tener objeto determinado.»
A la Filosofía se debe la fórmula del principio de Caridad, como precepto racional de la existencia. «Aquel cuyo espíritu se libere de la ilusión del yo –decía el Buddha–, quedará en pie y no caerá en la batalla de la vida»; «Ama al prójimo como a ti mismo», dicen Confucio y el Cristianismo; «Obra según una máxima de los fines que pueda ser por cada cual tenida como ley universal», escribe Kant. En el orden humano, no hay nada tan sublime como este principio, que el Anarquismo contemporáneo estima, con razón, como ley suprema de la existencia. Aunque la Filosofía no obtuviese otro resultado, en la esfera de la conducta, que inculcar a los hombres esa máxima, sería suficiente para glorificar a los pensadores que se esforzaron por descubrirla y demostrarla. Y tal es, precisamente, la gran enseñanza que se desprende de toda investigación histórico-filosófica: una lección de tolerancia, de desprendimiento personal, de amor a la Humanidad y a la Naturaleza.
* * *
En la época romana, primera de las que con datos suficientes pueden estudiarse en nuestra historia filosófica, hemos de encontrar un pensador de primer orden, no superado en tiempo alguno como moralista: Lucio Anneo Séneca. Su tendencia es evidentemente realista. Si no desprecia la Metafísica, por lo menos, no hace ningún caso de ella. A él le preocupa la conducta humana, el problema del bien y del mal, y pone todo su esfuerzo en buscar una regla positiva y exacta, mediante la cual sepamos cuándo nos dirigimos a uno o a otro.
Al examinar la época goda, vuelve a presentársenos la nota realista con caracteres todavía más definidos. San Martín Dumiense, San Isidoro de Sevilla, San Ildefonso, Tajón, &c., son moralistas, y su metafísica no se sale un punto de los límites trazados a la investigación por la Teología dogmática. En las Cortes de San Fernando, de Alfonso el Sabio, de Don Jaime el Conquistador y de Don Sancho IV, la tradición moralista persiste y absorbe casi por completo la actividad racional, y los siglos XIV y XV son centurias de Ética y de Dialéctica. En el Renacimiento imperan los críticos, cuya dirección práctica está representada por Luis Vives, por Gómez Pereira, por Huarte de San Juan, por el Brocense, por Pedro de Valencia y por Francisco Sánchez. Los mismos escolásticos de la época (Suárez, Cano, Vázquez, Vallés, Simón Abril, Pererio, Venegas, Pérez de Oliva, Arias Montano, &c.) brillan más como críticos, como naturalistas, como moralistas o como teólogos, que como metafísicos. En los siglos XVII y XVIII, lo que preocupa a los pensadores (Cardoso, Feijóo, Martín Martínez, Hervás y Panduro, Piquer, Tosca, Eximeno, &c.) es la Física, y a este orden pertenecen las controversias que por entonces apasionan a los filósofos. A fines del siglo XVIII, no sólo se ha olvidado la Metafísica, sino que está en crisis la sustantividad de esta disciplina; y la crisis continúa durante todo el siglo XIX, que es periodo de vacilaciones, de incertidumbres, de dudas ingentes, y en el que no echamos de ver una dirección definida y universal en el orden filosófico.
Claro es que en todas las épocas encontraremos excepciones; pero ha de observarse que éstas confirman la regla general, y acusan siempre influencias extrañas a nuestro carácter nacional y a nuestra tradición. Moderato de Gades es pitagórico; Prisciliano, gnóstico; y Avicebrón, Maimónides, Avempace, Abentofáil, Averroes y Mohidín vienen intelectualmente de las escuelas orientales. Este abolengo oriental resplandece asimismo en Raimundo Lulio, en los platónicos de la XVI centuria, en el quietismo de Miguel de Molinos y en la teosofía de Martínez Pascual; y si nos fijamos en el siglo XIX, hallaremos invadido nuestro territorio filosófico (como fueron invadidos también el político y el literario) por los sistemas extranjeros (escolasticismo a la italiana, eclecticismo, psicologismo escocés, positivismo, krausismo, teosofía, &c.).
Quiere decir esto que la única nota saliente que puede señalarse como distintiva de la dirección filosófica española es el realismo. Y nótese que esto mismo acontece en los demás órdenes; por ejemplo, el literario y el artístico. Nuestra epopeya, a diferencia de la francesa, es profundamente realista: en el Poema del Cid no se encuentra lo maravilloso; hay solamente un reflejo, poético sí, pero reflejo al cabo, de las luchas de la historia patria. Historia sigue siendo también nuestra novela, donde el género picaresco (realista por naturaleza) es original y exclusivo de nuestro pueblo. Y realista es asimismo nuestro arte, personificado en tan genial representación como Velázquez, cuyas obras pictóricas son historia, no imaginada, sino viva, contemporánea, positiva y palpable.
Fijémonos en otro orden de ideas, y veremos nuevamente comprobado nuestro aserto. De los libros de Matemáticas publicados por españoles durante el siglo XVI, habrá escasamente cinco o seis (entre los cuales se cuentan la Arithmetica speculativa, de Gaspar Lax; el tratado De quadratura circuli, de Jaime Falcó, y el Discurso sóbre la figura cúbica, de Juan de Herrera) que se refieran a la ciencia pura. En cambio, los de Matemáticas aplicadas, Mecánica, Arquitectura, Cosmografía, Astronomía, Arte de navegar y estudios análogos, se cuentan por centenares{6}. ¡Siempre el instinto de aplicación inmediata sobreponiéndose a la especulación abstracta!
Si hay algún pueblo con el cual tenga el español puntos de contacto, en el sentido filosófico, es el pueblo inglés; por eso en el siglo XIX, en medio de la repugnancia que el escolasticismo inspiraba, y del descrédito general del krausismo y del hegelianismo, los pensadores que siguieron la tendencia del psicologismo escocés, hallaron pronto y verdadero arraigo.
¿Indican estos hechos, por ventura, que en España no encuentre ambiente el pensamiento filosófico? En modo alguno. Séneca no deja de ser un filósofo, aunque nada diga de Metafísica. Aunque Suárez sólo hubiese escrito el tratado De legibus, merecería ser leído eternamente. Lo que esos hechos quieren decir es que nuestro pueblo ha concedido siempre escasa virtualidad a la Idea pura, y se ha preocupado más de vivir que de abstraer. Ha pensado mal de los que no han obrado bien, y aunque las palabras hayan podido embaucarle en ciertos momentos, ha echado de ver a la larga su valor positivo. Lo mismo le ha dado escuchar a Ortí y Lara cuando dice: «Tiempo es el número numerado del movimiento local del primer móvil movido de una manera uniforme, distinto según la razón de antes y después»{7}; que leer en Sanz del Río: «Lo particular, que en su particularidad es lo otro –como siempre de, en, con, a… otro–, se dice tal de todos lados, y llama de todos lados infinitamente lo otro, sin límite de relación en su propia eterna particularidad, es la realidad subsistente de su particularidad»{8}.
Aun con relación al misticismo, la nota realista se mantiene en España. «Su misticismo –escribe Pablo Rousselot{9}– no surge de un sistema, ni resulta tampoco del desaliento de la razón, engañada en sus investigaciones por haberlas llevado excesivamente lejos. No emprende la tarea de resolver dificultades que arredrarían a los espíritus formados en la escuela y en las costumbres de la dialéctica; pasa por su lado, no diré siempre sin verlas, pero con seguridad sin mirarlas… Ante todo, es psicológico. La psicología, en verdad, no está tratada en el misticismo ex professo y de una manera especial, pero ocupa en él un lugar muy extenso. Es experimental; por consiguiente, el misticismo que en ella se apoya vuelve más fácilmente a la noción de la realidad, y se mantiene en cierto modo más cerca del hombre: es humano, y, por tanto, moral, a despecho de las concepciones erróneas de todo misticismo sobre el papel respectivo de las facultades, y particularmente sobre la naturaleza de la voluntad.»
Trae D. Juan Manuel, en su Conde Lucanor, un admirable cuento, que puede servir con toda propiedad en el caso en que nos hallamos. Dice, que tres «omnes burladores» vinieron a un rey, y dijéronle que eran muy buenos maestros de hacer paños, y que señaladamente hacían un paño que todo hombre que no fuese hijo de aquel padre que todos decían, no podría ver aquel paño, y en cambio lo vería el que «fuese hijo de aquel padre que él tenía e que todos decían». El rey quiso hacer la prueba, y mandóles dar un palacio, juntamente con «mucho oro, e mucha plata, e seda, e gran haber» para fabricar el paño maravilloso. Al cabo de varios días, fue el uno de los burladores a decir al rey que el paño era comenzado, y que era la cosa más hermosa del mundo, y que si fuese que lo vería. «Et desto plogo mucho al rrey; queriendo prouar aquello en otro ante, enbió su camarero que lo viese… Et desquel camarero vio los maestros, vio lo que dezian, non se atreuió a dezir que lo non viera, e quando tornó al rrey dixol que viera el paño; e después enbió otro e dixo eso mesmo. Et desque todos los que el rrey enbió, le dixieron que vieran el paño, fue el rrey a lo ver. Et quando entró en el palacio e… vido que ellos texian e dezian de qué manera era el paño e que él non veya e que lo auian visto los otros, touose por muerto, ca touo que non era fijo del rrey quel tenia por su padre, que por esto non veya. Et rresceló que, si dixiese que non lo veya, que perderia el rreyno. Et por ende comencó a loar mucho el paño, e aprendió mucho bien la manera commo dezian aquellos maestros que el paño era fecho. Et desque fue en su casa, començó a dezir marauillas quan bueno e quan fermoso era aquel paño, e dezia la figura e las cosas que auia en el paño; pero estaua con grand sospecha… Et asy pasó este pleyto, fasta que vino vna gran fiesta e dixieron al rrey que vistiese aquellos paños para la fiesta… Et quando vino el dia de la fiesta, vinieron los maestros al rrey con sus paños tajados e cosidos, e fizieronle entender quel vestían e quel allanauan los paños, e asi lo fizieron fasta que touo que era vestido, ca el non se atreuia a dezir que él non veya el paño. Et desque fue vestido tan bien commo auedes oydo, caualgó para andar por la villa (de tanto le auino bien que era verano). Et desque lo vieron asy venir e sabian quel que non veya aquel paño, que non era fijo de aquel padre que cuydaua, cada uno cuydaua que los otros lo veyan, que, si lo dixiese, que seria perdido e desonrrado. Et por esto quedó aquella poridat guardada, que non se atreuió ninguno a la descobrir, fasta que vn negro que guardaua el cauallo del rrey, que non auia cosa que pudiese perder, llegó al rrey e dixo: “Señor, a mi non me enpece, nin me tengades por fijo de aquel padre que yo digo, nin de otro. Et por ende digo vos que so yo ciego o vos desnudo ydes…” Et desque el negro esto oyó, dixo otro eso mesmo, e asi le fueron diziendo, fasta quel rrey e todos perdieron el rreçelo de conosçer la verdat, et entendieron el engaño que aquellos burladores auian fecho.»
¡Qué cuento tan profundamente filosófico!
Viene de Nápoles, de Nuremberga, de París o de Lovaina uno de esos burladores metafísicos, y dice a nuestro pueblo: «¡no serás filósofo si no comulgas en mi doctrina, en la cual encontrarás soluciones exactas a los problemas que te preocupan hace tantos siglos!»; y el pueblo les sigue algún tiempo, y aparecen generaciones de hombres tétricos y cejijuntos, con caras de vinagre y aspecto de nigromantes o taumaturgos, para quienes no hay alegría en la vida, y en cuyos cerebros todos los conflictos son pavorosos y sombríos. Pero algún mezquino negro, como el del cuento de Patronio, no importándole que le nieguen el dictado de filósofo, advierte que los burlados andan en cueros de sabiduría, y da la voz de alarma, y el pueblo se percata del engaño de que ha sido víctima (aunque no pueda recuperar los dineros que le costó), y la tragedia se trueca en sainete.
* * *
No hay labor más desinteresada que ésta de saber por saber, y no hay, por tanto, labor más bella. No es útil, no sirve para otro fin, porque ella es fin en sí misma; por eso es grande y aun divina, puesto que «una ciencia que es principalmente patrimonio de Dios, y que trata de las cosas divinas, es divina entre todas las ciencias»{10}.
Es singular el fenómeno de que la elevación de un arte o disciplina cualquiera esté en razón inversa de su utilidad para satisfacer las necesidades materiales de la vida. Nada más útil, en este concepto, que el arte de cocina: pero de Martínez Motiño (el que asó la manteca) no se acuerda hoy nadie, mientras que la vida y obras del P. Mariana se leen y se comentan. Quiere decir esto que Mens agitat molem, y que el estudio del alma del Mundo es más transcendental que el estudio del Mundo mismo. El que conoce la causa de un hecho, conoce una causa, y una causa relativa (al hecho). Por muchas causas de ese género que conozca, mientras no salga de la relatividad, su saber no tendrá término, ni llegará jamás a ser científico. El que conoce la naturaleza de la causa, conoce lo característico de todas las causas posibles, y su saber, en cuanto absoluto, es ciencia. Sin la Inteligencia, la relación de utilidad no se descubriría; el estudio de la Inteligencia en sí misma es, por consiguiente, capital, como condición del estudio científico de todas las relaciones intelectuales posibles.
Pero el progreso de los conocimientos filosóficos, como el de toda labor natural, está sujeto a la ley de la evolución. Por eso se hallará en él todo género de accidentes, con alternativas de grandeza y decadencia, de animación y de fatiga, de aciertos y de equivocaciones. Y claro es que semejante evolución supone doctrinas positivas, principios substanciales, dogmas definidos; el que no los posee ni los profesa, no es filósofo: es un ente vulgar o un embaucador.
Decimos esto último, porque hay, por desgracia, un género de cobardía intelectual no muy raro en la historia de la Filosofía: la cobardía de los que, sin profesar doctrina definida acerca de nada (ni siquiera acerca de la imposibilidad racional de profesarla), hácense pasar por sabios, y resuelven ex cathedra acerca de la sabiduría o ignorancia de los demás. No comprendo un maestro sin doctrina, como no me explico una ensalada de lechuga sin lechuga, y a estos manjares conduce alguna de las direcciones de eso que se llama pedagogía contemporánea. El que se limita a auxiliar en el parto a las mujeres de otros, pero no engendra, ¿con qué fundamento afirmará que tiene muchos hijos?
Sócrates viene a ser, en lo antiguo, uno de estos pedagogos sin doctrina, y nadie le ha desenmascarado mejor que Schopenhauer{11}. Es muy raro ciertamente, como este insigne pensador hace notar, el orgullo de un filósofo que deja sin utilizar el más importante descubrimiento del género humano, la escritura, sabiendo que la exposición escrita es de una precisión y de una fijeza que no puede alcanzar la exposición oral. Ese filósofo, o carece de talento, o carece de confianza en la Verdad, que viene a ser lo mismo que carecer de ciencia.
A estos tales hemos de sacar a la vergüenza en el transcurso de nuestra Historia, cuando hayan pretendido salirse de su modesta esfera, y arrogarse representaciones para las que no estaban capacitados. Podemos tolerar, los del pueblo, que Moisés suba entre truenos y relámpagos al monte Sinaí, y se rodee de una espesa nube, y haga oír un fortísimo sonido de bocina que nos estremezca, y que Jehová le hable a él solo, entre fuego y terremotos; pero no sufriremos que baje con las manos vacías, después de tanto estrépito, sino que nos encararemos con él y le diremos: «¿Dónde están las Tablas de la Ley? ¿Qué mandamientos nos traes?»
Sin mandamientos o sin tablas, ninguno entrará por las puertas de nuestra ciudad, por espantoso que sea el estruendo que arme. Quizá tropecemos a veces con hombres de copiosas ideas y de grandes tablas: ésos serán recibidos con regocijo extraordinario. Pero no acogeremos sin benevolencia ni aplauso al buen laborador, modesto y sencillo, que traiga por todo bagaje un mandamiento solo; ése, que de buena fe y por convicción demostrativa sabe algo, vale, más que trescientos pedagogos que no tienen seguridad de nada. En el cielo de la Inteligencia hay grandes soles; pero hay asimismo estrellitas de luz recogida y suave, que contribuyen con aquéllos a la hermosura del conjunto. Por los espacios intersolares de tal mundo hay grandes búhos, enormes lechuzas, colosales y feísimos murciélagos, que viven y aletean recatadamente entre sombras. Sólo una vez se nota su presencia: cuando, interponiéndose entre nosotros y alguna luz, pretenden ocultarnos su resplandor.
Con ayuda del tiempo y de nuestras fuerzas, procedamos, pues, a la narración de las intercadencias de nuestra calentura filosófica, y, como dice el bueno de Abentofáil, «temamos por los débiles, los cuales han negado su asentimiento a las doctrinas de los Profetas (¡las bendiciones de Alá sean sobre ellos!), y han prestado su aquiescencia a las enseñanzas de los necios».
Madrid, Enero de 1906.
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{1} Rubén Darío: Cantos de Vida y Esperanza (Salutación del optimista); Madrid, 1905.
{2} Lange: Histoire du materialisme (traducción Pommerol), I, 337; París, 1877.
{3} Puede servir de modelo la excelente Historia philoaophiae Graecae: testimonia, auctorum conlegerunt notisque instruxerunt H. Ritter et L. Preller (editio octava, quam curavit Eduardus Wellmann); Gothae, Sumptibus Friderici Andreae Perthes, 1898; IV+598 páginas en 8.° mayor.
{4} Ensayos de crítica filosófica, pág. 184; Madrid, 1892.
{5} Es, con ligeras modificaciones; el mismo que hemos publicado en la Memoria de la Escuela de Estudios Superiores del Ateneo de Madrid (cursos de 1904-1905 y 1905-1906).
{6} Puede verse un índice de estos libros en los Discursos leídos ante la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, en la recepción publica del Excmo. Sr. D. Acisclo Fernández Vallín; Madrid, 1893.
{7} Curso abreviado de Metafísica y Filosofía Natural, I, 52; Madrid, 1891.
{8} Análisis del pensamiento racional, pág. 202; Madrid, 1877.
{9} Los místicos españoles (versión por Pedro Umbert), tomo II, páginas 179 y 181; Barcelona, 1907.
{10} Aristóteles: Metafísica, I, 2.
{11} En sus Fragmente zur Geschichte der Philosophie.
(Adolfo Bonilla y San Martín, Historia de la Filosofía española, Madrid 1908, páginas 7-31.)