
Elementos de Filosofía Moral,
y Fundamentos de Religión
Por el presbítero
D. Juan Díaz de Baeza,
Catedrático de estas dos asignaturas en los Estudios de S. Isidro, y en el Colegio de la calle del Duque de Alba, de Madrid.
Librería de Razola, calle de la Concepción, Madrid 1837
Imprenta de los Herederos de don F. M. Dávila.
[ X + 167 páginas. ]
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Prólogo
Deseoso del mayor aprovechamiento de mis discípulos me determiné a escribir estos Elementos, cuya necesidad he conocido por experiencia.
Divididas están las opiniones sobre los límites a que puede extenderse la filosofía moral. Todos convienen en que es la ciencia de las costumbres; pero unos quieren que se limite a tratar del origen, naturaleza e incremento de nuestras inclinaciones, y del modo y medios de moderarlas, o bien dirigirlas de manera que se encaminen, o no obsten a nuestra felicidad. Los que así entienden la enseñanza de la moral filosófica, relegan en consecuencia al terreno y jurisdicción del derecho natural, la conformidad o desconformidad de nuestras acciones con la regla eterna de las costumbres, y las obligaciones que tiene el hombre, ya se considere aislado, ya constituido en sociedad. Útiles son y curiosos varios de los puntos que abraza la filosofía moral tomada en este sentido. Las partes del cuerpo humano, los sólidos y los fluidos, la sangre y su circulación, el fluido nervioso y su destino en el cuerpo del hombre, las partes desemejantes de que se compone la sangre, a saber: flema, oleo, sal y tierra fija; el pulso, y la diversidad de vasos de nuestro cuerpo; el origen de los temperamentos; el temperamento colérico, el melancólico, el sanguíneo, el flemático, el mixto, y los efectos y consecuencias de cada uno de ellos; todas estas cuestiones son, repetimos, a la par útiles y curiosas; son la teoría de las pasiones, y nos conducen efectivamente a descubrir el origen de nuestras inclinaciones, y los medios de dirigirlas bien y fomentarlas cuando son buenas, de moderarlas y corregirlas por medio de la virtud cuando son malas, para aproximarnos a nuestra perfección y felicidad; todo lo cual es el objeto de la filosofía moral, según los patronos de esta sentencia. Pero, ¿cómo podremos corregir nuestras malas inclinaciones por medio de la virtud que según ellos mismos, y según todos, es constans ac sincera voluntas actiones ad divinæ voluntatis norman instituendi? Solo conociendo esta norma; la cual, según los mismos autores, es el conjunto de las leyes promulgadas por Dios al género humano por medio de la recta razón. Mas el conjunto de estas leyes constituye, según ellos, el derecho natural; conque es imposible tratar de ese modo la filosofía moral, sin invadir los límites del derecho de la naturaleza.
Así es que otros muchos anticipan en la Ética diferentes ideas y materias que los primeros reservan para los tratados de derecho natural. Sobre esta diversidad de pareceres, dice oportunamente Finetti, De princip. jur. nat. et Gent. lib. 9, cap. 2: In statuendo disciplinarum discrimine earumdemque objecto definiendo ad duo præcipue respicere debemus, nempe ad cujusvis disciplinæ nomenclaturam (hæc enim plerumque imponitur ex ejus objecto), et ad fines, quos eidem veterum auctorum usus definivit, seu ad notionem, quam de eadem tradidere primi auctores… Quicumque Ethicen trádere aggressi sunt, ii de virtutum omnium officiis ideoque et de justo, sermonem habuere.... Eadem quoque officia eœdemque actiones possunt esse et Theologiæ naturalis, et Ethices, seu Philosophiæ moralis, et Jurisprudentiæ etiam naturalis objectum.... illud ceteroquí videtur certum scientiarum distinctionem, indeque sequentem multiplicationem multum ab hominum arbitrio pendere. At ipse probare non possum terminos scientiarum auctorum præstantiorum consensu probatos à quoquan pro sua voluntate variari.
Abundando nosotros en el mismo sentir; y habiendo de trabajar un texto para mayor utilidad de nuestros discípulos, trataremos la Filosofía moral, o llámese Ética, según que la vemos tratada por autores de primera nota, y que nos merecen todo respeto y confianzs. Y si estos Elementos contienen algunos puntos que corresponden al derecho natural, no tenemos por grande inconveniente que nuestros discípulos y lectores adquieran anticipadamente unos conocimientos que les facilitan la entrada al estudio de la jurisprudencia: y además nos hemos decidido a tomar este medio, porque después de la más detenida reflexión le creemos más útil para los que asistan a nuestra enseñanza, que todo ese aparato con que tratan la ciencia los autores de quienes vamos hablando.
En el modo de explicarme he procurado ser claro, aun a costa de la elegancia: lo esencial es que se entienda bien lo que se escribe. Por esta misma razón publico en castellano mi trabajo: la casi ninguna inteligencia del latín que advierto en los que se presentan a oír mis lecciones, me ha puesto en esta necesidad, y en la de prescindir de la conveniencia, muy grande a mi parecer, de no descuidar el hermoso idioma de Cicerón, tan útil para el estudio de la filosofía. Estoy seguro de que un conocimiento exacto de la lengua latina, me ahorraría la mitad del trabajo en la explicación; pero es forzoso renunciar a esta ventaja que imposibilita la casi total ignorancia del latín en los que me oyen.
Raras veces cito los autores a quienes sigo, o a quienes impugno. Tampoco explico ni amplío con notas mis ideas y pensamientos: en el cuerpo mismo del texto he procurado la posible concisión: este es el camino que me ha señalado la experiencia. No están los jóvenes sendereados en el campo de los estudios: su edad y otras circunstancias los distraen mucho y con frecuencia: es necesario pues, llevarlos vía recta, y no presentarles nuevas ocasiones de distraerse. Lo más que se consigue con aglomerar doctrina y erudición, es que algún talento especial aproveche más con esta abundancia; pero son pocos los talentos privilegiados, y para el común de los estudiantes es un grandísimo embarazo esa misma abundancia.
Divido en cuatro partes la materia. Trato en primer lugar de la moralidad de las acciones: y como es imposible formar idea de lo que es, si no se tiene también de las acciones humanas, de las reglas de las costumbres, y de la ley; y como de ellas tiene su origen la conciencia, forman todos estos cinco puntos el asunto principal de la primera parte. La segunda trata de la obligación en general, de la imputación, y de los premios y penas. La tercera abraza las obligaciones del hombre, las virtudes con cuyo ejercicio cumplimos con nuestros deberes, y los vicios opuestos a estas virtudes. En la cuarta y última hablo de la felicidad del hombre.
Los Fundamentos de Religión presentan las pruebas en que se apoya la creencia de los católicos. Vasto campo era este para extenderse una docta pluma. Yo tengo que limitarme a probar compendiosamente la verdad de nuestra Religión contra los principales enemigos que la combaten; ni puede hacerse más en un texto de asignatura: me parece sin embargo que digo lo suficiente.
Si estos Elementos pueden contribuir al mayor aprovechamiento de mis discípulos, me daré por contento y enteramente satisfecho; porque este ha sido, y solo este, el objeto de mi trabajo: objeto que deben considerar los lectores para formar juicio de su mérito.
(páginas III-IX.)
Elementos de Filosofía Moral
Capítulo primero
Acciones humanas. Moralidad de las acciones. Reglas de las costumbres. La Ley. Moralidad de los ateos. La conciencia.
§. 1.°
Acciones humanas
Pues vamos a tratar de la moralidad de las acciones, tenemos que saber primero cuantas clases hay de acciones en el hombre, y cuales son susceptibles de moralidad.
1.
Hay acciones indeliberadas; aquellas que hace el hombre sin pensar, y sin saber lo que hace: estas se llaman actus hominis. Hay acciones deliberadas, y son las que hace el hombre sabiendo que las hace, y con premeditación, y serán más o menos deliberadas, según más o menos las premedite: estas se llaman actos humanos, que es decir, que entonces obra el hombre como racional, usando de su razon, al paso que en las acciones que se llaman actus hominis obra por un mero instinto, o por un movimiento maquinal.
Hay acciones libres, y acciones necesarias. Acción libre es la que hace el hombre con deliberacion suficiente, y con facultad para hacerla o no hacerla, o hacer la contraria si la tiene: así puede el hombre calentarse o no calentarse, y también enfriarse. Hay acciones libres in actu, y son las que hace el hombre sabiendo que las hace cuando las está haciendo, teniendo al mismo tiempo, por supuesto, facultad para hacerlas o no hacerlas, o hacer lo contrario. Hay acciones libres in causa præcedenti, pero no in actu: tales son las que hace el hombre sin saber lo que hace, y sin facultad para hacerlas o no hacerlas deliberadamente in actu, o hacer lo contrario; pero fué libre en ponerse o no ponerse en estado de hacer lo que hace indeliberadamente. Así, aunque no es libre in actu una accion fea de un hombre completamente embriagado, es libre sin embargo in causa præcedenti, en razón a que este hombre se embriagó libremente como suponemos, porque si se embriagó sin libertad para no embriagarse, o sin saber que se embriagaba, tampoco in causa præcedenti es libre la accion fea que comete embriagado.
Todas las acciones que se llaman actus hominis son necesarias a lo menos in actu; y también lo son muchas de las que se llaman acciones humanas. Estas acciones humanas necesarias son las que hace el hombre con suficiente deliberación, pero sin facultad para no hacerlas o hacer lo contrario. La necesidad puede ser interna y externa. La interna procede del constitutivo mismo de nuestra alma; así es como la voluntad ama el bien sin facultad para no amarlo, o para aborrecerlo, una vez que se lo presenta el entendimiento. La externa procede de una fuerza exterior que no podemos resistir: la acción hecha a impulso de esta necesidad, se llama coacta o forzada. Así obra necesariamente el hombre que impelido por la fuerza de un huracán a la cual no puede resistir, causa algún daño a los transeuntes o a sus cosas. Otros no constituyen en esto la coacción; pero nosotros no disputamos sobre nomenclaturas, aunque si atendemos a la etimología de la voz, nos parece que la damos su verdadero significado; cuya cuestión no es propia de este lugar.
Acción voluntaria es la que hace el hombre con deliberación, y queriendo hacerla. Puede ser libre y necesaria. La voluntad ama el bien queriendo amarlo, pero sin poder dejar de amarlo: el que ofende a Dios, le ofende queriendo ofenderle, pero con poder y facultad para no ofenderle: en el primer caso la acción es voluntaria, pero necesaria: en el segundo, voluntaria y libre.
Hay acciones repugnantes, en latín invitæ. Accion invita o repugnante es la que hace el hombre de mala gana, de modo que quisiera también no hacerla, como cuando los navegantes, por librarse de un naufragio, arrojan sus riquezas al mar. La voluntad no puede querer y no querer a un tiempo idem secundum idem, es decir un mismo objeto por el mismo motivo o bajo el mismo concepto, porque sería una contradicción. Pero puede querer y no querer una misma cosa secumdum diversa: es decir, quererla por un motivo o bajo un concepto, y no quererla por otro motivo, o bajo otro concepto. Cuando concurren dos motivos, el que tiene más fuerza en el alma es el que la hace determinarse; pero como el otro tiene también alguna, inclina por su parte a la voluntad hacia otro lado, y esta inclinación es lo que constituye la repugnancia, o la dificultad que encuentra el alma para determinarse.
2.
Entre los motivos que determinan al hombre a hacer lo que no quisiera, se cuenta principalmente el miedo; el cual es una afección molesta del alma, que la hace huir de algún objeto en que aprende algún daño o algún peligro contra sí misma. El miedo es de dos maneras, grave y leve. Miedo leve es el que se tiene de algún mal de poca entidad, como una reprensión, un pequeño castigo, el perder una corta cantidad de dinero, &c. El miedo grave puede ser absolutamente grave, y respectivamente grave: el miedo absolutamente grave, del que se dice que cadit in constantem virum, es el que causa impresión aun a los hombres más valerosos, como el temor de la muerte, amputación dolorosa y peligrosa de algún miembro, infamia, destierro, confiscación de bienes, &c. También es absolutamente grave el miedo, o temor que se llama reverencial, y procede de tener muy irritados a los padres o superiores, si su enojo dura mucho tiempo. El miedo respectivamente grave, solo es grave respecto de la persona sobre quien recae, aunque sea leve el motivo de temer, como el que tiene un niño cuando le amenazan con encerrarle en un cuarto oscuro. Por el contrario para este niño puede ser leve un miedo en sí mismo grave, porque no conoce la gravedad del motivo que hay para temer, y de consiguiente no le causa impresión, el destierro v. g. u otro mal semejante.
3.
Segun sea mayor o menor la fuerza de los motivos que tenga la voluntad para hacer lo que no quisiera, así serán sus acciones más o menos voluntarias, más o menos libres. Pero es de advertir, que aunque es cierto que si el hombre no tiene un motivo suficiente para querer, es imposible que quiera; ni es posible forzar a la voluntad a que quiera lo que no quiere, porque entonces querría y no querría, lo que es una contradicción; pero puede el hombre tener algún motivo para decir que quiere lo que no quiere. Así sucede, cuando alguno por miedo de la muerte o de otro mal grave, dice que consiente en lo que realmente no consiente en su interior, supongamos en servir de testigo falso. En este caso se verifica que el miedo no tiene fuerza en el ánimo de aquel hombre para hacerle consentir, y sí solamente para hacerle decir que consiente: pero tiene tambien el hombre otro motivo que le inclina a no decirlo, a saber, la injusticia de la accion. Otras veces el miedo u otro motivo basta para que la voluntad quiera realmente, aunque inclinada también a no querer por un motivo opuesto, pero que no tiene tanta fuerza en ella como el primero. Al navegante amenazado de un naufragio se le presenta un motivo, la muerte, para arrojar sus riquezas al mar; y otro, la indigencia, para no arrojarlas: el primero tiene más fuerza en su voluntad, y esta consiente en arrojarlas, aunque inclinada a conservarlas por la fuerza que la hace la indigencia, que el entendimiento la presenta como inevitable. En uno y otro caso el motivo que tiene la voluntad para no querer, forma, digámoslo así, un contrapeso que no puede evitar, y que dificulta el que quiera; pero no la imposibilita de querer. Y así una y otra acción son libres, pero no tanto como si la voluntad se determinase a querer, sin verse inclinada por otro motivo a no querer.
§. 2.°
Moralidad de las acciones
Dada una idea de las acciones humanas, veamos las que son susceptibles de moralidad.
1.
La moralidad puede ser de dos maneras. Una es intrínseca, objetiva y fundamental. Esta moralidad consiste en que las acciones sean o no sean conformes al órden universal, sin el cual sería todo una confusión: si son conformes a este órden indispensable, seran intrínsecamente buenas, y si no lo son, serán intrínsecamente malas. Se llama moralidad intrínseca, porque las acciones tienen de suyo la propiedad de ser o no ser conformes al órden universal, tanto consideradas en quien las hace, el cual por su parte contribuye a que se mantenga o se trastorne el órden general, como consideradas en su efecto, el cual contribuye también de suyo; o se opone al mismo fin: bajo este último concepto se llama objetiva. Se llama fundamental, porque esa propiedad que tienen las acciones de conformarse u oponerse al órden que debe reinar en todas las cosas, es el fundamento o la razon que tiene Dios, Supremo Gobernador y Legislador, para mandarlas o prohibirlas¡ como quiera que su sabiduría y santidad infinita no obra ni puede obrar sin una razon suficiente y justa: y así se dice muy bien que hay cosas que están prohibidas porque son malas.
Otra moralidad consiste en la conformidad o no conformidad de las acciones con las reglqs de las costumbres, o con la ley que Dios ha dado al hombre; si se conforman son buenas, si no se conforman son malas.
2.
Pues bien: solo las acciones libres ya in actu, ya in causa prædecenti, son susceptibles de una y otra moralidad, es decir, de conformarse o no conformarse de suyo con el orden universal e indispensable; y con las reglas de las costumbres, o con la ley dada por Dios, que se las manda o se las prohíbe. También las acciones necesarias pueden conformarse o no conformase con el orden general y con la ley, consideradas únicamente en sí mismas, y no de parte de quien las hace: esta conformidad o no conformidad, puramente material, no constituye moralidad alguna.
3.
Pero se pregunta si hay acciones indiferentes, es decir, que no tengan moralidad.
Hemos dicho que la moralidad de las acciones consiste en que se conformen o no se conformen con las reglas de las costumbres. De consiguiente parece que toda la cuestión se reduce a si cada una de las acciones tiene su regla propia, o si hay a lo menos una regle general a que deban conformarse todas y cada una de las acciones.
Con respecto a las acciones indeliberadas, y necesarias tanto in actu como in causa præcedenti, está fuera de toda duda que ninguna de ellas tiene regla a que deba conformarse. Mas en cuanto a las acciones humanas, es decir, a las que hace el hombre con deliberación y libertad, se deben distinguir acciones in specie y acciones in individuo. La acción tomada in specie es la que se considera únicamente en sí misma o según su objeto, y prescindiendo de quien la hace, del modo con que la hace, del fin y más circunstancias que la acompañan; como el pasear, el mover una mano, mirar, leer, &c. Tomada in individuo es la que se considera hecha por el hombre con deliberación y libertad, y atendido el modo, el fin, y todas las circunstancias con que la hace.
Hay acciones que aun consideradas in specie no son indiferentes, sino que son esencialmente buenas o malas: es esencialmente bueno amar a Dios, y esencialmente malo el aborrecerle. Pero todos convienen en que hay otras que son indiferentes, como el oler una rosa, el sentarse o levanatarse, &c.
Mas no hay acción alguna que considerada in individuo sea indiferente: todas ellas tienen que ser necesariamente buenas o malas, porque no hay ninguna que no tenga una regla a que deba conformarse, y si se conforma será buena, si no se conforma será mala.
Prescindiendo de las reglas a que deban conformarse en particular todas y cada una de las acciones consideradas in individuo, hay una regla general a que deben conformarse todas ellas; esta es, que debemos obrar conforme a la razón. Pues bien: cuando el hombre hace deliberada y libremente alguna cosa, por indiferente que sea en sí misma, o según su objeto; una de dos, o esta acción es conforme a la razón o no lo es, atendido el modo, el fin, el tiempo y más circunstancias en que la hace el hombre; si es conforme será buena, y si no es conforme será mala.
Pero nos oponen: también el fin, el modo y las circunstancias de la acción pueden ser indiferentes: esto es, puede suceder que no tengan ninguna regla. El fin que nos proponemos en oler una rosa, cuando en ello no tenemos otro objeto que un placer inocente, no parece que está sujeto a regla ninguna.
Sin embargo, o la razon aprueba o desaprueba este fin o cualquiera otro: si le aprueba, obra el hombre conforme a la razón, y la acción será buena; si le desaprueba, obra el hombre contra la razón, y la acción será mala.
«Pero ¿Y si la razon no aprueba ni desaprueba ese fin que el hombre se propone?» La razón no puede menos de aprobarle o desaprobarle, porque todo fin que se propone el hombre, en cuanto hace, debe ser correspondiente y proporcionado a su naturaleza racional; si lo es, la razon le aprueba, si no lo es, le desaprueba. Cuando el hombre huele una flor solo por el placer que le resulta de olerla, el fin de esta acción es solamenle el gusto que deleita el sentido del olfato: en este caso ¿en qué se distingue el hombre del bruto que hace lo mismo? La razón desaprueba que obremos como los brutos bajándonos a igualarnos con ellos: exige de nosotros, en el obrar, un fin más noble y elevado: conque es necesario que nos propongamos un fin de otra naturaleza más conforme a la nuestra. Lo mismo decimos respectivamente de las demás circunstancias que acompañan siempre a todas las acciones humanas consideradas in individuo: luego ninguna de ellas es indiferente.
El fin que debe el hombre proponerse, a lo menos implícitamente, al disfrutar de cualquier placer indiferente de suyo, es procurarse el alivio de sus trabajos y fatigas, el vigor del ánimo, y la salud y robustez del cuerpo, para conservarse en disposición de cumplir con sus obligaciones; así lo está dictando la razón. Decimos implícitamente, porque no es necesario que el hombre se proponga siempre actual y expresamente ese fin, basta que tal haya sido su intención anterior, renovada oportunamente.
§. 3.°
Reglas de las costumbres
1.
Hemos hablado de las reglas de las costumbres: vamos a ver lo que son.
Las reglas de las costumbres son unas verdades que nos enseñan lo que es conforme u opuesto al orden universal indispensable, y a la voluntad de Dios que se las intima al hombre por la razón y por otros medios: la filosofía moral solo trata de las que conocemos por la razón, y en esto se distingue de la teología moral, que trata de las que conocemos por la revelación.
No todas estas verdades, o reglas de moralidad, se conocen igualmente. Unas son tan claras que se ven en sí mismas, es decir que no se necesita ningún raciocinio para conocerlas, porque son evidentes, como esta: se debe hacer el bien y evitar el mal: otras están próximas a las primeras, y también se ven con mucha claridad, aunque no se ven en sí mismas, sino por medio de alguna inducción, supuesto el conocimiento de las primeras: tal es esta: no debemos robar, la cual se sigue fácilmente de la primera, de este modo: no debemos obrar mal; el robar es obrar mal; luego no debemos robar.
Otras en fin se deducen más remotamente de las primeras, y según se van apartando de ellas, se van viendo con menos claridad: así de este principio: no debemos obrar mal se sigue de consecuencia en consecuencia que la usura no es lícita, como lo probaremos en su lugar. Hay algunas verdades tan distantes de los primeros principios de moralidad, que no se pueden ver o conocer por falta de la claridad suficiente: de aquí nace la diversidad de pareceres acerca de la bondad o malicia de alguna acción aún entre los hombres más doctos y virtuosos. Todo esto se explica perfectamente con un ejemplo material. Supongamos que al extremo de una sala grande hay por la noche una luz encendida: la luz se ve en sí misma: los objetos que están inmediatos a ella se ven con la mayor claridad: los demás objetos se ven con menos claridad, según que se van apartando de la luz, de modo que los que están al extremo opuesto de la sala no se ven sino en confuso.
2.
Existen realmente estas reglas de las costumbres; como se prueba por el conocimiento que de ellas tienen todos los hombres, pues ninguno ignora que debe amar a Dios, honrar a sus padres, y que le está prohibido matar, robar &c., todo lo cual abrazan las reglas de las costumbres; y si alguno dice que lo ignora, nadie le da crédito; todo el género humano depone contra él.
No son las reglas de las costumbres una preocupación, o prevención infantil, proveniente de la primera educación, como quieren algunos mal avenidos con la obediencia y sujeción. Se prueba por el consentimiento unánime de todos los hombres, pues no se hallará ninguno que se atreva a sostener, sin que los demás le tengan por loco o por un malvado, que es lícito aborrecer a Dios, asesinar y robar; y que es malo amar a su criador y socorrer al prójimo, que es indiferente envenenar a sus padres, o librarles de la muerte, insultarles o reverenciales; y que no hay ninguna diferencia entre el hombre de buenas costumbres, y el sacrílego, soez, o asesino. Las prevenciones de la infancia se disipan con el tiempo; y así como se desvanecen las que lo son verdaderamente, ¿cómo es que todos los hombres se afirman más y más con la edad en el conocimiento de las verdades morales? No bien las niega algún espíritu insubordinado, cuando todo el mundo clama contra él.
Además, si no tuviera el hombre ninguna regla en sus acciones, podría insultar, robar y matar a su salvo, cuando quisiese o le tuviese cuenta. ¿Y bastarían las leyes civiles para contener a los hombres, si estuvieran todos convencidos de que no tenían ningún estorbo para hacer lo que les pluguiese, sino la voluntad de algunos de sus semejantes que se lo prohibían? Es seguro que no. Y si no bastaban ¿podría conservarse entre los hombres el orden que Dios quiere que se conserve?
3.
Pero a lo menos ¿no dependerán de la infinita libertad de Dios las reglas de las costumbres? Si así no es, no se concibe como puede ser Dios infinitamente libre y omnipotente; luego puede dar a su arbitrio las reglas de las costumbres. Este raciocinio no tiene fuerza ninguna. Hablando con propiedad filosófica, nunca se puede decir que Dios no puede: Dios lo puede todo, pero lo que repugna o es esencialmente imposible, no es algo, no es objeto del poder ni de la libertad de Dios; porque en resumidas cuentas un imposible no es nada, y lo que no es nada, es claro que no es objeto en que Dios haya de ejercer su poder y libertad. Dios puede hacer que no habiendo nada haya algo, pero pretender que Dios puede hacer nada, es lo mismo que pretender que puede hacer y no hacer al mismo tiempo, lo cual es una contradicción, una quimera. Pues bien, es imposible que una acción sea y no sea en sí misma secundum idem propia y conveniente para el orden universal, sin el cual nada puede existir ni concebirse: cualquiera conoce que algunas acciones son de suyo conducentes y otras opuestas al orden general: luego es imposible que dejen de serlo, y no sería imposible, si Dios hiciese que no lo fuesen. También es imposible que Dios, infinitamente perfecto, quiera lo que es contrario al orden, sin el cual nada puede existir ni concebirse: porque este querer sería una grandísima imperfección, y de consiguiente sería imperfecto Dios, infinitamente perfecto, lo cual es una absurda contradicción.
Aunque tratando de las reglas de las costumbres, según que las conocemos únicamente por la luz de la razón, deberíamos prescindir de las objeciones tomadas de la revelación, queremos sin embargo responder a los argumentos que se nos oponen sacados de la Sagrada Escritura. En ella se lee que Dios mandó a Abraham sacrificar a su inocente hijo Isaac; mandó pues, el homicidio que está prohibido por la ley natural. Habiendo mandado Faraón a las parteras Egipcias que sofocasen todos los niños que pariesen las Hebreas, se abstuvieron, compadecidas, de cometer tan bárbara crueldad, conservaron los varones, y mintiendo dijeron a Faraón que las Hebreas no necesitaban de su ministerio, y que parían antes que ellas llegasen a asistirlas: dice en seguida la Escritura, que Dios recompensó a las parteras; luego recompensó la mentira. Al salir de Egipto los Israelitas, les mandó Dios tomar y apropiarse las alhajas de oro y plata de los Egipcios; luego autorizó el robo. De todo esto se sigue que Dios muda a su arbitrio las reglas de nuestras costumbres.
Respondemos que Dios no permitió que Abraham quitase la vida a su hijo Isaac, y solo se lo mandó para que diese una prueba de su obediencia, y de que reconocía el supremo dominio de Dios sobre todas las criaturas: aunque se hubiera efectuado el sacrificio, no por eso se hubiera mudado la moralidad de aquella acción, porque lo que se prohíbe por la ley de Dios es quitar la vida a otro sin la competente autorización: así no es mala la acción del juez que condena justamente a muerte a algún reo, ni la del ejecutor de la justicia, que le quita la vida. Si Abraham se la hubiera quitado a su hijo, hubiera estado competentemente autorizado para ello, puesto que se lo mandaba el mismo Dios; dueño absoluto de la vida del hombre; y que como tal puede disponer de ella cuando le plazca, como en efecto dispone, pues por su disposición muere el hombre en la guerra, en el patíbulo, de enfermedad, de un rayo, de una caída, &c.
La Escritura no dice que Dios premió la mentira de las parteras Egipcias, sino la buena acción de no haber dado cumplimiento a la orden de Faraón, cruel y contraria a la ley natural. Bene ergo fecit Deus obstetricibus: et quia timuerunt Deum ædificavit eis domos; es decir, consolidó sus casas dándoles hijos y bienes.
Los Egipcios habían oprimido por mucho tiempo, y con la mayor injusticia. y crueldad a los Hebreos, haciéndoles trabajar duramente, no solo sin pagarles, sino también castigándolos y maltratándolos sin razón; de consiguiente cuando tomaron las alhajas de los Egipcios, no tomaban lo ajeno, tomaban lo que era suyo, esto es, el valor de su trabajo que los Egipcios se negaban a darles. En vano se quejaron los Israelitas, y reclamaron contra la injusticia con que eran tratados; los Egipcios y su Rey cerraban los oídos a sus reclamaciones, y les oprimían cada día más y más. Fuera de esto, Dios es señor y dueño supremo y absoluto de todo lo que tiene el hombre: conque si mandó o permitió a los Hebreos tomar las alhajas de los Egipcios, al tomarlas no tomaron aquellos lo ajeno contra la voluntad de su dueño, que es en lo que consiste el robo.
4.
Ningún hombre que tenga expedito el uso de la razón, puede ignorar las primeras reglas de las costumbres, ni su conocimiento se puede borrar jamás de la mente de los hombres. Si así no fuese, juzgarían unos que el matar era bueno, y matarían, otros que robar, y robarían &c., siempre que pudiesen hacerlo impunemente, como podrían muchas veces. En este caso serían todos los hombres más temibles todavía que los facinerosos: porque al fin estos, desoyendo la voz de la razón, obran contra su propio convencimiento; pero el que ignorase las primeras reglas de las costumbres, obraría al contrario sin ningún remordimiento ni recelo de que obraba mal: ¿Y podría conservarse de este modo la especie humana? Los hechos comprueban también esta verdad. Se han extraviado los hombres de mil maneras en su conducta moral, es verdad; pero no se citará ningún pueblo, ni un hombre sólo que haya ignorado las primeras reglas de sus acciones: las niegan algunos por su interés, pero no es lo mismo negarlas que desconocerlas. Repetimos que, si alguno las niega, no le creemos; estamos seguros de que habla contra lo que siente. Los que de este modo quieran engañarse a sí propios, nos revelan su perversidad y su mentira, cuando les asombra la proximidad de la eternidad. Conocen, pues, todos los hombres las primeras reglas de las costumbres.
Si pudiese borrarse este conocimiento, borrado que fuese nos hallaríamos en el caso anterior de que unos creerían que el robo era bueno, y robarían; otros que el matar, y matarían; de donde resultaría una horrorosa perturbación del orden contra la voluntad de Dios, que quiere que se conserve en todas las cosas, perturbación imposible, que repugna a la infinita bondad y sabiduría del Criador y conservador de todo lo que existe.
Objeción. Si todos los hombres conociesen las primeras reglas de moralidad; si no se pudiese borrar este conocimiento, no hubieran promulgado leyes contrarias a ellas muchas naciones y legisladores: sin embargo, así nos lo asegura la historia. Entre los Persas, Macedonios y Cartagineses se condenaba por la ley a los hijos inocentes de un padre delincuente; y aún este rigor se extendía a toda la familia. Entre los Escitas era lícito quitar la vida a sus huéspedes. En la isla Trapobana se señalaban por las leyes límites a la vida, de modo que solo se podía vivir un tiempo determinado, pasado el cual estaban todos obligados a tenderse sobre una yerba venenosa, que les causaba infaliblemente la muerte. Los Masagetas, pueblos de la Escitia, podían matar a sus padres cuando eran ancianos. Entre los Romanos eran condenados a muerte los esclavos de una casa cuyo dueño hubiese sido asesinado. Todas estas leyes, y otras varias, eran conocidamente opuestas a las primeras reglas de las costumbres; luego pueden no conocerse estos principios, o borrarse su conocimiento.
Respuesta. Aquellas naciones y legisladores no ignoraban las primeras reglas de las costumbres, pero las aplicaban mal. Los Romanos, por ejemplo, consultaban la seguridad de las cabezas de familia, y el reposo de los pueblos, que debe ser un objeto preferente de todo gobierno, cuando usaban de tanto rigor contra los esclavos, los cuales por temor de la muerte era bien seguro que no atentarían contra la vida de su señor, antes bien tratarían de defenderla y protegerla. Cuando los isleños de Trapobana ponían coto a la vida del hombre, creían hacer con esto un servicio a los ancianos y a la sociedad toda. A los ancianos librándoles de la miseria y trabajos de la vejez, y a la sociedad aliviándola de lo que ellos reputaban por una carga: pues no veían en los ancianos sino unos hombres que ocupaban a los demás en asistirles y socorrerles con detrimento de la riqueza pública, y que sin trabajar nada consumían el producto del trabajo de sus conciudadanos. Lo mismo se debe decir respectivamente de los demás ejemplos alegados en la objeción, y de otros cualesquiera de igual naturaleza. En una palabra, todas aquellas naciones al promulgar leyes tan injustas y crueles, creían que con ellas procuraban por el bien general, conteniendo los delitos, y proporcionando beneficios y ventajas verdaderas a los individuos de la sociedad, eligiendo entre dos principios, o reglas de moralidad, la que en su concepto merecía la preferencia. En esto se engañaban: pero se ve claramente que no ignoraban las primeras reglas de las costumbres, sino que las aplicaban mal en la práctica, y sacaban de ellas consecuencias ilegitimas.
5.
Por lo demás, aunque los principios de moralidad que se siguen más o menos remotamente de los primeros, no se conocen con tanta facilidad como ellos, tampoco muchos se pueden ignorar, si el hombre pone todos los medios que están a su alcance para conocerlos, usando rectamente de la razón que Dios le ha dado.
§. 4.°
La ley
1.
La ley es también regla de las costumbres,
La ley en general se puede decir que es un mandato promulgado por el superior a sus súbditos, y que tiene por objeto el bien común. No se debe confundir la ley con el precepto; la ley solo la puede dar la autoridad suprema y se extiende a todos sus súbditos; pero el precepto, no solo le puede imponer la autoridad suprema, sino también las autoridades inferiores o subalternas, y se impone solamente a algún pueblo, corporación o persona particular; por lo mismo su objeto no es inmediata y directamente como en la ley el bien común de todos los individuos de una nación o sociedad.
La ley es de dos especies: divina y humana: divina es la que procede inmediatamente de Dios: y humana la que procede inmediatamente de los hombres, pero recibida de Dios la potestad para dar leyes, porque los hombres por naturaleza todos son iguales en derechos; ninguno por naturaleza es superior a los demás, y de consiguiente no puede mandarles sin recibir para ello la facultad de Dios, que es el superior y Supremo Legislador de todos los hombres y sociedades. Ni los padres mismos tendrían facultad para mandar a sus hijos, si no la hubieran recibido de Dios, aunque es verdad que esta concesión o delegación está fundada en el orden y naturaleza misma de las cosas.
La ley divina es de tres maneras: eterna, natural y positiva. Ley eterna son las reglas de las costumbres, o principios de moralidad, según que los concibe ab æterno el divino entendimiento, los adopta la divina voluntad, manda que se observen y prohíbe que se quebranten. La ley natural es la misma ley eterna, o los principios de moralidad, según que los conocemos por la luz de la razón. Ley positiva en general es la que se promulga, no por la luz de la razón sino por otro medio exterior, ya sea de viva voz, ya por escrito, o de cualquiera otro modo. Una es meramente positiva, y es la que manda o prohíbe alguna cosa que no está mandada o prohibida por la ley eterna, pero que no se opone a ella; y otra es no meramente positiva, y es la que manda o prohíbe alguna cosa, que ya está mandada o prohibida por la ley eterna. Tanto una como otra puede ser divina y humana; y una misma ley puede ser eterna, natural, positiva-divina, y positiva-humana, aunque no meramente positiva; como no robar.
La ley puede ser meramente preceptiva y meramente penal: la primera no lleva consigo la imposición de pena alguna, tal es la ley eclesiástica de oír misa: la segunda nada manda expresamente, pero impone una pena a los que hagan o dejen de hacer esto o aquello, como si dijera la ley: el que haga tal cosa, será desterrado: también puede ser mixta y es la que manda o prohíbe alguna cosa, y al mismo tiempo impone alguna pena al que quebrante la ley; como esta, todo el que viaje llevará pasaporte, y el que no le llevare pagará diez ducados de multa.
Algunas leyes no dan a escoger al súbdito entre dos extremos: sino que tiene que cumplir necesariamente con la ley; tal es la mixta; y así ninguno es libre en optar entre llevar pasaporte o pagar la multa, porque si no le lleva debe pagarla, sin que por eso quede exento de llevar el pasaporte si prosigue viajando. Otras dan a escoger al súbdito uno de dos extremos, pero tiene que escoger uno de los dos por necesidad; v. g. todos los que tengan la edad de diez y ocho años hasta cuarenta, serán soldados, o pagarán cuatro mil reales. Otras no mandan absolutamente cosa alguna sino en el caso de que el súbdito haga algo que es libre en hacer o dejar de hacer: tal es la que manda pagar tanto por fanega al que extraiga trigo del reino.
2.
Las leyes que dan los hombres, para que sean verdaderas leyes, es necesario que no se opongan a la ley natural. La razón es muy clara; el hombre no puede dar leyes sin recibir de Dios la facultad para darlas, y es imposible que Dios le dé facultad para mandar ninguna cosa contra la ley natural; 1.° porque todo lo que manda la ley natural es bueno y justo, y si Dios autorizase al hombre para dar leyes opuestas a la ley natural, le autorizaría para mandar cosas malas e injustas, lo que es imposible, porque sería una grandísima imperfección en Dios, y Dios es un ser infinitamente perfecto: 2.° Dios es el autor de la ley natural, y sería una contradicción en Dios el mandar una cosa por medio de la razón, y mandar lo contrario por medio del legislador humano.
3.
Dispensa es la exención de la ley, dada por la autoridad competente, y por tiempo determinado. Por ejemplo: hay una ley que manda pagar las alcabalas, y a un pueblo se le exime de pagarlas por dos o tres años, en atención a una desgracia o calamidad grande que ha padecido.
Privilegio es la exención de la ley, concedida para siempre a personas o clases determinadas: así los nobles en algunos países están exentos de hacer servicio militar como soldados.
El legislador humano no debe ni puede conceder privilegios, ni dispensar a nadie del cumplimiento de la ley sino con un motivo que apruebe la razón; porque habiendo recibido de Dios la potestad para dar leyes, no la ha recibido para dispensarlas a su antojo, y sí solamente cuando haya un motivo justo para ello; de otro modo la ley no tendría por objeto el bien común, porque el alivio de las cargas en unos aumenta su peso en otros.
4.
Costumbre, hablándose de leyes, es un derecho no escrito al principio, pero introducido después por el uso y consentimiento tácito, y que con el tiempo llega a ser ley. Para esto se necesita: 1.° que no sea contra la ley natural, ni contra ninguna ley divina positiva: contra la ley de Dios nunca puede adquirir el hombre derecho alguno: 2.° que resulte un bien para la comunidad; 3.° que contra la introducción de la costumbre no haya reclamado la autoridad a quien compete velar sobre el cumplimiento de las leyes, o si ha reclamado, que haya desistido después: y 4.° que haya pasado el tiempo fijado por las leyes para que la costumbre llegue a ser ley. Con estas condiciones adquiere la costumbre fuerza de ley, y esto se llama prescripción.
5.
Las leyes humanas, cuando son verdaderas leyes, obligan en conciencia. Si no son verdaderas leyes, por ser opuestas a la ley divina, no solamente no obligan, sino que estamos obligados a no observarlas: si no conducen al bien común, bajo este concepto no obligan de suyo, porque Dios no ha concedido facultad a los legisladores para dar semejantes leyes, pero obligan aun en el fuero de la conciencia, porque ningún particular es juez competente para decidir sobre la conveniencia o no conveniencia de las leyes; y porque si cada uno se arrogase este derecho y libertad, resultaría una grande perturbación en la república, mal moral e incomparablemente mayor que el mal físico que pueden experimentar los particulares en la obediencia de algunas leyes, aun suponiéndolas no conducentes al bien común; y ya se sabe que de dos males uno físico y otro moral, manda la ley natural resignarse a padecer el primero por evitar el segundo.
Otras muchas cuestiones acerca de las leyes corresponden al Derecho natural, al Derecho civil, y al Derecho de gentes.
§. 5.°
Moralidad de los ateos
1.
Para hablar con más claridad sobre la moralidad de los ateos, nos ha parecido conveniente anticipar lo que es necesario saber acerca de la ley, y reglas de las costumbres. Supuesta esta doctrina y la definición de la moralidad, se pregunta si puede haber moralidad para un ateo.
Hay muchos ateos prácticos, es decir, hombres que conocen aunque niegan la existencia de Dios, para entregarse con más libertad a la satisfacción de sus pasiones; pero no hay ningún ateo especulativo, o ningún hombre que esté convencido de que no hay Dios: los que lo afirman dicen lo contrario de lo que sienten, porque las pruebas de la existencia de Dios tienen tanta fuerza, que no pueden menos de convencer al entendimiento, y son tan obvias, que están al alcance de cualquiera, si no todas, a lo menos las suficientes.
Para los ateos prácticos es indudable que hay moralidad: esta consiste en la conformidad o desconformidad de las acciones con las reglas de las costumbres, y los ateos prácticos no desconocen estas reglas, puesto que conocen a Dios, de donde proceden; luego sus acciones por fuerza han de conformarse o no conformarse con ellas.
También la habría para los ateos especulativos, si los hubiera: porque una vez que Dios existe, aunque ellos lo ignorasen, existirían también para ellos las reglas de las costumbres; las conocerían, y les obligarían lo mismo que a los demás, sin que de esta obligación les eximiese la ignorancia en que estuviesen de la existencia de Dios, por ser voluntaria, y fácilmente vencible.
2.
Pero hay otra cuestión más metafísica, y es, si prescindiendo de que hay Dios, puede haber moralidad.
Es preciso distinguir. Si por prescindir se entiende no fijar la atención en la idea de la existencia de Dios y sin atender a que hay Dios, tratar de concebir la moralidad; en este caso decimos, que aun prescindiendo de la existencia de Dios, hay moralidad, porque aunque prescindamos de Dios en este sentido, lo cierto es que existe Dios, de quien proceden las reglas de las costumbres; así como, aunque de este modo prescindamos de la luz, habrá colores, porque la luz existe.
Ahora si nos remontamos al país de los imposibles, y suponemos que no hay Dios, en esta suposición no habría ni podría haber moralidad de ninguna especie.
La moralidad intrínseca consiste en que las acciones sean conformes u opuestas al orden general: si no hubiera Dios, no habría ni podría haber orden ninguno. –«Sí, señor, yo concibo el orden, sin concebir a Dios.»– Muy bien; pero es porque aunque no concibamos a Dios, Dios existe. ¿Pero podemos concebir algún orden, concibiendo, por un imposible, que no hay Dios? De ninguna manera: sería concebir un efecto sin causa; y no es lo mismo concebir un efecto, prescindiendo o no atendiendo a su causa, que concebir un efecto y concebir al mismo tiempo que no ha habido ninguna causa que la haya producido.
La otra moralidad, que se puede llamar extrínseca, solo para distinguirla de la que llamamos intrínseca, y que consiste en la conformidad o desconformidad de las acciones con las reglas de las costumbres, tampoco pudiera existir en la hipótesis imposible de que no hubiera Dios; porque es claro que, si no hubiera Dios, tampoco habría reglas de costumbres. ¿Quién las había de dar? –«La naturaleza.»– Pero ¿qué es la naturaleza? Yo no entiendo por naturaleza sino el conjunto de todos los seres. ¿Y habría ser alguno si no hubiera Dios? Y aunque los hubiera, ¿el conjunto de los astros, del aire, de la luz, había de dictar las reglas de las costumbres?
Pero supongamos todo lo que se quiera suponer, por absurdo e imposible que sea. «No existe Dios, pero existe el hombre: el hombre tiene su razón; y esta es la que le dicta las reglas de las costumbres.» Pero mi razón soy yo mismo: conque yo me dictaría leyes a mí mismo, sería, pues, mi superior y mi inferior, mi legislador y mi súbdito; esto es un delirio.
3.
Se sigue, pues, que hay, verdaderamente moralidad para todos los ateos; pero que en la suposición imposible de que no hubiera Dios, no habría moralidad alguna, que es lo que se quiere expresar cuando se dice que no puede haber moralidad para un ateo, o en el sistema del ateísmo.
§. 6.°
La conciencia
1.
A la existencia de las reglas de las costumbres es consiguiente la conciencia, la cual es como un espejo, en que vemos las acciones que se conforman o no se conforman con las reglas de las costumbres. Hablando con propiedad filosófica, la conciencia es un juicio que formamos de la bondad o malicia de nuestras acciones, o de su conformidad o desconformidad con las reglas de las costumbres. Este juicio puede ser especulativo y práctico: será especulativo, si asentimos solamente a que la acción es buena o mala; y será práctico, si asentimos a que debemos hacer u omitir alguna acción cuando estamos en el caso. Así, formamos un juicio especulativo cuando asentimos a que se debe socorrer al pobre, si se puede, y también cuando asentimos a que debemos no robar. Formamos un juicio práctico cuando presentándosenos un pobre, y pudiendo nosotros socorrerle, asentimos a que debemos darle limosna; como también cuando al ver una cantidad de dinero ajeno, asentimos a que debemos no tomarla contra la voluntad de su dueño.
El juicio práctico, y de consiguiente la conciencia, puede ser antecedente, simultáneo o concomitante, y consiguiente. Será antecedente, si precede a la acción; simultáneo, si la acompaña, y consiguiente si se forma después de hecha. Es antecedente el juicio práctico que forma alguno de que no debe robar cuando tiene delante de sí dinero ajeno; es concomitante o simultáneo el que forma de que obra mal cuando está robando; y es consiguiente el que forma de haber obrado mal, después de haber robado.
Si el juicio que formamos acerca de la bondad o malicia de la acción, ya sea especulativo, ya práctico, fuese verdadero, la conciencia se llama recta: y si es falso, se llama errónea. Es verdadero el juicio, cuando lo que juzgamos es así como lo juzgamos; y es falso, cuando lo que juzgamos no es como nosotros lo juzgamos. La conciencia errónea puede ser venciblemente, o invenciblemente errónea. Será venciblemente errónea, si poniendo los medios que están a nuestro alcance, podemos salir del error; o lo que es lo mismo, formar un juicio verdadero acerca de la moralidad de la acción. Será la conciencia invenciblemente errónea, cuando aun poniendo de nuestra parte todos los medios para salir del error, no lo podemos conseguir.
Si estamos convenidos y seguros de la verdad del juicio que hemos formado, la conciencia es cierta, sin que por eso sea necesariamente recta, porque podemos estar seguros de que es verdadero el juicio que formamos, y no serlo. Si tenemos solamente algunas razones que nos inclinan a juzgar, pero que no nos convencen, entonces la conciencia se llama probable, y será más o menos probable, según sea mayor o menor la fuerza de las razones que tenemos para juzgar. Si es igual por una y otra parte, o no tenemos ninguna razón para juzgar, queda suspenso el entendimiento; y esta suspensión constituye la duda, en el primer caso positiva, y en el segundo negativa; y en uno y otro caso la conciencia será dudosa. Se llama positiva la primera duda, porque para ella concurren las razones, la fuerza que tienen, la que hacen al entendimiento, y el acto de este que las concibe; todo lo cual es algo real y positivo. Se llama negativa la segunda porque en ella no hay nada de positivo; todo es una mera negación, carencia o ausencia de realidades; por eso muchos no quieren que se llame duda sino nesciencia o ignorancia. Toda esta teoría se explica bien con el ejemplo de una balanza: cuando uno de los platos cae del todo por la fuerza del peso que en él se pone, es una imagen de la certeza: cuando la fuerza del peso no es suficiente para hacer caer el plato del todo, y solamente le hace inclinarse más o menos, en esto está representada la probabilidad: finalmente cuando por no haber peso ninguno en los platos, o por ser igual el que se pone en cada plato, está la balanza suspensa o en fiel, esta suspensión representa la duda.
El que teme que la acción es mala, fundándose en razones de muy poco momento, tiene conciencia escrupulosa. El que se detiene mucho en examinar si la acción, aunque sea de muy poco momento, y por indiferente que parezca, es buena o mala, por temor de equivocarse y obrar mal, este tiene conciencia delicada. Finalmente, cuando el hombre se deja llevar del ímpetu de las pasiones, para formar juicio de la bondad o malicia de alguna acción, entonces la conciencia se llama esclava; en el caso contrario se llama libre.
2.
El que obra con conciencia invenciblemente errónea, no obra mal. Pero es de advertir que puede ser la conciencia invenciblemente errónea in actu y no serlo in causa præcedenti; es decir, que aunque alguno no pueda formar un juicio verdadero acerca de la bondad o malicia de la acción que ha hecho o pretende hacer, pudo muy bien haber evitado con tiempo el ponerse en ese estado de imposibilidad. En este caso, si obra contra la ley, su acción es mala, como libre in causa præcedenti. El que obra o deja de obrar con conciencia venciblemente errónea, ya in actu ya in causa præcedenti, obra mal. Así el que juzga que debe robar para socorrer al prójimo indigente, si roba, peca contra justicia, y si no roba, peca contra su conciencia; quiero decir, obra mal, porque obra contra lo que él cree que debe hacer. Para no hallarnos en estos apuros, debemos instruirnos con tiempo acerca de nuestras obligaciones.
El que obra con conciencia dudosa, si abraza el extremo que es contra la ley, obra mal, porque se expone voluntaria y libremente a peligro de quebrantarla.
En cuanto a la conciencia probable, se debe tener presente que hay probabilidad intrínseca y extrínseca. La intrínseca procede de la fuerza que tienen en sí mismas las razones que hay para juzgar; la extrínseca proviene del número y autoridad de los que afirman alguna cosa: pero si el que afirma es Dios, entonces la conciencia no es probable sino cierta, porque como Dios no puede engañarse ni engañarnos, su palabra no puede menos de producir en nuestro entendimiento la certeza y seguridad,
La opinión o conciencia probable se puede considerar bajo tres aspectos: 1.° en concurrencia de una opinión contraria que sea igualmente probable: 2.° en concurrencia de otra que sea más probable: 3.° y en concurrencia de otra que sea menos probable.
Esto supuesto, decimos: no es lícito seguir la opinión probable que favorece a la libertad, en concurrencia de una opinión igualmente probable que favorece a la ley; ni es lícito seguir la opinión menos probable que favorece a la libertad, en concurrencia de otra más probable que favorece a la ley; pero se puede seguir la opinión más probable que favorece a la libertad, en concurrencia de otra menos probable que favorece a la ley.
Se prueba la primera parte. Cuando las dos opiniones son igualmente probables, las razones en que se fundan hacen igual fuerza al entendimiento, que por lo mismo está en suspensión; tiene, pues, entonces el hombre conciencia dudosa: no es lícito obrar contra la ley, con conciencia dudosa, porque es exponerse voluntaria y libremente a quebrantarla; luego no es lícito seguir la opinión probable que favorece a la libertad en concurrencia de otra igualmente probable que favorece a la ley.
La segunda proposición se sigue necesariamente de la primera; porque si de dos opiniones igualmente probables se debe seguir la que favorece a la ley, por no exponerse a peligro de quebrantarla; con mucha más razón se deberá seguir si es más probable, que la que favorece a la libertad, porque el no seguirla es exponerse mucho más al peligro de quebrantar la ley.
Se prueba la tercera parte. El hombre puede resolverse a obrar conforme a la razón y a la prudencia: es conforme a la razón y aconseja la prudencia que se siga la opinión más probable, o que tenga más pruebas a su favor, porque entonces obra el hombre racionalmente; luego es lícito seguir la opinión más probable, aunque no favorezca a la ley sino a la libertad.
Otros dicen que siguiendo estos mismos principios debemos obrar siempre con seguridad, porque esto es lo que aconseja la razón y la prudencia, y solo obraremos con seguridad cuando sigamos el extremo que favorece a la ley.
Para responder a esta reflexión, explicaremos primero como se debe entender la seguridad en esta materia. La seguridad puede mirarse en cuanto a obrar bien, de modo que esté uno seguro de que obra bien; y puede mirarse en cuanto a la verdad de la opinión, de modo que estemos seguros de que la opinión que seguimos es la verdadera. Este último caso nunca puede darse: no hay ni puede haber seguridad de la verdad de una opinión, porque si hubiera seguridad, no habría opinión, habría certeza. Algunos definen la opinión: Judicium cum formidine errandi. No nos parece buena esta definición. Nosotros entendemos por juicio el asenso del entendimiento; y no concebimos como pueda el entendimiento asentir cum formidine errandi: si teme que alguna cosa no es así como la concibe, es imposible que asienta a que es realmente como la concibe. La opinión en nuestro concepto no es más que la inclinación del entendimiento a que la cosa que concibe es así como la concibe. De todos modos es imposible que haya seguridad en las opiniones. Si estas son un juicio cum formidine errandi, donde hay temor de errar no puede haber seguridad de que no se yerra: si en ellas hay solo una inclinación al asenso, mal puede haber seguridad de que es verdadero aquello a que asiente el entendimiento, cuando ni siquiera asiente.
Pero aunque no estemos seguros, como nunca podemos estarlo, de que la opinión que seguimos es la verdadera, podemos estarlo de que siguiendo tal o cual opinión, obramos bien. El hombre debe estar seguro de que obra bien; pero sería exigir una contradicción el pretender que estuviese seguro de la verdad de la opinión que siguiese.
Resta ahora saber si cuando seguimos la opinión más probable que favorece a la libertad, estamos seguros de que obramos bien; aunque no lo estemos, como no podemos estarlo, de que aquella opinión es verdadera. Decimos que sí; que estamos seguros de que obramos bien, porque estamos seguros de que obramos racionalmente o conforme a la razón, y de que obrando conforme a la razón obramos bien. Nos parece demasiado rigor obligar al hombre a seguir siempre la opinión que favorece a la ley por destituida que esté de pruebas y fundamentos, solo por el principio de que debe estar siempre seguro de que obra bien. Repetimos que lo estamos cuando seguimos una opinión mucho más fundada que su contraria, porque estamos seguros de que obramos conforme a la razón. Sin embargo, cuando se aventura alguna cosa del mayor interés, como es nuestra eterna salvación, o la santidad de los Sacramentos de nuestra Religión, la misma razón está dictando al cristiano que siga la opinión aunque sea la menos probable, según la cual quedan aquellos objetos tan importantes fuera de toda duda.
Si hay algunos demasiado rigoristas, también hay otros demasiado laxos. Estos dicen; unos que se puede seguir siempre la opinión que favorece a la libertad, aunque sea mucho menos probable que la que favorece a la ley. Se fundan en que toda opinión tiene algún fundamento; que siguiéndola obra el hombre con algún fundamento o por alguna razón, y que esto basta para que obre bien. Pero no basta. El hombre no obra bien, si no obra conforme al dictamen de su razón, y la razón le dicta que no abandone la opinión más fundada por la que tiene menos pruebas a su favor; nadie será capaz de probarnos lo contrario. Otros quieren que sigamos el dictamen de los demás, cuando son muchos, sabios y virtuosos, aunque estén por la opinión menos probable que favorece a la libertad, porque dicen que es muy conforme a la razón seguir aquella opinión que tiene a su favor la autoridad y el peso de muchos autores llenos de sabiduría y de virtud. Pero una de dos: o ese número y calidad de los que defienden una opinión favorable a la libertad, la dan realmente más probabilidad que la que tiene la contraria que favorece a la ley, o no se la dan: si se la dan, ya resulta ser la más probable, y en este caso convenimos en que se puede seguir: pero si no se la dan, queda siempre la menos probable, e insistimos en que no se puede seguir. Ahora, cuando el número y autoridad de los que defienden una opinión, la dan verdaderamente probabilidad, se necesita mucha circunspección para resolverlo: hay que tener presentes un gran número de circunstancias, y el expresarlas y clasificarlas no es propio de este lugar. Bastará observar que es moralmente imposible que una opinión destituida de probabilidad intrínseca, o cuando esta no es muy grande, tenga muchos defensores que no sean sospechosos, autores imparciales, de buena fe, sin prevención, y sin más interés que la verdad: así lo dicta la razón, y así lo acreditan los hechos. Es preciso estar muy alerta contra el espíritu de partido, y contra otros motivos bastardos que suelen animar a muchos escritores para defender opiniones, que tal vez no son las suyas.
(páginas 1-44.)
Capítulo II
Obligación. Imputación. Premios y penas.
§. 1.°
Obligación
1.
A las reglas de las costumbres es consiguiente la obligación. Dios nada hace en vano; y en vano hubiera dado al hombre las reglas de las costumbres, si el hombre no tuviera obligación de conformarse con ellas.
Pero ¿qué es obligación? Algunos la definen connexio motivi cum actione. No aprobamos esta definición. Aunque la obligación sea verdaderamente una conexión del motivo con la acción, no toda conexión del motivo con la acción es obligación: si lo fuera, iría envuelta la obligación en todas las acciones humanas, porque no hay ninguna, ni aun las prohibidas, que no tenga su motivo, y en la cual de consiguiente no haya conexión entre el motivo y la acción. Nos dicen que no se trata de cualquier motivo, sino de un motivo especial y determinado: pero esto no lo dice la definición, y es necesario explicar la misma definición para entenderla: por este mismo hecho ya no es buena.
Otros dicen que la obligación es: vinculum quodam morale, quo astringimur ad aliquid agendum vel omittendum. Tampoco es buena esta definición: hay en ella tres palabras que necesitan mucha explicación para entenderla. ¿Qué quiere decir vinculum? Esta palabra latina significa todo lo que ata: en la definición tiene manifiestamente un sentido traslaticio: ¿y cuál es este sentido? Tampoco se nos explica qué se entiende por morale, con cuya voz se quiere seguramente determinar la acepción de la palabra vinculum en el nuevo campo adonde se la traslada. Finalmente el verbo latino astringere significa apretar; ¿y en qué sentido trasladamos esta acción material a la definición de la obligación? Todas estas dificultades prueban que las mencionadas definiciones no son más claras que el definido, requisito esencial de toda buena definición.
Estas voces, connexio, vinculum, obligatio, convienen en la idea principal de atar; pero vinculum significa la cosa que ata; connexio el efecto de atar; y obligatio la acción y el efecto de atar, pues el verbo latino obligare significa propiamente atar al rededor: y como un hombre atado no puede mover los miembros atados, se quiere sin duda manifestar por la palabra obligatio lo que imposibilita, y también la imposibilidad en que está el hombre de hacer o dejar de hacer alguna cosa: pero esta imposibilidad no es una imposibilidad física, sino moral; y es preciso saber en qué consiste, o qué es, lo moral de esta imposibilidad. Lo explicaremos en la definición, y abrazaremos en ella, así la imposibilidad moral, como lo que la produce.
Para proceder con claridad, juzgamos necesario dividir la obligación en activa y pasiva. La obligación activa puede considerarse in potentia e in actu: considerada in potentia es la fuerza o facultad que tiene el legislador para mandar o prohibir alguna cosa, considerada in actu: es la voluntad; o volición, del legislador que usa del poder y autoridad que tiene para mandar o prohibir. La obligación pasiva la definen algunos: Impossibilitas contrarium agendi agendi, vel actionem omittendi, salvo debito obsequio erga legislationem. Pero esta definición tampoco es legítima, porque entra en ella el definido. La palabra debito envuelve la misma idea que la palabra obligación; y se puede preguntar ¿en qué consiste ese deber u obligación de obedecer al legislador? Mejor se definirá la imposibilidad en que está el hombre de hacer u omitir alguna acción sin apartarse de las reglas de las costumbres. La obligación pasiva definida de esta manera es lo que otros llaman necesidad moral. No explica completamente la idea de la obligación, pues falta en ella lo que produce esa imposibilidad moral, y lo cual parece esencial en la obligación.
Aclaradas estas ideas, nos parece que la obligación pasiva, que es de la que tratamos principalmente, se puede definir de esta manera: una relación entre la acción y las reglas de las costumbres, existiendo la cual es imposible que el hombre haga, o deje de hacer aquella acción, sin separarse de las reglas de las costumbres. La relación que hay entre alguna acción y las reglas de las costumbres, consiste en que la acción sea de suyo conforme o desconforme con ellas: esta conformidad o desconformidad hace que si la acción es conforme a las reglas de las costumbres, no pueda el hombre omitirla sin apartarse de ellas: y que si es desconforme, no pueda hacerla sin faltar también a ellas. Abraza, pues, la definición lo que liga al hombre, la imposibilidad en que le pone esta ligación, y lo moral de su imposibilidad; moralidad que consiste en la condición de si la acción se conforma o no con las reglas de las costumbres; porque aunque es cierto que el hombre puede físicamente hacer u omitir la acción, no puede hacerla u omitirla si no ha de faltar a las reglas de las costumbres.
Parece, a primera vista, que esta definición supone ya la obligación de conformarse con las reglas de las costumbres; pero si estas no son anteriores a la obligación pasiva, son por lo menos simultaneas, de modo que no puede darse la regla de las costumbres, sin la obligación pasiva, ni la obligación pasiva sin las reglas de las costumbres, suponiendo existente al hombre; porque en tanto estará el hombre obligado a conformarse con las reglas de las costumbres, en cuanto hay una regla que le manda conformarse con ellas: y así es que algunos tienen por primera regla de las costumbres; agendum est ex rationis dictamine: es claro que la razón dicta todas las reglas de las costumbres, y sin embargo en este supuesto hay una que manda conformarse con todas. Y si aún se insiste en que siempre precede la obligación de conformarse con la primera de todas, resultará que ésta ya no es la primera, pues hay otra que manda conformarse con ella, y sería proceder in infinitum. Así, se debe decir que la obligación y las reglas de las costumbres son simultáneas en tiempo, pero que las reglas de las costumbres son anteriores en orden a la obligación; pues no puede concebirse obligación anterior al origen de donde procede.
2.
La obligación activa, considerada tanto in potentia, como in actu, es esencial en Dios; es decir que repugna metafísicamente, por ser una contradicción manifiesta, que siendo Dios infinitamente perfecto, no tenga fuerza y facultad para mandar, y que no use de ella con sus criaturas. Del mismo modo la obligación pasiva es esencial en el hombre: es decir, repugna metafísicamente que el hombre pueda desobedecer a Dios, sin faltar a las reglas de las costumbres. La razón es muy clara: Dios es por esencia infinitamente perfecto, y le faltaría una perfección, si le faltase la facultad de mandar, o si no usase de ella en el supuesto de haber otros seres en quienes ejercerla. Tampoco sería infinitamente perfecto si el hombre pudiese desobedecerle sin faltar a ninguna regla, porque en ese caso no sería justo castigarle, y podría el hombre impunemente desobedecerle; sería, pues, independiente de Dios, y a Dios le faltaría la perfección de que todo le estuviese sujeto y dependiente.
3.
La realidad de la obligación pasiva en el hombre, es una consecuencia de la existencia de Dios, así como lo es la realidad de las reglas de las costumbres, según lo hemos demostrado (cap. 1.° §. 3). De aquí se sigue contra el parecer de escritores respetables, que suponiendo por una suma impiedad que Dios no existe, no se puede suponer obligación alguna, ni aun la imperfecta o impropia que ellos admiten, procedente, dicen, del derecho natural imperfecta e impropio, que siempre subsistiría en su concepto, aunque por un imposible no existiese Dios.
El derecho natural no es otra cosa más que el conjunto de las reglas de las costumbres, y ya hemos probado (cap. 1.° §. 5) que en la hipótesis absurda de que no hubiese Dios, tampoco habría regla ninguna de las costumbres, y por consecuencia ni derecho natural. Mas si se quiere decir que prescindiendo de la existencia de Dios, todavía se concibe la obligación pasiva en el hombre, no tenemos dificultad en admitirlo, porque es una verdad; siempre que por prescindir, se entienda solamente no atender a la idea de Dios, o abstraer de esta idea la de la obligación, para concebir esta última aislada y aparte. Es evidente que aunque se prescinda de Dios en este sentido, Dios siempre existe, y siempre existen las consecuencias necesarias de la existencia de Dios, una de las cuales es la obligación pasiva en el hombre.
Luego tendrían una verdadera y perfecta obligación aun los ateos especulativos, si los hubiera, porque aunque ellos desconociesen a Dios, Dios existe, sin que su ignorancia, como voluntaria y libre, les eximiese de la obligación. Pero si Dios no existiese, repetimos que no habría, ni podría haber obligación de ninguna clase, ni aun esa imperfecta que se supone. No habría, ni podría haber quien diese las reglas de las costumbres; faltarían, pues, las reglas de las costumbres, y como la obligación es lo que imposibilita al hombre de hacer u omitir alguna acción sin apartarse de las reglas de las costumbres, faltando estas, es claro que no podía haber obligación.
4.
De toda esta doctrina se sigue que el principio único de la obligación es la infinita perfección de Dios, y su divina voluntad. Decimos su divina voluntad, porque si Dios no quisiera obligarnos, no estaríamos realmente obligados: si no hubiera querido darnos las reglas de las costumbres, podríamos hacer lo que quisiéramos sin faltar a ellas: pero Dios ha querido darnos y nos ha dado en efecto reglas para nuestras costumbres; luego su divina voluntad es necesaria para la obligación; mas esta voluntad es necesaria y esencial en Dios, porque si no quisiera obligar al hombre, querría no ser infinitamente perfecto, y querría no ser lo que esencialmente es; y ya se vé desde luego que esto es imposible.
Así pues, deliran algunos protestantes, y todos los que dan por fundamento de la obligación, el placer, el interés y la utilidad propia. Convenimos en que la obligación verdadera se hermana perfectamente con el placer bien entendido, esto es, con el placer propio, no de los brutos, sino de una criatura racional; y que se hermana igualmente con el verdadero interés y utilidad del hombre; pero tenemos por un delirio que el placer, el interés y la utilidad sean el fundamento de la obligación. Cualquiera que sea la definición que de ella nos den los que la asignan semejante origen, nos parece haber de mostrado que es verdadera e innegable la doctrina contenida en la que hemos dado nosotros. Existe un Dios infinitamente perfecto: en consecuencia, existen las reglas de las costumbres, y la imposibilidad de hacer u omitir algunas acciones sin apartarse de aquella pauta: existe, pues, todo aquello en que nosotros hacemos consistir la obligación. Si no quieren que se llame obligación, ¿qué derecho tienen ellos para exigir que se llame obligación la relación entre nuestras acciones y nuestro interés?
Además, la obligación tiene sus consecuencias; la imputación y la adjudicación de premios y penas, como veremos luego. ¿Y se le imputará a un hombre alguna acción, se le castigará o premiará, únicamente por la razón de que con ella consulta o deja de consultar su propio interés? Es verdad que con las acciones que Dios premia consulta el hombre su verdadero interés; y obra contra él, cuando hace alguna acción que merece ser castigada; pero no le premia Dios porque obre conforme a sus intereses, ni le castiga porque obre contra ellos, sino porque hace, o porque no hace lo que le manda: luego el principio de la obligación no está en la conexión de la acción del hombre con su interés o utilidad, sino en la relación de su acción con las reglas que Dios le dá para que se gobierne por ellas.
5.
También es un error intolerable el asignar la necesidad física por principio de la obligación. «Para imponernos obligaciones, dicen los incrédulos, se necesita un superior con autoridad y derecho para mandarnos. Este derecho le tiene la necesidad, la naturaleza. El hombre tiene obligaciones porque es sensible, porque ama el bien y huye del mal necesariamente, y porque debe usar de todos los medios necesarios para conseguir el placer y evitar el dolor.»
Parece imposible que hombres que se tienen por filósofos raciocinen de esta manera. No nos detendremos en refutar semejantes despropósitos. Lo que ellos dicen encierra una verdad, y es que el hombre naturalmente desea y ama el bien, y rehúsa y huye del mal: también nosotros lo conocemos y confesamos. Pero ¿qué tiene que ver esto con la obligación? ¿Qué entienden ellos por obligación? Ya hemos dicho lo que entendemos nosotros, y hemos probado que existe: conque a esos filósofos toca hacernos ver que nos engañamos: no lo han hecho ni lo harán jamás. Pues bien, toda su doctrina acerca de la obligación no será más que un abuso de las palabras, llamando obligación a lo que no lo es. Si convienen en que existe realmente lo que nosotros entendemos por obligación, aunque ellos lo llamen de otra manera, nada importa que exista también esa necesidad natural en que ellos hacen consistir la obligación, aunque malamente, porque como ellos mismos confiesan, para que haya obligación es necesario que haya una autoridad con derecho para mandar: ¿y tiene derecho para mandar la naturaleza? ¿la naturaleza ciega, que según ellos mismos no es otra cosa más que la materia? Es necesario haber perdido el juicio para defender semejante desatino.
§. 2.°
Imputación
1.
En pos de la obligación viene naturalmente la imputación, porque Dios no había de dar leyes al hombre, para no cuidarse después, ni pedirle cuenta de su infracción o cumplimiento.
La palabra latina imputatio a que corresponde la castellana imputación, trae su origen del verbo imputare, que significa poner a la cuenta, lo mismo como cargo que como descargo. Así, pues, la imputación consiste en atribuir a uno alguna acción y sus efectos y resultas. Se puede definir; un juicio que forma el superior de que el súbdito ha hecho libremente tal o cual acción, y de que esta es conforme o contraria a la ley, y que por lo mismo el que le ha hecho merece el premio o incurre en la pena establecida por la ley.
La imputación puede hacerla Dios, y pueden hacerla los hombres. Para hacerla Dios no raciocina, porque Dios no puede raciocinar; como es omniscio, no necesita ninguna inducción para conocerlo todo: por eso es inexacta la definición que dan algunos de la imputación en general, llamándola un raciocinio en que se comparan las acciones con la ley, se declara si son conformes o contrarias a ella, y si merecen de consiguiente los premios y castigos que señalan. El hombre sí, necesita formar este raciocinio para juzgar, y de consiguiente para imputar o atribuir alguna acción a otro. Para formar este raciocinio debe tener presentes todas las circunstancias de la acción, según las cuales puede considerarse más o menos imputable en cuanto a su conformidad o no conformidad con la ley, y en cuanto al premio y la pena que establece la ley.
2.
Para imputar una acción es necesario que sea libre, bien in actu o bien in causa præcedenti; porque la imputación lleva consigo el juzgar que alguno es digno de premio o de castigo y nadie lo es si no obra con libertad.
Algunas veces se imputan al hombre las acciones ajenas, y aun las de los brutos, a saber, cuando proceden de alguna acción libre del primero, o cuando éste no las evitó pudiendo evitarlas. Así se imputa al señor la acción del esclavo a quien mandó cometer un homicidio, sin que por eso deje de imputarse también al esclavo, el cual aun con peligro de su vida no debe obedecer al señor, cuando le manda alguna cosa contra la ley de Dios.
Al que hace alguna cosa por instigación o por consejo de otro, se le imputa la acción, suponiéndole libre para seguir o no seguir el consejo, para ceder o no ceder a la instigación; pero también se imputa al que le instigó u aconsejo, y se le imputará más menos, según sea mayor o menor la eficacia de la instigación o del consejo.
También se imputa al dueño de un perro el daño que éste causa mordiendo a los transeúntes, porque pudo evitarlo teniéndole encerrado, o por cualquier otro medio.
3.
La imputación se extiende también a los efectos de la acción: es decir, que al que la hace se le declara causa libre, no solamente de la acción, sino también de los efectos buenos, que de ella se siguen si es buena, y de los malos si es mala; ya sean buenos o malos para sí o para otros. Conque puede ser la imputación ad bonum o ad malum. Al que socorre por ejemplo a una familia indigente, se le imputa ad bonum esta acción buena, lo mismo que los buenos efectos que de ella se siguen, cuales son el alivio y consuelo de la familia socorrida. Por el contrario, al que roba se imputa ad malum esta mala acción, y los malos efectos que de ella se siguen, a saber: el desconsuelo y la ruina del que ha sido robado. En estas dos acciones se imputan a los que las hacen los efectos buenos y malos que de ellas se siguen a otros.
Al que es moderado en el comer y beber, se le imputa ad bonum esta buena acción, con los buenos efectos que de ella se siguen para sí mismo, como la conservación de su salud, y el dejar expedita su razón, cuyo uso se entorpece con la crápula: pero al que se excede en la comida y bebida, se le imputará ad malum esta mala acción, con la pérdida de su salud, y con los demás efectos malos que se siguen de la intemperancia. En estas dos acciones se imputan al que las hace los efectos buenos y malos que de ellas se siguen para sí propio.
Se deja conocer que los efectos que se siguen de la acción libre entran en cuenta para la adjudicación del premio o del castigo, que será mayor o menor según sean más o menos buenos o malos, y más o menos en número los efectos que se siguen de la acción libre.
4.
Aunque en el sentido en que hemos explicado la imputación, solo puede imputar el superior, también se dice que se imputan las acciones cuando se atribuyen al que las hace por cualquiera aunque no sea superior. En este caso si no obramos mal en atribuir las acciones, o imputarlas al que realmente las ha hecho; y si es natural incomodarnos contra los que libre e injustamente nos causan algún daño, es irracional el desazonarnos contra las cosas inanimadas que nos incomodan, como el aire, la lluvia, &c.: y aun esta acción, inconsiderada por lo menos, envuelve una reconvención muy reprensible del hombre contra el autor de la naturaleza. En cuanto a los brutos que nos causan algún perjuicio, obraremos más o menos racionalmente, según sea la opinión que hayamos formado acerca del principio de sus acciones; cuestión muy agitada entre los filósofos, pero ajena de la materia que estamos tratando.
§. 3.°
Premios y penas
1.
Premio es un bien físico, conexo con la acción o la omisión como un motivo para hacer u omitir lo que se manda o se prohíbe por el superior, o por la ley. Al contrario, pena es un mal físico conexo con la acción o la omisión, como un motivo para hacer u omitir lo que se manda o se prohíbe por el superior o por la ley.
Bien físico es todo lo que proporciona al hombre una verdadera satisfacción, una verdadera utilidad. Mal físico es todo lo que causa al hombre algún disgusto, o perjuicio verdadero. Decimos verdadera satisfacción, verdadera utilidad, porque no es verdadera la que resulta de cometer un delito, aunque halague nuestros sentidos o nuestras pasiones: no es verdadera la satisfacción que va mezclada con remordimientos y pesares; no es verdadera utilidad la que atrae sobre el hombre el enojo y el castigo del legislador. Tampoco es un disgusto verdadero el padecer o sufrir cumpliendo con la ley, porque este padecimiento produce un verdadero placer, cual es la satisfacción interior, y la dulce esperanza de la recompensa: ni puede llamarse verdadero perjuicio lo que es causa de un beneficio incomparablemente mayor: tal es la recompensa de los daños que puede padecer el hombre por cumplir con sus obligaciones. En este sentido son bienes físicos, los premios, y males físicos las penas asignadas por el Criador a los que cumplen o quebrantan su santa ley.
2.
Dios no hace ninguna cosa inútil: e inútiles serían las reglas de las costumbres, inútil también la obligación y la amputación, si el hombre pudiese desviarse impunemente de la ley de Dios. Además, sería indigno de la infinita majestad de Dios, e incompatible con sus infinitas perfecciones, que la criatura desobedeciese al Criador y quedase sin castigo su desobediencia. Por esta razón no puede menos de haber penas establecidas contra los infractores de las reglas de las costumbres, y de las leyes, que también son reglas de las costumbres. En cuanto a los premios, ningún derecho tiene el hombre a que Dios le premie: cuando hace lo que Dios le manda, no hace nada de más; Dios nada le debe, y él se lo debe todo a Dios. Pero el Supremo Legislador, como es infinitamente sabio, conoce que los premios son un grande estímulo para que el hombre cumpla con sus deberes: como es infinitamente bueno y benéfico, quiere sinceramente el bien de los hombres, los cuales conseguirán el verdadero bien, un bien amplísimo, toda su felicidad, obedeciendo a su Criador; y por eso les estimula con premios a que le obedezcan.
3.
El premio puede ser de dos maneras, natural y positivo. Premio natural es un bien físico que está naturalmente conexo con la acción: así la conservación de la salud es un premio natural de la moderación en el comer y beber, porque de esta moderación se sigue naturalmente la conservación de la salud. Premio positivo es el que va unido con la acción por la mera voluntad del que le da, como una pensión, o una cruz de distinción, concedida por el que manda a los militares que han sobresalido por su valor o por sus servicios en la guerra. Mas este premio positivo no debe confundirse con la merced: el que da un premio no tiene obligación de darle, pero sí la tiene en que da la merced, la cual es el valor que alguno da por el trabajo que en su beneficio ha hecho aquel a quien se la da. La pena es también de dos maneras: natural y positiva. Pena natural es un mal físico conexo naturalmente con la acción: así, el quebranto de la salud es pena natural de una vida desarreglada, porque del desarreglo de las costumbres nace naturalmente el desarreglo de las funciones del cuerpo humano, y de este desarreglo el quebranto de la salud. Pena positiva es un mal físico conexo con la acción por disposición del Superior: así, la pena de muerte es una pena positiva impuesta al ladrón o al asesino, pues que no le viene naturalmente sino por disposición del legislador.
4.
Como Dios ama tanto al hombre, ha querido, para moverle a que cumpla con su santa ley, y consiga de este modo la felicidad que en recompensa de su obediencia le tiene preparada, ha querido, digo, enlazar en esta vida premios naturales con las acciones buenas, y penas naturales con las malas: pero esto no es bastante para llenar las miras del Criador, y lo que exige el orden y la justicia; porque el hombre, corrompido y pervertido, no haría caso de los premios naturales anejos a las acciones buenas, proporcionándose otros bienes físicos, preferibles en su errado concepto; ni haría caso de las penas naturales unidas con las acciones malas, procurando minorar o dulcificar los males físicos con satisfacciones que a su parecer los destruyesen. Y aunque nunca pudiera conseguir el librarse totalmente de las penas consiguientes a las acciones malas, no serían estas penas suficientes para que quedase satisfecha la divina justicia.
5.
Por esta razón después que muere el hombre, hay otra vida, en que son premiados los buenos, y castigados los malos.
Se prueba primeramente por la naturaleza de nuestra alma.
Nuestra alma es espiritual, no consta de partes, de consiguiente es inmortal, es decir, no contiene en sí ningún principio de corrupción o disolución, que no pueden verificarse sin la separación de partes, y para que deje de existir, es necesario que Dios la aniquile. Es inteligente, conoce lo bueno y lo malo; es libre, puede escoger y escoge efectivamente entre lo bueno y lo malo; conoce, y puede amar a Dios, aunque sea por toda una eternidad. Es Dios el que la ha dado todas estas dotes y facultades. ¿Y para qué se las dio? ¿Para emplear luego toda su omnipotencia en volverla a la nada de donde la sacó? ¿Para qué se las dio? ¿Para que en último resultado quedase igual a las bestias? Esto es increíble; opuesto a la infinita bondad y sabiduría de Dios. A su bondad, porque privaría sin motivo alguno a una criatura suya tan noble de la felicidad que puede disfrutar, si no se hace indigna de ella: a su sabiduría porque hubiera creado un ser tan excelente para confundirle entre otros notablemente inferiores.
Se prueba en segundo lugar por la divina justicia.
Dios ha dado al hombre la luz de la razón: por medio de ella le manda hacer el bien y abstenerse del mal, al que no lo hace así no le castiga suficientemente en esta vida; porque las penas naturales de los delitos no guardan proporción con la grandeza infinita del ofendido; conque si no hubiera otra, en que le castigase, quedaría sin vengar la divina justicia. Fuera de esto, sucede en esta vida que los buenos son muchas veces perseguidos por los malos, pasan mil trabajos, aflicciones y calamidades, al paso que los malos gozan de muchos bienes, comodidades y placeres. Por otra parte, los males físicos, como el hambre, las enfermedades &c., alcanzan lo mismo al bueno que al malo, y comúnmente mucho más a los buenos que no suelen tener tantos medios para librarse de ellos como los malos; en razón a que los buenos, si lo han de ser, solo emplean medios lícitos para librarse de las calamidades naturales, pero los malos, porque lo son, no escrupulizan en adoptar los más inicuos para el mismo fin. Si al cabo del todo esto quedasen iguales el bueno y el malo, cualquiera conoce que no quedaría satisfecha la divina justicia: luego ha de haber otra vida, en que sea premiado el bueno, y, castigado el malo.
Se prueba últimamente por el consentimiento unánime de todas las naciones y pueblos.
Los gentiles mismos, y hasta los salvajes han estado siempre en la creencia de que cuando muere el hombre, no por eso perece su espíritu. Léase la historia de todos los pueblos de la tierra, consúltense las noticias de todos los viajeros, y se verá comprobada esta verdad. De ahí nace el haber señalado cada nación a su modo, para después de la muerte, un lugar de delicias para los buenos, y un lugar de tormentas para los malos.
Contra esta verdad nos dicen los que quisieran que no lo fuera, que los juicios de Dios, son incomprensibles, e insondeables sus designios: incomprehensibilia sunt judicia Dei, et investigabiles viæ ejus dice el Apóstol: luego nunca podremos saber los fines que Dios se ha propuesto al criar al hombre, ni de consiguiente si hay otra vida.
Mas aunque el entendimiento limitado del hombre no puede alcanzar a conocer todos los fines que Dios se propone en lo que hace y deja de hacer, sin embargo conoce con evidencia que es infinitamente perfecto, y por consiguiente sumamente justo; y que repugna a la divina justicia el que no haya otra vida en que se premie al bueno y se castigue al malo, según lo hemos demostrado.
Pero insisten: por la Divina justicia no se puede probar que haya otra vida, ni que Dios tenga necesidad de premiar al bueno, y castigar al malo; porque Dios no debe nada a las criaturas, es libre y dueño absoluto de su voluntad, y así no está obligado a premiar al bueno, y puede muy bien no castigar al malo.
Es verdad que Dios no debe nada a las criaturas, pero se debe mucho a sí mismo, quiero decir, que repugna a la infinita perfección de su ser no premiar al bueno y no castigar al malo, sin que por eso se coarte su libertad, de la cual no es objeto lo que repugna, o es contradictorio, porque una contradicción no es nada, y cuando no hay nada, no hay objeto de libertad, ni de ninguna otra potencia. Hay dos especies de justicia: una es la distributiva, que consiste en dar a cada uno lo que es suyo: esta no habla con Dios: fuera de él nadie tiene nada suyo, todo es de Dios: la otra no es más que la misma rectitud, y consiste en la conformidad, o no conformidad, de alguna acción, o de algún objeto con el orden universal indispensable. Hablando en lenguaje común, diríamos que Dios no puede faltar a esta rectitud; pero un filósofo jamás debe decir que Dios no puede: Dios lo puede todo, pero el faltar al orden universal, sin el cual ninguna cosa podría existir, no es nada respecto de Dios, es una contradicción, porque Dios es infinitamente perfecto, y sería una imperfección muy grande que Dios faltase al orden; al mismo tiempo que un imposible que no hubiese este mismo orden; y no le habría si Dios le trastornase. Se debe, pues, a sí mismo, o lo que es igual, es esencial en Dios esa rectitud o justicia universal: esa conformidad con el orden. Y ¿podrán hacernos creer nuestros adversarios que es conforme al orden, que el súbdito desobedezca al Superior, y este no le castigue? Sabemos que esta necesidad de castigar tiene sus límites; y que Dios puede perdonar: pero el perdonar cuando conviene, también es conforme al orden, mas no lo sería el perdonar siempre: se debe, pues, Dios a sí mismo no perdonar siempre, conque se debe a sí mismo castigar alguna vez, y castigar con una severidad correspondiente y proporcionada a la dignidad del objeto ofendido: no lo hace así en esta vida, luego debe haber otra donde lo haga.
6.
La eternidad de los premios y penas en la otra vida, nos consta por la revelación. Dios se ha dignado manifestarnos esta verdad; y una vez que Dios ha hablado, no podemos menos de prestar nuestro asenso, convencidos, como lo estamos, de que no puede engañarse ni engañarnos, por ser infinitamente sabio, e infinitamente veraz. Por dura que nos parezca la eternidad de las penas, debe ceder nuestro limitado entendimiento a la palabra de Dios. Podemos, sí, y debemos acercarnos a saber si Dios ha hablado al hombre, y le ha manifestado esta verdad terrible. La existencia de la revelación en este punto y en todos los demás, se demuestra en los Fundamentos de la Religión, que se deben consultar.
Pero se pregunta, si por la luz de la razón podemos llegar a conocer que los premios y penas han de ser eternos en la otra vida.
La razón persuade que no tendrá fin la felicidad que el Señor ha preparado en la vida futura para los justos. No se alcanza ninguna razón para que un Dios infinitamente bueno, aniquile un espíritu que está en su divina gracia. Tampoco se alcanza ningún motivo para que dejándole la existencia le prive de la felicidad que está disfrutando; y aun parece que nada de esto se compone muy bien con su infinita bondad, aunque confesamos que la criatura por su parte recibiría un beneficio muy señalado con disfrutar de la posesión de Dios por un tiempo determinado, tanto más cuanto que ningún derecho tiene a este beneficio.
Si al hombre le aterra la idea de un castigo eterno, la razón alcanza muy bien que no por imponérsele el Señor, será injusto ni cruel. Ello es que las ofensas cometidas contra su infinita Majestad no pueden quedar sin castigo. También es cierto que la ofensa grave cometida contra Dios tiene una malicia infinita ratione objecti, o atendiendo al ofendido que es un Dios infinito. El castigo debe ser proporcionado a la culpa: luego debe ser también infinito: y como no puede serlo en la intensión, porque la criatura limitada no puede recibir en sí ninguna cosa infinita, es necesario que sea infinito en la extensión o duración. Ninguna injusticia, pues, comete Dios en castigar al hombre con penas eternas por las culpas graves con que le ha ofendido.
¿Pero dejará por eso de ser misericordioso? De ninguna manera. No contento con avisar al hombre por el conducto de la razón del peligro a que se expone en ofenderle, le está avisando también continuamente por otros muchos medios. Inspiraciones interiores, castigos temporales para que el hombre vuelva la consideración hacia su Criador; los buenos ejemplos, las muertes repentinas, las exhortaciones de sus ministros, la lectura de buenos libros, y otros mil y mil medios, de que se vale para sacar al hombre del camino de los vicios, prueban evidentemente su misericordia. Si después de todo, se quiere todavía que le perdone, es suponer un Dios indiferente a las ofensas e insultos que cometan sus criaturas contra su infinita grandeza. Bastante tiempo las da para volver en sí: toda la vida del hombre es un testimonio de la misericordia de su Dios.
«Pero ¿cómo puede ser infinitamente misericordioso, si tiene fin su misericordia, y empieza, y no se acaba su justicia?»
Si valiera algo este raciocinio de nuestros adversarios, probaría que Dios nunca podía ser justo ni misericordioso con el hombre, porque si alguna vez fuera justo, ya no sería infinita su misericordia, y si alguna vez fuera misericordioso, ya no sería infinita su justicia. La misericordia y la justicia de Dios son infinitas en sí mismas; pero no hay objeto, ni le puede haber, capaz de ser siempre castigado y siempre perdonado; esta idea envuelve contradicción. Solo la sabiduría increada puede acertar a distribuir los efectos de la misericordia y de la justicia, sin menoscabo de ninguno de estos dos atributos esenciales de la Divinidad. Eternos son los efectos de su misericordia con el delincuente, que arrepentido y perdonado sale de esta vida mortal: eternos son los de su justicia con el que muere en su delito. Procure el hombre no ofenderle, o arrepentirse cuanto antes, si le ha ofendido, y no se empeñe en profundizar los inescrutables juicios del Altísimo. ¡O homo! ¿Tú quis es, qui respondeas Deo?
(páginas 44-72.)
Capítulo III
Obligaciones del hombre
Obligaciones del hombre para con Dios.
Obligaciones del hombre para consigo mismo.
Obligaciones del hombre para con los demás.
Definida ya la obligación, y manifestadas sus consecuencias, resta ahora saber qué obligaciones son las que tiene el hombre. El hombre tiene obligaciones que cumplir para con Dios, para consigo mismo, y para con sus semejantes. Trataremos en el presente capítulo de estas tres clases de obligaciones.
§. 1.°
Obligaciones del hombre para con Dios
1.
Todas las obligaciones que tiene el hombre para con Dios están comprendidas en la que tiene de darle el culto debido. El culto en general, según la etimología de esta palabra, es el honor que se da a un ser por su excelencia, y en testimonio de que se reconoce esta misma excelencia. Según sea la excelencia del ser a quien se da culto, así será también el honor que se le dé. Según el significado de la palabra latina cultus, se puede dar culto, u honor no solamente a Dios, sino también a los hombres. Aquí hablamos exclusivamente del culto, que debemos dar a Dios.
Este culto puede ser interno y externo. Como hemos dicho que el culto es un honor que damos a un ser por su excelencia, y la excelencia de Dios es infinita: de aquí es que el culto que debemos tributarle consiste en darle un honor infinitamente superior a cualquiera otro honor que tributemos a otros seres, por nobles, y excelentes que sean. Daremos a Dios este honor interiormente, o le tributaremos culto interno, con todos aquellos actos, así del entendimiento como de la voluntad, que son consecuencias del conocimiento que tenemos de la infinita excelencia y perfección de Dios.
Estos actos pueden ser muchos: la fe, el amor, el temor, la obediencia, la oración mental, la confianza, la esperanza y otros varios. La fe consiste en dar crédito a cuanto Dios nos dice por medio ya de la razón ya de la revelación, íntimamente convencidos de su infinita sabiduría y veracidad. El amor de Dios consiste principalmente en estar dispuestos a cumplir con toda exactitud su santa ley, y a perderlo todo antes que ofenderle. El temor de Dios puede ser filial, inicial, y servil. Por el filial tememos solamente ofender a Dios; por el inicial tememos ofender a Dios, y también que nos castigue si le ofendemos. El filial es bueno, porque solo hay en él una cosa buena, que es el temer ofender a Dios; el inicial también es bueno, porque en él hay una cosa buena que es el temor de ofender a Dios; y otra que no es mala, a saber, el temor del castigo. En el temor servil hay que distinguir dos cosas: la 1.ª es el temor del castigo; y la 2.ª es aquella repugnancia, con que el malo se abstiene de satisfacer sus deseos criminales, de modo que está dispuesto a satisfacerlos, si faltara el castigo: lo primero no es reprensible; a nadie se le puede vituperar porque rehúse ser castigado aunque lo merezca; es una cosa natural: pero lo segundo es malo, porque no excluye la voluntad de obrar mal: de consiguiente el temor servil es malo, porque malum ex quocumque defectu. De esta doctrina se sigue que estando como estamos obligados a temer a Dios, por ser infinitamente justo y poderoso, puesto que sería un desprecio tan insensato como culpable no temer su justicia y su poder; no satisfaremos a esta obligación con el temor servil; porque cuando le tememos, debemos no ofenderle, y le ofendemos con el temor servil, una vez que estamos dispuestos a ofenderle si no fuera el castigo.
La obediencia nos prepara a cumplir siempre con gusto los preceptos de Dios: por medio de la oración le pedimos lo que necesitamos, resignados siempre en su santísima voluntad. La confianza en Dios es lo mismo que descansar en su bondad infinita sin recelo ninguno, y bien convencidos de que en cuanto hace y deja de hacer con respecto a nosotros, se propone siempre nuestro verdadero bien: de aquí nace la esperanza de que Dios nos concederá la bienaventuranza eterna, y los medios de conseguirla, si cumplimos con su santísima ley. Cuando hablemos de las virtudes, con cuyo ejercicio cumplimos con las obligaciones que tenemos para con Dios, volveremos a tratar esta materia, propia igualmente de aquel lugar.
El culto externo se compone de todos aquellos actos exteriores, y propios del cuerpo, con los cuales damos también honor a Dios, manifestando con ellos que reconocemos y acatamos su infinita excelencia. Se compone de la invocación, por la cual en nuestras aflicciones, miserias y peligros llamamos a Dios en nuestro auxilio y favor: de la oración vocal pidiéndole con palabras lo que necesitamos; de la acción de gracias, por los muchos y grandes beneficios que nos dispensa: dando por estos medios un testimonio público de que reconocemos y confesamos su poder y beneficencia. Finalmente, se compone también el culto externo de todas aquellas acciones exteriores, por las cuales se manifiesta que reconocemos y confesamos las demás perfecciones de Dios, y el supremo dominio que tiene sobre todas las criaturas, como el postrarse, arrodillarse, darse golpes de pecho, cantar himnos en su alabanza, ofrecerle el santo sacrificio, y todos los ritos y ceremonias de nuestra sagrada religión.
2.
Supuestas estas nociones, decimos que debemos dar a Dios culto, no solamente interno, sino también externo.
Se prueba que debemos dar a Dios culto interno. Es imposible que el hombre deje de venerar a Dios en su corazón, de amarle, temerle, sin faltar a la regla que así se lo prescribe: esta regla la tenemos impresa profundamente en nuestra alma; si algún insensato lo niega, le argüiremos con el testimonio del mundo entero: pues bien: esa imposibilidad es la obligación.
No puede menos de estar grabada en lo más íntimo del alma del hombre, una regla que le manda creer en Dios, amarle, temerle, y obedecerle; confiar en él, esperar en él, у hacer todos aquellos actos interiores propios para dar a Dios el honor propio de sus perfecciones infinitas. Si el hombre no tuviera esta regla; si el hombre pudiera desobedecer a Dios, no amarle ni temerle, no hacer, en fin, acto ninguno interior en reconocimiento del supremo dominio de su Criador, y de los beneficios conque le ha favorecido y ennoblecido, sin faltar por eso a ninguna regla, y de consiguiente sin obrar mal; le faltaría a Dios una perfección, y muy grande; la de ser obedecido, acatado, y reverenciado por sus criaturas. Más bien sería una imperfección notabilísima que el hombre pudiese conducirse así respecto de su Dios, sin ofenderle, y sin que su esencia exigiese lo contrario. Nos parece que haríamos un agravio manifiesto a nuestros lectores, si nos detuviéramos en querer convencerles de una verdad tan evidente.
Se prueba que debemos dar a Dios culto externo. Nosotros debemos a Dios todo cuanto somos, y cuanto tenemos, no solo en cuanto al alma, sino también en cuanto al cuerpo, conque debemos darle culto, no solo con el alma, sino también con el cuerpo: de modo que no solo el alma del hombre, sino todo el hombre dé culto a Dios. Y si no ¿qué razón hay para que el hombre no le dé culto con el cuerpo? Dios es dueño absoluto del hombre, de todo el hombre, no solo del alma: conque todo el hombre, no solamente su alma debe dar culto a Dios.
Además, estamos obligados a dar gloria a Dios a la faz de todo el universo: estamos obligados a manifestar ante el mundo todo nuestra obediencia, sumisión, respeto y reverencia a Dios, y esto no lo podemos hacer sino con actos exteriores; propios del cuerpo. La infinita majestad de Dios, los muchos y grandes beneficios de que nos ha colmado, exigen que manifestemos a todos nuestros semejantes, y aun a todas las criaturas, y que confesemos explícitamente nuestra veneración y nuestro reconocimiento. No podemos dar lugar con nuestra conducta, sin faltar a lo que exige la infinita perfección de Dios, a que los demás duden si le reverenciamos, y si reconocemos nuestra dependencia de un ser tan grande,
Asimismo tenemos una estrecha obligación de procurar que no se amortigüe, o acaso se extinga del todo el culto interno, lo que no será difícil, si descuidamos el culto externo. Tal es el hombre en el estado actual de su naturaleza, que si no tiene un incitativo poderoso y exterior para cumplir con sus obligaciones internas, sus pasiones, su inclinación al mal le conducen insensiblemente a despreciarlas u olvidarlas. Mas el estímulo de la que tiene con respecto a dar a Dios culto en su corazón, siempre es muy grande, cuando los hombres, reunidos el grande con el pequeño, el pobre con el poderoso, el monarca con el mendigo, prestan todos exteriormente a Dios el homenaje debido. Allí se aviva en el alma del hombre la idea de la Divinidad, de su grandeza y de su poder, cuando ve postrados ante su acatamiento aquellos mismos poderosos, jueces y legisladores, que hacen temblar a sus semejantes acá en la tierra.
Es esta una verdad en que han convenido todas las naciones y pueblos, pues no se encontrará ninguno, por rudo y salvaje que se le suponga, que no haya dado culto exterior a sus dioses, con más o menos ostentación, y muchos con una magnificencia extraordinaria, como lo prueban los restos que se conservan de los soberbios monumentos de la antigüedad, y como lo muestran su historia y todos los viajeros.
Así, pues, la misma esencia de Dios exige de nosotros culto interior y exterior: la razón nos lo dicta, y el consentimiento de todo el género humano lo confirma. Sin embargo, y aunque es una verdad tan manifiesta, no faltan espíritus extraviados que se atreven a negarla: si bien creemos que la niegan contra su propio convencimiento. Con todo habremos de responder a las razones en que intentan apoyar su desvarío.
Objeción 1.ª Los deístas niegan que estemos obligados a reverenciar a Dios ni aun con culto interno. Dicen: «Dios es infinitamente perfecto, goza, independientemente de todo, una felicidad suma, se basta a sí mismo, no tiene necesidad de esa sumisión del hombre: luego es superfluo el culto interno.»
Respuesta. Es verdad que Dios ninguna necesidad tiene de la obediencia y sumisión del hombre; pero el hombre la tiene moral y muy grande de reverenciar a Dios: es imposible que deje de venerarle y acatarle sin faltar a la regla más esencial de sus costumbres: repugna lo contrario, porque repugna a la infinita perfección de Dios que el hombre no le esté sumiso y obediente, a no ser que los deístas quieran suponer un Dios estúpido, que consienta en ser desobedecido por sus criaturas; indiferencia incompatible con la esencia de Dios.
Objeción 2.ª Otros admiten el culto interno, pero miran como superfluo el culto externo, fundándose en que Dios no necesita de esas exterioridades para conocer el corazón del hombre; tampoco se complace en la adulación y obsequios exteriores, non est Deus quasi homo: la verdadera religión, dicen, no consiste en esas exterioridades, sino en un corazón puro y recto.
Respuesta. Si Dios no necesita de los obsequios y obediencia exterior del hombre, tampoco necesita del respeto, sumisión y obediencia interior, y no por eso está exento el hombre de tributarle este culto interior: luego tampoco lo está de tributárselo exteriormente, aunque Dios no necesita de semejante manifestación. De todos modos la obligación en que está todo el hombre, no solamente su alma, de dar culto a Dios, subsiste siempre, ni se debilita porque Dios no tenga necesidad de que cumpla con ella: un acreedor rico no tiene necesidad de que un deudor suyo le pague una cortísima cantidad de dinero que le debe, mas no por eso está exento el deudor de cumplir con la obligación de pagársela.
Objeción 3.ª El culto externo da motivo a mil disensiones, turbulencias y sangrientas guerras por la divergencia de opiniones, sobre cuál es el que debe adoptarse: de aquí nacen los odios, el encono, las persecuciones, y todos los males que causa el fanatismo religioso y los partidos extremados, de lo cual nos presenta la historia terribles ejemplares: luego se debe proscribir el culto externo, como perjudicial, y como fuente de mil excesos y ofensas graves contra la majestad de Dios.
Respuesta. Hemos probado que el hombre debe dar a Dios culto exterior; si con ocasión de este culto algunos espíritus inquietos, insubordinados, desobedientes y mal avenidos con la sujeción, suscitan turbulencias, levantando altar contra altar, y desconociendo la autoridad a quien compete decidir acerca del culto y arreglar y prescribir las ceremonias y ritos con que se debe tributar a Dios, estos males, estas disensiones y sus funestas consecuencias no deben atribuirse al culto mismo, sino a la malicia y perversidad de los hombres. No hay práctica, por buena y santa que sea, de que no se pueda abusar; y si valiera el raciocinio de los contrarios, sería preciso abolirlas todas, para que no se abusase de ellas, lo cual es un absurdo.
Objeción 4.ª Muchos piden a Dios favores y gracias que no les concede: y por el contrario concede a otros gracias y favores que no le piden: estas súplicas o peticiones son una parte del culto tanto interno como externo; luego es visto que Dios no hace caso, a lo menos en esta parte, del culto que le dá el hombre: en vano pues, se lo tributa.
Respuesta. A Dios se le debe pedir con humildad, confianza, modestia, perseverancia y resignación en su voluntad santísima; y además debemos pedirle lo que nos convenga. Si Dios no nos concede lo que le pedimos, ya sea solamente con el corazón, ya con el corazón y la boca, es, o porque no se lo pedimos del modo debido, o porque le pedimos lo que no nos conviene. El que Dios conceda al hombre gracias y beneficios que no le pide, solo prueba su infinita bondad y misericordia: pero de ninguna manera prueba que desprecie las oraciones de los que le piden algo.
§. 2.°
Obligaciones del hombre para consigo mismo
1.
Las obligaciones que tiene el hombre consigo mismo son de tres especies; respecto del alma, respecto del cuerpo y respecto del estado exterior. Estas obligaciones las tiene el hombre en cualquier estado en que se halle, es decir, ya en sociedad ya fuera de ella. Si se considera el hombre fuera de la sociedad, estarán modificadas de un modo sus obligaciones, y lo estarán de otro, si le consideramos en sociedad. Pero como es un punto sumamente importante, y estrechamente enlazado con lo que tenemos que decir acerca de las obligaciones del hombre, ya sea consigo mismo, ya con sus semejantes, la cuestión de si el hombre ha nacido para la sociedad, o en otros términos, si el destino natural del hombre es vivir reunido y en compañía de los de su especie; trataremos desde ahora este punto interesante.
2.
La sociedad es una reunión de personas que tiene por objeto el bienestar de todas ellas. Hay sociedades simples y compuestas. Sociedad simple es la que solo se compone de individuos en particular, como de marido y mujer, padre e hijos, amo y criados, &c., la compuesta es la que resulta de varias sociedades simples, que reunidas forman una sola.
La sociedad puede ser natural y civil. Cuando empezó a existir el género humano, se formó desde luego la sociedad patriarcal que es la que llamamos natural. En ella la cabeza o primer ascendiente, a quien se llama patriarca, tenía naturalmente, aunque concedido por Dios, el derecho de gobernar a toda su familia conforme a las reglas de la recta razón. Multiplicado después cada vez más el linaje humano, y de consiguiente el número de familias, exigía el mejor orden y bienestar de todas que se separasen por secciones, y viviese cada sección aparte, gobernada también por el primer ascendiente respectivo a cada una. Ni podía menos de suceder así, siendo sumamente difícil que un solo patriarca, sin más medios que lo que le dictase su razón, pudiese dirigir convenientemente una grande multitud. También hacia necesaria la separación la dificultad de proveer al sustento necesario para mucha gente reunida. No conociendo todavía el hombre los medios de hacer fructificar la tierra de modo que pudiesen ser suficientes sus producciones para la subsistencia de un crecido número de personas reunidas, tenía que limitarse al producto de los ganados, con que el Criador había poblado la tierra para el uso у utilidad del hombre. Mas era necesario buscar apacentadores a propósito para rebaños numerosos, cuales se necesitaban, si se había de proveer bastantemente a la subsistencia de una grande muchedumbre. Esta necesidad obligó también a las familias a separarse, y a buscar por rumbos diferentes los puntos y climas más a propósito para la conservación y aumento de sus ganados.
Multiplicado después el número de familias, y ocurriendo cada día mil diferencias entre ellas, se conoció la necesidad de reunirse un gran número de ellas bajo una sola cabeza; y como ya era imposible designar el primer ascendiente que las gobernase como patriarca, resultó de aquí la sociedad civil que se puede definir: la reunión de muchas familias bajo una forma determinada de gobierno, con leyes a propósito para el bien común. La forma de gobierno puede ser de varias maneras. Cuando la suprema potestad reside en uno solo, esta forma de gobierno se llama monarquía; si reside en una junta popular, se llama democracia; si en los magnates aristocracia; si reside en pocos individuos, se llama oligarquia, y se suele usar este nombre para denotar el gobierno de algunos pocos poderosos que se han apoderado del mando. Estas diferentes formas de gobierno pueden unirse y combinarse de suerte que resulte una forma media o mixta, v. g. de monarquía y aristocracia, de monarquia, aristocracia y democracia, &c. Se disputa mucho entre los políticos, sobre cuál es la mejor forma de gobierno: pero esto no se puede determinar en general, porque depende de las circunstancias peculiares de cada nación, de los usos, costumbres, índole y genio de sus individuos, su número, industria y riqueza, como también del clima, situación, extensión y fertilidad del territorio, y de otras muchas particularidades.
3.
Algunos que se precian de filósofos, dicen que el hombre por su naturaleza debe vivir aislado, y fuera de la compañía de sus semejantes. Nosotros, por el contrario, sostenemos, y vamos a probar, que el estado natural del hombre es la sociedad.
La debilidad de su naturaleza lo prueba en primer lugar. Abandonado un niño por sus padres, sería bien pronto víctima de la hambre, de la intemperie, o de las fieras: luego para conservarse la especie humana, fue necesaria en un principio la sociedad simple de padres e hijos: de esta debieron resultar necesariamente otras sociedades simples por el enlace natural de los individuos de la primera; y como este se verificaría también naturalmente entre los que iban componiendo las demás sociedades simples sucesivas, y entre los individuos de las diferentes sociedades simples, era indispensable que resultase una compuesta de muchas de ellas; pues en cualquiera época o caso en que se ponga la interrupción de esta cadena de comunicaciones y enlaces, hubiera sido imposible la propagación de la especie humana.
Esto se corrobora con el conocimiento que tiene el hombre de sus obligaciones para con los demás. Dios no hace ninguna cosa inútil: mas si no hubiera criado al hombre para la sociedad, inútil seria haber grabado en el alma del hombre las verdades que le enseñan las obligaciones que tiene para con sus semejantes.
También es una prueba el don inestimable de la palabra, por medio de la cual manifestamos todas nuestras ideas y pensamientos, hasta los más pequeños y recónditos, y con la mayor claridad y distinción. Este don tan precioso, con que nos dotó el Criador, tiene sin duda su objeto, y no puede ser otro que el de comunicar con los demás, pues que nosotros para pensar no necesitamos esencialmente la facultad ni el acto de hablar.
El aspecto de este globo que habitamos es también una prueba irrecusable de la verdad que defendemos. Dios no ha querido que quedase inculto y selvático, pues está cultivado, y nadie puede contrariar la voluntad del Omnipotente. Mas si el hombre no viviera en sociedad, era imposible que la tierra hubiese salido del estado de naturaleza pura, llena de bosques y maleza, sin producir, sin caminos, &c.: un hombre solo, aislado, aun cuando se suponga que así pudieran existir los hombres, nada de esto podría hacer, porque solo es el resultado de la industria y de los esfuerzos comunes, cuando los hombres se comunican entre sí.
Últimamente, los hechos deponen también a favor de esta verdad. Es indudablemente natural al hombre aquello que han hecho y hacen todos, siempre, y en todas partes, con aprobación de la razón natural; y no sabemos de ningún hombre que por su elección haya vivido entera y absolutamente separado de los demás hombres; si bien no todos son miembros de unas sociedades igualmente perfectas.
No fijamos la sociedad a que está destinado el hombre; si es la natural o patriarcal, o la civil: como esta es una consecuencia natural de aquella, puesto que el hombre ha nacido para vivir en sociedad; si le consideramos en sociedad natural, se sigue que naturalmente vendrá a parar a la sociedad civil.
4.
Mas de que el estado natural del hombre sea el de la sociedad, no se sigue como algunos pretenden, que sea contra la naturaleza el estado de los cenobitas y anacoretas, pues los primeros viven conocidamente en sociedad, y tampoco están fuera de ella los segundos, porque están sujetos en lo temporal a las autoridades del país, y en lo espiritual a las autoridades eclesiásticas, se comunican algunas veces entre sí, y cuando es necesario con el resto de la sociedad, cumpliendo además con una de las primeras obligaciones de todos los individuos que la componen, cual es la de pedir a Dios por la felicidad, no solo espiritual y eterna, sino también temporal de todos ellos.
5.
Constituido el hombre en sociedad, no se deben mirar sus acciones bajo el aspecto del bien o utilidad particular de cada uno, sino con respecto a la utilidad de todos; y si el bien particular no se puede conciliar con el bien común, se debe este anteponer. De aquí provienen las leyes, por las cuales se coarta el derecho y libertad que tendría el hombre fuera de la sociedad, cuando a los intereses de esta se opone el ejercicio de aquella libertad y de aquel derecho; y de aquí se sigue también que muchas acciones que serían lícitas viviendo en sociedad, en esta son ilícitas. Entendemos aquí por derecho la facultad que tiene el hombre de hacer u omitir alguna cosa, sin faltar a las reglas de las costumbres: es claro que sin faltar a ellas pudiera el hombre hacer fuera de la sociedad ciertas cosas, que sin faltar a ellas no puede hacer viviendo en compañía de sus semejantes, cuya circunstancia limita y regula el uso del derecho primitivo del hombre.
Así es como reunidos muchos en sociedad, y concurriendo todos de consuno al bien general, pueden llegar a disfrutar aquella felicidad de que es susceptible el hombre en esta vida, con la esperanza, si obran bien, de ser igualmente felices en la otra, consecuencia necesaria del cumplimiento de sus obligaciones.
Algunos filósofos, sin embargo, con Hobbes al frente, reputando por una quimera todas estas ventajas y verdades, aseguran que el estado natural del hombre es el de una mutua y continua guerra, como se ve, dicen ellos, en que todos los hombre tienen los mismos deseos e inclinaciones al placer, a las riquezas, al mando, y no siempre o acaso nunca los pueden satisfacer, si no destruyen primero al que igualmente, intenta satisfacernos, no pudiendo gozar dos a un tiempo de un mismo objeto.
Mas si esto fuera así, hubiera Dios criado al linaje humano para que se destruyese por sí mismo; absurdo intolerable.
Sin detenernos a probar ahora filosóficamente que esos apetitos desarreglados del corazón humano no son propios de la naturaleza del hombre según salió de las manos del Criador, y sí de la corrupción procedente de la culpa del hombre, como llegaron a conocer hasta los filósofos paganos guiados únicamente por la luz de la razón, la naturaleza del hombre no consiste solo en el cuerpo y en las inclinaciones de la parte sensitiva; otra parte y la más notable de su naturaleza es el alma, cuya razón debe presidir a todas sus acciones, y la razón reprueba semejante estado de guerra, llama al hombre a las dulzuras de la paz, y le manda para conseguirlas, reprimir sus apetitos e inclinaciones, y sujetarlas a las reglas de moralidad. ¿Por qué, pues, ha de tomar Hobbes por naturaleza del hombre la parte inferior, y no la superior de este mismo hombre? No es, pues, natural, antes bien es contra lo que exige la naturaleza humana, semejante estado de guerra continua.
6.
El hombre, pues, tiene obligaciones que cumplir, ya se considere en sociedad, ya separado del resto de los hombres. Poco hay que decir acerca de nuestras obligaciones en este último caso, que, hablando generalmente, tenemos por ideal. Pero suponiendo al hombre fuera de la compañía de todos sus semejantes, las obligaciones que tendría para consigo serían las mismas que tiene viviendo en sociedad, excepto las que dependan de esta circunstancia. Un náufrago arrojado por la fuerza de alguna tempestad a una isla desierta, donde tuviese que pasar solo toda su vida, o mucha parte de ella, estaría obligado a conformar todas las acciones que tuviesen relación consigo propio a las reglas de las costumbres. A esto mismo está obligado el que vive en sociedad; aun respecto de aquellas acciones a que da ocasión el vivir en sociedad. Las obligaciones que tenemos para con nosotros mismos, unas son respecto del alma, otras respecto del cuerpo, y otras respecto del estado exterior, según llevamos dicho.
Las que tenemos respecto del alma se reducen a procurar que todos los actos de nuestro entendimiento y voluntad se conformen con las reglas de las costumbres.
Al entendimiento corresponde conocer bien la verdad, para distinguir lo verdadero de lo falso. En esto nos mandan las reglas de nuestras acciones que pongamos el mayor cuidado, porque si no consideramos bien los objetos y todas sus circunstancias, es muy fácil caer en algún error: y si faltamos a nuestra obligación formando por nuestro descuido ideas falsas en materias morales, mucho más faltaremos cuando las formamos por nuestra malicia, a saber, cuando contentos con un bien aparente, porque nos lisonjea, no queremos detenernos a descubrir su falacia, por no vernos en la precisión de abandonarlo.
El entendimiento presenta los objetos a la voluntad: esta es una potencia ciega; no la toca a ella discernir si el bien que se le pone delante es aparente o verdadero: cualquier objeto que se le presenta bueno, bajo algún concepto, lo abraza, si bajo otro concepto no se le presenta como malo. Los objetos pueden presentar una bondad de moralidad, de placer y de utilidad. Si desde el momento en que nuestro entendimiento percibe la bondad de placer, o de utilidad en algún objeto, se lo presenta a la voluntad bajo este solo aspecto, la voluntad lo abraza necesariamente, porque su objeto es lo bueno de cualquiera especie que sea, y no la corresponde a ella el averiguar si también es malo el objeto que se le pone delante. Si este objeto, así presentado como bueno a la voluntad, es también malo bajo otro concepto, es necesario saber si es físicamente malo, o moralmente malo. Si lo primero, una vez que el entendimiento lo examine suficientemente; y lo presente tal cual es en sí a la voluntad, es seguro que esta lo desechará bajo el aspecto de malo. Mucho más lo desechará, si aunque se le presente físicamente bueno, se le presenta al mismo tiempo moralmente malo porque la malicia moral, presentada según es en sí, tiene más fuerza en el alma que la bondad física, por su origen, y por sus consecuencias. Por su origen porque nace del mandato de Dios; por sus consecuencias, porque son incomparablemente más graves que las que pueden tener todos los bienes físicos, a saber la gracia o el enojo de todo un Dios.
Cumpliremos, pues, con las obligaciones que tenemos para con nosotros mismos respecto del alma, procurando discernir siempre lo verdadero de lo falso en la parte moral, e instruirnos lo bastante para adquirir este conocimiento. Una vez adquirido, y presentada la acción a la voluntad, bajo todos sus aspectos; como bajo el aspecto moral la hace mucho más fuerza que bajo el aspecto físico, resultará que la voluntad abrazará siempre lo que es moralmente bueno, y rehusará lo que es moralmente malo, aunque al mismo tiempo sea físicamente bueno. De este modo conformaremos siempre nuestras acciones con las reglas de las costumbres, que es en lo que consiste el cumplimiento de nuestra obligación.
7.
Tenemos también reglas para las acciones relativas a nuestro cuerpo. Estas reglas nos mandan esmerarnos en conservar la salud, y no quebrantar o debilitar nuestras fuerzas, porque nosotros no somos dueños de nuestra salud y robustez: es un beneficio que nos ha hecho y nos hace el Criador, para los fines que se propone su infinita sabiduría. Por esta razón es reprensible el hacer excesos de cualquiera naturaleza que sean, como el comer y beber demasiado, el hacer sin necesidad ejercicios muy violentos &c.: pero no es contra las reglas de las costumbres, o sea contra la ley natural, antes bien es muy conforme a ellas, el mortificarnos reprimiendo las inclinaciones y apetitos, para que la parte inferior y sensitiva esté subordinada, como debe estar, a la parte superior y racional.
Si no debemos causarnos temerariamente ningún mal físico a nosotros mismos, mucho menos podremos alentar contra nuestra vida, de que solo Dios es dueño: y el hacerlo sería también atentar contra los derechos de su soberanía. Fuera de esto, las reglas de las costumbres nos están dictando que nos amemos a nosotros mismos tanto por lo menos, cuanto debemos amar a los demás; por el amor que debemos profesar a los demás no nos es lícito quitar a ninguno injustamente la vida, luego tampoco nos es lícito atentar contra la nuestra. El suicidio, pues, es indudablemente contra la ley natural: ninguna calamidad, ningún trabajo, por grande que sea, ningún tedio a la vida lo puede autorizar.
8.
De la obligación en que estamos de conservar nuestra vida, nace el derecho que tenemos para defenderla contra el injusto agresor. Pero no pudiendo defender nuestra vida sino quitándosela al injusto agresor, ¿podremos darle lícitamente la muerte? Unos dicen que sí, y otros que no. Los primeros se fundan en que el derecho natural dicta constantemente al hombre que vigile por su propia conservación: en que de otro modo serían injustas las leyes humanas, que permiten quitar la vida al que intenta quitarnos la nuestra: y últimamente en que el bien común exige que no se prefiera la vida de un facineroso a la de un ciudadano justificado y honrado. A los segundos no les hacen fuerza estas razones. A la primera responden, no negando que el derecho natural nos autoriza a para procurar nuestra conservación, pero no de manera que violemos la ley divina, la cual, según ellos, nos prohíbe quitar la vida al injusto agresor, fundándose para asegurarlo, en varios lugares de la Sagrada Escritura, y pasajes de los Padres de la Iglesia, que corroboran esta doctrina. A la segunda dicen que, aunque las leyes civiles no castigan al que da la muerte al injusto agresor, queda siempre no obstante la prohibición de la ley divina. Finalmente, replican a la tercera, que si bien no es preferible la vida temporal de un hombre perdido, a la de un hombre útil, y de buenas costumbres, la vida eterna, aunque sea de un malvado, que la perdería al perder también la temporal, debe anteponerse a la vida temporal de un justo.
Aunque la cuestión presentada de este modo pertenece más bien a la teología que a la filosofía moral, no nos parece fuera de propósito el haberla indicado. Nosotros siguiendo la doctrina de Santo Tomas, opinamos que puede el hombre quitar lícitamente la vida al que intenta darle injustamente la muerte. La razón nos parece muy sencilla, consultando el dictamen de la razón, y aun siguiendo los principios de la revelación, en que se fundan los patronos de la sentencia contraria. Mientras está el hombre en esta vida mortal, no sabe si es objeto de la ira o de la gracia de Dios: conque dejándose matar por no exponer la eterna salvación del que le acomete injustamente, se expone a perder su alma para siempre; y es claro que no está obligado a procurar a otro ningún bien a costa de un sacrificio tan costoso: la caridad bien ordenada empieza por sí mismo.
Pero sobre esto hay que saber que no es lícito quitar la vida al que solo intenta apoderarse de nuestros bienes de fortuna, porque estos no equivalen a la vida temporal de un hombre, y mucho menos a la espiritual y eterna, que también la quitaríamos si le diésemos la muerte cuando está cometiendo un pecado mortal, cual es el robar en materia grave. También se debe tener presente que no tiene el hombre derecho para quitar la vida al que no es un agresor injusto; y así no puede quitársela a los jueces que le condenan a muerte según las leyes, ni al que pone la sentencia en ejecución.
Si es un agresor injusto el que intenta quitarnos la vida, tenemos derecho de quitársela a él, cum moderamine inculpatæ tutelæ. Para esto son necesarias algunas condiciones: 1.ª que sean inútiles todos los demás medios de evitar nuestra muerte, como el huir, suplicar al agresor, tratar de convencerle con razones, herirle para imposibilitarle de consumar su atentado, y otros por este estilo: 2.ª que al dar la muerte al injusto agresor no presida en nuestro ánimo el resentimiento, el odio ni la venganza, sino solamente la necesidad de conservar nuestra vida; y 3.ª que cuando le damos la muerte, solo nos propongamos directamente la conservación de nuestra propia vida, y no la muerte de nuestro agresor.
9.
Además de la vida y bienes de fortuna, estamos obligados a conservar nuestro honor. El honor se puede considerar de dos maneras, respecto de nosotros, y respecto de los demás. Respecto de nosotros, o por nuestra parte, el honor consiste en acomodar todas nuestras acciones a las reglas de las costumbres: así siempre obraremos bien: el que no obra bien, no tiene verdadero honor. Respecto de los demás nuestro honor o fama consiste en el juicio que forman los demás de nuestra conducta: si le forman bueno, tendremos buena fama, y mala si le forman malo.
Desde luego se conoce que debemos adquirir y conservar el honor por nuestra parte, esto es, que debemos obrar siempre conforme a las reglas de las costumbres. Pero además también estamos obligados a conservar nuestro honor y buena reputación de parte de los demás, quiero decir, a procurar que sea bueno el juicio que formen de nuestra conducta; curam habe de bono nomine: y omnia si perdas, famam servare memento.
Si alguno mancillare nuestro honor con falsedades y calumnias, el mejor modo de defendernos es hacer ver lo contrario con las obras: pero también podemos vindicarle manifestando con razones, que no la tiene el que nos difama, o bien demandándole ante un tribunal: mas ni en un caso ni en otro es lícito calumniar a los que nos calumnian, ni publicar sus defectos; los vicios de los demás no son virtudes nuestras, ni constituyen nuestra defensa por lo general. Mas si alguna vez es necesario para hacer ver nuestra inocencia, o probar la calumnia, manifestar los vicios, o delitos de calumniador, entonces este sibi impute: primero en el honor de un inocente, que el de un perverso.
Tampoco es un medio para vindicar nuestro honor el duelo o el desafío: no siempre tiene razón el vencedor. Además el desafío es evidentemente contra la ley natural, porque en él se expone el hombre a perder la vida, y en quitársela a su contrario, no siendo dueño ni de una ni de otra. Ninguna fuerza tiene contra esta verdad el vanísimo pretexto de conservar el honor y evitar la infamia: el verdadero honor no puede consistir en la violación de la ley natural: esta violación es la verdadera infamia; porque entonces debe tener el hombre mala fama cuando no obra bien, y no obra bien cuando falta a las reglas de las costumbres, o quebranta la ley natural, que es lo mismo.
10.
En cuanto a nuestro estado exterior, nunca debemos abrazar un modo de vivir que repugne a lo que nos dictan las reglas de las costumbres: ni tampoco aquel en que haya un peligro grande y continuo de faltar a ellas. Antes de abrazar otro cualquiera, o de tomar estado, debemos contar con nuestras fuerza e inclinaciones: no elegiría bien, por ejemplo, la vida militar un valetudinario lleno de achaques, porque ese género de vida requiere fuerzas y buena salud, para soportar las fatigas del servicio: el que no tenga espíritu de continencia, de soledad y retiro, de obediencia, pobreza y sumisión, debe mirarse mucho para abrazar el estado religioso: unos padres ancianos, enfermos y pobres reclaman de parte de un buen hijo mucho detenimiento en casarse, si las obligaciones consiguientes al matrimonio le han de imposibilitar para socorrerles.
En todo caso, antes de abrazar un estado, debemos meditarlo mucho, consultar con personas de edad madura y experimentadas; y sobre todo pedir a Dios con fervor y perseverancia que nos ilumine, para elegir el que más nos convenga: pero una vez elegido debemos llenar cumplidamente y con el mayor esmero todas las obligaciones que nos imponga, aunque se nos resista, y tengamos que violentarnos para vivir en él.
§. 3.°
Obligaciones del hombre para con los demás
1.
Las obligaciones que tiene el hombre para sus semejantes son respectivamente las mismas que tiene para consigo. Hemos dicho que estas pueden considerarse en cuanto al alma, en cuanto al cuerpo, y en cuanto al estado exterior. Pues bien, así como estamos obligados a procurar que nuestro entendimiento conozca siempre la verdad, distinguiendo lo verdadero de lo falso; y a presentar a la voluntad las acciones y los objetos bajo todos sus aspectos, para que abrace lo que es realmente bueno, y deseche lo que es realmente malo, no dejándose llevar de las apariencias: así como estamos obligados a conservar nuestra vida, nuestra salud y nuestra buena reputación; y últimamente a procurar elegir el estado que más nos convenga, y una vez elegido, a cumplir con las obligaciones que lleva consigo, del mismo modo debemos también procurar por los medios que dicta la razón y la prudencia, que los demás conozcan igualmente la verdad, y abracen siempre lo que es realmente bueno, desechando lo que siendo bueno en la apariencia nada más, es verdaderamente malo. También debemos procurar que conserven su vida y su salud, y abracen el estado que les sea más ventajoso, cumpliendo después de abrazado con las obligaciones que impone.
2.
Claro está que si todo esto debemos hacer con nuestro prójimo, con mucha más razón estaremos obligados a no hacerle daño físicamente, a no atentar contra su persona, contra sus bienes, ni contra su opinión; y mucho más a no causarle ningún mal o perjuicio moral desviándole del cumplimiento de sus obligaciones con nuestros malos consejos, a con nuestros malos ejemplos. En una palabra, respecto de nuestro prójimo debemos guardar estas dos reglas de nuestras costumbres, en que se contienen todas las obligaciones que tenemos para con él: alteri feceris, quod tibi fieri vis: alteri ne feceris, quod tibi fieri non vis. Verdades eternas; aunque algunos han querido dudar de ellas sin el menor fundamento. El juez, dicen, que firma contra un reo la sentencia de muerte, el que pone en ejecución la sentencia, hacen respecto del reo lo que no quisieran que hicieran con ellos, y sin embargo no obran mal. Pero en este caso tanto el juez como el ejecutor de la justicia obran por delegación del mismo Dios: per me reges regnant, et legum conditores justa decernunt; y las obligaciones del hombre respecto de sus semejantes se deben entender únicamente cuando obra no como un comisionado del Supremo Legislador, sino como un ser igual por naturaleza en derechos a los demás seres de su especie. Cuando obra como un encargado de Dios, ha recibido de éste un derecho que le hace superior bajo este concepto a los demás sobre quienes le ha sido concedido.
3.
Todas estas obligaciones son una consecuencia necesaria del amor que debemos profesar a nuestros semejantes, amor que nos está dictando la razón natural: y no se dirá que le amamos, si le hacemos mal, ni tampoco si pudiendo no le hacemos bien.
Se pregunta si debemos hacer bien al prójimo aun con perjuicio nuestro.
Nosotros debemos amarnos a nosotros mismos, aunque también debemos amar al prójimo. De este noble amor resulta algunas veces el conflicto de cual obligación se debe preferir si la que tenemos respecto de nosotros, o la que tenemos respecto del prójimo. La razón en este caso nos dicta una regla muy clara, y es que siendo igual la necesidad de algún beneficio en nosotros que en el prójimo, primero somos nosotros que los demás, porque la caridad bien ordenada empieza por sí mismo. Si la necesidad del prójimo es mayor que la nuestra, debemos socorrerle, aunque de ello nos resulte algún perjuicio, siempre que no sea tanto que nos ponga en la misma necesidad que queremos socorrer en otro. La razón nos manda ser benéficos, y no solamente cuando podemos serlo sin el menor perjuicio o incomodidad por nuestra parte: de donde se sigue que si los demás tienen necesidad de nuestros beneficios, no cumpliremos con esta obligación si no queremos padecer lo más mínimo en obsequio y alivio de nuestros semejantes.
4.
En el cumplimiento de las obligaciones que tenemos para con los demás, necesitamos conducirnos con mucho detenimiento, discreción y delicadeza, por no ofenderles tal vez, o perjudicarles por nuestra ligereza o falta de reflexión. También esta es una regla de nuestras costumbres, y lleva consigo de consiguiente una obligación que no cumpliremos, si al tiempo por ejemplo de dar un consejo, no consideramos bien la necesidad de darle, y todas las circunstancias de las personas a quienes le damos, si le damos fuera de tiempo, y tal vez en ocasión que pueda servir más bien para discordias y disensiones en las familias, como sucede cuando se dan ciertos consejos a los hijos delante de los padres, a los maridos delante de sus mujeres; cuando se manifiesta o se publica la necesidad ajena por quererla remediar delante de gente: cuando queriendo retraer a los jóvenes de algún vicio, se les enseña quizá lo que punca debieran saber: y en otros muchos casos de igual naturaleza.
5.
Son muchas las obligaciones del hombre constituido en sociedad, según el destino que cada uno tiene en ella. El tratar de todas con expresión y extensión corresponde al derecho natural, al derecho civil y aun al de gentes. Pero tampoco es ajeno de la filosofía moral el dar una idea general de las más principales.
Tienen obligaciones el gobierno y los gobernados. Un buen gobierno debe procurar y promover con esmero la instrucción en todas las clases de la sociedad: para esto debe haber escuelas públicas, y establecimientos literarios; talleres y oficinas de artistas, que con el tiempo presten utilidad a la república: de este modo además de procurarse el bien estar temporal de la sociedad, se evita la ignorancia y la ociosidad, que son origen de muchos vicios. También deben hacer los gobernantes que los jóvenes se ejerciten en la virtud desde los primeros años, para lo cual es necesario mucho celo por las costumbres públicas, porque el ejemplo es un medio muy poderoso para formarse el corazón de un joven es necesario que haya, y que se enseñen libros de buena moral, y, se prohíban aquellos cuya lectura vicia y corrompe el corazón del hombre. Y como no es dado al legislador humano internarse en el corazón de sus súbditos, y dirigir inmediatamente sus afectos e inclinaciones, debe a lo menos establecer premios para las acciones buenas, y castigos para los delitos, que son motivos y estímulos para hacer el bien y abstenerse del mal.
Lo que más contribuye a la tranquilidad y felicidad de los pueblos, que es el objeto a que debe aspirar todo gobierno, es la justicia distributiva, que consiste en dar a cada uno lo que es suyo: y por lo mismo deben nombrarse jueces que terminen los litigios, dando a cada cual lo que le corresponde: debe velarse sobre su integridad, y deben ser severamente castigados los prevaricadores.
6.
Pero el principal cuidado de los que gobiernan debe ser la Religión. A la autoridad civil no pertenece definir los dogmas de la fe y de las costumbres; esto es propio exclusivamente de la Iglesia: mas la autoridad temporal debe velar por la pureza de la fe y de las costumbres, y castigar a los que traten de corromperlas.
No debe tolerarse ninguna religión falsa y mucho menos el ateísmo; esta tolerancia es contra lo que se debe a Dios, y también muy perjudicial a la sociedad civil. Antes de probarlo diremos que el que consiente, aprueba en su interior aquello mismo que consiente: el que permite da facultad para hacer alguna cosa, pero puede permitirla sin que la apruebe en su interior: el que tolera, ni aprueba interiormente, ni da facultad para hacer lo que tolera, sino que solamente calla y deja de castigarlo. Las autoridades deben no consentir ni permitir el ejercicio de las religiones falsas. En cuanto a la tolerancia, ninguna persona privada debe hacer ni querer mal a los que las profesan; y en este sentido debemos ser tolerantes con todo el mundo. La autoridad espiritual no puede tolerar ninguna religión falsa: por los medios propios de su naturaleza debe contener el error y anatematizarlo: la verdad es incompatible con la mentira: los encargados por la divinidad de vigilar sobre la pureza del culto tanto interno como externo que se le debe tributar, faltarían a una de sus más esenciales obligaciones, si callasen viendo a Dios ofendido y ultrajado por el error y la impiedad: en este sentido es y no puede menos de ser intolerante la verdadera religión; separa de su seno a sus enemigos.
Tampoco la autoridad civil debe tolerar ninguna religión falsa, y mucho menos el ateísmo, ni que se intente apartar a los demás de la creencia y ejercicio de la verdadera religión. Lo probamos.
El que profesa una religión falsa, o trata de separar a los demás de la verdadera, no solo falta a lo que debe a Dios, sino que con su ejemplo y con sus discursos induce a los otros a que falten igualmente a la primera de sus obligaciones. El faltar a lo que se debe a Dios, es la más grave de todas las culpas: y si no deben tolerarse las faltas graves que se cometen contra los hombres, mucho menos se deberán tolerar las gravísimas que se cometen contra Dios, y que se arrastre a los demás a que hagan lo mismo. Dividida la sociedad por la diferencia y variedad de sectas, se originan odios y enemistades, pendencias, guerras y desastres, con gravísimo daño de la república: pues sabido es que no hay encono más terrible que el que produce el fanatismo: males a que de ningún modo deben dar lugar los que mandan.
Mucho menos debe tolerarse el ateísmo, o la falta de toda religión: porque al fin el que profesa una religión falsa, puede errar en algunos dogmas especulativos, y convenir con la verdadera religión en las verdades morales y doctrina de las costumbres, mas para un hombre que niega la existencia de Dios, no hay ni puede haber moralidad en sus acciones, ni obligación alguna. Este hombre falta a Dios en todo cuanto le debe: nadie puede fiarse de él en la sociedad, careciendo como carece de un freno que le contenga, cuando pueda evadir las disposiciones de la ley humana: luego el ateísmo no se debe tolerar, por ser injurioso a Dios, y perjudicialísimo a la sociedad.
Se nos dice que los príncipes no deben impedir que sus súbditos crean en esta o en aquella religión, porque la creencia es un acto interior, a que no alcanza el poder humano. Pero nosotros no hablamos de actos puramente interiores: solo decimos que la autoridad temporal no debe tolerar el ejercicio de las religiones falsas, ni que algunos de sus súbditos pervierta con su conducta, con sus discursos, y con sus ejemplos a los que profesan la verdadera.
Sin embargo, cuando el error está demasiado arraigado en un país, y es muy grande el número de los que lo siguen, pueden tolerar los príncipes la herejía, o cualquiera otra falsa religión, por evitar las desgracias y males que, si se empeñasen en extirparla, se seguirían necesariamente con mucho detrimento de la religión verdadera, y de los que la profesasen en aquel país; pero no pueden en conciencia tolerar que se introduzca de nuevo, o que se ejerza cuando son en corto número los que la profesan, o se les puede apartar del error sin recelo de consecuencias graves.
7.
También deben los gobiernos promover la comodidad de los ciudadanos, y el aumento de la riqueza pública. Deben, pues, procurar que florezcan las artes, la agricultura, las manufacturas y el comercio, para que no falte cuanto pueda contribuir al bienestar de todos.
El adelantamiento en todos estos ramos de la riqueza de los pueblos, ha dado ocasión al lujo. Se disputa sobre si el lujo es bueno o malo. Para decidir esta cuestión es preciso saber que el lujo se puede considerar, o económicamente, esto es, en cuanto puede ser útil o perjudicial a la creación y aumento de la riqueza pública; o bien moralmente, en cuanto se conforma, o no se conforma con las reglas de las costumbres. Considerado económicamente, disienten los autores de economía política sobre si es útil o perjudicial a la riqueza de los pueblos: la riqueza se compone de todo lo que tiene valor: y tienen un verdadero valor, no solo el oro y la plata, las perlas y piedras preciosas, sino también todas las producciones de la industria, tanto agrícola como fabril y mercantil. El valor de las cosas es la fuerza que tienen para inclinarnos a dar tanto o cuanto por ellas: si hace tanta fuerza en nuestro ánimo una cosa, que nos inclina a dar por ella veinte reales, esta cosa vale veinte reales: el fundamento del valor de las cosas, o la razón por qué tienen esa fuerza para movernos a dar tanto o cuanto por ellas, es la utilidad que nos pueden prestar: una cosa, si la hay, que no pueda prestar ninguna utilidad, no vale nada.
El lujo, pues, es un consumo improductivo; que se hace de cosas de mucho valor, no necesarias para la comodidad de la vida. El consumo es lo mismo que el uso o gasto que se hace de alguna cosa: unas desaparecen del todo cuando se consumen o gastan, pero otras no, aunque siempre pierden algo, y se deterioran con el uso. Creemos que no hay ningún consumo que no sea productivo, a lo menos remota e indirectamente, se entiende en cuanto estimula y provoca la producción, porque es constante que cuanto más se consume, más se produce. En la definición que hemos dado del lujo, hablamos del consumo inmediatamente improductivo. Consumo inmediatamente productivo es el uso o gasto de alguna cosa, del cual resulta inmediatamente la producción de otra que tiene algún valor: cuando un herrero consume o gasta en su fragua el carbón, los instrumentos de su oficio, el tiempo &c., de este gasto resulta inmediatamente la producción, supongamos, de una cerradura, la cual tiene su respectivo valor: conque este consumo es inmediatamente productivo. Consumo inmediatamente improductivo es, viceversa, aquel del cual no resulta inmediatamente la producción de otro valor; tal es el consumo o gasto que se hace de un coche, o de un vestido de tela muy preciosa. Para que haya verdaderamente lujo, según la acepción que damos a esta palabra, es necesario que las cosas que se consumen tengan mucho valor, porque si es un valor ínfimo o mediano, no se tiene por lujo su consumo. No han de ser necesarias para vivir, ni aún para vivir cómodamente: si lo son, su consumo ya no se llama lujo: así no es lujo el consumo que hace un enfermo de medicamentos de mucho valor, si los necesita para recobrar su salud, ni el que hace el que en un país excesivamente cálido o frío, consume cosas de mucho valor, pero necesarias para librarse del calor o del frío.
Dicen ahora unos que el lujo contribuye mucho al aumento de la riqueza pública, porque ésta consiste en la reunión de valores: los productos valen, y cuanto más se gaste más se producirá, en razón de que los productores se animan a producir más cuando sus producciones tienen buen despacho. No lo niegan otros, pero dicen que se aumentaría más la riqueza pública, si los valores empleados en artículos de lujo, cuyo gasto o consumo nada produce, inmediatamente se empleasen en otros artículos de cuyo gasto o consumo resultase una nueva e inmediata producción, v. g. máquinas para cultivar la tierra, para trillar, para las conducciones, para cardar, para hilar, para tejer &c., todo al menos coste posible. Resultarían de aquí dos ventajas: la primera estimular a los inventores y fabricantes de máquinas para que inventasen y fabricasen más, aumentando de consiguiente la riqueza con el valor de las máquinas producidas: segunda, el aumento de la misma riqueza con las inmediatas producciones de las máquinas. La primera ventaja la tiene también el lujo, pero le falta la segunda: luego para el aumento de la riqueza pública es más conveniente gastar en artículos inmediatamente productivos, que en artículos de lujo.
Sea de esto lo que quiera, nosotros tenemos que mirar el lujo por la parte moral, a saber, si es conforme o no a las reglas de las costumbres; si es bueno o es malo. Si se gasta el lujo por orgullo, vanidad y soberbia, no hay duda que es malo, porque la razón reprueba que obremos por semejantes motivos. También es vituperable, si es motivo de afeminación, molicie y corrupción para el que lo gasta, si con él se da escándalo o mal ejemplo, si para sostenerle se contraen deudas innecesarias, o emplea el hombre lo que necesita para cubrir sus obligaciones, quedando estas desatendidas. No siendo así, y gastándose el lujo únicamente con el objeto de promover la industria; y dar trabajo a los pobres menestrales para que tengan con que pasar cómodamente su vida, para que eviten la ociosidad y sus malas consecuencias, y para que tengan algunos medios con que dar educación a sus hijos; en este caso nos parece que el lujo no será reprensible, aunque siempre es expuesto y peligroso el gastarle, porque es muy fácil que con él se pervierta el corazón humano, viéndose el hombre arrastrado a la vanidad; a disipar el tiempo, a contraer deudas, a descuidar de sus obligaciones religiosas &c., todo lo cual es manifiestamente contra las reglas de las costumbres.
8.
También conviene facilitar los matrimonios, sin los cuales no podría conservarse la sociedad, ni aún la especie humana, y para evitar la licencia de las costumbres: mas no por eso es contrario a la ley natural el celibato. Cuando Dios dijo: Crescite et multiplicamini, fueron estas palabras una bendición más bien que un mandato: Benedixitque Deus Noé et filliis ejus. Et dixit ad eos: Crescite, et multiplicamini, et replete terram dice el sagrado texto. Pero si se toma por un precepto, debe este entenderse respecto de todo el género humano tomado colectivamente, y no respecto de cada individuo en particular. El celibato puede considerarse relativamente a la propagación de la especie, a la sociedad y a la religión. Bajo el primer aspecto, si bien no favorece a la propagación del linaje humano, no por eso está reprobado por la ley natural; pues para que se conserve la descendencia de Adán y pueble la tierra, no es necesario que todos los hombres contraigan matrimonio, como lo estamos viendo en las cuatro partes del globo. En cuanto a la relación que tiene el celibato con la sociedad, de ningún modo la perjudican los célibes: el bien de una sociedad no debe medirse por el número, sino por el bienestar de sus individuos; y muchas veces el excesivo aumento de población perjudica en sumo grado a los habitantes de un país. En cuanto a la religión, como esta exige en los ministros del santuario una gran pureza de alma y cuerpo, por eso es muy conforme a la índole de esta misma religión santa y pura el celibato de los que están destinados al servicio del altar; y para los demás no hay en ella ninguna ley ni precepto que les mande abrazar individualmente el matrimonio.
La misma naturaleza está manifestando que el estado del matrimonio debe ser la monogamia o la unión del hombre con una sola mujer, puesto que siempre es igual poco más o menos el número de hombres y mujeres. La poligamia consiste en tener el hombre muchas mujeres por esposas: si las tiene una en pos de otra, se llama poligamia sucesiva, la cual con las circunstancias que se requieren no está prohibida por ninguna ley. Si se tienen a un tiempo, se llama poligamia simultánea, y esta está prohibida por la ley natural en el estado actual del género humano como opuesta a los fines consiguientes a la institución del matrimonio; que es la paz entre los casados, la buena educación de la prole, y la armonía de todos los individuos de una familia: objetos, a cuya consecución se opone naturalmente la pluralidad de mujeres por los celos, envidias y pendencias, que no puede menos de haber entre ellas, y entre los hijos de unas y otras, y entre ellas y su mismo marido. Hemos dicho que la poligamia simultánea está prohibida por la ley natural en el estado actual del género humano, porque no lo estuvo a los Patriarcas, respecto de los cuales militaban razones que no militan ahora: y además, Dios que quería el aumento del pueblo fiel, haría que se evitasen o remediasen los inconvenientes que resultan de la poligamia simultánea, y por los cuales repugna a la razón.
La poliviria o el matrimonio simultáneo de una mujer con muchos hombres, está prohibida con mucha más razón por la ley natural, ni puede haber caso ni circunstancia alguna que la haga lícita.
9.
Los defensores de la poligamia simultánea alegan en su favor que los orientales y los turcos no dejan de educar bien a sus hijos y conservar la paz entre su familia, aunque están casados con muchas mujeres: y que parece intolerable y repugnante a la razón que si a un hombre le ha tocado una mujer enferma, o de genio díscolo e insufrible, no se le permita suavizar su suerte uniéndose también con otra de buena salud y de apacible genio.
Ninguna fuerza tienen estos argumentos. No es cierto que los turcos y más orientales disfruten esa paz doméstica, constándolos por su historia lo contrario, a lo menos en mucha parte: y la tranquilidad poca o mucha que gozan en el seno de sus familias, la deben a unos medios repugnantes a la naturaleza y a la índole del mismo matrimonio. Sabido es cuan indignamente tratan a las compañeras de su vida, cuya suerte es peor entre ellos que la de una criada: encerradas, vigiladas por una especie de monstruo, que tales son los eunucos, a quienes está confiada su custodia, no tienen libertad ni aun para las cosas más indiferentes, y que se permiten muchas veces a los reos de delitos graves. Raras veces estas madres infelices tienen el gusto de hacer el oficio a que las llama la naturaleza dando educación a sus hijos, especialmente a los varones que suelen entregarse por el padre al cuidado de un esclavo. Todas estas son trasgresiones visibles del derecho de la naturaleza, y no le hay para con ofensa de esta satisfacer la sensualidad.
El que haya tenido la desgracia de unirse con una compañera soberbia y altiva, insociable, o acaso enferma de por vida, enojosa tal vez por infecunda; ¿estará seguro de que otra con quien se una no tenga los mismos defectos? ¿Y si teniéndolos quiere mejorar de condición uniéndose a otra todavía, recompensarán las buenas prendas de esta última los sinsabores y desazones que le causen las dos primeras? ¿Y si la tercera tiene las mismas propiedades habrá de buscar la cuarta, exponiéndose a que le suceda lo mismo con ella? Vendremos, pues, a parar en que un marido para estar contento, tendrá que ir aumentando el número de mujeres, aumentando con ellas los motivos de su disgusto.
10.
La suprema autoridad, que por su destino debe procurar por el bien de la sociedad, debe también dar las leyes, órdenes y disposiciones que más convengan para la tranquilidad interior de todos sus súbditos, nombrando jueces que administren rectamente la justicia, castigando a quien perturbe el sosiego público, reprimiendo los atentados contra la seguridad individual, y dirimiendo las contiendas, y querellas que se susciten entre los ciudadanos.
También incumbe a la autoridad suprema el impedir que los extraños turben la tranquilidad interior de la nación, o la injurien o perjudiquen en sus intereses. De aquí nace el derecho de la guerra: porque entre dos pueblos independientes no hay tribunal superior a quien recurrir para que dé la razón y el derecho a quien le detiene.
La guerra es un estado en que se hallan dos naciones, que están dispuestas a hacerse todo el daño posible. Si ha de ser justa, es necesario que tenga por objeto resarcir algún daño grave. El estado en que se halla una provincia que causa todo el mal que puede al resto de la sociedad a que pertenece, tiene más bien el nombre de insurrección que de guerra: tampoco lo es el estado de enemistad en que se hallan dos individuos; ni consiste en el acto de hacerse daño, este acto será un combate, o una riña,
La guerra puede ser ofensiva y defensiva: la primera para obligar a una potencia extranjera a reparar los daños que nos haya causado: la segunda para defender nuestro derecho y nuestras cosas contra la agresión de los extranjeros, repeliendo la fuerza con la fuerza. No se debe emprender sino después de haber empleado inútilmente todos los medios razonables para impedirla: y una vez emprendida debe hacerse sin crueldad ni encarnizamiento, evitando en cuanto sea posible la efusión de sangre, y la desolación del país contra quien se guerrea, perdonando a los indefensos cuando no son delincuentes, y respetando la religión y el pudor.
11.
Estas son en general las obligaciones de los que mandan. Los súbditos por su parte deben estar sumisos a las leyes y autoridades, pagar exactamente las contribuciones que imponga la autoridad legítima, y cumplir cada uno fielmente con el cargo que se le haya confiado. Los padres deben cuidar con todo esmero de la educación científica, y especialmente moral, de sus hijos, a quienes deben mirar como un depósito que Dios les ha confiado, y del cual les ha de pedir a su tiempo una cuenta muy estrecha. Los hijos por su parte, mientras están bajo la patria potestad, deben obedecer a sus padres: deben respetarlos siempre y socorrerles, si lo necesitan, después que se emancipan. El emanciparse consiste en quedar independiente de la potestad de los padres, lo que tiene lugar a la edad fijada por las leyes. Cuando antes de esta edad fallecen los padres, se señalan tutores a los hijos, que en este caso se llaman pupilos: y las obligaciones de los pupilos y tutores son de la misma naturaleza que las de los padres o hijos.
12.
Los hombres que viven en sociedad tienen también otras muchas obligaciones consiguientes al trato y comunicación que tienen entre sí. Nacen de los contratos. El contrato es el consentimiento de dos o más personas en un mismo parecer, y con ánimo de quedar obligadas a alguna cosa, o libres de una obligación anteriormente contraída. La mera y desnuda manifestación de la voluntad no es contrato, porque falta el ánimo de obligarse: tampoco lo es, por la misma razón, la simple promesa; pero cuando media esta debemos cumplir con lo que hemos prometido, porque así lo dicta la razón, siempre que no haya algún motivo justo para no cumplirlo. La razón releva de cumplir su palabra al que prometió socorrer con mil reales la necesidad de un amigo, si de repente se ve reducido a la misma necesidad que quería socorrer.
Por las leyes humanas no tienen fuerza en el fuero humano muchos contratos, si no están escritos y firmados por los contratantes, exigiéndolo así su misma importancia y gravedad, y la necesidad por lo tanto de su mayor comprobación, y de alejar los fraudes y violencias. Pero aunque no estén escritos obligan en el fuero interior o de la conciencia, porque es una regla invariable de nuestras costumbres que cumplamos con la obligación a que nos hemos sujetado libremente, aunque no la hayamos extendido por escrito.
No hay contrato cuando alguno impelido por un miedo injusto y grave dice que consiente en lo que realmente no consiente, porque falta el consentimiento, el cual es esencial para el contrato. En este caso ninguna obligación procede del contrato, puesto que no le hay. Tampoco hay obligación de cumplir con lo que se ha prometido de palabra, porque el que impuso injustamente el miedo no tiene ningún derecho para exigir su cumplimiento por parte de aquel a quien ha intimidado injustamente.
Cuando alguno no consiente, pero dice que sí, que consiente, movido por el interés que en su concepto le resulta de decirlo, tampoco hay contrato, porque no hay consentimiento, y de consiguiente tampoco hay obligación procedente de contrato. Pero el que así ha prometido alguna cosa, está obligado a cumplir lo que libremente prometió, y la otra parte tiene derecho para exigir su cumplimiento.
En la obligación de los contratos hay que considerar tres cosas: el entendimiento, la voluntad, y la materia sobre que versa el contrato. Por lo que hace el entendimiento exige la justicia, el interés común, y la misma humanidad que no se engañe a ninguno de los contratantes ni se le cause daño alguno por su falta de saber, o por su poca experiencia. También pertenece al entendimiento el error acerca de las cosas sobre que se contrata, o de las cualidades que pueden alterar considerablemente su valor. Así no habría contrato, si alguno creyese comprar una alhaja de oro, y la pagase como tal, siendo de cobre dorado a fuego, y cuando alguno trocase una casa por otra creyéndola en buen estado, y estuviese ruinosa.
En cuanto a la voluntad, de ésta y del consentimiento de los contratantes depende la fuerza y aun la esencia de los contratos; de modo que si no hay consentimiento no puede haber contrato, como hemos dicho ya. Es indudable que no hay contrato cuando falta el consentimiento aunque alguno por miedo grave diga que consiente, pero es necesario que el miedo sea realmente grave, y basta que lo sea respectivamente, y además injusto, para que el que dice que consiente no quede obligado a cumplir lo que promete aunque interiormente no consienta en ello: porque si el miedo es leve y vano, no le ha coartado la libertad de prometer; y si es justo, esto es, si al que dice que consiente se le ha conminado, supongamos, con embargarle sus bienes si no paga una deuda, el que así le amenaza tiene derecho para exigir del amenazado que cumpla la promesa de pagarle.
Tocante a la materia de los contratos, es necesario que sea lícita, y no lo será, si es contra la ley natural, contra la ley divina positiva, o contra las leyes humanas, cuando son verdaderas leyes: en todos estos casos no hay ni puede haber contrato: no hay, pues, ninguna obligación, antes sí la hay de no cumplir lo que se ha querido contratar. Tampoco le hay cuando la materia es imposible, o superior a nuestras fuerzas, como sería el edificar una gran ciudad en una hora.
Los contratos pueden ser absolutos y condicionales: contrato absoluto es el que se hace sin ninguna condición: condicional es el que la lleva, y dejará de obligar si falta la condición establecida.
También pueden ser onerosos y beneficiosos: contrato oneroso es aquel en que cada uno de los contratantes se carga con alguna obligación: tal es la compra y venta; en ellas se carga el que vende con la obligación de dar su género al que compra, y este con la de dar su dinero al que vende. En este contrato el que vende debe atenerse al precio corriente, fijado por la oferta y la demanda. Si hay mucha abundancia de las cosas que se venden, naturalmente su precio es más bajo, en especial si son pocos los compradores: si hay escasez, y no se disminuye el número de los consumidores, el precio sube: la proporción, pues, entre la abundancia o escasez de los géneros que se venden, y el número mayor o menor de los compradores, es el regulador del precio de las cosas. Esto supuesto, el que vende no puede llevar lícitamente por los artículos de su comercio un precio más alto al que ignora cuál sea el verdadero, o al que por circunstancias particulares de que no puede prescindir, se ve imposibilitado de acudir a otro vendedor.
En los contratos beneficiosos resulta una ventaja o beneficio a uno de los contrayentes, sin carga ninguna que cumplir. Principalmente son tres: la comisión, el depósito y el préstamo. La comisión se llama en latín mundatum, que viene de manus datio, porque los romanos al hacer este contrato se daban la mano en señal de fidelidad; es un contrato, por el cual se compromete alguno a cuidar gratis de los negocios que otro le ha encomendado. En este contrato el que acepta la comisión hace un favor a su comitente, sin que este quede gravado con ninguna carga. El comisionado debe seguir las instrucciones que el comitente le dé: separándose de ellas es responsable de los daños que se sigan. Si el comitente ha dejado el manejo de sus asuntos a la prudencia y habilidad del comisionado, debe este poner el cuidado y diligencia que es regular; pero debe hacer diligencias y esfuerzos extraordinarios si se hubiere comprometido a ello, o si lo exige la naturaleza del negocio. El que no tenga bastante habilidad, o la proporción y tiempo necesario para cuidar de los asuntos ajenos, no debe encargarse de ellos: y si se encarga, será responsable de los perjuicios que se sigan por su impericia, o por no poder atender a su cuidado.
El depósito es un contrato, por el cual recibe alguno, para custodiar gratis alguna cosa que le ha entregado su dueño. El depositario debe cuidar con esmero que no se pierda ni deteriore la cosa depositada: no debe usarla, a no ser que su dueño le haya autorizado expresamente para ello, debe restituírsela cuando se la pida, no siendo para cometer algún delito, como el que tiene depositada una espada, y la pide para matarse o para matar a otro. El que deposita debe abonar al depositario los gastos necesarios que haya hecho para guardar la cosa depositada.
El préstamo o empréstito, en latín commodatum, es un contrato por el cual concede alguno a otro gratis el uso de alguna cosa, como cuando uno presta a otro un libro para que lo use. El que recibe prestado debe poner el mayor cuidado en que la cosa prestada no se deteriore más de lo que se deteriora naturalmente con el uso; y está obligado a resarcir cualquier detrimento que haya padecido por su culpa; como también a devolverla al tiempo estipulado, o antes si la necesita el dueño. Este por su parte debe abonar al que ha recibido prestado los gastos que le ocasiona la cosa prestada, a no ser que sean necesarios para hacer uso de ella: igualmente debe abonarle las mejoras, de las cuales le ha resultado alguna utilidad.
El préstamo o empréstito, llamado en latín mutuum gratuitum, consiste en dar prestada alguna cosa que no hay obligación de volver, idéntica e individualmente la misma, si no la misma cantidad, peso o medida, y de la misma especie y calidad que se recibe. Estas cosas se llaman fungibles, y son las que con el uso desaparecen para el que las usa, como el dinero, el trigo, el aceite, el aceite, &c., que como no se pueden usar sin consumirse, o sin que desaparezcan para el que las usa, es claro que no hay obligación de volver las mismas, y sí otras de igual cantidad y calidad. Generalmente se dice que las cosas fungibles son las que se cuentan, se miden o se pesan: es verdad que todas las cosas fungibles se cuentan, se miden y se pesan; pero no todas las cosas que se cuentan, se miden o se pesan, son fungibles.
13.
A la doctrina de los contratos corresponde la importantísima cuestión de la usura que no debe omitirse en un tratado de filosofía moral, como uno de los casos que frecuentemente pueden ocurrir, en que el hombre se conforme o se desvíe de las reglas de las costumbres.
La usura consiste en llevar ilícitamente alguna cantidad más de dinero que la que se da prestada. Decimos ilícitamente; y esto se verifica, cuando el que presta no recibe ningún perjuicio, ni se priva de ninguna ganancia por prestar: si ocurre alguna de las dos cosas, las cuales se llaman damnum emergens, y lucrum cessans, no hay usura. Pongamos un ejemplo: un propietario que solo tiene cuatro mil reales destinados para acopiar por Agosto el trigo necesario para la manutención de su familia, y se los presta a una persona que le pide este favor, a pagar en fin de año, tiene que pedir a réditos los cuatro mil reales, o no comprar el trigo hasta últimos de año, cuando vale más caro que en Agosto; es evidente que a este propietario se le sigue un perjuicio de haber prestado los cuatro mil reales. Del mismo modo cesa la ganancia del comerciante que teniendo empleado todo su capital y produciéndole un seis por ciento, presta alguna parte de él a una persona que se la pide.
En el primer caso se verifica el damnum emergens, y en el segundo el lucrum cessans, y en ambos deja de haber usura, si el que da prestado solo exige la cantidad en que se ve perjudicado, o que deja de percibir. Pero hay usura, si no existe alguno de aquellos dos títulos, en cuyo caso se lleva el interés ratione mutui, que es decir, solo por haber prestado.
Pretenden algunos que la usura solo está prohibida por la ley divina positiva. No convenimos con ellos: la usura está prohibida por la ley natural.
Se prueba. Si el que pide prestado padece una necesidad extrema y grave, tiene derecho a aquella parte de nuestros bienes que baste para socorrer su necesidad, porque cuando la necesidad es extrema todos los bienes son comunes; Dios no ha querido que se apropie el hombre exclusivamente todo lo que le ha dado, cuando su prójimo necesita de algo para no morirse: así lo dicta la razón natural: lo que equivale a ser el pobre en este caso nuestro acreedor, y nosotros sus deudores. Como tales estamos obligados a socorrerle con aquella cantidad, que según nuestras facultades tiene derecho por la ley natural para exigir de nosotros. Es verdad, que si socorrida su necesidad puede cómodamente devolvernos lo que le dimos prestado, tenemos derecho para pedírselo: pero si de aquella cantidad, cuando nos la devuelve le exigimos intereses, es lo mismo que exigirlos de lo que era del pobre, contra su voluntad, como se supone, que es en lo que consiste el robo, el cual está prohibido por la ley natural. Aún más: aunque en este caso hubiera realmente damno emergente, y lucro cesante, no deberíamos exigir interés alguno por la cantidad prestada: pero aunque el llevarlo sería una falta de humanidad, no sería usura.
Si el que pide prestado padece una verdadera necesidad pero no extrema, no tiene derecho a la parte de nuestros bienes, suficiente para socorrer su necesidad; pero nosotros estamos obligados a socorrerle según nuestras facultades, porque así nos lo dicta la razón. Supongamos que con arreglo a ellas debemos socorrer a una familia menesterosa, prestándola mil reales: si exigimos cien reales de intereses, no cumplimos con la obligación que suponemos, pues solo la entregamos novecientos: o bien queremos que nos paguen porque cumplimos con nuestra obligación.
Si el que pide prestado no lo necesita, y solo lo pide para su mayor comodidad, diversión o regalo, el que da prestado en este caso, siempre que no haya damno emergente ni lucro cesante, no tiene ningún título justo para exigir intereses: solo tenemos derecho para exigir lo que es nuestro, y en el caso propuesto no se ve por donde sea del que presta la cantidad que no ha prestado. Además, la razón natural nos manda ser benéficos con el prójimo: esta obligación es diferente o abraza más que la que tenemos de socorrerle cuando está necesitado: por ella debemos hacer bien a los demás aunque no lo necesiten. Sabemos que los preceptos positivos no obligan siempre y por siempre, y que por lo mismo solo deberemos hacer bien a los que no lo necesitan, cuando lo dicte la razón considerada la ocasión y las circunstancias: pero el hecho es que estamos obligados a hacer beneficios, no a venderlos; y no haríamos, sino que venderíamos un beneficio si exigiéramos por él algún interés.
Nada prueban contra nuestra aserción las leyes humanas que permiten llevar tanto por ciento en los préstamos, porque lo que en ellas se establece solo se reduce a graduar a lo que puede ascender el damno emergente y el lucro cesante, según las circunstancias del país donde se dan aquellas leyes: mas no permiten, ni pueden permitir que se lleve el tanto por ciento ratione mutui quâ mutuum est; y si lo permitieran, no serían verdaderas leyes, por ser contrarias a la ley natural.
No hay usura cuando al que recibe prestada alguna cantidad de dinero para enriquecerse negociando con ella, o por cualquiera otro medio, le exige algún interés el que se la da; porque en este caso es lo mismo que si el que da prestado formase con aquel a quien presta un contrato de compañía.
Estos contratos de sociedad o compañía consisten en que dos o más personas pongan en común alguna cosa de valor, con el fin de distribuir entre todos los socios las ganancias que resulten, guardada proporción con lo que cada uno haya puesto en el fondo común.
Para que no sea usurario este contrato es menester que la ganancia sea proporcionada a lo que cada uno haya puesto en el fondo: que los gastos, el peligro, y las pérdidas sean también y se repartan con igualdad proporcional entre todos los socios: que si se pierde o perece lo que ha puesto alguno de ellos, no estén obligados los demás a abonárselo, a no ser que haya perecido o se haya perdido por culpa de ellos mismos, o bien se hayan convenido todos en asegurarse mutuamente, pero libre y espontáneamente su capital. Así, será usurario este contrato, si alguno de los socios exige más ganancias que las que le corresponden, a proporción de lo que ha puesto en el fondo. También lo será si alguno de ellos asegura su capital entero contra todo evento, aunque ceda por ello parte de la ganancia que le pueda corresponder: en este caso, solo puede asegurar lícitamente aquella parte del capital, de que no percibe ninguna ganancia; porque equivale a si se la hubiera prestado a sus compañeros.
Algunas veces hay una usura paliada o encubierta, como en el contrato llamado mohatra. Este consiste algunas veces en lo siguiente: vende alguno una alhaja estipulando con el comprador que le ha de pagar por ella mil reales, supongamos dentro de un año: después mudando de parecer el comprador se la vende al mismo comerciante que no le dá por ella más que seiscientos reales, quedando el comprador obligado a pagarle los mil concluido el año; de donde resulta que este experimenta la pérdida de los cuatrocientos reales que percibe el vendedor; y esto es lo que se llama usura paliada. Más no habrá ninguna, si cuando el comerciante ha vuelto a comprar la alhaja, ya no vale más que los seiscientos reales. Otras veces es la usura más conocida, y es cuando los dos han contratado de antemano que el comprador haya de volver a vender al comerciante en seiscientos reales la alhaja que compra por mil. En este caso, aunque la alhaja al tiempo de volver a venderla no valga más que seiscientos reales, el contrato siempre fue usurario, a no ser que la alhaja tenga un valor tan variable, que lo mismo pueda valer seiscientos reales que doscientos al tiempo de volver a venderla.
14.
Para confirmar los contratos, promesas y testimonios de los hombres, se emplea algunas veces el juramento que es un acto religioso, por el cual, para confirmar una cosa dudosa, invocamos a Dios por testigo, y por vengador si no decimos la verdad. La duda deben tenerla los demás, no el mismo que jura: porque sería una impiedad llamar a Dios por testigo para confirmar como cierta una cosa de que dudase el mismo que le llamaba. También sería faltar al respeto y reverencia debida a la suprema majestad de Dios, ponerle por testigo para confirmar una cosa de nonada; aunque fuese verdadera: por la misma razón tampoco es lícito jurar aun en materias de mucha importancia si se puede hacer patente la verdad por otros medios, pues solo puede el hombre mezclar a Dios en sus asuntos y miserias cuando hay una verdadera necesidad.
Tres son, pues, las condiciones que debe tener el juramento para que sea lícito: verdad, justicia y necesidad grave, o grande utilidad: sin estas condiciones el juramento es un desacato contra Dios: pero verificándose, no solamente es lícito, sino que también es un acto de religión y piedad, porque la religión consiste en dar a Dios el honor debido a su infinita perfección, y se le da verdaderamente el que jura con aquellas condiciones, porque conoce y confiesa la infinita veracidad de Dios, y su infinita sabiduría cuando le pone por testigo, como también su divina justicia cuando le invoca como vengador si no dice la verdad.
El juramento puede ser asertorio o afirmativo, promisorio, execratorio, y conminatorio. En el primero pone a Dios por testigo el que jura de que dice lo que siente: por el segundo se promete hacer o dar alguna cosa, poniendo a Dios por testigo de que se cumplirá lo que se promete: por el execratorio invoca sobre sí la ira de Dios el que jura si no hace tal o cual cosa, o si no es verdad lo que dice: en el conminatorio va envuelta alguna amenaza, poniendo a Dios por testigo el que jura de que la cumplirá.
En todos estos juramentos y en otros cualesquiera es necesario que se afirme se crea verdadero por el que jura; que haya grave necesidad o grande utilidad en el jurar; y últimamente que el juramento sea de cosa lícita y honesta, porque si no lo es, no solo es malo jurar sino también cumplir con lo que se jura, cuando el juramento es promisorio o execratorio. El promisorio obliga al cumplimiento de la promesa si ha sido hecho con las condiciones referidas, porque sería una gravísima falta del respeto y reverencia que debemos a Dios, ofrecer en su sagrado nombre alguna cosa, y no cumplirla; pero el conminatorio, que nunca se debe hacer sino con sumo detenimiento y circunspección, aunque hay obligación de cumplirle, si la amenaza es justa, y le acompañan las demás condiciones, no obliga, si las circunstancias hacen que ya no sea preciso, o acaso sea perjudicial el cumplimiento de la amenaza, pues solo en este sentido se entiende bien hecho el juramento.
El voto que tiene alguna afinidad con el juramento es una promesa deliberada y religiosa que hacemos a Dios espontáneamente de alguna cosa mejor y posible. Se dice deliberada porque para que haya realmente voto lo ha de hacer el hombre estando en el uso de la razón. Se dice religiosa, porque lo que se ofrece a Dios debe referirse al culto interno o externo que le debemos. Debe ser de cosa mejor que su contraria, aunque sea buena, porque es despreciar a Dios ofrecerle una cosa menos perfecta dejada la más perfecta, como si uno hiciese voto de no ayunar cuando no está obligado. También debe ser posible, porque sería una temeridad que ofendería mucho a Dios ofrecerle lo que no pudiéramos cumplir. Finalmente la promesa debe ser espontánea, porque no son aceptos a Dios los ofrecimientos que se le hacen con repugnancia, y de mala gana.
15.
Hemos explicado las principales obligaciones que tiene el hombre para con Dios, para consigo mismo y para con los demás. Hay virtudes con cuyo ejercicio cumple el hombre con todas estas obligaciones y hay vicios opuestos a estas virtudes. Bueno será dar una idea tanto de las virtudes, como de los vicios.
La virtud es el hábito de conformar las acciones con la ley: el vicio es el hábito de hacer lo que es contrario a la ley u omitir lo que es conforme a la ley. El hábito es una disposición de hacer u omitir fácilmente alguna acción, adquirida esta disposición por una repetición de actos de la misma especie.
16.
Cumplimos con las obligaciones que tenemos para con Dios con el ejercicio de todas las virtudes, aunque no tengan al mismo Dios por objeto inmediato. La principal obligación que tenemos para con su divina Majestad es cumplir con su santa ley; cumpliendo con su santa ley ejercemos muchas virtudes que no tienen por objeto inmediato a Dios. Cuando damos limosna al pobre, cuando visitamos a los enfermos, cuando damos un buen consejo al que lo necesita, no tienen todas estas acciones por objeto inmediato a Dios sino al prójimo, y sin embargo cumplimos en parte con las obligaciones que tenemos para con Dios, porque hacemos lo que nos manda.
Pero hay virtudes que tienen por objeto inmediato a Dios, y por lo mismo se llaman teológicas o teologales, de la palabra griega Theos que quiere decir Dios. Estas son tres, fe, esperanza y caridad, y con ellas principalmente cumplimos con las obligaciones que tenemos para con nuestro Dios.
La fe, que consiste en creer lo que Dios nos dice, es el fundamento de todas las virtudes, porque si no creemos que hay Dios, ni en su divina palabra, no podemos tener virtud alguna. Si no creemos que hay Dios; si no creemos que es verdad lo que nos dice, no podemos conformar nuestras acciones con la ley o con las reglas de las costumbres, porque sin Dios, sin su divina palabra, no habría leyes ni reglas de las costumbres, y no habiéndolas no podríamos estar dispuestos a conformar con ellas nuestras acciones, que es en lo que consiste la virtud.
Estamos obligados a manifestar nuestra fe con el culto externo, según hemos dicho en otra parte: y no podemos negarla, ni simular que profesamos una religión falsa, aunque temamos la muerte si así no lo hacemos; porque es un agravio que hacemos a Dios, el negar que le conocemos y le adoramos, de mucho más peso en la balanza de la moralidad que la pérdida de nuestra vida. Pero no es negar la fe el huir de las persecuciones suscitadas contra los que profesan la verdadera Religión, antes bien el que huye manifiesta con su fuga que la profesa, y que no quiere abandonarla. Y hará muy bien en huir y no exponerse al peligro de negar a Dios, el que no se sienta con bastante valor para resistir a la fuerza de los trabajos o tormentos con que se intente apartarle de la verdadera Religión: dum perseguuntur vos in ista civitate, fugite in aliam, dice Jesucristo.
Como estamos plenamente convencidos de la infinita bondad, santidad y sabiduría de Dios, descansamos con toda seguridad en su divina providencia, bien ciertos de que cuida de nosotros y de que nada hace con respecto a nosotros que no sea para nuestro bien. En esto consiste la confianza en Dios. De ella nace la esperanza que tenemos de conseguir nuestra felicidad; en esta vida la que nos convenga, y en la otra la que no ha de tener fin, siempre que le sirvamos con fidelidad. Dios nos manda esperar en él, y con la esperanza cumplimos, pues, con una de las principales obligaciones que tenemos para con él.
Se puede decir que la caridad o el amor de Dios envuelve todas las virtudes. Si nos faltara una sola, no haríamos lo que nos manda, y mal se diría que amábamos a Dios desobedeciéndole; probatio dilectionis exhibitio est operis, dice San Gregorio. Para que nuestro amor sea digno de un Dios tan grande es necesario le amemos más que a todas las cosas juntas, y entonces diremos que le amamos así, cuando estemos dispuestos a perderlas todas antes que ofenderle.
17.
Varias son las virtudes, con cuyo ejercicio cumplimos con las obligaciones que tenemos para con nosotros. El fundamento de todas ellas es el conocimiento de sí mismo: nosce te ipsum. Conociéndonos a nosotros mismos conocemos nuestra debilidad, nuestras inclinaciones, nuestros defectos, y la necesidad que tenemos de estar siempre vigilantes para no errar, para no dejarnos arrastrar por la falacia de los sentidos, y para no sucumbir a la violencia de las pasiones. El conocimiento de si propio es hijo de la continua reflexión, y de una comparación imparcial de nuestra conducta con la de los demás hombres, tanto los que viven con nosotros, como aquellos que ya son objeto de la historia.
Del verdadero conocimiento de sí mismo nace la prudencia, que consiste en saber obrar en cada ocasión del modo conveniente: y si es necesaria la prudencia, cuando se atraviesa el decoro, la utilidad y la política, mucho más lo es cuando se atraviesa la moral.
Otra virtud de que tenemos gran necesidad es la fortaleza, por la cual en los peligros, aflicciones y miserias de la vida, arreglamos nuestras acciones a lo que nos dicta la razón. Entonces necesitamos mucho de la fortaleza, cuando no podemos cumplir con nuestras obligaciones sin peligro inminente de un grande mal. Por eso debemos procurarnos esta virtud a toda costa, para no exponernos a quebrantar nuestras obligaciones por nuestra debilidad. De la fortaleza nace la paciencia, virtud que nos hace sufrir con resignación las adversidades, y nos entregamos en manos de la divina Providencia en todos los lances de la vida, especialmente en los arduos y trabajosos.
Nada impide tanto la prudencia y la fortaleza, como los excesos en la comida y bebida, y en los placeres de los sentidos. Por esta razón nos es del todo necesaria la templanza, virtud que arregla el uso de la comida y bebida y de los placeres a la recta razón.
Suelen llamarse cardinales las tres virtudes prudencia, fortaleza y templanza, en unión con la justicia: y se llaman cardinales, como quien dice fundamentales, o que son el origen de donde proceden las demás, o a las cuales pueden referirse. Convenimos en que cuadra muy bien esta cualidad a la justicia universal, o a la rectitud, que no consiste en otra cosa más que en la conformidad de todas las acciones cualesquiera que sean, con las reglas de las costumbres, pero nos parece que en cuanto a las demás, no es muy exacta la calificación que de ellas se hace, cuestión que no es al presente de la mayor importancia.
18.
Todas las virtudes relativas a las obligaciones que tenemos para con los demás, están incluidas en el amor que les debemos. Debemos, pues, amarlos a todos; pero no estamos obligados a contraer estrecha amistad con cada uno de ellos; y aun necesitamos mucho tino y detenimiento en elegir los amigos, no sea que con su ejemplo, discursos y sugestiones nos extravíen de la senda de la virtud.
Pues que debemos amar a todos los hombres, debemos tratarles con mansedumbre, que es una virtud por la cual evitamos ofender, irritar y humillar a los demás. También debemos ser generosos con todos: la generosidad, es una virtud por la cual, entre otras cosas, condonamos con facilidad las ofensas y agravios que nos hacen: también significa algunas veces lo mismo que liberalidad: esta es una virtud que dirige nuestras acciones, en cuanto a repartir los bienes que tenemos. No es lo mismo la liberalidad que la prodigalidad: el liberal gasta sin mezquindad lo que tiene, cuando lo exige lo que debe a Dios y a los demás: el pródigo expende sus bienes con profusión sin que lo exijan las obligaciones que tiene para con Dios y para con los otros hombres. El que gasta con esplendidez su dinero en promover el culto y la gloria de Dios, o en aliviar la miseria de los pobres, es liberal: pero el que lo gasta con abundancia en banquetes y diversiones con personas que no están necesitadas, es un pródigo. La prodigalidad es un vicio.
La humildad es compañera de la mansedumbre. El humilde no se cree superior a los demás por los dotes del alma o del cuerpo, ni por las riquezas que posee; pero no se opone a la humildad el juicio imparcial de lo que cada uno es y vale. Tampoco ensoberbecen al humilde los honores y dignidades; pero no se opone a la humildad el portarse con el decoro correspondiente a la condición y clase de cada uno.
A la humildad es consiguiente la modestia, que es una virtud por la cual se contiene el hombre en los límites de su estado, y que dirige nuestras acciones y deseos en materia de honores y distinciones según la recta razón.
19.
Todas las virtudes tienen sus vicios opuestos. Hablaremos de los que se oponen a las virtudes; con cuyo ejercicio cumplimos con las obligaciones que tenemos para con Dios, para con nosotros mismos, y para con los demás.
La fe es el fundamento de todas las virtudes: con ella cumplimos en parte con lo que debemos a Dios. A esta virtud se opone la incredulidad que consiste en no querer dar asenso a que Dios existe, ni a las verdades que se ha dignado revelarnos: se opone la idolatría que consiste en dar a las criaturas el culto que se debe a solo Dios; y la superstición que consiste en darle culto de un modo indebido.
La superstición puede ser de muchas maneras. Dan a Dios un culto supersticioso, o más bien le ofenden enormísimamente los que quieren hacerle servir para su avaricia y ambición, y mucho más para otras iniquidades y deseos criminales. Los que con este fin oran e invocan a un Dios santo por excelencia, cometen contra él la injuria más atroz. También es una torpísima superstición atribuir a las criaturas un poder y eficacia que solo compete a Dios. Lo es igualmente el pretender penetrar lo futuro por el aspecto y movimiento de los astros, por el canto de las aves, por los ensueños, &c. En fin, es una superstición todo culto vicioso que se tributa al Criador, directa o indirectamente: pero de ninguna manera lo es, como injustamente nos echan en cara los protestantes, el culto que damos los católicos a los santos y a sus imágenes; porque este culto no es absoluto, sino relativo, es decir, que tiene por último término no a las imágenes, ni a los santos, sino a Dios, así como el cariño que se tiene al retrato de una persona no tiene por último término a la pintura, sino a la persona que representa.
A la confianza que debemos tener en Dios, faltan los que desconfían de su bondad y providencia, creyendo que los ha abandonado, y que ya no son objeto de sus cuidados paternales. El que así piensa ultraja impíamente a Dios, por esencia bueno, y le niega otro de sus atributos esenciales, el de proveer a todo cuanto necesitan sus criaturas, y les convenga para su bien, y para los fines que se haya propuesto su sabiduría desde la eternidad.
La desesperación es el vicio opuesto a la esperanza. Le tienen los que formando una idea tan mezquina del poder de Dios, o tan exagerada y terrible de su justicia, se figuran que no puede, o que no quiere perdonarles sus faltas y delitos. Todavía obran peor los que en las aflicciones y calamidades le acusan temeraria y sacrílegamente, como si Dios se propusiera nada más que el padecimiento de sus criaturas. Los trabajos de esta vida llevados con resignación son un crisol donde se depura el hombre, para presentarse enteramente limpio en la divina presencia: y debe mirarlos como un medio seguro de conseguir la gracia de su Dios, cuando sabe aprovecharse de ellos para volver en sí de sus extravíos, entrar otra vez en el camino de la virtud, y seguirle constantemente.
Al amor de Dios se opone todo lo que sea ofenderle; y se le ofende no cumpliendo con su santa ley: se opone principalmente el odio contra su Divina Majestad: si hay algún hombre que aborrezca a Dios, será una copia fiel del demonio: la blasfemia, esa maldad execrable, conque se profana y se injuria el sacrosanto nombre de Dios, lleva consigo ese odio infernal contra la majestad de Dios. También se opone al amor que debemos profesarle el amor propio mal entendido, o aquel amor perverso de sí propio que hace al hombre referir todos sus deseos y acciones no a Dios, sino a sí mismo, apreciándose y teniéndose en más que al que le dio el ser, le conserva y le está colmando de beneficios.
20.
Si nos conociéramos bien a nosotros mismos, este conocimiento nos conduciría fácilmente a evitar los vicios opuestos a las virtudes, cuya práctica nos proporciona cumplir con las obligaciones que tenemos respecto de nosotros. De la negligencia en procurar este utilísimo estudio, nacen la soberbia, creyéndose el hombre superior a los demás: el orgullo no reconociendo en ellos superioridad alguna; la arrogancia, teniéndose por el más digno de los honores y consideraciones que bajo ningún título merece; la ambición que le devora, de mando y de distinciones; vicios todos opuestos a la humildad y a la modestia.
También nace la imprudencia y la temeridad: aquella consiste en no saber cómo nos hemos de conducir en las ocasiones; y ésta en obrar sin consejo, y emprender cosas árduas y de importancia, sin los medios proporcionados para conseguirlas. Nacen igualmente la precipitación en obrar, la inconstancia, el temor pueril, y otros muchos males.
A la fortaleza se opone la debilidad, y esta se contrae por no acostumbrarse a resistir a la fuerza que nos hace el bien aparente de un objeto halagüeño, o los males físicos que aprendemos en el cumplimiento de nuestras obligaciones. El vicio contrario a la templanza es el exceso en la comida y bebida, ya sea en la cantidad, ya en la calidad de los manjares: también lo es el uso de los placeres ilícitos, y aun de los permitidos cuando es inmoderado. Del abuso de los placeres intelectuales, como el estudio sin interrupción de muchas horas cuando llega a formar un hábito, se sigue la fatiga del ánimo, y así se imposibilita el hombre demasiadamente estudioso de conseguir el objeto mismo que se propone. Del abuso, tanto de la comida y bebida, como de los demás placeres de los sentidos se originan mil males en el alma y en el cuerpo, las facultades de aquella se entorpecen, y tanto que el hombre queda como un estúpido, llegando algunas veces a distinguirse poco de los irracionales: se aflojan los resortes de la vida, y se debilitan de consiguiente las fuerzas corporales: vive el hombre miserablemente lleno de enfermedades y penas, sumido en una melancolía que le consume.
Fácilmente se conoce que el dar ocasión voluntaria y libremente a tantos males físicos y morales es apartarse de las reglas de las costumbres: las cuales nos están dictando que los evitemos con el mayor cuidado. El hábito de descuidar esta norma que Dios nos ha dado es lo que se llama vicio; conque todos los hábitos que contraigamos de hacer lo contrario de lo que nos dicta, u omitir lo que nos manda practicar respecto de nosotros, serán otros tantos vicios contrarios a las virtudes, con cuyo ejercicio cumplimos con las obligaciones que tenemos para con nosotros mismos.
21.
Todo hábito de hacer mal a los demás hombres, o dejar de hacerle bien sin un motivo que apruebe la razón, es un vicio opuesto a las virtudes relativas a las obligaciones que tenemos para con ellos. El amor que les debemos es la virtud en que se incluyen todas las demás: y no amaremos al prójimo si le hacemos mal injustamente, o no le hacemos bien, si podemos y no hay un motivo justo para lo contrario.
Se puede obrar contra el prójimo quitándole injustamente la vida: obrando en perjuicio de su alma con la seducción y con el mal ejemplo; y también en perjuicio de su cuerpo hiriéndole o golpeándole; de sus bienes, robándole, o impidiendo injustamente que los aumente. También se le puede perjudicar en la fama y honor hablando mal de su conducta. Este vicio se llama maledicencia, y siempre es vicio, aunque sea verdad lo que se dice contra el prójimo; pero es mucho peor la calumnia, que consiste en publicar contra alguno delitos o acciones malas que no ha cometido.
La avaricia es otro vicio que se opone al amor y demás obligaciones que tenemos para con nuestros semejantes; porque como la avaricia es un apetito desordenado de riquezas, el avaro, para adquirirlas, no suele reparar en los medios, aunque sean ofensivos y muy perjudiciales a los demás.
Finalmente es un vicio contrario a las virtudes que debemos practicar para cumplir con los deberes que nos ligan a los otros hombres, todo hábito de hacer respecto de ellos, lo que nos prohíben las reglas de las costumbres, o de omitir lo que nos dictan.
(páginas 72-154.)
Capítulo IV
Perfección y felicidad del hombre
1.
Decimos que el hombre se perfecciona cuando recibe algún bien que no tenía, o se libra de algún mal que padece. Decimos que se deteriora cuando recibe algún mal que no padecía, o es privado de algún bien que tiene. Si estos bienes y males son físicos se perfecciona, o se deteriora el hombre físicamente: y moralmente si son morales: pero no convenimos en que la moralidad haya de medirse por esta regla de la perfección física del hombre, de modo que sea moralmente buena alguna acción porque contribuye a que el hombre se perfeccione físicamente, ni mala porque se oponga a su perfección física. Aun hablando de la perfección moral, nos parece inexacto que la razón formal de la moralidad de las acciones sea el contribuir a que el hombre se perfeccione moralmente. Esta perfección moral es una consecuencia necesaria de la moralidad de las acciones pero por lo mismo no es lo que la constituye. Nosotros hacemos consistir la moralidad de las acciones en que se conformen o no se conformen con las reglas de las costumbres; si se conforman son buenas, y siempre que se da esta conformidad se perfecciona moralmente el hombre, así como se deteriora moralmente, si falta esta conformidad con las reglas de las costumbres.
Estamos obligados a perfeccionarnos y deteriorarnos moralmente, porque estamos obligados a conformar nuestras acciones con las reglas de las costumbres, y a no faltar a ellas; si se conforman nos perfeccionamos moralmente, y si no se conforman nos deterioramos: pero el objeto inmediato y directo de nuestra obligación no es nuestra perfección, ni aun tomada moralmente, sino el conformar nuestras acciones con las reglas de las costumbres. No es, pues, la perfección del hombre, ni física ni moral, el objeto primario y directo de la filosofía moral en nuestro sentir. Sin embargo muchos autores la tratan bajo este concepto, sobre lo cual nos remitimos a lo que hemos dicho en el prólogo.
2.
Es indudable que la felicidad del hombre es un resultado necesario de la moralidad de sus acciones; pero no podemos convenir en que sea el fundamento de esta misma moralidad, ni el objeto primario e inmediato de la filosofía moral. El hombre que tenga buena moralidad cumplirá con sus obligaciones, cuyo cumplimiento le hará feliz, es verdad: pero este beneficio no es el que debe determinarle a conformar sus acciones con las reglas de las costumbres. No se le prohíbe tenerlo en cuenta y es muy natural que lo tenga; pero no es lo mismo no desentenderse de su felicidad, que proponerse este objeto directa y primariamente en conformar las acciones con las reglas de las costumbres: lo que primaria y directamente debe proponerse, es hacer lo que Dios le manda; y enhorabuena que al mismo tiempo conozca que de este modo será feliz, y sea este también un motivo para obedecer a Dios. No siendo, pues, la felicidad del hombre el objeto primario de la moralidad de sus acciones, tampoco debe serlo de la filosofía moral, y sí el conocimiento de sus obligaciones, a lo menos en general.
Sin embargo, siendo la felicidad el mayor estímulo que puede tener el hombre para obrar bien, no será fuera del caso hacerle conocer la verdadera, los obstáculos que se oponen a su consecuencia, y los medios de superarlos.
3.
La felicidad puede ser formal y objetiva. La felicidad formal se considera respecto del que es feliz, y la objetiva es el objeto cuya posesión le hace feliz. Considerada la felicidad respecto del que es feliz, entonces diremos que alguno lo es, cuando esté contento y satisfecho en su interior; y será más o menos feliz, según esté más o menos contento o satisfecho. Pues bien: el que no es virtuoso no puede ser feliz. Porque el hombre no lo es, si su alma no está contenta y satisfecha: ¿y cómo puede estar contenta el alma de un vicioso, a quien persiguen y atormentan los remordimientos de su conciencia y el temor del severo castigo que prevee le impondrá la divina justicia? Nada adelanta con cerrar los oídos a los gritos de su conciencia: por endurecido que esté y cauterizado en el vicio; por más que quiera desentenderse de este severo censor, es imposible hacerle callar: un gusano roedor le agua todos sus contentos aun en medio de los placeres más fuertes, y de las diversiones más tumultuosas. Su corazón está siempre receloso, desasosegado y angustiado; la espada de la divina venganza levantada sobre su cabeza le sigue por todas partes. Al contrario el hombre virtuoso está siempre tranquilo, no tiene recelo ninguno, disfruta con toda alegría de los placeres inocentes de la vida; reposa y duerme con seguridad y confianza: en lugar de la ira de Dios que tanto aterra a los viciosos, tiene siempre presente su bondad y misericordia infinita, y espera tranquilamente y con resignación el término de sus días, como el principio de una felicidad sin fin y sin mezcla de ninguna aflicción: así está siempre contento y lleno de satisfacción: es, pues, verdaderamente feliz cuanto puede serlo en esta vida caduca.
Nada importa que los malos lo pasen bien y se vean llenos de riquezas, consideración y honores, y los buenos padezcan mil trabajos y miserias. Este bienestar de los malos no es sino aparente: por más que disimulen, les está atormentando continuamente el cruel torcedor de la conciencia: la cual, por el contrario, proporciona al bueno en medio de sus aflicciones un consuelo inexplicable.
4.
Solo Dios es la felicidad objetiva del hombre, o el objeto cuya posesión hace al hombre feliz. Se prueba. Solo es feliz el hombre cuando está contento y satisfecho: y solo Dios es el objeto que le puede contentar y satisfacer, porque solo él reúne cuanto puede apetecer el corazón humano, como que es un conjunto de perfecciones infinitas. Aunque el hombre pudiera disfrutar todos cuantos objetos, fuera de Dios, pudieran proporcionarle algún contento, todavía no quedaría satisfecho, siempre tendría más que desear, porque su número es limitado. Además los placeres todos de esta vida fastidian y cansan al corazón del hombre, no los puede gozar sino a costa de alguna privación siempre incómoda, y se sacia de ellos bien pronto; placeres que tienen un dejo desabrido y amargo, y cuya ineficacia para hacernos felices conocemos todos por experiencia.
«Mas en esta vida no podemos conocer a Dios; luego en ella no podemos ser felices.» Así es, si se habla de una felicidad completa; pero la felicidad, tal cual se puede disfrutar en esta miserable vida, esto es, la satisfacción interior y tranquilidad de ánimo, se obtiene, y solo se puede obtener poseyendo a Dios del modo que se le puede poseer en la tierra: con la esperanza, se entiende, de poseerle en el cielo; y esta esperanza nadie la puede tener sino el que cumple debidamente con su santa ley.
«Luego tampoco puede ser feliz el hombre en la otra vida, porque ni en ella puede poseer a Dios, como que es un objeto infinito, y el hombre muy limitado.» Empero para que el hombre sea completamente feliz, no necesita poseer a Dios, todo como es en sí; basta que le posea según su limitada capacidad, así como para apagar cumplidamente la sed no necesita beber toda el agua que hay en la naturaleza.
5.
Se sigue de todo, que si el hombre quiere consultar su verdadera felicidad, tiene que cumplir exactamente con sus obligaciones. Por lo mismo no alcanzamos cómo se puede tratar de la felicidad del hombre sin tratar de sus obligaciones; cómo se puede dar de estas una idea verdadera sin darla de la moralidad de las acciones, de aquella moralidad, decimos, que consiste en la conformidad de las acciones con las reglas de las costumbres, puesto que la obligación es la imposibilidad de hacer u omitir alguna acción sin faltar a ellas; ni cómo se puede prescindir por lo mismo en unos Elementos de filosofía moral de la obligación, de la moralidad, de las reglas de las costumbres, y de todos los demás conocimientos anejos y consiguientes, aunque se quiera señalar por objeto único de esta ciencia la felicidad del hombre, y se entienda por bien moral lo que conduce a ella, y por mal moral lo que se opone, como entienden los que tratan la filosofía moral bajo este aspecto.
Conocemos, sí, la conveniencia de indicar los medios a propósito para cumplir con nuestras obligaciones, y los obstáculos que se oponen a su cumplimiento, para que no sea infructuoso el conocimiento de los deberes del hombre; pero no nos detendremos en explicar las teorías de las pasiones.
6.
Los medios para que el hombre cumpla debidamente con las obligaciones que tiene para con Dios, para consigo, y para con los demás, se pueden reducir a uno solo: a la resolución firme de no faltar a ninguna de ellas. Si el hombre se resuelve con valor a no dejarse vencer, triunfará de los incitativos del vicio. Pero también es cierto que para mantenerse constante en su resolución necesita echar mano de medios a propósito.
El primero es la consideración del supremo Ser que le impone estas obligaciones, y las gravísimas consecuencias de no obedecerle. Es bien seguro que si el hombre medita con detención y frecuencia quién es el que le manda, y a lo que se expone si le desobedece, no será fácil que se aparte de su propósito.
Mas para que esta consideración obre con menos dificultad en su ánimo, necesita debilitar la fuerza de todo cuanto disminuya su influjo.
Nada lo disminuye tanto como la violencia de las pasiones: estas son los grandes obstáculos que tenemos que vencer para cumplir con nuestros deberes. Necesitamos, pues, conocer su procedencia, para atacarlas en su origen, y evitar que se aumenten. El primer origen de nuestras pasiones es el pecado original, cuya existencia no es enteramente extraña a los conocimientos filosóficos. El filósofo verdadero busca la razón del desarreglo que advierte en nuestra naturaleza; no la halla en el Criador, porque pugna con su infinita bondad, e infiere que es efecto de alguna culpa del hombre. Sabemos por la revelación que este pecado que todos contraemos, se borra por el bautismo; pero quedan sus efectos y consecuencias: el desarreglo de la concupiscencia y la inclinación a lo malo. Muchas son estas malas inclinaciones, y cada una tiene su causa inmediata, que conviene conocer para aplicar el oportuno remedio.
Aquí venía bien la descripción de los temperamentos, y de otras muchas cosas relativas a la organización, estructura, y mecanismo de nuestro cuerpo. Sea que este influya físicamente en nuestra alma, o sea como quiera, es indudable que a ciertas disposiciones del cuerpo corresponden ciertas conmociones e inclinaciones del ánimo.
No está en nuestra mano dejar de sentir estas conmociones una vez excitadas en el alma, pero sí lo está muchas veces el evitar la excitación, o a lo menos el hacer que no sea muy vehemente e impetuosa. Si nos descuidamos; mucho más si damos rienda suelta a los sentidos, y no nos oponemos a que se ocupen de aquellos objetos cuya presencia causa en el cuerpo esa disposición ya sea de la sangre ya de los humores, que da ocasión a las conmociones del ánimo, no pueden menos de seguirse esas inclinaciones, que si tienen por objeto un hecho contrario a las reglas de las costumbres se llaman pasiones; aunque también entendemos por pasión la inclinación o afición vehemente a cosas lícitas y honestas, como al estudio: a la pintura, a la música. También procede muchas veces esta disposición del cuerpo del género de vida que tengamos, de los alimentos y bebida que usemos, y de la detención en considerar ciertos objetos en nuestro interior.
Muy largo sería el hacer una descripción de todas las causas que producen estos movimientos en nuestro cuerpo: tampoco la juzgamos necesaria: a poco que el hombre reflexione sobre sí mismo, puede muy bien conocer las causas de donde procede tanta agitación, y tan poderosa para excitar en el alma inclinaciones que quisiera evitar.
Repetimos que en su mano está no experimentarlas muchas veces, y que otras a lo menos no sean demasiado fuertes; porque en su mano está y en su arbitrio la custodia de los sentidos, el alejarse de todos los iniciativos perniciosos, la moderación en el comer y beber, el no detenerse en la contemplación de imágenes peligrosas, que se formen o tengan su asiento en la imaginación.
A todo esto está obligado el hombre, porque faltará a una de las reglas principales de las costumbres, si por su indolencia o debilidad se expone libremente al peligro de obrar mal. De todos modos, no es lo mismo sentir que consentir; y aunque desde luego somos culpables en no poner todos los medios para evitar el sentir a que suele estar muy próximo el consentir, todavía seremos más delincuentes si realmente consentimos.
Muy temibles son las pasiones: exigen de nosotros una vigilancia continua si no queremos faltar a nuestras obligaciones, pues son el principal obstáculo para cumplir con ellas: la ira, la envidia, la gula, la lujuria y todas sus compañeras son un obstáculo perenne para continuar por la senda que nos marra la razón. Son muchos los enemigos con quienes tenemos que luchar: larga es, dura, porfiada y peligrosa la pelea; pero la victoria será premiada con una corona inmarcesible, con una felicidad completa y sin fin; la cobardía será castigada con mucha severidad. Esta consideración debe servirnos de grande estímulo para resistir con valor el embate de las pasiones, no limitando el estudio de la moral a un estéril conocimiento de las verdades que nos enseña. Así lo aconsejamos a nuestros discípulos por el interés que nos tomamos no solo en su instrucción especulativa, sino también y principalmente en su verdadera felicidad.
Fin de los Elementos de Filosofía Moral
(páginas 154-165.)
Índice
Prólogo, III
Capítulo I. Acciones humanas. Moralidad de las acciones. Reglas de las costumbres. La ley. Moralidad de los ateos. La conciencia
§. 1.° Acciones humanas, 1
§. 2.° Moralidad de las acciones, 7
§. 3.° Reglas de las costumbres, 13
§. 4.° La ley, 24
§. 5.° Moralidad de los ateos, 30
§. 6.° La conciencia, 34
Capítulo II. Obligación. Imputación. Premios y penas
§. 1.° Obligación, 44
§. 2.° Imputación, 55
§. 3.° Premios y penas, 60
Capítulo III. Obligaciones del hombre, 72
§. 1.° Obligaciones del hombre para con Dios, 73
§. 2.° Obligaciones del hombre para consigo mismo, 84
§. 3.° Obligaciones del hombre para con los demás, 103
Capítulo IV. Perfección y felicidad del hombre, 154
(páginas 166-167.)
[ Versión íntegra del texto contenido en un libro impreso de X+167 páginas publicado en Madrid en 1837. ]