Filosofía en español 
Filosofía en español

Facundo Goñi, Tratado de las relaciones internacionales de España, Madrid 1848, páginas 157-178

Lección VIII
De nuestras relaciones con Roma

sumario.– Objeto de esta lección.– Doble carácter de los pontífices.– Poder temporal y espiritual.– Relaciones de España con los papas como reyes temporales.– Interrupción de nuestras relaciones en 1833.– Relaciones de la España católica con el jefe de la religión.– Consideraciones filosóficas sobre la índole y naturaleza de estas relaciones.– Unión y separación de las potestades civil y religiosa.– Inconvenientes de ambos sistemas.– Reseña histórica de las desavenencias de nuestros monarcas con la corte de Roma.– Sucesos del reinado de Felipe II.– Creación del supremo consejo de la cámara.– Sucesos del reinado de Felipe IV.– Incomunicación en tiempo de Felipe V.– Doctrinas de D. Melchor de Macanaz.– Concordato de 1737.– Sucesos del reinado de Fernando VI.– Concordato de 1753.– Ligeras disidencias en tiempo de Carlos III.– Siglo actual.– Rompimiento con la corte de Roma en 1835.– Este desvío se aumenta a causa de sucesos posteriores.– Alocución de Su Santidad en 1836.– Manifiesto de 1° de marzo de 1841.– Contestación del gobierno español.– Negociaciones entabladas en 1843.– Elevación de Pío IX a la Sede pontificia.– Venida de un enviado pontificio a la corte de Madrid en 1847.– Cuestiones fundamentales, objeto de un futuro arreglo.– Deberes de nuestro gobierno.– Situación actual de los estados romanos.– Conclusión.

señores:

Tenemos que ocuparnos esta noche de una de las materias más importantes de nuestros estudios, a saber, de las relaciones de España con los pontífices de Roma. Los pontífices de Roma se hallan revestidos de dos caracteres distintos, el de jefes temporales de sus dominios, y el de [158] jefes espirituales del orbe católico. Como jefes temporales, su poder está limitado al círculo de los estados que poseen; como jefes espirituales su poder es tan extenso como el catolicismo.

Si nos limitásemos a examinar nuestras relaciones con el pontífice de Roma, bajo el punto de vista puramente político, es decir, considerándole tan sólo como príncipe de los estados romanos, nuestras reflexiones carecerían de verdadera importancia; pero la tienen grande y trascendental en cuanto tratan sobre las relaciones de España con el jefe visible de la Iglesia católica. Preciso nos es, pues, considerar al pontífice de Roma bajo el doble aspecto político y religioso, siquiera pueda parecer lo segundo ajeno a la índole de estas lecciones.

El poder temporal de los pontífices es hoy escaso e insignificante. Jefes de estados reducidos cuya población no llega a tres millones de almas, ni siquiera pueden gozar de independencia política en el exterior. Hubo un tiempo que ya pasó, en que poseyendo en el más alto grado posible su autoridad y prestigio moral, los pontífices fueron árbitros y soberanos de todos los pueblos. Su poder se extendía entonces hasta el punto de destronar y encumbrar a los príncipes y suprimir y crear estados: y como su influencia moral suplía por el poder material, aun diplomáticamente considerada, podía decirse que Roma era la primera potencia de Europa.

Pero este poder fue amenguándose ya desde el siglo XVI, y sin dejar de existir en nuestros días tal cual es compatible con las transformaciones de las modernas sociedades, está muy lejos de dar a Roma importancia alguna material y política como sucediera en los siglos medios.

Entrando, pues, a ocuparnos de las relaciones de España [159] con el príncipe temporal de Roma, podemos asentar desde luego que así nuestras guerras como nuestras alianzas han sido originadas por las grandes conmociones europeas que han ocurrido desde la época de Carlos V, y en las que los estados romanos han tomado parte, ora adhiriéndose a la Francia, ora siguiendo los movimientos del Austria. Así principiando por aquellas guerras formidables en que los reyes de la casa de Borbón y los de la casa de Austria tenían convertida a la Italia en un vasto campamento, observamos que el papa se mezcló naturalmente en las luchas, favoreciendo ya a uno, ya a otro, de los contendientes. Semejante conducta se encuentra hasta cierto punto necesaria, si se reflexiona cuán imposible es a una nación pequeña y débil mantenerse en estado de neutralidad: y he aquí, sea dicho de paso, uno de los graves inconvenientes que ha experimentado siempre la sede pontificia a causa de su carácter temporal y político. Durante las guerras entre Carlos V y Francisco I, el papa Clemente VII siguió el partido del monarca francés, entrando como caudillo principal en la liga Clementina, titulada así por el nombre del pontífice, y formada entre la Francia y la Inglaterra, juntamente con los estados de Milán, Florencia y Venecia. De aquí resultó que emprendiendo Carlos V sus hostilidades contra el director de la liga, se diese el espectáculo de caer el papa prisionero en poder de las tropas españolas. Pero el gobierno pontificio no podía retroceder ya en la senda emprendida, ni abandonar el partido que una vez abrazara; y así fue que Paulo V provocó el primer ensayo de las armas españolas en el reinado de Felipe II, viéndose muy pronto en la humillante necesidad de ceder ante la actitud del duque de Alba. En la guerra de sucesión suscitada con motivo del advenimiento de Felipe V, el papa entró en [160] la grande alianza provocada por el Austria y guerreó contra la España y la Francia. Desde esta época puede decirse que los estados romanos han vivido subordinados generalmente al gobierno austríaco.

Basta lo dicho para comprender que los estados romanos por efecto de su misma debilidad han tenido que seguir el partido de una nación poderosa en cuantos conflictos han ocurrido en Europa; y que bajo este concepto de aliados subalternos de otra nación, han sido por lo común enemigos de la España. Por lo mismo puede decirse que apenas han mediado directamente relaciones políticas entre España y Roma, siendo también insignificantes las que han podido versar sobre intereses comerciales.

Dos tratados se conocen celebrados en este siglo entre las cortes de Roma y Madrid, cuya escasa importancia apenas merece que hagamos mérito de ellos. El primero firmado en 1816, tuvo por objeto abolir el derecho preeminente que desde tiempo inmemorial gozaba España de tener en Roma una oficina especial de correos, servida por empleados de nombramiento de S. M. C. En el segundo, celebrado en 1818, se estipularon varias condiciones para indemnizar al colegio español de San Clemente de Bolonia por las propiedades de qua había sido despojado durante la revolución. Hoy nuestras relaciones políticas se bailan interrumpidas desde 1833, en que no reconociendo el papa a Isabel II como reina legitima, mandó retirar a su embajador de Madrid, cediendo en este punto a las inspiraciones del Austria.

Por lo expuesto, se comprende que las relaciones políticas de España con Roma no han tenido significación alguna de pueblo a pueblo, sobre todo en estos dos últimos siglos en que la situación de Europa ha sido tan distinta de la que presentara en la época de la dinastía austríaca. [161] Entremos, pues, a examinar nuestras relaciones con los pontífices como cabezas de la Iglesia católica.

Parécenos preciso ante todo determinar cuál es la índole de las relaciones que pueden existir entre los poderes religiosos y los poderes civiles. La religión es una condición natural de las sociedades, porque es una de las condiciones del individuo. Non de solo pane vivit homo, es una profundísima verdad de la escritura. Y en efecto, hay en el hombre otros instintos y otras necesidades, además de sus instintos y necesidades materiales: y aun después de satisfechas éstas, queda un vacío inmenso que llenar en el hombre más carnal y positivo. Porque fuera del círculo estrecho de la vida de la materia está la vida del corazón, y por consiguiente, la necesidad de satisfacciones afectivas; y está la vida del espíritu y del pensamiento, de donde surgen inextinguiblemente la necesidad de saber, la curiosidad sin límites, la agitación siempre creciente de las pasiones intelectuales, y después de todo el profundo sentimiento de nuestra pequeñez y dependencia que se resuelve naturalmente en la adoración del Ser Supremo. No en todos los hombres predominan igualmente, cada uno de estos instintos y necesidades. Y si bajo de este concepto pueden hallarse individuos ateos, sociedades ateas no las hay, no las ha habido tampoco acaso ni en los más tristes períodos de la historia humana.

Ahora bien; considerada la religión como un hecho necesario en la vida de los hombres y de los pueblos, veamos cómo se produce y se manifiesta exteriormente. Las religiones, si bien tienen su asiento en la conciencia del hombre, necesitan para vivir y ejercer su influencia, revestirse de una forma ostensible. Las religiones en cuanto son un conjunto de creencias y de preceptos de dogma [162] y de moral han menester forzosamente de una clase consagrada a tener en custodia al dogma y a explicar y enseñar sus preceptos. De aquí el poder sacerdotal encargado de conservar las creencias y la moral religiosa, y de mantener el culto externo. Bien se ve que este poder es distinto del poder civil, cuya misión consiste en dirigir las sociedades humanas. El poder religioso manda sobre las conciencias, sobre los espíritus; el poder civil manda sobre los cuerpos: aquél en el foro interno, éste en el foro externo. Pero ambos poderes existen siempre y es forzoso que existan, supuesta la doble condición de la naturaleza del hombre, siendo también muy natural que su antagonismo y sus encontradas pretensiones hayan hecho experimentar a las sociedades los mismos choques y las mismas contiendas que experimenta el hombre dentro de sí propio por la doble ley del espíritu y de la materia.

Las potestades civil y religiosa pueden residir, ya unidas en una sola mano, ya separadas en manos diferentes. Si consultamos la historia, hallaremos que en la infancia de las sociedades residen siempre en un mismo jefe. El estado de ignorancia consiguiente a aquel primitivo período impide a los pueblos comprender la índole distinta de estas dos potestades; pero la experiencia hace conocer más tarde, que el depósito del dogma religioso debe hallarse fuera de la potestad civil, poco a propósito por su índole y carácter para desempeñar con el prestigio conveniente tan altas funciones.

No es de este lugar engolfarnos en la apreciación de los diferentes ejemplos que en este particular nos ofrece la historia. Diremos únicamente que la unión de ambas potestades, aun mirada bajo un punto de vista puramente social, ha sido y no puede menos de ser siempre inconveniente [163] para los pueblos. Las sociedades que viven bajo un poder teocrático tienen que permanecer inmobles y estacionarias, como quiera que aquel poder es por su naturaleza enemigo de todo desarrollo y movimiento.

El cristianismo entre los infinitos bienes que ha obrado sobre los pueblos, debe contar la separación de las potestades civil y religiosa. Jesucristo lo dijo «Mi reino no es de este mundo... Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.» Y a la separación de ambas potestades se deben resultados grandes y fecundos. La reconstrucción de las sociedades sobre el feudalismo; la emancipación de la familia, el desarrollo amplio del espíritu humano, han sido consecuencias directas de aquel principio. Así el cristianismo independiente de las potestades políticas y elevado sobre toda divergencia de los intereses civiles, llena la misión de mejorar al hombre moral, haciéndole más apto para cumplir sus deberes sociales, al tiempo mismo que le subordina a sus altos fines y miras trascendentales más allá de la vida mundana.

No se crea, sin embargo, que la separación de las potestades civil y religiosa, ha dejado de ocasionar graves males a los pueblos; y esto prueba cuán imposible es al hombre encontrar solución a los más importantes problemas. Si la unión de ambas potestades es la inmovilidad social, la separación ha sido casi siempre un foco de continuas disidencias. Las potestades religiosas desconociendo con frecuencia los límites de su esfera de acción, han invadido el dominio de las potestades civiles: éstas a su vez han incurrido en el mismo abuso, originándose de aquí rivalidades y pugnas casi siempre funestas. Ahí está en comprobación la historia de los pueblos antiguos. Y por lo que hace a Europa, prescindiendo de la edad media en que la autoridad pontifical dominaba omnímodamente, [164] ya por efecto de la debilidad e incoherencia material de las sociedades, ya por efecto de su atraso e ignorancia, observamos que tan pronto como los estados llegaron a adquirir cierto grado de consistencia y de solidez, nacieron las luchas entre el papa y los príncipes temporales. Pero abandonemos ya estas consideraciones, para concretarnos especialmente a España, que es el objeto de nuestro examen.

Los monarcas españoles, a pesar de ser jefes de una nación eminentemente católica, nos ofrecen ejemplos repetidos de desavenencias con la Santa Sede. En todas épocas hallamos reproducidas las quejas de ambas potestades, con motivo de intrusiones verdaderas o supuestas en su jurisdicción respectiva. Convendrá que hagamos una ligera reseña histórica, por medio de la cual aparezcan en relieve las cuestiones que más especialmente han originado y sostenido la discordia entre ambos poderes.

Ya en la época anterior a la dinastía austríaca mediaron varias reclamaciones entre la curia romana y los diferentes monarcas españoles. Los cuadernos de nuestras antiguas cortes están llenos de innumerables peticiones contra la amortización eclesiástica de bienes raíces, contra la creación de órdenes religiosas, contra las exenciones y fuero del clero, contra el número exorbitante de beneficios, contra las excesivas cantidades de dinero que extraía la corte de Roma por dispensas y gracias, y contra otra porción de abusos que se experimentaban en la disciplina de la Iglesia. Nuestros reyes por lo común se mostraron tímidos o irresolutos ante estas quejas de parte de los pueblos, y si en algún punto mostraron decisión y energía, fue únicamente en asuntos de patronato, como quiera que estos derechos afectaban más directamente su poder soberano.[165]

Después del advenimiento de la dinastía austríaca al trono español, y durante el reinado de Carlos V, las guerras políticas absorbieron principalmente la atención de España y de Roma. Y no es que por eso dejasen de existir los abusos de la curia pontificia, ni de germinar las encontradas pretensiones de ambas cortes; pero apenas se paró la atención en estos asuntos en aquella época de guerras y de conquistas.

Felipe II, atento al remedio de los abusos de la curia romana, a pesar de su fanatismo religioso, creó en 1588 un cuerpo titulado Supremo consejo de la Cámara y le encargó conociese privativamente de todos los asuntos peculiares a las regalías del derecho de patronato. Dio además comisión a D. Martín de Córdoba, para que registrase los archivos públicos y particulares, y suministrase a la cámara todos los datos necesarios, a fin de adquirir conocimiento de las usurpaciones hechas a la corona, especialmente en asunto de provisión de beneficios. Mas estas disposiciones no dieron por entonces resultado alguno positivo. La muerte de Felipe II dejó paralizados tan importantes trabajos: y nada se adelantó tampoco en el reinado de Felipe III.

Entre tanto, las cortes españolas insistían en elevar sus representaciones a la corona, para que proveyese de remedio a estos males. Decidióse, pues, Felipe IV a enviar cerca de la sede pontificia la célebre embajada compuesta de los señores D. Juan Chumacero y D. Domingo Pimentel, obispo de Córdoba, los cuales pasaron a Roma en el año 1633, e hicieron presente al papa Urbano VIII varias reclamaciones de la corte de Madrid, demandándole procediese a una reforma sobre diferentes puntos. Pero como nada pudiesen conseguir en su misión, el consejo de la Cámara, apoyándose en los documentos [166] que existían en su poder, secundó enérgicamente las reclamaciones de la embajada. Entonces la corte de Roma justamente alarmada a vista de la actitud del consejo, empleó todos los medios que estuvieron a su alcance para acallar sus quejas, y mediante algunas concesiones estrechas y limitadas, consiguió acallar las innumerables voces que demandaban reforma.

Así continuaron las cosas en el reinado de Carlos II, como tenía que suceder necesariamente. Mala época era seguramente para oponerse a la ambición de Roma, aquella en que empuñaba el cetro español un príncipe débil, sometido a los exorcismos de un religioso.

Inaugurada la dinastía borbónica, y con ella la guerra europea de sucesión, el papa después de algunos años de incertidumbre abrazó por fin el partido del archiduque austríaco. Felipe V que miró este paso como una ofensa grave contra su persona, rompió toda comunicación con la sede pontificia en el año 1709, llevando su enojo hasta el punto de prohibir a sus súbditos que acudieran a Roma por dispensas y otras gracias. Esta incomunicación cesó al fin por el concordato celebrado en París en 1714, y ajustado entre el marqués de la Compuesta, como plenipotenciario de España y el cardenal Aldrobandy que lo era de la corte pontificia, siendo de advertir que a pesar de haber sido aprobado por Clemente II y Felipe V no llegó a imprimirse ni a publicarse, ni menos procedió a su ejecución la corte de Roma, que sólo lo aprobó como único medio de anudar las relaciones interrumpidas entre los dos gobiernos desde el año 1709. Así es que procuró reemplazarlo por otro celebrado en 1717, pero que tampoco es conocido por haber corrido la misma suerte del anterior. Su celebración fue, pues, una reconciliación aparente sin otro valor ni resultado. [167]

En medio de todo, Felipe V instigado por los luminosos escritos de D. Melchor de Macanaz, alimentaba cada vez con más calor su propósito de llevar a cabo una reforma radical en los asuntos eclesiásticos; pero el tribunal de la inquisición, siempre propicio a servir a la corte de Roma, proscribió los escritos de Macanaz , y su autor, para escapar a las persecuciones, tuvo que condenarse al ostracismo, viniendo a morir pobre en un suelo extranjero.

Hallábanse así los negocios con Roma, cuando una circunstancia casual volvió a romper abiertamente las relaciones entre aquella corte y la de Madrid. Habiendo el infante D. Carlos conquistado la corona de las Dos-Sicilias, levantóse contra él un partido italiano fomentado y sostenido por la corte de Viena; y el papa temiendo por su parte que Felipe iba a adquirir sobre Italia la misma preponderancia que había tenido Carlos V, favoreció en cuanto estuvo de su parte la causa de los insurrectos. Esta conducta irritó sobremanera a Felipe V, y en consecuencia dio orden al cardenal de Aquaviva para que abandonase la corte de Roma, trayéndose consigo a todos los españoles residentes en ella, y publicó varios reales decretos suspendiendo todo género de comunicaciones así civiles como eclesiásticas con la corte pontificia. En tal estado no quiso el monarca español desperdiciar la coyuntura que se le ofrecía para llevar adelante sus proyectos de reforma, y al efecto nombró con fecha 8 de agosto de 1736 una junta de teólogos presidida por fray Gaspar de Molina, encargándole preparase las instrucciones convenientes para negociar un concordato que pusiera término a las disidencias con Roma, e indicase las medidas que fuese preciso adoptar en el caso de que aquella corte se negase a un avenimiento razonable. La junta opinó como en los años anteriores habían propuesto [168] los comisionados Chumacero y Pimentel.

Con vista del informe de la junta, se dieron las instrucciones necesarias a los cardenales Aquaviva y Bellaga, y se les ordenó que pasasen a las inmediaciones de Roma, en donde se entendieron con una comisión de diez cardenales, nombrada por el papa. Pero desgraciadamente, cuando era necesaria mayor energía, se había enfriado ya el calor del gobierno español a causa del fallecimiento de D. José Patino, ministro de Estado y principal sostenedor de las regalías de Felipe V en esta cuestión. Así es, que se transigieron las diferencias con menos ventajas que era de esperar para la corona española, concluyéndose el concordato de 26 de setiembre de 1737, siendo papa a la sazón Clemente XII. En este concordato se establecieron, sin embargo, varias reformas. Se disminuyó considerablemente el derecho de asilo, limitando esta inmunidad a ciertas iglesias. Se tomaron medidas para impedir los fraudes de los eclesiásticos en la constitución de patrimonios para recibir las órdenes. Se abolió la costumbre de erigir beneficios por tiempo limitado. Se modificó la exención de pechos que gozaban los eclesiásticos. Se adoptaron varias disposiciones para corregir los abusos que se notaban en las comunidades religiosas. Y por último, se llevó la reforma a varios otros puntos que fuera demasiado prolijo enumerar, dejando aplazada para otra ocasión la controversia sobre patronatos.

Este concordato, lejos de terminar las contiendas de ambas cortes, fue por su misma vaguedad un foco perenne de nuevas reclamaciones. De donde se siguió que volviesen a removerse con más calor que nunca las cuestiones canónicas, y que apareciesen innumerables escritos, en cuya polémica perdieron mucho terreno las ideas ultramontanas. [169]

Era la época del reinado de Fernando VI, la más a propósito para oponerse enérgicamente a las pretensiones de la corte romana, desembarazado como se hallaba aquel monarca de los conflictos que su antecesor se había creado en Italia, y que habían fenecido con la paz de Aquisgrán. Ocupaba también a la sazón la silla de San Pedro Benedicto XIV, uno de los papas más sabios e ilustrados que nos ofrecen los anales pontificios. En estas circunstancias acometió el monarca español decididamente la empresa de la reforma.

Fernando VI que se hallaba aconsejado por el ministro D. José de Carbajal, dirigió a nuestro embajador en Roma, el cardenal Portocarrero, las órdenes convenientes para que entablase negociaciones. Portocarrero encontró desde luego graves y serias dificultades en la corte de Roma; porque a la verdad las exigencias del ministro español Carbajal, tendían a amenguar demasiado las atribuciones de la Santa Sede. Pero habiéndose dado a las conferencias un nuevo giro, por cierto menos franco y decoroso que conviniera, se consiguió después de tres años la conclusión del concordato firmado en 11 de enero de 1753; por el que se puso término a la cuestión tanto tiempo agitada, sobre el derecho de patronatos. El papa se reservó la provisión de cincuenta y dos beneficios designados en las iglesias de España; y en compensación de las pérdidas que iba a experimentar el erario pontificio por la cesación de derechos de expediciones y anatas, recibió por vía de indemnización más de veinte y dos millones de reales. Estas fueron las bases de que se partió en el arreglo parcial de todos los puntos que se referían a la cuestión de patronatos, puntos que no es de este lugar ni fuera posible mencionar prolijamente, pero que pueden consultarse a este propósito en el documento mencionado. [170] Tal es la historia y el resultado de estas negociaciones, y estos los dos únicos concordatos que ligan hasta hoy a la corona española con la sede pontificia.

Desde entonces nuestras relaciones se han alterado alguna vez, y particularmente en tiempo de Carlos III, en que con motivo de un breve expedido por el papá contra el gobierno de Parma, consideró el rey atacadas las regalías de su corona, y mandó recoger el breve y cualesquiera otros despachos de la corte romana; pero no fueron de larga duración estas disidencias, volviendo a restablecerse luego la armonía.

Poco es lo que podríamos decir acerca del carácter de nuestras relaciones con la Santa Sede en tiempo de Carlos IV y de Fernando VII, so pena de extendernos demasiado y descender a prolijidades que no entran en el plan de estas lecciones, como quiera que nuestro objeto es poner de bulto únicamente los hechos más culminantes que se nos presentan en la historia.

Llegando ya a la época contemporánea, nos encontramos con uno de los períodos mas fatales de nuestras relaciones con Roma.

Hemos indicado al principio de esta lección que el gobierno de Roma, supeditado a la política de Austria, se negó a reconocer á Isabel II como reina legitima, en consecuencia de lo cual quedaron rotas nuestras relaciones políticas. Veamos las circunstancias que ocasionaron este fatal rompimiento; y aquí entramos ya en la historia de nuestros días.

Poco antes de morir Fernando VII había llegado a Madrid el cardenal Amat de San Felipe, arzobispo de Nicea, en reemplazo del nuncio cardenal Tiberi. Hallábase aún el breve con que venía autorizado en poder del consejo de Castilla para que lo refrendase según previenen [171] nuestras leyes, cuando falleció Fernando VII. En semejantes casos, según práctica constante de los gabinetes, todo agente diplomático debe renovar sus credenciales, suponiéndose que la muerte de un soberano es un acontecimiento que cambia la faz de las relaciones internacionales. En consecuencia de esta costumbre no pudo verificarse la presentación del cardenal Amat, porque sus credenciales, aun aprobadas por el consejo, necesitaban nueva ratificación de su soberano. Pero esta ratificación no se verificó, y ya desde este punto pudieron considerarse interrumpidas nuestras relaciones. El gobierno español por su parte se apresuró a poner en conocimiento de la corte de Roma el fallecimiento de Fernando y la proclamación de su hija, remitiéndole copia de la pragmática sanción de 31 de marzo de 1830, y añadiéndole que en su virtud había sido reconocida Isabel II como reina legítima por todas las clases de la nación. A esto contesta el papa que se dolía profundamente de la muerte de Fernando, cuya pérdida dejaba a la España huérfana de padre; pero que se abstenía de reconocer la legitimidad de su sucesora, no considerando la pragmática como un documento decisivo en la cuestión. Después de algunas otras contestaciones, se declararon rotas nuestras relaciones políticas, y el cardenal Tiberi salió de la corte de Madrid. Hasta aquí el pontífice de Roma obraba como jefe de una nación independiente, y por consecuencia se hallaba en su derecho. Mas cuerdo hubiera sido quizás y más provechoso para aquella corte transigir con las innovaciones sociales de que era símbolo la reina Isabel en España. Pero al cabo el papa como jefe temporal, repetimos, estaba en su derecho al negar su reconocimiento.

Rotas las relaciones políticas, quedaban sin embargo en pie las cuestiones religiosas, en las que se encontraron [172] muy pronto graves tropiezos. Habían fallecido varios obispos en España, y el gobierno, usando del derecho de patrono consignado en los concordatos, presentó los sujetos que creyó dignos para ocupar las vacantes; pero el Santo Padre contestó que no habiendo reconocido a Isabel II no podía confirmar los obispos presentados por su gobierno, pues que en este acto iba implícito un reconocimiento. Ocurrió al gobierno español un expediente extraño para obviar esta dificultad, y fue proponer al papa que se cercenasen en las confirmaciones las cláusulas que suponían el reconocimiento. Su Santidad no quiso avenir a ello, proponiendo por su parte que expediría breves confirmatorios para los obispos presentados, pero con la cláusula de motu propio, benignitate Santo sedis , añadiendo que no por eso dejaba de reconocer en la corona española el derecho de patronato, y estaba dispuesto a declararlo así en documento separado. El gobierno español no podía sin mengua de sus derechos y hasta de su dignidad acceder a esta propuesta, porque su aceptación equivalía a sancionar tácitamente la ilegitimidad de la reina. El resultado fue que no hubo avenencia, y el 23 de agosto de 1835 se entregaron los pasaportes al arzobispo de Nicea, acompañados de una protesta enérgica contra quien fuese el causante de los males que iban a seguirse a la iglesia con motivo de aquel rompimiento de comunicaciones. Bien se ve que el papa en esta ocasión, y a pesar de las salvedades que proponía, no separó del todo la cuestión política de la cuestión religiosa. Se comprende bien que Su Santidad negase la confirmación de los obispos, fundándose en la falta de aptitud y dignidad de las personas presentadas; pero no se comprende que motivase su negativa en la ilegitimidad del monarca presentante, porque bastaba al pontífice como [173] jefe de la iglesia que existiese en la sociedad española un poder de hecho, siquiera en su juicio no le asistiese el derecho, para negociar con él acerca de las necesidades religiosas. Ejemplos tenía en la historia de sus predecesores que pudiera haber imitado. Pero en la cuestión española es fuerza confesar que el papa no se despojó hasta el punto que conviniera de las consideraciones de jefe temporal, no siendo aventurado decir que la sumisión en que se encontraba a la política del Austria, influyó poderosamente en esta conducta.

Una vez declaradas las disidencias entre España y la Santa Sede, fueron agriándose más y más cada día, y dificultándose un avenimiento razonable. Con motivo de nuestra revolución, ocurrieron lamentables sucesos, entre ellos el horrendo asesinato de los religiosos que presenciaron con dolor varias ciudades españolas. El gobierno además suprimió los conventos y confiscó sus bienes, y todos estos actos provocaron quejas de parte del pontífice, el cual también hostilizaba al gobierno español, negándose a conceder el indulto cuadragesimal, y limitándolo después a sólo un año en vez de diez según había sido costumbre, y dirigiendo un breve al arzobispo de Toledo, a fin de que autorizase a los confesores para dispensar el indulto, mediante una retribución para pobres. Así continuaron las cosas, agrandándose más cada día la distancia entre Roma y Madrid. El Santo Padre pronunció en el consistorio de 2 de febrero de 1836 una alocución quejándose acerbamente de los males que estaba experimentando la iglesia española. Pasaron años, terminó la guerra civil de España, pero lejos de adelantarse un paso en el camino de la reconciliación, se empeoró más y más el estado de los negocios eclesiásticos. La abolición del diezmo, el extrañamiento del vice-gerente de la nunciatura y otras medidas que fueron [174] consiguientes, consumaron el divorcio entre la Santa Sede y el gabinete español. Estos últimos hechos ocasionaron el notable manifiesto pronunciado por el pontífice en el consistorio secreto de 1.º de marzo de 1841, en que Su Santidad condenaba los actos del gobierno de España ya mencionados y otros muchos que habían tenido lugar durante la revolución y la guerra. El gobierno por su parte publicó otro manifiesto en 30 de julio del mismo año, en el que contestaba a las exageradas quejas de la curia romana, y rechazaba sus pretensiones. Tal era el estado de nuestros asuntos de Roma cuando en 1843, deseando el gobierno de aquella época poner término a tan prolongado abandono de la iglesia española, envió un agente encargado de negociar un concordato que conciliase todas las quejas, y en el que se transigiesen las hondas diferencias que se habían producido durante tantos años de desvío. Pero el agente español no encontró las más propicias disposiciones en la corte de Roma para venir a un acuerdo razonable y prudente, y así fue que a pesar de largas gestiones no obtuvo un resultado definitivo. La Providencia sin embargo abrió un nuevo camino cuando menos era de esperar. El mundo saludó con júbilo la ascensión al trono de San Pedro de un varón ilustrado y piadoso que, comprendiendo las necesidades de la Iglesia y el carácter del siglo en que vivimos, ha emprendido la gloriosa tarea de armonizar el catolicismo con el espíritu de libertad y con los progresos de la época presente. Pío IX estaba destinado para hacer cesar el largo entredicho en que ha gemido la iglesia española abandonada por su pastor. No pudiendo mirar con indiferencia tan triste espectáculo, envió a la corte de Madrid su nuncio encargado de procurar el remedio a este grave mal, y bajo tan buenos auspicios se entablaron [175] y están siguiendo las negociaciones que han de poner pronto término a nuestras disidencias con la Santa Sede.

Recorrida así la historia de los accidentes más notables que han experimentado en el tiempo nuestras relaciones con la Santa Sede, vamos a reasumir las cuestiones hoy pendientes, y las reclamaciones que por ambas partes se alegan y que deben ser objeto de un acuerdo general que sirva para hacer olvidar los trastornos experimentados en estos últimos años.

Los puntos principales que deben ser objeto al nuevo arreglo son los siguientes: Dotación eclesiástica. Aprobación de la venta de los bienes del clero. Fijación de la suerte definitiva de las religiosas y exclaustrados. Confirmación de los obispos. Arreglo de las diócesis.

Enajenados los bienes eclesiásticos y constituido el clero en una condición triste y precaria a causa de la penuria del tesoro español, forzoso es proveer a esta necesidad asegurándole un sustento digno y decoroso. No nos compete señalar el medio que deba adoptarse entre los infinitos que se han propuesto, ya por los amigos, ya por los adversarios de la reforma española: cúmplenos decir únicamente que el clero por la índole de las funciones que desempeña debe ser colocado en un rango, si no superior, igual por lo menos al de las demás magistraturas sociales. El clero desde el punto en que se halle en la indigencia no puede cumplir la misión de caridad, enseñanza y moralización que le está encomendada sobre la tierra, ni conservar a los ojos del pueblo el aprecio y respetuosa consideración que ha menester para el alto ejercicio de sus funciones. No profesamos la doctrina de que el clero haya de vivir forzosamente independiente de la administración; pero tampoco vacilamos en proclamar [176] la necesidad de que se asegure y garantice su sustento por todos los medios posibles. Preciso es que se ponga término de una vez a esa especie de incompatibilidad que ha querido suponerse entre los intereses del clero y las instituciones modernas, y que llegue a realizarse en esta esfera el principio proclamado por el Santo Padre de armonizar el cristianismo con el espíritu progresivo de los tiempos. Asegurada la subsistencia del clero por el medio más adecuado que se convenga y estipule, pero que le preserve para lo sucesivo de las contingencias que ha sufrido en estos últimos años, no hallamos dificultad para que la Santa Sede apruebe la enajenación de los bienes eclesiásticos como lo ha hecho en otros países.

Cualquiera que sea el modo con que se califique la. enajenación por los hombres de opuestas doctrinas, el establecimiento de un medio seguro y firme de proveer a la manutención del clero español, no podrá menos de ser aceptado por la sede pontificia como una compensación indemnizatoria.

La suerte y condición de los religiosos es otro de los puntos que deben ser objeto principal del futuro concordato, supuesto que las instituciones monásticas han sido las que más han experimentado los efectos de nuestra revolución. Los conventos de los religiosos fueron suprimidos; los de religiosas que se conservan se encuentran atenidos a la caridad pública. No entraremos en la cuestión de la conveniencia de las órdenes monásticas. Sin desconocer que los conventos son siempre el reflejo de las creencias religiosas, y que con diferentes formas aparecen en ciertos períodos de la historia de todos los pueblos, observaremos por lo mismo que su existencia y conservación son el resultado de las circunstancias sociales de [177] cada época. Ni nuestro gobierno ni la Santa Sede desconocerán el espíritu de los tiempos que alcanzamos, y con arreglo a él deben acordar definitivamente la condición de los exclaustrados y la suerte futura de los conventos de religiosas.

La presentación e institución de los obispos es otro de los puntos que no sólo en nuestros días sino en los siglos pasados, ha dado origen a frecuentes altercados entre los pontífices y los reyes. Conviene, pues, al mismo tiempo que se ratifiquen las estipulaciones vigentes sobre el derecho de patronato que compete a la corona española, especificar y aclarar las dudas que han surgido en el particular en esta última época.

Finalmente, debe ser también objeto del nuevo concordato el arreglo de las diócesis u obispados, asimilando la división eclesiástica a la nueva división establecida en el orden civil. Las alteraciones de los siglos han convertido a ciudades opulentas y pobladas en aldeas pobres, desiertas y excéntricamente situadas, en las cuales residen sin embargo algunas sillas episcopales, y el orden, la regularidad y la conveniencia exigen que se haga una nueva división en armonía con los cambios y necesidades sociales. Esta ha sido además la práctica constante de la Iglesia, la cual ha procurado en todas épocas acomodarse a la organización de las sociedades civiles, estableciendo sus primeras dignidades en las poblaciones en que residen las potestades humanas.

Esperamos que estas dificultades se resolverán favorablemente para todos.

Nuestro gobierno no olvidará cuáles son sus derechos y sus deberes, y cuál la entereza y dignidad con que debe presentarse a negociar con el Santo Padre, entereza y dignidad de que dieron ejemplo los Carlos y los Felipes, [178] aquellos monarcas piadosos que tan sublime espectáculo de religiosidad ofrecieron en sus últimos momentos. Pío IX es harto ilustrado para no desconocer toda la diferencia que media entre lo temporal y lo religioso, y para comprender que el cristianismo está muy por encima de todos los cambios políticos y sociales.

Tiempo es ya de que termine este fatal abandono de la iglesia española, y de que se restablezca la armonía que nunca debiera haberse roto entre el representante de la religión católica y la nación más católica del mundo, hoy regenerada por el principio de libertad que es el espíritu mismo del catolicismo.