☜Vidal Peña, El materialismo de Espinosa 1974 0 · 1 · 2 · 3 · 4 · 5 · 6 · 7 ☞
Capítulo 1
Consideraciones en torno a método y fuentes
El tema de nuestro trabajo conlleva, en cierto modo, una apreciación del sentido de la filosofía de Spinoza en su conjunto, aunque su enunciado se refiera al aspecto, al parecer particular, de la Ontología. En la ingente bibliografía sobre Spinoza{1} –como, en general, ocurre con cualquier clásico– tales «visiones de conjunto» más bien sobreabundan, hasta el punto de que podría merecer, a priori, un justificado recelo el intento de ofrecer «una visión más» que no hubiera sido ya desarrollada; las posibilidades de combinar y recombinar los filosofemas spinozianos serían, sin duda, finitas. Y, ciertamente, sería excesivamente pretenciosa la promesa de «originalidad» al principio de un trabajo sobre Spinoza. Nuestro designio no es el de presentar algo inaudito, sino más bien el de articular interpretaciones, muchas veces ya dadas, de la filosofía spinoziana (aunque algunas de esas interpretaciones habrán de ser, sin duda, más o menos modificadas, en virtud de las exigencias de nuestra propia posición), en una perspectiva de conjunto que, conectándolas de cierta manera, les confiere una especial significación.
Digamos en seguida, para evitar malentendidos, que con ello no pretendemos –como a primera vista podría parecer– algo así como un sincretismo interpretativo, de carácter más bien ecléctico. Muy al contrario, se trataría de aplicar al pensamiento de Spinoza un modelo ontológico, que denominaremos el modelo del «Materialismo Filosófico» (y cuyo desarrollo reservamos para el siguiente capítulo). Ahora bien: la significación del uso de dicho modelo, según pretendemos, no se agota en su mera ejecución «formal»: digamos, en la constatación puntual de correspondencias entre los elementos del modelo y los del sistema filosófico considerado: Spinoza, en este caso. La ejecución de semejante proyecto, con el rigor posible, es, sin duda, un trámite inexcusable, y, por sí misma, puede constituir un objetivo autónomo de investigación. Pero, además de eso, lo característico del modelo en cuestión es que él mismo constituye una teoría acerca del «Materialismo Filosófico»; una doctrina que pretende exhibir verdades (y ya no sólo «puntos de referencia»). Pero, a su vez, como ulteriormente se verá, dicha pretensión de verdad de la [14] teoría (aunque ésta pueda ser presentada como el fruto de una, construcción conceptual, en principio independiente, en cuanto tal construcción, de sus aplicaciones a un material histórico) es, en definitiva, indisociable de su verificación histórica. Para decirlo rápidamente: la interpretación de la Ontología de Spinoza como «Materialismo Filosófico» (interpretación que incluye la posibilidad de aplicar el modelo en cuestión al pensamiento spinoziano) significaría, no ya solo una «reexposición sistemática» de Spinoza, cuyo valor heurístico podría estimarse, por ejemplo, en términos de simplicidad, coherencia, plausible reordenación del material conceptual spinozista, &c., sino una manifestación concreta –una entre otras posibles– de la verdad de la doctrina del «Materialismo filosófico», en general. Vamos a aclarar un poco las perspectivas, desde el punto de vista de la disciplina «Historia de los sistemas filosóficos» (dentro de cuyos límites desea situarse, «académicamente», este trabajo), en las cuales nos instalamos, y en cuya virtud estimamos por lo menos plausible la realización de un proyecto como el que acabamos de mencionar. Nuestras observaciones, en este punto, tendrán, en todo caso, el valor de simples indicaciones generales.
Podemos distinguir dos vías de aproximación a la historia de los sistemas filosóficos, documentables en la tradición de la disciplina (y, desde luego, conectadas con fenómenos de la historia del pensamiento de alcance más general). Las llamaremos, respectivamente, la vía tipológica y la vía funcional. No vamos a detenernos ahora en un análisis minucioso de cada una de ellas. Solo algunas indicaciones, más bien denotativas.
1) A la vía que llamamos tipológica correspondería una actitud predominantemente taxonómica ante los sistemas filosóficos. El ejercicio de esa actitud conllevaría el establecimiento de una tipología de sistemas, mediante el uso de los «géneros porfirianos», y la consiguiente noción de «distributividad». Una útil referencia histórica, que coordinaría esta vía con otros sectores del pensamiento, podría venir dada por la taxonomía de las especies, de Linneo. En un plano intemporal –que excluye el orden secuencial entre los elementos clasificados– las especies –aquí los sistemas– aparecen definidas «de una vez por todas» («hay tantas especies como Dios creó al principio del Mundo»), de acuerdo con conjuntos de rasgos de los que participan distributivamente los miembros de cada una. Ante un individuo dado, la tarea consiste en incluirlo dentro de la clase distributiva correspondiente. Pero los sistemas permanecen cerrados: no dicen relación, ni a otras clases de sistemas ni, propiamente, a los demás sistemas de la misma clase: la cohesión entre ellos se opera por la aplicación extrínseca (ya sea fruto de una deducción apriorística de rasgos, ya de una inducción de los mismos a partir del material histórico) de las notas que constituyen el género. No hay instrumentación operatoria que haga posible el paso de uno a otro.
El tipo, ciertamente, puede ser concebido por lo menos de dos maneras: ya sea como clase a la que pertenecen distintos sistemas («sistema» es aquí el conjunto de pensamientos de un autor), ya sea como conjunto de rasgos [15] extraídos de los distintos autores, cuyos sistemas resultan así fraccionados por su pertenencia a diversos tipos o formas de pensamiento. En la primera manera de constitución del tipo podríamos recordar los Typen der Weltanschauungen de Dilthey (que, aunque incluyen más cosas que la filosofía, son también una clasificación de las filosofías){2}; en la segunda manera, por ejemplo, las Denkformen de Leisegang{3}. Pero, en ambos casos, lo esencial es que los tipos, configurados de uno u otro modo, permanecen incomunicados. «Materialismo y ateísmo, misticismo y panteísmo, idealismo y teísmo se repiten y presentan siempre la misma estructura.»{4} La actitud clasificatoria reitera, a fin de cuentas, y con diversas modulaciones, la posición de su precursor, De Gérando{5}.
2) A la vía que llamamos funcional correspondería lo que podríamos llamar una actitud «evolucionista» (no taxonómica), que utilizaría más bien la noción de «géneros combinatorios» (no «porfirianos») y, consiguientemente, llevaría incorporada la Idea de transformación. «Idea» –decimos– de transformación que, si bien es cierto que puede positivizarse (y la exigencia de una tal positivización suele acompañar a las pretensiones de un estructuralismo que se quiere «estrictamente científico»){6}, determinándose en precisas estructuras lógico-matemáticas –como el «grupo», por ejemplo–, no es menos cierto que no se agota en, o no se reduce a, esa precisa y concreta expresión formal. Más bien recorre distintas precisas expresiones formales, sin reducirse a ninguna «definitiva», porque ningún uso categorial de la Idea de transformación –solidaria de la de estructura– puede reducir lo que es una Idea de otro nivel: precisamente el trascendental,{7} ante el cual la positivización rigurosa, cuando se adopta como requisito sine qua non del uso «racional» de la Idea, representa una excesiva restricción de la «racionalidad» (otra cosa es, por supuesto, el rendimiento científico categorial que la positivización estricta de la noción pueda ofrecer).
Decimos todo esto porque, cuando hablamos de esta segunda vía «evolucionista», no quisiéramos sobreentenderla como reducida a la aplicación de un «método estructuralista» categorial, y solo como reducida a eso. Asociamos a ella más cosas –pongamos por caso– que el uso positivo de la idea de «grupo de transformación». Frente al ejemplo de la taxonomía de Linneo que dábamos para la vía anterior, propondríamos ahora el de la Teoría de la Evolución: las especies fijas quedan «rotas» por la transformación de unas en otras. Lo que se aplica al estudio de los sistemas filosóficos no es ya un «tipo» estático, sino un modelo al que se atribuyen rasgos funcionales (de ahí la denominación de esta segunda vía) en cuya virtud queda, precisamente, abierta la conexión entre los sistemas. El modelo asume el papel de la característica de una función, donde el campo de variabilidad viene representado por los sistemas históricamente dados. La posición del modelo no es, pues, la de un género cuyas especies sean los sistemas, en el sentido del universal «participado» por los singulares, sino la de una relación constante entre variables. Se trata de una idea similar a la de «invariante en la transformación». [16] Aludimos aquí a esta idea en su nivel más general, sin comprometernos –insistimos– con ninguna ejecución positiva de la misma. Podemos aclarar nuestra postura recordando que si el desarrollo matemático de la idea de «función» obedece al problema de la representación del devenir,{8} ello significaría que la representación se mueve en los marcos del problema, pero no que lo agota, qua tale representación positiva{9}.
La introducción de una conexión «abierta» entre los sistemas filosóficos (que no da tipos, sino que los enlaza en la consideración de sus transformaciones) fue, como generalmente se reconoce, la obra de Hegel, y también –desde otra perspectiva– la de Comte{10}. Ciertamente, el reproche usual que se dirige a tales historias de la filosofía, pautadas por una cierta filosofía de la historia, es el de conectar los sistemas ajenos ad maiorem gloriam del propio, hacia el que los demás se ordenan. Independientemente del mérito o demérito que haya en eso, lo cierto es que la pauta del sistema propio introduce la posibilidad de explicar la transformación de los ajenos (en un sentido similar se expresó Marx al afirmar que «la anatomía del hombre es una clave para la anatomía del mono»){11} y, por tanto, inaugura la consideración «funcional» a que aquí estamos refiriéndonos{12}. De un modo todavía más general, podríamos aludir también como un remoto –pero todavía muy definitorio– marco de referencia de la problemática «funcional», versus la «tipológica», a las palabras de Kant en su Arquitectónica de la Razón pura; concretamente, al momento en que Kant establece su poderosa distinción entre el esquema que instaura un sistema como «unidad técnica» (technische Einheit), y el esquema que organiza el sistema como «unidad arquitectónica» (architektonische Einheit){13}. Pero seguir la pista de todos estos planteamientos, de un modo riguroso y al pormenor, escapa a nuestras intenciones actuales. Desde un punto de vista puramente «académico» podríamos decir, incluso, que este trabajo podría ser presentado (y académicamente justificado) como consistiendo nada más que en una «unidad técnica», por seguir la terminología kantiana. Pero queríamos indicar qué consideraciones se mueven en su trasfondo. No son ajenas a este –por dar de pasada alguna otra referencia– intentos como el de Cassirer (donde la conexión sujeto-objeto, entendida como funcional, organiza el vasto campo del desarrollo histórico de la filosofía){14}; y, en la constelación de ideas en que esta vía funcional se mueve, podríamos aludir también a la idea de transformaciones proyectivas (pues los diversos sistemas se «deforman» de un modo legal, que mantiene su conexión). La inspiración que anima al célebre tema goethiano de la Urform (en cuanto se opone a la «tipología» –sin negar el papel de esta– como responsable de la erección de impenetrables barreras entre los seres){15}, o la que inspira, en un sentido semejante, doctrinas como la de la «vértebra-tipo» de Oken{16}, podrían servir de llamativas asociaciones, biológica y anatómica, de esta constelación, evolucionista y funcional, de ideas.
En los marcos generales de esta segunda vía nos movemos. Naturalmente, la dimensión transformativa que ella implica hace que la aplicación del esquema –del «Materialismo Filosófico»– que vamos a utilizar en el caso de Spinoza [17] no pueda considerarse agotada con este solo caso. Como precisaremos más adelante, dicho esquema o modelo solo encuentra su cabal ejecución al ser utilizado en más casos. El «Materialismo Filosófico» (definido, como veremos, de cierta manera, y singularmente en los marcos ontológicos de la oposición clásica «Ontología general» / «Ontología especial», entendida de cierto modo) es considerado como un tipo de pensamiento genuinamente filosófico y, por consiguiente, tanto como la construcción de sus rasgos, importa considerar la efectividad histórica de semejante tipo de pensamiento que, bajo diversas formas, se supone ha tenido que darse en la tradición filosófica. El estudio que aquí abordamos es, pues, una verificación parcial de la efectividad histórica a que nos referimos; tenemos que poner en correspondencia los rasgos esenciales del modelo con rasgos de la filosofía de Spinoza. Ello, por supuesto, no implica que la filosofía de Spinoza quede agotada, recogida en su íntegra riqueza, por la mera aplicación del modelo. Pero sí aspiramos a que los resultados sean lo bastante significativos como para pretender que aspectos enteramente esenciales del pensamiento spinozista quedan ordenados de una manera sistemática; y, como es natural, es necesaria, en todo caso, mediante la oportuna exhibición de los textos spinozianos pertinentes, la justificación de la plausibilidad de la aplicación del modelo.
Se trata, en definitiva, de reinterpretar a Spinoza, aunque sin olvidar que Spinoza constituye un caso entre otros posibles, en los que la aplicación del modelo podría revelar –con las oportunas modificaciones– la existencia de unas constantes «materialistas» en el sentido que expondremos, así como podría dar cuenta, desde el interior del propio modelo, de las desviaciones históricas de dichas constantes. Nuestro actual proyecto se encuadra, pues, en un proyecto general que atañe a la historia de los sistemas filosóficos. Pero Spinoza, aun siendo un caso, es un caso eminente. Eminente porque, según pensamos, el modelo se le aplica con una especial eficacia; porque, por decirlo rápidamente, constituiría un caso «muy puro» de lo que aquí consideramos «Materialismo Filosófico», tanto que resulta difícil no tenerlo a la vista (aunque sea de una forma sumaria, y en espera de ulteriores precisiones que solo el más detenido estudio de los textos puede ofrecer) en el momento, precisamente, de la elaboración del modelo.
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Declarar, de entrada, que va a interpretarse a Spinoza en algo así como un sentido «materialista» puede suscitar la sospecha de si, a fin de cuentas, no irá a incluírsele dentro de una rúbrica que tiene ya su propia tradición exegética, en la bibliografía spinoziana. Ignorar esa tradición –u otras– sería, sin duda, absurdo. Pero desde ahora conviene advertir que nuestra versión de Spinoza no se acoge, ni mucho menos, simpliciter, a dicha tradición «materialista». Existen bastantes características en el modelo utilizado por nosotros que se apartan decididamente de lo que esa tradición –en líneas generales– [18] ha estado dispuesta a considerar «materialismo», y no ya solo en Spinoza, sino en general.{17}
Pero, antes de polemizar con esa tradición, o con otras que partan, en su interpretación de Spinoza, de supuestos asimismo «doctrinales» (esto es, que consideren la filosofía de Spinoza desde esquemas que son, a la vez, y por así decirlo, «instancias judiciales») vamos a criticar, en este capítulo, ciertas aproximaciones metodológicas a Spinoza, que no van a ser las nuestras, y que se caracterizan todas ellas, pese a sus diferencias, por no ser, precisamente, interpretaciones «doctrinales». Con ello podremos también disipar algunas posibles ambigüedades, desde el principio.
A) Nuestro estudio no va a orientarse por la vía de una investigación crítico-erudita del pensamiento spinoziano, que atienda, sobre todo, a la conexión de esta con sus fuentes. Una buena razón para no seguir esa vía podría ser la de que carecemos de instrumentos adecuados para una tarea de esa clase. En segundo lugar, puede decirse que, de todas formas, el estudio crítico de las fuentes de Spinoza ha sido hecho ya, y con un elevado nivel de refinamiento académico, a partir del siglo XIX.{18} Cualquier manual de Historia de la Filosofía nos ofrece el panorama de esa tarea crítica{19}, así como el elenco de las diversas posibilidades «clásicas» mantenidas por los estudiosos del spinozismo, en torno al predominio de uno u otro tipo de fuentes más o menos «decisivas» en la génesis del pensamiento de Spinoza.{20} Recordémoslas de pasada: ya fuentes judías –Maimónides, Gersónides, Chasdai Crescas, Abraham ibn Esras, León Hebreo…– (como sostienen, por ejemplo, M. Joël, C. Gebhardt, L. Roth y otros, pero, sobre todos, H. A. Wolfson){21}, ya escolásticas o, en general, cristianas (así Freudenthal o, en parte, Dunin-Borkowski){22}, ya cartesianas (las célebres opiniones de Bayle o Leibniz, o las más modernas de A. Léon, P. Lachièze-Rey o A. Rivaud{23}, aunque las actuales versiones de Spinoza en sentido cartesiano son siempre prudentes y no dejan de notar las diferencias). No han faltado, por supuesto, eclecticismos.{24} Son bien conocidas las vinculaciones, por otra parte, del pensamiento de Spinoza al de Hobbes{25}, o Bruno{26}, e incluso Campanella{27}, o al pensamiento neoplatónico clásico.{28} Tampoco ha faltado la consideración de Spinoza como pensador característicamente portugués, explicable, más que nada, en función de ciertas «esencias portugesas»{29}; e incluso se ha intentado una confirmación en este sentido por la vía de una aproximación –sub quadam specie aeternitatis, sin duda– del pensamiento de Spinoza al de Oliveira Salazar{30}, aunque la fecundidad heurística de dicha vía no parezca excesiva. Como es natural, no damos aquí una bibliografía completa de los estudios crítico-eruditos de fuentes. Como decimos, en este sentido, Spinoza está suficientemente trabajado. Pero hay una tercera razón por la que nuestro método no es este: la de que la interpretación del pensamiento de Spinoza desde el punto de vista de sus fuentes no nos parece adecuada, en cuanto que no recoge, por sí sola, características que nos parecen decisivas en ese pensamiento. Sería ridículo ignorar la importancia de los estudios críticos sobre las fuentes del [19] spinozismo; pero sería erróneo, en nuestra opinión, otorgarles la primacía a la hora de interpretar la significación sistemática de su obra.
Para no hablar en el vacío, refirámonos a un ejemplo eminente de la tendencia a otorgar esa primacía (que traemos aquí a colación como ilustración muy clara de lo que queremos decir en este punto). Se trata de la por otros conceptos extraordinaria –y, desde luego, ya clásica– obra de H. A. Wolfson sobre la filosofía de Spinoza.{31} Según dicho autor, la obra de Spinoza en su conjunto, y señaladamente su punto culminante –la Etica– sólo aparentemente exhibe una trabazón ordine geometrico; en realidad, la Etica de Spinoza es una obra more scholastico rabbinicoque demonstrata{32}. Lo característico del estilo de Spinoza sería la elipsis, la elusividad: pero eso no es el fruto del orden geométrico. La obra de Spinoza respondería a una problemática medieval (a veces de signo aristotélico cristiano, pero las más de ellas bebida en las fuentes judías); esa problemática podría reducirse a un solo propósito de amplio alcance: «to bring to its logical conclussion the reasoning of philosophers throughout history in their effort to reduce the universe to a unified and uniform whole governed by universal and unchangeable laws»{33}. Cada solución de Spinoza –y esto sería lo más característico de la posición de Wolfson– a esos problemas, habría que «explicarla» como si obedeciese a unas preguntas medievales que Spinoza tenía implícitamente in mente, y como si no fuese sino una prolongación –muchas veces, una mera reiteración– de ciertas posibles soluciones, ya medievales, a dichos problemas. De ahí que explicar a Spinoza sea, según Wolfson, explicar sus sobreentendidos (el autor se reduce a sus fuentes medievales), sobreentendidos que prefiguran las propias respuestas spinozistas. Spinoza habría llevado «a sus últimas consecuencias» los planteamientos medievales de ciertos problemas; su filosofía tendría sentido dentro de los marcos técnicos filosóficos elaborados por la filosofía medieval, especialmente la judía.
En esta tarea, la labor de Wolfson es, sin duda, de una perspicacia histórico-crítica abrumadora. Incluso excesiva: Spinoza resulta quedar tan reducido a Maimónides, a Chasdai Crescas, a Gersónides (al propio Aristóteles, muchas veces) que se comprende muy bien que cuando, en el último capítulo de su obra, Wolfson se pregunta «qué es lo que Spinoza aporta de nuevo», tenga dificultades para responder: uno acaba por no entender bien por qué Spinoza posee tan alta relevancia como filósofo moderno{34}. Así, por ejemplo, frente a las interpretaciones que subrayan el método geométrico de Spinoza como esencial al desarrollo de su pensamiento (de este problema tendremos que hablar más adelante), Wolfson sostiene que el método geométrico no es sino otra vez Aristóteles: la misma silogística, en cuanto opuesta a la erística o la dialéctica; premisas verdaderas que son la causa de la conclusión…{35} Asimismo, la negativa de Spinoza a llamar «substancias» a cosas existentes concretas no sería sino una coherente consecuencia de su renuncia, precisamente, a cambiar la noción tradicional de substancia: «lo que es en sí y se concibe por sí»{36}, con lo que la escandalosa Substancia spinoziana se convierte en un concepto «tradicionalista». Esa Substancia, en definitiva, es la misma [20] idea medieval de un summum genus trascendente al Universo; y esa trascendencia –revelada, al parecer, en expresiones como la de ser prior in natura a sus partes, a los modos (los modos, según Wolfson, son «partes» del todo substancial)– estaría en la base de la ulterior afirmación wolfsoniana de la personalidad de la Substancia.
Cuando Spinoza predica la unidad de su substancia, son argumentaciones medievales –según Wolfson– las que tiene en la mente: el dualismo medieval es refutado a través de la insostenibilidad de la teoría de la creación del Mundo, pero esa insostenibilidad, a su vez, estaba ya contenida en argumentaciones medievales: o bien la creación se estimaba incompatible con la inmutabilidad, omnipotencia y benevolencia divinas (y esto habrían sostenido Maimónides, Gersónides y León Hebreo), o bien la creación se estimaba incompatible con la simplicidad de Dios: algo simple solo puede producir lo simple (lo cual era también un tema del neoplatonismo judío); cuando Spinoza se plantea, ya desde el KV, el tema de la imposibilidad de la creación, su crítica se reduciría a la reexposición de esa vieja problemática{37}. Asimismo, la vía por la que se introduce la infinidad de atributos en la Substancia es la clásica via eminentiae medieval de la «suma de perfecciones»: la infinitud de perfecciones significa la eminente realitas de la Substancia.{38} La superación de la antinomia entre la afirmación y la negación de la pluralidad de la Substancia (Substancia una, pero de infinitos atributos), habría sido intentada por Spinoza a través del planteamiento de un problema –el de la esencia y la existencia– que es también característicamente medieval (aunque, desde luego, originado en Aristóteles): «all of Spinoza's statements with regard to the nature of existence in relation to essence reflect the Avicennian and Maimonidean point of view»{39}; el concepto de causa sui habría sido fabricado ad hoc para expresar la íntima unión de esencia y existencia (cuya composición exigiría una causa){40}.
Igualmente, la cognoscibilidad de Dios a través de sus atributos es una idea que obedece a la concepción típicamente medieval de los atributos como «maneras de manifestarse Dios a los hombres»{41}. El problema de la naturaleza «subjetiva» u «objetiva» de los atributos divinos –notoria quaestio disputata de la exégesis spinoziana– se reduciría, desde luego, para Wolfson, a la controversia medieval de los universales, respecto de la cual Spinoza habría seguido una vía nominalista, salvo para el caso del «universal» que sería la Substancia…{42}.
Un momento muy característico en la argumentación de Wolfson es el de su explicación de la «trama del Universo» en el pensamiento de Spinoza. La imagen del Universo sería, en Spinoza, la misma imagen medieval, solo que algo modificada. Habría ciertos elementos no esenciales en la concepción medieval del Universo (Wolfson llama «no esenciales» a la finitud, a la doctrina de las esferas celestes…){43}, rechazados por Spinoza para quedarse con lo «esencial», a saber: la idea de que «God is pure form and hence the material universe did not proceed from him directly»{44}. La modificación que Spinoza introduciría en esa básica visión medieval –una modificación de alguna importancia, ya que consiste en la «materialización» del Dios que era «pura forma»– [21] es explicada por Wolfson en estos curiosos términos: «He shows that if God is pure form, then the interposition of another form between God and the universe will not remove the difficulty of how matter could arise from form by the ordinary process of necessary causality. As an escape from this difficulty he takes the bold step of making the material universe proceed by necessity directly from God, with the inevitable consequence that God himself becomes material…»{45}. La argumentación de Wolfson –creemos– merece un atento examen, que sin duda ha de concluir (véase nuestra nota anterior) que ese diagnóstico de los «marcos medievales de la imagen del Mundo» de Spinoza es una obvia perogrullada no informativa.
Por lo demás, el «Dios material» no sería tampoco cosa nueva; Chasdai casi lo formuló –sostiene Wolfson– en los propios términos de Spinoza: «Dios es el lugar del mundo»{46}. Incluso la doctrina de la Extensión y el Pensamiento, como atributos divinos, es explicada por Wolfson sin aludir para nada a Descartes, y sí a Aristóteles: tal doctrina sería una mera modificación de la aristotélica en torno a la Materia y la Forma, modificación que tendría por objeto acomodar el pensamiento aristotélico a la «materialidad» de Dios; la Extensión spinoziana tendría que ver con la forma corporeitatis medieval{47}.
Hablando del modo infinito mediato que Spinoza menciona explícitamente: la Facies totius universi (Ep. LXIV, a Schuller), Wolfson sostiene, por una parte, el carácter bíblico de esa «representación global del universo»; y, por otra parte, esa representación del Universo como un individuo (según Eth. II, Lemm. 7, post Prop. XIII, Sch.){48} podría reconducirse a los Parsufim de la tradición cabalística («rostros de Dios», en el sentido de «emanaciones de lo infinito»){49}. Acaso sea conveniente subrayar que, casi inmediatamente después de vincular a la Facies con la temática cabalística de los Parsufim, Wolfson aborda el tema de cómo, en Spinoza, los atributos divinos pueden ser concebidos independientemente uno de otro, sin que por eso se introduzca pluralidad en Dios; parece (véase nuestra nota inmediatamente anterior) que la temática de los Parsufim comportaba, precisamente, la imbricación de cada Parsuf en el siguiente –«siguiente», en el orden de la procesión–; si la concepción de la independencia de los atributos es, según el propio Wolfson afirma, una crítica velada de Spinoza a la filosofía medieval{50}, resultaría entonces que habría de quedar comprendido dentro de dicha crítica aquello mismo que Wolfson dice ser «precedente» de la Facies spinoziana…
Por último (pasando por alto otros muchos aspectos de la exposición de Wolfson, que obedecen al mismo patrón metodológico-interpretativo: Spinoza es «respuesta a la filosofía medieval», dentro de unos marcos de soluciones prefiguradas ya por aquella), nos referiremos a una de sus más fuertes afirmaciones (que es, con todo, coherente consecuencia de su propio método): Dios como ser trascendente y consciente. Ciertamente, dentro de la problemática medieval, Dios no suele representarse de otro modo… ergo Spinoza debe también representárselo así. Ciertamente, la inmanencia de la causalidad ha sido prevista por la terminología filosófica medieval{51}, y Spinoza –no hay manera de negarlo– dice que Dios es causa inmanens, no transiens. Pero que [22] Dios no sea causa transiens no querría decir, según Wolfson, que Dios está en las cosas, «como el alma en el cuerpo». He aquí cómo Wolfson explica la incómoda posición del Dios de Spinoza, con la mira puesta en salvar, en la medida de lo posible, su trascendencia: «Proposition XIV of Ethics I, where Spinoza says that all things are in God, and similarly the two Dialogues in the Short Treatise, where he likewise says that all things are in God as parts are in the whole, make it quite clear that the immanence of God does not mean that God is in all things as the soul is in the body, but rather that all things are in God as the less universal is in the more universal (subrayado nuestro) or, to use Spinoza's own expression, as the parts are in the whole. Spinoza's statement that God is the immanent cause of all things is thus not an assertion that God is identical with the aggregate totality of all things; it is only a denial that God is the external and separable and hence immaterial cause of all things»{52}. Y, algo más adelante, añade: «When Spinoza (…) says that all things are in God he means exactly the same thing as when Aristotle says that man exists in animal as a species in a genus.»{53} (subrayado nuestro.) En este sentido, habría en Spinoza dos clases de «todo» (cuya más remota inspiración halla Wolfson en Proclo, con su distinción entre ολοτης χαθ οπαρξιν y ολοτης χαθ αιτιαν{54}: «Dios», como ser que «trasciende» a sus partes (y ese es Dios como «universal», como «género»), y la Facies totius universi, que es la suma («the sum», dice Wolfson) de las partes del universo{55}. Proclo, Aristóteles y la filosofía medieval acaban, pues, por «explicar» a Spinoza –a través de los conceptos de «universal» o «género»– de un modo que, creemos, resulta difícilmente comprensible{56}. No negamos que, efectivamente, pueda tener un sentido la distinción entre esas dos clases de totalidades en Spinoza, pero la inconmensurabilidad entre los seres finitos y ese pretendido «género» (Dios) –véase nota anterior– nos impide entender al Dios spinoziano como «género». Entenderlo así solo puede ser el fruto de un casi increíble prejuicio en favor de las «fuentes» como explicación de Spinoza.
Las sendas extraviadas a que conduce tal concepción se ponen de manifiesto cuando Wolfson empieza a extraer la problemática en ella implícita: a saber, si Dios, al ser mero «género», no será mero ens rationis; para evitarlo, Wolfson recurre a la distinción entre Dios como universal real y los atributos como universales abstractos, lo cual, según creemos, sí es una solución more scholastico demonstrata, en cuanto que no significa sino la reiteración del problema en otros términos, tomando la reiteración por solución: ¿qué es, a su vez, ese «universal real»? Añade aún esta consideración: que Dios es ens rationis, en todo caso, en cuanto concebido, pero real «en sí»{57}, lo cual no ayuda mucho, ya que, supuesto que conocer la esencia divina será, precisamente, concebirla, entonces conocer a Dios sería conocer un ente de razón; y, en general conocer cualquier cosa sería conocer entes de razón, concepción del conocimiento que no creemos sea la de Spinoza, para quien el ens rationis ocupa un lugar inferior en la jerarquía cognoscitiva.{58}
La «explicación» que Wolfson da de la «consciencia» divina –basada en Aristóteles y Maimónides como fuentes de Spinoza– creo revela la definitiva [23] infecundidad de su extremoso método. Dios se contemplaría a sí mismo, como en Aristóteles, pero, también como en Aristóteles y entre los medievales, este conocimiento de sí no implicaría «voluntad», ni propósito. Wolfson recurre, para sostener la conciencia divina, a los célebres textos en los que Spinoza dice que «se dan ideas en Dios», ideas que se dan en el Entendimiento infinito de Dios; Wolfson olvida, simplemente, una cosa: que las ideas del Entendimiento infinito de Dios son ideas que se dan en un modo (pues el Entendimiento, el infinito incluido, es un modo){59}; no son «ideas de Dios» en cuanto «Substancia».
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A lo largo de las últimas notas, y también en el texto, hemos ido mostrando al paso nuestra discrepancia con Wolfson en diversos puntos. Para mostrarla ahora, en general, tras este recorrido por algunas de sus afirmaciones, diremos lo siguiente: buscar la verdad de Spinoza (por así decir) en las fuentes de su pensamiento no nos parece un método aconsejable. Y no se trata solo del problema de detalle de que, en ciertos casos, tales o cuales fuentes aducidas puedan ser históricamente controvertidas. Ni tampoco se trata, desde luego, de que Spinoza no tenga nada que ver con filosofías anteriores: por supuesto que tiene mucho que ver, y muchas de las conexiones que Wolfson (u otros) sacan a la luz están sólidamente establecidas y son muy valiosas. Pero la cuestión es de orden más general: para decirlo brevemente, se trataría de que, en nuestra opinión, no es que Spinoza pueda «reducirse» a pensamientos externos y anteriores al suyo, sino que, supuesto que entre su pensamiento y otros anteriores puedan encontrarse rasgos comunes, eso indicaría la persistencia de ciertas constantes, características de la reflexión filosófica en general, a través de las modificaciones históricas de esa reflexión. «Reducir» a Spinoza a una filosofía more scholastico rabbinicoque demonstrata vendría a significar, en definitiva, en la intención de Wolfson, que la filosofía spinoziana no abandona los marcos «religiosos» que habían inspirado aquel pensamiento: que –por ejemplo– el Dios personal judío sigue inspirándolo. Nuestra posición sería más bien la inversa: si hay rasgos comunes entre la filosofía spinozista y la judío-medieval, no es porque ambas sean «religiosas» (y, desde luego, rechazamos absolutamente la tesis según la cual el Dios de Spinoza es «personal» o «consciente») sino, más bien, porque las filosofias religiosas medievales, dentro de sus componentes religiosos, poseían también componentes, efectivamente, «filosóficos». Ciertamente, no ignoramos que esta manera de ver las cosas puede hacer recaer sobre nuestro método una sospecha similar a la clásicamente dirigida contra los métodos históricos inspirados en una «filosofía de la historia»; también podría decirse, para nuestro caso, que ordenamos los sistemas, o parte de ellos, ad maiorem gloriam de la propia concepción del «materialismo filosófico». De esta especie de acusación intentaremos defendernos más adelante. Queda claro, por el momento, en virtud de qué nos oponemos a concepciones como la de Wolfson. Por otra parte (y, por supuesto, desde nuestra interpretación) la «reducción» de Spinoza [24] al pensamiento medieval deshace la pureza del perfil «materialista filosófico» que, algo más arriba, nos hemos permitido atribuir a priori al pensamiento de Spinoza: aquella reducción no recogería, según nos parece, esenciales novedades de la filosofía spinoziana (una de las cuales, y no la menor, sería la definitiva implantación atea de su pensamiento, aunque la idea de Dios conserve significación filosófica, como veremos, en Spinoza){60}. Lo dicho para Wolfson, a propósito del predominio de las fuentes judías como decisivo para la interpretación de Spinoza, puede extenderse a las demás opiniones a que nos hemos referido: pensamiento escolástico cristiano, neoplatonismo, panteísmo renacentista, o el propio cartesianismo. Conocer esas fuentes es trabajo filológico (y, por cierto, de gran importancia), pero no puede sustituir al punto de vista histórico de los sistemas filosóficos en el que pretendemos colocarnos.
B) Pero, si nuestro método no va a consistir en la reducción interpretativa del pensamiento spinoziano a sus fuentes, entendidas como algo externo y anterior a dicho pensamiento, tampoco podemos adoptar otra clase de método, opuesta a la anterior, y que, si bien es cierto que no se ha practicado con mucha frecuencia, resulta sumamente significativa como caso límite. Se trata, por así llamarla, de una perspectiva interior al pensamiento de Spinoza, que ha sido notoriamente ejercitada en las obras de H. F. Hallett{61}. Los subtítulos de sus obras fundamentales («estudios spinozistas») poseen una significación muy precisa: se trata de ver a Spinoza «desde dentro», en cuanto que el pensamiento spinoziano sería algo así como un prototipo de pensamiento metafísico, e, incluso, de pensamiento metafísico verdadero, sin más. Hallett se autodefine como pensador metafísico –«a pesar de ser inglés», dice, con evidente animosidad contra las corrientes empirista-lógicas y analíticas que ostentarían la representación del pensamiento anglosajón en este siglo{62}. Desde esa posición, Spinoza serviría como «a corrective for the phenomenalism which, in one form or another, prevai1s in our era»{63}. Y Hallett entiende que partir de esa posición metafísica es esencial para comprender a Spinoza, con una comprensión auténtica, es decir «simpatética». Por ello, declara que «I have not been obtrusively precise in distinguishing between the mere ipsissima verba of Spinoza and what is added under demand as speculative exposition (subrayado nuestro) and development»{64}. «Exposición especulativa»: esa es la clave de su método. Las exposiciones «racionalizadoras», «externas» al pensamiento de Spinoza, no darían cuenta, según Hallett, del auténtico sentido de muchas doctrinas del filósofo; por ejemplo –y es un ejemplo eminente–, jamás podrán dar cuenta de la doctrina de la eternidad de la mente humana: para entender la doctrina de la eternidad de la mente humana (que Spinoza desarrolla en el Libro V de la Etica) hay que ser metafísico (vendría a decir Hallett). O, dicho más vigorosamente, para entender a Spinoza hay que ser, de algún modo, spinozista (en un sentido similar a como se ha dicho que para entender a Hegel hay que ser, de algún modo, hegeliano){65}. Las ideas metafísicas de eternidad e infinitud son enteramente [25] esenciales en el pensamiento de Spinoza: ello origina una constante dialéctica «infinitud-finitud», «eternidad-duración», que más que «explicada» por Hallett desde posiciones a cuya luz las declaraciones de Spinoza se iluminen, es «reexpuesta» por él como si su sentido literal fuese, simplemente, su sentido, o es «rellenada en sus lagunas» por declaraciones de «tipo spinozista» del propio Hallett; en esta fiel reexposición o pretendidamente fiel suplencia, Hallett se sirve, muchas veces, para «aclarar» las cuestiones, de metáforas que lo único que hacen es redundar la dificultad de la cuestión. Por poner un ejemplo: cuando Hallett se refiere a la conexión spinozista entre todo y parte (o, como él prefiere decir, entre «macrocosmos» y «microcosmos», como las dos posiciones esenciales de la realidad, en el sistema de Spinoza) utiliza, en el curso de la explicación de esa conexión, expresiones como estas: «I say 'an individual part', for as we have seen the microcosm as an agent is no mere section of a totum, but, as it were, a 'filament' of the invisible 'web' of macrocosmic agency»{66}. Es muy explicable que, ante este tipo de fórmulas, la crítica anglosajona vinculada más o menos con las corrientes «analíticas» haya arremetido contra Hallett; así C. D. Broad, después de alabar el esfuerzo «simpatético» de la interpretación del autor, se lamenta irónicamente de que lo único que echa en falta es alguna razón por la que hubiera que creer, ya en lo que dice Spinoza, ya en lo que dice Hallett mismo{67}; si Hallett comulga con las experiencias metafísicas de Spinoza, esa sería, sin duda, una afortunada circunstancia personal, pero seguramente intransferible, y, por tanto, poco útil como método de explicación, &c., &c.{68} En una vía similar, Ruth L. Saw –pese a haber realizado ella misma una especie de esfuerzo por no negar absolutamente sentido a la metafísica spinoziana{69}– critica también a Hallett por lo que sería un admirable esfuerzo de «identificación con el personaje», olvidándose de la verdad de lo que dice.{70}
Debemos advertir que la crítica «analítica» a Hallett nos merece ciertas cautelas: bajo capa de crítica a una delirante metafísica (de Hallett, o de Spinoza, que resultan últimamente igualados en la crítica) los críticos propendcn a olvidar algunos puntos en que, puestas entre paréntesis sus exageraciones metafísicas, Hallett apunta certeramente a efectivos problemas ontológicos –a los que nos referiremos, y a Hallett a propósito de ellos, más adelante{71}–: citemos solo ahora la cuestión del carácter sistemático de la Facies totius universi{72}, la unidad no-orgánica de la Natura naturata (y sus consiguientes implicaciones a la hora de tratar la importante cuestión del carácter «biológico» del pensamiento «mecánico» de Spinoza…){73}. La crítica analítica tendería a veces, al descalificar a Hallett, a descalificar el pensamiento de Spinoza como metafísico en su conjunto, lo cual no es incoherente con la usual perspectiva anti-histórica que tanto el empirismo lógico como la filosofía analítica han practicado con alguna frecuencia{74}. Pero, pese a estas importantes reservas, debemos también reconocer que las objeciones «analíticas» a Hallett contienen algo verdadero: esa pretensión de asumir la mente de Spinoza es, en definitiva, utópica, y no parece que deba ser ofrecida como el ideal de un método histórico de explicación de un sistema filosófico. En otras palabras, [26] que «ser spinozista» en el siglo XX, y pretender reexponer a Spinoza rellenando sus lagunas mediante la aportación de pensamientos «que Spinoza habría formulado si se hubiera dado cuenta» –tan impregnado se supone el comentarista del propio «espíritu spinoziano»– no es algo que pueda hacerse sin graves peligros, e incluso sin bordear la comicidad. Así como en el primer tipo de método presentado Spinoza quedaba excesivamente «reducido» a otra cosa (y por ello, en algún sentido, «anulado»), en este segundo tipo la verdad de Spinoza es tan autónoma y fervientemente asumida que lo que queda anulado es el sentido histórico, el sentido de la transformación (que incluye, desde luego, constantes). Sin duda, el spinozismo ha podido ser presentado, en ocasiones, como prototipo de actividad filosófica (y nosotros, en cierto modo, no estamos nada lejos de presentarlo así). Bergson pudo enunciar su célebre frase: «todo filósofo tiene dos filosofías: la suya y la de Spinoza»{75}, o Brunschvicg alabar la lección permanente que el «matematismo» de Spinoza da al espíritu moderno{76}, o Friedmann recordar que el «camino de salvación» que la filosofía habría sido para Spinoza es una vía transitable, a través de su hermoso trazado estoico, hasta nuestros días{77}. Incluso la creación de instituciones como la Societas spinozana estaría en la línea del reconocimiento de esa especie de carácter «prototípico» del spinozismo, y consideraría, en algún sentido, su «verdad» (en un sentido que, refiriéndose en concreto a la Societas, Deborin calificó duramente, por cierto, no tanto como prototipo de filosofía cuanto como prototipo de idealismo burgués){78}. Pero, de una u otra forma, «idealismo» o no, los reconocimientos de paternidad filosófica que hayan podido serle reclamados a Spinoza se han venido refiriendo, más bien a actitudes de carácter preponderantemente «moral», o a un entendimiento generalísimo del «método filosófico», no a su concreta doctrina, en su concreto entramado conceptual. Acaso nosotros reclamemos esa «doctrina» (en cierto sentido), más acusadamente que otras muchas posiciones; y, sin embargo, creemos que la autorreclamación de la etiqueta de «spinozista» que Hallett hace está fuera de lugar. Usando términos jurídicos, diríamos que no importa tanto la mens legislatoris (la mente de Spinoza) como la mens legis, de la «ley» de su sistema: una mente impersonal (y, al proceder así, seguimos una remota inspiración spinozista: también es en Spinoza impersonal la mens, en algún importante sentido). Pero esa mens, al ser impersonal, no se cierra sobre sí misma (en el fuero de la conciencia, o en la bóveda del cráneo), ni puede, por tanto, reconstruirse solo desde sí misma, sino en la necesaria conexión de los sistemas filosóficos, legalizados en su variación por el hilo de la problemática ontológica a que más adelante nos referiremos.
C) Acaso un tercer tipo de método parezca más viable, dadas las críticas que acabamos de dirigir al anterior. Y, sin embargo, tampoco va ser el nuestro. Nos referimos al método «estructural» de Martial Gueroult, que Gilles Deleuze{79} ha calificado como el verdadero camino científico en las investigaciones sobre el pensamiento de Spinoza: ese «…méthode structurale-génétique, qu'il [27] (Gueroult) avait élaborée bien avant que le structuralisme s'imposât dans d'autres domaines»{80}. El «método estructuralista» de Gueroult, en su reciente y ya célebre obra sobre Spinoza (cuya publicación íntegra aún no ha sido concluida), acaso beneficiándose de la buena acogida general a los productos «estructuralistas» en los últimos años, ha constituido un auténtico succès de scandale, originando las inevitables polémicas{81}. Reconozcamos de antemano, y ampliamente, que la obra de Gueroult es un estudio magnífico, difícilmente imitable, de la estructura inminente del pensamiento de Spinoza en la parte I de la Etica: el texto aparece desmenuzado y analizado en sus más mínimas conexiones, hasta extremos realmente increíbles de paciente finura. El punto de partida de Gueroult es el de la estricta fidelidad al texto, fidelidad que en Spinoza se carga de especial sentido, teniendo en cuenta que dicho texto progresa ordine geometrico, y que eso –sostiene Gueroult– es esencial para el propio Spinoza. El principio clave del spinozismo sería el del racionalismo absoluto, el de la total inteligibilidad de las cosas. «En conséquence, toute interprétation de l'ensemble de l'Ethique qui réintroduit plus ou moins quelque incompréhensibilité en Dieu et dans les choses est trahison de la doctrine»{82}. La tesis de la total inteligibilidad conllevaría, según Gueroult –entre otras cosas– la consecuencia de que «…aucune connaissance vraie ne pouvant se réaliser hors d'une déduction de type géométrique, toute tentative de comprendre l'Ethique en la dépouillant de sa forme revient à vouloir accéder à la vérité par la négation du procès qui la rend possible…»{83}. La controversia entre la interpretación del método geométrico spinoziano como esencial o como accidental es ya vieja, y a ella tendremos que volver, aunque sea de pasada, más adelante. Pero las implicaciones de la actitud de Gueroult no se limitarían a un simple voto en pro de la interpretación del geometrismo de Spinoza como esencial, sin más. Remachando lo «específicamente estructuralista» de esa actitud, subraya Deleuze en su artículo sobre la obra de Gueroult que «el historiador de la filosofia nunca es un intérprete»; si en Spinoza, y concretamente en la parte de la Etica objeto del análisis de Gueroult, hay una estructura, consistente en un «orden de razones» (un orden de «filosofemas»), ese orden de razones debe ser concebido, si se quiere adoptar un método adecuado, como enteramente independiente de un «contenido oculto». La existencia de un «contenido» distinto de ese orden explícito que el autor ofrece no tiene por qué ser presumida siquiera; y Deleuze –en un estilo bastante característico de los productos lingüísticos intelectuales franceses de los últimos años– concluye afirmando que el orden, que no está oculto, no se «ve» sin embargo fácilmente, porque es «idéntico al hecho de decir», aunque siempre «desviado por lo que se dice», &c.{84} En suma, se trataría de la muy conocida «hipóstasis del fenómeno» (por así llamarla), que acompaña frecuentemente, como declaración filosófica acoplada, a ciertas producciones estructuralistas, hipóstasis del fenómeno que tiene, sin duda, remotos antecedentes, a los que no es ajeno Nietzsche (de quien, como se sabe, es el propio Deleuze uno de los más relevantes comentaristas actuales){85}.
La voluntad de permanecer «en el interior» del sistema de Spinoza no [28] sería, pues, en Gueroult, nada semejante a la «interioridad» que considerábamos para el caso de Hallett, en el apartado anterior. No se trataría de seguir la «mente de Spinoza», reconstruyéndola «como él mismo hubiera hecho» en aquellos tramos en que se produzcan «lagunas» en el sistema. Se trata más bien de que, propiamente, no hay tales lagunas: Spinoza es lo que él dice, y en el orden en que lo dice: «…l'unique voie légitime pour entrer dans la doctrine est de s'associer au processus démonstratif qui seul, selon elle, peut produire la vérité; car, puisque 'les démonstrations sont es yeux de l'Ame', qui les négligerait en les tenant pour subsidiaires, littéralment, crèverait les yeux de son intelligence…»{86}.
Podríamos preguntarnos acerca del alcance de las afirmaciones que acabamos de citar: ¿deben ser tomadas literalmente? Parece que, si su alcance es literal, entonces el resultado del «verdadero método científico» de estudio de la Etica sería, simplemente, el de volver a escribirla, lo cual podría parecer ocioso, salvo que uno adoptase la perspectiva del Menard de Borges, aquel fidelísimo renovador del Quijote{87}. Sin duda, la única manera de penetrar en la doctrina de la Etica es la de seguir el orden de sus demostraciones: si con ello quiere recomendarse que la Etica se lea empezando por el principio, siguiendo a continuación página tras página, y concluyendo por la última, la recomendación es seguramente juiciosa, aunque acaso sería exagerado presentarla como el prototipo de la cientificidad; sería, más bien, una condición de esta, más que un resultado. Una vez que esa recomendación se ha seguido, pueden ocurrir dos cosas: 1ª) que el conjunto de definiciones, axiomas, lemas, postulados, demostraciones… de Spinoza nos parezca enteramente coherente y verdadero, en cuyo caso seremos spinozistas y no hablaremos sobre la Etica, sino que citaremos la Etica, pues contiene la verdad; 2ª) que encontremos que ese «orden de razones» spinozianas, al que deberíamos «asociarnos», no es tal «orden», en cuanto necesaria concatenación de verdades; hallamos incoherencias formales, incompletudes, inadecuación entre las intenciones spinozianas de mantenerse en un terreno estrictamente deductivo y su efectiva apelación a cuestiones de hecho (pongamos por caso)… Es improbable que, pese a ello, demos de lado al pensamiento de Spinoza como si, por ser parcialmente incoherente o contener manifiestas «falsedades», careciese de valor. Podemos, por ejemplo, intentar salvar la coherencia de Spinoza recurriendo a conexiones con otros textos (que, por tanto, ya no pertenecen al explícito «orden de razones» de la Etica), o podemos aventurar una conexión entre diversos textos de la propia Etica que pase por encima de dicho orden explícito. Ciertamente, también podemos renunciar a mantener a toda costa la coherencia, y, simplemente, constatar la incoherencia, aunque tampoco tenemos por qué renunciar a «explicarla», a dar una justificación coherente de la incoherencia: pero para eso tendremos que proceder desde «fuera» del propio texto incoherente. Podemos hacer muchas más cosas. Pero desde que hemos reconocido que el «orden de razones» no es perfecto, no es autosuficiente como orden coherente de razones (que produce verdades: y eso no es desdeñable), entonces hablar de Spinoza y de su Etica no será solo mencionar el orden en cuestión. [29] El crítico «inmanentista» podrá decir que, entonces, empezamos a «traicionar» a Spinoza; que no tenemos por qué interpretarlo, pues ya ha dicho Spinoza lo que quería decir y como quería decirlo. Pero asociarse a Spinoza, de esa suerte, es asociarse a un monólogo; dicho de otro modo, es callarse. Sin duda, Gueroult no ha seguido el camino del silencio –como era de esperar–: las 586 páginas de texto de su obra (que se refiere solo a la primera parte de la Etica) contienen muchas cosas, y, desde luego, son algo más que una reiteración de la Etica misma. Contienen conexiones con otros textos, opiniones en torno a clásicas quaestiones disputatae spinozianas; y, si bien es cierto que salvar la coherencia interna del sistema spinozista es uno de sus objetivos fundamentales, también es cierto que esa coherencia patentizada por Gueroult no puede decirse que se reduzca a la misma coherencia explícita de la Etica: de algún modo, siempre es una coherencia reconstruida, «implícita». En el desarrollo de esa tarea, la obra de Gueroult contiene valiosísimas aportaciones. Lo único que aquí queremos poner en duda es que el valor de dichas aportaciones se deba necesariamente al uso riguroso de un preciso «método estructuralista», en los términos (solo medianamente serios, desde luego) en que hemos aludido más arriba a tal método; y, sobre todo, en los términos en que Deleuze pretende que dicho método, efectivamente, se ejercita. Ciertamente, Gueroult huye de esas «…vues cavalières qui, dans l'éloignement du texte, risquent de laisser toute licence aux interprétations gratuites»{88}, pero ese legítimo escrúpulo filológico viene siendo invocado de siempre por cualquier historiador de la filosofía (aunque los desacuerdos sobre su efectiva práctica sean, por supuesto, constantes, pero es que los textos no son transparentes; si lo fueran, no habría problema); no parece que esa demanda de fidelidad al texto sea una actitud «estructuralista», por sí sola. Lo característicamente estructuralista sería la fidelidad al orden inmanente de las razones; ahí estaría, según declara Gueroult (aunque nos parezca que no lo practique), y según subraya con toda energía Deleuze, la clave del método. Vamos a referirnos a un ejemplo concreto.
Deleuze sostiene que uno de los mayores aciertos de Gueroult vendría representado por su manera de zanjar la vieja polémica acerca del carácter «subjetivo» u «objetivo» de los atributos, en la doctrina de Spinoza, mediante un modo de enfocarla que sería consecuencia directa de su método; de suerte que el método estructuralista revelaría su fertilidad al «resolver definitivamente» cuestiones como esa. Sin duda, una de las interpretaciones más llamativas de Gueroult es la de asignar (siguiendo el texto al pie de la letra), a las ocho primeras proposiciones del libro I de la Etica un carácter categórico, y no hipotético, que es el que muy ordinariamente se les asigna{89}. No es que Spinoza (vendría a decir Gueroult) parta, ex hipothesi, de la consideración de la «Substancia de un solo atributo» (empleando fórmulas como «dos Substancias…», etcétera, que no representan su vocabulario definitivo), para luego elevarse, desde esas hipótesis, al principio «anhipotético» de la unidad de la Substancia, principio que anularía, precisamente, las hipótesis de partida. Tomar como «hipotético» ese fragmento de la Etica –subraya Deleuze– ha servido solo [30] para ir a parar al gigantesco malentendido acerca del carácter subjetivo u objetivo de los atributos de la Substancia: aquellos atributos de los que solo se habla «ex hypothesi» no podría saberse si eran o no realidades… Pero si esas Proposiciones se toman, siguiendo su explícita presentación, como categóricas, entonces la distinción real entre atributos (distinción apoyada en su presentación explícita como substancias de un solo atributo: entre substancias hay distinción real) es la condición «técnica» misma (y no un obstáculo) para poder pasar de un modo técnicamente justificado al concepto de un ser, tanto más rico cuanto más atributos distintos tiene; si no se garantiza previamente que los atributos son realmente distintos, la riqueza, la plenitud de ser de ese Ser no podría haber sido racionalmente presentada. Según Deleuze, Gueroult, al seguir el «orden de las razones» spinozianas, habría dado cuenta de por qué Spinoza tiene que hablar de la «Substancia de un solo atributo» para poder hablar de la «Substancia única» de infinitos atributos; y al hacer eso no «interpretaría» a Spinoza, sino que se ceñiría a la literalidad del propio orden de razones de este.
A primera vista, parece que lo que Deleuze quiere decir es que Gueroult se ha dado cuenta de que, para que la Substancia tenga muchos atributos, tiene efectivamente que tenerlos, ya que, si no los tuviera, no los tendría. Aparentemente, esta contribución al conocimiento profundo de Spinoza (o, mejor dicho, a su conocimiento «superficial», ya que no habría «fondo» en Spinoza) puede parecer menos decisiva de lo que Deleuze pretende. Para hablar con algo menos de frivolidad (ya que, sin duda, Delcuze ha querido dar mayor trascendencia a lo que dice), diremos que eso no es «zanjar» la cuestión de la naturaleza de los atributos, ni la del concepto de Substancia, de ninguna manera. Con decir que la «distinción real» entre Substancias de un solo atributo es la condición para que haya una Substancia realmente compuesta de atributos distintos, no parece que se solucione demasiado; siempre puede volverse a preguntar: si para que la distinción sea «real» tiene que ser entre Substancias (lo cual, como se sabe, significa seguir la terminología cartesiana), entonces, ¿cómo subsiste luego una distinción real en el seno de la única Substancia? ¿Acaso «substancia» significa primero una cosa y luego otra? ¿Por qué Spinoza no ha dicho que «la Substancia se compone de infinitas substancias»? Parece que tendría que haber dicho eso, si sus afirmaciones iniciales acerca de la Substancia de un solo atributo fuesen lo que categóricamente entendía por «Substancia». Ciertamente, estamos de acuerdo sobre el «fondo» de la cuestión en cuanto que nosotros también estimamos (como, por lo demás, casi todo el mundo, y no solo los críticos salvados del error por el «método estructuralista») que Spinoza pretendió considerar a los atributos como entidades reales, independientes de la conciencia, y, no entes de razón. Pero lo que nos resistimos a creer es que esta interpretación «objetivista» del atributo derive del mero «orden de razones» de la Etica. Las ambigüedades de dicho orden subsisten, y no basta con decir que «el orden es el orden» para que se disipen; no porque se reconozca que la distinción real es el trámite técnico filosófico del que se sirve Spinoza para desarrollar su concepto de Substancia, se cancela [31] la equivocidad que dicho término plantea explícitamente. Podría, acaso, cancelarse esa equivocidad diciendo que la noción originaria de «substancia» –una noción claramente cartesiana– de la que Spinoza parte, al desarrollar sus implicaciones, acaba por autodestruirse, transformándose en otra noción; pero esa transformación del concepto de substancia, que implica una efectiva contradicción entre la «substancia única» que después aparece, señoreando el resto de la Etica, no está expresamente recogida en el «orden de las razones»; y ello, porque una contradicción no se representa formalmente, aunque se esté de hecho ejercitando. Claro que interpretar así las cosas supone salirse de la conexión explícita de las razones en la Etica, a irse a ese «fondo» que el crítico inmanentista quiere proscribir.
Acaso, en definitiva, nuestro rechazo de este método (rechazo que, insistamos de nuevo, nada tiene que ver con la minusvaloración del esfuerzo y resultados de la obra de Gueroult) obedezca a que advertimos en él (y, sobre todo, en la extremosa exposición que Deleuze hace de él) algo así como una contemplación de la filosofía de Spinoza desde una perspectiva «estética». «Estética» –decimos– en el sentido en que una importante tradición de pensamiento ha entendido esta palabra, a saber, como «autonomía del orden de lo fenoménico» (esa consideración animó al acuñador del término «estética» como filosofema –Baumgarten{90}– y, aunque no en el mismo sentido, está presente también en el «juicio estético» de Kant{91}; de maneras distintas, persiste hasta nuestros días, ya sea como «filosofía espontánea de los artistas», ya en doctrinas diversas){92}. Spinoza visto, en ese sentido, «estéticamente», sería Spinoza reexpuesto en su inmanente «apariencia» (única realidad). Deleuze lo dice claramente: al negar que la filosofía tenga un contenido distinto de lo que se dice, se desconexiona con una función importante de ella: tratar sobre verdades. Spinoza tendría su «verdad» (diría el crítico inmanentista), que es su sistema, su estructura. Al desconectar así a Spinoza de la «vía de la verdad» en la que, según entendemos, se mueve la historia de la filosofía, al desinteresarse por lo que no sea contemplar a Spinoza como un objeto aislado, fabricado de esta o aquella manera, y acerca del cual no se puede decir más que eso: que está fabricado de tal o cual manera, al «inmanentismo» del orden explícito del téxto acaba, acaso, por sólo poder decir que Spinoza es un objeto «bello» (bien construido). Desde luego, es perfectamente posible considerar así a Spinoza, y la solemne belleza de la Etica ha encontrado siempre admiradores. Pero hemos decidido adoptar otro punto de vista que, al «interpretar» a Spinoza, intenta aproximarlo, de un modo –si se quiere– «parcial e interesado», al parcial e interesado combate histórico de la verdad.
* * *
Hemos criticado tres ejemplos de métodos, y hemos empezado a referirnos a los marcos generales en los que se mueve el nuestro. Naturalmente, la filosofía de Spinoza ha sido interpretada de otras muchas maneras, pero a ellas no consideramos oportuno referirnos ahora. Daremos razones de esta [32] decisión. Puede afirmarse, en general, que la mayor parte de las interpretaciones de Spinoza a que no nos hemos referido son agrupables dentro de un tipo: el de las interpretaciones «doctrinales» de Spinoza. Esto es: aparte de la reducción de Spinoza a algo externo y anterior –sus fuentes– (dentro de cuya vía hemos escogido a Wolfson como ejemplo destacado), de la interpretación «interior» consistente en asumir la «verdad» del spinozismo (la versión de Hallett), y de esa otra interpretación «interior» consistente en ceñirse al «sistema inmanente» de Spinoza (la vía «estructuralista»), las demás aproximaciones a Spinoza –puede decirse.- son las elaboradas desde una cierta posición doctrinal, en principio independiente del spinozismo, que sirve de pauta para reexponer (y, desde luego, para valorar) la propia filosofía de Spinoza. Así, por ejemplo, el subrayado del carácter «idealista» de la filosofía spinoziana, su descripción como «panteísmo», como «misticismo», o como «materialismo» (aparte de otras posibles variedades), son cosas que se hacen desde posiciones idealistas, o religiosas, o materialistas, ya para beneficiarse –como si fuese una aliada– de aquella filosofía, ya para criticarla como adversaria.
Como nuestra exposición es, en buena medida, ella misma «doctrinal», tendremos ocasión, al paso, de discutir en puntos concretos otras versiones asimismo «doctrinales» de Spinoza. Como lo que rechazamos, entonces, de esas interpretaciones, no es el hecho de que sean doctrinales (pues, según entendemos el problema, sólo desde una doctrina pueden exponerse coherentemente pensamientos ajenos) sino el que tales doctrinas no coincidan, más o menos ampliamente, con la nuestra propia, no es oportuno tratar de ellas en este momento, pues no es el método de suyo lo que les objetamos, sino las consecuencias de su concreto ejercicio.
Esta adscripción a una interpretación doctrinal (que está en la línea de nuestra adscripción a la segunda de las maneras más arriba reseñadas de concebir la historia de los sistemas filosóficos) acaso merezca algunas palabras de posible «descargo». En efecto: ya advertíamos, al mencionar a los precursores de la interpretación que llamábamos «funcional» –en concreto, Hegel y Comte– que esa interpretación podía ser acusada de ordenar los sistemas ajenos con arreglo al propio y como confirmación de él, lo que podía ser contemplado como delito de «parcialidad». Esa parcialidad podría perseguirse en cualquiera de las interpretaciones que llamamos «doctrinales», y acaso el mérito que autorreclamarían metodologías como la «estructuralista» sería, más que ningún otro, el de superar la parcialidad e instaurar una perspectiva «neutral» y «estrictamente científica». Ahora bien, nuestra posición es la siguiente: esa neutralidad, o es meramente utópica, o conduce a privar a la filosofía de interés filosófico. Naturalmente, tratar aquí en detalle este problema nos llevaría demasiado lejos: tanto como a exponer, prácticamente, toda una manera de concebir la filosofía; esta cuestión se relaciona con una toma de posición general ante el problema de las relaciones «filosofía-ciencia-ideología» que no cesa, en los últimos tiempos, de ser debatido. Para decirlo del modo más neutro y académico posible –además de breve–: nos acogemos a la posición que clásicamente puede formularse como del «primado de la razón práctica». [33] Entiéndase esto en el sentido según el cual, en Kant, dicho primado de la razón práctica está internamente articulado en la propia exposición de la razón pura; ya que, como es sabido, la exposición de un pensamiento en su forma superior –en forma sistemática, «arquitectónica»– comporta la orientación del sistema conforme a una idea directriz, idea que es, ella misma, no ya un producto académico, sino cósmico (en el sentido de Kant); idea que viene dada –que es «legislada»– en marcos morales{93}. La fecundidad de esos planteamientos kantianos para ulteriores tipos de pensamiento no necesita ser ponderada. Sin poder precisar más por ahora, consideramos entonces que la ordenación de un sistema partiendo del «prejuicio» de una doctrina no es una mera «incorrección» –o lo es solo desde planteamientos cerradamente «escolásticos», en todo caso, que no han hecho su propia autocrítica– y, por lo demás, podemos recordar rápidamente que Spinoza no es ajeno a esa clase de ideas; como veremos, su célebre igualdad «esencia = potencia», o su afirmación del Deseo como «esencia del hombre» permiten también pensar si, en el propio Spinoza (al parecer paradigma de filósofo «especulativo»), la propia especulación no irá subordinada a la «potencia de obrar», lo cual haría pensar que Spinoza ha hecho su «crítica de la razón»… Y ello no es nada gratuito pues, como tendremos ocasión sobrada de manifestar, no consideramos a Spinoza, en absoluto, como un filósofo dogmático.
Ahora bien: si el modelo que vamos a aplicar a la filosofía de Spinoza es, en cuanto modelo de una cierta ontología (el «materialismo filosófico»), algo «doctrinal», hay que decir que, en su aplicación concreta, en este caso, puede funcionar, de algún modo, al margen de esas intenciones doctrinales que están en su trasfondo. Es más: nuestra intención actual es presentarlo más bien como si funcionase, efectivamente, al margen, dado el carácter inevitablemente parcial de su aplicación en este trabajo. La legitimidad académica de nuestra tesis puede salvarse –así esperamos– considerando dicho modelo desde un punto de vista estrictamente heurístico (digamos, como la «unidad técnica», en el sentido kantiano, de que hablábamos más arriba). Por decirlo en otros términos: la conexión entre el modelo ontológico del «materialismo filosófico», por una parte, y el pensamiento de Spinoza, por otra (conexión que a lo largo de este estudio vamos a intentar establecer), aunque puede –y, en nuestra intención última, debe– presentarse en términos de «equivalencía», creemos, sin embargo, que cumple unos mínimos requisitos académicos presentándose –y así lo hará– como «condicional». Lo diríamos así: no es necesario pretender que «si y solo si el modelo es materialismo filosófico, el sistema de Spinoza es materialismo filosófico»; basta con afirmar que «si el esquema o modelo es materialismo filosófico, entonces el sistema de Spinoza lo es». La formulación mínima de nuestra tesis incluye, pues, la posibilidad del salva veritate y, dado el carácter parcial de este trabajo, dicha cautela es muy útil, pues lo que nos está vedado, sin duda, aquí, es exponer in extenso el propio modelo en cuanto «doctrina», y lo único que podremos hacer será ajustarlo a los textos de Spinoza. Pero los marcos de una cierta concepción de la historia de la filosofía (una historia «filosófica» de la filosofía) están sobreentendidos, [34] e importaba aquí aludir a la formulación máxima (o «fuerte») de nuestra tesis, en cuanto indicativa del tipo de pensamiento que la inspira. Pero, académicamente, el modelo puede funcionar –y así funcionará aquí– meramente como «hipotésis».
* * *
Unas rápidas palabras finales, inevitables junto a consideraciones en torno al método, sobre la cuestión de la valoración de las fuentes. Es un tópico de la bibliografía spinoziana el de ofrecer una opinión sobre el valor relativo que, como expresión del pensamiento de Spinoza, poseen sus distintas obras. Naturalmente, acerca de la fuente principal –la Etica– hay completo acuerdo; podrá interpretársela de uno u otro modo –y desde el punto de vista metódico, sobre todo, podrá pensarse que el «método geométrico» es en ella esencial o no– pero nadie duda que en ella puso Spinoza lo mejor de sí mismo. Ninguna de las demás obras está libre, en principio, de puntualizaciones críticas, y pasaremos rápida revista a algunas de ellas.
1) El Breve Tratado sobre Dios, el hombre y su felicidad ha sido, alternativamente, sobre e infravalorado, como auténtico exponente del pensamiento de Spinoza{94}. El hecho de ser obra de juventud, destinada a un círculo de amigos, y simple «borrador» de la Etica ha sido puesto muchas veces de relieve en sentido peyorativo; si bien, en cambio, se subraya su importancia para conocer estadios juveniles del pensamiento de Spinoza (aunque ulteriormente fuesen modificados) y, por tanto, su carácter de fuente de primer orden desde el punto de vista de la génesis de la filosofía spinozista. Pensamos que, puesto que efectivamente se trata de un borrador de la Etica (como muestra su disposición misma: «dios-hombre-salvación»), parece plausible dictaminar de su autenticidad «spinozista» mediante la confrontación de su acuerdo con la Etica en las cuestiones comunes a ambas obras. Ahora bien: si es cierto que hay numerosas concordancias explícitas entre el Spinoza joven y el maduro (concordancias que salen garantes de la fiabilidad de gran parte del Breve Tratado como fuente genuinamente spinozista, además de confirmarnos que, en lo esencial, el pensamiento de Spinoza estuvo hecho desde muy pronto){95}, también es cierto que en el Breve Tratado se dicen cosas que no se dicen en la Etica. ¿Habría simplemente que no prestarle atención, como «no genuinamente spinozistas»? Nuestra posición en este punto es esta: los textos «oscuros» del Breve Tratado (y pensamos sobre todo, porque han de concernirnos especialmente, en los dos Diálogos en él incluidos) poseen un gran interés como datos del proceso de formación del pensamiento de Spinoza, y la forma problemática en que se le planteaban cuestiones que son expuestas después apodícticamente en obras posteriores (y especialmente en la Etica). Baste mencionar el tratamiento titubeante que en esos Diálogos merece la cuestión, importantísima a la hora de analizar el spinozismo, del «todo y las partes». El Breve Tratado, pues, a salvo su parcial oscuridad, e incluso su [35] desconcertante –en ocasiones– vocabulario «religioso», es realmente una fuente del spinozismo, aunque algunos de sus textos deban ser tomados con precaución, siendo siempre, de todas formas, ilustrativos de los problemas internos de la filosofía de Spinoza.{96}
2) Los Principios de la Filosofía de Descartes, seguidos de los Pensamientos Metafísicos (primera publicación de Spinoza) han sido aún más fuertemente criticados como fuente «genuina» de su filosofía. A fin de cuentas, desarrollan pensamientos ajenos (cartesianos), y fueron –al menos los Principios– originariamente concebidos de acuerdo con un designio puramente pedagógico.{97} Ahora bien, en el momento de su publicación, el prefacio de Lodewijk Meyer contenía ya la alusión clara a ciertas «diferencias» con Descartes, si bien esas diferencias no aparecerían –según Mayer– en el texto, y quedarían reservadas en la intención de Spinoza, aunque eso no es del todo exacto; si bien Spinoza expone a Descartes, hay rasgos de su propio pensamiento en esa exposición.{98} De todas formas, el texto de los Principios debe tomarse muy cautelosamente, sobre todo teniendo en cuenta las objeciones a la mecánica cartesiana que Spinoza fue haciendo posteriormente (ver nota anterior); ello no querría decir, sin embargo, que no existiese un acuerdo general entre Spinoza y el mecanicismo cartesiano, algunos de cuyos desarrollos (por ejemplo, la teoría de los torbellinos) incluso pudieron inspirar a Spinoza –como sugeriremos más adelante– alguna de sus tesis ontológicas: de ello trataremos en el lugar oportuno.
En cuanto a los Cogitata, es bien conocida la clásica polémica de Kuno Fischer versus J. Freudenthal, acerca de su significación: anticartesianos para Fischer («correctivos» al cartesianismo de los Principia), antiescolásticos (aunque usando constantemente terminología escolástica), para Freudenthal{99}: Spinoza se hallaría en esta obra en un nivel, por así decir, «escolástico-cartesiano», en la línea de algunos manuales (Heereboord, Burgersdijk) que pudieron servirle de fuente.{100} Parece sensata la afirmación –documentada– de G. H. R. Parkinson: «In fact Spinoza often refers to passages in the Principia philosophiae cartesianae and Cogitata Metaphysica as containing his own wiews»{101}. Ciertamente, la terminología spinoziana ya cuajada corrige la significación de algunas de las expresiones que utiliza en esta obra (escolásticas, pero también cartesianas, sin duda: véase el tema de las clases de distinción){102}, pero ha contado con esa elaborada técnica filosófica como innegable punto de partida{103}. Con las debidas cautelas críticas, ejercitadas en cada caso concreto, pueden tomarse estas dos obras (y señaladamente la segunda, aunque también la primera, en contra de lo que muchos están dispuestos a admitir) como auténticamente representativas del pensamiento de Spinoza.
3) El Tratado de la Reforma del Entendimiento, así como el Tratado Político plantean ordinariamente al problema de su inacabamiento, aunque esta circunstancia pueda ser diversamente valorada en uno y otro caso. La inconclusión del DIE podría acaso deberse –como uno de sus comentaristas [36] clásicos, H. H. Joachim, ha sugerido– a insuficiente maduración de su temática; de hecho, si Spinoza lo hubiera revisado –opina Joachim– habría escrito otra cosa. La manera como Spinoza ha modíficado temas del DIE en la Etica indicaría una evolución de su pensamiento, que puede dar pie a considerar «insuficiente» al DIE{104}. A. Darbon opinó, en cambio, que la inconclusión del DIE se habría debido a las características mismas del método de que en él se trata: dedicada la primera parte del tratado a la «meditación interior» de Dios, como la idea más inmediata a nuestro conocimiento (pues Darbon concibe el método del DIE, no como algo «lógico», sino como algo «psicológico» –«un exercice de méditation»–, que no se dirige a la «razón adulta», sino que intenta una primera aproximación del hombre «à la source de toute intuition»), la segunda parte habría debido mostrar las consecuencias fecundas de esa aproximación a Dios; pero esa segunda parte perdía sentido a medida que el autor iba componiendo la Etica, donde dichas consecuencias eran expuestas en el orden debido. Así, el DIE no estaría –según Darbon– «inconcluso», propiamente hablando: su segunda parte sería… la misma Etica{105}. Pero, en todo caso, y aun considerando las imperfecciones a que Joachim alude, nunca se ha puesto seriamente en cuestión que el DIE exprese el auténtico pensamiento de Spinoza, y en cuestiones centrales además, que hay que coordinar necesariamente con sus declaraciones de la Etica.
Respecto del Tratado Político, el problema que plantea su inconclusión (debida a la muerte de Spinoza) es, fundamentalmente, el de interpretar si, como se ha pretendido, esta obra significa una corrección de la actitud de Spinoza ante la democracia como régimen político. Según algunos, la preferencia que hacia ella habría manifestado Spinoza en el Tratado Teológico-político se habría trocado, en el Tratado Político, en una más acentuada defensa de la oligarquía (¿a causa del asesinato de los hermanos De Witt por los ultimi barbarorum?){106}. La obra queda un poco indefensa ante esta «interpretación antídemocrática», precisamente porque la parte de ella que trata de la democracia es la que falta casi por completo{107}. Lo que nos importa ahora es lo siguiente: el TP manifiesta opiniones genuinamente spinozistas, aun poniendo entre paréntesis su mayor o menor preferencia por la democracia: ya que la monarquía y la aristocracia –tanto como la democracia misma– puede considerarse que están tratadas por Spinoza con una especie de distanciamiento descriptivo (Spinoza habla de lo que ha de ser, en su género, cada una de esas formas de gobierno, para aproximarse más a la racionalidad). Por lo demás, creemos que no deja de haber datos para seguir sosteniendo el «democratismo» –muy particular, desde luego, pero eso desde siempre– de Spinoza, ya que la democracia es nombrada en el TP como el régimen «más absoluto», y eso no puede por menos de ser una especie de elogio, en Spinoza{108}. Pero estas cuestiones no nos importan directamente en este momento.
4) La sospecha que acaso sí pudiera recaer, de rechazo, sobre el TP de que acabamos de hablar sería la que se ha suscitado a propósito del Tratado Teológico-Político (y que podría dirigirse contra la obra política de Spinoza, [37] en general). El TThP no sería «genuino spinozismo» –se ha insinuado– porque es una obra «de encargo», destinada a defender la política de los De Witt, y dirigida al «gran público». Por tanto, no revelaría el verdadero pensamiento de Spinoza, sino un pensamiento amañado según las «exigencias del vulgo» (y, en este sentido, por ejemplo, las elogiosas alusiones a Cristo serían pura hipocresía, así como el encarecimiento de la religión como «camino de salvación»… de los ignorantes){109}. Toda una corriente interpretativa moderna –especialmente francesa– se ha levantado contra ese modo de considerar el TThP, propendiendo más bien a la versión opuesta: sería en la obra política de Spinoza, más incluso que en la Etica, donde habría que buscar las claves del pensamiento spinoziano (a esta cuestión nos referiremos más adelante, en los capítulos V y VII). Bástenos decir, por el momento, que consideramos al TThP (así como al TP) completamente centrales en la producción spinoziana, y no como meros «oportunismos», por la sencilla razón de que es el propio Spinoza quien nos invita a considerar así esas obras. Y no lo hace en ellas; es ya en esa introducción general a su pensamiento que sería el DIE donde Spinoza, desde las primeras líneas, vincula el pensamiento filosófico con la política: «Para alcanzar este fin» (a saber: el del conocimiento de la unión del espíritu con la naturaleza, conocimiento que es el objetivo final de la filosofía) «es necesario primero tener tal conocimiento de la Naturaleza que baste para adquirir esta naturaleza superior; en segundo lugar, formar una sociedad tal y como debe desearse para que el mayor número posible alcance ese objetivo lo más fácil y seguramente posible»{110}. El fin de la filosofía es, en Spinoza, «especulativo», «gnóstico» si se quiere{111} (pues la salvación está en el conocimiento), y, sin embargo, ha considerado esencial que la sociedad sea de tal manera que esa salvación a través del verdadero conocimiento (y no ya solo la «salvación de los ignorantes») sea facilitada por ella. Veremos que esta idea no es accidental, sino que Spinoza la reitera en numerosas ocasiones; la opinión que se hacía sobre el papel que el Estado jugaba en la conducta y conocimiento humanos era de la mayor importancia, y esperamos más adelante destacar este punto, sobre el que, hoy, de todos modos, se insiste más de lo que se hizo en el pasado, en la bibliografía spinoziana. Siendo así, teorizar sobre la comunidad política no es mero «oportunismo» (concebible más o menos como «interesado» en un sentido no filosófico), sino que es algo por completo esencial o, para decirlo de otro modo, que el interés práctico en la constitución de un cierto tipo de sociedad es filosófico, pues que es condición de la realización de la filosofía. Podrá, sin duda, sospecharse si Spinoza no habrá mantenido que un Estado justo es deseable porque facilita la labor filosófica, más bien que lo contrario, a saber: que la labor filosófica es deseable porque facilita un Estado justo. Y eso podrá ser reprobado o no. Pero lo que no es dudable es que la teoría del Estado tiene en el pensamiento de Spinoza un puesto primordial; si el filósofo es el prototipo de hombre libre, no se olvide que el hombre solo es libre in Civitata{112} (y eso lo dice Spinoza en su Etica, de la que nadie sospecha que no sea «genuinamente spinozista»). Desde ese punto de vista, las «hipocresías» religiosas de Spinoza –pongamos [38] por caso– no serían más «hipócritas» que las afirmaciones sobre la «metafísica del pueblo»: ambas implicarían –por emplear términos hegelianos– una «reconciliación con la realidad», un reconocimiento, por ejemplo, de las pasiones como hechos; y la obra política de Spinoza muestra patentemente el proyecto de esa «reconciliación», por la que se consideran también racionales las «impurezas» pasionales. También en este sentido, la política es perfectamente «racional».
5) Utilizaremos, por supuesto, y profusamente, las Cartas del epistolario spinoziano, pacíficamente consideradas por todos como importantísimas para aclarar su pensamiento. No haremos, en cambio, ninguna referencia, ni a la disertación sobre el Arco Iris, ni a la Gramática hebrea. Acerca de esta última, recojamos sin embargo esta curiosa observación de Kolakowski: acaso en la Gramática se encuentren huellas del nominalismo spinoziano, ya que en ella «…toutes les parties du discours, sauf les interjections et les conjonctions, sont réduites au substantif» (esto es, al nomen){113}. La observación puede tener su valor, pero reconocemos nuestra incompetencia para erigirnos en jueces de una cuestión en la que interviene la gramática hebrea. Por lo demás, ni el trabajo sobre el Arco Iris, ni la Gramática, tienen –que sepamos– mayor importancia que la de simples curiosidades.
Notas
{1} Entre las obras más recientes, véase: A. S. Oko: The Spinoza Bibliography, Boston, G. K. Hall, 1964, completada por J. Wetlesen: Spinoza's bibliography, Oslo y Boston, Universitetsforlaget, 1968.
{2} Dilthey: Los tipos de concepción del mundo y su desarrollo en los sistemas metafísicos (trad. esp., en Teoría de la concepción del mundo, México, F. C. E., 1945); son «Demócrito» o «Hobbes» los que se incluyen como casos de la «estructura homogénea» (p. 153) del «naturalismo»; o «Spinoza» y «Hegel», como casos de «idealismo objetivo»; o «Kant» y «Fichte», de «idealismo de la libertad». Cfr. pp. 152-170.
{3} Leisegang, Denkformen, Berlín, De Gruyter, 1951 (2ª ed.). La definición de Denkform, en p. 15.
{4} Leisegang, Introducción a la Filosofía, trad. esp., México, UTEHA, 1961, p. 140.
{5} En su Histoíre comparée des systèmes de philosophíe (París, 1804), apud E. Bréhier, Historia de la Filosofía (trad. esp., Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 5ª ed., 1952), I, p. 68. De Gérando significaría, frente a la «pluralidad de sectas» –la historia baconiana– la «reducción a tipos». Ya Kant, por lo demás, ofreció una sumaria tipología justamente al final de la Crítica de la razón pura (parte II, cap. IV).
{6} Así, J. Piaget (Le structuralisme, París, P. U. F., 1968), a fin de evitar la ambigüedad resultante de entender por «estructura» cualquier formalismo «no estrictamente empirista» (p. 7), intenta precisar (positivizar) esa Idea, definiéndola como «totalidad transformativa autorregulada», que funciona de acuerdo con formulaciones precisas (red, grupo), y no «vagas» (=«filosóficas»).
{7} Nos remitimos aquí a los supuestos del Seminario Sobre la Idea de Estructura, desarrollado conjuntamente por el Departamento de Filosofía y el Seminario de Etnología de la Universidad de Oviedo, en el curso 1968-69, y cuya parte teórica corrió fundamentalmente a cargo del profesor Gustavo Bueno. Cfr., de este mismo autor, El papel de la filosofía en el conjunto del saber, Madrid, Ciencia Nueva, 1970.
{8} Así enmarca históricamente la idea matemática de «función». p. ej., J. Hadamard, [39] en su trabajo introductorio (La science mathématique) a la tercera parte de la obra colectiva L'outillage mental: Pensée. Langage. Mathématique (ed. por la Société de Gestion de l'Encyc1opédie Française, París, 1937), ver 1.52-16 y 1.54. –Sobre, p. ej., la teoría leibniziana de las funciones y las transformaciones, en el marco de la «multiplicidad histórica» y el «progreso», cfr. M. Serres, Le système de Leibniz et ses modèles mathématiques, París, P. U. F., 1968, especialmente, I, pp. 263-279.
{9} Cuando decimos «funcional», en nuestro contexto, no por no emplear la noción en un sentido estrictamente matemático nos descalificamos automáticamente para emplearla, puesto que la misma noción matemática se mueve en un terreno problemático de más amplio alcance. No se trata, pues, de «metáfora» en sentido peyorativo. Se trata de que el uso de «función» no queda agotado por una de sus menciones.
{10} Cfr., p. ej., Windelband, Historia de la Filosofía (trad. esp. de la 15ª ed. alemana, Barcelona, El Ateneo, 1970), p. 15. E. Bréhier, ob. cit, I, pp. 69-72.
{11} Marx, Elementos fundamentales para la Crítica de la Economía política (trad. esp. Madrid-México-Buenos Aires, Siglo XXI, 1972), vol. 1º, p. 26. Continúa diciendo Marx: «…los indicios de las formas superiores en las especies animales inferiores pueden ser comprendidos solo cuando se conoce la forma superior» (ibidem). No hará falta subrayar, por cierto, la ascendencia hegeliana de tales ideas (frente a los intentos de la escuela althusseriana por negarla). Y, aunque Althusser se haya referido a ese mismo texto (cfr. Lire le Capital, París, Maspero, 1968, t. I, pp. 158-159) como uno de aquéllos sobre los que «aparentemente» podría apoyarse una lectura «historicista» de Marx (una lectura que, consiguientemente, lo vincularía a Hegel), criticando esa lectura aparente en virtud de constituir tal texto –y otros semejantes– no más que la «genése speculative» (p. 159) de un concepto (él mismo ya «científico», y no «especulativo») que vendría dado en El Capital, creemos que el texto en cuestión sigue teniendo todo su valor, toda vez que esa tajante distinción entre la génesis de un concepto y el concepto nos parece escasamente dialéctica y escasamente aceptable, por razones que aquí no podemos desarrollar. Cfr. sobre los Grundrisse, G. Bueno.
{12} Acaso convenga notar de pasada que esa communis opinio, para el caso de Comte, habría sido controvertida por Piaget: «…cuando A. Comte estableció su ley de los tres estados (…) llegó a una clasificación de los tipos de organización cognoscitiva o racional, seriados según su orden de aparición histórica, pero a título de 'variedades' de la razón, a la vez que insistió en el carácter fijo o permanente de su estructura formal» (Biología y Conocimiento, trad. esp., Madrid, Siglo XXI, 1969, pp. 72-73. Subrayados nuestros). Pero la insistencia de Comte en que esa ley describe una transformación irreversible (y no una simple «tipología») es bastante notoria; incluso dio un criterio de transformación, de suerte que, aunque hubiese coexistencia histórica parcial de estadios, habría una categoría –las ideas morales y sociales– que definiría el estadio preponderante: «C'est seulement quand un nouveau régime mental a pu s'étendre jusqu'à cette extrême catégoríe, que l'on peut regarder l'évolution correspondante comme pleinement réalisée, sans qu'il puisse alors rester aucune crainte ou espoir quelconque de retour à l'état antérieur» (Cours de philosopbíe positive, París, 1841, t. V, cap. 52; reimp., París, Anthropos, 1969, pp. 20-23, texto citado, p. 22). El orden irreversible de la transformación de los estadios, con su correspondiente criterio, está bastante claro. Piaget otorgaría a Comte el «beneficio» de una tipología no históricamente ordenada, quizá para redimirlo de clásicas acusaciones tipo, p. ej., Sorokin (cfr. Sociedad, cultura y personalidad, trad. esp., Madrid, Aguilar, 1960, pp. 1015 y 1019-1021), para quien es un «dislate» (p. 1019) historícista y acientífico la doctrina de las tres fases. Pero, dislate o no, esa concepción es comtiana. Por lo demás, nosotros estimamos que no es de ese tipo de acusación del que Comte habría de ser redimido.
{13} «Die Idee bedarf zur Ausführung ein Schema, d. i. eine a priori aus dem Prinzip des Zwecks bestimmte wessentliche Mannigfaltigkeit und Ordnung der Teile. Das Schema, welches nicht nach einer Idee, d. i. aus dem Hauptzwecke der Vernunft, sondern empirisch nach zufällig sich darbietenden Absichten, (deren Menge man nicht voraus wissen kann), entworfen wird, gibt technische, dasjenige aber, was nur zufolge [40] einer Idee entepringt (wo die Vernunft die Zwecke a priori aufgibt und nicht empirisch erwartet), gründet architektonische Einheit» (Kr. d. r. V., parte 2ª, c. 3; ed. Cassirer, Berlín, 1923, t. 3, p. 558). Como se sabe, esos «fines no empíricos» que presiden el sistema «arquitectónico» de la ciencia vienen dados por la razón «cósmica» (legisladora de la razón): el fin moral preside la sistematización (por donde el «primado de la razón práctica» se inserta en la propia crítica de la razón pura).
{14} Cfr. El problema del conocimiento (trad. esp. México, F.C.E., 2ª ed., 1965): «el concepto de yo, lo mismo que el del objeto (…) va plasmándose y modelándose», de tal modo que «no sólo cambian de lugar los contenidos, (…) sino que, a la par con ello, se desplazan la significación y la función de ambos elementos fundamentales» (I, pp. 18-19). Por lo demás y como se sabe, es central en Cassirer, precisamente la distinción entre «concepto-substancia» y «concepto-función». Substanzbegriff und Funktionsbegriff. Berlín, 1910).
{15} Sobre el tema de Goethe, cfr. Cassirer, El problema del conocimiento, cit., IV, pp. 171-85, en especial 178-9.
{16} La vértebra-tipo, de la que es transformación proyectiva el propio cráneo… (véase, acerca de Oken, Encyclopaedia Britannica, sub voce.)
{17} Cfr. infra (cap. 3) la discusión de la idea de Substancia de Spinoza como «Materia ontológico-general».
{18} No se comprende del todo bien, por eso –digámoslo incidentalmente– que Ortega afirmase –aunque fuera en 1942– que «hoy mismo se está empezando a estudiar a Spinoza» (Prólogo a la trad. esp. de la Historia de la filosofía de Bréhier, cit. p. 15), refiriéndose sin duda a la obra de L. Dujovne (Spinoza. Su vida, su época, su obra, su influencia, Buenos Aires, Instituto de Filosofía, 1941 a 1945, 4 vols.). Pero, antes de Dujovne, ya existían las obras de Meinsms, Meijer, Pollock, Joël, Freudenthal, Fischer, Gebhardt, Robinson, Joachim, Dunin-Borkowski, Wolfson… por citar algunos clásicos de la reconstrucción erudita y sistemática de la vida y obra de Spinoza.
{19} Cfr., p. ej., Fraile, Historia de la Filosofía, Madrid, 1966, III, pp. 587 y ss.
{20} Así p. ej., P. Siwek, Spinoza et le panthéisme religieux, ed. nouv., Paris, Desclée de Brouwer, 1950; en especial pp. XVI-XVII de la Intr.
{21} M. Joël, Spinozas Theologische-politischer Traktat aus seiner Quellen geprüft (Breslau, 1870) (Joël llega a afirmar la tesis de la copia literal, por parte de Spinoza, de páginas enteras de la Moreh Nebushim de Maimónides); del mismo autor Zur Genesis der Lehre Spinozas (Breslau, 1871). C. Gabhardt: Spinoza. Vier Reden (Heidelberg, 1927; hay trad. esp.: Buenos Aires, Losada, 1940). L. Roth: Spinoza, Descartes and Maimonides (Oxford, 1924); H. A. Wolfson, Tbe pbilosophy of Spinoza (Cambridge, Mass., 1934).
{22} J. Freudenthal, Spinoza Leben und Lehre (2ª ed., a cargo de C. Gebhardt, Heidelberg, 1927), y, para este punto en concreto, Spinoza und die Scholastik (Leipzig, 1887); S. von Dunin-Borkowski, Der junge Da Spinoza (Munich, 1910) –donde admite, sin embargo, p. ej., los contactos del Spinoza joven con «materialistas» de su tiempo, como Regius– y Aus den Tagen Spinozas (3 vols., Münster, 1933-36), donde la tendencia cristiana se subraya. El padre Siwek, S. J., ha ofrecido una hipótesis para la explicación de la influencia de la escolástica cristiana en Spinoza a través de sus estudios con Van den Enden, ex jesuita (ob. cit., pp. 29-30). Sobre la «fase cristiana» en que Spinoza habría entrado, tras su expulsión de la comunidad judía, fase de sus contactos con los colegiantes («cristianos liberales» holandeses, herederos de lo que Hubbeling ha llamado la tradición del «humanismo bíblico» –Rudolf Agricola, W. Gansfort, el propio Erasmo–, patrocinador del movimiento arminiano –derrotado en 1619 en el sínodo de Dordrecht por la oposición calvinista– y propugnador de un rechazo del Estado teocrático que inspiraría ulteriormente a los colegiantes, partidarios políticos de los De Wítt frente a los orangistas calvinistas) el autor clásico es K. O. Meinsma (Spinoza und sein Kreis, trad. alemana, Berlín, 1909). (Cfr. Hubbeling, Spinoza's methodology, Assen, 1964, pp. 104-7). Pero aunque la tesis de la influencia «cristiana liberal» gozó de generalizado crédito durante mucho [41] tiempo, fue ya combatida por Madeleine Francès (Spinoza dans les pays néerlandais de la seconde moitié du XVIIe siécle, París, 1937), y, más recientemente, en un interesantísimo trabajo de I. S. Revah (Spinoza et le Docteur Juan de Prado, París, Mouton, 1959). Revah alude a la preponderancia de la influencia judía en Spinoza, pero canalizada especialmente, en el momento de su separación de la comunidad judía «ortodoxa», a través de judíos españoles emigrados, en ocasiones ateos, como es el caso del doctor Juan de Prado, a quien Revah atribuye, con argumentaciones muy plausibles, una influencia considerable en la orientación crítica del pensamiento del joven estudiante Spinoza. Aunque ya Carl Gebhardt (en Chronicon Spinozanum, III, La Haya, 1923) y J. de Carvalho (Oróbio de Castro e o Espinosismo, Lisboa, 1940) se habían referido a la relación Prado-Spinoza, la obra de Revah nos informa más en detalle acerca del trato frecuente que Spinoza mantenía, a raíz de su expulsión de la comunidad judía, con ex marranos españoles, como el doctor Reynoso y el ex confitero sevillano Pacheco, con quienes tenía «tertulia» frecuente en casa del doctor Guerra, un caballero de Canarias a quien Prado y Spinoza atendían en su enfermedad. Entre otros interesantísimos datos, aporta Revah el de que la Inquisición española poseía una «ficha completa» de Spinoza ya en 1659 (esto es, antes de que Spinoza hubiera alcanzado fama en Holanda), mediante delaciones de un fraile agustino y un capitán de los Tercios, que habían residido en Amsterdam en 1658-59 y habían conocido a Spinoza en la «tertulia» mencionada; «ficha» que incluía una completa descripción personal y la calificación de peligroso agnóstico, que sostenía que «no havia Dios sino philosophalmente»… Nos permitimos esta referencia tan !arga, en virtud de su interés en cuanto a la conexión de Spinoza con España (se sabe que dominaba mejor el castellano que el holandés) establecida por una obra como la de Revah que, entre nosotros, no ha tenido mucho eco. (Salvamos, por supuesto, las interesantísimas alusiones de Caro Baroja a la conexión de Spinoza con el judaísmo español: Cfr. Los judíos en la España moderna y contemporánea [Madrid, Arión, 1961], t. I, pp. 493-501; alusiones a las que la obra de Revah presta un importante refuerzo.) Recuérdese que Spinoza leía corrientemente a Góngora, Quevedo, Cervantes… Cfr. Vulliaud, Spinoza d'après les livres de sa bibliothèque; París, Chacornac, 1934; Dunin-Borkowski señala también su conocimiento de Quevedo (Aus den Tagen Spinozas, cit., I, p, 47, p. 53). Además, es asimismo bien sabido que la terminología de la escolástica de Suárez abunda en su obra, a través, seguramente, de la lectura de manuales «escolástico-cartesianos» como los de Heereboord (Collegium logicum, Meletemata); ver, p. ej., KV, I, III; CM, I, 6; Eth., I, Props. XVI, XVII, XVIII y XXVIII, o la distinción «essentia formalis/objectiva» del DIE (Geb., II, pp. 14-15). Recuérdese que Heereboord era admirador incondicional de Suárez, a quien llamaba omnium metaphysicorum papa atque princeps (apud S. Rábade, introducción a la edición de las Disputationes, Madrid, Gredos, 1960, I, p. 16). No pretendemos, con estas observaciones, entrar en directa competencia con cierta escuela portuguesa, y «reivindicar a Spinoza como gloria nacional», pero conviene subrayar estos aspectos, que son muy frecuentemente preteridos. Spinoza tuvo, sin duda, una fuerte impregnación de cultura española.
{23} A. León, Les éléments cartésiens de la doctrine spinoziste sur les rapports de la pensée et de son objet (París, Alcan, 1907); P. Lachièze-Rey, Les origines cartésiennes du Dieu de Spinoza (París, Vrin, 2ª ed., 1950); A. Rivaud, Histoire de la Pbilosophie (París, P. U. F., 1950, pp. 263 ss.).
{24} En realidad, es la opinión común más extendida en los manuales ordinarios de Historia de la Filosofía, lo que dispensa de citas al por menor.
{25} La relación con el De corpore de Hobbes ha sido subrayada, entre otros, por Cassirer, El problema…, cit., II, pp. 34 ss.
{26} Cfr., p. ej., J. Chevalier, Historia del pensamiento, trad. esp. (Aguilar, Madrid, 1963), t. III, pp. 254-55.
{27} Cassirer (El problema…, cit., pp. 14-19) ha conectado la filosofía de Campanella con la de Spinoza (al menos, para el relativo «misticismo» del KV, donde [42] encuentra también rastros de la concepción de la Naturaleza de Telesio (y no precisamente de Bruno) (pp. 14 y 20).
{28} El autor que más ha insistido en la conexión de Spinoza con la temática neoplatánica clásica ha sido E. Lasbax: La hiérarchie dans l'Univers chez Spinoza, París, Alcan, 1919: Filón y Plotino habrían sido retomados por Spinoza, «por encima» de Descartes (cfr. pp. 22 ss., 51 ss., 63 ss.).
{29} Así, J. de Carvalho en su prólogo a la trad. portuguesa de la Etica (apud Chevalier; ob. cit., III, apéndice, cap. III, p. 682).
{30} Cfr. Chevalier, ob. cit., III, p. 267 y nota 3.
{31} Wolfson, The philosophy of Spinoza: unfolding the latent processes of his reasoning (Cambridge, Mass., Harvard, U. P., 1934, 2 vols.).
{32} Ob. cit., I, p. 53.
{33} Ob. cit., I, p. 33. Más adelante nos referiremos al malentendido esencial (cometido no sólo por Wolfson, desde luego) de considerar la filosofía de Spinoza como animada por un gigantesco propósito «totalizador» de la realidad, sin distinguir los niveles ontológicos en que esa «totalización» se produce.
{34} Véase el artículo de A. Koyré, «Ethica more scholastico rabbinicoque demonstrata. A propos d'un livre récent» (en Rev. philos. de la France et de l'Etranger, 120 [1935], pp. 282-94).
{35} Ob. cit., I, pp. 46-48. Es cierto que causa y ratio se identifican en Spinoza, a menudo, pero también es cierto que escoger un modelo geométrico de exposición, en vez del silogismo, no puede por menos de ser históricamente significativo.
{36} Ob. cit., I, pp. 66-72. Wolfsen olvida en este punto el hecho de que los contemporáneos de Spinoza no encontraran muy «tradicional» la definición que éste dio de la Sustancia. Leibniz, p. ej., sostuvo que la definición spinoziana era oscura porque «lo que se entiende comúnmente por Sustancia» es, sí, algo que es «en sí», pero no necesariamente algo que «se conciba por sí» (sino por sus atributos). Eso es normal, teniendo en cuenta las definiciones de Sustancia de Descartes, o de Arnauld (sobre este punto, véase E. M. Curley, Spinoza's Metaphysics, Cambridge –Mass.–, Harvard U. P., pp. 4-28; la referencia a Leibniz, en pp. 14-15). También un autor eminentemente tradicionalista como Samuel Clarke, repudiaba la filosofía de Spinoza en estos términos, «That which led Spinoza into his foolish and destructive Opinion, and on which alone all his Argumentation is entirely built, is that absurd Definition of Substance…» (A Demonstration of tbe Being and Attributes of God, More Particu!arly in Answer to Mr. Hobbs, Spinoza, and their Followers, Londres, 1705; reimpr. Stuttgart, F. Frommann, 1964; p. 98).
{37} Wolfson, ob. cit., I, pp. 100-111.
{38} Ob. cit., I, pp. 112-120. No parece inoportuno recordar aquí, sin embargo, las ironías de Spinoza en contra de esa vía eminentiae: «Porro, ubi dicis, si in Deo actum videndi, audiendi, attendendi, volendi, &c., eosque in eo esse eminenter nego, quod te tum lateat qualem habeam Deum: hinc suspicor te credere, non majorem esse perfectionem, quam quae memoratis attributis explicari potest. Haec non miror; quia credo, quod triangulum, siquidem loquendi haberet facultatem, eodem modo diceret. Deum eminentes triangularem esse…» (Ep. LVI, a Boxel; Gab. IV, p. 260; subr. nuestro). La eminente realitas de la Substancia no dependería de la acumulación de atribuciones; los atributos no son «atribuciones».
{39} Ob. cit., p. 125. Subrayado nuestro.
{40} Ob. cit., I, pp. 126-7. Notemos, de paso, que Wolfson presta escasa atención al hecho de que la definición de la Substancia como «aquello cuya esencia implica la existencia», o no es la definición de Dios, o, si lo es, no es la única definición de Dios. Spinoza ha dado otra (Eth. I, Def. VI) que, según manifiesta en una carta a Tschirnhaus –y esto no siempre se subraya como merece– parece ser una definición genética de Dios (a pesar de que Dios sea causa sui y, por tanto, no expresable en términos genéticos, al parecer). Se trata de la Ep. LX: la definición genética de «círculo» –dice Spinoza– permite deducir sus propiedades; asimismo (sic quoque) «cum Deum definio esse Ens summe perfectum, cumque ea definitio non exprimat causam [43] efficientem (…) non potero inde omnes Dei proprietates expromere; at quidem cum definio Deum esse Ens, &c., vide Definit. VI, Part. I, Ethices» (Geb. IV, pp. 270-1). No es, pues, la «suma perfección» lo único que tiene Spinoza en cuenta al definir a Dios (esa «suma perfección» sería, de algún modo, vacía); y, entonces, la causa sui parece incluir la idea de un Dios «causado» por sus atributos. Sobre este texto hablaremos más adelante. Aquí nos importa destacar sólo que la «implicación de la existencia por la esencia» no sería necesariamente el contexto adecuado para el surgimiento ad hoc, de la noción de causa sui (como puro añadido o recurso técnico «escolástico»), sino que esa noción, internamente contradictoria, posee otras implicaciones.
{41} Ob. cit., I, pp. 144 ss. Observerros rápidamente que, puesto que, según Spinoza, hay atributos que no se manifiestan a los hombres, podríamos preguntarnos si Wolfson considera que los atributos que no se manifiestan a los hombres son también «maneras de manifestarse Dios a los hombres». Esta paradoja podría, acaso, ser sostenida en el contexto, p. ej., del Deus absconditus pascaliano: «toute religion qui ne dit pas que Dieu est caché n'est pas véritable; et toute religion qui n'en tend pas la raison n'est pas instruisante (…) Ainsi il est, non seulement juste, mais utile pour nous, que Dieu soit caché en partie, et découvert en partie…» (pensées, 598-599, en Oeuvres complètes, París, Gallimard, 1964, pp. 1277-78). Así, Dios podría no manifestarse, pero manifestando por qué no se manifiesta… Pero el sentido de la parcial cognoscibilidad de Dios, según creemos, en Spinoza, no es religioso, sino filosófico, como veremos (es la cognoscibilidad crítica de Dios, en el plano de la Ontología general). Y, en todo caso, no hay para Spinoza, como sugiere Wolfson, un «dios trascendente» que se «manifieste».
{42} Ob. cit., I, pp. 146-53.
{43} Pero la interrelación entre la visión cosmológica medieval y las concepciones metafísicas parece sobradamente bien establecida: la finitud del mundo como una condición de la trascendencia y personalidad de Dios.
{44} Ob. cit., I, pp. 219-20.
{45} Ob. cit., I, p. 222. O sea, algo así como la tautología p→q↔¬q→¬p («si Dios es forma, entonces el mundo no es material, salvo que lo sea, en cuyo caso Dios no es forma»). Eso parece una gran verdad, pero no da, en todo caso, ninguna razón para decidirse, de hecho, por uno u otro miembro de la equivalencia: ¿por qué Spinoza habría de «preferir» uno? Sin duda, decir lo contrario de los medievales es algo «medieval», en cuanto que tiene en cuenta (para negarlos) a los medievales; pero difícilmente eso puede interpretarse como una «reducción» a lo medieval.
{46} Ob. cit., I, p. 223. Aunque, según creemos, Dios no es –o no es «meramente»– «el lugar del mundo», en Spinoza: «Dios» y «Mundo» (físico) son dos planos ontológicos distintos, como intentaremos demostrar.
{47} Ob. cit., I, pp. 233-35. Con ello avecina la doctrina de Spinoza a la de la «extensión inteligible» de Malebranche («Dieu renferme en soi les corps d'une manière intelligible…». «Ainsi, comme l'esprit peut apercevoir une partie de cette étenduë intelligible que Dieu renferme, il est cettain qu'il peut appercevoir en Dieu toutes les figures…» (De la recherche de la vérité, Eclaircissement X; en Oeuvres complètes, París, Vrin, t. III (1964), pp. 148-55). Pero la «inteligibilidad», en el caso de Malebranche (pese a que, como se sabe, Dartous de Mairan planteó ya las peligrosas consecuencias «panteístas» de ese concepto –carta a Malebranche de 26-VIII-1714, recogida en Oeuvr. compl., cit., t. XIX, pp. 890-908), va unida a la concepción de un Dios que la «piensa», y esa concepción, según creemos, es ajena a Spinoza.
{48} Geb. II, pp. 57-58. Observemos que, cuando Wolfson asegura que la Facies totius universi es el «único» modo infinito mediato, común, según él, a las órdenes del Pensamiento y de la Extensión, parece no darse cuenta de que, en el Lema citado, el «Individuo» de que allí se habla es expresamente referido por Spinoza sólo a la naturaleza extensa (ya que el criterio de su individuación es la proporción de reposo y movimiento, y no otro). Del problema de la Facies hablaremos ampliamente infra (cap. 4). [44]
{49} Wolfson, ob. cit., pp. 246-50. Si es cierto que «Facies» y «Parsufim» significan ambas «rostros», es muy dudoso, en todo caso, que la «facies» de Spinoza sea «emanación»; y eso sería lo importante, no ya la meta coincidencia «metafórica». Por lo demás (aunque advertimos que no podemos erigirnos en jueces en materia de interpretación del pensamiento cabalístico), parece que el término Parsufim («rostros de Dios»), correspondiente a una doctrina elaborada fundamentalmente por Isaac Luria, y difundida por su discípulo Haim Vital (cfr. H. Sérouya, La Kabbale, París, P. U. F., 1964, pp. 95-113, en especial 104-108), se refiere a los atributos generales de Dios que «emergen» los unos de los otros: la «divina misericordia», la «sabiduría» (Parsuf del «Padre»), la «Inteligencia» (Parsuf de la «Madre»)… Desde luego, los atributos, en Spinoza, no «salen los unos de los otros» y, por otra parte, la Facies spinoziana no es un atributo, ni un conjunto de atributos, sino un modo. La conexión entre Parsufim y Facies parece, pues, enteramente improbable.
{50} Ob. cit., I, pp. 255-56.
{51} Ob. cit., pp. 321-22.
{52} Ob. cit., I, pp. 323-24.
{53} Ob. cit., ibidem.
{54} Proclo, Institutio Theologica, LXVII (apud Wolfson, p. 325).
{55} Ob. cit., ibidem. Notemos que esa expresión –«suma» de partes– es absolutamente inadecuada como descripción de lo que es la Facies, cuyo concepto asocia más bien ideas de «organismo» o de «estructura», y no de «suma» (cfr. infra, cap. IV).
{56} Resulta difícil saber en qué sentido puede decirse que un género «trasciende» a los particulares. Por lo demás, concebir a la Sustancia como un «universal», a Dios como un summum genus, sólo puede hacerse olvidando la fundamental declaración spinoziana, según la cual «inter finitum et infinitum nullam esse proportionem» (Ep. LIV, a Boxel; Geb. IV, p. 253; subr. nuestro). Mal puede concebirse un universal sin proporción alguna a los particulares. Esa ausencia de proporción no significa, sin embargo, y como veremos (cap. 3) «trascendencia».
{57} Ob. cit., I, pp. 327-28.
{58} «El todo es sólo un ser de razón…» («…het geheel maar is een wezen ven reeden…») (KV, I, Diál. II; Geb. I, p. 32; Appuhm, p. 62). «Chimaera, ens fictum, et ens rationis nullo modo ad entia revocari possint» (CM, I, I; Geh. I, p. 233). «Nec minus inepte loquitur, qui ait ens rationis non esse merum nihil» (CM, I, I; Geb. I, p. 235). Ello no quiere decir que, en Spinoza, ciertas entidades, en principio «de razón» (la idea de todo, p. ej.), posean el sentido de meras «apariencias» desdeñables (pues los géneros de conocimiento, y no sólo el más alto, son todos necesarios); pero que el conocimiento de Dios se produzca bajo la forma de un ens rationis es lo que no puede ser sostenido: «Mens humana adaequatam habet cognitionem aeternae, et infinitae essentiae Dei» (Eth., II, Prop. XLVII, Geb., II, p. 128); aunque esa afirmación deba ser puntualizada, descalifica en cualquier caso la interpretación del conocimiento de Dios como el de un ser «de razón».
{59} «…puto me satis clare, et evidenter demonstrasse, intellectum, quamvis infinitum, ad Naturam naturatam, non vero ad naturantem partinere» (Ep., IX, a De Vries; Geb., IV, p. 45); ver efectivamente Eth., I, Prop. XXXI con su Dem. Por otra parte, aunque no tengamos nada que objetar a la interpretación wolfsoniana de la carencia de «voluntad» de Dios, parece incoherente, dado su modo de razonar, que la mantenga; ya que Spinoza también dice que «Dios se ama a sí mismo» (Eth., V, Prop., XXXV), y Wolfson podría muy bien haberse servido de ese texto en un sentido enteramente similar a como se sirve de los textos en que se habla del «entendimiento» de Dios. V. Brochard insistió en la «personalidad» del Dios de Spinoza (como idea judía indisociable de su pensamiento), utilizando, precisamente, la unión de entendimiento y voluntad en Dios (Etudes de philosophie ancienne et de philosophie moderne, París, Alcan, 1912; Le Dieu de Spinoza [pp. 332-370]: puesto que las ideas no son algo «mudo como un pintura», según Spinoza, deben ir acompañadas de voluntad –entiende Brochard– y, en ese sentido, «les idées sont dans l'entendement divin comme dans le nôtre» (p. 351). Más adelante (cap. 5) veremos cómo [45] esta interpretación de Brochard nos parece también desenfocada: la voluntad que Spinoza considera es siempre la humana.
{60} En el doble plano «ontológico-general» (el plano de la Sustancia), y «ontológico-especial» (como género de materialidad especial = el orden de la naturaleza naturata), a que nos referiremos más adelante.
{61} Véanse: Aeternitas. A Spinozistic Study (Oxford, Clarendon Press, 1930), y Creation, Emanation and Salvation. A Spinozistic Study (La Haya, M. Nijhoff, 1962).
{62} Aeternitas, cit., Intr., p. V.
{63} Ob. y lug. cit.
{64} Aeternitas, cit., p. IX.
{65} Obra y lug. cit., recordemos, p. ej., a propósito de Hegel, estas declaraciones de Th. W. Adorno: «Este concepto, el de 'apreciación crítica' de un autor se ha vuelto insufrible (…); anuncia (…) la desvergonzada pretensión de señalar soberanamente al difunto su puesto (…) y, en la abominable pregunta de qué significa, para el presente, Hegel (…) resuena semejante presunción. No se lanza, en cambio, la pregunta inversa, la de qué significa el presente ante Hegel (…). Si no se quiere rebotar de él con las primeras palabras que se digan, es preciso (…) comparecer ante la pretensión de verdad de su filosofía, en lugar de parlotear meramente desde arriba y, por consiguiente, por debajo de ella» (Tres estudios sobre Hegel, trad. esp., Madrid, Taurus, 1969, pp. 15-16).
{66} Creation, Emanation…, cit., p. 98.
{67} «…the theory of Spinoza and Prof. Hallett can be made more or less intelligible by simpathetic interpretation and the use of analogies; what is lacking is any attempt to show cause why one should believe it» (C. D. Broad, Prof. Hallett's «Aeternitas» (en Mind, N. S., 42 [1933], p. 169).
{68} Típica objeción al método de Hallett: «Spinoza, e. g., says: sentimus, experimurque, nos aeternos esse. Prof. Hallett agrees with him, and says, very justly, that, if this were not so, we could have no positive idea of eternity. But I must confess that I am not aware of having any experience which could be appropriately expressed by this sentence or by anything like it» (Broad, ob. cit., p. 151).
{69} En su obra The Vindication of Metaphysics: a Study in the Philosophy of Spinoza (Londres, 1951): las proposiciones metafísicas de Spinoza podrían ser asimiladas a afirmaciones de existencia que no dependiesen de la observación… La autora, que intentó colocarse fuera de los marcos de un «estrecho logicismo y positivismo», ha concluido posteriormente –ver nota siguiente– por adoptar una actitud, si no «logicista», sí más en línea con la corriente anglosajona del análisis del «uso común» del lenguaje.
{70} Cfr., de Ruth L. Saw, Personal Identity in Spinoza (en Inquiry –Oslo–, vol. 12-1 [1969], pp. 1-14): «When (…) I come upon passages such as the following, I admire them, and rejoice to meet the mind of someone steeped in Spinoza and moved to eloquence (…)». Aquí, la cita de un texto de Aeternitas, de Hallett, donde este emplea sugestivas metáforas musicales al hablar de cómo, en Spinoza, las partes del universo contribuyen a la sinfonía total, a la vez que, sotto voce, reinterpreta cada una la totalidad de la sinfonía, &c., &c. «It is possible to enter into the thoughts and feelings of a philosopher so completely that one speaks in his language, and, in explicating difficulties, produces more utterances in the same tone (subr. nuestro). This way of exposition is admirably fitted to display a system in all its inner consistency, and to induce in readers a frame of mind similar to that of our philosopher (…) but this needs to be complemented by another test, the confrontation with fact, or at any rate, with our ordinary ways of referring to facts (subr. nuestro)» (pp. 13-14). El test del «sentido común» se le aplica a Hallett, pero también a Spinoza; quizá el nuevo peligro sea el de que, por obra de ese «sentido cormún», se eclipse el sentido histórico: la clase de eclipse que hace decir cosas tales como que –pongamos– Platón «estaba equivocado» al decir que «había un mundo de las Ideas», o cosas semejantes…
{71} Cfr. infra, cap. 4. [45]
{72} Aeternitas, cit., pp. 158 ss.
{73} Ob. cit., pp. 298 s.
{74} Ver, p. ej., H. Barker, «Notes on the Second Part of Spinoza's Ethics» (Mind, N. S., 47 (1938), pp. 159-79; 281-302 y 417-39): el Dios de la Etica –dice, p. ej.,– «is not the 'God' of ordinary linguistic usage» (p. 168, constatación que acaso no sea un pasmoso hallazgo, pero que, en todo caso, posee un típico tono «crítico»); o cuando afirma que, en la cuestión de la relación «Sustancia-Atributos», se trata de «…to expound a combination of three inconsistent (subr. nuestro) doctrines: 1) that the substance consists of the attributes, 2) that the substance is one, 3) that the attributes are many and all wholly different from each other. No ingenuity and no straining of language are equal to the task» (p. 283). Ante exhibiciones analíticas tan abrumadoramente perspicaces de las infantiles tonterías en que, al parecer, consistió el pensamiento de Spinoza, uno puede sentirse impulsado a pensar que la posición de Hallett es superior a la de sus críticos. A propósito del anti-historicismo «empirista» que mencionamos en el texto, recuérdese la aseveración de Reichembach: «Quienes trabajan en la nueva filosofía no miran atrás; su trabajo no sacaría ningún provecho de consideraciones históricas» (La filosofía científica, trad. esp., México, F. C. E., 2ª ed., 1967, p. 333). Ciertamente, si las consideraciones históricas en cuestión versan (como lo hacen en el libro de Reichenbach) sobre problemas del tipo de si Spinoza era «buena persona» (ob. cit., p. 64), Kant «piadoso» (pp. 70-72) y Hegel, más o menos, «majadero» (pp. 13-14, 79-80), considerando esos astutos diagnósticos psicológicos como la clave del pensamiento de los autores mencionados, entonces estamos completamente de acuerdo en que de las consideraciones históricas no se obtiene ningún provecho. Por supuesto, no queremos aquí tratar confusivamente a empirismo lógico y filosofía analítica, sino solo en cuanto a un cierto común desdén por la historia de la. filosofía (que, desde luego, no siempre existe).
{75} Carta de Bergson, leída por Paul Valéry, en la conmemoración por la Sorbona del 250 aniversario de la muerte de Spinoza (apud Chevalier, ob. cit., II, p. 294). Bergson viene a decir que la Etica representa la altura en que el filósofo debe colocarse, «la atmósfera en que el filósofo respira», pues Spinoza muestra que «el conocimiento interior de la verdad coincide con el acto intemporal por el cual la verdad se plantea», y así nos hace «sentir y experimentar nuestra eternidad…»
{76} «…pour Spinoza, le mécanisme n'est que l'antichambre du mathématisme. Celui-là ramenait à une métaphysique de la matière qui était le prolongement du réalisme antique. Celui-ci conduit à une philosophie de l'esprit qui ouvre la voie des réflexions les plus profondes et les plus fécondes où s'est engagée la spéculation moderne: déjá le Tractatus de intellectus emendatione avait mis en évidence la connexion de l'analyse mathématique et de l'analyse réflexive» (Physique et Métaphysique, en Septimana Spinozana, La Haya, M. Nijhoff, 1933, p. 47). El corolario de ese «matematismo» sería, para Brunschvicg, toda una «filosofía de la libertad», impregnadora del espíritu moderno.
{77} «Malgré la souveraine indifférence de l'Ethique à nos petits besoins humains, à nos finalités subjectives (…) le spinozisme n'a cessé d'attirer, de fortifier, et demeure un foyer où des hommes sont venus, viennent et viendront chercher le rude encouragement d'une pensée probe (s'il en fût!) parfaitement sereine et apaisante. Mais qui s'adresserait pour cela au Discours de metaphysique ou à la Théodicée? Sur ce plan, Leibniz, qui pouvait jouer sur tous les tableaux (…) a perdu; Spinoza, refusant de jouer, a gagné» (Leibniz et Spinoza, París, Gallimard, 1962. Prefacio, p. 24).
{78} A. M. Deborin, Spinoza's World's View (trad. inglesa del estudio Mírovozzreniye Spinozy), artículo recogido por E. L. Kline, Spinoza in soviet philosophy, Londres, Routledge and Kegan Paul, 1952, p. 90). Criticando una reunión, en La Haya, de la Societas Spinozana, dice Deborin: «ninguna voz se levantó allí para gritar sonoramente a todos aquellos educados caballeros: 'sois unos mentirosos desvergonzados'» (p. 90); pues «para nosotros» –afirma Deborin– «Spinoza es esencialmente un gran ateo y materialista» (ibidem). Es posible que Deborin hubiera extendido su [47] acusación de «idealismo» a, por lo menos, gran parte de los tres textos que son el objeto de nuestras tres anteriores notas.
{79} G. Deleuze, «Spinoza et la méthode générale de M. Gueroult» (en Revue de Métaphysique et de Morale, 74 (1969), p. 437.
{80} Ob. cit., p. 426.
{81} M. Gueroult, Spinoza, I: Dieu (Ethique, I), París, Aubier-Montaigne, 1968. Pueden verse, además del citado artículo de Deleuze: P. Agaesse, Le Spinoza de M. Gueroult (en Archives de Philosophie –París–, 32 (1969), pp. 288-96; G. Dreyfus, La métbode structurale et le «Spinoza» de Martial Gueroult (en L'Age de la Science –París–, 1969, n. 3, pp. 240-75).
{82} Gueroult, ob. cit., p. 12.
{83} Ob. cit., p. 13.
{84} Deleuze, ob. cit., pp. 427-28: το λεγειν frente a τα λεκτα: la distinción lógica estoica (traspuesta en la no menos clásica «Noesis/Noema» de la tradición fenomenológica) es, según parece, usada por Deleuze para «decir» que la fórmula acabada, dada como objetividad independiente de su proceso generador, no recogería el pensamiento en su proceso generador –en su «producción»–, y que habría que captar el pensamiento en su producción, pero teniendo en cuenta que esa producción es la misma fórmula acabada, la cual, a su vez, no recoge el pensamiento en su producción…, &c., &c. La solución a todo ello, claro está, consiste (esperamos) en recoger el pensamiento en su producción, y a la vez no separarlo de la fórmula acabada dada, lo cual se reconocerá sin duda como una verdad absolutamente necesaria. Puesto que Deleuze abomina de la dialéctica (véase Nietzsche y la filosofía, trad. esp., Barcelona, Anagrama, 1971, pp. 220 ss., donde la reexposición «desde dentro», o simpatética, de Nietzsche, así como la alusión a Stirner, son hechas sin duda ex abundantia cordis), en cuanto que la dialéctica ignoraría el quién y la diferencia («la dialéctica se nutre de oposiciones porque ignora los mecanismos diferenciales diversamente sutiles y subterráneos…» –p. 221, subr. nuestro–; «desprovista de su pretensión de rendir cuentas de la diferencia, la contradicción aparece tal cual es: perpetuo contrasentido…», p. 222, subr. nuestro), es normal que Deleuze capte, a su vez, la «diferencia» que hay entre la clase de planteamiento que hemos recogido más arriba y un cierto planteamiento «dialéctico» (y, por cierto, un planteamiento sin previsible solución): nosotros confesamos no ver bien esa «diferencia».
{85} Unamuno, anticipando este aspecto de la «filosofía estructuralista» (aunque seguramente no anticipándose a Nietzsche), escribía en Cómo se hace una novela: «…el nóumeno inventado por Kant es de lo más fenomenal que puede darse, y la sustancia, lo que hay de más formal. El fondo de una cosa es su superficie». Como se sabe, Heidegger puso el acento en esa «autonomización del fenómeno» como punto esencial nietzscheano: la supresión de la antítesis platónica «apariencia/realidad» realizada, según Heidegger, por Nietzsche («…die 'scheinbare Welt' ist nur die sinnliche Welt nach der Auslegung durch den Platonismus. Durch die Abschaffung dieser öffnet sich erst der Weg, das Sinnliche zu bajahen und mit ihm auch die nitchtsinnliche Welt des Geistes» (Der Wille zur Macht als Kunst, en Nietzsche, Stuttgart, Neske, 2ª ed., 1961, vol. I, p. 242) conllevaría una «neue Auslegung der Sinnlichkeit» (p. 243), en donde la «apariencia sensible» es tan verdadera como la verdad, ya que la «verdad», a su vez (la «verdad» como «estabilidad»: «das Wahre als das Beständige», p. 247), «ist eine Art von Schein» (justificada por su «valor para la vida») (ibidem). Al decir Nietzsche que «la apariencia es la única realidad», indicaría, no que lo real sea aparente, sino que todo lo real (y en esa totalidad se incluye, con tan legítimo título como la pretendida verdad «profunda», el mundo de lo fenoménico dado en el puro «aparecer cambiante») «ist in sich perspektivisch» (p. 248). Dicho de otro modo: que hay una razón inmanente en lo «apariencial», que lo fortuito y azaroso es racional, en cuanto fortuito y azaroso. Creo que este tipo de interpretación debe ser mencionado como una fuente importante de la «filosofía estructuralista» (aunque, por supuesto, habría fuentes más remotas); no parece casual, ni mucho menos, la aparición de la «reivindicación de Nietzsche» en ambientes más o menos «estructuralistas» [48] (pensemos, en Francia, en Klossowski, Blanchot, o el propio Deleuze, y, en nuestro país, en Eugenío Trías). El tema de la apariencia, única realidad es el tema mismo de la «mascarada» racional a que, entre nosotros, Trías se ha referido.
{86} Gueroult, ob. cit., p. 14.
{87} J. L. Borges, Pierre Menard, autor del Quijote (en Ficciones, Madrid, Alianza Editorial, 1971, pp. 47 ss.).
{88} Gueroult, ob. cit., p. 14.
{89} Ob. cit., cap. III; esp. pp. 109-111. Cfr. Deleuze, ob. cit., pp. 429 ss.
{90} En cuanto que «la apariencia sensible se convierte, en la Estética, en verdadero fin de sí misma», a la que se accede por el ingenium venustum connatum (Estética, pgr. 29; apud Abbagnano, Historia de la filosofía, t. II, pp. 361-363.
{91} La diferencia de Baumgarten y Kant es bien conocida: en Baumgarten, la «autonomía de lo fenoménico» es relativa, entendida como «conocimiento inferior»; en Kant, simplemente, no es conocimiento (ya que el juicio reflexionante «estético» se ejercita sobre la subjetividad y no emplea conceptos («Das Geschmacksurteil unterscheidet sich darin vom dem logischen: dass das letztere cine Vorstellung unter Begriffe vom Objekt, das erstere aber gar nicht unter einen Begriff subsumiert (…) Gleichwohl aber ist es darin dem letztern ähnlich, dass es eine Allgemeinheit und Notwendigkeit, aber nicht nach Begriffen vom Objekt, folglich eine bloss subjektive vorgibt» (Kr. d. U., I, I, 2, prgrf. 35; ed. Cassirer, t. 5, p. 360). Pero la autonomía se mantiene en ambas versiones.
{92} Nos referimos, p. ej., a Nietzsche en el sentido mencionado más arriba –nota 85–; la idea de la realidad como «perspectiva inmanentemente ordenada» aparece, a veces, como «filosofía implícita del artista», en cuanto éste pueda considerar que la «interpretación» «empobrece» su obra, reduciéndola y eliminando su riqueza fenoménica. Frente a ese empobrecedor reduccionismo, se tiende a decir que la obra «es lo que está ahí…», &c. En este sentido –por citar un ejemplo– se producen afirmaciones de tanto éxito en los medios artísticos (pese a, o a causa de, su palmaria ingenuidad) como las contenidas en el ensayo de Susan Sontag Contra la interpretación (trad. esp., Barcelona, Seix Barral, 1969). Un cierto esteticismo anarquizante no es infrecuente en tales manifestaciones, sentido como horror a la legalidad, que anularía las «ricas» expresiones de la personalidad. La visión inmanentista de que nos ocupamos podría ser puesta en relación con este orden de ideas.
{93} Cfr. Kr. d. r. V., ed. Cassirer, t. 3, pp. 561 ss.
{94} En favor de la genuina «autenticidad spinozista» del KV, ver, p. ej., H. G. Hubbeling (Spinoza's Methodology, cit.) o C. De Deugd (The significance of Spinoza's first kind of knowledge, Assen, Van Gorcum, 1966). En contra, p. ej., Madeleine Francès (ob. cit., p. 230 ss.), o G. H. R. Parkinson (Spinoza's theory of knowledge, Oxford, Clarendon Press, 1954), entre autores relativamente recientes. Puede merecer nota esta afirmación de Appuhn: «On peut trouver surprenant que Spinoza, ni dans ses lettres, ni dans ses ouvrages postérieurs, ne fasse allusion d'une façon nette au Court Traité» (Notice previa a la trad. francesa del KV, cit., p. 22, n. 2); «il faut donc admettre que Spinoza considérait son premier ouvrage comme une ébauche trop imparfaite» (ibidem). En la controversia clásica del siglo XIX sobre el KV, Trendelenburg (Ueber die aufgefundenen Ergänzungen zu Spinoza's Werken, en Historische Beiträge zur Philosophie, Berlín, 1867, según noticia de Appuhn, ob. cit., p. 22) había llegado a atacar la autenticidad de las notas del KV como no siendo de la mano de Spinoza. En el prefacio a la primera ed. alemana del KV (Tübingen, 1870), Sigwart refutó esa acusación. La controversia más importante se mantuvo acerca de la autenticidad de los dos Diálogos intercalados en la parte I, o, por lo menos, acerca de su fecha de redacción. Acerca de todo esto, véase Appuhn, ob. cit., pp. 23 ss.
{95} En este sentido, el cartesianismo le habría suministrado los marcos técnicos para desarrollar sus ideas, originariamente al parecer monistas o panteístas. El Deus sive Natura está ya, desde luego, explícito en el KV (I, II, 12). Cfr. Siwek, ob. cit., pp. 38 ss.
{96} Cfr. Appuhn, Notice cit., pp. 27-28. [49]
{97} Spinoza afirma de sus PPhC: «Ego cuidam juveni, quam meas opiniones aperte docere nolebam, antehac dictaveram» (Ep., XIII, a Oldenburgh; Geb., IV, p. 63). Se trata del Casearius a quien Spinoza –por motivos ignorados– dio clase en Rijnsburg, y de cuya juventud (si no de su inteligencia) no tenía muy buena opinión: «…nullus nempe mihi magis odiosus, nec a quo magis severe curavi quam ab ipso quamobrem te omnesque notos monitos vellem ne ipsi meas opiniones communicetis nisi ubi ad maturiorem aetatem pervenerit, nimis adhuc est puer, parunque sibi constants, et magis novitatis quam veritatis studiosus» (Ep., IX, a De Vries; Geb., IV, p. 42). Más tarde, como se sabe, Casearius, clérigo en Malabar, se distinguió como colaborador en una importante obra de Botánica (cfr. Meinsma, ob. cit., p. 189).
{98} Meyer es más bien confuso cuando afirma, en un lugar: «Nec tantum in Axiomatibus proponendis, explicandisque, sed etiam in ipsis Propositionibus, caeterisque conclusionibus demonstrandis a Cartesio saepissime recedit…» y, más adelante, dice: «Cum enim discipulum suum Cartesii Philosophiam docere promisisset, religio ipsi fuit, ab ejus sententiae latum unguem discedere, aut quid, quod dogmatibus ejus aut non responderet, aut contrarium esset, dictare. Quamobrem judicat nemo, illum hic, aut sua, aut tantum ea, quae probat, docere» (Geb., I, p. 131; subrayados nuestros). Meyer puntualiza más adelante (pp. 132-33) que Spinoza se opone a Descartes, aunque no en el texto de la presente obra, en doctrinas tales como la de la «incapacidad humana para comprender ciertos misterios» (efectivamente, en el Apéndice de la parte I de la Etica, Spinoza llama asylum ignorantiae a la consideración según la cual «Dios está por encima de nuestra comprensión» [Geb., II, p. 81], crítica que va dirigida contra Descartes, según parece). Pero el caso es que incluso en el propio texto, al parecer (y según Meyer) «fielmente» cartesiano, de los Principia, hay resonancias puramente spinozistas bastante evidentes. Así, en la parte I: Prop. VII, Sch., Prop. IX, Sch. (donde Spinoza insinúa que la Extensión pueda ser atributo divino), Prop. XV, Sch. (con la afirmación tajante de que «el error no es nada positivo»), Prop. XVII, Cor., Prop. XX (donde la tesis de la preordenación divina de todas las cosas no va acompañada, como sí lo va en Descartes –cfr. Principes, I, 40; Adam-Tannery, IX-2, p. 42– de la afirmación del libre albedrío). Como dice Appuhn: «Tout en l'exposant (la doctrina cartesiana) en voit fort bien qu'il la juge, sait exactement a quel moment précis sa pensée propre cesse d'être d'accord avec celle de Descartes; cela bien entendu, est surtout apparent dans la première partie…» (Notice preliminar a la trad. de los Principia, ob. cit., p. 225). En cuanto a la segunda parte –la que contiene la física cartesiana– es cierto que las opiniones de Spinoza acerca de su validez fueron cambiando (ver, p. ej., Ep., XXXII, a Oldenburgh, donde Spinoza reconoce la falsedad de la sexta regla del choque –Geb. IV, p. l74–; en el TThP parece admitir Spinoza la tercera ley de la naturaleza, de Descartes –tal como éste la formuló en Principes, II, 40; A-T, IX-2, p. 86– aunque ello no implica la aceptación en concreto de las concretas leyes del choque que la desarrollaban). En sus últimas cartas a Tschirnhaus (Ep. LXXXI y LXXXIII; Geb. IV., pp. 332 y 334) Spinoza criticaba decididamente la mecánica cartesiana, anunciando una «nueva física», incoada –en cuanto a su orientación ontológica más general, pero sin desarrollo físico concreto– en los lemas post Prop. VIII de la segunda parte de la Etica. De esto hablaremos más adelante; digamos aquí que la mecánica y, sobre todo, el proyecto mecanicista cartesiano inspiró a Spinoza, y que incluso su doctrina de la forma de formas (contenida en los Lemas citados) no tendría por qué ser tan completamente anticartesiana, y tan «biológica, antimecanicista» como muchas veces se ha pretendido (infra, cap. IV).
{99} K. Fischer, Spinoza (4ª ed., Heidelberg, 1899, pp. 306 y ss.); J. Freudenthal, Spinoza und die Scholastik, cit., pp. 83-138. Discusión prolongada en sus respectivos discípulos Wielinga (Spinozas C.M. als Anhang zu seiner Darstellung der Cartesianiscber Prinzipienlehre, Heidelberg, 1899) y Lewkowitz (Spinozas Cogitata Metaphysica, Breslau, 1902).
{100} Para Dunin-Borkowski (Aus den Tagen Spinozas, cit., I, p. 298 y s.) los [50] Cogitata serían escolástica tardía, «usada» por Spinoza sin creer, propiamente, en ella. Ya vimos más arriba (nota 22) cómo Suárez estaba presente en esa influencia.
{101} Parkinson, ob. cit., p. 6; cita en apoyo Eth. I, Prop. XIX Sch., y fragmentos de las Ep. XIX, XXI, XXXV, XL, L y LVIII. En igual sentido Hallett, Aeternitas cit., pp. 64-65, defiende la genuinidad espinozista de ambas obras.
{102} CM, II, cap. V. Sobre la conexión Suárez-Descartes-Spinoza en torno a las clases de distinción, cfr. Deleuze, Spinoza et le problème de l'expression (París, Minuit, 1968), pp. 22-31. En los CM, la terminología, y el sentido de la clasificación de las distinciones son, evidentemente, cartesianos (cfr. Descartes, Principes, I, 53, 60-61-62 (A-T, IX-2, pp. 48 y 51-52-53).
{103} C. De Deugd ha criticado la minusvaloración de estas obras, actitud que atribuye a una equivocada tradición exegética germánica (cfr. The significance… cit., pp. 10-14).
{104} Véase H. H. Joachim, Spinoza's Tractatus de Intellectus Emendatione. A Commentary (Oxford, Clarendon Press, 1940), pp. 11-14. Joachim da un elenco de textos del DIE «reelaborados» por la Etica; así Eth. IV Praef. (sobre el bien y el mal), Eth. II, Prop. XVIII (sobre la memoria); o II, XXI Sch., y XLIII Sch. (sobre cuestiones en torno a «Idea e ideatum», idea ideae, criterio de verdad, &c.).
{105} A. Darbon, Etudes spinozistes (París, P.U.F., 1946), pp. 11-68; en especial, 55-56. Sin duda, todo este problema está ligado al de la redacción de lo que Spinoza estimó que iba a ser su Philosophia (de la que el DIE podría haber sido una introducción: véase Freudenthal, Spinoza Leben und Lebre, cit., pp. 107-8). La tesis de Freudenthal ha sido criticada y, sin duda, la interpretación de la Ep. VI, en que se basa, es muy difícil. Pero parece plausible pensar que el DIE quedó como «obra suelta» al autonomizarse cada vez más aquella Philosophia que acabaría llamándose Etica.
{106} Como se sabe, el juicio condenatorio de Spinoza sobre la horda, instigada por el partido orangista clerical-puritano, que asesinó a los hermanos de Witt, ha sido recogido por Leibniz: «J'ai passé quelques heures aprés dîner avec Spinosa; il me dit qu'il avait été porté, la jour des massacres de MM. de Witt, de sortir la nuit et d'afficher quelque part, proche du lieu des massacres un papier où il y aurait ultimi barbarorum…» (carta al abate Galloys de febrero de 1977; apud Friedmamn, Leibniz et Spinoza cit., p. 79). El pasaje abona las opiniones de algunos (cfr., p. ej., Siwek, ob. cit., p. 94) como indicio de un necesario cambio de actitud de Spinoza hacia «el pueblo». Pero, aunque quienes asesinaron a los Witt no podían ser simpáticos a Spinoza, éste siguió sosteniendo ser la democracia el régimen más perfecto, porque en esta apreciación no entraban para nada simpatías hacia «el pueblo» –que Spinoza probablemente no experimentaba– sino desarrollo racional de ciertos principios.
{107} Una enérgica reafirmación reciente del «democratismo» de Spinoza se contiene en R. Mac Shea, The political philosophy of Spinoza (New York, Columbia U.P., 1968): «Spinoza's defense of De Witt regime and of dispersed aristocracy has been mistaken for a shift from the preference for democracy evinced in the Tractatus Theologico-politicus to a preference for aristocracy in the Tractatus politicus. As we shall show, only the most casual reading could bring about such a belief; a more exact study of the text shows quite the opposite» (p. 123): cfr. págs. siguientes, hasta la 135.
{108} En el TP hay textos como éstos: «…qui credunt posse fieri, ut unus solus summum Civitatis Jus obtineat, longe errant. Jus enim sola potentia determinatur (…) at unius hominis potentia longe impar est tantae moli sustinendae» (c. VI; Geb. III, p. 298). Por eso, «…imperium, quod absolute Monarchicum esse creditur, sit revera in praxi Aristocraticum» (ibidem). De acuerdo con esa imposibilidad de que sea auténticamente «absoluto» el poder del monarca (lo cual es percibido por Spinoza como un inconveniente), Spinoza añade, hablando de la Aristocracia, en el cap. VIII: pues hemos dicho que el poder de un hombre no basta a llevar la carga del Estado, esa afirmación «sine manifesto aliquo absurdo de Concilio satis magno enunciare nemo potest» (Geb. III, p. 325). Por eso, «imperium, quod in Concilium satis [51] magnum transfertur, absolutum esse, vel ad absolutum maxime accedere» (ibidem). Ahora bien, el poder aristocrático, aun aproximándose al «absoluto» –y a significar, así, la máxima expresión de la soberanía, entendida como potencia– se da alguna razón por la que «in praxi absolutum non sit», y esta razón es la ocasional oposición del pueblo (pp. 325-26). Pues bien: cuando Spinoza empieza su inconclusa disertación sobre la Democracia, dice: «Transeo tandem ad tertium, et omnino absolutum imperium, quod Dernocraticum appellamus» (p. 358, subr. nuestro). Hay, como se ve, una clarísima gradación ascendente, de menor a mayor «absolutez», en el TP, gradación que lo es también de «plenitud de esencia», pues, como ha dicho, el derecho se determina por el poder, y así, la Democracia es más auténticamente «potente», o sea, tiene «más derecho» (es más «Estado», aunque todos lo sean) que las otras formas. Creo que el profesor Tierno Galván no da todo su valor a la igualdad «esencia = potencia» cuando confiesa no entender (ver nota de la p. 214 de su traducción del TP) la cuestión de la «absolutez» del poder en las relaciones «aristocracia-pueblo». Cuando Spinoza dice que, bajo la Aristocracia, el poder no retorna al pueblo (salvo que… efectivamente, retorne, pues la muchedumbre impone miedo, en ocasiones, a la oligarquía), quiere decir que es improbable que retorne, pero no lo «prohibe en abstracto» (¿cómo podría hacerlo?). Tierno sobreentiende –parece– que si el pueblo tiene «derecho», como dice Spinoza, a transmitir ese poder, no se ve por qué no va a tener «derecho» (así, en abstracto) a revocar el poder de los oligarcas: Spinoza estaría errado en ese punto. Pero Spinoza no piensa los «derechos» en abstracto, sino que piensa en efectivo poder. Por eso la Democracia es «completamente absoluta»; porque su concepto envuelve la unión de los poderes particulares –de todos–, y así, el poder no puede sentirse coaccionado desde algo externo a él, pues que no hay nada externo a él. Tierno tampoco parece haber visto bien la concepción del «derecho» como «fuerza» (el democratismo de Spinoza es realista, y no incluye la menor complacencia hacía el vulgo) cuando, en su traducción del TThP (p. 56) vierte como «derecho sobre todo» lo que en Spinoza es «ius ad omnia» (cfr. Geb., III, p. 189), en cuanto interpretación del «derecho natural»; ver eso como un ius ad rem –más bien que el estático ius in re– implicaría una concepción dinámica de la esencia (últimamente puesta de relieve como fundamento del reconocimiento spinozista de la dimensión histórica) que la traducción de Tierno, por tantos conceptos meritoria, no recoge aquí con claridad.
{109} A. Rivaud (Histoire de la philosophie, cit., p. 274) se ha referido a la ironía de Spinoza en estas materias. Clásicamente, Van der Linde (Spinozas Lehre und deren Nachtvirkung in Holland, Götingen, 1862) ya habría hablado de «hipocresía»; en cambio, Menzel (Spinoza und die Collegianten, en Archiv f. Geschichte d. Ph., XV (1902), pp. 277-98) habría sostenido que Spinoza era «cristiano de corazón»… Freudenthal (Spinoza Leben und Lehre, cit., I, cap, VII) habría restringido los alcances «spinozistas» del TThP. Más recientemente, Hubbeling (ob. cit.) en la línea de la reivindicación del pensamiento político de Spinoza (común hoy sobre todo entre autores franceses) parte del reconocimiento spinoziano de las pasiones como realidades para sostener la autenticidad spinozista del TThP. «The state where we have to deal with the emotions and passions of the great masses of people cannot be built en reason alone…» (p. 5). Y ocuparse de esos temas es ocuparse, también, de realidades.
{110} Cfr. DIE, Geb., II, p. 9: «deinde formare talem societatem qualis est desideranda, ut quamplurimi quam facilline, et secure eo perveniant».
{111} En el sentido de la «implantación gnóstica» de la filosofía a que G. Bueno se ha referido (Cfr. El concepto de «implantación de la conciencia filosófica». Implantación gnóstica e implantación política, en Homenaje a Aranguren, Madrid, Revista de Occidente, 1972, pp. 37-71).
{112} La célebre Prop. LXXIII del Libro IV de la Etica (Geb. II, p. 264).
{113} Kolakowski, P. Bayle critique de la métapbysique spinoziste de la Substance (en Pierre Bayle: le philosophe de Rotterdam, Amsterdam-París, Elsevier-Vrin, 1959), p. 80, n. 34.
{ Texto según la edición impresa: Vidal Peña, El materialismo de Spinoza, Madrid 1974, páginas 13-51 0 · 1 · 2 · 3 · 4 · 5 · 6 · 7 }