Filosofía en español 
Filosofía en español

Facundo Goñi, Tratado de las relaciones internacionales de España, Madrid 1848, páginas 139-155

Lección VII
De nuestras relaciones con las Potencias del Norte

sumario.– Objeto de esta lección.– Principios diferentes que han dividido a los pueblos de Europa en los varios períodos de su historia.– División entre las naciones del Norte y las del Mediodía.– Causas de esta división.– Rompimiento de las potencias del Norte con la España.– Política especial de cada una.– Austria.– Se separa de la España en 1823 y en 1833.– El Austria falta a su política tradicional.– Prusia.– Tratado de alianza en 1814.– La Prusia imita la conducta de sus aliadas.– Interés en mantenerse amiga de España.– Rusia.– Tratado de alianza en Veliky-Louky.– La Rusia reconoce nuestra constitución de Cádiz.– Sigue después la política del Austria en la cuestión española.– Las potencias del Norte han sacrificado al principio político intereses muy atendibles.– Su conducta con la España ha sido injusta y vituperable.– La política del Norte acaba.– Conclusión.

señores:

En la lección última nos hemos ocupado de nuestras relaciones con Portugal, terminando el estudio de la política del Mediodía: el orden exige que pasemos ahora a tratar de las naciones del Norte.

Bajo la denominación de potencias del Norte se han comprendido por excelencia en el lenguaje diplomático la Rusia, la Prusia y el Austria. Claro es que si consideramos la posición geográfica de las diferentes naciones europeas, las tres mencionadas pudieran llamarse [140] más bien naciones de Oriente: pero la diplomacia en este punto no ha seguido estrictamente a la geografía, reconociendo únicamente dos grandes porciones en que se han hallado divididos los pueblos de Europa en los últimos tiempos, a saber: el Norte y el Mediodía.

¿Cómo y por qué causas se ha verificado esta división? Ante todo conviene notar que divisiones semejantes las vemos reproducidas siempre en la historia de la asociación europea como en la de todas las asociaciones humanas, cualquiera que sea su índole y su extensión. Y a riesgo de apartarnos demasiado de nuestro objeto, presentaremos algunas indicaciones que sirvan, sin embargo, para explicar el punto que nos ocupa.

La humanidad no vive siempre de una misma idea. En su marcha progresiva a través de los siglos ha menester un principio para cada época nueva y para cada modificación que experimenta. Pero los nuevos principios que aparecen en el mundo, no suelen abrirse paso ni llegar a establecer su dominación sino por medio de luchas contra los antiguos a que se proponen reemplazar. Y como las ideas se resuelven en el terreno práctico en hechos e intereses, de aquí las guerras y contiendas de todo género entre los pueblos.

Siendo esto así, se comprende bien que a cada una de las grandes discordias que han dividido a la Europa, haya presidido un principio, una idea distinta capaz por sí sola de caracterizar cada época. Si fuésemos a examinar bajo este punto de vista la historia de Europa, podríamos distinguir tres períodos muy señalados, en cada uno de los cuales ha existido un principio predominante que ha tenido el privilegio de dividir entre sí a las naciones.

Desde los primeros siglos hasta el XVII el principio [141] que predominó en Europa y que absorbió en sí a todos los demás, fue el principio religioso. En este dilatado período se guerreó comúnmente por el triunfo de una religión o de una secta. Ya se ostentó amenazador el arrianismo, y los pueblos católicos se presentaron a combatirle en los campos de batalla. Ya fueron después los sectarios de Mahoma los que trataban de imponer a los pueblos el dogma del Alcorán, y para abatirlos se movieron guerras entre las naciones. Ya por último llegó la reforma de Lutero, y también tuvo el privilegio de dividir a los estados en amigos y adversarios. De donde resulta que desde la caída del imperio de Occidente hasta el siglo XVII, y más especialmente hasta la paz de Westfalia, el principio predominante sobre todos fue el principio religioso, y que cuando las naciones pusieron en movimiento sus ejércitos, lucharon generalmente para decidir si habían de quedar triunfantes Arrio, Mahoma y Lutero, o si había de prevalecer sobre todos el catolicismo representado por los pontífices.

Pero desde el siglo XVII cambió bajo este punto de vista la faz de Europa. El principio religioso, o sea la idea de la autoridad, perdió su preponderancia. Las naciones, habiendo logrado emanciparse completamente de la tutela pontificia, a la que habían vivido subordinadas por largos años, y entregadas ya por consecuencia a sus propios impulsos, pusieron la vista únicamente a su interés y engrandecimiento particular; resultando de aquí que el principio que produjo desde entonces las guerras y las alianzas, fue el individualismo o sea la tendencia especial de cada una a agrandar en lo posible sus estados. En su consecuencia nació el sistema de equilibrio, sistema muy obvio y general en la historia de las naciones, y que no es otra cosa que la organización del [142] derecho de defensa de los débiles contra los fuertes. Así es, que siempre que una nación trató de aumentar excesivamente sus dominios, las demás se unieran para salir al encuentro de sus designios. Y ésta fue la causa que originó todas las grandes guerras europeas en el segundo período que se prolonga hasta fines del siglo XVIII.

En esta época se verificó otra transformación importante en la política del continente. La revolución francesa proclamó a la faz del mundo que la felicidad de los pueblos no consistía en la religión que se profesase, ni en la mayor o menor extensión de territorio, ni en, su influencia exterior, sino en la constitución de sus gobiernos interiores, en la condición social de los individuos, en el goce de sus derechos naturales. La Francia constituyéndose en apóstol de esta doctrina, y emprendiendo decididamente un sistema de propaganda, amenazó cambiar el orden social de los demás pueblos de Europa. Entonces los monarcas, espantados a vista de este nuevo enemigo que aparecía en la escena, se coligaron para combatirle; y deponiendo ante el peligro común sus animosidades particulares, lucharon unidas contra el dogma revolucionario las naciones católicas y las protestantes, y las poderosas juntamente con las débiles.

Desde esta época el principio común que quedó predominante sobre los demás, fue el principio político, estableciéndose una nueva línea divisoria entre las naciones que se declararon partidarias de un nuevo régimen social y las que se opusieron a esta innovación.

De estas consideraciones se infiere que si en todas las épocas de la historia ha habido división y guerras entre las potencias, siempre ha existido un principio [143] determinante, por cuyo triunfo o derrota han guerreado los pueblos, según que unos hayan abrazado la causa del porvenir, y los otros se hayan declarado conservadores de lo presente.

Esto supuesto, veamos cómo se ha formado en la Europa moderna la división de que hemos hecho mérito. El principio que la divide en teoría, es el principio de libertad, contra el cual han estado resistiendo las naciones del Norte, como que para ellas significa la destrucción de sus intereses, y por cuyo triunfo a su vez militan las del Mediodía.

A poco tiempo de haber aparecido en Francia este principio, la mayor parte de los monarcas se conjuraron contra él, y creyeron haberle extinguido para siempre en el congreso de Viena; pero el principio de libertad no podía quedar vencido sino en la apariencia, destinado como estaba a fecundarse en el porvenir. Y así fue que a vueltas de algunos años, y especialmente con motivo de la revolución francesa de 1830, logró infiltrarse en Bélgica, en Portugal y en España, ganando estas naciones a su causa y echando en ellas raíces sólidas y profundas. Y ya entonces se determinó y consumó en Europa la división conocida hoy entre las potencias del Norte y del Mediodía. Austria, Rusia y Prusia se aunaron más íntimamente entre sí después de la revolución de julio, y a su vez la Inglaterra, Francia, España y Portugal hicieron causa común por medio del tratado de la cuádruple alianza.

La resistencia obstinada de las potencias del Norte, contra la invasión del principio liberal, se explica por la constitución política y social de aquellos pueblos. Aparte del interés personal de sus respectivos monarcas, observamos que aquellas sociedades están organizadas [144] sobre la base de los privilegios de familia, y claro es que las personas que hoy influyen en los destinos públicos, habrán de perder necesariamente su posición y sus preeminencias, cuando las máximas de libertad e igualdad se hayan encarnado en aquellos pueblos.

Explicada la situación política de Europa en el último período que no ha terminado aún, y conocidas las causas que en la región de las ideas y en el terreno de los intereses han creado la división de potencias del Norte y del Mediodía, pasemos ya a hacernos cargo de la política general que han observado las tres potencias del Norte con la España.

Las naciones del Norte han descargado siempre sus iras contra la España moderna, y han sido enemigas constantes de nuestra regeneración política, por más que hayan pretextado en alguna ocasión afecciones dinásticas. Después de haber implorado nuestro auxilio en la lucha contra Napoleón, y reconocido nuestras instituciones decretadas en Cádiz, influyeron sin embargo en su abolición tan pronto como se pacificó la Europa. Cuando en el año 22 habíamos logrado restablecer nuestro régimen liberal, las potencias del Norte acordaron en el congreso de Verona enviar a nuestra península un ejército extranjero, y reponer el gobierno absoluto. Finalmente, en 1833 al apercibirse de que Isabel II simbolizaba la causa de la reforma, menos poderosas ya para enviar soldados a nuestro territorio, porque el tiempo no había pasado en vano para el desarrollo de la causa liberal, se contentaron con romper sus relaciones y retirar sus embajadores de Madrid. Falsamente invocaron el pretexto de la falta de legitimidad del nuevo monarca. Ellas habían guardado silencio al publicarse la pragmática de 1830, por la que se restablecía el antiguo derecho [145] de suceder la corona española abolido por Felipe V, y lo que es más, cuando en junio de 1833 se verificó la ceremonia del reconocimiento de Isabel en presencia de unas cortes convocadas al efecto por Fernando VII, los plenipotenciarios de las tres naciones concurrieron a esta solemnidad, mostrando así aunque implícitamente que reconocían a la heredera del trono. Y sin embargo, a pesar de tan significativos hechos, habiendo fallecido Fernando VII en 29 de setiembre de 1833, los embajadores del Norte declararon que no reconocían a Isabel II, y que en consecuencia se retiraban de Madrid. Pero nótese un contraste singular y extraño que honra poco sin duda la consecuencia y dignidad de aquellos gabinetes. Al mismo tiempo que mostraron las potencias del Norte su marcado desvío hacia la España liberal, reconocieron a los monarcas constitucionales de Francia y de Bélgica, Luis Felipe y Leopoldo; conducta poco noble y que sólo revela debilidad y cobardía. Porque cediendo ante la idea de empeñarse en una lucha con la Francia, cual la habían tenido en tiempos de su primera revolución, sólo sobre la España, de la que nada temían entonces, se atrevieron a descargar todo su enojo.

Expuesta ya la política general de las potencias del Norte, y conocidos los móviles de su conducta, vamos a hacernos cargo de las relaciones que han existido y de los intereses especiales que median entre España y cada uno de aquellos estados.

Austria.

Escasas han sido las relaciones de España con el Austria moderna, y decimos con el Austria moderna, [146] por considerar prolijo e inútil remontarnos a épocas y a circunstancias que han caducado a causa de las diferentes transformaciones por que ha pasado la Europa , y las que ha experimentado más especialmente aquella nación en la última guerra general.

Limitando nuestras observaciones únicamente al siglo presente, no encontramos tratado alguno especial celebrado entre el Austria y España ni sobre intereses políticos, ni sobre intereses mercantiles. Nuestras relaciones asentadas bajo un pie de paz y armonía desde el advenimiento de Fernando VII se han interrumpido, sin embargo, en dos ocasiones que ya dejamos atrás indicadas, la primera en 1823 y la segunda en 1833.

El Austria ha defendido con mas ahínco que ninguna otra potencia de Europa el sistema teocrático y monárquico puro, profesando por consiguiente un odio decidido contra toda innovación.

Esta conducta se explica cumplidamente por su organización política. Si las demás naciones del Norte arriesgaban sus intereses monárquicos y aristocráticos en la lucha con el espíritu de reforma, el Austria arriesgaba su existencia toda. Y en efecto el Austria, propiamente hablando, no puede llamarse una nación, si se entiende por nación una unidad de razas, de idioma y de carácter. El Austria es simplemente una casa, una familia dinástica, en cuyo derredor se mantienen agrupados por el artificio y por la violencia pueblos enteramente desemejantes, y destinados a quebrantar su forzada unión tan pronto como sacudan el yugo despótico que les oprime.

Nada más injusto y más violento, como manifestamos en otra lección, que el repartimiento de nacionalidades verificado en el congreso de Viena. Pero entre las agregaciones absurdas sancionadas en aquel [147] congreso, ninguna más absurda que la que constituyó el imperio austríaco, y que en realidad no fue otra cosa que un conjunto de pueblos diversos y elementos heterogéneos, sin lazos de afinidad ni base moral alguna. De aquí la forzosa debilidad interior del Austria, por la que se explica bien su política exterior.

Concretándonos a observar su conducta con la España, encontraremos en ella reflejado el pensamiento de resistencia tenaz a la reforma. Y debe advertirse que el Austria es la nación que ha determinado la política de sus dos aliadas para con nosotros. Porque como quiera que en otras cuestiones europeas haya prevalecido el voto de la Rusia o de la Prusia, en punto a la cuestión española ha sido el Austria la que ha dirigido especialmente y arrastrado en pos de sí a las demás.

Así en 1820, a vista del cambio de instituciones que había tenido lugar en España y de la revolución que agitaba a la península italiana, el Austria promovió la reunión del congreso de Verona, en que los soberanos de la santa alianza acordaron acabar con los gobiernos liberales; y en enero de 1823, no habiendo sido aceptadas por nuestro gabinete las notas transmitidas por los plenipotenciarios del congreso de Verona, el Austria influyó principalmente para que sus aliadas retirasen los embajadores de la corte de Madrid , viniendo en pos la invasión del duque de Angulema.

Restablecido ya en España el régimen absoluto, volvieron a anudarse nuestras relaciones con el Austria, habiendo continuado pacíficamente hasta el año 1833, en que, por los motivos que poco antes hemos expuesto, se retiró su embajador en unión con los de Rusia [148] y Prusia, sin que hasta el día se hayan restablecido nuestras relaciones. Es de notar aquí que el Austria, al declararse enemiga de la España moderna, tuvo que renunciar a una de las aspiraciones que más la habían halagado en su política con nuestra nación.

El Austria, cuyos engrandecimientos territoriales se han debido generalmente a los enlaces de sus archiduques; el Austria, de quien se ha dicho

Bella gerant alii, tu, felix Austria, nube,

y que en su política para con la España no había perdido jamás de vista en estos dos últimos siglos la unión de su dinastía con la española como medio de influencia, faltó sin duda a su propio sistema al declararse partidaria de la ley Sálica, y al romper con la España en unas circunstancias en que el trono se hallaba ocupado por una niña. Que el pensamiento fijo del Austria haya sido enlazar con nuestra dinastía uno de los príncipes de su casa, no sólo lo revela su conducta ostensible y perseverante en los tiempos anteriores, sino que lo ha expresado repetidas veces su gabinete en documentos diplomáticos.

En un despacho dirigido por Meternich al embajador austríaco residente en Madrid en 26 de noviembre de 1822, decía el príncipe entre otras cosas: «La casa de Austria no tiene más que volver los ojos a su propia historia para hallar en ella los más poderosos motivos de adhesión y benevolencia hacia una nación que puede recordar con noble orgullo aquellos siglos de gloriosa memoria, durante los cuales el sol no se ocultaba a sus dominios».

Esto quería significar, según la interpretación de [149] Chateaubriand en su Congreso de Verona: «¡Erais tan felices, tan poderosos, bajo nuestra dominación...!! ¡volvednos a tomar!». Pero en el ánimo de Meternich debieron pesar más otras consideraciones, cuando en 1833 rompió resueltamente con su política tradicional.

Preciso es confesar, sin embargo, que no tiene justificación alguna posible el presuntuoso desdén con que el gabinete austríaco ha afectado mirar a la nación española, al abandonarla como un espectáculo de escarmiento para los demás pueblos europeos. Si nos fuera lícito gozarnos en una expiación providencial, hartos motivos nos ofrecería la revolución que en estos momentos está echando por tierra aquel artificioso imperio, tan tiránicamente creado y sostenido. La política representada por el Austria ha muerto en el mundo, y aquel pueblo se verá forzado a entrar en el nuevo camino por donde marchan las naciones modernas.

Prusia.

La Prusia es, entre las del Norte, la nación más adelantada. En civilización aventaja muchos años al colosal imperio ruso; en liberalismo y progresos sociales ha dejado muy atrás á la siempre inmóvil y estacionaria Austria. Por eso los pueblos prusianos tienen delante de sí un porvenir muy ancho y fecundo, y están destinados a llevar la bandera del progreso en el Norte de Europa.

En cuanto a las relaciones particulares de España con la Prusia, sólo conocemos un tratado de paz y amistad celebrado en Basilea en 20 de enero de 1814. El objeto principal de este tratado fue estrechar los vínculos [150] de ambas potencias en medio de aquella conflagración europea en que debían luchar juntas y de común acuerdo contra el poder de Napoleón. Bajo el imperio de tan críticas circunstancias la Prusia reconoció la regencia española elegida por las cortes de Cádiz según la constitución sancionada por las mismas. Pero ya cuando hubo pasado el peligro general que en aquellos años amenazó a los monarcas de Europa, la Prusia obró como sus aliadas, votando en 1822 contra nuestras instituciones restablecidas, y retirando su embajador de nuestra corte a la muerte de Femando VII. Y sin embargo, la Prusia tenía interés muy especial en mantener estrechas relaciones con la España, atendida la posición geográfica y política respectivamente de cada una; porque interpuesta entre las dos la Francia con sus tendencias invasoras, importaba a entrambas permanecer unidas para refrenar a su común adversario. Y no es este un interés pasajero y de momento. Las aspiraciones constantes de la Francia, inspiradas por la misma geografía, han sido siempre mantener bajo de su tutela a la España, haciendo que desaparezca políticamente la barrera de los Pirineos, y por otra parte engrandecer su territorio hasta las márgenes del Rhin. Por lo mismo, pues, la política natural de la Prusia y de la España les aconsejaba vivir unidas y aliadas para combatir los designios de la Francia en sus dos opuestas fronteras.

Hay también, sobre estas razones políticas, razones comerciales que exigían la unión y estrecha amistad de ambos pueblos. La Prusia, que además de su dilatado litoral en el mar Báltico tiene la navegación del Rhin, ha menester, para fomentar su comercio y su industria, del cambio de nuestros productos peninsulares y coloniales, cambio de que por otra parte reportaríamos nosotros [151] grandes ventajas. Mas a pesar de tan atendibles intereses, la Prusia, fiel a la política de sus aliadas, se ha mantenido desviada de nosotros con grave y recíproco perjuicio. Al fin la fuerza y la lógica de los sucesos acaba de obligarla a restablecer unas relaciones que nunca debieron haberse interrumpido.

Rusia.

En cuanto a la Rusia, no ha mantenido relaciones estrechas ni frecuentes con la España, ya a causa de su distancia respectiva, ya por la falta de intereses recíprocos. Por otra parte, las relaciones exteriores de aquella nación apenas van mas allá del último siglo, como quiera que la Rusia no cuenta muy largo tiempo de vida diplomática.

Dos tratados políticos especiales ha celebrado la España con la Rusia. El primero se concluyó en París el 4 de octubre de 1801, y tuvo por objeto establecer la buena inteligencia y armonía entre ambos pueblos, a cuyo fin se pactó en el articulo 2.º que las dos cortes nombraran ministros que residiesen cerca de los respectivos soberanos, para mantener y cultivar la paz y amistad entre ambas naciones.

En 1812, y con fecha 20 de julio, se concluyó en Veliky-Louky un segundo tratado de amistad, unión y alianza, habiendo sido ocasionado por la lucha pendiente contra Napoleón. Así es que en el artículo 2.º declaran ambas partes contratantes la más firme intención de hacer una guerra vigorosa al emperador de los franceses, su enemigo común, según el texto literal. Pero lo más notable en el tratado de que nos ocupamos es la declaración que en el artículo 3.º hizo el emperador de todas [152] las Rusias, manifestando que reconocía por legitimas las cortes generales y extraordinarias reunidas en Cádiz, como también la constitución que aquellas habían decretado y sancionado.

Tales son los únicos tratados celebrados con la Rusia, prescindiendo, como debemos prescindir, de dos convenios particulares relativos a la venta de una escuadra que nos hizo el gabinete ruso en 1817. Por lo demás, la conducta política de la Rusia para con la España queda ya indicada, puesto que ha seguido inseparablemente al Austria en todas las cuestiones españolas.

Parece, pues, excusado repetir que rompió con la corte de Madrid en 1823, y que por igual motivo se separó de nosotros en 1833. No era la Rusia seguramente la más interesada entre las potencias del Norte en conservar amistad y buena correspondencia con la España, si prescindimos del interés común que afectaba a sus aliadas en no dejar a la península ibérica abandonada a sus rivales del Mediodía; pero si bajo el punto de vista del interés positivo, único que ha tenido valor a los ojos de la diplomacia, no podríamos censurar la conducta del gabinete ruso, bajo el punto de vista de la consecuencia, de la gratitud, de los deberes morales, hallaríamos demasiados motivos para las más duras calificaciones.

La Rusia, como dejamos dicho, reconoció por un tratado solemne las cortes de Cádiz y la constitución del año 12, y el emperador Alejandro mostró en ocasiones repetidas una adhesión demasiado marcada para no ser sincera, en favor del sistema constitucional. Él en su proclama de Varsovia, dirigida a los ejércitos rusos con fecha 13 de febrero de 1815, les exhortaba a que imitasen el heroísmo de los castellanos en defensa de su libertad: [153] él hizo que su corte asistiese solemnemente a la ceremonia con que la legión española, titulada Imperial Alejandro, juró sobre el Neva la constitución de Cádiz; y por último, podríamos citar un célebre y curioso diálogo que tuvo lugar en San Petersburgo entre nuestro enviado y el emperador en ocasión de habérsele presentado el cuerpo diplomático después de su regreso de la campaña. El emperador Alejandro, ocupándose del decreto por el que Fernando VII había abolido la constitución de Cádiz, calificó este paso del monarca español de «conducta abominable y acto insigne de ingratitud para con su pueblo».– Sin embargo, el mismo que así se expresaba, acordó pocos años después una invasión extranjera para abolir nuestra constitución restablecida. Pero ¿a qué tratar de juzgar la conducta de aquellas naciones a otra luz que a la luz del más interesado egoísmo? Cuando el emperador Alejandro manifestaba simpatías por nuestras instituciones liberales, necesitaba lisonjear a los españoles, cuyo auxilio en la lucha contra Napoleón tenía la importancia merecida a los ojos del autócrata; pero disipada la tormenta, no había por qué ser justo ni consecuente.

El actual emperador Nicolás, que sucedió a Alejandro en 1825, ha sido, como es natural, heredero de su política; y a la verdad, el Zar debe temblar por la suerte de sus inmensos estados para el día fatal e inevitable en que penetre en ellos el espíritu de libertad.

Tal ha sido, señores, la política especial de cada una de las potencias del Norte respecto a la España. Por donde se ve que, atentas únicamente a contrarrestar los progresos del principio liberal, han postergado ante esta consideración todos los demás intereses especiales [154] que les aconsejaban su alianza con nosotros. Pero la circunstancia de haber abandonado a la España liberal al tiempo mismo que reconocían a la Francia y a la Bélgica, hace altamente vituperable su conducta, supuesto que revela el egoísmo cobarde de quien sólo se atreve a mostrar su animosidad con un adversario débil.

Por lo demás, el entredicho que sobre nosotros fulminaron las potencias del Norte, sin ser para ellas provechoso, ha sido fatal sin duda alguna a nuestros intereses internacionales. Abandonados por el Norte, quedamos naturalmente a merced de nuestras dos aliadas más poderosas del Mediodía, la Francia y la Inglaterra. Y en esta situación nos sería siempre harto difícil salir de nuestro abatimiento, porque necesitando antes de todo disfrutar verdadera independencia, no podíamos tenerla mientras estuviésemos sometidos al protectorado único de dos naciones interesadas en debilitarnos. En vano era intentar un sistema de neutralidad entre la Francia y la Inglaterra. Débiles como somos en medio de estas dos fuertes naciones, necesitábamos un apoyo que estuviese fuera del círculo de su política.

Afortunadamente los acontecimientos se precipitan en Europa con más celeridad que pudiera imaginarse, y un nuevo y dilatado horizonte se abre a nuestras esperanzas. La política del Norte, que no era otra cosa que la resistencia contra el espíritu de los tiempos, ha recibido el último golpe y sufrido la última derrota. Aquellos altaneros monarcas, que se creían dominadores perpetuos y que miraban con desdén a las naciones extrañas, no han podido resistir a la revolución dentro de su propia casa. La España puede gloriarse de no haber mendigado jamás su amistad, y de no haber sacrificado a su enojo [155] en un ápice sus derechos y sus instituciones. En los nuevos acontecimientos que se preparan, en la nueva organización política que necesariamente ha de reemplazar a la actual que por todas partes se disuelve, la España debe estar prevenida para ocupar entre las naciones el puesto que dignamente le corresponde, y para contraer alianzas y entablar las relaciones políticas y comerciales que le aconsejan sus propios intereses.