Filosofía en español 
Filosofía en español


XXXII

Crónica del presente.– Por una vez.– El Ministro de Comercio.– Loubet.– El Palacio de máquinas.– Un poco de filosofía.– Importancia de la Exposición.– La sala de fiestas.– Proteccionismo.– El príncipe Kotohito.– El Gran Palacio de la Industria.– Plazos.– La electricidad.– Revendedores.

No lo haré más.

Hecha una crónica del porvenir, y antes de volver a las retrospectivas; siquiera para croniquear en presente, pretérito y futuro, allá va ésta.

El telégrafo ha matado las correspondencias, desflora los sucesos, y ya están ustedes hartos de saber que el presidente Loubet fue muy vitoreado en el acto inaugural de la Exposición, y que éste fue tan solemne como podría serlo un gran baile y una gran recepción dadas en un palacio encantado sin amueblar y sin concluir. Chorreaban los asistentes entusiasmo, y humedad las paredes.

Alguien ha dicho en el pabellón de España, recordando la frase que el dibujante Rico aplicaba a la inauguración del Hotel Internacional de Barcelona: «No estamos asistiendo a un lunch; estamos haciendo de papel secante.»

El ministro de Comercio, Millerand, que será muy inteligente, pero que no es un orador de punta, dijo en la sala de fiestas –de que me ocuparé más adelante– cuatro palabras, invitando a hablar a Loubet, y hablando de los Congresos de la paz, pronunció frases que no sé cómo sonarían en los oídos de los representantes del Transvaal.

Loubet, presidente de la República, hace un discurso lleno de aspiraciones de humanitarismo y felicidad universal.

La sala de fiestas está establecida en el antiguo Palacio de las Máquinas.

Antes, cuando la ciencia y la moral modernas, producto del trabajo colectivo de las generaciones anteriores, no nos habían demostrado que el esfuerzo humano en todas sus manifestaciones era el origen y al mismo tiempo el resultado del progreso, tenían palacios los reyes y los magnates de la tierra; hoy es naturalísimo que hablemos de los palacios de las máquinas. En la corte del trabajo humano, redentor de todas las esclavitudes, fuente de virtud y complemento de la personalidad humana, se celebran fiestas tan suntuosas y más interesantes que las que celebraron los Césares y los emperadores. El aguijón de la necesidad primero; la imaginación creando la hipótesis para satisfacer aquéllas; la experiencia depurando los hechos, y la verdad abriéndose camino, han creado las dinastías del trabajo, que imperan hoy en el mundo civilizado, lo mismo en las monarquías que en las democracias, porque en todos los organismos decir holgazán vale tanto como decir bárbaro.

El trabajo, que principió humilde, y que, como todo lo que es grande, se amasó entre lágrimas, representa en el mundo moderno la suma de todas las aristocracias, y se dio en el Palacio de las Máquinas una fiesta solemne, que no sólo interesaba por lo que fomentaba la vida material, sino que conmovió e hizo sentir, porque nada de lo que está en los hechos ha dejado de estar en el cerebro, ni ha llegado a éste sin pasar por el corazón.

El Palacio de las Máquinas fue la apoteosis del trabajo. Cantó el hierro un poema heroico y el vapor una oda; la electricidad doma y almacena la fuerza; los agentes materiales, obedeciendo a la conciencia humana, se esfuerzan para dar más barata mayor cantidad de felicidad a mayor número, y el altruismo y la paz y el progreso, como que surgen y brotan de calderas, émbolos y turbinas, que producen un medio de bienestar y adelanto, que el hombre pensador debe sorprender y traducir en leyes y en sistemas sociales, uniendo así el positivismo con las ciencias morales y políticas.

El Palacio tiene 420 metros de largo por 115 de ancho y 48 de altura. Ocupa, pues, una superficie total de ocho hectáreas. Esta inmensa construcción constituye la crujía más maravillosa que ha visto el hombre. Cada uno de los arcos que la forman pesa 200.000 kilos y están articulados por su parte superior y por su arranque de forma que la obra no sufra por las dilataciones de los metales.

La importancia que en esta Exposición tiene la sala de fiestas, su esplendidez, su tamaño, su decorado, su lujo, son la característica de lo que será. Todos los certámenes, grandes y chicos, han tenido un 60 por 100 de interés industrial y artístico y un 40 por 100 de espectáculo.

La Exposición de 1900 tendrá lo menos 75 por 100 de espectáculo y un 25 por 100 de interés.

Y no es esto solo: con toda la magnificencia del certamen, no soy el único que cree que por ahora, y en muchos años, será ésta la última Exposición Universal que Europa celebre; singularmente en Francia, donde la política proteccionista, inaugurada en 1892, no es la más a propósito para un torneo industrial al que sea invitado el extranjero.

Pero estas filosofías, impropias de un portero, y que dichas en este momento tienen todo el carácter que tendría un discurso sobre el divorcio pronunciado a dos recién casados, me apartan de mi oficio de cronista, y volviendo a él, diré a ustedes que una de las cosas de que París se preocupa es de que el Príncipe japonés Kotohito Kanin, que está en la capital de Francia, no haya asistido a la inauguración, siendo representante del Japón. ¿Y a que no saben ustedes por qué? Porque aquella misma mañana recibió un telegrama de Tokio, en el que se le prevenía que, no habiendo ningún otro Príncipe que asistiera oficialmente a la inauguración, no debía asistir él.

Puritanismos de las testas coronadas.

En el gran Palacio no se permite entrar todavía; dentro de pocos días, según rezan los affiches puestos, se permitirá a los expositores seguir trabajando en sus instalaciones; los camiones y los carros entraran por la noche, y durante ella se trabajará en las instalaciones.

La Comisaría francesa dice que dará una semana, a partir del martes próximo, para terminar los trabajos. No me parece mal; pero me hace el efecto de que me dieran dos días para ir a pie desde la plaza de la Concordia a la Puerta del Sol, necesariamente l’oncle Pacó vendrá con la rebaja.

Lo que va a ser verdaderamente espléndido es el Palacio de la Electricidad; la estatua que representa a ésta, obra de Marqueste, tendrá una estrella a la que dará luz, la que puede producir un millón de volts. Se producirá una aurora luminosa, que si la viera aquel célebre Gobernador que consultó a Rivera, se quedaría hecho una pieza.

Señalemos dos adelantos españoles que han tomado en París carta de naturaleza: los golfos y los revendedores. Antes los chiquillos que se ofrecían al extranjero para abrir las portezuelas de los coches iban limpitos; hoy figurarían dignamente en los arrastraos a la puerta de cualquier novillada; los revendedores se multiplican, y las entradas de la Exposición, que tomadas por cientos salen a cincuenta céntimos, se venden a setenta y cinco.

Las iluminaciones no pueden juzgarse de lo que serán por lo que han sido; sólo el Palacio del Trocadero tendrá 75.000 luces, que costarán cada noche 12.000 francos.

Pluma mejor tajada que la mía –como decían los cursis de mi tiempo– describirá a los lectores de El Liberal las maravillas de esta Exposición con el método y el orden que son necesarios a esta clase de trabajos; yo, para concluir ésta, que para llamarla de algún modo, llamo crónica del presente, diré a ustedes que no creo que puede estudiarse por ahora una Exposición, cuyo Catálogo contiene, o contendrá, más de 80.000 nombres, y en la que todavía apenas hay expositores. Puede, pues, hablarse de espectáculos, de algo de lo que será la Exposición; pero querer estudiarla y describirla por lo que hoy puede verse, me recuerda lo que el tío Mingolitos, natural de Teruel, y que se las daba de sabio modernista, llamaba el colmo de la geología.

Decía el tío: Sobre la Plaza de Toros, al salir el quinto, se arrojan un millón de toneladas de arena: en seguida llueve ocho días, después se seca: al mes viene usted a aquella montaña y rasga con la uña. Por el estudio de lo que ha sacado con la arañadura, determinar los nombres y las edades de los que ocupaban el tendido número 3.

París, 16 Abril 1900.


(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 351-358.)