Luis Araquistain, El peligro yanqui, Madrid 1921, páginas 151-154
La política internacional · IV
La ofensiva norteamericana
El juicio es unánime: la civilización occidental, o conjunto de valores espirituales y materiales que integran el concepto histórico de Europa, ha estado a punto de perecer. Para muchos, la causa es la revolución rusa. ¿Pero se hubiera dado la revolución comunista en Rusia sin la fatal determinante de la guerra? De otra parte, la crisis de la civilización europea, ¿no es tan grande o mayor en Austria, que no ha pasado por la revolución comunista? ¿No es aguda en Alemania? Si la guerra hubiera durado tres o cuatro años más, ¿no estaría toda Europa como Austria? ¿No abrazaría la miseria y el caos a todo el continente? La crisis de la civilización proviene fundamentalmente de la guerra.
El peligro perdura aún, no sólo porque persisten los efectos de la guerra pasada, sino también porque se están hacinando combustibles para otra guerra. Mejor dicho, para más de una. El Tratado de Versalles y su desenvolvimiento en conferencias posteriores, sobre todo en cuanto a las indemnizaciones por parte de Alemania, son semillero de futuros conflictos. La desesperación y la conciencia de la injusticia, ¿no suscitarán en la nación alemana, ya de suyo belicosa, propósitos de desbaratar por la rebeldía y la fuerza armada el excesivo y mal aplicado castigo económico que quiere aplicarle Francia? Sin embargo, otra guerra francoalemana –con la probable neutralidad de todos los otros recientes compañeros de armas– no sería la más grave, porque en cierto modo se localizaría en el centro de Europa, y la periferia, con todos los grandes caminos del mundo abiertos, podría respirar con relativa holgura. Lo terrible sería otra guerra intercontinental que aislase a todos los países, lo mismo a los beligerantes como a los neutrales, y una guerra así no sólo no es imposible, sino que es una posibilidad tan gravitante, que nada preocupa más seriamente en Inglaterra y los Estados Unidos. La amenaza oscila entre estos países –lejos, cerrando el triángulo, vigila también el Japón,– y el peligro mayor dimana del Norte de América.
Esto no lo decimos sólo nosotros, sino también los propios norteamericanos, y con más lucidez que nadie lo ha reconocido una prestigiosa publicación de Nueva York, el Metropolitan Magazine, en un artículo muy comentado, que no será superfluo resumir para conocimiento de confiados. «Estamos comprometidos –dice esa revista– en los estadios preliminares que conducen a la guerra.» Alude a la Gran Bretaña. ¿Imposible una guerra así por razones de afinidad de lengua, historia y cultura? Nada más erróneo que esa hipótesis. El problema de la personalidad que inquieta a los norteamericanos es germen de aversión hacia los ingleses. Además, dos veces en veinticinco años ha estado a punto de estallar la guerra entre los Estados Unidos y la Gran Bretaña: una en tiempo de Cleveland, con ultimátum, por una cuestión de límites en Venezuela, y otra en tiempo de Roosevelt, por otra cuestión de límites en Alaska, con movilización de fuerzas. «La amenaza de una guerra está ahora sobre nosotros –afirma el Metropolitan Magazine–, en el mismo momento de escribir.» (Enero de 1921.)
¿Cómo se ha ido engendrando esa amenaza? He aquí los diversos grados de su formación. Al terminar la guerra, las fuerzas navales de la Gran Bretaña, Estados Unidos y Japón guardaban, respectivamente, una proporción de 100, 50 y 25. Pero en 1916 comenzó la República norteamericana un programa naval que cuando le dé cima, en 1925, la dotará de una escuadra equivalente a la inglesa, algo menor en número de barcos, pero algo mayor en tonelaje. ¿A qué respondía ese programa? En manos de Wilson, su iniciador, fue prenda de paz. «Este programa o la Liga de Naciones», fue su proposición a Inglaterra. El Gobierno inglés aceptó la Liga de Naciones; pero más tarde, el Senado norteamericano –irónica paradoja de una democracia– rechazó la Liga de Naciones y se quedó con el programa naval, burlándose de Wilson.
¿Cabe una inteligencia, es posible una reducción de armamentos? «Toda tentativa para obligar a Norteamérica, a Inglaterra y al Japón a reducir sus armamentos fracasará, porque los tres países desconfían mutuamente. Por el momento son las más grandes potencias del mundo; cada una aspira al comercio mundial; cada una ve en la otra o en las otras dos su mayor rival u obstáculo. En tanto dure esta tensa rivalidad, el desarme es una ilusión. Y es bastante curioso –prosigue el Metropolitan Magazine– que empezáramos nosotros deliberadamente la competencia de las construcciones. Decidimos por nuestro propio albedrío arranca el primer lugar a Inglaterra, y empujamos literalmente al Japón a construir en defensa propia. Suprímase nuestro programa de 1916, y el Japón no hubiera soñado en su nuevo programa. Por lo tanto, es enteramente cierto que en cualquier conferencia de desarme nosotros seríamos el tropezadero. No consentiremos en reducir la escala a las condiciones de la preguerra. Insistiremos en mantener el primer lugar a que aspiramos, pero que no hemos logrado aún. Por consiguiente, a nuestro juicio, una conferencia convocada simplemente para limitar los armamentos podría hacer algún bien, pero es más probable que acabe en desilusión y acrecentado rencor.»
El alegato acusatorio no puede ser más rotundo: los Estados Unidos iniciaron la nueva carrera de los armamentos, del mismo modo que la inició Alemania antes de la guerra, engendrándola; prefirió el programa naval a la Liga de Naciones, como institución de derecho y posibilidad de desarme, y será el mayor obstáculo a toda tentativa de reducir los armamentos. Se aduce en apoyo de esta política la existencia de la alianza japonesa. Pero esa alianza no ha estado nunca dirigida contra los Estados Unidos, porque en tal caso hace tiempo que hubiera cumplido sus fines, cuando este país era mucho más débil que ahora. Por otra parte, esa alianza existe desde hace más de quince años, y nunca se les había ocurrido a los norteamericanos precaverse contra ella. No; el objeto de esa fuerza naval es más amplio. «La lucha por el comercio –concluye el Metropolitan Magazine– es una verdadera lucha. Los pozos de petróleo en Mesopotamia, en Méjico y por todo el mundo suministran continuos motivos de discordia.» Aquí está el peligro.
Esta actitud de los Estados Unidos ha de producir necesariamente redoblada irritación en Inglaterra, ya irritada anteriormente por el apoyo de los norteamericanos a los irlandeses. La cuestión de las deudas de guerra es otra causa de rozamiento. Inglaterra estuvo dispuesta –lo declaraba mister Chamberlain el 4 de febrero– a perdonar a sus deudores si los Estados Unidos le perdonaban a ella sus deudas, aunque del arreglo saldría perdiendo, por creerlo conveniente «para las buenas relaciones entre los pueblos, para la rehabilitación del crédito internacional y para el restablecimiento del comercio internacional», pero la República norteamericana rechazó la proposición, y «el renovarla estaría por debajo de nuestra dignidad». Es posible que los Estados Unidos prefieran cobrar sus deudas por todos los medios, incluso a cañonazos, si es necesario, en vez de perdonarlas, como propone Inglaterra; pero si no es ésta, puede surgir cualquier otra causa de conflicto –el petróleo es una de las más explosivas– que sea como una chispa en el nuevo polvorín internacional.
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