Filosofía en español 
Filosofía en español

cubierta del libro

¿Cuál es la educación física y moral de la mujer más conforme a los altos destinos que la ha confiado la Providencia?

Discurso leído en la Universidad Central por el licenciado D. Luis de Hysern y Catá, en el solemne acto de recibir la investidura de Doctor en la Facultad de Medicina.

Imprenta de José M. Ducazcal, Plazuela de Isabel II, 8
Madrid 1864

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Excmo. e Ilmo. Sr.

Al levantar mi voz inexperta en este grandioso recinto de la ciencia, en donde tantas veces ha resonado el eco autorizado de oradores eminentes y esclarecidos; al verme colocado frente a frente de un claustro tan severo como respetable, digno representante de todos los ramos del saber, y en presencia del ilustrado público que me rodea, siento en verdad desfallecer mi espíritu y de ningún modo me reconozco apto para llevar a cabo debidamente una empresa, superior con mucho, a los cortos medios de mi limitada inteligencia.

No será por cierto la caudalosa ciencia o la erudición profunda o la seductora elegancia en el decir lo que debáis prometeros de mis juveniles labios, poco o nada acostumbrados a desenvolver y debatir cuestiones académicas de importancia social o científica, y menos aún del valor trascendental de la que va a ocuparme en este discurso; pero conocida es vuestra indulgencia, que de varones sabios es alentar con generosa tolerancia a los que de temprana edad nos proponemos consagrar nuestra vida entera al estudio de la sabiduría, sin perdonar medio ni fatiga para hacernos dignos de alcanzarla.

Fortalecido, pues, con esta confianza y a pesar de la natural cortedad de que no es tan fácil desprenderse; penetrado de que la tolerancia del verdadero sabio nunca pudiera desmentirse a sí misma, me atreveré a sentar la base de mi discurso, para esforzarme en desplegarla, si no con la abundancia de razones y pruebas, el método y la elocuencia con que debiera, a lo menos según lo consientan las escasas fuerzas de mi poco ejercitada dialéctica.

¿Cuál es la educación física y moral de la mujer más conforme a los grandes destinos que la ha confiado la Providencia?

Tal es la gran cuestión, tal es el problema interesante que me propongo dilucidar ante este respetable concurso.

 

Si penetrando en la noche de los tiempos, examinamos uno a uno los países y las regiones primitivas desde los más incultos y bárbaros hasta los más florecientes y notables por su civilización y su cultura, donde quiera, en todas partes, sin la más ligera excepción, encontraremos a la mujer, a esa hermosa mitad del género humano, creada por el Hacedor Supremo para ser la compañera del hombre y no su esclava; por una parte codiciada, adorada, por decirlo así, hasta la idolatría, y por otra humillada, oprimida, conculcada, hundida en el fango de la más abyecta esclavitud, sin que bajo ninguna legislación ni en época ninguna haya podido evadirse de la tiranía que la tuvo sometida a tan innoble, a tan envilecida servidumbre, de la que por otro lado ella por sí misma no era poderosa a levantarse. Dominado el hombre por los instintos de su baja sensualidad, nunca dejó perder la ocasión de abusar de su fuerza; antes bien prevaleciéndose de ella, abusó siempre de la debilidad y malas pasiones de la mujer, al mismo tiempo que prestaba homenaje a su belleza, haciéndose a la vez su esclavo y su tirano, su víctima y su verdugo: no parece sino que la naturaleza al formar un ser tan delicado como la mujer, tan hermoso, tan endeble, tan sensible y tan blando de corazón, hubo de ocuparse más en modelar sus atractivos y sus gracias que en desarrollar el verdadero germen de su dicha y de la propia y ajena felicidad; o dígase más bien que en aquellas remotas edades de fatal memoria pesaba sobre ella fatídicamente donde quiera la antigua maldición lanzada por el Omnipotente, al condenarla en pena de su seducción primera a toda suerte de angustias y dolores, y a sufrir la tiránica prepotencia de aquel que había de haber sido siempre el apoyo de su debilidad, la guía y el compañero de su vida.

Ábranse las páginas de la historia, y sobre todo, si fijamos nuestras miradas en las épocas anteriores al Cristianismo, ya sea en los pueblos más bárbaros e incultos o ya en los más civilizados, ella vendrá en apoyo de este aserto hasta el punto de que nuestro espíritu se sobrecoja de horror y de compasión al contemplar por una parte la espantosa opresión a que se ha visto subyugada la mujer, y al echar de ver por otra la honda perversión de todos sus sentimientos.

En la antigüedad el pueblo hebreo es el primero que se presenta a nuestra vista, pueblo elegido de Dios, pero colocado, por decirlo así, entre la barbarie y la corrupción de los gentiles y la regeneración evangélica. La poligamia, cual la sombra sigue al cuerpo, así marcha unida a ese pueblo hasta el fin de su historia. El judío podía tener dos clases de mujeres; legítimas unas, concubinas otras, las cuales eran consideradas como de segundo orden, y sus hijos no tenían los mismos derechos respecto de la herencia paterna que los hijos de las primeras, estando ellas mismas sujetas además a la autoridad de aquellas, como lo prueba el castigo que Sara impuso a Agar echándola de su casa. El matrimonio era por tanto un contrato, si bien religioso y civil, casi deleznable o a lo menos poco subsistente y sujeto a no pocas eventualidades, puesto que la ley autorizaba el repudio, si bien en ciertos y determinados casos, todavía con harta amplitud para que fuera y no poco frecuente. Así es que las delicadezas del amor debieron ser casi desconocidas para aquel pueblo grosero y esclavo de su concupiscencia.

Con todo, si la mujer aherrojada hasta cierto punto por la ley estaba sometida a un yugo que era en cierto modo una expiación de su primera falta; no se crea por esto que pueda calificarse de esclavitud, la que no pasaba en general de los límites de una estrecha sumisión, necesaria tal vez e indispensable en aquellos tiempos y bajo las condiciones de aquella sociedad; puesto que era íntimo y grande el papel que desempeñaba en el hogar doméstico, como verdadera madre de familia encargada de transmitir la sucesión directa de la propia y de su tribu. Por esto heredaban las hembras a falta de hijos varones, pero entonces tenían que unirse con un individuo de su tribu para que no saliesen de esta los bienes paternos; y si un israelita moría sin dejar sucesión, uno de los hermanos del difunto y en su defecto uno de sus más próximos parientes, debía casarse con la viuda, para asegurar la sucesión, so pena de ser conducido a las puertas de la ciudad e ignominiosamente tratado por aquella. La viuda lo descalzaba, y escupiéndole en el rostro y en presencia del pueblo y de los ancianos, le decía «así será tratado cualquiera que rehúse perpetuar la casa de su hermano en Israel.» De ahí es, que ya desde los primitivos tiempos en que se ve a la mujer, sentada en la tienda patriarcal, modelo de virtudes apacibles en el hogar doméstico, y preparando en su bendecida fecundidad la serie de generaciones que debían formar un gran pueblo, hasta las últimas épocas de su existencia; los israelitas celebraban sus bodas con espléndidos banquetes y prolongados regocijos, en los cuales se presentaba el esposo adornado y acompañado con toda la profusión y magnificencia que le permitían sus haberes y su posición; festejos que duraban una semana entera según se echa de ver en los casamientos de Jacob y de Tobías el mozo, en las nupcias de Sansón, en el epitalamio de Salomón y aun en el mismo Evangelio. Y a pesar de las repetidas idolatrías de aquel pueblo inconstante y veleidoso, y de su desventurada propensión a caer en las supersticiosas y bárbaras prácticas de los pueblos infieles que le rodeaban, y por cuyos crímenes se vio rudamente castigado tantas veces, todavía su historia nos presenta la gigantesca figura de la profetisa Dévora ejerciendo la magistratura suprema, en fuerza de su sabiduría y de sus virtudes, y salvando y gobernando durante su vida a un pueblo tantas y tan repetidas veces ingobernable y perdido; y de vez en cuando se destacan en sus páginas las figuras más poéticas, más interesantes y deliciosas, que nos representan el más bello tipo de la mujer, con todas sus gracias, con todas sus virtudes, con su santo pudor y su dulce modestia, con toda la sublime abnegación de su sexo. Si por un lado resalta Agar, tierna y afligida madre, errante con su hijo Ismael, por las soledades del abrasado desierto, en los confines de la Idumea y Palestina; más virtuosa, más bella y graciosa se nos presenta Rebeca, y más amable, modelo de discreción, según la considera la Iglesia en las preces que dirige al cielo por las esposas, cuando en la ceremonia de la celebración del matrimonio las desea que como ella lo sean: si nos interesa tanto la tan hermosa como amada Raquel por su amor contrariado y apacible así como por su ternura maternal, no menos admiramos también a la prudente Abigail salvando de un desastre inevitable y merecido a su grosero y avaro esposo Nabal. Si nos conmueve y nos llena de profundo respeto y de veneración inefable la castísima cuanto hermosísima Susana y su santa abnegación; si nos enternece y nos agita nuestras más sensibles fibras la interesante, la pura, la resignada Shara y su bien merecida felicidad al enlazarse con Tobías el mozo; si despierta la ternura del corazón más árido la dulce y afectuosa Ruth, dechado de toda suerte de virtudes, no menos le sentimos latir de blanda compasión al contemplar la sumisa, la piadosa y filial conformidad de la infortunada hija de Gefté, y en hervoroso entusiasmo nos inflamamos recorriendo los admirables hechos de la noble y hermosa viuda Judit y de la delicada y encantadora Ester, frágiles y modestas bellezas cuanto animosas heroínas, que dan ejemplo al abatido pueblo del valor más frío y quilatado, y salvan así con grave riesgo de su propia vida y cuando menos era de esperar, la existencia de toda su nación amagada de inevitable y próxima ruina. ¿Y qué diremos de aquel asombroso ejemplo que hasta las edades futuras se levanta grandioso, imperecedero, cuando la sangrienta persecución de Antíoco Epifanes dio lugar a los hechos más sublimes en aquel pueblo ya sin embargo tan degenerado y abatido? ¿Qué diremos de la energía indomable, del incontrastable heroísmo de la anciana madre de los Macabeos, mujer de rara y nunca bastantemente admirada constancia, que vierte impávida su sangre generosa, satisfecha de haber alcanzado con su voz y con su ejemplo que la vertieran antes uno a uno en los más atroces tormentos los pedazos de su corazón, sus siete hermosos e idolatrados hijos, gozosos de sacrificar la vida por amor a su religión, a su madre y a su patria?

Estos son consoladores episodios que embellecen la historia del pueblo judáico y de los cuales se desprende que a pesar de la poligamia y de los desórdenes idolátricos a que con tanta frecuencia se entregaba, no se había podido borrar nunca totalmente de la conciencia de ese pueblo el precepto de Dios y la verdadera consideración de la mujer, cuando al entregarla al hombre, no lo hizo sin inculcarle, que su compañera, aunque sometida a su dominio, era carne de su carne, y que como a tal debía tratarla.

Pero si del pueblo escogido pasamos a las demás naciones en donde imperaba el paganismo ¡cuán abyecta no se nos presenta donde quiera la condición de la mujer! Esclava hondamente corrompida, en Asia como en África, el más ominoso yugo pesa con invencible fuerza sobre la mujer: donde quiera doblegada la frente impúdica, lejos de hacer el más leve esfuerzo para sustraerse a la dura opresión que la degrada, vésela prestarse indiferente y hasta gozosa al despotismo brutal del hombre, que la considera, no como la tierna compañera de su vida, no como el dulce recreo de su corazón, no como la madre de su familia y la natural protectora de sus hijos, sino más bien como un simple objeto de placer y de disolución, destinado a satisfacer su sensualidad, o cuando más de recreo y de efímero deleite o distracción, como una especie de mueble destinado a satisfacer sus necesidades o sus caprichos. Ni aun contenta con esto aquella depravada sociedad, la impele a desconocer hasta sus mismos instintos maternales; y en su delirante abyección llega la mujer a hacerse un mérito en sacrificar atrozmente a sus propios hijos en aras de sus sangrientas divinidades. No parece sino que se ve correr aun la sangre de esas víctimas inocentes destrozadas por los mismos que les dieron el ser: y desde el mar Rojo hasta el Tigris y el Eúfrates, desde los límites del Asia Menor hasta el interior de la India, las piedras de los altares humean todavía bañadas en sangre humana, y los ídolos horribles desgarran las palpitantes carnes de los hijos ofrecidos en sacrificio por sus madres. En Hyerópolis, en Siria, todavía se descubren los delicados huesos de las víctimas inmoladas a Juno; a Juno, la diosa que presidía al amor maternal!!! en tanto que Saturno devoraba con impasibilidad satánica a los recién nacidos en todas las riberas africanas.

Destituida por completo la mujer en aquellos pueblos del más puro sentimiento, de la atención más bella, del natural y sagrado instinto de la maternidad, ¿cómo extrañar que públicamente se prostituyera en las fiestas que los Fenicios dedicaban a Adonis? ¿Cómo extrañar que en Babilonia se vendieran las hijas en pública subasta, y que consideraran como un deber religioso entregarse una vez en la vida al extranjero, desde la esclava más vil, hasta la mujer de más elevada alcurnia? ¿Cómo extrañar, en fin, que en el monte Abudalama cerca de la Meca, en la tribu de los Koreish enterrasen vivas a la mayor parte de las hijas que nacían?...

Cerremos, empero, estas páginas que llenan el alma de estupor, y entristecen y oprimen el espíritu al considerar la insondable abyección en que se hallaba la mujer en aquellos pueblos; y convirtiendo nuestra atención a otras épocas y a distintas civilizaciones, busquemos otras naciones manos bárbaras, y veamos, siquiera sea muy someramente, si por ventura logra en ella elevarse algún tanto de su hondo abatimiento esta criatura tan débil como desdichada.

¿Será la Grecia sin duda la que nos presente un cuadro de la mujer algo más conforme con las leyes de la naturaleza? Allí vemos nacer florecientes monarquías, allí robustecerse poderosas y cultas repúblicas, allí oímos la enérgica voz de célebres legisladores, y todavía resuena en nuestros oídos asombrados el eco majestuoso de la filosofía, que en sus diversas sectas y principios desde la orgullosa cuna de la civilización, de las leyes y de las ciencias, legaron sus renombrados sabios a la admiración y aprovechamiento de la posteridad. ¡Cuántos nombres gloriosos asaltan nuestro pensamiento en este instante! Licurgo, Solón, Leónidas, Sócrates, Platón, Alejandro!, vosotros brillareis ciertamente en la historia de la civilización y de las ciencias; mas vuestro esplendor quedará siempre oscurecido, quedará empañado siempre con los feos lunares que vuestra moral y vuestras legislaciones imprimieron en la condición de la mujer, dejándola abandonada en el lugar abatido que ocupaba en vuestra patria, puesto que nada, absolutamente nada hicisteis para levantarla, si ya no contribuisteis en mal hora a señalarla en el rostro el estigma de su degradación. ¿Qué leyes ha concebido vuestra ilustrada inteligencia, Solones y Licurgos, que la levantasen de la abyección y la miseria en que yacía? ¿Qué filosofía ha sido la vuestra, que no ha ejercido la menor influencia en el alma de los hombres para dirigir los sentimientos naturales de la mujer? ¿Qué habéis hecho por ella bajo el punto de vista moral? ¡Triste es en verdad tener que confesar que vuestra filosofía, vuestras leyes y vuestra democracia, vuestra ciencia y el indisputable mérito de vuestro talento privilegiado, de nada sirvieron para modificar ventajosamente la moralidad y la consideración de la mujer! Esparta está corrompida por sus mismas leyes desde su cuna; y para Licurgo todo lo que contiene la institución del matrimonio, se reduce a criar hijos fuertes para la república. Allí la mujer no era la esposa, única dueña del corazón de su marido, pues que podía este prestarla a quien quisiese; ni era tampoco la madre de familia encargada del régimen y dirección de sus hijos, puesto que ni tenía derecho a educarlos, ni ejercía sobre ellos la benéfica influencia del cariño maternal: porque siendo considerados como pertenecientes en cuerpo y alma a la república y de su exclusiva propiedad desde el punto en que nacían, sólo para la república se criaban. Fomentada la corrupción por la ley, ocupándose esta hasta de la más vergonzosa ligereza de los trajes, y amenizando las fiestas populares con escandalosas danzas en que figuraban todas las doncellas; no tardó mucho tiempo la república en entregarse desenfrenadamente a sus vicios y pasiones, hundiéndose más y más en el asqueroso fango de la disolución. La mujer en Esparta, era un ser hondamente degradado; ni se la podía llamar virgen, porque carecía de pudor; ni esposa, porque era un mueble que se prestaba y se trocaba sin la menor afección para con ella; ni madre, pues que no la pertenecían sus hijos, y el Estado que de ellos se apoderaba al nacer, los educaba, los criaba o los mataba, según que mejor o más conveniente les parecía a los magistrados. ¿Qué era, pues, en Esparta la mujer, sabio Licurgo, si nada era de lo que debía ser? No le quedaba en verdad otro destino, que el ser la meretriz de la república.

En otros pueblos, por más corrompido que esté su corazón, la mujer es sin embargo responsable de sus actos: en Lacedemonia no; la ley misma es quien la envilece, por el solo hecho de haber nacido Esparciata.

Si desde la bárbara Lacedemonia nos trasladamos a la hermosa Corinto, a la bella ciudad, la Venecia del antiguo mundo, célebre ya en tiempo de Homero, ¿será por ventura que allí encontremos mejorada la condición de la mujer? No por cierto: la favorecida Corinto es al mismo tiempo Corinto la disoluta, la Cápua del otro lado del mar: es el punto de reunión de todas las corrupciones; es la escuela de la prostitución y de la lascivia más desenfrenada. Allí echaremos de ver un templo elevado en honor de Venus, en donde mil cortesanas son sus sacerdotisas, y en donde la voluptuosidad es la reina absoluta del corazón de la mujer. Allí se la tiene en tanto más precio a la cortesana, cuanto más desenvuelta o seductora ostenta sus encantos; y no es el amor el que allí reina, no, no es un sentimiento noble y elevado el que domina el alma de aquella voluptuosa ciudadana, es la disolución, es el vicio que entronizado en su corazón ha corrompido aquella sociedad, emporio por otra parte de las artes, de las letras y de las ciencias.

Y en la populosa Atenas, ¿qué virtudes eran las que brillaban que pudiesen despertar un pensamiento grande y noble, que hiciesen resaltar una costumbre pura? Solón, Pericles, Sócrates y Platón, Demóstenes, Zenón, Apeles y Fidias, Praxiteles y tantos y tantos otros varones de merecida nombradía, que en tropel confuso nos recordáis las glorias de la esclarecida república que ilustrásteis con vuestros hechos, con vuestra sabiduría o vuestros cinceles y pincel, ¿podréis decirnos si en algo contribuisteis también a levantar a la mujer de la abyección en que yacía en todo el resto de la Grecia? No por cierto. Las artes, las letras y las ciencias resplandecían sin duda en Atenas; pero la condición de la mujer no mejoró en nada en aquel brillante emporio. En aquel pueblo niño siempre, como le llama el mismo Platón, porque nunca supo avanzar un solo paso en su progreso social. En aquel pueblo democrático, que en su vana sabiduría, extraña siempre a la naturaleza lo desnaturaliza todo en la sociedad doméstica, política y religiosa; el legislador llevando a la familia la ley del divorcio mutuo y de los amores execrables, dejó a la mujer poco menos envilecida que en Esparta al asegurarla su elección, y la tuvo punto menos que esclava, encerrada siempre en su casa y extraña a todo, fuera de las ocupaciones domésticas y materiales, mientras tanto que le dejaba al marido la libertad más omnímoda. En Atenas brilla solamente la veleidosa cortesana, que en medio del escándalo y de la orgía, es la única que inspira a todos los grandes hombres; y Sócrates y Alcibiades, y Pericles y Praxiteles filosofan y trabajan y consultan en amigable consorcio con las más afamadas, no menos célebres y tenidas en alta estima por sus talentos que por su hermosura; y Lais y Aspasia, y Cotito y Frine son casi adoradas y hasta se les levantan altares; y ellas deciden de la guerra y de la paz, y revocan y anulan hasta las mismas decisiones del severo, del recto, del incorruptible Areópago. La aprobación legal del adulterio, la exposición y el abandono de los hijos, y la dura esclavitud de la mujer no cortesana, es lo que se encuentra entre los adelantamientos de aquellos siglos y de aquella república. Y Pafos, y Citera, y Gnido, y Chipre, y Amatonta, son nombres que como Atenas y Esparta recuerdan todavía la más honda degradación de la mujer.

Abandonemos empero a la culta Grecia y trasladémonos a Roma, la soberbia capital del orbe. Veamos lo que allí pasa. Cual en el Océano vienen a parar y desembocar los ríos y mares de la tierra, tal así encontramos en aquella vasta capital del mundo recopiladas y reunidas las costumbres de todos los pueblos de la antigüedad.

Sabido es que la lanza y la espada fueron la ley única, la suprema ley de aquel pueblo de bandoleros, desde su primer origen hasta la última catástrofe de su gigantesco imperio; y a la espada y a la lanza apelaron siempre los romanos como al mejor y más seguro medio de adquisición, desde que hubieron de proporcionarse esposas por el robo fraudulento y la violencia, hasta que vinieron a dominar con la fuerza el mundo entero. Sus leyes hubieron de resentirse por tanto, de la tiranía del fundador, y la más dura opresión penetró hasta el seno mismo de las familias. El padre, llamado Pater familias, tenía autoridad ilimitada sobre su mujer e hijos como sobre sus esclavos; y podía matarlos, exponerlos, emanciparlos o venderlos a su antojo, sin que de ello tuviera que dar cuenta ni razón. Dominio insolente, despótico y brutal en verdad, que difícilmente podrían contrarrestar el amor y la belleza con sus dulces afecciones, extrañas a los corazones endurecidos de aquellos toscos ciudadanos, entregados a los rudos trabajos de la guerra, e inaccesibles por lo tanto a todo sentimiento suave y delicado.

Los juegos, los espectáculos públicos y el lujo son desconocidos en el primer período de Roma: la mujer está deprimida y hollada por la esclavitud y las instituciones que la abruman; mas no tardarán mucho a degradarla y envilecerla los vicios y la corrupción de sus costumbres y de la sociedad entera.

Antes de la promulgación de las Doce Tablas, el poder quirital absoluto y despótico primitivo, colocaba a la mujer en el estado de la más completa esclavitud. Así que, parecía que hubiera debido alcanzar alguna mayor libertad y prerrogativas al promulgarse aquellas; pero no sucede así. Léanse algunos artículos referentes a este punto, y en ellos se verá el lugar que la asignaba la ley: en el primero de la cuarta tabla se ordena matar al hijo que no esté bien conformado; el segundo concede derecho al padre sobre su hijo durante toda la vida; y ordena que la mujer pueda ser esclava de su esposo; que tiene asimismo autoridad para matarla. El artículo tercero de la quinta tabla dice: «Que la adquisición de la propiedad por la posesión, tiene lugar al cabo de dos años para los bienes raíces, y al cabo de uno para las demás cosas.» La mujer se halla comprendida entre estas cosas. En fin, un suplemento a las cinco primeras tablas, prohíbe el matrimonio entre patricios y plebeyos, aumentando de esta suerte el número de casos en que son permitidos el repudio y el divorcio.

Lejos, pues, de reconocerse algún derecho a la mujer, se la despojaba en aquella áspera república de todos los que más adelante pudiera adquirirse, y hasta se desviaba de ella el mismo cariño filial con privarla de los privilegios que solo este pudiera concederla; así es que oprimida por la ley, por sus padres y por sus esposos, gentes de groseras costumbres y sujeta a un yugo tan penoso como inevitable, se puede afirmar verdaderamente que la mujer no era responsable de sus actos. Así es que solo la rudeza de los primitivos romanos y el terrible poder del padre de familias, sin que por familia se entendiese entre ellos lo que es entre nosotros, a saber, la comunión de personas unidas entre sí por los vínculos de la sangre, cimentada por la unión conyugal, sino más bien la reunión de cosas poseídas, mujeres, hijos, esclavos, mancipia manucapti, cogidos a la fuerza o retenidos por atribución judicial; en una palabra, personas, bienes, tierras, el patrimonio por entero; solo esa rudeza y ese poder hubieron de mantener las costumbres privadas, a pesar de la iniquidad de las leyes; las mujeres se ocupaban con sus esclavas en los quehaceres domésticos y de toda la familia, y encerradas bajo el peso de la más dura servidumbre, conservaron, según parece, la pureza de costumbres, pudiendo costarles tan caro el más ligero extravío; y el repudio que por causa de adulterio, de envenenamiento intentado, o simplemente falsificación de llaves era permitido, fue desconocido en aquellos tiempos agricultores y guerreros, por cuanto las costumbres rústicas y sencillas del ciudadano de Roma le hacían completamente extraño a toda otra mira, a toda otra pasión que a las de la guerra, del campo o del foro; y si algún seductor afeminado hubiese aparecido entre aquella gente ruda, desde el primero hasta el último de los romanos hubieran tomado por suya la afrenta y creídose obligados a vengarla. ¿No se hundió el trono de Tarquino en expiación del crimen de su hijo, que amenazaba, por decirlo así, en la mujer la propiedad de todos y de cada uno de los ciudadanos? Mas a medida que la nación se fue extendiendo, a medida que la conquista iba engrandeciéndola, sometida ya la Italia, fue penetrando el lujo en la república, y la pintura, y la música, y los histriones, y el oro corruptor, y la púrpura deslumbradora, y las costumbres, y la depravación de los pueblos vencidos, invadieron la patria de los conquistadores y desde entonces se confundió todo; y las peregrinas doctrinas filosóficas, y el epicureísmo y los teatros, y los circos con sus danzarinas y sus gladiadores, y el desenfreno más inaudito lo arrollaron todo, lo desnaturalizaron y lo corrompieron todo. La disolución del lazo conyugal con sus repudios y divorcios, siguió acompañada de la disolución del estado en el tránsito de la aristocracia a la democracia; ya sea cuando la conspiración de los gracos, o ya de antes preparada, cuando la institución de los poderes decenviral y tribunicio. Desde entonces la degeneración se fue apoderando de una y otra sociedad; fuese debilitando el poder en una y en otra, y la corrupción vino a ser tan monstruosa y desenfrenada como ilimitada y atroz había sido la primitiva austeridad. El marido había repudiado a la mujer, la mujer a su vez repudió al marido, y contó sus años: no por los nombres de los Cónsules, sino por el número de sus maridos, según la expresión de Séneca; y Juvenal nos dice con su punzante sátira que las matronas habían hallado el secreto de cambiar de maridos ocho veces cada cinco años: el padre había hecho morir al hijo; el hijo hizo después morir al padre denunciándolo a las proscripciones; por manera que corrompidas las costumbres por la ley misma, según dice Cicerón, ya desde entonces no se vio más en Roma que desorden, trastorno y confusión, y hasta los últimos tiempos del imperio la licencia más desenfrenada en la familia, como la violencia más tiránica en el estado. Roma al conceder carta de ciudadanía a los dioses de las naciones extranjeras en el Panteón, adoptó como suyas las leyes más opresoras y arbitrarias, así como sus más bárbaras costumbres, entre las cuales descuella por su inhumanidad el abandono, la exposición y la mutilación de los inocentes hijos, y hasta se hizo una triste gloria en sobrepujarlas en toda suerte de liviandades y torpezas. Si en Grecia se había visto nada menos que a Aristóteles dejar por heredera suya en su testamento a la cortesana Herpilis; a Sócrates, digno discípulo de Aspasia, dar lecciones a Teódota de no sabemos qué filosofía; a Pitágoras, al rígido Pitágoras suspirar muellemente a los pies de Téano; nos encontramos en Roma con que el austero Catón presta su mujer a Hortensio; Paulo Emilio repudia la suya; Pompeyo se deshace de Antistia para casarse con la hija de Sila; Cicerón hace lo propio con Terencia para salir de deudas y repudia a su turno a Publia después de haber malgastado su dote; y Tiberio cede a Augusto su esposa Livia estando en cinta; ¿pero qué son todos estos desórdenes en comparación de los que en progresión espantosa se siguieron después? ¿qué son en comparación de las liviandades monstruosas de la casa del mismo Augusto, de su hija Julia, de la célebre Mesalina, la Licisca del prostíbulo, de la sobrina barragana de Domiciano, la incestuosa madre desnaturalizada, y de las más monstruosas depravaciones de toda suerte de las fiestas de la buena diosa y de Priapo? Las matronas se disputan los histriones y los más viles gladiadores a peso de oro y luchan con las más envilecidas prostitutas; y Plauto y Juvenal y Petronio y Séneca y tantos otros autores e historiadores nos hacen estremecer al dejarnos estampado en sus escritos la pintura de la inconcebible abominación de aquella depravada sociedad. Así es que el matrimonio llegó a ser un yugo insoportable del cual todos quisieron verse libres, gustando más los placeres fáciles y las voluptuosas orgías hasta el punto de afectar considerablemente al censo de la población y verse precisado el mismo Augusto a tomar medidas enérgicas para cortar, si era posible, tantos escándalos y abusos.

En el año 757 se hubo de promulgar la ley Julia ordenando el casamiento a todos los ciudadanos capaces de tener hijos, y concediéndoles ciertas ventajas en tal caso, mientras que por la misma se imponían varias penas de incapacidad a los contraventores. Para desempeñar un cargo público debían según esta ley ser preferidos los que tuviesen mayor número de hijos; y quedaban libres de tutela, y con derecho a heredar, la mujer ingenua que tuviese tres, y la emancipada que fuese madre de cuatro. Todo fue en vano: la corrupción había cundido en la sociedad entera, y no había fuerzas en lo humano que pudieran levantar el imperio del hondo abismo en donde con la mujer y por la mujer se había derrumbado.

¿Qué era, pues, de la mujer en el mundo antiguo, ni qué podía ser de ella bajo el imperio del paganismo, cuando la misma religión del Estado no le ofrecía sino un cúmulo informe de infamias, de liviandades y de bárbara crueldad? La débil, la frágil, la pobre mujer, esta infeliz y delicada criatura, cuida de su primitivo esplendor, no era ni podía ser en todo el universo más que esclava aherrojada o envilecida, y madre desnaturalizada, pues yacía hundida en el cieno vil de las pasiones más abyectas, perdido del todo hasta el último vestigio de pudor, de dignidad, de amor maternal y de virtud.

Ahora bien: ¿qué faltaba a la mujer en aquellos desgraciados tiempos para poder aspirar al puesto que legítimamente le correspondía en la familia y en la sociedad? ¿Qué obstáculo insuperable se oponía invenciblemente a que lo ocupara? ¿Por qué funesta causa la vemos donde quiera esclavizada u oprimida, sin libre voluntad para elevarse al rango merecido, y en todas partes arrastrada por sus vicios y pasiones, víctima siempre de la más desastrosa corrupción?

¿Sería, por ventura, su inteligencia tan limitada que no la permitiera comprender sus privilegios, ni aun sus legítimos derechos? ¿o bien sus instintos naturales y los sentimientos de su alma tan perversos que la arrastren al mal invenciblemente? ¿Sería tan adverso su destino que no pudiera salir jamás de tan deplorable estado?

No son estas, ciertamente, las causas verdaderas de su decaimiento y su desgracia, y más adelante veremos que es capaz de todo lo grande, de todo lo noble, de todo lo sublime. Si hasta ahora solo hemos tenido ocasión de contemplarla víctima del poder tiránico del hombre o de sus propios vicios y pasiones desordenadas, no es por cierto que su inteligencia pudiese dejar de comprender la elevada posición de su destino sobre la tierra; no es que careciese de aquellos instintos bienhechores que a todos los seres dotados de razón imprimió la naturaleza, ni que los sentimientos de su alma fuesen incapaces de mejores inclinaciones, ni menos aun que no tuviera otro destino más noble que cumplir sobre la tierra: es que faltaba en el mundo pagano un elemento poderoso, sin el cual no puede haber sociedad bien constituida, ni la inteligencia comprender debidamente el fin que tiene que llenar en este mundo: es que faltaba el principio indeclinable de toda educación bien dirigida, es decir, encaminada por el sendero del bien y de la virtud, para lo cual era indispensable que una fuerza, un poder superior a todo lo creado arrancase de la sociedad completamente pervertida, el germen del mal que había fecundado la misma mujer echando profundas raíces en el corazón de ambos sexos.

Las diversas y encontradas civilizaciones de los antiguos imperios, habían desaparecido sucesivamente bajo el férreo yugo de Roma la Señora del mundo, que lo había destrozado todo, que lo había barrido todo, según la enérgica expresión de Tulio: todas las clases de la sociedad estaban corrompidas: los diques de la legislación eran impotentes para contener el torrente desbordado que lo arrastraba todo: los crímenes más inverosímiles, más inauditos, se sucedían, se acumulaban rápidos y en confuso torbellino, y era inminente la ruina total de la sociedad ya desquiciada en el complemento de los tiempos preparado por Dios, cuando el cesarismo romano abrazaba para oprimirle, para ahogarlo, al universo entero. Tiempo era ya de que la Providencia divina tendiera su mano poderosa para salvar al mundo del cataclismo universal; y la tendió, y dispuso que descendiera su Hijo Unigénito al seno purísimo de una Criatura nunca contaminada; y la mujer fue llamada desde entonces a contribuir directa y eficazmente a la regeneración de la humanidad. Nuestra primera madre al perder su primitiva inocencia, había legado a sus hijas la servidumbre y el dolor; pero el Señor había dispuesto, en su bondad infinita, que otra nueva madre, María, la Virgen Inmaculada, viniese a levantar a la infeliz mujer de su abyección y envilecimiento, a emanciparla de esa servidumbre infame y dura, y a restituirle sus legítimos derechos y las nobles funciones que desde entonces le incumbía desempeñar.

Llegada era la plenitud de los tiempos, y sometido el orbe, y esclavizado como un solo hombre bajo el doble yugo del César romano y del mal absoluto, el hecho supremo y entre todos el más admirable, vino pronto a disipar las densas tinieblas en que yacía envuelta la mísera humanidad; y la voz del Salvador resonando en lo alto del Calvario, dejó cimentada la libertad católica sobre la tierra, redimiéndola con su propia sangre, y cambiando y renovando de este modo y para siempre la envilecida faz del universo mundo.

Corrido ya el denso velo de la abyecta esclavitud, resplandece brillante el nuevo sol de justicia que ha de alumbrarle hasta el fin de los siglos; y la mujer hasta entonces tan débil como desdichada, levántase de repente, para ser protagonista de los hechos más eminentes y heroicos. El cristianismo sufre grandes persecuciones; sus defensores, son en todas partes víctimas del martirio: mas donde quiera que la terrible lucha se presenta, allí se encuentra la mujer impertérrita, arrostrando los tormentos más atroces y las pruebas más increíbles en defensa de la justa causa, y aquí se la ve sufrir alegre con el que padece resignado; y allí se la admira alentando esforzada al que ve próximo a desmayar; y en todas partes desafía las vanas e impotentes amenazas de la tiranía y deja asombrados a los mismos verdugos con los ejemplos más insignes de valor, de fe, de modestia y de heroica mansedumbre, marchando con pie firme hacia el suplicio, sin que nada pueda arredrarla ni mucho menos hacerla retroceder.

Esta delicada criatura, víctima poco antes de las leyes, del poder, y humillada por el capricho de los hombres, elevándose sobre todo lo creado, desprecia las cadenas que sujetan su cuerpo y dice serena e impávida al horrendo tirano: «tú podrás atarme, atormentarme y darme la muerte, pero mi alma es libre y tu poder no alcanza a encadenarla».

¿Cómo se ha obrado cambio tan repentino en el corazón de la mujer que poco tiempo antes se precipitaba a pasos agigantados por el sendero del vicio, hundiéndose en la más cenagosa corrupción? ¿Quién ha conseguido educar su corazón modificando sus sentimientos de un modo tan asombroso? ¿Podríamos acaso ponerlo en duda? No ciertamente. Una revolución tan maravillosa, tan absoluta y radical de ningún modo cabía en lo humano; y se engañaría torpemente quien quiera que pretendiese atribuirla a los débiles esfuerzos de la degenerada humanidad. Solo la sublime, la celestial doctrina del Evangelio pudo fortalecer a la mujer, y emancipándola de su antigua servidumbre, colocarla en el verdadero rango que la asignó el Divino Legislador, con todos los derechos y esclarecidas prerrogativas que la pertenecen.

Emancipada la mujer, reconstituidos sus derechos y restablecida en la posesión de sus legítimos privilegios; grande, benéfica y provechosa, hubo de ser desde entonces la influencia que ejerciera sobre el hombre; y si antes había llegado a trastornar con sus vicios y pasiones desenfrenadas el orden natural del mundo entero; más adelante ya regenerada por la divina influencia de la moral evangélica, supo modificar ventajosamente con el poderoso atractivo de sus virtudes y sus gracias, el poder que sobre ella se había arrogado arbitrariamente el hombre. Así es que cuando apaciguados los ánimos vino a prevalecer en el mundo la doctrina salvadora de Jesucristo y cesaron de todo punto las persecuciones de los cristianos, estrechados de cada vez más los dulces lazos de la familia extendiéronse, como debía naturalmente suceder, los vínculos suaves del cariño conyugal y maternal; y del esposo y de los hijos se fueron reflejando en la sociedad entera; y la mujer paulatinamente y por grados, vino a encontrarse, por decirlo así, punto menos que soberana y reina absoluta en el corazón del hombre y por consiguiente de la sociedad misma.

En la edad media vemos animados los guerreros por su Dios y por su dama, llevar a cabo las más grandes y arduas empresas, y ya en los torneos, ya en las guerras de religión, de emancipación y de independencia, surge la mujer en primer término como el móvil de tantos hechos gloriosos como se hallan consignados en la historia. Y para que ningún género de gloria le faltara, también se la ha visto brillar en todos tiempos por su ilustración y su saber, ciñendo, no pocas veces, su frente con inmarcesible corona, y legando a la posteridad hechos, escritos y documentos dignos del aprecio de los sabios y de los literatos. ¿Y qué de extraño que desarrollándose en el seno de la mujer y en toda su extensión y con todos sus encantos las virtudes, el puro y verdadero amor y el inefable cariño maternal, hiciera resaltar más y más de cada vez con la belleza de su alma la hermosura y los atractivos naturales de su cuerpo, hasta el punto de que dominando la parte más noble del hombre, viniera por fin la esclava a convertirse en reina y señora, y a sojuzgar por el corazón a los mismos que habían sido antes sus tiranos por los sentidos?

El cristianismo, librando a la mujer de la antigua esclavitud y dura servidumbre, le concede la más honrosa investidura y grandes privilegios que elevan a esta hermosa mitad del género humano, a la primera dignidad y al más alto rango en el orden jerárquico de la creación; puesto que rotas las cadenas bajo cuyo peso yaciera envilecida, ya no es la esclava desventurada en el harem de un Sultán, ni mucho menos la vil concubina de los hombres; sino más bien su compañera inseparable, cuyo destino la conduce a labrar la dicha y la ventura de la familia, y por consiguiente de la sociedad entera, con la dulzura de sus modales, con la ternura de su cariño, con el atractivo de su modestia, y con el poderoso influjo de sus apacibles virtudes.

Noble investidura por cierto, sagrado ministerio que sabrá desempeñar, con tanto más irresistible poder, cuanto más honda y continuadamente ejerza su dulce influencia en el esposo, desde que el vínculo ya indisoluble los liga, y en los hijos desde que del seno materno pasen a sus brazos y a sus pechos en el dichoso cumplimiento de los augustos deberes maternales.

Deplorables filósofos harto célebres por su mal y por el de la sociedad que se vanaglorian de querer regenerar, cuando solo trabajan por hundirla en el abismo de su propia degradación; presuntuosos apóstoles de los mal entendidos derechos de la humanidad que pretenden sacar de su envejecido fanatismo y supuesta abyección, han llegado hasta el punto de negar la inteligencia a la mujer, y despojarla de sus más nobles prerrogativas, hasta el punto de considerarla, en su ciego orgullo, como un ser intermedio, como una especie de animal, que forma el tránsito del hombre a los irracionales, apta solo para desempeñar las funciones de la animalidad, y desprovista de todo cuanto puede más enaltecerla; y en su consecuencia la reputan magistralmente indigna de toda consideración social. Famoso progreso en verdad, y digno tan solo de quien tuvo la osadía de llamar robo a la propiedad, y llevó su audacia impía hasta proferir la horrible blasfemia «Dios es el mal.» Quisieran sin duda los hombres de esta ralea hacernos progresar hasta el fanatismo musulmán, que ni siquiera admite a la mujer en el paraíso, todo sensual; o hasta aquellas tribus salvajes y groseras, que por lo mismo que adoran al espíritu del mal, solo tienen reservada para la mujer la más dura esclavitud, y la reputan, cuando más, como un mueble cualquiera. No parece haber nacido de mujer el que tales absurdos alimenta, o habrá sido amamantado por alguna loba el que así se complace envileciendo a la que le llevó en su seno, a la que está destinada a labrar la felicidad de su vida y de sus hijos: nadie que tenga entrañas, nadie que sienta correr en sus venas y hervir en su pecho la sangre de su madre, nadie que no haya renegado la fe de sus mayores, para prostituirla en el cieno de las más innobles pasiones, podría destrozar tan atrozmente a la hermosa cuanto inteligente mitad del género humano, cuya delicada organización es tan a propósito como la que más en el hombre, para coordinar sus ideas, comparar, formar juicios y raciocinar, y esto con un golpe de vista certero, con una rapidez tal y tan asombrosa, que en sus deducciones exquisitas y en el criterio de su previsión, lleva las más de las veces ventajas incontestables a los hombres.

Si se nos dijera que sus juicios son más frívolos por lo mismo que hay más ligereza en todas sus acciones; contestaríamos que así debía suceder en efecto, atendido lo exquisito de su sensibilidad y lo muy delicado y hasta débil de su fibra orgánica; cosas todas que de ningún modo la rebajan, antes bien, a nuestro juicio, la enaltecen y mucho, corroborando su primordial destino de complemento supremo de la obra del Omnipotente; porque como ha dicho un filósofo, «el hombre representa la cabeza, la mujer el corazón de la humanidad.»

¿No la consulta el hombre en muchas ocasiones, acaso las más arduas de la vida, y no es en su seno tan inteligente, tan perspicaz y tan amoroso, en donde deposita los pesares y disgustos que el continuo vaivén del mundo y de los negocios le ocasionan? ¿Y en dónde podría depositarlos que con más ternura los compartiera y con más dulce interés tratara de aliviarlos? He aquí por qué la sociedad entera no puede menos de considerarla como igual al hombre, y aun de rendirle homenaje como superior a él en ciertos casos, en el hecho incontestado e incontestable de encomendarla el cuidado y la dirección de los hijos y de la familia; por cuanto dotada ella sola de los delicados encantos con que en su misma debilidad y fuerza pasiva, juntamente con la perspicacia, la sensibilidad y la belleza se ha complacido la naturaleza en hermosearla, ella sola es la que puede y debe trasmitir a sus hijos los inmensos raudales de amor de que es depositaria, y encarnar en ellos, por decirlo así, el conocimiento de lo bueno y de lo bello, de lo útil y de lo pernicioso, que tanta y tan grave trascendencia deberá tener en lo futuro. ¿Y quién sería capaz de ponerlo en duda puesta la mano en el pecho, cuando el dulce nombre, el dulcísimo título de madre es el primero que se nos viene a los labios, el primero que se invoca en los infinitos y más aflictivos azares de la vida?

En la mujer estriba el porvenir de las sociedades y de todo el mundo, pues que de ella dependen la felicidad o la desventura de una generación entera, según que guie al hombre por el sendero del bien y de la virtud, o le impela por el contrario al abismo de los vicios y de la iniquidad; ella es, si se nos permite la expresión, el verdadero regulador de todos nuestros sentimientos, puesto que cuando niña nos encanta con sus caricias, cuando joven nos cautiva por su belleza y su modestia, y cuando anciana nos admira por sus virtudes; por manera que dueña siempre de nuestro corazón, viene a ser cual piloto que conduce el bajel de nuestra vida por el mar proceloso de este mundo.

Si bien es cierto que la variedad de sensaciones se opone a su profundidad y duración en la mujer, no lo es menos que aun cuando sienta ella con más ligereza o menos intensidad que el hombre, es, sin embargo, menos indiferente que él, tanto a los placeres cuanto a las penas, a causa de su exquisita sensibilidad. Así es que el carácter femenino imprime la gracia y la dulzura en lo físico, y el ingenio y la agudeza en lo moral; en tanto que el carácter masculino produce la actividad y la energía en el cuerpo, y la razón y la madurez en el entendimiento. El uno es activo, la otra pasiva; el primero manda y triunfa; la segunda obedece y suplica: empero, tal es la compensación de estas mutuas relaciones entre el hombre y la mujer, que la más débil reina en la realidad sobre el más fuerte, y su poder nace de la misma debilidad que busca en la fuerza el apoyo que le falta; y sometiéndose al hombre, le vence al propio tiempo con su espontánea sumisión. De todo lo cual se desprende hasta la evidencia que ambos deben compartir mutuamente una existencia que en el orden natural no lo es para cada uno sino a medias, para poder completar de esta suerte su destino y el fin que se propuso el Supremo Hacedor al crearlos, instituyendo el matrimonio, el estado natural de entrambos sexos. La paz doméstica, la dicha social que de esta resulta, el concurso mutuo tan necesario para la educación de los hijos, todo pone de manifiesto que el hombre y la mujer deben concurrir en igual número para la constitución de la familia; porque sin el matrimonio, sin la verdadera monogamia esta no puede existir, como ni tampoco la posesión patrimonial ni la partición de los bienes. Así es que donde quiera que reine la poligamia y sean por tanto desconocidos los sagrados vínculos matrimoniales, cualquiera que pueda ser por otra parte la aparente civilización y cultura de que blasonen aquellos pueblos ha de dar por resultado fatal e indeclinable aquella viciosa organización por sí sola, el más completo trastorno de la sociedad, la absorción del estado por un Sultán, por un tirano feroz, y la más degradada y torpe barbarie de los pueblos salvajes. ¿Y qué diríamos de la comunidad de mujeres y de bienes? Hechos tan absurdos como repugnantes solo pueden tener lugar entre hordas nómadas que se sustentan de los beneficios de la naturaleza inculta; y siendo en corto número viven errantes, sobre un vasto territorio, o más bien aún, entre asquerosas tribus forajidas y rapaces, entre piratas y salteadores que en mal hora se alimenten de sangre y de rapiña.

El hombre civilizado comprende la necesidad de unirse a una mujer, porque conoce la necesidad de la familia, sin la cual tendría que perecer la sociedad entera, puesto que esta se halla constituida y cimentada en el complexo armónico de muchas familias reunidas: por esto respeta a la mujer y la venera; por esto la ley a su vez la protege y le otorga todos los derechos y privilegios a que se hace acreedora, educando a los hijos y dirigiendo con rectitud los sentimientos y las inclinaciones de los que más tarde han de tomar gran parte en la constitución del estado.

Todos los afectos de la familia tienen por centro y punto de partida el corazón de la mujer; y mientras que el hombre parece irse desviando del cielo, mientras se dedica con ahínco a los objetos de su predilección en la tierra, estudiando, investigando, trabajando, removiendo, en una palabra, cuanto las artes y las ciencias, la política y el comercio, la agricultura y la industria, y el mundo todo, pueden dar de sí para su satisfacción y la de sus semejantes en el mundo social; la mujer va conduciéndole con dulzura a su objeto, a su dicha y a su Dios, que es la verdadera felicidad aquí mismo en la tierra y su destino original. Reunidas ambas potencias, se fortifican mutuamente, e iluminando el corazón a la inteligencia en sus creencias instintivas y abandonándose confiadamente ésta en el seno de aquel, siguen unidos el amor y la fe por un sendero dichoso, por un camino en el cual no podrán extraviarse ni menos aun perderse. Así lo comprendía perfectamente el no menos profundo que piadoso filósofo Saboyano cuando dijo: «sin duda nuestro sexo es al que corresponde formar geómetras, tácticos, químicos, &c.; pero lo que se llama el hombre, es decir, el hombre moral, puede que esté formado a los diez años: si no lo ha sido en las rodillas de su madre, será siempre una gran desgracia. Nada hay capaz de reemplazar esta educación. Si la madre, sobre todo, se ha impuesto el deber de imprimir profundamente en la frente de su hijo el carácter divino, se puede estar casi seguro de que la mano del vicio jamás lo podrá borrar. El joven podrá descarriarse sin duda; apero describirá, si me permitís esta expresión, una curva entrante, que le volverá a traer al punto de donde salió» (1. Vizconde Maistre, Veladas de San Petersburgo).

Así es que el cristianismo al constituir con sus leyes salvadoras la sociedad y la familia, esparciendo por el mundo las sublimes máximas de unión y fraternidad, condenando los vicios y fomentando las virtudes, y al emancipar a la que es madre y natural conservadora, así de la familia como de la sociedad, no le ha otorgado sin embargo a la mujer tan preeminentes derechos, sin que le impusiera también obligaciones y deberes que tiene que cumplir, tanto para consigo misma, cuanto para con la religión que profesa y con la sociedad en que se halla; deberes que están íntimamente enlazados entre sí. Para que la mujer sea respetada y tenida en el lugar que legítimamente la corresponde, ella misma debe respetar a los demás, sin pretender arrogarse por medio de la fuerza, de la intriga, o de la astucia, derechos que solo al hombre corresponden, pues que no la toca gobernar los negocias del mundo, ni menos mandar sobre el hombre. La dulzura es su elemento, y su carácter distintivo, y su verdadera dote y patrimonio, y de ella debe adornarse para servir de freno suave al arrebatado espíritu de los hombres, si no quiere de lo contrario caer en la ridiculez más deplorable, perdiendo por completo además toda su más preciada influencia. Sus atractivos, empero, dependen, no tan solo de la belleza física deleznable y perecedera como todo lo que es puramente material, sino que más bien están cimentados en la belleza moral y en sus virtudes. Una alma hermosa, cándida, modesta y pura, unida a un físico menos favorecido por la naturaleza, tiene más invencible poder, más irresistibles atractivos, y subyuga más fácilmente la arrogante voluntad del hombre, que una figura modelada artísticamente, y que cual la Venus de Médicis, a alguna de las vírgenes de Rafael o de Murillo pudiera servir de tipo a la pintura o escultura, pero tras de cuya seductora apariencia se ocultase un corazón lleno de envidia, rencores, odios, iracundia, orgullo vano o soberbia desmedida. Bella estatua en verdad, y digna de figurar en un museo; pero que en la vida real vendría a ser como se dice de las manzanas de Sodoma, rubias y hermosas por fuera, insípida ceniza por de dentro, o como la más hermosa y sazonada fruta, que seduciendo al primer golpe de vista tiene el corazón dañado y carcomido; y por lo tanto es despreciable y se desecha, a pesar de su aparente belleza y lozanía. Esto exigen de la mujer, no tan solo su religión y su familia, en el seno de la cual es en donde más particularmente vive y reina, sino también la sociedad misma, que si le rinde a veces indebidamente culto, y ofrece un tributo de admiración a su hermosura o a sus talentos, halagando hasta con exceso su frivolidad y su amor propio; hastiada bien pronto de su ídolo, al verlo enorgullecerse desvanecido en sus triunfos, ya sean literarios o artísticos, ya se funden acaso en devaneos amorosos, o en las futilidades de un lujo deslumbrador, no tarda en volverle la espalda con desprecio, si no con insultante lástima, y se complace viéndole pasar a la manera de rápido meteoro que brilló por un momento en el horizonte para quedar sumergido luego en la más densa oscuridad. La hermosura es un don de Dios, un destello de su poder siempre benéfico, que derrama por el Universo y que permite se borre a su vez y desaparezca de la misma suerte que se extinguen también la luz y la vida. Muerta e inanimada en los seres privados de esta, ninguna influencia recibe de los mismos que no pueden trastornar ni alterar en lo más mínimo su primordial destino, ni convertirla por tanto en instrumento del mal; mas en las criaturas inteligentes no sucede así: el entendimiento y la belleza contraen íntima y mutua conexión, y el espíritu se apodera de las cualidades físicas de la materia y las espiritualiza, y las aumenta, y las acrece y modifica, comunicándoles aquella vida y animación misteriosas, sin las cuales los más delicados contornos carecerían por completo de encanto y atractivo: viene la vanidad entonces y se convierte, por decirlo así, en la llaga de la belleza; y éste presente divino más o menos profundamente ulcerado se trasforma de raíz y origen de todo bien, en amargo veneno y causa de todo mal; porque el ser dotado de ella concentrándose orgullosamente en la admiración de sí mismo, rinde un culto sacrílego a las formas corporales que deifica, fabricándose un dios de su propia figura, y por medio de ingeniosos artificios de toda suerte, solicita ansioso las profanas miradas del mundo, cuya indiferencia no concibe ni perdonaría, y se engríe, se ofusca y se fascina, recibiendo y admitiendo para sí propio en su loca vanidad los homenajes que debiera más bien santificar dedicándolos al Soberano Autor de toda belleza y hermosura.

Por el contrario, nada hay más sublime que la mujer, cuando a los encantos naturales de su persona sabe reunir, aumentándolos con plácida armonía, la belleza moral y las virtudes, que son su verdadero patrimonio y que por sí solas tanto la enaltecen. Mas no solo exige de ella el mundo la dulzura y la modestia, el candor, la inocencia y la mansedumbre; al par de estas dotes morales tan necesarias e indispensables, quiere también que se reúnan otras intelectuales, no menos convenientes; pues si el talento y el buen juicio no acompañan a estas cualidades, ¿de qué pudieran servirla faltándole el criterio para elegir el momento y la oportunidad en que deberá emplearlas? Una mujer necia es lo más ridículo en la Sociedad, y con harta frecuencia el deplorable origen de trastornos y desgracias en la familia. No es esto decir que necesite de vastos conocimientos en las letras o en las artes nada menos que esto; porque la mujer no tiene que brillar en la tribuna, ni ocuparse en averiguar los arcanos de la ciencia; la instrucción de que ha de estar adornada, debe ser conforme en un todo al destino que tiene que cumplir, esto es, al desempeño conveniente de sus obligaciones para con la familia, que es el verdadero elemento en donde vive, y el fecundo terreno de todas sus afecciones en la tierra. Entonces y cuando su instrucción esté en feliz armonía con sus deberes, y su juicio sea recto, bueno y sincero, entonces dirigirá sus afectos naturales al bienestar de su esposo y de sus hijos, labrando de este modo la dicha y la ventura en el interior del hogar doméstico; porque sin aquel poderoso e indispensable elemento, que tanto al hombre como a la mujer, es necesario, de poco sirven los buenos sentimientos, e instintos naturales, no pudiendo ni sabiendo dirigirlos debida y convenientemente. Podrá decirse, sin embargo, que el talento y el buen juicio no son dotes que se adquieran a medida de nuestro gusto; pero si esto es muy cierto, todavía no lo es menos que cuando se dejan ambos sin cultivo y sin cuidado, abandonando su desarrollo al azar y a la ventura, naturalmente vendrán a ser como una tierra de suyo fértil, pero inculta, que en vez de flores y de frutos, dará tan solo inútil follaje y hojarasca, cuando no dañinos abrojos y maleza entre las silvestres plantas que alimenta.

De la mujer pretendemos solamente que conozca y se penetre bien del verdadero fin a donde se han de dirigir todas sus acciones; que sepa el camino por donde tiene que andar, sirviéndola de guía su genio natural, a fin de que nunca venga a desviarse del sendero de sus obligaciones: fomentados a la vez los delicados sentimientos de que su alma está dotada tan ricamente, no podrán menos entonces de adquirir todo el vigor y fuerza que ella con su exquisita sensibilidad les comunica; y en el feliz concurso de la naturaleza y de la educación, y en el dichoso consorcio de sus bellas dotes instintivas y del acertado cultivo de las mismas, a buen seguro que alejadas las torcidas inclinaciones, deje de cumplir jamás con sus deberes en su natural esfera de acción, ni pretenda nunca enajenarse de la propia felicidad y gloria pura, que en la familia y solo en la familia puede encontrar y cimentar.

Recordarle entonces el deber que tiene de amar con todo su corazón a los hijos de sus entrañas, sería recordar al sol que esparciera sus rayos luminosos por el mundo, sería recordar al cielo que cubriera con su hermosa majestad el universo. Este deber es a la vez un instinto tan fuerte y poderoso que no hay nada en el mundo capaz de quebrantarlo y por tanto no hay necesidad de enseñárselo; aunque la haya, sí, y mucha de educarlo, de dirigirlo y gobernarlo. Es el amor maternal un sentimiento innato en el corazón de las madres en virtud del cual se entregan cariñosas a su hijos con todas sus potencias y sentidos, con toda su alma y corazón, prodigándoles todo su afecto y adhesión, rodeándolos con esmero de los más tiernos cuidados, y protegiéndolos con la más exquisita previsión hasta sacrificar por ellos, si necesario fuese, su propio bienestar y su vida misma. Pero fuerza es, aunque doloroso confesarlo, porque no parece sino que a la especie humana, le hayan sido concedidos el entendimiento y la libre voluntad para abusar lastimosamente de ambos dones hasta rebajarse a condición muy inferior a la de los mismos brutos; cuando arrebatada por el impetuoso vendaval de las pasiones cae la mujer en el olvido de Dios y de sí misma, y se deja arrastrar hasta la honda sima de la corrupción; entonces la desventurada viene a convertirse en una fiera abominable. Entonces, rotas las vallas del pudor, de la ingénita dulzura y timidez, borrado hasta el último vestigio de sus más suaves instintos y dotes de mayor precio, la depravación más desenfrenada y más absurda se apodera de su espíritu y de su corazón, la absorbe, la transforma lastimosamente y nada es comparable ya con el espantoso estado de su alma desnaturalizada. El horrible sacrificio de los pedazos de sus entrañas en aras de sus vergonzosos apetitos, y de su villano egoísmo, nada le cuesta, ni le arranca una lágrima, ni le evoca un remordimiento. Apartemos la vista de cuadro tan repugnante: pero tengamos presente que no llega la mujer de golpe a tan horrendo estado de perversidad, que la coloca mucho más abajo que las fieras sanguinarias, sino por pasos contados en mal hora, y después de haber salvado una por una todas las barreras que la naturaleza y la educación hubieron de levantar muy altas en su camino de perdición. ¡Desdichado de aquel pueblo que por su mala ventura no previese tan deplorables crímenes antes de tener que ocuparse en refrenarlos! Habría desconocido sin duda los más sagrados deberes del gobierno y de la familia, tales como la religión los ha consignado, y sin cuyo cumplimiento no se concibe una sociedad bien organizada, que se hundiría sin remedio en el abismo en que tantas naciones descreídas han perecido.

Al verse una buena madre rodeada de sus hijos, se considera el ser más feliz que Dios pudo haber creado. ¡De cuántos placeres, de cuántas alegrías goza su corazón maternal en aquellos instantes! ¡Mas ay! ¡También habrán de cruzar por su vida días aciagos que amarguen su existencia! ¡Por cuántas inquietudes, por cuántos cuidados no tiene que pasar antes de ver colmados sus deseos y tranquilo su corazón!... En efecto, la niñez está sujeta a miles y miles de afecciones más o menos mortíferas, y todas las estadísticas vienen a confirmar la espantosa mortalidad en aquella época tan frágil y deleznable; de consiguiente, ¿qué de terrores no han de asaltar el corazón de aquella madre que ve a su hijo acometido de una de esas crueles enfermedades, que a tantos arrastran al sepulcro? Huyen de ella entonces la tranquilidad y el descanso; no hay para ella suelto ni sosiego, mientras al tierno objeto de su cariño, al pedazo de su corazón le aqueja el mal; pero ¡cuánto más no padece en su espíritu la tierna madre angustiada cada instante en que cree vislumbrar el menor síntoma alarmante! Donde quiera, por todas partes se la presentan tristes presagios, fúnebres nuncios de la muerte. Todo alarma, todo conmueve su pobre corazón y tiembla y se agita convulsa en el fondo de su alma al más leve movimiento, al menor quejido, al más imperceptible suspiro. Inquieta, zozobrosa, vigilante, espía con 33

avidez el significado de las modificaciones que se presentan, aguardando ansiosa el momento de una crisis saludable o mortífera, y su pensamiento es una súplica no interrumpida que se eleva al Ser Supremo por la salud de su hijo tan amado. Su religión, su fe, su esperanza, todo se confunde entonces con su amor, con ese amor inmenso que no pocas veces en su más violento paroxismo la hace olvidarse hasta de la justicia de su Dios. Mas si tan acerbo sufrimiento, si tantas súplicas y lágrimas llegan por fin a ser inútiles: ¡Oh! entonces la madre tierna y pía se refugia de nuevo en el seno de la religión, y allí en santo recogimiento busca en la Madre universal de los afligidos un consuelo para su alma, que en ella sola puede hallar, ya que no le sea posible cerrar la herida que la muerte del hijo de sus entrañas tan hondamente le abrió.

Más afortunadas otras ven crecer a sus hijos libres de esas terribles afecciones, pero no por eso están exentas de pesadumbres, de penas y de tormentos acaso no menos graves y dolorosos. Gozaron durante algunos años del cariño exclusivo y de las caricias de sus hijos; pero llega el momento supremo en que su colocación en la sociedad, las exigencias imprescindibles de la carrera a que les consagraron, los azares de la vida, en fin, exigen resueltamente la separación, una separación absoluta, lejana, sembrada acaso de peligros, y cuyo término no se puede prever. ¡Qué de inquietudes, qué de zozobras, qué de tristes presentimientos no afligen entonces el corazón sobresaltado de la madre buena y amorosa, que ve lanzado a los inciertos azares de un viaje o a los sangrientos lances de la guerra y sin que pueda protegerle, defenderle, resguardarle, cubrirle con el cariñoso manto de sus cuidados, al objeto de toda su ternura, de todos sus afectos, ya de entonces más de todas sus inquietudes y de sus más hondas penas y angustias! Su corazón le sigue a todas partes y sufre anticipadamente con dolorosa y exagerada previsión cuantos peligros, cuantas adversidades y contratiempos pueda experimentar su propio hijo; y colocándose ella misma en las situaciones más arduas y difíciles, y augurando siempre los más tristes desenlaces, aguarda ansiosa un mensaje, una noticia que venga a tranquilizar por un instante siquiera su angustiado espíritu, y se estremece y tiembla al mismo tiempo de que llegue este momento tan ansiado. Durante este período su vida es una lucha no interrumpida entre el deseo de ver al hijo sano y salvo y el temor de que le suceda una desgracia: y si entonces sufre tanto, ¡cuál no sería el acerbo dolor de su alma si en hora menguada le viera precipitarse desatentado por el camino del mal, del crimen tal vez y de la perdición! La primera palabra que sale de sus labios es la expresión del deseo de verle muerto antes que malvado; mas no creáis que sus palabras sean el fiel reflejo de lo que siente en aquellos momentos; su corazón es muy tierno, muy entrañable y rebosa de dulces deseos de afecto, de perdón y de esperanza; y cuando un hijo desgraciado y envilecido, perdida la honra, cubierto de ignominia y de baldón vuelve atrás la vista y mira con horror el espantoso vacío que le rodea, el temeroso abismo en que se ha hundido, no en vano resuena en su pecho un eco de esperanza y de misericordia; no en vano cree vislumbrar un rayo de consuelo en medio de la tenebrosa oscuridad de su alma; vuelva sin temor, vuelva confiado y arrójese a los brazos siempre abiertos de una madre cariñosa, que el amor maternal siempre solícito cual el ángel custodio, indulgente y compasivo siempre y más dispuesto a otorgar el perdón que el mismo culpable a solicitarle, ese amor inefable vela siempre por él, está con él y junto a él. Abrumada con el peso del dolor por los vicios de su hijo, ella es la única que se halla naturalmente colocada entre él y Dios, a quien implora; y cuando al levantar su cabeza aquel desventurado se resuelva al fin a echarse confiadamente en sus brazos, ¡oh! entonces hallará en su seno amoroso todo cuanto puede arrancarle de la desesperación y volver la salud a su alma ulcerada; hallará un corazón dispuesto siempre a amarle, y un Dios de bondad y misericordia, todavía más dispuesto que la madre a perdonarle sus extravíos.

¡Mas quién diría que el sentimiento maternal tan bello y tan puro como es en sí mismo, viniese a ser algunas veces el origen y la fuente misma de la desventura de los propios hijos! ¡Cuántas madres son la causa criminal de la perdición de estos, cuando con un afecto verdaderamente egoísta, tanto como necio y mal entendido, ya para no lastimar a la que llaman inocente criatura, ya para no enajenarse un minuto su cerillo y lastimarse a sí mismas, lejos de corregir a tiempo sus aviesas inclinaciones, consideran como cosa de juego el fomentarlas o bien disculpándolas y dándolas aun un giro de chiste o de alabanza o ya desviando la responsabilidad del pequeño culpable, para hacerla pesar y hasta con exageración, sobre un objeto cualquiera, si lo que todavía es peor, no la hacen recaer para castigarla sobre otra persona enteramente extraña al hecho, a fin de corregir, según dicen, con el ejemplo al que verdaderamente corrompen con la injusticia. Creen con tan triviales como necios recursos echar profundas a indestructibles raíces en el cariño de los hijos, sin que tenga ello trascendencia para su futura moralidad; pero lo que consiguen es hacerlos voluntariosos, tercos, caprichosos, injustos, ingratos y envidiosos. Solo consiguen de dañada semilla coger el peor fruto, alimentando las torcidas inspiraciones del tierno vástago, que siempre aparecen desde bien temprana edad y que sería fácil enderezar entonces, cuando la verde planta se doblega sin esfuerzo, pero que será imposible corregir más adelante, cuando el tiempo y la costumbre inveterada hayan venido robusteciendo al árbol corpulento; torcido como creció no cederá ya sin quebrantarse a los esfuerzos de la razón o de la voluntad opuesta; y día vendrá en que la madre inconsiderada vierta infructuosamente lágrimas amargas por no haber hecho verter unas pocas a su tiempo a los que objeto antes de su imprevisor afecto, lo serán entonces de hondas pesadumbres y de ya inútil reconvención.

Es un deber de las madres el sobreponerse a su cariño y dominar su corazón para labrar la dicha futura de sus hijos y la suya propia, aún a costa de herir por un momento su ardiente amor maternal: el sacrificio que hagan de este afecto en aras de su deber y de su previsión, no quedará sin recompensa y muy cumplida, cuando más adelante consigan ver a sus hijos recoger el fruto de la buena educación que recibieron, y ser el ornamento de la sociedad, al paso que el sostén y la bella corona de sus ancianos días.

Y si una madre, que de aquella suerte exagera su cariño, deja de cumplir con sus deberes, ¿qué diremos de aquellas que, sin motivo alguno legítimo, acaso sin el menor pretexto plausible, abandonan a manos mercenarias el necesario sustento y los cuidados delicados que tan imperiosamente reclaman sus propios hijos? No se nos esconde que a algunas les niega la naturaleza el sustento apropiado al nuevo ser; que otras débiles o enfermizas no tienen vigor y carecen de la fuerza suficiente para llevar a cabo un deber tan sublime como tierno, mientras que no pocas infelices se ven obligadas a sacrificar el tiempo y hasta los dones naturales para dedicarlos a procurarse un pedazo de pan, y los necesarios recursos de que está privada su infortunada familia que gime en la miseria o poco menos. Estas madres son dignas seguramente de toda nuestra compasión y respeto, puesto que no es el corazón el que les falta, sino más bien la dura necesidad, la necesidad apremiante e indeclinable la que a tal extremo las obliga; pero aquellas cuyo seno se halla henchido del bienhechor y saludable néctar de la infancia; aquellas que rebosando salud y lozanía por todas partes viven acariciadas por la fortuna en medio del fausto, de la opulencia y de las riquezas; aquellas a quienes todo les sobra, y que por no someterse a las dulces incomodidades que trae consigo el atento cuidado de sus hijos, por no privarse de fútiles diversiones, o no exponerse a ajar su tez, o a descuidar el esmero de su vana hermosura, los separan desapiadadas de su lado y los entregan a manos mercenarias, para que les den otro sustento y otros cariños interesados, venales y por tanto fríos, indiferentes, forzados y fingidos, otro sustento y otros cariños que los naturales, desinteresados y espontáneos que ellas mismas les podrían prodigar; esas son y serán siempre malas madres, hembras desnaturalizadas que no llenan su destino, que no cumplen con sus deberes más sagrados, y que no merecen por lo tanto llevar el dulce título que no puede negarse a las fieras salvajes del desierto. Madres son las que saben serlo; no basta haber engendrado hijos sin conocerlo y acaso sin desearlo, ni haberlos dado a luz por la sola fuerza de la necesidad: menester es saberlos criar y educarlos; menester es que la que sin el concurso de su voluntad los alimentó en sus entrañas, con el pleno consentimiento de la misma, siga alimentándolos física y moralmente en su regazo después de nacidos; menester es que prosiga a sus pechos la obra de amor que dio principio en su seno, y que no debe darse por terminada antes de los límites oportunos que para ello tiene señalados la mano próvida de la naturaleza. Madres son las que saben serlo; y no saben, a no quieren saberlo las que desconocen este deber sagrado, de vital interés para aquella tierna edad tan necesitada del calor maternal, de un alimento ya medio asimilado, y del cuidado solícito y delicada atención que solo una madre cariñosa puede prestar debidamente.

Y decimos que deben también las madres alimentar a sus hijos moralmente, porque solo ellas pueden hacerlo con fruto y con fundadas esperanzas de buen éxito, imprimiéndoles ya desde el primer día que al pecho los apliquen, aquel sello de amor y de ternura, que solo puede una madre trasmitirles; de amor y de ternura más dulces que la misma leche que les prodigan. ¡Ay de aquellas madres que, por satisfacer los caprichos de la sociedad, del lujo o de la moda, ahogan en el fondo de su alma los puros sentimientos maternales y los sacrifican a su egoísmo y a sus mal entendidos intereses! ¡Ay de aquellas madres que desposeídas de los más tiernos instintos naturales abandonan el fruto de sus entrañas a manos extrañas y mercenarias, y con la natural alimentación le privan también de la cariñosa educación que a sus mismos pechos debían haber empezado! Tiempo vendrá sin que se haga esperar mucho, en que hallen marchito el corazón del vástago tierno que descuidaron regar en ocasión oportuna con los salutíferos raudales que debían brotar del seno materno; en que le hallen seco tal vez y sin que tengan ya ni la posibilidad de reclamar los derechos, que en mal hora abandonaran por su indolente descuido, y que en vano llorarán perdidos después, cuando ya no sea tiempo de recobrarlos. ¿Y quién habrá que las compadezca cuando los hijos desconozcan los derechos maternos, que ellas mismas abdicaron antes por su punible indolencia, aceptando inconsideradamente todo el peso de la responsabilidad que contrajeron, no solo para con el fruto descuidado de sus entrañas, sino también para con la sociedad, víctimas ambos de su funesto egoísmo?

Ahora bien; ¿qué medios conducirán con seguridad a la mujer a que cumpla con todos sus deberes y sea buena hija, honrada esposa y mejor madre? No necesitamos aguzar mucho nuestro ingenio para responder a esta cuestión. No hay seguramente auxilio más eficaz, medio más fuerte, más sólido ni más indispensable para conseguir este fin, que una educación conveniente y bien dirigida desde el momento en que asoman los primeros albores de la vida.

La educación considerada en general, es una palanca poderosísima para el mantenimiento de las sociedades; y si la consideramos en concreto relativamente al individuo, es el medio más poderoso de labrar para lo futuro, así la felicidad corporal y material, como la del espíritu, la del alma, de que se siguen por consecuencia indeclinable, toda la suma de felicidades, tanto en el orden doméstico y de la familia, cuanto en el orden público y social que en este mundo es dado al hombre alcanzar.

Divídese naturalmente la educación humana en física y moral, según que se refiere solamente a la parte física y material, o bien a la moral e intelectual del individuo. En Esparta se daba grande importancia a la primera, y bien puede decirse que era casi la única que allí se cultivaba; pues que el austero legislador se había propuesto únicamente formar útiles instrumentos de poder material, para sostener por la fuerza bruta el bárbaro edificio social que hubo de levantarse, cimentándolo en las rudas bases del gimnasio y del pugilato: en tal concepto solo se tomaban en consideración, respecto del hombre, los medios más a propósito para fomentar el desarrollo de su fuerza muscular, e imprimir al cuerpo todo el vigor de que es capaz, a fin de tener en el membrudo atleta un poderoso defensor de la república; y por lo que toca a la mujer a nada más se aspiraba tampoco sino a que creciera robusta y vigorosa, para lograr de ella hijos que se la asemejaran forzudos y robustecidos con la nutrida leche de sus varoniles madres: por manera que descuidada si no pervertida la parte moral, la educación de ambos sexos era, por decirlo así, solo exclusiva y brutalmente gimnástica.

La segunda, o sea la educación moral e intelectual es considerada con justa razón en nuestros días como la principal y de mayor y más grave trascendencia, puesto que, sin una educación moral, bien dirigida, ni la sociedad, ni la familia, ni el individuo, podrán elevarse nunca ni mucho menos sostenerse a la altura que les corresponde.

Mas no se crea que al dar la preferencia a la segunda, desechamos la primera; la una y la otra son necesarias e indispensables; y así como el alma está íntima y substancialmente unida al cuerpo, no de otra suerte la educación moral debe, a nuestro entender, ir unida constantemente a la física, de tal modo combinadas en conjunto armónico, que sigan siempre juntas y en razonable y amistoso consorcio; por manera que no perjudique la una a la otra, sino más bien que se ayuden y se favorezcan mutuamente: tal así como el espíritu humano anima a la materia del cuerpo y le da vida y movimiento, mientras que el organismo material en debido equilibrio mantenido favorece la admirable manifestación de aquel, cuyo predominio caería, si le abrumara este con el tosco peso de su exuberante preponderancia.

Esto sentado, la educación no es otra cosa que la enseñanza teórica y práctica, o sea la manifestación lenta, suave, no interrumpida, sólida, palpable y bien cimentada, del uso concienzudo que debemos hacer de los medios que la Divina Providencia ha puesto a nuestro alcance para conseguir la suma posible de felicidad en este mundo, con el cumplimiento de nuestros deberes así absolutos como relativos; de donde se seguirá también la futura, a la cual somos llamados por nuestro objeto final; y los medios que han de utilizarse son, la salud, la inteligencia, el sentimiento moral y el sentimiento religioso.

En los primeros tiempos de la vida caminan el hombre y la mujer por un sendero mismo y en una igualdad casi total, tanto que si los contemplamos dormidos apaciblemente o despiertos en suave reposo descansando, apenas hallamos en sus infantiles rostros uno que otro rasgo, una que otra diferencia sutil, que vengan a indicarnos cuál de ellos debe ser la mujer o cuál el hombre: formas un tanto más redondeadas, mayor delicadeza y morbidez en los contornos, se entrevean acaso en el semblante de la niña; pero difieren tan poco, son tan imperceptibles las líneas de mutua comparación, tanto se confunden entre sí, que apenas se pueden percibir con alguna exactitud.

Pasaron ya los primeros años, ¿qué observamos en la niña? Aquellas formas infantiles delicadas y que apenas nos permitían distinguir el uno del otro sexo; aquellos suaves contornos se han transformado ya en rasgos pronunciados, característicos y distintivos de ambos, y mientras que en el niño se van endureciendo de cada vez más, se van haciendo más angulosas aquellas facciones poco hace tan redondeadas; todo lo contrario se observa en la niña: sus contornos son más delicados todavía, tienen mayor suavidad, la finura de la piel es extremada, una especie de velo de dulce morbidez se difunde como trasparente aureola por todos sus miembros, que punto a punto van regularizándose más; y en todos sus actos, en todos sus movimientos, se echa de ver esa dulce languidez; esa seductora debilidad, que dando mayor realce a su belleza, imprime al propio tiempo en sus facciones una expresión singular e indefinible. Así es que al lado del turbulento y revoltoso jovencillo, vemos pacífica a la niña, ensayando con sus juegos infantiles el papel que más adelante tendrá que desempeñar en el gran teatro del mundo, al mismo tiempo que en su espíritu se vislumbra una finura, una penetración más viva y más pronta que en el muchacho de su misma edad.

Y en efecto, las niñas son más dóciles al paso que más precoces: su organización se desenvuelve más velozmente; su sensibilidad física y moral es más excitable, y la más ligera causa la pone en juego con la mayor facilidad.

En esta primera época de su vida es cuando debe darse principio, así a su educación física, como a su educación moral; a la primera para preparar la naturaleza al desempeño de la gran función, que imprime carácter en la mujer, levantando por decirlo así, el dique que separa la mocedad de la niñez; a la segunda, porque es la época que más fácil y oportunamente se presta por su dócil flexibilidad, a que se puedan dirigir y encaminar sus sentimientos, y prepararlos simultáneamente al debido y recto cumplimiento de su destino y de los deberes que le impone, iniciada que sea ya la pubertad.

La educación de la mujer físicamente considerada, pertenece al dominio de la higiene, cuyos preceptos bien ordenados no deben echarse nunca en olvido para su recta aplicación; por cuanto si no se puede nunca desatender la necesidad de robustecer al hombre desde sus primeros infantiles años, ya para precaverle de las enfermedades agudas que pudieran tempranamente llevarle al sepulcro, ya para desviar las que insidiosas por falta de tono y de energía pudieran acarrearle una existencia precaria y enfermiza, inútil para el individuo, como para la sociedad; débil ya de suyo y por su propia naturaleza la mujer, tanto, si no más que aquel, está en la necesidad de que se la prepare convenientemente, no solo para robustecerla, y evitarla que sea presa de los males mismos que al hombre pueden aquejar, sino de otros infinitos, aunque de diversa índole, a que por su respectiva y peculiar condición es ocasionada como mujer; de suerte, que si la educación moral puede llamarse la higiene que se refiere a prevenir las enfermedades del espíritu, la educación física será también la higiene que tiene por objeto preservar de las que pueda padecer el cuerpo. La mujer, aún más que el hombre, se halla en la necesidad imprescindible de ponerse a cubierto con tiempo contra estas últimas, no solo por las razones que acabamos de indicar, sino también porque dependen, por desgracia, en su mayor parte aquellas enfermedades, de los errores de un género de vida poco o nada conforme con las leyes de la naturaleza, sobre todo en las naciones que se llaman cultas y en las actuales costumbres de la moderna Europa.

Hasta la edad de nueve a diez años en nuestros climas, suele manejarse a las niñas como a los niños, no obstante de que sea la inteligencia de aquellas más precoz, y se despliegue más aprisa su organismo; pero como sea de urgente necesidad el prepararlas oportunamente para la condición que les está destinada, vamos a indicar algunas reglas en nuestro concepto favorables al desarrollo de su complexión y a beneficio de las cuales puedan crecer sanas y robustas, capaces de soportar algún día los trabajos y cuidados de la maternidad, sin que por esto puedan salirse de las conveniencias sociales adoptadas en los pueblos civilizados.

Antes de la pubertad, puede y debe la niña gozar de la inocente libertad de correr, saltar y fortificarse con los ejercicios corporales, casi tanto como el niño, bien que sin desatender nunca, ni bajo ningún concepto el delicado respeto que a la infancia se debe siempre, y sobre todo y en especial a los sexos y a sus relaciones, por más insignificantes que pudieran aparecer; porque formándose ella mucho más pronto, su educación y su género de vida deben comenzar mucho antes de que llegue aquella época. El tránsito de la niñez al estado núbil, es un período de crisis y de trastorno, fatal no pocas veces y de funestas consecuencias para el resto de la vida; por cuyo motivo nada hay más importante que el disponer de antemano la organización por medio de una higiene conveniente y apropiada, a fin de que sobrelleve el trabajo sin esfuerzo y sin fatiga, y venga insensiblemente la revolución que la naturaleza suscita en la mujer, al entrar esta de lleno en la época de la pubertad.

Nada hay más universalmente reconocido como favorable a la salud, nada con más repetición aconsejado hasta la saciedad que el respirar un aire puro y no viciado, el hacer mucho ejercicio por el campo y gozar allí en toda su extensión de las inocentes y sencillas bellezas que donde quiera derrama con mano pródiga la naturaleza; y sin embargo, nada hay tampoco más echado en olvido, más indolentemente descuidado ni menos puesto en práctica, sobre todo por aquellas jóvenes cuyos padres languidecen, por decirlo así, en el seno de la opulencia, prodigando mil exagerados cuidados a sus hijas y temiendo a cada paso que la más ligera ráfaga de viento o el descuido más insignificante pongan en compromiso su vida, sin pensar ni remotamente que las colocan de esta suerte en las condiciones más favorables para la impresión de las causas morbosas. Penetremos en el santuario de una de esas jóvenes mimadas por la fortuna, en donde nada se ha escaseado para hacerla más agradable la vida: ¿qué encontramos en aquella estancia? En una alcoba apenas alumbrada por el sol se ostenta el lecho circunvalado de ricas colgaduras, que encierran un aire viciado y sofocante, a causa de la exhalación incesante de los productos de la transpiración y de la respiración: flores abundantes en vasos de exquisito gusto embalsaman el ambiente esparciendo un suave aroma por la estancia, además de otras cien esencias y perfumes. Pues bien; todo ello podrá dar encanto y poesía vaporosa al opulento recinto donde vegeta la frágil ninfa; pero su influencia maléfica apesadumbra la cabeza y viene a ser origen de mil males que la joven contrae, o por mejor decir, que sus mismos padres le ocasionan: mas como si todo esto no fuese aun bastante, las puertas, las ventanas o los balcones de aquella perfumada estancia permanecen herméticamente cerrados y cubiertos de ricos tapices y tupidos cortinajes de seda de Damasco, apenas sopla el más ligero céfiro o empieza a caer la lluvia más imperceptible, precauciones exageradas y de todo punto innecesarias, que se oponen por completo al libre acceso del aire puro o a la radiante y bienhechora luz del sol. En este asilo de la indolencia y de la pereza es en donde recostada en los cojines de un mullido diván o de un sofá lujoso se encuentra a la hermosa joven suavemente ocupada, al parecer, en alguna labor delicada, o bien entregada a la lectura fútil casi siempre o acaso de alguna corruptora producción de la escuela epicúrea moderna, y respirando al mismo tiempo un aire viciado, no solo por las esencias y las flores, sino también por las emanaciones gaseosas de las lámparas o de las bujías que suelen alumbrarla. Si por ventura sale alguna vez de su casa la delicada crisálida, o la llevan a algún jardín o al campo abierto, evita en lo posible respirar el aire puro, cuidando no le den en el rostro los claros y brillantes rayos del sol, temerosa sin duda de que vengan a empañar la blancura de su tez y padezca algún detrimento la mórbida finura de su terso cutis. Y de todo esto, ¿qué resulta por fin? ¿Qué es lo que con tan exageradas precauciones se consigue? ¿Es más bella, la tierna flor con tanto esmero cultivada? ¿Es más sólida, más brillante, más permanente su salud? No ciertamente: ella se aja sin saber cómo, los brillantes colores se marchitan cuando la naturaleza misma se engalana. Descuidase un momento en respirar el aire puro y sutil, o bájase de pronto la temperatura de la atmósfera, o pasa de un aposento caldeado en demasía a otro de menos subido temple; la causa más tenue, en fin, la desconcierta, su transpiración se suprime de repente, y un catarro peligroso, o acaso los preludios de la terrible tisis pulmonar, vendrán a ser las consecuencias inevitables de la excesiva y perjudicial nimiedad con que tan cuidadosamente se resguardara de las influencias exteriores.

Bien al contrario le sucede a aquella robusta y fuerte campesina que, respirando todo el día el aire puro y saludable de la atmósfera, no teme que el sol empañe su rostro, antes parece estar desafiando los elementos con su rozagante lozanía: su vida rústica y campestre la hizo invulnerable a los cambios de las estaciones, y nada le importa salir apenas raya el alba a coger alegre las florecillas que esmaltan la pradera y embalsaman las colinas. Compárese el vigor y la fuerza de esta joven de terso y encarnado cutis, de redondas y apretadas formas, dispuesta al parecer a repartir la salud que a ella la sobra, con los quebrados colores, con el pálido semblante y la endeble fragilidad de las que habitan las ciudades populosas, aquejadas de continuo por jaquecas, convulsiones, vapores y clorosis, y se echará de ver, sin gran esfuerzo, de qué parte están la salud y la enfermedad, la robustez y la debilidad, el bienestar y la alegría, y la caquexia, los malos humores y las consiguientes impertinencias y caprichos.

No necesitamos, pues, añadir que uno de los medios necesarios para robustecer la juventud, consiste sin disputa en colocarla en condiciones favorables al libre acceso de los agentes atmosféricos saludables: por cuanto si bien pueden estos convertirse en muchos casos, en causa y origen de enfermedades las más graves y peligrosas, es, a no dudarlo, por la poca costumbre de experimentar su benéfica influencia.

No se crea por esto, sin embargo, que hayan de exponerse imprudentemente las tiernas criaturas a la intemperie sin precaución y sin cautela, esto sería ciertamente aconsejar un abuso lamentable: lo que aconsejamos, lo que prescribimos es solo el uso moderado y circunspecto, gradual y progresivo, en fin, acomodado a las leyes del hábito que rigen y gobiernan las funciones de la naturaleza humana.

Pero las costumbres de los grandes centros de población, muelles y desordenadas a la vez, no parece sino que están cimentadas en toda suerte de contradicciones, extravagancias y deplorables absurdos.

Mientras se declaran por lo general en abierta oposición con estos medios tan poderosos de salubridad y confortación, ningún inconveniente oponen a que una joven elegante desde la indolente voluptuosidad del aposento en que vegeta herméticamente encerrada como una planta tropical, pase a la agitación de los salones de baile, o a los teatros, en donde se derraman a torrentes las luces deslumbradoras como para disputar al sol el privilegio de aumentar la hermosura y en donde el distinto temple de corredores, salas, antesalas y bastidores, por donde se discurre sin recelo, promueve sutiles corrientes de aire, que aun antes de crispar el delicado cutis, pueden muy bien haber herido de muerte los endebles órganos no avezados a tales y tan encontradas impresiones. Y entretanto la mal aconsejada joven, que temblaría con la sola idea de respirar el ambiente despejado de las praderas, pasando atolondrada de un abrigo exagerado a una no menos exagerada que indecorosa desnudez, juguete de su loca vanidad y desatentados caprichos, no teme exponer imprudentemente las delicadas carnes a los efectos mortíferos de una atmósfera sofocante y corrompida y de aires colados muchísimo más dañinos, y que en un momento dado pueden acarrearle aún más graves perjuicios que los cierzos más crudos de la sierra. Ni los meditados razonamientos de los médicos, ni sus cariñosas advertencias y consejos, fundados en la triste y repetida experiencia de innumerables pérdidas que a cada paso se deploran de jóvenes arrebatadas por la muerte en lo más lozano de su edad; ni las sentidas declamaciones de los oradores sagrados contra la escandalosa inmodestia de los trajes, no menos contraria a la moral y a la religión, que a la salud y a la vida, a la robustez de las generaciones, al bienestar, a la paz y a la honra de las familias; nada ha bastado, nada ha sido poderoso para desarraigar estas costumbres y sustraer a esas desafortunadas jóvenes de las tiránicas exigencias de la moda que se viene perpetuando en todos tiempos y en todos climas y países con más o menos furor, con más o menos afortunados intervalos. Lo que no sirve para embellecerlas, para aumentar sus atractivos para fomentar su vanidad y sus aéreos triunfos; a nada conduce para las elegantes, cuyo elemento es el tocador, cuya vida es el espejo, cuya gloria es cautivar la atención, cuya educación, en una palabra, ha sido, o es, la futilidad, la imprevisión y el culto de sí mismas.

No comprenden, ni siquiera se imaginan las desdichadas que la belleza y sus delicados encantos desaparecerán y se borrarán por completo en las enfermedades, a que se exponen, sin dejar siquiera la más imperceptible huella, el más ligero vestigio de lo que fueron.

No calculan tampoco ni aun sospechan que esas malhadadas costumbres tan peligrosas para lo físico como funestas para lo moral de la mujer, y aun del hombre, producen efectos en la sociedad diametralmente opuestos a los que ellas se propusieran. Y sin embargo no es difícil comprender que lo que mucho se prodiga, poco o nada interesa ni se codicia; y que un objeto de irritante sensualidad, pronto, bien pronto se convierte en objeto de hastío. La misma luz del sol que agradablemente difusa nos encanta, y es el alma de la vida, si cae de lleno sobre la pupila, nos ofende, nos ciega, nos hiere y nos obliga a apartar con prontitud la dolorida vista, para evitar sus peligrosas consecuencias.

La elegante y modesta sencillez conviene más que otro cualquier adorno a las jóvenes, al paso que realza la frescura de sus gracias; y vestidos, ligeros en verano, calientes en invierno, cerrados en todo tiempo, serán siempre el mejor y más seguro medio para que deje de ser temible la exposición a los agentes atmosféricos. Esto aconseja el buen sentido, y esto debe tenerse presente en todos tiempos por aquellos que de la educación del bello sexo están encargados, y por nuestra parte estamos bien persuadidos de que no llenaríamos el objeto que nos hemos propuesto, si dejáramos de insistir, en la conveniencia de un abrigo moderado y bien entendido, de los paseos frecuentes por el campo y del ejercicio repetido, aunque sin fatiga; señaladamente por lo que respecta a las niñas, que si posible fuese, deberían pasar los primeros años de su vida lejos de las ciudades populosas de angostas y atinadas viviendas, encallejonadas y mal ventiladas; y más bien allí en la campaña o en la sierra, en las costas bajo la saludable influencia del aire circulado en toda su libertad, donde en brazos de la rústica y próvida naturaleza, viniesen a desarrollarse con todo su vigor y lozanía, adquiriendo la robustez apetecida, para que llegada la pubertad, todas las funciones consiguientes se ejercieran con la debida y espontánea regularidad, sin trabajo y sin fatiga.

El bello sexo adolece por lo general del defecto, sobre todo en las grandes poblaciones, del escaso de reposo, más bien que del escaso de movimiento. Es muy cierto que ni su natural debilidad, ni la delgadez y blandura de sus músculos son a propósito para que se dedique a trabajos violentos, ni menos acometa ejercicios, que requieran esfuerzos superiores a su conformación y a su destino primordial; pero no deja de serlo también que la inercia y la ociosa y muelle indolencia en que la mayor parte de mujeres están sumidas, son altamente perjudiciales para la salud: ¿y quién ignora que el excesivo sueño a que no pocas se abandonan, retarda y debilita todos los movimientos orgánicos, y las vuelve linfáticas, pálidas y enfermizas, a causa de la prolongada e inerte oscuridad en que vegetan?

Los trabajos corporales, suelen ser casi nulos para gran parte de las bellas damas de las elevadas clases de la sociedad, que servidas por muchedumbre de criados ansiosos de complacerlas, pierden el tiempo reposando blandamente, o cuando más mueven indolentemente los dedos para tejer alguna delicada labor. Un círculo no interrumpido de fútiles pasatiempos, de espectáculos o juegos, rodea su frívola existencia de tocador; y después de pasado el día en la inacción y la ociosidad, corren presurosas en pos de las diversiones nocturnas, reuniones, teatros, bailes, &c., hasta que la aurora anuncie el nuevo día.

Esta existencia nocturna, este trastorno, esta subversión del orden natural de las funciones propias del día y de la noche, solo puede sostenerse por estímulos no naturales, y las funciones del sistema nervioso, no pueden menos de adquirir una opresión y una languidez tal que lleguen hasta enfermar y hasta sucumbir por último, en fuerza de la continuada presión, de la violencia no interrumpida a que se hallan sometidas.

De aquí los sufrimientos del estómago, la lentitud de las digestiones, los vapores, los trastornos en las funciones fisiológicas de la mujer; de aquí esa inercia de las vísceras que altera profundamente la nutrición; de aquí, en fin, las mil enfermedades que vienen socavando rápida o lentamente la existencia, conduciéndola a un lastimoso y prematuro fin.

Ahora bien; si el peligro es manifiesto, si las funestas consecuencias que ocasionan esa molicie y abandono son tan conocidas y tan patentes, ¿por qué no poner remedio con tiempo a tantos males? No aconsejaremos seguramente nosotros la escandalosa gimnástica de las lacedemonias medio desnudas en las márgenes del Eúrotas o en el monte Taijeto, según Licurgo la había instituido; pero nos encantan las deliciosas fiestas con que la brillante juventud de Atenas celebraba las deidades protectoras de la patria, discurriendo alegre y bulliciosa por las campiñas; y en paseos y danzas desplegando sus juveniles gracias, y haciendo alarde al aire libre y puro, de salud, elegancia, vigor y lozanía.

Y ya que no sea posible procurar a todas ni a la mayor parte de las jóvenes una educación gimnástica bien dirigida, proporcionada a la constitución física y a las necesidades orgánicas de cada una, y en armonía con las costumbres y educación moral conveniente a nuestra actual civilización, ni aun proporcionar a muchas la residencia rural o los largos paseos campestres, hay un medio todavía muy conforme con el carácter y tendencias del bello sexo, medio que se puede combinar al mismo tiempo con algunos paseos y ejercicios gimnásticos, puesto que está fundado en una verdadera gimnástica, por decirlo así, casera, no menos útil para la salud del cuerpo, que provechoso y conveniente para los intereses domésticos y hasta para los morales. A la mujer está naturalmente sometido el cuidado de la casa y los negocios de lo interior del hogar doméstico, y su dirección y gobierno son por lo tanto de su sola y exclusiva incumbencia; en el ejercicio, pues, de sus funciones y cumplimiento de unos deberes cuyo exacto desempeño ha de serle tan caro como provechoso, se le presentan medios muy oportunos y adecuados para ejercitar y robustecer todas sus fuerzas, además de los beneficios ulteriores que vendrán a reportarle cuando más adelante llegue a ser dueña de su casa; ya que nadie puede dirigir y gobernar con acierto lo que nunca ha comprendido ni ejecutado.

Acostumbrándola desde niña a los quehaceres y ejercicios domésticos, según su clase, condición y posición, sin desdeñar en ningún caso los que aparecen tal vez simplemente materiales o de manual y trabajosa ocupación, se habrá conseguido evitarle que venga a caer en la desidia y abandono, que más tarde acarrearían graves daños y perjuicios de honda trascendencia, no solo a su naturaleza física, sino también a su misma parte moral.

Pero, a parte de esta clase de ejercicios, es de todo punto indispensable hacer comprender a la mujer desde muy temprana edad, la necesidad imprescindible de trabajar, que así es parte integrante de su educación moral e intelectual, como de la material, física y orgánica, y forma, por decirlo así, el eslabón que las une íntimamente entre sí, puesto que no se puede concebir la buena formación y el conveniente desarrollo del ser humano en lo físico ni en lo moral sin el trabajo.

Ley es de la vida el trabajo, ley que Dios impuso al hombre, cualquiera que fuese su sexo, su condición y su estado; y la ley de la vida no puede menos de ser la ley de la educación. La primera juventud es la edad en que debe sembrarse en los tiernos corazones la buena semilla si es que han de producir ópimos frutos a su sazón. Digna es por cierto de lamentarse la suerte de aquellas infelices niñas que crecen y vegetan en la ociosidad, educadas al lado de la modista y en los frívolos pasatiempos, y que pasando las horas muertas delante del espejo, se ocupan solamente en los adornos y futilidades que han de lucir ¡Desgraciadas de ellas y de su familia y de la sociedad misma en que vivan, cuando madres a su vez y enlazadas quizás por su mal a jóvenes educados en la misma escuela, y que no conozcan más ocupaciones que el café, los saraos, las visitas, la disipación y las novelas, tengan que trasmitir a sus hijos, en lugar de los buenos principios y recta educación, que no recibieron, los amargos frutos de su egoísmo, de su pereza y de su imprevisora y vana ociosidad! ¿Quién no se estremece al pensar que no hay vicio que la ociosidad no enseñe y que, a la manera de una tierra inculta, en donde solo brotan malas yerbas y plantas nocivas y venenosas, el corazón del ocioso ofrece el espectáculo repugnante de la más completa esterilidad para el bien, así como de la más vergonzosa fecundidad para todo mal? No se eche nunca al olvido que solo hay degradación, vergüenza e ignominia en la ociosidad y la pereza, así como no puede haber elevación, ni gloria, ni dignidad, que no vayan unidas al trabajo. La mujer educada en la pereza y en la molicie tiene un corazón egoísta, un corazón tan flojo e inerte como su voluntad; pero cuanto es indolente y muelle para el bien, tanto es duro, áspero e inquebrantable, tanto es árido, seco e insensible a la ternura y a los afectos buenos y generosos; y después de haber perdido hasta el perfume de la ternura filial y héchose insensible a la recóndita felicidad que siente el buen hijo al ver a sus padres llorar de gozo por sus virtudes y sus triunfos; viene a ser andando el tiempo una carga para sí, una vergüenza, si no una deshonra, para su familia, y una perpetua amenaza y continuo peligro y causa de ruina para la sociedad entera que deprava y corrompe.

Ni tampoco debe descuidarse un momento la instrucción literaria de las mujeres en esta edad. Además de las labores propias de su sexo, hay que enseñarlas a leer, escribir y contar por lo menos, como conocimientos indispensables en todos casos y circunstancias; y según la clase y posición que ocupen en la sociedad, tampoco será fuera de propósito, sino antes bien conveniente y necesario, que se las adorne con las nociones suficientes de geografía, historia, literatura, bellas artes, &c. &c., conocimientos generales, que de ningún modo se oponen al exacto desempeño de las obligaciones y cuidados de la casa; y que además de la culta y agradable ocupación, que les proporciona ilustrando su espíritu y adornándolo útilmente, si bien con escogida sencillez, las colocan en disposición de que no desluzcan intempestivamente las gracias propias de su sexo con alguna vaciedad o incongruencia fuera de propósito; antes bien puedan alternar dignamente en la sociedad con las personas ilustradas, haciendo sin afectación y oportunamente, las galas de su ingenio cultivado. Pero es necesario al mismo tiempo, poner especial cuidado en no inspirarles la vanidad del saber, tan perjudicial, si no más, como la misma vanidad del lujo, puesto que no puede darse cosa más repugnante y ridícula que una mujer con ínfulas de sabia o de literata. Sin que por esto sea nuestro ánimo deprimir en los más mínimo, ni menos rebajar en un ápice el mérito de tantas mujeres como desde la más remota antigüedad han brillado y brillan todavía en las ciencias a en las letras, a quienes alabamos, aplaudimos y no pocas veces admirarnos. Es, empero, un axioma inconcuso y por tanto innegable, que la naturaleza no ha creado a la mujer para debatir e ilustrar los elevados teoremas científicos sociales, como ni para brillar en las sublimes regiones de la literatura, o crearse una posición envidiable en el ejercicio de las artes; sino más bien para la reproducción de la especie, para su consuelo y su alivio, y el mejoramiento físico y moral de la misma, a beneficio de la suavidad y dulzura de sus costumbres, de la belleza encantadora de sus virtudes, y del irresistible atractivo de su modestia, no menos que con el poderoso instrumento de la educación, en especial del corazón, que para gloria suya la está cometido; ministerio no menos importante, no menos trascendental en verdad. No juzgamos, pues, que por regla general, sino en casos excepcionales se la deba desviar del fin primordial para que fue creada; sino que al contrario, es preciso casi siempre evitar con esmero cuanto en su educación literaria pudiera infundirle la fatua pretensión de brillar en el mundo por sus estudios.

Todo cuanto no diga relación a la economía doméstica y a los conocimientos de su peculiar y necesaria incumbencia, todo cuanto no se refiera a las artes mujeriles y de puro adorno y embellecimiento de su condición natural y social; menos debe servirla para hacer vano alarde de afectada erudición y entrar en discusiones, las más veces infructuosas, impertinentes siempre, que para evitar que haga un papel desairado en el caso de tener que terciar en la conversación, y mostrar sencillamente los conocimientos adquiridos: pues así como el hablar una mujer de ciencias o de literatura fuera de tiempo, es una risible necedad, no lo es menos el contestar con algún despropósito al hablar sobre puntos y cuestiones sencillas, cuya ignorancia supone el más completo descuido en este ramo de buena educación.

Reprobamos por tanto y condenamos la grosera ignorancia de aquellos padres, que se obstinan en mantener a sus hijas en la rudeza y en un estado de verdadero embrutecimiento, privándolas hasta de aprender a leer y escribir, rudimentos tan necesarios para la mujer, como la misma enseñanza de sus deberes domésticos. Tamaño absurdo no merece los honores de la refutación; ni vislumbramos siquiera la menor apariencia de razón o de conveniencia moral o social, que pueda justificarlo ni escusarlo.

Abogamos por la conveniente ilustración de la mujer, siempre apropiada a las circunstancias, y en debida armonía con la posición en que la naturaleza y la sociedad la hayan colocado; pero inculcaremos altamente a los padres el deber estricto y la necesidad imperiosa en que están de velar incesantemente y con el mayor esmero, acerca de la clase de lecturas en que han de ejercitarse sus hijas y del género de libros que deban tener entre manos. Es preciso, es de la más imperiosa necesidad, alejar de la juventud incauta esa muchedumbre de novelas apasionadas, fruto envenenado de escuelas corrompidas y corruptoras, germen sutil y mortífero de incalculables y lastimosas consecuencias, así para el individuo como para la sociedad. Ni se entienda que nos concretamos solamente a aquellas producciones más o menos presuntuosas, que tan profusamente brotan del impío genio del mal, que bajo formas literarias más o menos galanas y seductoras, solo tienen por objeto la subversión de toda moral y de toda religión, y que por desgracia todo lo invaden, desde el bufete del hombre de negocios y la mesa del político, hasta el tocador de las damas, y hasta el mostrador del comerciante y los talleres de los obreros, en folletines, revistas de modas, entregas sueltas y cien otras variadas formas: nos referimos también a toda clase de lecturas noveleras, cuyo último resultado viene a ser el incentivo de las pasiones, por las pinturas exageradas de afectos sensuales, que constituyen su fondo y su forma, sembradas de incidentes fogosos e inverosímiles, y de tramas y enredos tan complicados como contrarios a las buenas costumbres, después de las cuales queda siempre vacío el corazón y llena la cabeza de ardientes estímulos de la pasión y de la desenfrenada inmoralidad, exaltada la imaginación juvenil con la mentida perspectiva de un mundo ideal en que se la aleja de los hábitos regulares de la vida morigerada, y se la disgusta del trabajo y de las obligaciones respectivas; de donde nacen casi siempre los vanos deseos, los apetitos irrealizables, la resistencia a todo lo que sea orden y sumisión de cualquier género, y más tarde las amargas decepciones, la miseria, la vergüenza y la desesperación.

Pero si es necesaria la educación física, si es interesante la educación intelectual de la mujer; es incomparablemente más interesante, más necesaria y de más grave trascendencia su educación moral y religiosa.

Dirigidas la primera y la segunda especialmente por el hombre, aunque tome parte en ambas la mujer, a esta es sobre todo a quien corresponde dirigir la educación moral y religiosa.

No necesitamos decir, pues, que el primer deber, y deber muy sagrado de una madre para con su hija, es encaminar con todo esmero sus sentimientos morales y religiosos, legado inapreciable con que nos enriquecieron nuestros mayores, y embeberla al efecto desde muy temprana edad en las divinas máximas, principios y verdades del catolicismo, la religión santa que nos inculcaron nuestros padres, inspirándoles el amor que deben al Ser Supremo, autor, regulador y árbitro de todo lo creado, la confianza en su bondad infinita, y el respeto a su recta e inflexible justicia. Y cuando su entendimiento sea ya capaz de comparar varias ideas, incúlqueselas el sentimiento de la justicia y de la equidad, que es la ciencia práctica de la vida, la noción del derecho y del deber, formulado en este axioma fundamental y esencialmente católico: «no hagáis a otro lo que no querríais que os hiciesen a vosotros mismos,» grabando al mismo tiempo en su ánimo la idea de prudente obediencia y sumisión, que deben tener siempre por guía en todas sus acciones: por cuanto si en el hombre es un deber no olvidarla jamás, cualesquiera que sean su estado y posición; pues que a cada paso se ve en la estrecha obligación de ponerlas en práctica en mayor o menor escala en los diversos lances de la vida; mucho menos puede evadirse de ellas la mujer en el punto y las condiciones en que a Dios y a la naturaleza plugo colocarla. Nunca debe perderse de vista, cuan pocos son por ventura los destinados a mandar y que hay tantas cosas a que es preciso someterse y que tienen que obedecer aun los mismos que rigen los destinos de la vida y los negocios, si han de llenar debidamente su cometido, que en lo físico, así como en lo moral, nada hay ni nadie que pueda llamarse, que se pueda considerar absolutamente independiente: por cuyo motivo aquel que desconociere que el vario curso de las cosas, la sociedad misma y los usos y costumbres, las leyes y la moral, cimentada en la religión, son a su vez y siempre en sus respectivos casos, los que deben mandar verdaderamente en la vida; aquel que quisiere sustraerse al saludable yugo de la prudente y debida sumisión, a cada paso tendrá que luchar infructuosamente consigo mismo y con fuerzas más poderosas que su terca voluntad; y en el continuado tormento de su agitada existencia no recogerá sino decepciones y contrariedades de toda suerte y amargos y envenenados frutos de una voluntad ciega, caprichosa y trabajada por las pasiones, que no supo domar a tiempo, si a tiempo no quiso, como debía, aprender a abstenerse, cuando es un principio innegable que en la abstinencia está la felicidad; ni supo tampoco, o no quiso reprimirse, siendo así que en la prudente represión se hallan solo la verdadera libertad y la bien entendida independencia.

«L'homme en ses passions toujours errant sans guide
A besoin qu'on lui mette et le mors et la bride;
Son pouvoir malheureux ne sert qu'a lui géner
Et pour le rendre libre, il le faut enchainer.»

Y lo que Boileau ha dicho por el hombre, no es sino una verdad, si cabe, todavía más palmaria con respecto a la mujer.

La mujer, de suyo piadosa, está ya predispuesta a los buenos sentimientos y a la práctica de las virtudes; por consiguiente, nada difícil es conducirla desde los primeros crepúsculos de su vida por ese camino tan útil y provechoso para ella misma, como para la sociedad en general; mas, aun cuando por desgracia no lo estuviera, la educación que en su infancia recibiese, vendría a formar sus inclinaciones a no dudarlo, y las dirigiría por el sendero del bien y de la virtud, siempre que convenientemente, con el ejemplo y la palabra, en aquellos tiernos e infantiles años, se le hubiesen inculcado. A las madres incumbe señaladamente la noble tarea de formar el corazón de sus hijas y de injertar en su tierno entendimiento la dulcísima savia de la religión santa y de las buenas costumbres.

Es por tanto en las madres en quienes descansa la familia y la sociedad, puesto que al cumplir con su elevado ministerio, tan suave como pacífico, tan pacífico como trascendental, cuidando incesantemente de inspirar a sus hijas toda suerte de buenos sentimientos, llenarán honrosamente el fin de una buena educación, y formarán paulatinamente su juicio, ahogando las inclinaciones aviesas en su mismo germen, haciendo que estimen los nobles sentimientos en todo lo que valen, poniéndolas a cubierto hasta del menor asomo de pasiones siempre peligrosas, y enseñándolas a ser tan sensatas como amables, puesto que la amabilidad y la dulzura de carácter forman uno de los más bellos timbres con que se adorna y se distingue la mujer.

Mas para que las niñas sean virtuosas es preciso practicar en su presencia las virtudes; es indispensable que las madres sobre todo, los encargados de su educación sean virtuosos, practiquen siempre y en todo la virtud: es fuerza que el precepto vaya siempre y en todo caso precedido y acompañado del ejemplo, porque más hondamente se graban en el alma los simples hechos que todos los argumentos y razones, por más claros y convincentes que aparezcan. Los que se ocupan en formar y educar la juventud deben tener presente que toda educación, que no toca al corazón es en sí misma esencialmente viciosa; la obra maestra de sus cuidados consiste en la formación del corazón, y los instintos generosos de abnegación, de caridad y de sacrificio, de cariño, de ternura, de sinceridad y buena fe, de expansión y de dulce confianza, de compasión, de suavidad y de dulzura, más bien que por las palabras y razonamientos, se aprenden y se encarnan por la práctica y el ejemplo; y si es difícil y trabajosa tarea el arduo negocio de ponerla en práctica, no debe olvidarse jamás que, como hemos sentado anteriormente, la educación, así del hombre como de la mujer, pertenece toda entera, sola y exclusivamente a los padres, y muy señaladamente a las madres en el primer tiempo de la vida de sus hijos; y los padres no pueden ser sustituidos debidamente de modo alguno sino por la caridad cristiana, nunca y en ningún caso por el interés material de personas mercenarias. Y dicho se está que la ruda faena, que impone a los que deben dirigirla, además de un fondo insondable de ternura, supone un caudal de virtudes morales y religiosas, que mal podrían trasmitirse si de ellas careciese el mentor, si estuviera seco el manantial de donde deben brotar. Ni podrían desempeñarla sino imperfectamente los que ignoraran que nada hay más grande en los actos de la humanidad que la educación de la misma; ¡nada de más precio para el que la recibe ni de más cuidado y trascendencia para el que la da!

Formar una mujer, ponerla en disposición, en aptitud de ejercer rectamente sus funciones, como hija obediente, tierna y sumisa primero, como compañera después y copartícipe de los destinos del Rey de la creación; y como su madre y directora más adelante; y modelando al efecto su alma y su corazón, crear en ella una grandeza, una belleza dignas de sí misma y de ser trasmitidas a su posteridad; es la obra más grandiosa, más sublime, de más fecundos resultados y de consecuencias importantísimas así para los individuos como para la sociedad, así para lo presente como para el porvenir.

¿Qué madre hay, que comprendiendo toda la importancia y trascendencia de este sublime cargo, quisiese abdicar su dignidad, quisiese sustraerse al desempeño de un deber a la vez tan sagrado como dulce e inestimable para su corazón? ¿Qué madre, digna de este nombre, no temblaría a la sola idea de que otra pudiera usurparle el alto ministerio que para su propio provecho, el de los pedazos de su corazón y de la sociedad entera plugo al cielo confiarle?

El corazón de la mujer comprende instintivamente que hay ideas, percepciones y sentimientos, que deben encubrirse con el velo del misterio y que se profanan en cuanto se ponen de manifiesto, aunque sea con apariencia de recato.

Hablamos del pudor, sentimiento innato en la mujer, que es la virginidad de su alma y el color de su inocencia y cuya pérdida no se subsana jamás, por lo mismo que es imposible recobrarlo, y la conduce insensiblemente a la pendiente de la depravación. A las madres toca prevenir extravío tan deplorable, alejando de sus hijas las ocasiones, que pueden ir socavando y destruyendo poco a poco aquel puro sentimiento: la vanidad, el lujo, la coquetería, las reuniones numerosas y frecuentes, los espectáculos seductores las amistades mal escogidas, el roce continuo y la demasiada frecuencia con las personas del otro sexo, y por último, el funesto atractivo de los malos ejemplos, son otros tantos elementos insidiosos, que conspiran de consuno para aniquilarlo y destruirlo. Apártense pues de ellas estos enemigos poderosos, y comprendan de una vez las madres, que si la mujer está en el caso de agradar por sus prendas físicas, ha de fundar su principal empeño en ser amada y estimada más bien por las bellezas reales y verdaderamente sólidas de su alma. No basta, ni con mucho, que llamen la atención por un momento su gallardo continente y el airoso atractivo de sus gracias exteriores, que afectando solamente a los sentidos, producen movimientos instables y pasajeros; sino que es preciso, es indispensable requisito, que cautive más bien el ánimo por sus cualidades morales, por la belleza del espíritu, la rectitud del corazón y la solidez del entendimiento, prendas que, penetrando más hondamente en el afecto de sus admiradores, les encadenan de seguro, con atractivo siempre creciente. Y si es modesta, amable, laboriosa, dulce, tierna, solicita y generosa, estos atractivos sin límites fluirán en espontáneo y armonioso consorcio, y vendrán, a no dudarlo, a cautivar el alma del hombre que, codicioso de su propia dicha, buscará en ella la dulce compañera de su vida y la que ha de labrar su felicidad.

Deber es de los padres, entonces, instruir a sus hijas en lo tocante al matrimonio, puesto que es este el ordinario fin de la mujer y su destino natural y primitivo. Marmontel ha dicho, «que si es peligroso en muchos casos el revelarlo todo a las jóvenes, no lo es menos también dejarlas que lo ignoren todo.» Es necesario, por tanto, comprender bien la sazón en que una mujer deja de ser niña; porque cuando habla la naturaleza, es indispensable seguir sus indicaciones. La inteligencia de la joven se desarrolla y se modifica al paso que su naturaleza, y su moral sufre tales impresiones, que de no dirigirla de un modo conveniente, podría muy bien desviarse del recto camino, hasta el punto de revestirse de hipócritas formas, de candidez y de virtud ficticia, la que debiera convertirse en pudorosa, ilustrada inocencia. Las jóvenes en esta sazón, suelen tener aún, menos necesidad de ser instruidas que de ser guiadas y dirigidas convenientemente, pues que no ignorando por lo general, lo que son ni lo que habrán de ser más adelante, suelen acariciar casi siempre en su mente la idea que se les antoja vislumbrarse dibujada en el risueño y no lejano horizonte de su porvenir, y se mecen blandamente en las ilusiones de ser un día esposas y a su vez madres; contemplando extasiadas el bello ideal de sus ensueños, tal vez antes de que hayan aprendido las primeras nociones de los deberes en que, para el cabal desempeño de tan augusto ministerio, tendrían que estar adoctrinadas.

Nacida la mujer para amar, dotada por la naturaleza de inagotables tesoros de cariño y de ternura, pero, al mismo tiempo, también de órganos tanto más impresionables, cuanto más endebles y delicados, de una imaginación ardiente y a las veces insegura, suele con frecuencia dejarse fascinar por el amor sensual, origen y fuente de su degradación moral y física, y por consiguiente de todas sus desgracias. Obligación es, pues, de las madres, preparar convenientemente a las jóvenes para contraer en su día ventajoso enlace, no según las máximas corrompidas de los intereses materiales, ni tampoco según los consejos de la innoble y fugaz pasión; porque el gran negocio de tomar estado, ni debe ser una operación mercantil ni tampoco un enredo de dramático desenlace; sino el resultado de serias y profundas meditaciones, en que tanto por parte de los padres, como por la bien dirigida índole de las hijas, se haya consultado muy detenidamente lo que nos convenga para la sólida felicidad de la vida. De consiguiente, es necesario sobre todo encarecimiento hacer comprender a estas, que para llegar a esa verdadera felicidad y a ser dignas de estimación y respeto para observar los preceptos de Dios y los de los hombres mismos, es de todo punto indispensable que el amor de su corazón se deposite un día todo entero y sin menoscabo en el de su marido, y que para ello tienen antes que saber cómo han de elegirle y cómo después de elegido habrán de conducirse con él, a fin de que puedan alcanzar el fin que debieron proponerse.

El matrimonio es, según San Pablo, imagen de la unión de Cristo con su Iglesia; no debe por tanto exponérsele a ser profanado por afecto alguno que no sea virtuoso y conyugal. Para contraer un matrimonio acertado, preciso es por regla general a los contrayentes conocerse antes, amarse y convenirse; pero este afecto del ánimo, que se llama amor, ese sentimiento que nos impele hacia el objeto que cautiva nuestros deseos, aunque en el fondo reconozca una misma causa, es, sin embargo, en sus manifestaciones, en su desenvolvimiento, en sus tendencias y en su fin, en extremo multiforme y vario: y distan entre sí tanto el puro y el impuro, el del corazón y el de los sentidos, como el bien del mal, como la virtud del vicio. Aun el amor sensible, esto es, aquel a que inocentemente nos excitan la hermosura, el ingenio, el talento, en una palabra, todo cuanto interesa a los sentidos, a la imaginación y al buen gusto, pasa fácilmente a convertirse en interesado; o nos conduce al sensual, así como este último, si nos dejamos llevar de él sin apercibirnos de sus desastrosas tendencias, al principio suele presentarse como una inclinación inocente y sencilla, y acaso también laudable; pero a la hora menos pensada se convierte súbitamente en tósigo violento, en fuego abrasador, que todo lo destruye, lo destroza y lo consume: no de otra suerte que las escamas relumbrantes de la serpiente, y la mórbida flexibilidad de sus contornos, pueden interesar al incauto que nada sospecha de la suavidad con que se desliza; sin pensar que bajo tan suaves formas se oculta el mortífero veneno. Inocente, versátil y juguetona, tanto como desapercibida e imprevisora la mujer en sus primeros juveniles años, juntase el amor a su acalorada fantasía, engalanado con sus más seductores atractivos y con todas las brillantes ilusiones de la inexperta y fogosa imaginación: los sentidos, que despiertan del sueño de la infancia, el corazón, que late a impulsos de nuevos y desconocidos deseos, vienen a crearla un tipo ideal apasionado, una especie de ídolo rodeado de cierta fascinadora aureola, ante cuyas aras nebulosas, ricas en perfumes estupefacientes, se prosternaría, tal vez imprudentemente, tributándole una especie de culto idolátrico, si oportunamente no se opusiera un dique al torrente impetuoso de la pasión. Por esto se hace indispensable que la fría razón y la solícita inteligencia se levanten de consuno vigorosas, y acudan sin demora al auxilio de la que tanto lo necesita, y no perdonen medio, y no se adormezcan en la confianza ni descuiden la oportunidad para salvar el inestimable tesoro, para echar los cimientos de la futura dicha de la hija amada, y con la suya, y a la par de la suya, la de la familia y la de la posteridad. ¡Infelices aquellas que se unen a un hombre en el insensato y ciego impulso de un amor arrebatado! Peligroso es, sin duda, y un azar, que merece no poco meditarse: contraer un enlace, que debe durar toda la vida, cuando en ello no toma parte el corazón; y no solo peligroso, sino inevitablemente fatal llevarlo a efecto a pesar de la invencible repulsión del mismo, a pesar de su decidida aversión; pero no es menos deplorable, no es menos desacertado dejarse llevar la mujer en tan grave negocio de su vida del impulso ciego, de la desacordada pasión. Valdría tanto como entregarse un jinete inexperto a un caballo desbocado, sin freno y sin espuela; tanto como abandonarse a un golfo tempestuoso y sembrado de escollos en frágil y derrotada barquilla, sin remos, sin vela y sin timón. Es la pasión un tupido velo, que nos esconde los precipicios que nos rodean aun cuando se abran a nuestros mismos pies; es un prisma engañoso y deslumbrador a través del cual solo se aperciben brillantes ráfagas de colores ilusorios, agradables, superficiales, efímeras, sin cuerpo, solidez, ni consistencia; el amor de los sentidos, más bien que amor verdadero y genuino del corazón, es un incendio abrasador, que devora y consume cuanto alcanza, y una vez extinguido, apagada una vez esa impetuosa llamarada sensual, levántase entonces desnuda, fría, desconsolada, aterradora la descarnada realidad: y surgen las antipatías, y se desencadenan los vicios, y abruman las desgracias, y roen los odios, y el matrimonio, que debía ser un paraíso abreviado, se convierte en una tortura continuada, en un martirio insoportable, en un verdadero infierno.

El amor fundado en la belleza física, dice Plutarco, no es duradero; es preciso que lo esté en las cualidades del espíritu, y San Gregorio añade, que los matrimonios carnales empiezan rodeados de júbilo y contento y concluyen últimamente en la desesperación.

Eviten, pues, con cautela los padres y los tutores la frecuente intimidad de sus hijas o educandas con personas jóvenes de distinto sexo, y no den lugar a que a beneficio de la ociosidad o del tiempo malamente consumido en diversiones tumultuosas o demasiado repetidas, vengan a entablar confianzas, que puedan tomar un carácter distinto del que presentaban en un principio: evítense largas conversaciones y pasatiempos fútiles, y mucho más aun las estrechas amistades, nunca exentas de peligro. Antes de que a las inocentes palomas les asalte la idea de apetecer el cebo emponzoñado, es cuando se les debe alejar este de la vista, no sea que al menor descuido les tiente la curiosidad o la codicia: antes de que se haya podido sentar la insegura planta en el borde escurridizo del despeñadero, es la ocasión de mantenerse a prudente distancia, no sea que el pie se resbale y el vértigo precipite: después sería tarde. No basta, pues, que los padres sean virtuosos si son descuidados, indolentes o cándidos en demasía; en fin, si no velan constantemente sobre sus hijas, muy particularmente durante el tiempo crítico que precede a la elección de estado. De poco o nada serviría haber echado los cimientos de la casa, si levantada ya se descuidara cubrirla con bien trabada techumbre y resguardarla convenientemente con puertas y postigos, de suerte que el agua y los vientos entraran por todas partes.

No olviden los padres los deberes que imponen las relaciones de sociedad a que les obligue su posición en el mundo, cuidando de tratar siempre a los superiores con respeto, a los iguales con dulzura y a los inferiores con agrado; y con respecto a las individualidades o a la sociedad privada, que no es otra cosa que una sociedad amistosa, tengan muy presente que la amistad nunca debe prodigarse ni extenderse a muchas personas. Que aquellos, que hayan de penetrar con alguna más asiduidad en el sagrado del hogar doméstico sean dignos de una ilustrada confianza por su buena educación, finos modales, laboriosidad, instrucción, templanza, generosidad, rectitud de juicio, y en general por sus bien cimentados y sólidos principios morales y religiosos.

En ningún caso ni bajo pretexto alguno se debe admitir al trato íntimo a gentes desconocidas, a personas no probadas. La madre que para sus hijas desee un acomodo cual corresponde a toda joven bien educada, dotada de bellas prendas y digna de ser un día el orgullo y la corona de su ancianidad; guárdese de admitir en sus tertulias sino aquellos jóvenes, que sean realmente, acreedores a la confianza de una persona verdaderamente ilustrada; pocos sean y escogidos, y sin desatender las prendas exteriores, búsquense en ellos primero los adornos del alma, y por consiguiente la seguridad de que conocen y practican los importantes y sublimes deberes del hombre, como honrado y religioso ciudadano: entonces y solo entonces podrá descansar en la confianza de que sus vigilantes cuidados no serán estériles, de que sus bien fundadas esperanzas no quedarán defraudadas.

Encaminados de esta suerte con rectitud y tino los instintos de la joven, y educado sólidamente su corazón desde los primeros años, queda fuera de duda que las saludables máximas de la madre se habrán encarnado en la hija, merced al ejemplo que en todos tiempos ha debido precederlas y acompañarlas; con lo cual vendrá en su día a cosechar la dicha estable y duradera, y con la felicidad de una unión acertada, prudente y sabiamente dispuesta y convenida, la de su familia toda y la de su posteridad. Y cuando plegue al cielo bendecir aquella unión santa, la que de su madre hubo de recibir el primer sustento, sabrá también prodigárselo a los tiernos retoños que le conceda la Providencia, no ahogados en su germen los instintos maternales por el ruido del mundo y sus frívolos pasatiempos; y la que con la leche bebió la rectitud de principios y la sana moral, en los cuales estriban la presente y la futura bienandanza, ella misma los trasmitirá puros como los hubiese recibido, mejorados acaso y más aquilatados por la ajena y la propia experiencia, ensanchando así el porvenir colmado de fecundas esperanzas para el verdadero progreso moral y físico, intelectual y material de la sociedad entera.

Vosotras, las que comprendéis vuestro elevado destino y no desconocéis vuestros deberes, tened siempre presente en la memoria que sois el fundamento, en que se apoya sólidamente una sociedad bien constituida; que de vosotras penden la paz y la felicidad de vuestros esposos y de vuestros hijos, de vuestros nietos, de vuestra posteridad, en fin, y por consiguiente, la de todas las naciones y pueblos de la tierra.

Penetraos bien de vuestro sublime ministerio, y comprended en toda su latitud las obligaciones rigorosas, que os imponen los inmensos privilegios y la dignidad de que al Omnipotente le plugo investiros, y que el hombre no puede menos de otorgaros, siempre que a ellos os hacéis acreedoras. Acatad con profundo reconocimiento la sublime religión del cristianismo, que os emancipó de la antigua servidumbre, elevándoos desde la vil abyección en que yacíais, hasta la noble jerarquía que debíais ocupar, y para la cual habíais sido creadas. Nunca desatendáis sus leyes venerandas ni descuidéis grabarlas profundamente en el alma virgen de vuestros hijos desde su inocente infancia. Hijas del amor, nacidas para el amor, deudoras de todo lo que sois a un Dios de amor y a una religión toda de amor, penetraos bien de la pureza de amor, del candor inmaculado que de vosotras exigen tantas y tan incomparables preseas con que el cielo os ha enriquecido. No ingratas y olvidadizas desvirtuéis tan ricos dones, ni convirtáis indiscretas en propia y ajena ruina lo que debe tejer la inmarcesible corona de vuestra gloria; y llenando siempre cumplidamente los deberes que os impone la familia, vuestro único elemento, vuestro solo y exclusivo reino, y pacientes y laboriosas, caritativas, afables, tiernas, modestas y candorosas, con un fondo inagotable de generosa piedad, sed el encanto de vuestros esposos, la gloria de vuestros hijos, la admiración del mundo entero. Si cuando hijas supisteis cumplir con los deberes santos de vuestro estado; si cuando esposas fieles al juramento prestado, honrasteis al esposo que el Señor os concediera siendo la honra de su honra y su bien fundado orgullo; si con una educación esmerada, religiosa y bien dirigida infundisteis a vuestros hijos los hermosos sentimientos, en que vuestra alma rebosaba; dejad que en buen hora sigan avanzando vuestros años, y con ellos se desvanezcan la frescura juvenil y antigua lozanía: para nada echareis de menos los efímeros encantos, que en un día puede marchitar la fiebre, y que necesariamente debe robar y borrar el tiempo; porque siempre conservareis en vuestra alma un tesoro de prudencia, de virtudes y de verdadera y sólida hermosura, que se irradiará en el venerable semblante de la tranquila ancianidad; tesoro que las injurias del tiempo no pueden malversar, no pueden consumir, y que antes bien adquiere nuevo lustre, nueva brillantez a medida que va desapareciendo todo barniz extraño que pudiera disfrazarle: surcado el rostro de arrugas y el cabello encanecido, demudado el continente y cambiadas las facciones, podrán haberse desvanecido los primitivos rasgos de una belleza juvenil; pero nada importa, resplandecen entonces más vigorosas las gracias y los encantos del alma, que cuando embellecieron vuestra florida juventud; cada vez más robustecidos y más nuevos, cada vez dotados de mayores atractivos, adornan y hermosean la más avanzada edad. Y cuando suene la hora postrera, cuando la muerte inexorable venga al fin a cortar el hilo de su envidiable y útil existencia, la buena hija, la buena esposa y la buena madre, al abrirse las puertas de su eterna recompensa, dedicarán sus últimas palabras, su cariñosa y última mirada a los hijos amados, a la prole querida, y vendrán a ser, a no dudarlo, modelo eterno de las generaciones venideras.

 

He concluido mi tarea, Excmo. e Illmo. Sr., y quisiera haberla desempeñado como lo requiere un asunto de tanta importancia y trascendencia. Digno era en verdad de otra pluma más bien cortada que la mía, y las elevadas consideraciones que entraña, y los extensos y variados conocimientos que demanda de parte de aquel que deba tratarlo cumplidamente y en todos sus pormenores no están, no pueden estar al alcance de una erudición naciente, del criterio no maduro todavía de la juventud, por más que cimentada en sólidos principios, haya procurado con todas sus fuerzas y trabaje varonilmente para alcanzar algún día el galardón a que aspira, y que no se niega a la perseverancia. Más aún cuando mis limitadas facultades no me hayan permitido desenvolver a satisfacción vuestra, Excmo. e Illmo. Sr., tan arduo teorema, ni revestirlo de aquellas elegantes formas, que pudieran hacer pasar como desapercibido su fondo, engalanando su desnudez; todavía mis aspiraciones, humildes como deben serlo, quedarían cumplidas y satisfechas si al menos hubiese logrado poner en vuestras manos un boceto, ya que no un cuadro concluido, de la educación física y moral de la mujer, más conforme a los grandes destinos que le ha confiado la Providencia.

He dicho.

{Transcripción íntegra del texto contenido en un opúsculo de papel impreso de 69 páginas.}