Filosofía en español 
Filosofía en español

cubierta del libro

¿Cuál es la educación física y moral de la mujer, más conforme a los grandes destinos que la ha confiado la Providencia?

Discurso leído ante el Claustro de la Universidad Central en el solemne acto de recibir la investidura de Doctor en Medicina y Cirugía, por D. Ángel Botana Barbeito, licenciado en la misma Facultad, y Profesor Clínico de la Universidad de Santiago.

Imprenta de F. Martínez García, calle del Oso, número 21
Madrid 1864

——

Excmo. Señor:

 Siempre he creído que si se reformase la educación de la juventud, se conseguiría reformar el linaje humano. (Leibniz.)
 

 
 
 
 

Cuanto más se profundiza en el estudio de la especie humana, más se advierte la necesidad que hay de no reducirle, como el de los brutos, al examen de su forma, estructura y facultades orgánicas. Es indispensable conocerla como inteligente y moral, y ver qué relaciones ofrece en estas tres condiciones.

Difícil esta misión del médico de ser desempeñada con acierto al ocuparse del hombre, lo es mucho más tratando de la mujer, cuya organización delicada influye y modifica diversos actos de su inteligencia, al modo que numerosas causas morales determinan en ella variados cambios fisiológicos.

Pocas veces cabe lisonjearnos de haber descubierto los sentimientos que abriga el corazón de un ser tan misterioso e incomprensible.

Es, sin embargo, de tal importancia procurar conocerla, que sólo a ella, puede decirse, está reservada la revolución social que más interesa a la humanidad: aquella, que haga descender el autocratismo individual del puesto a que hoy aspira. Para alcanzarlo se hace indispensable que una educación convenientemente dirigida desde la infancia, da a su alma la copia de virtud que mañana regenerará a los hijos.

Deducir, pues, del conocimiento de las facultades orgánicas, intelectuales y morales de la mujer, «¿Cuál es la educación física y moral más conforme a los grandes destinos que le ha confiado la Providencia?» será el objeto de este imperfecto trabajo, que mis escasísimas luces solamente en débil bosquejo puede ofreceros, confiando os dignareis acogerle con la benévola indulgencia que caracteriza vuestra elevada ilustración.

I

 
 Los sentimientos que jamás se extinguen, son los que nacen alrededor de nuestra cuna, y la voz de los ancianos prueba que nuestras emociones primeras son también nuestros últimos recuerdos. (L'Aimé Martin.)
 

Antes de precisar qué destino es el de la mujer, y cuáles los deberes que tiene que cumplir, como término a donde es necesario dirigir su educación, creo indispensable hacer sucinta exposición de los caracteres que ofrece considerada física, intelectual y moralmente, y el modo como estas tres condiciones del ser se relacionan entre sí.

Esto no sólo ha de servir para cimentar en sólidas bases la educación física y moral, sino que justificará por qué a la resolución de tan importante problema debe ser llamado el médico y no el filósofo moralista. Toda vez que sólo aquel, por el conocimiento que le incumbe de los elementos que constituyen la organización, sus fuerzas y propiedades, puede comprender el carácter de los actos y funciones peculiares del ser.

La mujer, esa flor de la naturaleza viva, como la llama Virey, ofrece mucha semejanza con el hombre en la primera época de su vida, recordándonos en eso su origen, cuando aparecieron dos individualidades formando un ser moral único, armónico, con necesidades de mutua atracción e indisolubles lazos de inclinación y afecto.{1} Entonces se parecen en la flojedad y blandura de los tejidos, en la redondez de las formas y en la actividad de las funciones.

Va sucediendo el desarrollo, por lo común más rápido en la mujer que en el hombre, y a medida que adelanta, se borran aquellos rasgos de analogía. De modo que aun equívocas las facciones del niño, toman las de la niña cierta expresión que anuncia los encantos de su sexo, así como el conocimiento y diferencia de las sensaciones que penetran por los sentidos es también en ella más precoz que en él.

Desde esta época hasta la que, según los climas y hábitos, varía entre los ocho y veinte y cuatro años,{2} su economía se dispone para la pubertad. En la joven, por lo común, adquieren las formas aumento y redondez, los contornos se desvanecen y las eminencias huesosas se ocultan. A esto acompaña cierto quietismo en las facultades intelectuales, y un estado especial en las afectivas, que despiertan en su alma, hasta entonces tranquila, las primeras emociones que dan al corazón mayor actividad.

Pasa esa metamorfosis, borrascosa en algunas, y en las demás predisponente a padecimientos de importancia, y aparece su economía ostentando la regularidad y hermosura que le dan, la abundancia de tejido celular rellenando los intersticios de músculos poco desenvueltos, y esa cubierta tegumentaria, en lo general, delgada, tersa y sonrosada. Su fisonomía toma más expresión, la voz armonía, y sus movimientos gracia y facilidad. Sus sentidos son sumamente perspicaces e impresionables a los excitantes fisiológicos, que muchas veces se convierten en morbosos, porque eligen aquel camino hasta llegar al aparato constituido en centro de estados vaporosos e histeriformes.

Esta es la edad en la que el amor, esa pasión por la que brilla más la sensibilidad de la mujer, da viveza a sus sentidos, a su expresión actividad, y sublimes o humildes inspiraciones a su imaginación. Por ella el poeta{3} nos describe el contraste que hacía la frialdad de Eneas con las tiernas exclamaciones de Dido.

Es para la mujer el ser amado el único objeto que ocupa su memoria, el que forma sus delicias, al que dirige sus desvelos y en quien cifra sus esperanzas. Si es bien correspondida, se recrea en mil lisonjeras ideas, que dan ternura a su expresión. Mas si es desdeñada, queda inconsolable: su corazón, profundamente conmovido, es el volcán que la devora; y muchas veces en vano pretende hallar en nuevos afectos el imperio que la sustraiga de aquella dominación, porque no sólo deja de hallarlo, sino que cae en taciturna hipocondría, y, marchitada su salud, muere en edad temprana.

Esta época de la vida parece es la que decide el porvenir de la mujer. En el esplendor de su organización, tiene ya las mejores condiciones para la función propia de su sexo. El apogeo de las facultades intelectuales, hace que su ingenio sea susceptible de cultivarse hasta el grado que llegó en las aventajadas discípulas de Platón, Lasterna y Aristerna; la desgraciada Safo, con sus melancólicas poesías; la maestra pública de elocuencia Aspacia que enseñó la filosofía a Sócrates e hizo de Pericles un consumado político; la que enseñó filosofía moral en la Academia por espacio de veinticinco años, Arheta; la aventajada Hipacia, a quien los magistrados de Alejandría confiaron la dirección de la enseñanza pública; la discípula de Herafilo Agnodica, que sobresalió por sus conocimientos médicos; la madre de Tiberio y Cayo, Cornelia, a quien ensalza Cicerón por sus lecciones de literatura, y muchas otras que sobresalieron entre los griegos y romanos; así como posteriormente nuestras distinguidas escritoras Santa Teresa de Jesús, doña Oliva Sabuco, doña Beatriz de Galindo, doña María Isidra de Guzmán, doctora de la Universidad de Alcalá, y más que sería molesto enumerar, sirven de precioso ornamento en la república de las letras, y prueban que el entendimiento del bello sexo, cultivado con acierto, también da refulgente luz en el camino de la ciencia. Por fin, a la riqueza del sentimiento moral en la mujer se debe el que ya en tiempo de las repúblicas griegas hubiese en Atenas un Cinosargo{4} donde Theodea y Polichrata, con el celo de cariñosas madres, recogían y cuidaban hasta la edad de servir a su patria los niños abandonados: en otras ciudades, Prythaneos{5}, en los que Nicostrata curaba con bálsamo las heridas que dejaban a los héroes fuera de combate: que en la epidemia asoladora de Etiopia, Palestina, Constantinopla e Italia de 541 a 590, cuidaran mujeres a sus mismos perseguidores: que a Santa Paula Romana y otras piadosas compañeras se debiese en los primeros siglos del Cristianismo la fundación de una congregación destinada a la práctica de la caridad: que en las guerras de 1650 y 1658 concurrieran a asistir a los heridos, cual en la epidemia de Varsovia de 1652,{6} y hoy lo hacen nuestras hermanas de la Caridad.

Semejante, entonces, la mujer a la doncella, porque no lleva un nombre extraño aun al suyo, y a la esposa, porque su vida va ya enlazada a la de otro ser en todo lo que está fuera de las convenciones civiles, de los reglamentos legislativos, de los intereses de la fortuna o de las conveniencias de familia, constituye la amante, que si es depositaria de un amor puro, indica el objeto divino de la sociedad conyugal, y, efectuada ésta, realiza aquel Juris humanis et divini communicatio,{7} en cuya asociación, para alcanzar las cosas divinas y humanas, existe entre ambos esposos una influencia recíproca, sostenida por un sentimiento que, al decir de Bernardino de Saint-Pierre, sólo el matrimonio puede elevar a virtud.

La tenemos ya que siendo buena esposa y digna madre cumple los deberes de familia y olvida los dolores y cuidados que la cuestan sus hijos cuando, impulsada por ese acendrado cariño, no la intimidan las voraces llamas ni las hirvientes olas al querer salvar aquella preciosa porción de sus entrañas.

Terminada la época de la maternidad, vuelven su organización y facultades mentales a ponerse en armonía con las del hombre. Aquella se trueca de blanda, tersa y redondeada, en endurecida, enjuta y retraída; y éstas, de afectivas y perceptivas, en reflexivas, que es la condición necesaria para dirigir entonces la familia con prudencia y tino.

Tan es así, que no puede estar bien educado el joven a quien faltan los prudentes consejos de una anciana madre. Ella es la única que sabe el secreto de hacerle verdaderamente amable. No es perfecta la urbanidad sin sus lecciones, y le enseña mil cumplimientos afectuosos, y aquellos hábiles agasajos que gustan en el comercio de la vida. Los hijos son su mayor gloria, y por ellos esa ilustre Cornelia quiere todavía brillar en su declinación sobre la tierra.

Semejante en la infancia la mujer al niño, cuando a la organización delicada lleva unida exquisita sensibilidad, posee un carácter susceptible de más imitación que el del hombre, sigue mejor las impresiones físicas que la marcha de los razonamientos, posee una imaginación que, dominándola poderosamente, le da más facilidad en conmoverse, y es guiada primero por los impulsos del corazón que por las decisiones de la razón severa.

Joven, se la verá, con una tierna melancolía y repentinos rasgos del talento, pasar a la pubertad, época que inicia otra de lozanía, o de languidez y depravados gustos, que denotan el principio o estado de una afección muy frecuente en la mujer.

En armonía con esas dos condiciones del organismo, y según su posición social y demás, aparecerá o no amable, conmoviéndose por el adorno que atavía a una rival, llorando en secreto la pérdida de una gracia, con ese prurito de coquetería de ver y ser vista, mimada por la adulación, hastiada de insulsas alabanzas, y cuyo sistema nervioso, en la exageración y perversión de su influencia, determina desórdenes consiguientes al mal uso de los modificadores.

Cuando el tiempo le robe sus atractivos, cuando vea que disminuyen los placeres del homenaje, llorará la equivocación de su vanidad, y al ver desmentidos tantos elogios engañosos, sufrirá su amor propio la humillación más cruel. En vano acusará a los hombres de falsedad e ingratitud al comparar sus faltas de hoy con la antigua cortesanía de nuestros abuelos: de lo íntimo del corazón se levantará no sé qué triste disgusto, que irá lentamente royéndole la vida y surcando sus mejillas. Feliz entonces la mujer sensata que sabe reducirse a su destino y reemplazar con cuidados más importantes los de la ruina de su belleza.

¡Qué precauciones, y cuánta prudencia necesita el médico para dirigir convenientemente la alterada salud de una organización tan frágil y movible como ofrece la mujer en todos los estados de su vida!

El despecho, una ofensa al amor propio susceptible, el amor encubierto, el veneno de secretos celos, una esperanza turbada, el temor, la alegría y un dolor o un placer intensos, bastan para producir en ella desórdenes de consideración.

II

 
 La ignorancia en que vive la mujer relativamente a sus deberes, y el abusar de su poder, hacen que pierda la más bella y preciosa ventaja, la de ser útil. (Mad. Bernier.)
 

Si el cumplimiento de los deberes impuestos por el Autor del universo a cada ser es la regla de su perfectibilidad, y ésta constituye el destino que le ha confiado, claro es que conociendo la mujer los suyos y observándolos, cumple la misión que la Providencia le encomendó.

Por este sencillísimo razonamiento se comprende cuán necesario es determinar cuáles, además de los que pueden llamarse comunes al hombre y la mujer, tiene ésta como esposa y como madre.

Como esposa, debe ejercer autoridad en el seno de la familia, guardar fidelidad conyugal, tener abnegación, amor al trabajo, resignación en las adversidades de la vida, y seguir el camino de la virtud evitando la vanidad, el amor a los placeres, los celos exagerados y el abandono de los cuidados domésticos.

Como madre, es preciso sepa lo que vale el sentimiento religioso, el amor a la familia, a la patria y a la humanidad, para grabarlos en el corazón de sus hijos.

La mujer, esclava o libre, forma las costumbres de todos los países, porque tiene el gran poder que le dan las pasiones del hombre. Por eso la esposa de Leonidas decía que sólo ellas, las lacedemonienses, mandaban sus maridos, porque sólo a ellas era dado el formar los hombres.{8}

La inteligencia de ellos y su felicidad van unidas a la dignidad y virtud de la mujer, variando la influencia de ésta según la estimación de que goza. Así, degradarla o realzarla, es degradarse o realzarse el hombre que tal hace; y esto que pasa en la familia, sucede en los imperios. Véase, si no, cómo en la mitad oriental del mundo antiguo, donde aquella vive condenada a la esclavitud, su atraso e inacción contrastan con la rápida marcha a la ilustración y al progreso de la humanidad en la de occidente, en que la mujer disfruta de libertad y de respeto.

La misma diferencia se nota si en cada una de estas dos vastas regiones se observa en qué consiste la vida de familia. Entre nosotros se unen dos esposos con vínculo tan feliz que, cumpliendo cada cual sus deberes, ve él crecer sus facultades en armonía con los negocios a que se dedica, mientras ella, retirada de éstos, dirige el gobierno de la casa, mandando allí hasta en su marido, y la alegría de que disfrutan aumenta prodigiosamente el día que, reproducidos en sus hijos, miran a éstos, educados con su ejemplo, como sucesores de las virtudes e intereses materiales. Allá en Oriente hay, en vez de familia, la esclavitud, en la que la poligamia solamente les proporciona la satisfacción de brutales goces. Como estos no engendran cariño, viven aislados los dos seres. De modo que, embotados sus sentidos y embrutecido su espíritu, encaminan las afecciones, que debían unirlos con los hijos, a una voluptuosidad que les atormenta, porque no les satisface.

Es la monogamia el estado que da al hombre una compañera y no una esclava. Dentro de él se efectúa la civilización, porque la mujer ejerce sobre el marido y los hijos un poder intelectual y moral manifiestos.

Que ella tenga en el seno de la familia, y no el hombre, ese dominio, por el cual ordena cuanto se refiere a sus necesidades y armoniza todos los actos propios de esa entidad colectiva, es una necesidad si él ha de cumplir en el círculo social otros deberes que le incumben, ya dedicándose a ejercer las variadas profesiones, o ya a los diversos negocios que absorben su atención.

Indispensable se hace, por tanto, que la mujer, con su dulce autoridad y prudente discernimiento, conserve el orden que debe reinar en el hogar doméstico, haciendo guardar a los individuos que lo compongan la debida subordinación, recordando a cada uno sus obligaciones, y arreglando los precisos gastos a los recursos de esa sociedad.

Distribuido y adoptado el trabajo a la misión de cada uno, para el marido en el exterior, y en la familia o en el interior para la mujer, ésta debe mirar cuanto tienda a su mejor desempeño, no como onerosa carga, sino como la ocupación que más la enaltece, si logra ser tenida por modelo de virtud y buenas costumbres.

El amor, que en los animales sólo tiende a la conservación de las especies, en el hombre proporciona además la felicidad del individuo. Esta regla moral procede del cuidado con que la Providencia ha creado un hombre para cada mujer, y una mujer para cada hombre. Unidad del matrimonio: he ahí la gran ley establecida por el Supremo Hacedor. De su observancia depende la civilización, y en su falta de cumplimiento está el cáncer que día no lejano hará desaparecer un vasto imperio.

Búsquese, pues, la civilización allí donde la juventud se ama, donde el hombre tiene una compañera y los hijos una madre, pudiendo decir con L'Aimé Martin: «El amor es una llama que arde en el cielo, y cuyos dulces reflejos, brillando hasta nosotros, hacen que dupliquemos nuestro ser y nos unamos a Dios».

Por esto solo comprenderá la mujer que la fidelidad conyugal es indispensable para la existencia de la familia, para el mutuo respeto de los cónyuges, para el buen ejemplo que debe dar a los hijos, y para que la sociedad la declare, con justicia, digna de la gloria que concede a la esposa fiel que, conservando aquel lazo de amor, sacó de su seno una generación robusta e inclinada al bien.

Hoy que el título de esposa debe darnos, con las ideas de amor y bienestar, la de trabajo, encierra la necesidad que la mujer tiene de renunciar a ese egoísmo por el que únicamente se ocupa en realzar sus gracias, toda vez que ese pernicioso hábito extingue el raudal copioso de afecto con que cuidaría al marido y a los hijos. Abnegación que en la felicidad conyugal prueba, es la profesión más noble aquella en que un ser vive para otro ser, muestra los beneficios y oculta al bienhechor, aprende para que otros sepan, piensa para que otros hablen, y busca la luz para que otros brillen.

No sólo es el amor al trabajo el cumplimiento de un deber sagrado impuesto por Dios al hombre cuando le dotó de sus variadas actitudes físicas y ricas facultades intelectuales, sino que además posee la admirable cualidad de moralizar sus costumbres y preparar para los azares de la fortuna el áncora salvadora con que los seres reducidos a la miseria pueden subsistir sin la degradación o el crimen. Necesario es, por tanto, que la mujer tenga una ocupación conforme a su educación física, intelectual y moral, con la que auxilie la del marido, de modo que haga exacto lo que dice un escritor moderno, de que al Tasso y a Camoens no les faltó más que una esposa; y que si Gilbert o Malfilatre la hubieran tenido, no perecieran el uno de desesperación y el otro de hambre.

Su condición física y moral hacen que, unido a las situaciones de esposa y de madre, vaya en ella el dolor. No debe olvidar la mujer que todas las posiciones sociales ofrecen el triste concurso de sufrimientos e inquietudes. Si es rica, se cree desgraciada más que ninguna cuando se compara con el hombre que le ve libre de los cuidados de la maternidad; y si pobre, lucha, en cuadro desgarrador, su indigencia con los sentimientos que reclaman para sus hijos el sustento y el abrigo de que carecen. Pues bien, las dos deben acostumbrarse a buscar el consuelo en la religión del Crucificado; por ella comprenderá la primera que en cambio de sus padecimientos físicos pesan sobre el marido los consiguientes a los errores del cálculo que traen en pos de sí los quebrantos de la fortuna, y la segunda que el Dispensador de todas las misericordias tiene abierto en el corazón de los poderosos de la tierra una copiosa fuente que derrama sobre los menesterosos abundantísimos recursos.

La mujer posee con su delicada organización y exquisita sensibilidad un valor moral que podremos llamar pasivo, porque sin prestarse como el del hombre a los trabajos que emprende, le da esa resignación con que sufre los males que a uno o a ambos aflijan. En armonía con él, se halla otro, que esencialmente procede de la virtud y constituye la prenda de mayor valor, si teniendo nociones claras de sus deberes acalla las insinuaciones de la envidia. Así podrá vanagloriarse no ser ya esa joven que un célebre metafísico{9} dice: «No sabe distinguir al entrar en el mundo, sino lo que halaga su vanidad y a quien la confusa idea de la felicidad y el ruido de cuanto le rodea impiden oír la voz de lo que le resta en la naturaleza».

Por más que la conservación de la salud y de las prendas físicas reclamen que la mujer no abandone ciertos cuidados en su aseo, es muy inconveniente lleve éstos al extremo que llegan las que olvidándose de la familia, exageran su tocado, con el que pasan una gran parte del tiempo, y para el que buscan secretos cosméticos en el engañoso tráfico de charlatanes.

Los celos son la funesta pasión que, procediendo del erróneo concepto de superioridad que la mujer supone ejercer sobre el corazón del hombre, y atormentándole en todos los instantes, llegan a producir el quebranto de la salud y el trastorno de la razón. Por eso suele ser su término degradarse los individuos que, por vengarse, quebrantan la fidelidad conyugal y turban o aniquilan la paz doméstica.

Por fin, si pospone el cumplimiento de sus deberes a la satisfacción de repetidos placeres, no sólo se expone a manchar su virtud, sino que dejando el mejor baluarte de ella, la vida de familia, por esos goces, quebranta con éstos la salud y empaña la honra.

Viene ya la segunda parte de los deberes de la madre, por ser a ella a quien especialmente estará confiada la educación moral de los hijos; y el sentimiento de la Divinidad es la primera ley de la naturaleza, de que el hombre no puede prescindir, porque elevándose hasta Dios, origen eterno de la verdad, relaciona la criatura con el Creador por medio de sus facultades anímicas. Ese sentimiento es una necesidad para nuestro ser, representada en el culto que todos los pueblos tributan, y cuyo conjunto forma la voz más elocuente del linaje humano.

Nacido espontáneamente en el hombre, precisa ser fomentado con la educación. Esta interesantísima tarea a nadie como la madre podía confiarse. Ella vierte tanto cariño sobre su tierno hijo, que al alimentarle con su misma sangre, le estrecha contra su seno, le bendice a todas horas y, entre expansivas demostraciones de afecto, le enseña a balbucear el Santo nombre de Dios. Más adelante, en sencillas oraciones, le enseña a dirigir al cielo el homenaje de su inocencia, que luego cuando su razón comprenda los beneficios que la humanidad recibe, será el de agradecimiento; y por último, si ella, con su ejemplo de virtud, consigue hacer indelebles las impresiones de los primeros años, puede decirse que atesoró en aquel tierno corazón el caudal de más estima en todos los acontecimientos de la vida.

La madre que sabe criar los hijos, coloca los más firmes cimientos para el amor de la familia. Su especial cuidado en no hacer desde la infancia otras distinciones entre ellos que las debidas al comportamiento de cada cual, sus buenos consejos y su ejemplo de virtud y justas consideraciones hacia el marido, harán indisoluble una sociedad, en la que los hijos, recibiendo todo de la solicitud de sus padres, devuelvan a éstos, cuando los padecimientos o la edad reclamen el descanso, igual suma de cuidados, que harán dulce su vejez y mantendrán intacta la cadena de amor que enlaza las pasadas generaciones con las presentes y venideras.

¡Admirable duración de la familia humana que no tiene ninguna otra especie! Punto de donde emana otra ley moral de la naturaleza, la sociabilidad: ley necesaria para el hombre que, aislado, ni aun siente el deseo de su bienestar, y a la que son debidos los variados y preciosos productos de la inteligencia de los pueblos cultos, esos que siquiera concibe la dormida de los salvajes.

La patria, sublime palabra que despierta en el corazón de los pueblos que con fe la pronuncian un placer análogo al que experimentan los buenos hijos con la de madre, encierra un sentimiento del que parten los estrechos vínculos que unen entre sí tan diversas sociedades humanas como pueblan el globo; es el secreto talismán que, inflamando a los débiles, da a éstos fuerza para romper las cadenas con que el poderoso les cerca; es la oculta resistencia que halla un coloso para aniquilar a un pueblo desmembrado; es, en fin, la causa de que muchas veces se conviertan en utopías las pretendidas fusiones de nacionalidades que la ambición ansia extinguir. Y no se crea que este sentimiento es de hoy, no; antes de 1808 hubo las Termópilas, Sagunto, Numancia y Covadonga, que al través de tantos siglos nos dicen fue aspiración del hombre en todos los tiempos y lugares tener su tumba allí donde se meció su cuna.

Si este amor encarnado con cada nacionalidad o independencia dio en todas las edades tan sabrosos frutos, ¿cómo no encarecer a las madres que ellas lo despierten y cultiven en sus tiernos hijos?

Al desplegarse el género humano, según expresión de Virey,{10} como un gran árbol, cuyos principales brazos forman las naciones, sus ramas las familias, los individuos sus hojas, que alternativamente nacen, viven y mueren, y los sublimes talentos se abren cual sus flores y se utilizan como sus frutos, es para él una necesidad que todos los pueblos se relacionen entre sí, compensando sus mutuas necesidades; y para esto se requiere haya en los individuos sin distinción de creencias ni razas, amor a la humanidad, ese fuego que Heráclito pedía en el filósofo para hallar la verdad, cuando decía no debe buscarse solamente en el pequeño mundo constituido por nuestros intereses, nuestra familia y nuestra patria, sino en el gran mundo que abraza el cielo y la tierra, y comprende los intereses de un solo hombre y los de toda la humanidad.

Deben también las madres ser las que enseñen a sus hijos que amando, respetando y amparando a los hombres, aman, respetan y auxilian a todos los individuos de nuestra especie.

III

 
 El objeto de la educación es desarrollar a cada individuo en toda la perfección de que es susceptible. (Kant.)
 

Acabamos de ver lo que es la mujer como ser orgánico, inteligente y moral: hemos reconocido las leyes de estas tres condiciones, y hemos deducido de la relación entre unas y otras el conocimiento de sus deberes. Cumplir, pues, éstos, tal será su destino.

Para que la educación sea conforme a tan altos fines, se requiere contribuya al buen desarrollo de su organización y al cultivo de su inteligencia hasta un grado determinado, así como a dar a sus sentimientos morales el mayor esplendor. Como no satisface este triple objeto si favorece la preponderancia de cualquiera de esas condiciones con menoscabo de las otras dos, debe buscarse la posible armonía.

La razón es obvia: vigorícese el cuerpo, exagérense las formas, robustézcanse las fuerzas, y se verá cómo la inteligencia dormita y el sentimiento se embota. Desarróllese la inteligencia, y los órganos y las fuerzas, de cuya actividad resultan las funciones, cambiarán su ritmo normal en anormal, a la vez que cuando gane el entendimiento en su relación con las cosas terrenales, otro tanto perderá el espíritu en la de él con la Divinidad. Por fin, de una actividad preponderante en el sentimiento, resultará la debilidad de la organización, que delicada ya en la mujer, hará por su relación con la inteligencia que ésta no se preste a la adquisición de las nociones indispensables.

Diré, pues, al comenzar por la educación física, que si el individuo al nacer trae el sello que le imprimen sus progenitores, es de la mayor importancia conozca el profesor todos los antecedentes de familia, para dictar con oportunidad los preceptos necesarios, a que debe someterse la recién nacida.

La lactancia, de que nunca debe desentenderse la madre sino por muy legítimas causas, ha de ser lo más a propósito para la nutrición de la niña, y a ese fin es indispensable reconocer la que se la suministra, y hacer que no infrinja las reglas higiénicas.

En toda esta época, cuya duración se subordinará al desarrollo de la hija, deben usarse baños generales que den al tegumento la actividad necesaria a una de sus principales funciones, la traspiración.

Los alimentos deben tener las condiciones que reclaman la rapidez del incremento y la reparación de las pérdidas, y su calidad y cantidad ha de subordinarse al estado de las vías digestivas, cuyo precioso barómetro es, con ligeras excepciones, la dentición. Por punto general es preferible retardar su uso, porque así se evitan los graves trastornos gastro-entéricos que en la niña determina la temprana alimentación. No ha de echarse tampoco en olvido la vacunación.

Al tener lugar la segunda dentición, cuando el régimen alimenticio es mucho más nutritivo, se debe procurar que, además de la progresión al aire libre en estaciones a propósito y en parajes secos y bien ventilados, tenga algunas horas del día ejercicios gimnásticos moderados, que alternando con el suficiente descanso, den a su pecho y pelvis el desarrollo que necesitan para el buen desempeño de las funciones encomendadas a ambas cavidades, y a toda su economía el vigor y lozanía, de que tanto distan las que, escrofulosas, o raquíticas, reclaman, en esa edad, cuidados de otro género.

Poco antes de la pubertad, y durante su aptitud genésica, es indispensable con la higiene prevenir esas clorosis tan frecuentes en las jóvenes de nuestras ciudades, y a que, quizá más que los agentes exteriores, contribuye el desarrollarse sus facultades afectivas antes que tenga el organismo las condiciones necesarias en una salud perfecta. Así llegará a tener la actitud física que requiere para la vida de esposa y de madre, a la vez que evitará, en gran parte, legar a sucesivas generaciones estados morbosos constitucionales o la disposición a ellos.

Una de las causas que contribuyen más a aminorar el valor social de la mujer, comparado con el del hombre, es indudablemente su escasa instrucción. De ahí que ella sea fútil para agradarle y él se vuelva frívolo para corresponderla.

Si en el sentir de Fénelon es la mujer la que mucho instruye al hombre por el dominio que sobre él ejerce en todas las épocas de la vida, ¿cómo se cuida tan poco de ilustrarla que puede decirse no aprende otra cosa que mirar los trajes como la primera necesidad de la vida social, y la hermosura como la principal cualidad humana? ¿Con qué derecho se pide al cielo felicidad en el matrimonio si a la mujer no se la da más instrucción que a un niño? Pero surgen de ese abandono males mucho mayores. Nuestra indiferencia moral y política, y cierta vanidad pueril, que muchas veces nos hace olvidar el cumplimiento de importantes deberes, suelen ser obra suya también.

No desconozcamos, pues, que la voz de la madre es el primer acento que hiere nuestros oídos, su mirada la primera claridad que alegra nuestros ojos, sus caricias nuestros primeros placeres, y que esa influencia es de todos los instantes. Que ella es la que nos educa cuando niños, nos inspira cuando hombres, y hace nuestra felicidad o desgracia cuando amantes y esposos. Contribuir, por tanto, a que adquiera, con una buena educación, ideas elevadas y pensamientos grandes, será extinguir nuestras afeminadas inclinaciones y poner término a gran número de ambiciones despreciables.

Reconocida ya la necesidad de instruir a la mujer, lo primero es determinar qué extensión debe darse a esa educación. ¿Diremos con Fleury{11} que las niñas sólo deben aprender el Catecismo, la costura, el baile, la música, el arte de vestirse con elegancia, producirse con finura y hacer bien una cortesía?

Estamos muy lejos de pensar así, porque vemos en los conocimientos de moral, filosofía, historia, poesía y aun de lenguas, el mejor medio de engrandecer la mujer su pensamiento e instruir su conciencia: de adquirir el exacto conocimiento de sí misma, de los seres que la rodean y de las mutuas relaciones; y por fin, el único para reemplazar en el entendimiento los errores y preocupaciones, tan comunes y funestas en su sexo, con un criterio ilustrado.

Para conseguir esa útil trasformación se adoptará el siguiente método, propuesto por un distinguido profesor de esta escuela.{12}

La instrucción elemental debe, por regla general, comenzar a los siete años, pues haciéndolo antes, no sólo quedará imperfecto el desarrollo orgánico, sino que anticipándose el de las facultades intelectuales, al que debe tener el cerebro, se altera este centro y ocasiona accidentes gravísimos. Terminada a los diez años con la lectura, escritura, aritmética y ligeras nociones de historia, dará principio en esta edad la elemental superior, que abrazará el estudio de la lengua patria y su gramática, lectura de clásicos, nociones de geología, meteorología, historia nacional y universal, y del dogma religioso. Se agregarán a estos conocimientos científicos los que se refieren a las labores y ocupaciones necesarias para el buen gobierno de la familia, no teniendo más que en los ratos de descanso, como útil distracción, lecciones de música, dibujo, pintura y algún idioma extranjero.

Esta educación intelectual es la única que, a mi juicio, podrán recibir las niñas en colegios que deben reunir las mejores condiciones, y no residiendo en ellos, sino asistiendo a determinadas horas; mas, aun así aconsejaría a los padres que tengan medios con que sufragar esta enseñanza, llevada a su casa, la prefieran a despedir sus tiernas hijas con un cariñoso beso y encomendarlas a personas de su servidumbre, que muchas veces, con el ejemplo, inoculan en esas nacientes almas perniciosos gérmenes.

Voy a terminar por donde debiera haber empezado, si el orden trazado en un principio no lo exigiese: por la educación moral que ha de darse a la mujer.

Es tal la excelencia del sentimiento moral, que no exagero si presumo, él fue lo que contuvo a algunos naturalistas que, fundándose en semejanzas de organización, quisieron rebajar nuestra especie hasta la de los monos, o viendo en éstos un alma irracional,{13} trataron de elevarlos hasta nosotros.

Sólo el hombre puede abusar de sus facultades: el bruto no lleva sus deseos más allá de la saciedad. Para éste la ley que le detiene procede de su misma naturaleza; para aquel, parte de un sentimiento interior, que es la noción de su libertad y de su razón; y éste el que le dice lo que debe hacer para alcanzar la felicidad, o sea el cumplimiento de las leyes morales. Mas, como la de que disfruta en la tierra no es derivada de esta observancia, la espera de la recompensa que hace necesario para el hombre un Dios.

Como además de esa primera facultad posee el alma las que nos dan el sentimiento de lo bello, de lo infinito, de lo justo, de la razón y de la conciencia, es necesario que la educación moral de la mujer se dirija a despertar en ella aquellas verdades de belleza, eternidad, justicia y demás que, apareciendo sucesivamente, la ilustren en lo que debe gozar y combatir para el cumplimiento de sus deberes.

Estas facultades existen en el individuo como sentimientos. De ahí que la educación moral consista especialmente en conocer la época precisa de su aparición, en apreciarlas y dirigirlas convenientemente a sus altos fines.

Misión tan importante a nadie más que a la madre puede confiarse, porque llevando unido a su seno el nuevo ser desde que nace, ella es la que le vela cuando está enfermo, la que le vigila de sano, la que guía sus primeros pasos, la que le enseña a pronunciar las palabras, y la que observándole, cuando no sabe aún disimular, sorprende en la sencillez de sus inclinaciones y movimientos inocentes, los primeros secretos del corazón y del carácter. Por eso dice que al hijo le alegra una cara risueña, como le disgusta una severa, y es porque, sin expresión la inteligencia del niño, su alma ya simpatiza o repugna los seres que le rodean, al modo que, sin distinguir lo que pueda serle útil, ya se inclina a lo que le agrada.

Diríjase, pues, la madre al sentimiento de lo infinito en sus hijos, para que reconociendo éstos la existencia necesaria de Dios y la perfectibilidad de sus atributos, se acostumbren desde la infancia a elevar hasta el cielo, en lenguaje sencillo, sus oraciones, pronunciadas con veneración y respeto, como ofrenda de amor y gratitud.

Que del recíproco afecto de los padres y de la solicitud por sus hijos, comprenda la niña con qué amor y obediencia debe mirarlos, para seguir dócil siempre sus consejos.

En la pubertad, cuando las pasiones se inician, la joven se preocupa por las insinuaciones del amor, reconoce entonces su belleza, y propende a realzarla con galas que la impacientan. Necesario es, por tanto, conozca que sin olvidar el útil aseo, debe cuidar más de su hermosura intelectual y moral que de la física: que el lujo origina en la que sigue todos los cambios de la moda, tal cúmulo de necesidades, que no podrá satisfacerlas sin desatender otras que debe mirar con preferencia.

Esta es también la edad en que necesita conocer las cualidades que debe poseer el que haya de ser su esposo. Conocimiento, que es indispensable preceda al de la necesidad del matrimonio, porque es el medio de prevenir un mal que se deplora, y sin embargo, pocos padres tratan de remediar. Mal producido por ese tránsito brusco de la inocencia a la voluptuosidad, y de la sumisión al dominio, que a su vez engendra en la nueva esposa los consiguientes al delirio de los sentidos, a la vanidad y al orgullo.

Para conjurarlos debe anticipadamente tener grabado en su alma un ideal de todas las perfecciones humanas, acostumbrándose a someter a ese modelo todas sus inclinaciones.

Este conocimiento de la belleza moral no sólo habitúa la joven a buscarla con preferencia a otras cualidades, que valen mucho menos, sino que uniéndose a un hombre que apenas conoce, y cuyos caprichos diviniza el amor, evitará esa idolatría sensual nacida de la embriaguez que en él causan sus caricias y le impelen a hacer el sacrificio de su honor ante un ídolo, que más tarde le producirá el hastío. Marcha funestísima que lleva a un término fatal, donde la desesperación sucede al amor, cuando la pasión del marido se ha gastado y se disiparon las ilusiones de la mujer convertida en amante, y cuyas pasiones él halagó.

Indispensable es que las madres, en principios de estricta moral, hagan conocer a sus hijas en edad oportuna, y con el tacto que el asunto reclama, cuánto les importa conserven incólume el sentimiento de su dignidad, distingan el amor de los furores con que se pretende confundirle, y que su alma posea una copia de virtud, capaz de rechazar livianos homenajes, que las trasforma en viles instrumentos del capricho. En fin, que la delicadeza más exquisita sea la luz del pudor de una niña, como es la señal de la dignidad de una mujer.

He ahí, excelentísimo señor, trazada a grandes rasgos y expresada en mal ordenados conceptos, la educación física y moral que considero más conforme a los grandes destinos de la mujer, de ese ser delicado por naturaleza y extremado en sus afectos, que pocas veces conserva el medio prudente y sereno de que tanto provecho saca la razón del hombre, que en su seno lleva el espíritu de los pueblos, sus virtudes y sus hábitos, porque amante, esposa y madre, encierra en esas tres mágicas palabras todas las felicidades humanas. Dar, pues, el conveniente desarrollo a su organización, la instrucción necesaria a su inteligencia, y la mayor fuerza moral a su virtud, será apoyar cada vez más la civilización y cultura de la humanidad.

He dicho.

——

{1} Génesis.

{2} Blumenbach, Estudio de las razas.– Desgettes, Historia medica de la armada en Oriente.– Laugier de Tassy, Historia de Argel.– Dellon, Viajes a la India.– Thevenot, Viajes a Decau.

{3} Virgilio.

{4} Asilo de mendicidad y casa de expósitos.

{5} Hospitales para inválidos.

{6} Vida de Luisa Marillac, fundadora de la Sociedad de Hermanas de la Caridad.

{7} Modestino.

{8} Plutarco.

{9} Remusat, Tratado de educación.

{10} Diccionario de Ciencias médicas. Artículos generación, mujer y hombre.

{11} Reglas para la buena educación de las niñas.

{12} La mujer, considerada filosófica, intelectual y moralmente, por el Dr. Alonso y Rubio.

{13} Discurso sobre la desigualdad de condiciones.– Paw, Investigaciones acerca de los americanos.– Forster, Observaciones de la semejanza entre el hombre y los monos.

{Transcripción íntegra del texto contenido en un opúsculo de papel impreso de 32 páginas.}