Filosofía en español 
Filosofía en español

José Verdes Montenegro y Páramo, Nuestros hombres de ciencia, Madrid 1889

Dr. Simarro

Dr. Simarro

Sé que, a pesar de los buenos oficios de un amigo a quien ambos igualmente apreciamos, se ha resistido usted a dar conmigo un paseo por el mundo: sé que ha rehusado aceptar mi brazo, que le ofrecía, no seguramente por creer que usted necesitase de andadores: sé, en fin, para hablar claramente y sin metáfora, que no se ha podido usted decidir a dejar que su nombre figure en esta serie de hombres de ciencia, cortísima no por culpa mía.

Había intereses comprometidos por mi parte en que prevaleciese mi deseo, y habríalos indudablemente por parte de usted, siquiera fuesen los de su natural modestia, en que su deseo se viera satisfecho: eran, pues, nuestros intereses contrarios; cedamos cada uno un poco, y ya que no paseemos en compañía, a lo menos saludémonos a distancia. [76]

A esta misma satisfacción hubiera, siquier dolorosamente, renunciado, a no haber por cima de mis propios intereses, un interés primero y sacratísimo, un interés nacional. Aún más le digo: si me inspirara en mi particular conveniencia, no habría emprendido esta serie de trabajos, no me hubiese apercibido a realizar esta empresa que, juro a usted, es de las que, como diría el doctor San Martín, arruinan al primero que las acomete.

No es ciertamente que trate de curarme en salud de lo que algunos puedan suponer acerca de mis intenciones: sé que a los ojos de una ramera no hay mujer honrada en el mundo; y preocúpome bien poca cosa de los que se dedican a hozar en la conciencia ajena, ignorantes de que la conciencia es terreno durísimo que embota todo otro arado que el del propietario de la finca, o mujer honesta que impenetrable con los demás, reserva para su dueño todas sus ternuras y todas sus confianzas. Pero es que, aunque no haya yo dicho tal cosa, empéñanse por ahí en que he querido hacer retratos –Dios me libre,– con lo que, si el parecido no resulta, todo son improperios para el fotógrafo; y si por azar el pretendido retrato se asemeja, todos los plácemes al original se tributan.

Ya puesto en este camino confesaré a usted [77] que no he escrito esta serie por el placer platónico de darme el gustazo de llamar en público sabio al que en mi conciencia lo sea, –¡valiente autoridad tengo yo para reussir en la empresa!– sino para influir en los que no lo son, ni llevan trazas de serlo, y sobre todo, en esa juventud que aun antes de lanzarse a la arena siente vacilaciones lamentables y desfallecimientos incomprensibles. Y por conseguir este resultado, soy capaz si mi trabajo resultara estéril, soy capaz, se lo aseguro, de hacer una contra-serie llamando tontos a muchos que lo son, aunque son muchos, y aun cuando tenga que asegurar en La Equitativa mi –para mí– preciosa existencia.

Si dado este modo de plantear la cuestión considera usted que yo al disponerme a emprender estos trabajos debía tener en cartera un número determinado y definido de nombres, y en la mente un plan que cumplir bien de otro modo que como en España acostúmbrase a cumplir los planes, no extrañará usted que le acuse y me lamente del obstáculo que ha puesto a la realización de mi empresa. Sin duda que todo ciudadano tiene derecho a vivir pacífico y en calma, sin que nadie, y mucho menos un periodista –mala gente, según por ahí se dice,– le moleste: pero crea usted que no le faltaba razón [78] a Aristóteles al afirmar que las leyes no se han hecho sino para los hombres vulgares, que los otros, por ser ellos los fautores de las leyes, son anteriores y superiores a toda ley.

Es posible que usted, como muchos, sea enemigo de toda legislación sobre propiedad literaria, cosa que a mí igualmente me sucede, en la creencia de que no debe imponerse traba alguna a la libre circulación del libro, artículo de primera necesidad para la vida intelectual del hombre, tanto, por lo menos, como el pan para la vida puramente animal pueda serlo. Al sentir estrellada mi voluntad en la resistencia que usted me ha opuesto, he pensado que debía limitarse y restringirse ese derecho que cada uno sobre su propia persona tiene, y que la restricción de ese derecho podía apoyarse en un principio eminentemente liberal para las colectividades en cualquier forma que se las considere.

Pese al ilustre Sellés, el primero de nuestros dramaturgos, solo a los hombres vulgares les puede ser permitido el lujo de tener vida privada; los hombres de mérito no caben en el hogar. Aparte de las ventajas que la humanidad reporte de sus desvelos, todavía deben concederle el beneficio de dejar y aun favorecer que su nombre se agite, se traiga y lleve, y de que en cierto modo se los endiose, para que despierte nobles [79] incentivos y plausibles emulaciones; porque, contrarios en esto el hombre y la mujer, aquél es extraordinario desde que cierra la puerta de su hogar, y ésta desde que llama a la campanilla: ser hombre público es la más noble condición del hombre, como lo es de la mujer el ser mujer privada; y como vale ésta más cuanto menos da que hablar, y aquél cuanto más de él se habla, agitar mucho el apellido de un hombre es incitar la emulación, como manosear el nombre de una mujer es provocar el escándalo.

La humanidad creo yo que tiene derecho a aquello de que directa utilidad reporte, aun a expensas de los particulares, hasta tal punto, que si me apuran mucho, y aunque no me apuren lo mismo, creo que puede sostenerse y afirmarse en contra de todo sentimentalismo ridículo, enemigo declarado de la sana filosofía, que para los que creen, como Campoamor, que

«El alma en la mujer es la hermosura,»

a pesar de lo que antecede, esas mujeres cuya belleza por lo espléndida, por lo descomunal llega a hacerse legendaria; como las obras de arte, como los grandes descubrimientos, no pueden ser feudo de nadie, sino bienes de aprovechamiento común; y en este sentido, posible [80] es que alguien tenga a Lucrecia por una cursilona ridícula y a Phryné por una mujer admirable.

Pensaba, Dr. Simarro –dando de mano todo lo que hasta ahora he dicho,– pensaba que este artículo fuera fecundo en resultados, y a usted la responsabilidad incumbe de lo epiceno que hasta el presente resulta. Pensaba decir que en la casa incombustible de la calle de la Gorguera tenía no ha mucho su domicilio una asociación modesta, aún –creo yo– no consagrada por La Correspondencia con admiraciones ni ningún otro signo ortográfico, ignorada del público en general, y, estoy por añadir que, desdeñada por alguno de esos sabios de academia que no han sido ni son, ni serán seguramente de la asociación a que me refiero.

Hubiera dicho también que el ingreso en esta sociedad no se alcanzaba por títulos académicos, ni por influencias políticas: ni se compraba la poltrona a ningún precio, lo primero, porque no había poltronas, y dicho lo primero ya huelga lo restante: que para ser admitido como socio, bastaba con que, a juicio de uno que ya lo fuese, el pretendiente tuviera aplicación y talento: con esas condiciones, ya se habrán convencido Vds., la Sociedad Biológica no habría llegado nunca a Real Academia. [81]

Visto desde la calle a las altas horas de la noche, –habría yo continuado– aquel mirador cuadrado, ébrio de luz, a través de cuyos cristales se distinguía el negro vientre de un hornillo de gas o el pico agudo de una retorta, cuando no un descarnado esqueleto de mamífero, haría seguramente pensar en un aquelarre o en un conciliábulo maligno; en todo menos en un laboratorio, no porque no lo pareciese, sino porque la palabra laboratorio debe ser neologismo muy reciente en razón a que son muy contados los que la conocen.

Hubiera descrito siquiera a grandes rasgos esta simpática cuanto modesta capilla, diré, que no templo, en que se tributaba a la diosa ciencia el culto de la observación y el experimento, y habría, en fin, tratado de sorprender a usted, entregado a esos estudios que en el cerebro humano realiza, de los que espero gran fruto, y en los que tengo entera confianza.

Es grande y noble la misión de ustedes; es una obra de redención la suya, que ha de influir grandemente en la constitución definitiva de la sociedad. Nadie habrá que no mire con simpatía esos estudios dirigidos a salvar a un desgraciado de una ejecución infame para llevarlo a un hospital: a borrar del código humano el bárbaro principio de que es lícito separar [82] de la sociedad a un individuo enfermo como es permitido amputar un miembro infeccionado. ¡Extraña medicina la que se propina por manos del verdugo! ¡Resabios de épocas de barbarie; venganza infame, oprobio de nuestra civilización!

¡Ah doctor Simarro! ¡Qué hermosa prueba de lo que influye la idea prima, la consideración del sitio que el hombre en la naturaleza ocupa, en todas y cada una de las manifestaciones de la vida de la humanidad! El hombre sentado en el trono a que las anticipaciones dogmáticas lo elevaran, se avergüenza de sus miserias, y aquello que no alcanza a encubrir con la púrpura, sacrifícalo a la majestad ridícula de que se reviste: ese otro hombre que las ciencias naturales imponen a la filosofía, ese, compadécese de los males que a la humanidad afligen, los cura y la salva.

Claro es que esas conclusiones que hoy ustedes formulan no pueden ser definitivas, mas sí de las que tengan tal carácter obligado precedente; y esta consideración disculpa y justifica los apasionados radicalismos en que se traduce el entusiasmo noble de algunos de los apóstoles de las modernas doctrinas. Gracias a esa actitud enérgica de protesta, la reacción se opera: y yo tengo por cercano el día en que, [83] cesando toda discusión sobre el carácter de la sanción penal, devuélvase al delincuente a la sociedad natural primitiva, esperando que se redima en su descendencia, como el hombre civilizado se ha redimido de su primitiva barbarie en largos siglos de lucha con la naturaleza.

No me cansaré de repetirlo: es noble y grande la misión de ustedes, tanto más cuanto que luchan con esa lamentable inercia con que la humanidad continúa moviéndose en viciada dirección por la velocidad adquirida; y tanto más también, cuanto que con ser tan grande la utilidad inmediata que se reporta de la aplicación de esos estudios, esa utilidad es nada si se toma en cuenta la inmensa, la extraordinaria trascendencia que han de tener en bien de ese porvenir que en la aspiración a ser espera la realidad de la vida.

Vea usted, doctor Simarro, cómo era insustituible en esta serie de trabajos en cuya realización estoy comprometido. Yo he escuchado las brillantes defensas que usted ha hecho de individuos acusados de criminales por quienes ignoran que no hay un sólo crimen en el mundo, ni le ha habido, ni podrá haberle tampoco: –que a tales errores conduce una filosofía miope, que no viendo más allá de sus narices, [84] pretende formar una concepción sintética del universo:– y no he olvidado por lo gráfica, por lo exacta, una imagen con que puso usted término a discusiones estériles entre médicos y abogados en una academia científica.

Hubiera dicho de usted muchas cosas que valían la pena de que fuesen conocidas por el público, y fácil es que al fin y al cabo nadie se hubiese ocupado de lo que yo dijera: pero es fácil también que sucediera lo contrario, y con uno sólo –si el número de mis lectores alcanza tan respetable cifra,– con uno sólo en quien hubiese logrado infundir entusiasmo por este género de estudios, nuestros mutuos sacrificios estaban recompensados.

Porque uno más ganado para la causa de la civilización, como número, es bien poca cosa: pero ¡quién sabe si hubiera sido ese uno de los que, como los núcleos de materia cósmica atrayendo hacia sí los átomos dispersos, llegan a constituir mundos; y del propio modo ese individuo ahora indeterminado y anónimo, hubiere apresurado un día la aurora de la redención, que hoy, gracias a ustedes, apunta!

Transcripción íntegra de las páginas 75-84 del libro Nuestros hombres de ciencia
Establecimiento tipográfico de Lucas Polo, Madrid 1889.
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