
Arturo Campión
Discursos políticos y literarios
Pamplona
Imprenta y lib. de Erice y García
Calle de la Estafeta, núm. 31
1907
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Discurso en los Juegos florales de Barcelona, el día 17 de Mayo de 1891, 5
Conferencia en la “Lliga de Catalunya”, el día 3 de Junio de 1891, 25
Discurso en el “Círculo Regional Tradicionalista” de Pamplona, el día 29 de Mayo de 1892, 48
Discurso en el Congreso los Diputados, el día 24 de Mayo de 1893, 72
Discurso en el Congreso de los Diputados, el día 22 de Julio de 1893, 80
Discurso en el Congreso de los Diputados, el día 14 de Enero de 1895, 101
Conferencia en el “Centro Basko” de Bilbao, el día 27 de Abril de 1901, 120
Discurso en las Fiestas euskaras de Azpeitia, el día 30 de Septiembre de 1901, 149
Discurso en las Fiestas euskaras de Oñate, el día 29 de Septiembre de 1902, 161
Discurso en las Fiestas euskaras de Irún, el día 27 de Septiembre de 1903, 172
Alocución en baskuenze al “Eskual-zaleen bilzarra”, en Irún, el día 29 de Septiembre de 1904, 203
Conferencia en el “Centro Vasco” de San Sebastián, el día 29 de Mayo de 1904, 205
Conferencia en el “Centro Vasco” de San Sebastián, el día 7 de Enero de 1906, 225
Discurso en las Fiestas euskaras de San Sebastián, el día 11 de Julio de 1906, 279
Notas y comentarios, 293
Nacionalismo, fuerismo y separatismo
Conferencia dada en el Centro Vasco de San Sebastián la noche del 7 de Enero de 1906
La incorporación del Reino de Nabarra a la Corona de Castilla fue por vía de unión eqüe-principal, reteniendo cada uno su naturaleza antigua, así en leyes como en territorio y gobierno. (Ley 33, tit. 8.º, lib. I de la “Recop. de Leyes de Navarra”)
Señores:
La primera vez que tuve el gusto de dirigir mi palabra al “Centro Vasco”, hablé de la Patria, procuré definirla, enumerar sus elementos constitutivos, y enuncié la verdad fundamental mirando al lugar donde hablaba: que la patria de los gipuzkoanos es Gipuzkoa. Cuando rompí el encantamiento que me subyugó con el recuerdo de las bellezas físicas y de las prendas morales que esta noble tierra atesora –encantamiento que intentó poner en mis labios algún balbuceo de poesía para celebrarlas y enaltecerlas–, tiré la línea divisoria entre la Patria y el Estado, afirmé la existencia histórica de varios Estados baskos, y tracé la curva que los llevó, en alas del tiempo, a harmonizarse con otro Estado más amplio, al amparo de pactos federales que respetaban la personalidad completa de aquéllos. Y cuerpo a cuerpo contra esa odiosa y mendaz alternativa que desde muy opuestos campos formulan, o unitarismo o separatismo, acudí al arsenal de la ciencia política y aporté el testimonio de nuestra historia demostrando que existe un tercer término, la organización de los Estados compuestos o colectivos, en cuyo seno vivieron y prosperaron los Estados baskónicos mientras el absolutismo monárquico primero, y el absolutismo liberal después, no adulteraron, mermaron y descuajaron nuestras constituciones propias, y brutalmente cortaron el lazo que unía a los Estados baskos y al Estado español. Contestadme, señores: ¿quiénes son los separatistas verdaderos?
Hoy me propongo continuar el estudio de las: cuestiones que en la primera conferencia se omitieron. No sólo el asunto, sino aun el modo de exponerlo diferirán, porque al hablar de la Patria pulsé vuestra sensibilidad y vuestra imaginación: ahora pretendo que vuestra inteligencia me escuche. Todos los aquí congregados sentimos y queremos al unísono: por eso fue tan fácil y amable mi tarea de ayer. Aspiro a que esta comunión subsista en el mundo de las ideas, cuya naturaleza sutil y volandera, cuya propensión a teñirse de los colores y de los matices cambiantes, suele ser causa de que los vocablos en que forzosamente toman cuerpo, con dificultad adquieran la fijeza de signos de notación invariable. La idea aprisionada en el envoltorio exterior de la palabra, cuando no logra alterar la forma de ésta oblígala a saturarse de diversos significados. De aquí los equívocos y confusiones que la política, madre fecunda de apasionamientos, agranda y beneficia separando lo que, de otra suerte, hubiese permanecido junto. Yo no pretendo elaborar programas, ni definir dogmas, ni orientar derroteros; vengo, solicitado por amable invitación, a explanar mi pensamiento íntimo sobre temas muy controvertidos e importantes, y de materia tan vasta que, ni aun tratada superficialmente como lo hago es compatible con la brevedad. La certidumbre de que voy a poner a prueba vuestra paciencia, casi me arrebata la esperanza de que seréis indulgentes.
Vaguedad del tecnismo
Raza, pueblo, nación, fuerismo: he aquí otras tantas palabras del lenguaje vulgar que suenan cuando se comenta, aplaude o ataca al nacionalismo basko. Palabras dotadas de significado múltiple, que las gentes emplean vertiendo en ellas su idea del momento, y que momentos después expresan otra idea muy diferente: indeterminación que se extiende asimismo a esas otras palabras sacadas del vocabulario político, como las de autonomía y autonomismo, prohijadas por los que se dedican a recetar al país una succedánea de sus constituciones históricas.
Exprimamos el significado que contienen esas palabras, no con ánimo de cristalizarlo para todo el mundo, sino con el de proporcionar al tecnicismo político de las reivindicaciones euskaras, términos gue no den pábulo a divergencias meramente verbales entre sus adeptos; términos que exterioricen ideas claras, definidas, cuya profesión o repulsa, y no el sentido vago de sus vocablos, constituyan la materia real de las posibles discrepancias.
La raza
Cuando se habla de raza blanca, de raza negra, o de raza amarilla, es indudable que esa palabra evoca una idea muy diversa de la que le atribuimos al hablar de raza semítica y de raza aryana. En el primer caso, las diferencias son tan salientes, tan marcadas, que el vulgo las percibe mirando a cualquiera de los ejemplares: los rasgos físicos dominan la escena. Éstos persisten en el segundo caso, pero atenuados, y han de entrar en la cuenta para mantener la clasificación otros menos patentes, que requieren observación más perspicaz, criterio más científico que el meramente impresionista. Y si en vez de raza aryana y semita hablamos de raza céltica, germánica, latina, o si exagerando la diferenciación condecoramos con el calificativo de razas al conjunto de españoles, franceses e italianos, contraponiéndolos entre sí, observaremos que va siendo menor el número de los caracteres físicos utilizados y mayor el de los caracteres históricos, hasta el punto de que éstos casi exclusivamente imperan cuando se denomina razas a las variedades observables dentro de una amplia comunidad política nacional, como gallegos, aragoneses, catalanes y andaluces.
Graduad, señores, la dilución del concepto de raza comparando la imagen que en vuestra inteligencia suscitan las frases extremas: raza negra, raza castellana. El sustantivo de ambas es idéntico; mas su contenido difiere enormemente. Esto revela que el vocablo raza es vocablo equívoco, usado a diestro y siniestro, según los fines de quien le escribe o pronuncia. Los mismos que bajo la razón social de raza francesa engloban a los descendientes de las tribus prehistóricas, de los íberos, celtas, galos, griegos, latinos y germanos que en varias dosis yacen repartidos por el territorio francés, nos hablarán, a renglón vuelto, de raza bretona y de raza baska, al enumerar los componentes de la moderna nacionalidad francesa. ¿Cómo es posible que una misma palabra sirva para amalgamar elementos étnicos tan heterogéneos, y luego para disociarlos de nuevo apartando al armoricano del baskón, anteriormente confundidos?
Contestaré: porque la palabra raza, que en las ciencias naturales posee significación invariable merced a ciertas notas que la constituyen, es una de tantas del habla común sometidas a la arbitrariedad del uso. Y lo que el uso ha hecho, es: substituir las notas de las ciencias naturales por otras principalmente sacadas de la geografía política y de la lingüística.
La lengua y la nacionalidad en el concepto de raza
Basta que una sociedad humana hable una lengua o constituya una nacionalidad determinadas, para que el uso se estime autorizado a calificarla de raza. ¡Cuánto más si las dos circunstancias, aunque sea desigualmente, concurren! Porque la lengua francesa predomina en cierto territorio, y porque ese territorio es asiento de una nacionalidad, suena el nombre de raza francesa.
Lengua y nacionalidad son instrumentos pésimos para la determinación de las razas, y los resultados que con su manejo se obtienen no resisten al más somero examen. Citaré algunos ejemplos. A las lenguas semíticas que ya en remotísima edad se apoderaron de la región de Asiria, ahogando a la lengua aglutinante de los pobladores presemitas, les estaba reservada la fortuna de que una de ellas, el árabe, fuese implantada por los alfanges mahometanos en espacios inmensos, que se extendían desde España hasta las márgenes del Indo: enumerar los pueblos, las razas, las naciones de Europa, África y Asia que aprendieron en las páginas de El Corán la lengua materna del Profeta, cansaría vuestros oídos. Los normandos, tribu insigne de la gente danesa, a la tercera generación habían adoptado el idioma francés en Normandía, idioma que, entre los pliegues de las banderas de Tancredo de Hauteville, llevaron a Sicilia y al sur de Italia, y que les enardeció con las estrofas de la Canción de Roldán durante la conquista de Inglaterra, donde al cabo de dos siglos adoptaron el idioma inglés, próximo pariente del nórsico que los ascendientes hablaron en las playas del Norte. Los numerosos celtas de Alemania fueron desposeídos de su lengua por el alemán; los de Francia, por el latín, que también borró la lengua de los íberos y celtas de España. El castellano, patué latino, se ha enseñoreado de importantes territorios alabeses, bizkaínos y nabarros que hace un siglo hablaban el baskuenze: lista fúnebre que el sonrojo y la vergüenza me impiden leer, pero en la cual presto figurarán ¡oh gipuzkoanos! muchos de los vuestros. ¿Pero esa pérdida cambió su raza? Los baskos están repartidos en dos nacionalidades; los polacos, en tres; franceses hay en Suiza, Bélgica y Alemania; italianos, en Suiza, Austria y Francia; alemanes, en Rusia. Si tendemos la vista por la Historia, las variaciones se suceden pasmosamente: el Imperio romano, el Imperio de Carlomagno, el Imperio británico, son verdaderas síntesis mundiales que reducen a fronteras interiores las fronteras exteriores mejor levantadas. En proporciones más modestas, las variaciones son continuas: comparad los limites de Francia en 1551 y en 1791.
Concepto científico de la raza
No; el criterio de determinar las razas por la lingüística y la nacionalidad es inadmisible. Puesto que la noción de raza ha sido laborada por las ciencias naturales, pidámosles la luz que echamos de menos. Ellas nos dicen que raza es “la variedad hereditaria de la misma especie”. Pero también nos dicen que consta de caracteres fijos y de caracteres variables. Por los segundos penetra de nuevo la confusión que desearíamos evitar, puesto que los variables son los caracteres aparentes y visibles. En las razas humanas la estatura, la forma de las mandíbulas, el color de los cabellos, ojos y piel, son caracteres variables; fijos, la forma del cráneo y el índice orbitario. Los caracteres fijos están como escondidos; únicamente se descubren por medio de procedimientos técnicos.
Ahora bien, señores, la noción de raza ha sido trasplantada al campo de la tumultuosa política; sobre ella se apoyan reivindicaciones nacionales, ansias de conquista, excusas de dominación. El único título que algunos conceden a los pueblos para constituirse nacionalmente, es el de la raza. Esto es abrazarse a lo absurdo, a lo ridículo y a lo imposible. Os imagináis a Alemania, oliendo todavía a la pólvora de Sedan, Metz y París, detenida en su triunfal carrera por el sabio que grita: ¡alto! las cabezas de tus soldados, coronadas de laurel, son, las de éstos, largas y estrechas, las de aquéllos, anchas y cortas! Tus terribles, ejércitos alinean, en dolosa unidad, a escandinavos dolicocéfalos y a celtas braquicéfalos! No eres una raza pura, eres un pueblo mestizo; yo te niego el derecho a la existencia nacional. La Historia, por boca de Germania, replicaría: ¡la verdadera matriz de naciones soy yo!
Pureza de la raza
No obstante, esta idea de raza que a tantos nos obsesiona, dificultosa, y aun a veces, de hecho, imposible de determinar, contiene una realidad positiva. Al comparar ejemplares extremos resplandece con claridad meridiana: que el negro, el blanco y el amarillo sean razas, a nadie se le ocurrirá negarlo: las dificultades comienzan al proponernos fijar cuáles son las razas amarillas, blancas y negras cuyo mestizaje, cuyo cruzamiento, que es ley de la biología, produjo ese inmenso número de individuos blancos, negros, amarillos, de caracteres equívocos a menudo, agrupados en tribus, pueblos y naciones distintas. El estudio de las razas, a fortiori inscribe en su programa la determinación de las razas puras, factores de la ulterior combinación étnica. Problema enmarañado como pocos. He dicho que la raza es una variedad hereditaria de la especie. Cuál es el mecanismo de su producción? Un tipo preexistente ha de comenzar a variar en determinado sentido, cristalizarse en cierto grado de la variación y trasmitir los caracteres adquiridos a los descendientes. Los individuos que conjuntamente experimentan esta variación constituyen la raza. Para experimentar esta variación unísona, los individuos han de recibir las mismas influencias diferenciadoras. De suerte que en el período formativo de la raza, muchos individuos procedentes del tipo originario, por recibir otras influencias, o por no recibirlas todas, quedarán fuera de aquélla: anillos sueltos de su nebulosa central.
No basta que la raza se forme; es necesario que se perpetúe substrayéndose a la penetración de elementos étnicos extraños, los cuales la alterarían, haciéndola degenerar de pura en mestiza. Teóricamente es imposible la existencia de razas puras, porque basta un cruzamiento accidental para infectarlas. Prácticamente, la predominancia acentuada de un elemento puede equipararse a la pureza de la sangre. Una décima-sexta parte de sangre extranjera es poca cosa; una centava, no cuenta. (Lapouge: Les selections sociales.) Aun las razas que por sus numerosos mestizajes apenas merecen ese nombre desde el punto de vista antropológico, legítimamente lo recibirán desde el punto de vista político, siempre que a cierto número de caracteres naturales se sumen otros históricos importantes. Y es lo que hacen cuantos con la debida cautela, sin latitudinarismo vicioso utilizan el concepto de raza, no para construir exclusivamente sobre él las nacionalidades, lo cual sería absurdo, sino para reputarlo expresión de una de las bases físicas más trascendentales de ellas.
Raza baska y pueblo basko
No es raza quienquiera, señores. Los baskos, singularizados por el hecho maravilloso de su lengua, “islote lingüístico” en el mar de los idiomas flexionales de la Europa occidental, debieron a esta circunstancia la constante posesión de un estado civil étnico. La ciencia vino con sus análisis, no tanto a esclarecer el problema como a complicarlo. Mas las últimas investigaciones reconocen la existencia de un elemento original, propio, no compartido por las gentes que le rodean; elemento que se ha combinado con otros allegadizos, sin disolverlo. Y aunque algunos pretenden disociar la singularidad étnica de la singularidad lingüística, afirmando que no se corresponden, las más agudas inducciones restablecen la asociación de ambas. De todo lo cual resulta que existe la raza baska, cuyo es el baskuenze, y además una exteriorización con mayor radio que ella, el pueblo euskaldún, en quien se personifican los elementos étnicos combinados mediante una conciencia común que los reduce a la unidad, por obra y gracia especialmente del idioma. Si la raza baska, substratum del pueblo euskaldún, y el pueblo euskaldún, amplificación de la raza baska, organizaron Estados y formaron naciones y les asiste derecho perfecto a restaurarlos, no es porque su cráneo, nariz, mandíbulas y cara sean de esta o de la otra forma, ni porque sus ojos, cabellos y piel ostenten esta o aquella coloración, ni su talla alcance determinada altura, sino porque los baskos pusieron en juego sus cualidades naturales, y practicaron el arte heroico de hacerlas valer, y amaron la independencia, y no temieron a la muerte; es decir, porque supieron, quisieron y pudieron representar papel en la Historia, que es quien definitivamente ciñe las frentes con la corona de la soberanía, o sujeta las manos con las cadenas de la esclavitud.
El pueblo, disparidad en su concepto
El concepto de pueblo, de hecho se confunde con el de nación y aun con el de raza, y ni siquiera disfruta de idéntica acepción en los países cultos. Bluntschli pone de relieve la disparidad que sobre este punto se observa entre los idiomas occidentales y los germánicos. “El alemán –dice–, lo mismo que el latín de la antigua Roma, con la palabra nación indica una relación de espíritu, de cultura, mientras que los franceses y los ingleses prefieren para ese objeto las expresiones de pueblo, people. Por lo contrario, como noción de Estado, los alemanes emplean el vocablo Volk (populus); los países occidentales, más bien el de nación. La etimología favorece al uso alemán: nación, de nasci, se refiere con efecto al nacimiento y a la raza; pueblo y populus, de polis, res publica, más bien a la existencia pública colectiva.” (Theorie generale de l'Etat, capítulo II del lib. I.)
Hasta aquí el famoso profesor alemán. Ampliemos sus indicaciones etimológicas y léxicas. La palabra latina plebes, aparte de su sentido jurídico significa propiamente muchedumbre. Proviene de la misma raíz que ha dado pleo, primitivo de compleo (llenar), plenus (lleno), plerique (la mayor parte), significado que palpita en populus, (el conjunto de ciudadanos, la muchedumbre, el público). De “pueblo” hemos derivado “poblar”. Todas estas palabras no rebasan los límites de un significado material de número y conjunto, sin ninguna otra nota determinativa. La palabra “nación”, sacada del latín natio, que significa “tribu, raza”, ora provenga de natus (nacido), ora, con mayor rodeo, del sanskrito nah (coser, ligar), expresa el origen común, y por tanto la unidad del conjunto. Entre pueblo y nación mediaría la diferencia que separa a lo orgánico de lo inorgánico, a la yuxtaposición de la asimilación. Pero una cosa es la etimología y otra el uso.
Acepciones usuales de los vocablos nación y pueblo
El diccionario de la Real Academia española dice que nación es: 1.º El estado o cuerpo político que reconoce un centro común supremo de gobierno. 2.º El territorio que comprende, y aun sus individuos tomados colectivamente. 3.º El conjunto de habitadores de una provincia, país o reino. 4.º El mismo país o reino. Como veis, el concepto dominante, aplicado a seres humanos, es el de pueblo: en un caso la nota de origen común ha sido sustituida por la de dependencia política. Así es que no debemos de maravillarnos de que una de las acepciones del vocablo “pueblo”, según dicho diccionario, sea la cuarta de nación; las restantes que a pueblo atribuye son: lugar, villa o ciudad que están poblados de gente; conjunto de gentes que habitan el lugar; gente común y ordinaria, contraposición de los nobles.
Littré, en su admirable diccionario de la lengua francesa, se aproxima al sentido germánico sin evitar las confusiones. Define al pueblo “multitud de hombres de un país que viven bajo las mismas leyes (esta definición no aprecia la comunidad de origen, sino el vínculo político y el territorial); multitud de hombres que, aunque no habitan el mismo país, poseen una misma religión o un mismo origen (ahora prescinde del territorio y de las leyes para fijarse en la raza, o en su defecto en la religión, de suerte que cuantas gentes profesan el cristianismo, el budismo, el mahometanismo, &c., constituyen un solo pueblo). De las restantes acepciones podemos prescindir y pasar a la de nación, pues nos importa. “Reunión de hombres que habitan un mismo territorio, sometidos o no a un mismo gobierno, los cuales poseen, desde largo tiempo, intereses bastante comunes para que se les mire como pertenecientes a la misma raza.” El vínculo del gobierno baja al segundo lugar; ocupa el primero el territorio, y aparece la comunidad antigua de intereses adornada de tan extraordinaria importancia, que vale hasta para constituir el concepto de raza. La comunidad de intereses equivale a la relación de espíritu y cultura de los autores alemanes. Littré reconoce que pueblo y nación son sinónimos, pero partiendo de la etimología procura germanizar su sentido; “nación –añade– expresa una relación común de nacimiento, de origen; pueblo, una relación de número y conjunto. El uso considera a nación, sobre todo, como representando el cuerpo de los habitantes de un mismo país, y a pueblo, como representando ese mismo cuerpo en sus relaciones políticas. Pero el uso confunde estos dos vocablos a menudo…”. Esta es la conclusión de Littré, simple reconocimiento de un hecho.
El tecnicismo oficial político no ha logrado desenredarse de estas confusiones. La Constitución del Imperio alemán y la de los Estados Unidos emplean el nombre de “pueblo”; la de Suiza, el de “nación” y “patria”. El Código fundamental de España se denomina: Constitución de la Monarquía española. Su artículo 3.º impone la obligación de defender a la patria con las armas, el 11 proclama que la nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la religión católica, el 14 alude a los derechos de la nación, el 62 a la conveniencia de la nación, pero el 75 vuelve a usar de la palabra monarquía al especificar que regirán en ella unos mismos códigos. A tenor de estos textos, patria, monarquía y nación son sinónimos.
Si desentendiéndonos del uso y del valor etimológico y de la terminología política oficial, consultásemos el tecnicismo de los autores buscando precisión mayor, experimentaríamos grandísimo desengaño. Las palabras raza, pueblo, nación, cambian de sentido al volar de boca en boca; y el concepto de Estado que con todas ellas se combina, espesa la obscuridad. De cuanto llevo dicho y de cuanto omito, sólo quiero sacar una consecuencia: la imprecisión de la terminología, y por tanto la facultad que nos asiste para definir los términos que la adecuada enunciación de nuestro pensamiento reclama. Usaré de esta libertad, prescindiendo en mis definiciones del valor etimológico, y conservando cuanto pueda el de uso entre los países occidentales a que pertenecemos.
Determinación de los conceptos de raza, pueblo, nación y tribu
Digo pues, señores, que pueblo es el conjunto de elementos étnicos, de procedencia única o varia, capaz de vida histórica por haberse llegado a establecer en él, más o menos íntimamente, cierta comunidad de aspiraciones o ideales, y de cultura o espíritu, con plena conciencia de su conexión, manifestada externamente por el lenguaje. El substratum del pueblo es la raza, sea o no pura. En este caso es preciso que la heterogeneidad gentilicia no trascienda fuera de la naturaleza física, ni sea tan acentuada que imposibilite la aparición de un tipo medio dominante. El pueblo se distingue de la raza, y más aún de los progenitores de ésta, la horda y la familia, por su aptitud a la vida histórica, o sea, a afirmar la propia personalidad en el orden interior y exterior contra otros pueblos o naciones.
La nación es el pueblo mismo, o parte de él, que se somete a un poder exterior, único y soberano, que es el Estado, medio para los fines comunes, órgano de la solidaridad social y de la unidad espiritual, a quienes pública e internacionalmente personifica.
De forma, señores, que refiriéndonos a un mismo conjunto, podemos denominarlo diversamente, según sean nuestros puntos de vista, raza cuando atendamos al simple elemento físico, a la sangre y su procedencia, pueblo cuando solicite nuestra atención el doble elemento psico-fisico que se desenvuelve en la historia, y nación cuando nos importe poner de relieve el elemento jurídico-político, acabamiento y perfección de toda la serie.
La raza preexiste en la familia, en la horda; pura o mestiza se expresa en el pueblo al ascender a la vida histórica. En esa raza, por circunstancias múltiples que no interesa detallar, se marcan variedades de poco fuste, a las cuales denominaremos tribus, ineficaces para impedir la unidad de la nación. Hay pueblo que constituye una nación, y pueblo que constituye varias naciones; y asimismo sabemos que varias naciones se combinan y constituyen una nación de naciones, ora se equilibre la igualdad de los componentes, ora se enseñoree la hegemonía de uno de ellos, ora se fundan todos por la violencia o se amalgamen por la virtud destructora del tiempo. Todo este movimiento, políticamente se traduce en la organización de los Estados simples y compuestos.
Las grandes nacionalidades, ley de su decadencia
Si la raza, según los antropólogos, rara vez o nunca es pura, imaginaos, señores, lo que les sucederá a las naciones grandes de larga historia, que tanto vale decir, de ordinario, de inicua historia, inmensos osarios de pueblos y naciones pequeños asesinados. En ellas los tipos étnicos, que acaso de los cuatro puntos del horizonte acudieron, se cruzan y vuelven a cruzar, agotándose todas las fórmulas del mestizaje; al cabo, los ciudadanos de esas insignes naciones suelen asemejarse, en achaque de pureza de sangre, a los perros callejeros, y cuando el contubernio étnico se ha practicado hasta su último límite, suena para ellas la hora de la decadencia ineluctable e irredimible, como sonó para Roma, víctima de la colosal hibridación tan impresionantemente descrita por el gran conde de Gobineau.
Los eugénicos {1}
Así como los individuos, dentro de la sustancial unidad de la naturaleza humana difieren cualitativamente entre sí, de igual modo los grupos étnicos dentro de la unidad de la especie humana. En la escala de la perfección unos ocupan los peldaños altos, otros los inferiores, muchos los de en medio, y tan mentirosa es la igualdad atribuida a los hombres como a las razas.
Hay grupos que sobresalen por la firmeza, la energía, la constancia y la consistencia de su carácter; por la facultad de perseguir sublimes aspiraciones y cultivar magnánimas tendencias y propensiones. Estos grupos, en cuanto es patente su aptitud a producir cierto promedio de seres superiores, han sido justamente calificados de eugénicos.
El don de la inteligencia en grado excepcional ha de reputarse por signo de eugenismo; pero la inteligencia es cualidad más liberalmente distribuida a todos los grupos. Sola no imprime carácter. El primado pertenece a la voluntad. Cada pueblo, cada nación posee la suficiente inteligencia para existir. Ni los romanos ni los persas eran inferiores, desde el punto de vista intelectual, a los germanos y a los árabes que los destruyeron. Los caudillos de la barbarie interior que se aproxima pertenecen a la clase de los intelectuales. En plena descomposición social, todavía brillarán las artes y las ciencias como los fuegos fatuos en los cementerios. Pero pueblo sin voluntad está irremisiblemente perdido. Aun reducido a su alcance psicológico y no metafísico, podemos repetir el axioma de Schopenhauer: “la voluntad, como cosa en sí, constituye la esencia únicamente verdadera e indestructible del hombre”.
Esto del eugenismo ha de entenderse de dos maneras: respecto a las familias que componen el grupo étnico, y respecto a los grupos étnicos que integran el pueblo o nación. En las razas puras la supremacía se asienta por medio de las familias; en los pueblos o naciones, y singularmente en las naciones de naciones, por medio de los grupos. Con efecto, ellas contienen grupos que son eugénicos y grupos que no lo son o lo son en mucho menor grado, cuyo papel es recibir o imitar lo ideal que los primeros elaboran. La decadencia de las razas puras es más tempranamente visible; se parece a una línea recta que se quiebra: la de las naciones étnicamente heterogéneas es angulosa, sube y baja como el trazado de una fiebre. Mientras la nación posee reservas de eugénicos, aun de cualidad desigual, es capaz de hechos ilustres y de regenerarse en su decadencia; mas apenas las agota, por el hospital de las naciones enfermas entra en el cementerio de las naciones difuntas. Los eugénicos pueden compararse a la parte utilizable de los alimentos en el cuerpo: la combustión, la oxidación orgánica la destruye, y es indispensable que otra de igual cualidad la reemplace. Aquí acaba la analogía; pues si bien la combustión social quema a los eugénicos, la ingestión de otros nuevos pocas veces acontece, y los detritus, lejos de eliminarse, permanecen obrando sin cesar como mortíferas toxinas sociales. Todo conspira dentro de las grandes naciones a la desaparición de los eugénicos: lo primero, el mestizaje interno, que degrada a los tipos superiores; lo segundo, la selección histórica, que obra al revés de la selección natural; pues por lo mismo que son seres superiores, además de adornarles en general menor capacidad natural reproductiva, pagan más de su persona y disminuyen las probabilidades comunes de reproducirse y perpetuarse.
Dos problemas históricos explicados por el eugenismo: la desaparición de la literatura medioeval en Francia; la decadencia de España en tiempo de Carlos II
Esta doctrina de la diversidad de los grupos étnicos englobados en la nación, y la de la jerarquía de aptitudes y excelencias naturales, explican muchos problemas históricos hasta ahora insolubles. Citaré un par de ellos. Por ejemplo: el que Gastón París, en su admirable lección sobre Los cuentos orientales en la Edad media, calificó de “fenómeno extremadamente curioso e importante para la historia de la literatura y de la civilización moderna”, y el insigne Menéndez Pelayo planteó con vigorosísima expresión en el tomo de la Historia de las ideas estéticas en España, dedicado a El romanticismo en Francia. Escuchémosle: “Ninguna nación de Europa puede disputar a Francia la gloria de haber creado durante los siglos XII y XIII la literatura y el arte románticos por excelencia.” Recuerda la prodigiosa eflorescencia de los cantares de gesta en sus tres ciclos fundamentales: los poemas de la Tabla Redonda, primera aparición de la novela de amor y aventuras, el ciclo satírico de Renart; el mundo picaresco de los fableaus, la literatura dramática incipiente y bárbara, sobremanera fecunda, de los dramas litúrgicos (milagros, misterios y moralidades); las dos escuelas líricas, de los troveros en el Norte, y de los trovadores en Provenza; la serie de cronistas ingenuos y pintorescos; “y como si todo esto no bastara –añade–, la arquitectura ojival, que por más de cien años fue arte exclusivamente francés”. Entusiasmado, exclama: “Qué corona más espléndida podría ceñir la frente de ningún pueblo, si todo esto hubiese continuado su evolución natural y progresiva, si todos los gérmenes hubiesen llegado a perfecta sazón, madurados por el suave aliento de la tradición nacional.” Pero no sucedió así, y Menéndez Pelayo pone de bulto el hecho diciendo: “Sólo hubo un pueblo, precisamente el primero de los pueblos de la Edad media, el pueblo director de los demás de Europa en sus períodos más oscuros, que practicase en su espíritu esa especie de mutilación, tan dolorosa como insensata, partiendo su historia y su literatura en dos mitades totalmente diversas. Hubo en Francia verdadero naufragio de la conciencia nacional: se olvidó la historia de la Edad media, se olvidaron casi por completo sus instituciones, se olvidó su arte y su literatura, se olvidó hasta la lengua… el viejo francés es estudio totalmente diverso del estudio del francés clásico… cuando se quiere popularizar un texto de la Edad media, una canción de gesta, una crónica, hay que empezar por traducirla! El divorcio fue tan absoluto, señores, que la moderna Francia es incapaz de comprender y amar a la antigua, que en renegar de ella y extirparla cifra todos sus empeños. Fuera del reducido e insigne cenáculo de los París y Gautier, los demás escritores, aun los más ilustres, aun los que más blasonan de haber purgado su espíritu de todo linaje de prejuicios, desdeñan y ultrajan la tradición de la Edad media francesa, no obstante ser “más rica y gloriosa que en parte alguna”. (Historia de las ideas estéticas en España: tomo y, págs. 2-6.)
El Sr. Menéndez Pelayo se limitó a señalar el hecho, dejando a los franceses la tarea de averiguar sus causas. No tengo noticia de que verdaderamente las hayan averiguado, aunque explicaciones no faltan. A mi juicio, señores, la explicación estriba en haber desaparecido por selección, o por reabsorción social, la mayor copia de los eugénicos de aquella gloriosísima época. El naufragio de la conciencia nacional responde al naufragio de los elementos étnicos más selectos que la habían elaborado. Naufragio que se ha repetido cuando las encrespadas olas del piélago igualitarista desmoronaron los islotes en que se refugiaban los últimos supervivientes. Entonces se produjo la postrera y decisiva escisión nacional. La sanguinaria República, para que nadie pusiese en duda su apostasía, comenzó a datar la cronología desde su establecimiento. La nación que organizó el feudalismo, la que construyó las catedrales de Reims y París, la que llevó siempre sonando en el alma los ecos dolorosos del oliphant de Roncesvalles, la que con la cruz sobre el pecho rescató el sepulcro de Cristo, la que propagó lo ideal caballeresco y condensó el espíritu de su monarquía en la persona de San Luis, completando la grandeza con la santidad del Rey de Francia; esa nación no es étnicamente la misma, no está étnicamente dosificada de igual modo que la que eleva a sol de su horizonte literario el trasero rojo de la Mouquette, exige a sus magistrados supremos el don democrático de la medianía, arranca de las escuelas y de los pretorios el crucifijo con las mismas manos que recibieron los cheques del soborno panamista, y se dispone a encerrar las piaras de sus proletarios envilecidos en ese cuartel sin honor, en ese convento sin santidad que se llama el colectivismo!{2}
El segundo ejemplo que me propongo presentaros está tomado de la historia de España. Los Reyes Católicos abren un período de esplendor inaudito. En tres generaciones, la Monarquía castellano-aragonesa incorpora a sus Estados Granada, Portugal, Nabarra, Rosellón, el Artois, el Franco Condado, los Países Bajos, el Milanesado, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, las islas Canarias. En el Nuevo Mundo, de trópico a trópico, se apodera de territorios que miden cerca de catorce millones de kilómetros cuadrados, por medio de expediciones militares y marítimas que eclipsan a cuantas hasta entonces habían realizado los hombres: Méjico, la América Central, Venezuela, Nueva Granada, el Perú, Chile, Cuba, Santo Domingo, la Jamaica. En África, Ceuta, Melilla, Orán, Bugía, Túnez. En Asia, parte de Malacca, el archipiélago de Filipinas, las Molucas. Uno de los Reyes de España ciñe la corona del Imperio germánico; otro se casa con la Reina de Inglaterra; Lepanto sepulta en sus aguas el formidable poder turco; los franceses son derrotados en cuantas batallas se ponen delante de los españoles; Francisco I es aprisionado en Pavía; París, españolizado, sufre estrecho cerco; la Gran Bretaña tiembla, amenazada por La Invencible. Las letras, las ciencias y las artes resplandecen con nombres que nadie ignora, y que aun resultan pálidos si se comparan a los que significan santidad. El mundo está lleno del nombre y del poderío español, como el cielo de astros. Entonces “España era patria de los hombres de Estado y de los capitanes famosos, pudiendo reivindicar para sí los graves y altivos personajes que rodeaban al trono de Fernando el Católico, las cualidades que atribuía Virgilio a sus conciudadanos. Ni en los días más gloriosos de su república, por todo extremo memorable, conocieron mejor los romanos el arte imponente de regere imperio populos que Gonzalo de Córdoba, Cisneros, Hernán Cortés y el Duque de Alba.” (Macaulay, La guerra de sucesión en tiempo de Felipe V, estudio histórico.)
Grandeza, señores, que dura poco más de un siglo y que en poco más de un siglo se derrumba. Apenas cierra los ojos Felipe II se inicia la decadencia: la palpable y ostensible, porque la efectiva era anterior; decadencia que, después de descrita con frases concisas e impresionantes, pone en boca de lord Macaulay la exclamación bíblica: “pero ¿cómo has caído del cielo, oh Lucifer, hijo de la mañana? ¿Cómo te hallas abatido tú, que arruinabas a las naciones?” Y con ánimo de contestar a estas preguntas, “para conocer profundamente la anatomía patológica de los Gobiernos, y las causas que producen la decadencia y postración en que a las veces vienen a parar los grandes Estados”, escribió el insigne historiador inglés el Ensayo a que vengo refiriéndome.
Pero ni lord Macaulay, perturbado por su triple apasionamiento de protestante, de wig y de enemigo de la Casa de Borbón; ni Buckle, atento a demostrar las tesis de su positivismo rastrero; ni cuantos les siguieron e imitaron en la investigación filosófica de la decadencia española, acertaron a descubrir sus causas. Porque achacarlas a “la mala religión que profesaban los españoles y a haberse éstos estancado en las ideas y los sentimientos del siglo XV”, como hace el primero; o atribuirlas a la compenetración del espíritu religioso y del patriótico, derivando de ella “el ciego espíritu de respeto, la sumisión vergonzosa respecto a la Corona y a la Iglesia, vicio capital y esencial del pueblo español que ha bastado a arruinarlo completamente”, según hace el segundo, vale tanto como descubrirse a la refutación más fácil y categórica, puesto que estas causas precedieron a la grandeza española. ¿Cómo, pues, fueron eficaces a destruir lo que no habían impedido se edificase? Otros historiadores, singularmente los de España, dejándose de altas filosofías, o incurren en petición de principio, o se contentan con la enumeración de causas subalternas: insisten sobre el pésimo gobierno administrativo, económico y político, sobre la carencia de hombres de Estado y de capitanes eminentes. Aquí está el nudo de la dificultad: ¿por qué eran pésimos los Gobiernos, ruines los estadistas y torpes los generales?
Nótese que la España del triste Carlos II era, aparentemente, idéntica a la España del glorioso Carlos I. Ni alteración sustancial de sistema y régimen político, ni difusión de ideas exóticas, ni enfriamiento de las creencias religiosas, ni substitución de una dinastía por otra menos saturada del espíritu nacional habían sobrevenido: circunstancias que es muy común elevar a la categoría de causas cuando se estudia la historia de España bajo la Casa de Borbón, especialmente en su período moderno.
Pero la España de los dos Carlos sólo aparentemente era idéntica: la activísima combustión social de la época de grandeza había reducido al mínimun el número de los elementos eugénicos, de los elementos selectos. La decadencia nacional era expresión de la decadencia étnica. La selección religiosa, la selección militar, habían opuesto sus naturales obstáculos a la reproducción de los tipos de voluntad enérgica y consistente; la selección artística y la política, por el surmenage nervioso preparaban el advenimiento de la medianía intelectual. Desde los tiempos de Carlos II hasta los presentes días, salvo algunos años de florecimiento pasajero, la decadencia continúa su obra destructora. Renuncio a la nauseosa tarea de describirla. Un par de rasgos ahorran muchas palabras: España es impotente para corregir los abusos que todo el mundo denuncia y castigar a los poderosos. Tiene ministerios, pero carece de gobierno. No ya marinos, no ya generales, no ya estadistas, ni aun siquiera toreros de mérito produce.
En vano los empíricos de la derecha y los de la izquierda preconizan los específicos de su farmacopea. Tan imposible es restaurar la España de Felipe II, como aclimatar, sin degenerarlas, las instituciones extranjeras. Lo infectamos y corrompemos todo. Del federalismo americano sacamos el cantonalismo; del régimen parlamentario inglés, el lupanar de las Cortes. No por cambiar el color y la forma del traje se le cicatriza el pulmón al tuberculoso. La enfermedad es diatésica, constitucional; habría que regenerar la sangre, sanar la degenerescencia nerviosa. Caracterizaré la situación con una frase familiar: murieron los perros de raza, y los canes callejeros lo han invadido todo.
Los conceptos de raza, pueblo y nación aplicados a los baskos
Perdonadme, señores, esta larguísima digresión. Fluyó naturalmente de mi tesis de que las grandes nacionalidades constan de varios grupos étnicos cuyo valor social no puede ser idéntico. Volvamos a reanudar el discurso desde este punto.
Los conceptos de raza, pueblo y nación, antes expuestos, son perfectamente aplicables a los baskos. Existe una raza baska individualizada por caracteres antropológicos propios, originales y persistentes que la distinguen de otras. Esta raza, en épocas muy remotas de nosotros, se combinó con otras gentilidades sin perder por ello la supremacía étnica, puesto que su tipo se mantiene en medio de los tipos allegadizos que, en cierto modo, la sirven de marco. Se mantiene en virtud de su más compacta masa, y de las leyes de la herencia y del atavismo. Este nuevo compuesto elaboró una comunidad espiritual y de cultura, enérgicamente exteriorizada por la lengua, y llegó a la categoría de pueblo, el cual por el nombre indígena del idioma, a sí propio se denominó euskaldún. El pueblo basko, en las vicisitudes de su historia que directamente nos es conocida, se organizó en diversas naciones, soberanas de sí mismas, política e internacionalmente objetivadas en otros tantos Estados. Destruidas las naciones baskas, perdura el pueblo basko sin que el adjetivo de francés y español, que como polvo y barro del camino se le ha pegado a la ropa, desnaturalice al sustantivo euskaldún, milenario.
Las naciones baskas y la Monarquía española
Sí; las fracciones del pueblo euskaldún, históricamente organizadas en Estados, fueron verdaderamente naciones. La tierra de Gipuzkoa, la cofradía alabesa de Arriaga, se incorporaron a la Corona de Castilla por medio de solemnes pactos; el Señorío de Bizkaya, por herencia y sucesión legítima; Nabarra, por el lazo personal de un príncipe que inicua y pérfidamente usurpó la corona a sus deudos los Reyes legítimos. Ponderando sus servicios al Rey Católico, le escribía el duque de Nájera, uno de los principales actores de aquellos sucesos: “haber yo echado de Nabarra al Rey que solía ser de ella”. De cuantos títulos puede aducir la Monarquía española sobre los Estados baskos, el más endeble es el pertinente a Nabarra, porque en su origen está viciado por la fuerza, y contra ésta el derecho es eterno. El Rey de Castilla, como Señor de Bizkaya y como Rey de Nabarra, se substituyó a los antiguos Señores y Reyes adquiriendo los atributos y prerrogativas que éstos disfrutaron, pero ninguno nuevo, grande ni chico. Las cuatro naciones euskaras retuvieron su propia soberanía interna; no renunciaron a su constitución propia, ni a la facultad de modificarla según les conviniere, atemperándola a la mudanza de los tiempos, ni se sometieron a otras leyes que las suyas. Hay más: ni materialmente cabe que entrasen a formar parte de un Estado unitario que no existía, ni se sujetasen a una legislación general, todavía por establecer. El hecho consuena con el derecho. Así los Reyes Católicos calificaban a Bizkaya de nación apartada, y las leyes fundamentales de Nabarra, sancionadas por los monarcas españoles más poderosos, declaraban que la de ese Reino fue por vía de unión eqüe-principal. Lo que sí perdieron Bizkaya y Nabarra mientras perdurase su unión personal a Castilla –que ni siquiera fué perfeccionada por una ley común de sucesión a la Corona–, lo que sí perdieron, por la naturaleza de las cosas, fue el poder directivo externo, la cualidad de personas jurídicas internacionales, pasando de sujetos activos del derecho internacional público, a sujetos del derecho internacional privado. No digo lo mismo de Alaba y Gipuzkoa, porque no consta documentalmente que hayan poseído esa cualidad. De todas suertes y bajo las restricciones indicadas, los cuatro Estados baskos permanecieron, después de la incorporación a Castilla, naciones independientes como antes.
La Monarquía española era el conjunto de Reinos y Estados que obedecían al monarca de Castilla. Siempre el lenguaje vulgar y el técnico distinguieron entre la Monarquía y los Reinos particulares. El poder monárquico era el órgano propio del Estado colectivo, del Estado compuesto español. Las naciones euskaras formaban parte de la Monarquía española, pero no estaban absorbidas por ninguno de los Reinos componentes.
Lo que yo os digo, señores, es doctrina inconcusa: la historia y la legislación la profesan. Pero los modernos tiranos, los partidos políticos, esos partidos que con sus pronunciamientos militares, con sus guerras civiles, con sus asonadas y revoluciones, con sus despilfarros, latrocinios administrativos y la gárrula palabrería de sus prohombres arruinaron a España, llevándola al hospital de las naciones moribundas; esos partidos, al escuchar esta doctrina se rasgan farisaicamente las vestiduras, y en nombre del único ídolo a quien adoran y reverencian sinceramente, sin duda porque les acota campo de merodeo y les suministra patentes de corso, en nombre de la llamada unidad nacional pretenden ponernos la mordaza en la lengua y las esposas en las manos. Pero no callaremos ni dejaremos de sacudir el ídolo hasta lanzarlo por encima del Ebro, gritando que esa llamada unidad no la conocieron nuestros abuelos, ni la quieren soportar sus nietos, y que si tanto les preocupa su mantenimiento, muéstrense hombres de corazón, salgan de las gazaperas periodísticas y váyanse en buen hora a restaurarla al peñón de Gibraltar, a la manigua de Cuba y a la hirviente bahía de Cavite!
Pruebas históricas de las naciones baskas
Nosotros no hablamos lenguaje nuevo ni vertemos ideas criminales, por más que otra cosa maliciosamente pretendan los que confunden la unidad nacional con la unidad política, y afirman que cuando nos proponemos detener a ésta en nuestras fronteras históricas, abrigamos el propósito de destruir aquélla. La unidad nacional, entendida del modo que la entendió la antigua Monarquía española, no el odio, sino la lealtad de nuestros corazones enciende. Repetimos ahora lo que siempre nuestro país ante el trono de sus Reyes y Señores expresó respetuosa y firmemente, sin atraerse por ello amenazas y castigos. Los ejemplos son tan abundantes que necesitaríamos de toda la noche para enumerarlos. Copiaré unas palabras que la Diputación del Reino de Nabarra dirigió a su majestad la Reina gobernadora D.ª María Cristina en 16 de Junio de 1834: “Navarra, Señora, ha sido y es Reino independiente y separado desde una época tan remota que se pierde su principio en la oscuridad de los siglos. Esta misma independencia se le reconoció en las Cortes de Burgos de 1515, en que se verificó la feliz incorporación a la de Castilla mediante un pacto solemne, obligatorio, entre la potestad Real y el mismo Reyno.” Que es, punto más, punto menos, lo mismo que la citada Diputación había dicho en 24 de Junio de 1808 a Napoleón I, personaje algo más imponente que el señor Conde de Romanones, o aun que el venerable Sr. Montero Ríos: “…se ha gobernado Navarra independientemente de los demás Reinos de Castilla, aun después de su incorporación a ésta en el año 1513, habiéndose hecho por vía de unión principal, conservando Navarra sus fueros y leyes…” Palabras que sustancialmente consuenan con lo que por su parte alegaba el Señorío de Bizkaya al Emperador de los franceses: “desde la más remota antigüedad, o más bien desde su primitivo origen, ha existido Vizcaya separada del Gobierno general de España, con constitución y leyes propias; y aun después que por heredamiento se han visto reunidos en una misma persona la Corona de España y el Señorío de Vizcaya, se ha observado el mismo sistema sin confusión alguna, ejerciendo con independencia el monarca español la autoridad de Rey y de Señor”.
El señor Mella y la nacionalidad española
Preguntábase el Sr. Mella en su hermoso discurso parlamentario sobre los sucesos de Barcelona, si España es un conjunto de naciones, y contestaba negativamente. Si miramos a la formación histórica, mi tesis de que España es una nación de naciones me parece irrebatible. Por lo menos deben de señalarse en ese compuesto, la nación castellana, la catalana-aragonesa y el grupo de las cuatro pequeñas naciones euskaras. El insigne orador distingue entre la unidad nacional, la política y la constitucional. Su concepto de la nación se ajusta al de muchos tratadistas alemanes: una unidad espiritual. Nos habla de la comunidad de creencias y sentimientos, de tradiciones y costumbres y esperanzas comunes; suponiendo que éstas son suficientes y de hecho existían há tiempo, sostiene que la España del siglo XV era una nación dividida en diferentes Estados. Exageración evidentísima que nos autorizaría a declarar que la Europa de las Cruzadas era una nación también. Modernamente, el político conservador D. Antonio Benavides decía en el Senado: “Nosotros no tenemos unidad de raza, ni de territorio, ni de lengua, ni de legislación.” Estas palabras, tan verídicas hoy como el año 1876 en que se pronunciaron, demuestran cuán poco íntima es esa unidad nacional que el Sr. Mella presume establecida desde el siglo XV: unidad que después equipara a la patria, calificándola de común. Por virtud de la unidad nacional y de la patria común, cualquier movimiento político que se proponga restaurar las instituciones de las nacionalidades históricas de España carecerá, acaso contra el íntimo sentir del Sr. Mella, de substancia y nervio, reduciéndose a mera modificación del Estado unitario, a mera modificación del régimen político interior reinante, y mera devolución de ciertas funciones usurpadas, tendencia a la cual unos denominan autonomismo y otros regionalismo; a la implantación, en suma, de una nueva teoría general de gobierno, aplicable más menos simétricamente, pero sin producir radical transformación, a la moderna forma de unidad nacional, declarada intangible por los unitarios. Fórmula inconciliable con el nacionalismo basko, pero a maravilla conciliable con el principio carlista: centralización política; descentralización administrativa.
Discútase cuanto se quiera sobre la unidad nacional y la patria común. A nosotros nos importa hacer constar que los Estados baskos formaron parte de la Monarquía española mediante pactos de incorporación; que el Estado español unitario los ha destruido, y que abrigamos en nuestros pechos el propósito inquebrantable de restaurarlos. La denominación política de estas aspiraciones, es el nacionalismo basko.
Nacionalismo y fuerismo
Expresión nueva, designio añejo. En los tiempos de mi juventud, cuando el vocablo de nacionalismo no había traspuesto los Pirineos con el sentido que hoy tiene, y menos científicamente se empleaba como sinónimo de unitarismo, mirando a las pretensiones de la “nación española” sobre nosotros, la aspiración a reintegrar al país basko en sus seculares derechos recibía el nombre de fuerismo. Palabra que había pasado del tecnicismo tradicional a nuestros labios, con el mismo sentido que había sonado en las bocas de los más integérrimos Procuradores de Juntas y Señores de los Tres Estados del Reino de Nabarra. Fueristas nos llamamos con orgullo en días de mayores riesgos que los actuales. Puesto que circula un vocablo más gráfico, más intenso y totalmente expresivo, y que no se presta a que bajo él se cobijen los euskaros que quieren las cosas a medias, o sofisticadas, que es lo peor, sin renegar ni un ápice de mis antecedentes, ni profesar nuevos dogmas, ni adoptar nuevas actitudes, antes bien, continuando mi modesta historia, renuncio al antiguo calificativo, y desde hoy me llamo y llamaré nacionalista.
El nacionalismo y las tendencias afines
Yo no pertenezco, señores, al número de los que ajustan su conducta política a esa máxima que es como el síntoma de los espíritus que son idealistas, no porque persiguen un fin ideal (que los de esta índole a todos los espíritus nobles enamoran), sino porque no se hacen cargo de la realidad, y por tanto antes que idealistas son visionarios.
La máxima a que aludo es: los más afines de nosotros son los que están más lejos de nosotros, y por tanto a quienes con mayor saña debemos combatir. Esta máxima es absurda. Salvada la integridad doctrinal del nacionalismo, de suerte que no quepan dentro de él principios deletéreos que lo enerven o distraigan de su objeto único, el nacionalismo debe poseer una escala móvil de simpatías para aplicarla a las fuerzas políticas que con él se ponen en contacto, según sea mayor o menor la cantidad de euskarismo político y social que contengan. Es mi teoría del paseo acompañado. Si yo me propongo ir a Andoáin, y otra persona se propone no pasar de Hernani, ¿por qué no hemos de caminar juntos? ¿Será racional que yo le pegue unos bastonazos porque la jornada de ella es más corta que la mía? Ahora, si racionalmente puedo sospechar que el acompañante acaricia el propósito de impedirme llegar a Andoáin, o desvalijarme en el camino, deberé de rehusar la compañía; y si esto no fuese ya posible, espiar todos sus movimientos, y al primero sospechoso, romperle las costillas.
Fundamento y carácter del nacionalismo
Los fundamentos del nacionalismo han de ser legales e históricos. No se levanta sobre ninguna teoría política general. Sus obras de consulta no son los libros de los tratadistas y de los filósofos. De hecho los ignora, y únicamente se vale de los cuerpos legales, de las tradiciones acreditadas y de la historia del país. Entre las aspiraciones nacionalistas y las revolucionarias, de cualquier pelaje y color, media un abismo. Nos proponemos restablecer una legalidad, la nuestra, sin otros límites que los impuestos por lo posible. No prescindimos de otras instituciones, sino de las que ha destruido irremisiblemente el tiempo: por ejemplo, los tres brazos de las Cortes de Nabarra, que hoy habrían de suplirse en otra forma, atendiendo a que aquellas Cortes eran expresión de las clases sociales entonces existentes y no expresión del sufragio inorgánico a la moderna. Mientras las instituciones son restaurables en todo parte, bajo su forma prístina u otra análoga, pertenecen a la bandera del nacionalismo.
La Monarquía y el Señorío en el nacionalismo
Por esto conviene que no merezca la crítica que el Sr. Mella agudamente dirigía a las famosas bases de Manresa: “en esas bases –decía– se suprime una parte de la Constitución catalana, de la tradición catalana, porque se prescinde del Conde de Barcelona, que formaba parte de ella”: yerro en que a su vez inciden muchos nacionalistas. Nosotros no debemos prescindir del Señor de Bizkaya, del Rey de Nabarra, Alaba y Gipuzkoa. La Monarquía, señores, es la única institución genuinamente histórica de la actual Constitución española: mientras subsista debemos de reivindicarla como cosa propia, puesto que ha convivido y coexistido con nuestras instituciones, y con ella entroncan varias de éstas. Merced al Señor de Bizkaya y al Rey de Nabarra, la independencia de ambas naciones es hecho patente e innegable; porque carecieron de Reyes y Señores propios, la de Alaba y Gipuzkoa resplandece menos. Añadiré otra cosa importante: que nuestras reivindicaciones deben plantearse directamente ante el Trono, por encima de los partidos políticos que ocupan los Ministerios y las Cortes, como lo hizo Nabarra en ocasiones solemnes de la época moderna, y los mismos catalanes, recurriendo a Alfonso XII y a la Reina regente. El Rey está, o debe estar, por encima de los partidos.
Si la Monarquía desatendiese sistemáticamente las reclamaciones del nacionalismo, cuando éste llegase a ser la encarnación viva de la opinión del país, no desfalleceríamos por ello, y obraríamos dentro de la ficción de que la Monarquía está secuestrada por los partidos turnantes; como nuestros antepasados, sin desacatar al Rey ni negarle sus prerrogativas, suponían que los validos captaban la voluntad de los reyes. Y digo que no desfalleceríamos ni nos aquietaríamos, porque abriendo el venerable Fuero de Navarra, las primeras palabras que en él leeríamos son aquéllas que nos cuentan “cómo ganaban tierras sin rey los montaynneses”.
La dinastía legítima de Nabarra
En algunos escritos nacionalistas –alguno de ellos famoso– se ha vertido la especie de que la dinastía legítima de Nabarra se ha extinguido; de donde fluye la consecuencia de que la realeza en mi patria no puede ostentar otros títulos sino los de la conquista. Error: los últimos Reyes efectivos de Nabarra, D.ª Catalina y D. Juan d'Albret, tuvieron un hijo, llamado Enrique II, que reinó en la Nabarra de Ultrapuertos, donde no hizo presa la garra del Rey Católico. Hija de Enrique II fue D.ª Juana III, esposa de Antonio de Bourbon, duque de Vendome, los cuales procrearon a Enrique el Bearnés, IV de Francia y III de Nabarra, de quien descienden todos los Borbones que en Francia y España han reinado. Con sujeción a derecho estricto, los Borbones de Francia han sido los Reyes legítimos de Nabarra, y la devolución de esta Corona a aquéllos fue objeto de muchas negociaciones diplomáticas, ocasión de varias guerras y fuente, acaso la más copiosa, de la enemiga que los Borbones profesaron a la Casa de Austria, hasta que lograron quebrantar su poderío considerablemente y substituirse a ella en la Monarquía española. El último derecho-habiente de la Casa francesa al Reino de Nabarra, fue el preclaro conde de Chambord. Extinguida la rama borbónica primogénita, surgen los derechos de la anjevina, la cual arranca del delfín Luis, abuelo de Luis XV de Francia y padre de Felipe V, duque de Anjou y rey de España, de quien directamente descienden los contrincantes a la Corona, D. Carlos de Borbón y el rey Alfonso XIII. Mas como quiera que el auto acordado de 1713, que estableció la nueva forma de suceder en la Corona de España, es opuesto a las leyes del Fuero general que regulan la trasmisión de la Corona de Nabarra y a la práctica constante del Reino, y no ha sido nunca admitido como ley en Nabarra ni inserto en los cuerpos legales posteriores a él, ni podría serlo sin perpetrar un gravísimo contrafuero, resulta que las pretensiones de D. Carlos de Borbón a la Corona de Nabarra son nulas. Como veis, señores, en Nabarra no falta rey legítimo: falta una cosa más esencial, falta el Reino!
Destrucción de las naciones euskaras
Arruinóse en breve tiempo la independencia de las naciones euskaras, que había resistido a tantos embates y a tantos enemigos. Catástrofe que sería injusto achacar exclusivamente a violencias ajenas, ocultando las culpas propias, que son enormes. Las culpas se han combinado con las circunstancias, con el momento histórico, y todo ello ha producido la deplorable situación presente: que las naciones euskaras son provincias donde el Estado español unitario manda a su antojo.
Causas de la ruina de las naciones euskaras. El absolutismo de la Monarquía
Señalaré rápidamente las principales causas de la ruina; sintiendo tener que reducirme a trazar una línea, cuando poseo datos para componer un cuadro.
En primer término, las tendencias absolutistas de la Monarquía española, las cuales se fueron acentuando a medida que se acentuaba la decadencia. Tres caminos ofrecía el Conde-duque de Olivares al rey Felipe IV para asentar y disponer las leyes de los diversos Reinos en “la conformidad de las de Castilla”: la violencia, la astucia y el soborno. Consejos que no cesaron de sonar desde aquel día en las cámaras del real palacio, y que más gratamente que en los oídos austriacos cayeron en los de los Borbones, educados políticamente por aquel gran déspota que se llamó Luis XIV. El fundador de la dinastía española, Felipe V, escribió el programa dinástico en su decreto de 29 de Julio de 1707: “mi real intención es que todo el continente de España se gobierne por unas mismas leyes”. Sus descendientes lo han cumplido. Cuando más profundo era el envilecimiento del régimen, Godoy y Zamora tramaban en la sombra la destrucción de las instituciones forales: “Si a esta paz (la de Basilea) –decía Zamora a Godoy– siguiese la unión de las provincias (baskongadas) al resto de la nación, sin las trabas forales que las separan y hacen casi un miembro muerto del reino, habría V. E. hecho una de aquellas grandes obras que no hemos visto desde el Cardenal Cisneros al grande Felipe V. Estas épocas son las que se deben aprovechar para aumentar los fondos y la fuerza de la Monarquía.” La opinión cortesana hizo desempeñar entonces, después de los desastres militares de los Pirineos, a las provincias baskas el mismo papel que la opinión liberal de hoy al P. Nozaleda, después de los desastres de Filipinas. No se llegó a dar el golpe; pero se fue preparando el terreno con la publicación del Diccionario geográfico-histórico de la Real Academia; de las Noticias históricas de las tres Provincias Vascongadas, de Llorente; de los Documentos oficiales relativos a las provincias baskongadas, de González; la creación de la Junta reformadora de abusos de la Real Hacienda; y especialmente, con la serie de contrafueros de los últimos años de Carlos IV y Fernando VII: serie que abrió la R. O. de 1.º de Septiembre de 1796, reproducida en 14 de Mayo de 1829, suprimiendo el juicio de sobrecarta, baluarte firmísimo de la constitución nabarra. Así es que la Diputación del Reino, el año 1830 estimaba que, de hecho, estaban abolidos los fueros, y se lo afeaba respetuosamente al Rey en documento memorable.
Las tendencias intrínsecas de este último período del absolutismo fueron abolicionistas. Pero la lucha contra el constitucionalismo liberal fue causa de que Fernando VII contemporizase con este país, donde el liberalismo justamente era detestado.
Esto explica los altibajos de nuestro régimen privativo; la inconsecuencia del Rey, que abolía el juicio de sobrecarta y reunía las Cortes de 1817 y 1818, de 1828 y 1829, autorizaba innumerables resoluciones tiránicas y declaraba en la R. O. de 15 de Febrero de 1824: “que por la vía que corresponda se comunique al referido Reino de Navarra, que en uso de mi soberana autoridad le concederé, desde este año inclusive, Cortes anuales todo con el fin de que restituido a su total práctica el fuero, &c.”; y en la de 9 de Agosto de 1830, que “Navarra tiene sus Cortes, fueros y privilegios que Su Majestad quiere que sean respetados”. Y es que por grande que fuese la degradación moral de aquel monarca, alma neroniana en el barro de Vitelio, alguna impresión le producían argumentos de la índole que se observa en los de la provincia de Gipuzkoa, en 6 de Febrero de 1824: “Dos veces ha sido V. M. desposeído, con indecible escándalo, de los derechos inenajenables de la soberanía… otras tantas ha sido despojada la Provincia de sus idolatrados fueros.”
El absolutismo liberal
El absolutismo liberal, exótico y hetedoroxo, sobrepujó por la intensidad de su obra destructora al absolutismo monárquico, de quien recibió el santo y seña: “De otra parte –confiesa el señor Cánovas del Castillo– y por más que a mí ni a nadie que pertenezca a la escuela liberal le lisonjee, no puede ni debe negar la historia que Godoy, sus agentes y publicistas fueron los verdaderos padres del liberalismo oficial en España. El partido liberal español recogió, como en todo en la cuestión vascongada, las tradiciones de Godoy, de Llorente y de González Arnao.”
Los liberales de Cádiz, sin que les causase empacho ni sonrojo haber confesado que “los venerables fueros eran una terrible protesta y reclamación contra las usurpaciones del Gobierno, y una reconvención irresistible al resto de España por su deshonroso sufrimiento, los abolieron en su constitución traducida”. Y los volvieron a abolir en 1820, en 1834, en 1837 y en 1841. Los mutilaron en Nabarra con la ley de 16 de Agosto de 1841, y en las Baskongadas, con los decretos de 4 de Julio de 1844 y 22 de Febrero de 1847, y borraron sus últimos vestigios con la ley de 21 de julio de 1876. ¡Obra infame que les hace acreedores a eterna execración!
La envidia española
La tercera causa que produjo la ruina de nuestras instituciones nacionales, certeramente la señaló Mr. de Marcillac el año 1807, al narrar los sucesos de la “zamacolada”. “Ignoráis –preguntaba a los bilbaínos– que las provincias del Reino a que pertenecéis envidian vuestros privilegios y que vuestros mismos compatriotas son enemigos?” Acusación que sin ningún velo retórico estampó Yandiola, representante de Bizkaya en las Cortes de Bayona, en su correspondencia con el Señorío: “Mas, en honor de la verdad, debo decir que los españoles son nuestros mayores o quizás los únicos enemigos.” Y como enemigos, señores, se han portado; sin que sea preciso aducir pruebas de época reciente, porque éstas, imposible me parece que las hayáis podido olvidar.
El error de los basko-nabarros
Pero la más profunda, eficaz y trascendental de todas las causas radica en la modificación del espíritu baskongado, que comenzó a fermentar con la levadura de las ideas generales y a derramarse fuera de la vasija que secularmente le había contenido. Las ideas enciclopedistas corrompen la mentalidad de las clases altas, predisponiéndolas a admitir y acoger todo linaje de novedades, sin que el cuerpo de la sociedad se contamine. Más tarde sobreviene la guerra de la Independencia, movimiento popular y espontáneo que rompe la armadura legal con que el genio italiano de Bonaparte había disfrazado su usurpación, entorpeciendo las primeras explosiones de la resistencia. Es la protesta de las ideas y sentimientos de “la democracia frailuna” de España, contra los sentimientos y las ideas revolucionarias que los invasores personificaban, dándose el paradójico espectáculo de que los “franceses del interior”, o sea, los constitucionales de Cádiz, personificaron por su parte la lucha contra los “franceses del exterior”. La guerra de la Independencia fue gigantesca hoguera en cuyas llamas se fundieron y evaporaron muchos de los sentimientos y de las ideas particularistas. Ella convirtió en españoles “militantes” a los baskos y nabarros, lanzándolos a la corriente de la vida política española.
Arruinóse de hecho nuestra constitución nacional; mezcláronse los naturales de este país con los naturales de otros y obedecieron las órdenes de autoridades extrañas: las fronteras propias que con tanto cuidado mantuvieron Nabarra y Bizkaya durante la guerra contra la República, resistiéndose a extender fuera de ellas el radio de la acción militar, cayeron deshechas. A Napoleón son deudores de una estatua los partidarios de la unidad nacional a la moderna; nadie ha trabajado con más éxito que el Emperador por ella.
Expulsados los franceses, la disposición de ánimo de los baskos y nabarros tuvo bien pronto ocasión de manifestarse. Entablóse la lucha entre liberales y realistas, y los euskaros se adhirieron a unos u otros, supeditando la suerte del país a la de esos partidos, mantenedores de implacable contienda, a veces vil, a menudo bárbara. De entonces datan los partidos españoles en nuestra tierra, fautores de nuestra ruina y agentes de nuestra disgregación moral, que acabarán por matarnos si no les matamos a ellos. Eran los liberales discípulos del filosofismo francés y sectarios de la revolución francesa; por ambos conceptos, enemigos acérrimos de la tradición histórica y de la tradición religiosa, incapaces de respetar la variedad ni de practicar la libertad en cuanto ésta no sirviese de catapulta para batir a la Iglesia. Los liberales, en su primer fervor, aborrecieron de muerte a nuestras constituciones; más tarde, la natural atenuación del virus por el transcurso del tiempo y las exigencias de lo real, les inclinaron a un fuerismo moderado, adulteración del unitarismo liberalesco y del nacionalismo euskaldún. Pero nunca faltó entre ellos quienes mantuvieran la brutalidad de las primitivas negaciones.
Los partidos tradicionalista y liberal en el país basko-nabarro
Tales son, señores, las fuerzas psicológicas que, desigualmente dosificadas, se han enseñoreado del espíritu basko y elaborado nuestra historia contemporánea, historia que produce nuestra decadencia nacional. La guerra contra la República francesa puso ya frente a frente el antiguo y el nuevo espíritu: es como el prólogo de la espantosa tragedia posterior. De una parte, la Diputación general de Gipuzkoa que se concierta y entiende con los convencionales: de la otra, las juntas extraordinarias de Mondragón, y señaladamente el cura de Beizama, que al frente de 500 voluntarios, feligreses suyos, concurre al combate de Sasiola tremolando el pendón de la Virgen del Rosario y oponiendo a las estrofas de la “Marsellesa” los versículos de las letanías. Fijaos bien, señores, en la figura de D. Antonio de Anchutegui, que es verdadera figura representativa.
En él están, como la encina dentro de la bellota, los brigantes de la guerra de la Independencia, las bandas de la Fe, los batallones de Zumalakarregi, los modernos carlistas e integristas: gentes que persiguen la restauración foral, pero bajo una fórmula de política general española, absolutamente ineficaz hasta ahora.
Las contrapuestas tendencias se han dibujado, pero no han adquirido su forma definitiva e irreductible. Hay un periodo de vacilación, de dudas. Las Diputaciones basko-nabarras cometen el yerro de enviar representantes a la Diputación general de Bayona, donde había de tratarse, según los términos de la convocatoria, de “la felicidad de toda España”; negocio en el que no era dable intervenir, so pena de renunciar implícitamente al poder legislativo propio. Acéptase sin eficaz protesta, años después, la Constitución de Cádiz y constitúyense pacíficamente las Diputaciones provinciales. La Junta de Bizkaya, presidida por el general Mazarredo, cándidamente ignora “si recibida la dicha Constitución española es necesario renunciar absolutamente a la vizcaína, o si son conciliables, en todo o en parte, las ventajas de las dos”. Pero el país, desafecto al nuevo régimen, apenas regresa Fernando VII del cautiverio, reclama y obtiene la reposición del antiguo estado de cosas. En la exposición que a nombre de Nabarra le entregaron los hermanos Elío, se califica a la aceptación del código doceañista, de “farsa hecha entre el tumulto y la fuerza”.
La segunda época constitucional reproduce el conflicto, agravándolo con la lucha de los partidos, que surgen definidos y organizados, y provoca el alzamiento de los realistas basko-nabarros. Este alzamiento fue tan españolista, que la división nabarra abandonó su patria al rencor insaciable de los liberales, yéndose a Cataluña a combatir bajo las órdenes de la Regencia de Urgel: hecho que habría parecido monstruoso a los nabarros que lucharon contra la República de 1793, los cuales siempre se negaron a salir del suelo patrio. Y poco después, esa división se internaba España adentro sirviendo de vanguardia a los 100.000 hijos de San Luis.
Españolista, asimismo, hasta los tuétanos fue el alzamiento a favor del infante D. Carlos María Isidro, según lo hizo notar la Diputación de Nabarra en su instancia de 25 de Abril de 1834 al Presidente del Consejo de Ministros, hablándole de “aquellos desventurados súbditos que gimen, bien a su pesar, bajo el azote de una sublevación no nabarra, sino española”. Españolismo que no fue agradecido y sirvió para que el vencedor sacara la consecuencia a esa contradicción, que es además insensatez insigne, de querer intervenir directamente en el arreglo interior de las cosas de España y conservarnos independientes de las leyes de España. Españolismo que no sin aparente lógica pudo desfigurar la pasión sañuda, cuando el Gobierno, el año 1875, increpando a este país, dijo: “Gentes que disputan hasta la soberanía a la Nación y al Rey legítimo, pretenden para colmo de insolencia imponer al resto de la nación un Monarca, como si fuera éste el don, el servicio, el tributo único que estuviesen obligados a prestar a sus hermanos…” Palabras son éstas que deben de figurar en el expediente de los servicios que al país ha prestado el carlismo, y que de todas suertes acreditan cómo los desalmados yangüeses aporrearon siempre a D. Quijote, fuese éste manchego o baskongado.
Los liberales basko-nabarros
Los liberales basko-nabarros no sólo participaban del españolismo político de los realistas, sino que seguían los derroteros del antifuerismo y del unitarismo más radicales. Consintieron y aplaudieron cuantas leyes dictaron sus correligionarios contra el régimen de los Estados baskos, y exteriorizaron el espíritu parricida que les animaba con actos personales suyos. Citaré dos hechos solamente. Aquí, en la plaza pública de San Sebastián pretendieron quemar el libro sacrosanto de los Fueros… Allí, en Nabarra, cierto día que corrió el rumor de que el Gobierno procuraba acabar la guerra civil por medio de una transacción, fundada sobre el mantenimiento del régimen foral, la Diputación provincial recurrió a las Cortes, en 5 de Marzo de 1838, pidiendo la supresión de la constitución nabarra, a la que pintó con tan negros como calumniosos colores. El liberalismo basko-nabarro fue traidor a su patria.
De este anatema, que el estudio imparcial de los sucesos dicta, no alcanza a limpiarles la buena fe con que muchos de los liberales adoptarían el sofisma cuyo origen se encuentra en el hecho de haber los constitucionales de Cádiz alabado el régimen foral e imitado alguna de sus instituciones (por ejemplo, la Diputación permanente de las Cortes que existía en Nabarra), al tiempo mismo que lo abolían. Dicho sofisma llanamente lo patrocina la Junta general de Bizkaya que aceptó la Constitución de 1812: “después de un maduro examen –dice– en que resultó hasta la demostración la maravillosa uniformidad que había entre los principios esencialmente constitucionales de la constitución política de la Monarquía española, y los de la constitución que desde la más remota antigüedad ha regido y rige en esta Provincia, &c.” Cuanto más completa fuese la paridad señalada, mayores eran las razones de conservar la constitución especial que por imprevistas vías venía a ponerse de acuerdo con la general, afirmándose su mutua compatibilidad. Pero los liberales basko-nabarros, que se contentaban con ver llevar a la Constitución española los principios de sus constituciones especiales, habían perdido el sentimiento de la nacionalidad bizkaina, alabesa, nabarra y gipuzkoana; y por haberlo perdido, o por sacrificarle a la moderna unidad nacional española, merecen precisamente el dictado de traidores. Mas no todo era alucinación en el razonamiento de los liberales. Por mucho que voceasen la paridad de principios, bien sabían ellos que en las católicas constituciones forales, mantenidas y aplicadas por la opinión católica dominante en el país, no cabía el espíritu liberal, y éste es el que a todo coste querían entronizar. Logrado esto, la extirpación total de los fueros importaba menos a los que no eran revolucionarios fanáticos; y aun por el aspecto de ventajas económicas y de libertad administrativa, les era simpática la conservación parcial de ellos.
El liberalismo fuerista
Aquí palpáis, señores, el origen de la disidencia que fue desarrollándose dentro del liberalismo basko-nabarro, y que en cierta medida corresponde a la escisión de moderados y exaltados que entonces sobrevino en el liberalismo español. La tendencia fuerista y constitucional asoma tímidamente la cabeza en el informe que emitió el 25 de Marzo de 1820 la comisión nombrada para dictaminar sobre la analogía entre la Constitución bizkaína y la española: “No se observa, empero, –dice– una perfecta conformidad, sin que se hayan adoptado por la de la Monarquía las sabias instituciones vizcaínas que organizan el régimen interior provincial y que justamente han sido miradas como el baluarte de la libertad y de la felicidad de sus naturales… De esta manera (con el consentimiento de la Junta y la aprobación del Señor) podrían adoptarse algunas de las medidas generales dictadas para las demás provincias del Reino, acomodándolas a las particulares circunstancias de este país áspero e ingrato… Para obtener, pues, las explicaciones y acomodamientos que sean compatibles con la felicidad general de la Monarquía y de la de este Señorío, puede encargarse a la Diputación general exponga al Gobierno lo conducente a preparar las transacciones y medidas que fuesen necesarias, sin que en el ínterin se innove el sistema foral.” Los jacobinos de Nabarra, que por odio a la Iglesia renegaban de la Constitución de su patria en la exposición a las Cortes, poco há recordada, tuvieron frases laudatorias para las instituciones baskas, declarando que sus poseedores “pueden conservar con utilidad un sistema conciliable con todos los sistemas conocidos”.
La semilla de conciliar los intereses generales de la Nación y los peculiares de las llamadas provincias, fructificará. Es idea predestinada a andar mucho camino. Sobre el modo podrá discutirse, estimando unos necesario el consentimiento del país, declarando otros que basta la voluntad de las Cortes; pero sobre el hecho de que la conservación íntegra de nuestras constituciones era imposible o inconveniente, y de que esa conservación había de achicarse a las instituciones de índole administrativa y a las ventajas o beneficios económicos, la mayor parte de los liberales convenían, excepto los cerriles progresistas, cual los de San Sebastián, que iluminaron sus casas para festejar al felón Espartero por su tiránico decreto de 29 de Octubre de 1841, violación del convenio de Bergara y de la ley de 25 de Octubre de 1839, y prescribían a los apoderados de la ciudad en Juntas generales, que no uniesen su voto a las protestas provocadas por los contrafueros del Gobierno, sino que declarasen aceptar lo que el Gobierno había determinado.
La ley de 25 de Octubre de 1839, y sus consecuencias
Utilizada la conservación de los fueros como señuelo para obtener la pacificación del país, pactado el convenio de Bergara, llegó la hora de dar forma legislativa a la promesa. Propendía el Gobierno a confirmarlos sin reservas: contradecíalo el partido progresista y no pocos liberales basko-nabarros. El gipuzkoano Claudio Antón de Luzuriaga, encarnación del espíritu de San Sebastián entonces, pidió a las Cortes que no se confirmasen lisa y llanamente. Por fin, introdújose en el artículo confirmatorio la pérfida coletilla “sin perjuicio de la unidad constitucional”, que a la postre, como temió el Conde de Ezpeleta, fue “una decepción, un engaño, decir que se daba una cosa no dándola”. Los liberales nabarros aprovecharon las circunstancias para realizar su atraco a la Constitución del Reino, y pactaron con el Gobierno, sin poder ni mandato, la famosa ley de 16 de Agosto de 1841.
No es cosa, señores, de que repita ahora lo que en mis artículos de La España Regional, sobre el fuerismo, el regionalismo y el federalismo, escribí en los años 1887 y 1888; ni lo que dije en mi discurso parlamentario de 28 de Julio de 1893, defendiendo a Nabarra contra el Sr. Gamazo, sobre la nulidad originaria de la ley de 1841 y los tremendos sacrificios que entonces soportamos. Mas aun siendo nula y gravosa sobre todo encarecimiento, y acreedora a que la califiquemos de crimen de alta traición y abominemos de ella y la maldigamos con toda nuestra alma, y la califiquemos de calamidad, la mayor que ha caído sobre Nabarra en el decurso de su larga historia, peor mil veces que las irrupciones de romanos, godos, carlovingios, árabes, franceses y castellanos que ha padecido, porque a éstos los echábamos y manteníamos nuestra independencia, mientras que esa infausta ley nos la ha arrebatado; a pesar de todo esto que digo, esa ley tuvo una parte buena: salvó el principio del pacto, expresión de aquella unión eqüe-principal del año 1513. Por tanto, ni en las instituciones nabarras que conservó, ni en las que sacrificó para lo porvenir, ni en las que introdujo a modo de compensaciones por título oneroso, podemos hallar los patriotas satisfacción que nos aquiete, ni férreo escudo que nos defienda, ni arma que centellee en las manos; pero escudo y arma nos lo proporciona el principio del pacto, aunque de imperfecta manera salvado entonces, por cuya virtud no somos un cuerpo muerto de la Monarquía española, tendido sobre la mesa de disección del unitarismo. Por eso, porque representa un pacto, hemos defendido la ley, no sólo los que se declaran satisfechos con ella, sino los que tendemos la vista por más amplios y gloriosos horizontes, sabiendo que los contrafueros y desafueros del Gobierno tendrán siempre abierta la instancia para introducir, cuando convenga, la acción reivindicatoria de nuestro total derecho. Esa ley es un mal, pero un mal menor, menor que la nivelación absoluta. A la sombra de ella podríamos reconstituir nuestras fuerzas, conservar rasgos salientes de nuestra personalidad, ejercer alguna fracción de nuestra soberanía, substraernos en cierta medida al despotismo corrompido e inepto del Estado, si inexcusables debilidades de la magistratura foral y la perversión del espíritu público nabarro, estúpidamente consagrado a la villana pedrea de los partidos advenedizos, no la transformaran en plano inclinado por donde ruedan nuestro honor y nuestros derechos… ¡Ah Nabarra, patria mía, idolatrada madre de mi alma! sal de la ergástula de los partidos políticos! desgarra los mentirosos lemas de sus estandartes forasteros y envuélvete en la roja bandera del nacionalismo nabarro! Sólo así volverás a ser grande y cumplirás las promesas que a tu propia historia dirigiste desde los riscos heroicos de Roncesvalles!
De la ley de 1839 y del R. D. de 4 de Julio de 1844, que en parte derogó el decreto iracundo de Espartero, nació para las Provincias baskongadas un estado de derecho anómalo, sin base firme, al que el Sr. Cánovas del Castillo denominó estado de cosas cuando aprovechó la catástrofe de la segunda guerra civil para aplicar con todo rigor la ley, a su juicio incumplida, de 1839: estado que hace bastantes años describí yo en el periódico Lau-Buru, notando que sólo dejaba en pie “la exención de quintas y de impuestos generales, es decir, hablando sin hipocresía, en vez de un conjunto de derechos, un par de privilegios revocables ad nutum.” Ese estado de cosas me merece el mismo juicio que el de Nabarra; el de mal menor, que los baskongados hicieron perfectamente en defender, procurando derivarlo del estado anterior, verdaderamente legal. Y si hoy hubiera alguien en el país capaz de resucitarlo, lejos de denostarle en nombre del nacionalismo, le aplaudiría yo de buen grado y estimaría que la restauración foral íntegra se había acercado a nosotros. De ese algo, la perseverancia, el buen juicio, el don de la oportunidad y otras prendas podrían sacar el todo. La cuestión es salvar los principios y no detenerse hasta asegurarles el triunfo.
Nacionalismo y separatismo
La quinta esencia del nacionalismo consiste, a mi entender, en restituir a nuestro país su poder legislativo, a quien incumbiría el cuidado de amoldar nuestra constitución histórica a las necesidades actuales, e introducir en los pactos de incorporación y de soberanía las cláusulas que a ambas partes conviniesen. No sería yo de los que aconsejaran entonces la política de la mano cerrada, del egoísmo y de la intransigencia; antes bien, pretendería que el tamaño de las concesiones lo marcase el corazón baskónico, que es muy grande. A esta reivindicación nacionalista, espíritus obcecados o pérfidos la infamaron con el dictado de separatismo: otras empresas mucho más modestas lo recibieron. Acerca de este punto deseo decir algo, señores, con la franqueza de mi carácter; no me gustan los equívocos ni las sombras. La insinceridad me repugna, y quiero decirlo para dar cabo a esta conferencia que, me lo sospecho, estaréis temiendo no se acabe nunca. Considerada la situación a la luz serena de los principios, expuesta ante el tribunal donde informa la verdad pura y falla la justicia absoluta, la sentencia de separación por sevicia, hace muchos años que estaría dictada. Teníamos un pacto; le hemos cumplido lealmente, excediéndonos a menudo en su cumplimiento; hemos sido leales y honrados. Los Poderes que nos arrebataron nuestras constituciones no se atrevieron a negar ese hecho patentísimo. Alegaron contra nosotros doctrinas de derecho público: la unidad nacional, la unidad constitucional; teorías acerca del progreso político: la integración de las modernas nacionalidades, la concentración del poder unitario frente a las disgregaciones feudales y federativas, &c., &c., doctrinas y teorías que tenemos el derecho de no compartir y de rechazar; y en último caso, alegaron la razón de la fuerza, que excusaba todas las demás. Al despedirse del ejército vencedor de los carlistas, dijo el rey Alfonso XII a sus soldados: “fundada por vuestro heroísmo la unidad constitucional de España, hasta las más remotas generaciones llegará el fruto y las bendiciones de vuestras victorias”. Castigo o advertencia de Dios: antes que esas remotas generaciones se enterasen, al perfeccionamiento de la unidad constitucional en España siguió la destrucción de la unidad nacional en Cuba y Filipinas. La victoria sobre un partido nefasto, encumbrada a victoria sobre el país: he aquí el único y verdadero título. El estado actual, derivación lógica del estado anterior, abierto por la ley de 1839, no es un estado de derecho, es un estado de fuerza. Jurídicamente hablando, estamos separados.
Ahora pregunto yo, señores: cuál debe ser la tendencia del nacionalismo? ¿a qué fin debe de enderezar su propaganda el nacionalismo? a procurar que esa separación jurídica descienda de la esfera abstracta de los principios al mundo concreto de los hechos, tome cuerpo en la realidad y provoque un movimiento secesionista como el de la América española o el de Cuba? o por lo contrario, los esfuerzos se han de dirigir a restablecer la unidad rota, a tapar los resquicios por donde el separatismo antiespañol pudiera penetrar, y a renovar en su día los antiguos y venerables pactos con la Monarquía española? No sé si existe nacionalismo secesionista; pero declaro con la mayor solemnidad posible que el mío es unionista. Tomo las cosas tal cual me las presentan las manos de la historia de varios siglos: la Monarquía española, y dentro de ella, a ella agregadas, pero con vida propia garantida por solemnes pactos, las naciones baskas, los Estados baskos. No quiero soltar ninguno de los extremos de esta cadena de oro. Los que vulneran nuestros derechos, los que destruyen nuestras instituciones, los que proclaman la incompatibilidad entre éstas y la unidad nacional, son los separatistas. Afirmar la unidad nacional y negar nuestras constituciones, es un proceder inicuo. Contra él protesto y me alzo, oponiendo al ideal uniformista de los malandrines políticos contemporáneos, la castiza tradición de nuestro derecho público, respetado por monarcas tan celosos de su autoridad, y tan capaces de gloriosas empresas como Carlos I y Felipe II.
Dificultades de la empresa nacionalista. Motivos de esperanza
¡Magna, alta y nobilísima aspiración la del nacionalismo, señores! Y en igual medida ardua y dificultosa. Cima a la cual no se llegará con las alas del entusiasmo lírico y las intransigencias pueriles de una imaginación ignorante de la vida, sino por la práctica de las más viriles, austeras y sesudas virtudes: de la prudencia, de la fortaleza y de la perseverancia. Es necesario levantar el corazón sobre todos los reveses y poner la inteligencia al nivel de todas las dificultades. Los medios que sirven para allegar prosélitos no son los que proporcionan el triunfo. Cierta hora del tiempo exige que la “escuela” se trueque en partido político, es decir, en conjunto coherente de personas y doctrinas donde resplandezca un fin ideal, servido por medios prácticos. Esa hora no ha sonado aún para el nacionalismo. Lo primero es arrancar al pueblo euskaldún de la servidumbre de Egipto y del culto a los falsos dioses. La falsa prudencia, la pusilanimidad de ánimo y el egoísta contentamiento por el bienestar material presente nos gritarán a porfía: perseguís una quimera; sois los caballeros andantes de lo imposible; las naciones baskas, los Estados baskos murieron; ¿es el milagro de Lázaro el que pretendéis renovar vosotros?
Estos desahucios a priori no me impresionan. El día que el pueblo basko consagre al nacionalismo el ardor y la constancia que malgastó al servicio de las ideas y de los partidos exóticos, habrá llegado el momento de tomarle el pulso a esa prematura imposibilidad… Mayor desaliento me infundirían las razones que demostraran la decadencia de la raza, el agotamiento de sus fuentes eugénicas, la atonía de su voluntad! Tampoco las temo, señores. Pueblo que en su vida política ostenta un fenómeno tan extraordinario como el partido carlista, que cubre de batallones las montañas patrias y resiste setenta años a la depresión de las derrotas, a los halagos de la corrupción, a la hostilidad del Poder, al desvío de la Iglesia; pueblo que sabe sacrificar la sangre de sus venas y el oro de sus arcas al triunfo de una idea, y repetir en estos tiempos positivistas el mesianismo de los profetas hebreos, ese pueblo no está degenerado ni moribundo: el caso es cambiarle los ideales. Esto, aunque difícil, no es imposible. Separémonos, señores, bajo la dulce impresión de la esperanza, repitiendo los versos del poeta:
“Ezagutzen dot denporak chandan
Char eta onak dirala,
Gure munduak burpillak legez
Jira egiten dabela;
Gabak urrengo dakar eguna,
Neguak uda barria,
Oriek atzetik ucia loratsu
Eder ta zoragarriya.”
HE DICHO.
——
{1} Del griego eügenes (noble, valiente, honrado; de preclaro linaje, de buena raza o casta).
{2} La materia (como muchas de las que estudia la llamada Sociología) es tan compleja que cabría oponer artificiosamente a este cuadro otro antitético, censurando al mío de artificioso. Nótese que mi objeto es caracterizar la evolución de Francia por medio de ejemplos representativos. Lo ideal caballeresco surgió espontáneamente en el seno de aquella sociedad; hoy los poetas que lo prohijasen expresarían un gusto personal. Indecencia y groserías iguales o superiores a las del inmundo Zola, hay en las producciones de la Edad media; pero esto no obsta a que el naturalismo, el realismo y el sensualismo del arte expresen adecuadamente la actual decadencia del idealismo y del espiritualismo: significación trascendente de que carecían en la Edad media, siendo simple manifestación de la escasa policía de las costumbres y de las eternas tendencias pecaminosas del hombre, pero no sistema y concepto de la vida. El materialismo, ora se disfrace de panteísmo trascendental, ora de monismo mecánico, es el padre espiritual del socialismo: la cuestión social es una cuestión moral, una cuestión política, todo menos una cuestión social. La influencia creciente del dinero en la política democrática, es hecho indudable: quien desee contemplarla en todo su apogeo, estudie la política en los Estados Unidos. La selección política en las democracias se practica en el sentido de la eliminación de las verdaderas capacidades. Las cartas credenciales que acreditan cerca del nuevo soberano, son la bajeza, el servilismo de los caracteres. “La democracia es la envidia” (Proudhon), digan lo que quieran los ilusos y los optimistas que no acaban de enterarse. La democracia lógica es la colectivista; la democracia de las clases medias, mera etiqueta política o escalera para subir a los palacios, es grotesca mascarada; cuando es de buena fe, revela incurable ñoñería e inconcebible atraso intelectual. El tipo medio del parlamentario francés, es notoriamente inferior al tipo medio del ciudadano francés. Ninguno de los buenos o malos señores elevados a la presidencia de la República francesa eran los hombres más notables del Congreso elector, ni aun siquiera de los partidos que les otorgaban el voto, cual lo pide la teoría republicana. Son personajes sin relieve, sin iniciativa, prodigiosamente vulgares, simples máquinas de firmar leyes y decretos. El último pobre hombre, Mr. Loubet, piensa que da un gran ejemplo no presentándose a reelección. Con efecto, renuncia a un buen sueldo, a muchas comodidades y a infinidad de satisfacciones de vanidad: esto es mucho en un país donde el que no puede otra cosa, escribe en su tarjeta: Fulano de Tal, “miembro del Casino”. Mi cuadro de las dos Francias es exacto!