Filosofía en español 
Filosofía en español

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Filosofía de la música,

o exposición de los caracteres de lo bello en música,
por Mr. Fetis,
director del Conservatorio de Bruselas.

Traducido por R. M.

Valencia 1852
Imprenta de José Rius, Calle del Milagro

 
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Advertencia del traductor

La lectura de los concienzudos escritos del erudito y sabio Mr. Fetis, colaborador de la Gaceta musical de París y autor de diferentes obras teóricas y prácticas de música, nos ha sugerido varias veces la idea de lo útil que sería publicar algunas de las series de sus artículos insertos en aquel acreditado periódico, que después de diez y nueve años de existencia continúa siendo el órgano de la inteligencia musical europea desde París, centro de las bellas artes. El temor de que los elocuentes discursos del músico-filósofo desmerecieran con nuestra traducción nos ha detenido siempre, pero ahora no hemos podido prescindir de ceder al entusiasmo que nos ha excitado la lectura de su brillante improvisación sobre los caracteres de lo bello en música, que bajo el título de Filosofía de la música ha publicado el expresado periódico, y deponiendo nuestra natural desconfianza, lo presentamos traducido en este opúsculo persuadidos de su innegable utilidad para dirigirnos en nuestros juicios respecto de un arte que siendo admirado de todos es conocido a fondo por muy pocos. Sin pretensión de ninguna especie solo deseamos, que adquiriendo la mayor publicidad esta elocuente y lacónica exposición de la belleza musical, se difundan entre nosotros las sabias máximas del profundo director del Conservatorio de música de Bruselas.

 

Filosofía de la música

La Gaceta musical ha dado a conocer muchas veces a sus lectores la existencia de un círculo artístico establecido en Bruselas, sociedad de hombres escogidos que se han propuesto propagar el gusto del arte en Bélgica, y entre los cuales hay muchos individuos contados entre los talentos más sobresalientes del país en pintura, escultura, arquitectura, música, literatura y ciencias. En ciertos días la sociedad se reúne para asistir a las sesiones artísticas, literarias o científicas, admitiendo en estas asambleas a los extranjeros de distinción.

Este círculo no había echado en olvido el entusiasmo que Mr. Fetis excitó hacía dos años en un curso de cinco sesiones, cuyo objeto fue hacer un sumario de la historia de la música; verdaderos conciertos históricos, cuyas piezas, escogidas entre las más selectas que ha producido el arte, [6] fueron ejecutadas con la mayor perfección por los profesores y discípulos del conservatorio. Desde entonces Mr. Fetis había sido invitado repetidas veces y con interés, para la repetición de sesiones del mismo género, pero demasiado ocupado con sus tareas y los deberes de su posición, no había podido condescender con los deseos de sus colegas. Por fin, cediendo a sus instancias, ha dado recientemente una sesión no menos interesante que las anteriores, y que fue acogida con entusiastas y unánimes aplausos.

Habiendo transcrito la improvisación del profesor, creemos que su reproducción será grata a nuestros lectores. Mr. Fetis, acogido con demostraciones inequívocas de simpatía a su entrada en el salón, se produjo en estos términos:

Señores: Me propongo investigar en esta conferencia cuáles son los caracteres de lo bello en la música, y al efecto tendré el gusto de hacer oír a ustedes en apoyo de mis ideas sobre este punto, algunos fragmentos célebres, pertenecientes a diversas épocas y de diferente carácter estético. Pero antes de entrar en el asunto especial de que voy a ocuparme, es necesario que presente a ustedes algunas consideraciones generales sobre el origen de la idea que tenemos de lo bello, sobre la imaginación que la realiza, y sobre los actos que son su resultado. Sin estos preliminares me sería difícil evitar la oscuridad de lenguaje en la exposición de la teoría de lo bello en la música.

Una antigua opinión, erigida en principio por el abate Batteux, Burke, Diderot y algunos otros, pretende que las artes tengan por objeto la imitación de la naturaleza. [7] Esta opinión dimana de un sistema filosófico que todo lo hace procedente de los sentidos. Confío poder demostrar a ustedes que en su significado riguroso, esta opinión no tiene otro fundamento sino una preocupación. El hombre no es el copista de la naturaleza: se inspira a la vista de ella y le roba sus formas para componer obras que solo debe a su propio genio. Si el artista no tuviera por objeto de su obra mas que la imitación de la naturaleza, su trabajo sería para él un manantial de decepciones y desesperación, porque la vida real que anima a la naturaleza, dará siempre al modelo una incomparable superioridad sobre la copia.

Admitiendo esta imitación por término de las artes, se supone que la ilusión es el último resultado de lo perfecto, lo cual dista mucho de la verdad. Si se quiere la prueba de ello, recuérdese el Diorama, en el cual la perspectiva produce un grado tal de ilusión, que jamás se encuentra en la verdadera pintura. Todos los objetos se presentan en relieve y parece que la mano va a tocarlos. Sin embargo ¿quién ha pensado nunca en comparar las pinturas de un Diorama con los cuadros que forman la gloria de los grandes pintores sino el vulgo cuyos sentidos están más ejercitados que su inteligencia y su sensibilidad? Lejos de ser el Diorama la perfección de la pintura por la exacta imitación de la naturaleza, se halla por el contrario en un grado muy inferior, solo porque su objeto está reducido a la ilusión, y lo prueba el que la naturaleza orgánica no puede presentarse en sus cuadros mas que en el estado de cadáver. El hombre representado en ellos no tiene movimiento ni vida, dejando con ello destruida la ilusión. Así es que nadie ha [8] reparado nunca en que los personajes tampoco se mueven en los cuadros de los grandes pintores, porque éstos les han dado el movimiento y la vida del arte que no es el de la naturaleza.

Examinadas de un modo superficial la pintura y la escultura, han podido producir la falsa doctrina que acabo de combatir; pero el principio de imitación que ofrece alguna verosimilitud aplicado a las artes figurativas, no tiene cabida cuando se trata de las que no se dirigen a los ojos como la música y la poesía. El poeta ¿no es el que crea el edificio aéreo de lo ideal y lo bello, no de la nada (porque esto le es imposible al hombre) sino de los imperfectos materiales que le suministra el mundo exterior? ¿No es verdad que en este sentido llamamos nosotros poetas a un gran pintor y a un gran músico?

El hombre, no hay duda, tiene necesidad de observar y estudiar la naturaleza para adquirir el conocimiento reflexivo de los tipos que le sugiere la razón; tipos que ha de copiar por medio de la imaginación y con el auxilio del arte. En tal concepto las ideas estéticas están en las condiciones comunes a toda idea racional y en la categoría de un gran número de nociones que no se derivan directamente de los sentidos, y que sin embargo no pueden emplearse con lucidez si la sensibilidad no se pone en acción y no está afectada por los objetos análogos a las concepciones del ingenio. Así es que la acción de la naturaleza sobre los sentidos, no nos engendra ideas para el arte: se concreta a despertarlas y hace en tal concepto las veces de simple ocasión y no de una causa eficiente. [9]

El mundo exterior que nos hace conocer las formas de los objetos, no nos sugiere ninguna de las ideas generales por las que podamos apreciarlos. Tal objeto es un árbol, tal otro un peñasco; obsérvense atentamente y se aprenderá a distinguir los detalles de su conformación, pero en vano se contemplarán durante siglos enteros, nunca se sacará la idea de lo bello, porque las cosas no pueden dar mas que lo que tienen en sí. De una cosa material no puede salir una idea. ¿Se dirá que la idea de lo bello puede nacer de la comparación de los objetos entre sí? En este caso entre la diversidad de objetos que se presentan a la vista ¿quién nos enseñará a distinguir dónde está la belleza y dónde la deformidad? ¿Bastará recurrir a las proporciones para explicar el juicio estético? Con ello no se obtendrá mejor la explicación del fenómeno, porque ¿cuál es el medio de conocer las proporciones que forman la belleza del rostro por ejemplo? No será sin duda la experiencia, porque la naturaleza no nos presenta jamás un rostro dotado de una perfecta belleza. Supongamos, sin embargo, que exista este bello modelo y que hayamos tenido la fortuna de encontrarlo; ¿cómo sabremos que este rostro privilegiado es más perfecto que los otros? A su vista formaremos el juicio que será indudablemente dictado por una voz secreta que nos obligará a decir: esto es hermoso. Pero ¿qué es esta voz interior sino la intuición mental de un tipo cuya semejanza con el objeto externo nos revela la perfección de éste? Pues ese tipo es el que existiendo en el alma del pintor y del estatuario, precede a la manifestación del objeto en que se realiza y que solo puede obtenerse en el momento en que ese objeto aparece: [10] ese objeto es para mí el que hace comprender al artista en sus modelos, qué es lo que posee el carácter de belleza, lo que está desprovisto de ella y le hace escoger de uno tal parte, de otro tal otra, para formar el ser ideal que ha concebido. Si la noción de la belleza no naciese de él, es evidente que la elección sería imposible.

La imaginación que tiene por objeto presentar lo ideal por lo real, es la facultad estética por excelencia. La imaginación sola es la que percibe el carácter de lo bello y lo determina. La misma relación que existe entre los tres objetos, la verdad, la belleza y la realidad, se encuentra entre las tres facultades de la organización humana, la razón, la imaginación y la sensibilidad. La imaginación que contempla lo bello y que lo realiza por las síntesis de lo ideal y de lo real, no completa su obra sino en tanto que la razón la ilumina. La belleza se funda en una relación, y no puede existir relación más que entre dos términos al menos; si se suprime lo ideal o lo real, la belleza se desvanece, y por otra parte si se suprime la razón o la sensibilidad, la imaginación resulta imposible. Sin embargo, es menester no confundir la imaginación con sus condiciones esenciales, ni la belleza con los elementos que la constituyen. Resulta, pues, que se incurriría en igual error fundando la teoría de lo bello en la razón pura, que haciéndolo entrar únicamente en el dominio de la sensibilidad.

La imaginación no completa su obra, sino con el auxilio de una multitud de facultades de que va incesantemente acompañada y que son o sus condiciones, o sus auxiliares. La obra del poeta o del artista lo supone todo reunido; [11] la sensibilidad que experimenta las impresiones y percibe las imágenes, la memoria imaginativa que las recoge y las conserva, la abstracción que las generaliza, el gusto que las depura, la razón que concibe el pensamiento superior tipo e ideal de la obra entera, la imaginación propiamente dicha que traduce en símbolo la concepción metafísica, y en fin, el esfuerzo de la voluntad que combina los diversos elementos y forma un todo armonioso, una verdadera composición. El predominio de alguna de estas facultades explica las variedades de la imaginación. Las hay que se distinguen por un vivo sentimiento y por una fiel representación de la realidad hasta tal punto, que la parte ideal apenas se deja conocer. En otras la concepción es fuerte, pero el gusto tiene muy poca parte, y la ejecución se resiente de la falta de éste. En ciertas imaginaciones el sentimiento exaltado de lo ideal, destruye las impresiones de la realidad, y en sus obras la metafísica ahoga la pasión. En fin, hay imaginaciones que perciben la relación de lo ideal y de lo real, en esa perfecta medida y en esa armonía llena de atractivo y de fuerza, que constituye la belleza por excelencia. Debo confesarlo, cuando pienso en estas imaginaciones privilegiadas, no puedo menos de recordar los nombres de Rafael y de Mozart.

Lo que se observa en la diversa participación de las facultades de que dependen las diferentes imaginaciones creadoras, es exactamente parecido a lo que sucede en la audición o a la vista de las obras del arte. La variedad de gustos y de pareceres entre los hombres impresionados por estas obras, nace precisamente de la desigualdad de sus facultades estéticas. Cuando domina una u otra de estas facultades, [12] debilita las otras y determina en su consecuencia el carácter de la impresión y el juicio que ésta produce. Añadiré aun, que todas nuestras facultades se desarrollan con el ejercicio, y que dejándolas en inacción se paralizan; lo cual explica por qué las mejores obras del arte dejan impasibles a ciertas individualidades que no se han perfeccionado con la contemplación de lo bello.

Si pudiera disponer de más tiempo explicaría a mi inteligente auditorio, cómo el artista dominador de la naturaleza en la concepción de su obra, se hace su esclavo en la ejecución; cómo la destreza, por grande que sea, hace traición al sentimiento por impotencia; cómo lo convencional toma algunas veces el lugar de lo ideal y de lo verdadero; en fin, cómo el arte puede degenerar en operaciones prácticas; pero deseo llegar al objeto principal de esta sesión, y para lo que me resta que decir bástame haber establecido anteriormente la relación íntima de lo ideal y de lo real en las obras del arte, que tienen por objeto las representaciones exteriores o la impresión de determinadas ideas.

La materia que me queda que dilucidar es más difícil; tanto, que los mas grandes filósofos de la antigüedad y de los tiempos modernos no han acertado a explicarla o no se han atrevido a ello. Persuadidos de que la música produce con los sonidos lo que la pintura con el lápiz y los colores, la escultura con el mármol y la poesía con la palabra; la mayor parte de los autores que han escrito sobre estética han considerado la música como idéntica en su objeto a estas artes o le han designado un rango mas inferior, reduciendo su importancia a lo que se llama un arte de adorno, [13] y suponiendo que su acción se reduce a un simple juego de sensaciones. El mismo Kant, desconociendo el principio y el objeto de la música, ha incurrido en el error de los filósofos sensualistas. ¿Qué mas diré? Hegel, fogoso adversario del mundo real, apóstol de la creación absoluta por el ingenio del hombre, esa gran cabeza pensadora que ha dado pruebas de tanta profundidad y de tanta sagacidad en sus lecciones sobre la estética, no parece haber comprendido ni el principio ni la misión de la música en el dominio de lo bello. Respecto de los que reconocen en este arte una mira más elevada que la de halagar los sentidos, hallándose perplejos acerca del modo como lo ideal se pone en relación con la sensibilidad, no han hablado sino en términos vagos que manifiestan su incertidumbre. Procuraré investigar los misterios que encierra esta materia y establecer sobre una base más sólida la teoría de lo bello en la música.

La opinión general pretende que el oído es el lugar donde se verifican los fenómenos acústicos, pero este órgano no es mas que un aparato de percepción, porque si fuera de otro modo no bastaría que estuviera organizado como un instrumento músico para procurarnos goces como han pretendido Vesale, Mengoli, Morel, Duverney, Valsalva, Dumas y otros muchos; debería ser además susceptible de atención, de discernimiento, de análisis, de reflexión y de juicio. Todo sonido tomado aisladamente está afinado: todo oído que lo percibe lo está igualmente, porque un sonido no cambia de naturaleza al verificarse su repercusión en el conducto auditivo. Lo que puede ser afinado o desafinado, es la relación de un sonido con otro; luego únicamente [14] el espíritu juzga de esta relación según lo mejor o peor organizado que está para apreciarla debidamente. El placer que produce la sucesión o simultaneidad de muchos sonidos es pues puramente intelectual. Voy a decir cómo puede resultar al mismo tiempo sentimental.

Una serie de sonidos cuya relación se comprende con facilidad por la inteligencia, compone una fórmula de tonalidad que se designa con el nombre de escala. Todos los sonidos que contiene esta escala tienen relaciones homogéneas y armoniosas, bien se dispongan en un orden sucesivo para formar las melodías, bien se las reúna a elección en acordes simultáneos. Si los sonidos que pertenecen a otras escalas y que por consiguiente componen otros órdenes de tonalidad viniesen a mezclarse con aquellos, las relaciones serían falsas y la inteligencia turbada en sus percepciones obraría de un modo penoso sobre la sensibilidad.

Este efecto se nota en lo que comúnmente se llama cantar o tocar desafinado. El cantante o instrumentista que produce esta impresión desagradable, no hace más que mezclar con los sonidos que constituyen la escala otros, que son extraños a ella, bien sea por efecto de una organización viciosa que le hace cantar demasiado alto, bien por cansancio del órgano que le hace cantar demasiado bajo, o bien en fin tratándose de un instrumentista, porque el instrumento está mal templado.

Se ve, pues, que el efecto armonioso de los sonidos, sea en el orden sucesivo, sea en el orden momentáneo, resulta únicamente de las relaciones que solo pueden ser apreciadas por la inteligencia. Luego el tipo de estas relaciones [15] existe primitivamente en el alma, porque la producción de los fenómenos sonoros en el órgano auditivo, es solo la ocasión que los despierta y los hace perceptibles. Estas relaciones son las que en el estado salvaje dirigen la voz de los pueblos y regulan la afinidad de los sonidos de que se componen sus cantos primitivos.

Los sonidos, de cualquiera clase que sean, tienen cierta duración; se producen, pues, con el tiempo; luego el tiempo es el elemento de la música como el espacio es el de la arquitectura. La duración de los sonidos como fracciones del tiempo tienen entre sí relaciones parecidas a las de la entonación. Estas relaciones son apreciadas por la inteligencia del mismo modo que las de la afinación de los sonidos entre sí; y ¡cosa notable! las apreciaciones de estos dos géneros de relación son coexistentes: cualesquiera que sean las complicaciones de estos cálculos simultáneos, el alma los realiza con la velocidad del rayo. Si así no fuese, sería absolutamente imposible el comprender la significación de una obra ejecutada por un gran número de voces o de instrumentos. Si los sonidos se sucediesen por medio de duraciones desiguales que no tuvieran relación entre ellas, y que tampoco estuvieran en proporciones asequibles y fáciles, el alma se encontraría turbada para formar juicio y obraría además de un modo penoso sobre la sensibilidad: en resumen, no habría música posible, porque solo un orden regular de duración en los sonidos hace que la melodía y la armonía adquieran un carácter determinado y que la música nos conmueva. La sensación que produce la regular disposición de los diversos valores de los sonidos no [16] nos es inspirada por la forma exterior, porque según la observación exacta de Kant, el tiempo es la forma comprensible de los sentidos internos como el espacio es la de los sentidos externos. Luego podrá decirse que la verdadera medida de la duración deriva del alma, así como el sentimiento de la relación de las entonaciones; lo cual justifica este dicho de Leibniz: la música es un cálculo secreto que hace el alma sin apercibirse de ello. Sin embargo vamos a ver cómo este cálculo solo constituye las condiciones de la belleza en las formas del arte y cómo este género de belleza no es más que el contingente de la belleza ideal que tiene un principio más elevado.

He dicho antes que la melodía y la armonía tienen una significación determinada por medio del arreglo regular de su duración: es decir, de la duración relativa de los sonidos y de su duración absoluta. La relación relativa es la comparación de dos sonidos, de los cuales el uno tiene una duración doble, triple, cuádruple, &c. que el otro, o no tiene sino la mitad, la tercera, la cuarta parte, &c. Luego el tiempo musical está limitado como todo lo que afecta la sensibilidad. Supongamos, pues, que la unidad limitada del tiempo sea igual a un minuto: esta unidad podrá dividirse en fracciones más o menos pequeñas representadas por duraciones de sonidos, y la suma de éstas igualará a la unidad. Si la suma de las fracciones fuese mayor o menor que la unidad de una duración cualquiera, la relación sería falsa y quedaría lastimada la sensación de la medida del tiempo, que es de la esencia del alma. Ahora bien, si el restablecimiento de la igualdad de unidad no se [17] verifica sino al expirar la duración de un minuto, la relación será muy difícil de apreciar por la inteligencia y la impresión de la música en el alma, muy vaga: de ahí, pues, la necesidad de volver con más frecuencia al punto comparativo entre las diversas fracciones de la duración para formar divisiones regularizadas de la gran unidad. Estas divisiones regularizadas del tiempo musical se llaman compases y las divisiones de éstos se designan con el nombre de tiempos del compás. La igualdad del compás y la regularidad de sus tiempos, son pues la condición de toda música; condición inseparable de las sucesiones melódicas y armónicas.

La impresión de la música es más profunda y las relaciones de la duración de los sonidos resultan más fáciles de comprender, cuando las diferencias de la duración forman sucesiones simétricas a las cuales se les ha dado el nombre de ritmos. Las duraciones relativamente largas o breves, dispuestas en un orden regular y continuado, tienen independientemente del encanto que producen en la inteligencia sus relaciones simétricas, un efecto irresistible sobre el sistema nervioso. Tales son los ritmos continuos y regulares de los tiempos iguales y desiguales, por ejemplo, de una duración larga seguida de dos breves, o de dos breves seguidas de una larga o una larga y una breve alternativamente, &c. La influencia del ritmo sobre la organización física, se nota muy especialmente en el baile. Bien conocido es el efecto irresistible que produce también en los soldados el ritmo igual llamado paso de ataque, cuando marchan contra el enemigo. [18]

El tiempo no entra solamente en la música en el concepto de duración relativa, entra también como duración absoluta, determinada por el movimiento de la sucesión de los sonidos, que puede ser vivo, lento o moderado. Del movimiento depende absolutamente el carácter de la música, y tal es su influencia en este concepto, que una misma melodía puede parecer sucesivamente tierna, melancólica, alegre y hasta jocosa, según la lentitud o rapidez de su movimiento. En la concepción de la música el movimiento es, pues, uno de los elementos del pensamiento del autor, inseparable de la creación de la idea melódica: por él toma el ritmo un carácter determinado y ejerce todo su imperio. En fin, el movimiento rítmico es a la música lo que el colorido a la pintura.

Los atributos de los sonidos no están todos en la entonación y en la duración: a éstos se han de unir todavía el timbre y el acento. El timbre es la calidad específica de las voces o de los instrumentos que determina su carácter y obra particularmente sobre la sensibilidad. Por eso los sonidos de la trompeta tienen brillantez, los de la trompa rotundidad, los de la flauta dulzura y suavidad, y los de los instrumentos de lengua, cierta dureza. El modo de emitir los sonidos introduce también variedades en el timbre de un mismo aparato sonoro: por ejemplo, la voz de pecho, mixta y de falsete, constituye otras tantas diferencias de timbre en el mismo órgano vocal, y por las diferentes impresiones que produce, llena sus especiales funciones en la expresión de la música. Así es también como la misma cuerda sonora puesta en vibración por el roce, la percusión [19] o el punteado, produce, con la diferencia de timbres, muy diversas impresiones. Recogidos por la memoria imaginativa del compositor estos hechos acústicos se convierten en otros tantos agentes expresivos de su creación ideal.

¿Tendré necesidad de definir el acento? Nadie ignora que el acento es en la música y el lenguaje, lo que el gesto en la pantomima, es decir, la manifestación inmediata y sensible de los sentimientos y de las emociones apasionadas. El acento consiste en subir o bajar la entonación de la voz. Estas modificaciones del órgano, indeterminadas en el lenguaje común, se miden con toda exactitud en la música. Diré después cómo el inesperado descubrimiento de una relación armónica, realizó de repente, en lo que respecta al acento musical, las previsiones ideales de algunos artistas de genio, y cómo produjo una de las más notables trasformaciones que nos presenta la historia del arte.

Hay en fin en la música otro género de acento, que consiste en las modificaciones de la intensidad de los sonidos, es decir, en el traspaso del fuerte al piano y del piano al fuerte, sea inmediato, sea progresivo. Este acento, cuya acción obra sobre la sensibilidad, se combina muchas veces con el que nace de las modificaciones de la entonación.

He aquí, pues, todos los elementos con los cuales puede realizar el artista lo bello en la música, a saber: la diversidad en las entonaciones de los sonidos, la diversidad en su duración, su timbre, su intensidad y el acento, que es, por decirlo así, la vida. Dos de estos elementos, la entonación y la duración, están a la vez bajo el dominio de la sensibilidad y de la inteligencia. Los otros tres, el timbre, [20] la intensidad y el acento, constituyen más especialmente los elementos sensibles por la sola razón de que son simples y no implican la concepción de las relaciones. La habilidad del artista consiste en combinar estos elementos para formar una composición completa, en la cual la sucesión melódica de los sonidos, su agregación armónica y su cadencia rítmica, despierten en la inteligencia la idea de un todo perfectamente proporcionado y afecten la sensibilidad con el auxilio de una buena elección de timbres, de acento y de las modificaciones de la intensidad.

¿Pero toda la música está concretada a esta armoniosa combinación de sus elementos sensibles e intelectuales? ¿Basta esta combinación para hacer que vibre en nuestra alma esa voz secreta que nos obliga a decir esto es hermoso? De ningún modo. La más perfecta combinación de todos los elementos que acabo de enumerar, no es para la música sino lo que la pureza del lenguaje y el mecanismo de la versificación para la poesía. ¿Quién no ha oído lo que en términos facultativos se llama “música bien hecha”? Si evocamos nuestros recuerdos, veremos que en ella nada había que repugnase a la acción lógica de los sonidos, los cuales se sucedían bajo formas periódicas y regulares sin estar desprovistas de cierta melodía; su armonía era correcta y se notaba habilidad en la disposición de las voces y de los instrumentos. Sin embargo, al oír esta música el corazón no se conmueve y se distrae la atención. ¿Qué le falta, pues? En esta pregunta se encierra toda la dificultad de la teoría estética de la música: añadiré algunas palabras más y tal vez lograré resolverla. [21]

Como dije antes, la armoniosa combinación de los elementos de la música es a este arte lo que la pureza del lenguaje y el mecanismo de la versificación a la poesía, lo cual parece que establezca alguna analogía entre estas dos artes; pero la poesía, bien sea religiosa, alegórica, histórica, descriptiva y aun fantástica, tiene siempre por objeto nociones generales, sentimientos determinados, hechos o ficciones; porque de otro modo sería absolutamente ininteligible. La música no tiene nada de esto; nunca toma su asunto del mundo exterior; los hechos no existen para ella; la realidad no es su dominio; ignora lo que pertenece al conocimiento, y de las ideas determinadas no toma sino lo abstracto. La imaginación, apoderándose de esto, de los sentimientos y de las pasiones, las trasforma en imágenes armónicas. La grandeza, la fuerza, la gracia, el candor, la alegría, la tristeza, el amor y sus éxtasis, los celos y sus agitaciones, son los asuntos que expresa la música. En ellos es en donde triunfa y donde su poder sobrepuja al de las otras artes. Como se ve, pues, el músico coloca su teatro en el alma, es decir, en ese principio vital que siente, que piensa y que desea: toma al hombre por objeto de su obra, pero al hombre considerado como inteligencia y como sentimiento. En esto es en lo que la música difiere de las artes plásticas y aun de la poesía, y por ello es la única que puede calificarse de trascendental.

Pero se dirá ¿cómo puede el músico expresar todo lo que acabáis de enumerar con sonidos que solo tienen una significación tonal y cronométrica? Este es el secreto del arte; y me basta acudir al testimonio de ustedes mismos; [22] para probar la realidad del hecho. ¿Cuántas veces no les habrá sucedido a ustedes exclamar al oír una sinfonía de Beethoven o de Mozart, cuyo asunto se ignoraba: ¡Qué hermoso es esto! ¡qué magnífico! ¡qué energía, o qué gracia tiene esta música! ¿Qué significan semejantes exclamaciones, sino que esas ideas de belleza, de grandiosidad, de energía y de gracia se han despertado en ustedes al oír esa música, y por consiguiente que ha habido acuerdo entre las facultades creadoras del compositor y las que presidian a las impresiones recibidas de su obra? No hay duda que esta conformidad no existe siempre, porque si entre los compositores hay imaginaciones que se complacen en desarrollar una idea única, hay otras por el contrario más ricas de invención, pero menos arregladas al gusto y a la experiencia, las cuales se muestran pródigas de ideas en sus obras y las dejan más o menos imperfectas por falta de desarrollo y sujeción a las repeticiones periódicas. Si bien hay imaginaciones que sobresalen en la expresión de la energía, hay otras cuyas tendencias son siempre graciosas. Ciertas imaginaciones sublimes conciben el arte bajo el punto de vista absolutamente ideal y solo se complacen en las composiciones instrumentales o religiosas, mientras que otras tienen necesidad de un asunto dramático para exaltarse y no les gusta más que la ópera. Sería nunca acabar el empeñarse en dar una idea de todas las variedades de organización imaginativa cuyos resultados se traslucen en las obras de los músicos: pues las mismas variedades existen en los que ejecutan la música y el auditorio. De ello resulta el desacuerdo de las impresiones recibidas y el [23] antagonismo de opinión sobre las obras de los artistas. Las cualidades de estas obras no se aprecian en su justo valor hasta que hay conformidad perfecta entre el carácter de la imaginación creadora del compositor y la imaginación reflexiva del individuo que recibe las impresiones. Es menester también que el ejercicio haya perfeccionado la organización, para que se comprenda la belleza, sobre todo si la obra del músico pertenece puramente a lo ideal y trascendental. Por eso hay muchos más individuos sensibles a las impresiones de la música de teatro, que a las de la música instrumental, porque siendo conocido en aquella el objeto de la obra, la atención se fija inmediatamente sobre el modo de expresar el compositor la idea apasionada del poeta; de modo que el auditorio no tiene que hacer mas que juzgar de la propiedad de la expresión, de la misma manera que en la pintura se juzga de la semejanza de un retrato. Así como la imaginación del compositor está limitada por las exigencias del drama, así también la atención del auditorio se fija en un solo punto, a saber, la semejanza de la obra del artista con el asunto conocido. No sucede lo mismo respecto de la música instrumental, en la que el artista entra en el dominio sin límites de lo ideal y exige de parte del auditorio una potencia más elevada de imaginación reflexiva.

Llegados a este punto, es ya tiempo de hacer más evidentes las teorías generales que acabo de exponer, por medio de aplicaciones sobre las obras de música escogidas de entre los diversos y principales géneros. Confío poder demostrar con su análisis que el arte de que tratamos nunca [24] es más bello ni más poderoso, que cuando su principio es el idealismo puro.

Para proceder con orden escogeré desde luego las producciones de una época en que el acento de la expresión apasionada no había aún penetrado en la música por la armonía, y consiguientemente en la que este arte tenía por objeto las ideas mas bien que los sentimientos: esta época es el siglo XVI. En otra ocasión tuve el honor de explicar a ustedes cómo habiendo sucumbido el arte griego con las devastaciones de los bárbaros, se formó de nuevo en la edad media con el descubrimiento, desde luego grosero, de la armonía simultánea de los sonidos; cómo se pasaron muchos siglos sin hacer grandes progresos, y cómo se perfeccionaron las formas armónicas en el XIV y XV. Hasta 1550 las formas solamente llamaron la atención de los músicos y fueron el único objeto de sus estudios. Pero en la época de que hablo, un hombre de talento, Palestrina, apareció por fin y comprendió que el objeto de los trabajos del artista, es más elevado que la simple satisfacción sensual producida por las ingeniosas combinaciones de los sonidos. No es esto decir que Palestrina se apartase de repente de las formas que acabo de indicar, porque todo artista se deja llevar más o menos de la influencia de su época. Lejos de separarse del arte de las combinaciones armónicas llamadas imitaciones, cánones o fugas, llevó mas allá que nadie la perfección de sus formas, les dio un giro más elegante, y mejor que ninguno de los músicos de los tiempos precedentes y posteriores, supo hacer cantar cinco, seis y siete voces en el [25] espacio circunscrito algunas veces a dos octavas. Antes de él, no solo se había descuidado la creación melódica, sino que se le daba tan poco valor, que el tema entero de una misa era o un canto de iglesia desarrollado, trabajado o recargado con una infinidad de formas rebuscadas y de combinaciones armónicas, o una canción popular en la que una de las voces cantaba las palabras obscenas en lengua vulgar, mientras que las otras dejaban oír los textos sagrados en un contrapunto más o menos ingeniosamente combinado. Estas monstruosidades llamaron la atención de los príncipes de la Iglesia. Los papas y los concilios las anatematizaron con bulas y decretos, habiendo llegado las cosas a tal punto, que el papa Marcelo iba a desterrar para siempre la música del servicio divino, cuando Palestrina le suplicó suspendiese el anatema, hasta haber oído el primer ensayo de una música verdaderamente religiosa, en una misa que acababa de componer. Esta obra, cuyo solo pensamiento fue una de las mejores concepciones del genio para la época en que se escribió, obtuvo todo el resultado que esperaba su autor, porque la música no fue desterrada de la Iglesia: antes al contrario, con las obras de Palestrina se elevó hasta la realización más sublime de su objeto.

El sentimiento que conduce al hombre a glorificar a Dios con sus cánticos, no tiene nada de terrestre y por consecuencia debe estar despojado de toda pasión. La grandeza infinita del Ser Eterno, soberano creador del universo, puede conducir nuestra fe hasta el entusiasmo, pero este entusiasmo es muy diferente del que experimentamos algunas veces por las cosas del mundo. Los sentimientos de [26] amor y gratitud que excita en nuestra alma el recuerdo del sacrificio de la redención, no se parecen en nada a los que experimentamos hacia las criaturas humanas: este inmenso sacrificio no debemos contemplarlo como el argumento fatal de un drama que solo puede tener por desenlace una catástrofe; ¡el fruto de este sacrificio es la salvación del mundo! Luego es una idea mezquina y vulgar el querer poner comparaciones entre los padecimientos de Jesucristo y los de los hombres, y obligar al arte a expresarlos con acentos apasionados. La calma y la elevación de espíritu son las cualidades que convienen a la oración cuando se dirige a aquel cuya grandeza es infinita. ¿Hizo estas reflexiones Palestrina antes de componer las obras que le han hecho tan célebre? Esto es dudoso, pero de lo que él no se dio cuenta a sí mismo, lo sintió y lo expresó sin embargo: y en efecto, nada más elevado, más grande, más devoto se ha concebido desde la institución del culto católico. La suavidad de sus cantos, los descansos alternados de las voces, sus entradas imprevistas pero llenas de dulzura, el carácter grandioso obtenido de una tonalidad despojada de acentos apasionados; todo está reunido en estas obras para ser la expresión más ideal y más perfecta de los sentimientos religiosos inspirados por el evangelio. Confío que el motete de Palestrina que voy a hacer oír a ustedes justificará los elogios tributados a las producciones de este artista, uno de los más célebres en la historia del arte.

“Aquí, en efecto, Mr. Fetis interrumpió su discurso para dirigir un trozo del motete compuesto por el célebre maestro que acababa de elogiar. Su ejecución estaba confiada [27] a discípulos elegidos del Conservatorio que, en repetidos ensayos hechos con sumo cuidado, habían arreglado de antemano todos los matices y transiciones. Preparada así esta pieza produjo tal efecto, que un entusiasmo general se apoderó de toda la asamblea. Nosotros no recordamos haber experimentado jamás una emoción tan profunda oyendo música, y eso que ésta estaba desprovista de todo el prestigio que le da la Iglesia y de la disposición que hacen nacer en el alma las ceremonias del culto católico. Cualesquiera que fuesen las impresiones producidas en lo restante de la sesión por las admirables inspiraciones de la melodía moderna, todo el auditorio electrizado declaró que nada podía igualar al efecto producido por el motete de Palestrina.

Cuando la emoción experimentada por el auditorio permitió a Mr. Fetis volver a tomar la palabra, continuó en estos términos la exposición de su sistema sobre la teoría de lo bello en la música.”

La música religiosa pertenece sin duda alguna a la concepción ideal combinada por el esfuerzo de la imaginación con el sentimiento que la mayor parte de los hombres tienen en el fondo de su corazón de la grandeza y bondad infinita de Dios. El pensamiento por sí solo no puede alcanzar lo que acaban de oír ustedes, y sin la ayuda de la fe, el pensamiento no logrará jamás hacer música religiosa que pueda compararse con las obras del grande artista que la escuela romana ha proclamado por su jefe y su modelo. Desconocida por los antiguos y nacida con el cristianismo, la fe, sentimiento indefinible que no solo es la creencia de los misterios incomprensibles, sino que lleva mezcladas [28] expansiones de timidez y de amor; la fe, repito, es el verdadero manantial de la música religiosa: si ella no inspira al artista, la obra no alcanzará su objeto. En las misas, en los motetes, en los himnos de Palestrina, esta fe es austera y su expresión abraza las más grandes proporciones, por que allí no tiene cabida la pasión humana: después de él se hizo una revolución general en el arte y la música de iglesia se resintió de sus efectos.

Hasta los últimos tiempos de Palestrina, la armonía inherente a la tonalidad había tenido siempre un carácter pacífico, porque el arte no admitía mas que agregaciones consonantes de los sonidos o disonancias facultativas que la fantasía de los artistas empleaba o dejaba de emplear a voluntad sin que resultase de ello modificación tonal. Repetidas veces he dicho que en los últimos años del siglo XVI, Claudio Monteverde, compositor de la escuela veneciana, encontró por instinto la armonía atractiva que produce la necesidad de la resolución, y por consiguiente engendra el movimiento y la cadencia de las frases. Con esta armonía se encontró el acento apasionado, desconocido hasta entonces, porque este acento no puede tener lugar mas que en la atracción ascendente o descendente de los sonidos y en su movimiento de resolución. Una tonalidad nueva y de un sistema completamente diverso del que había servido de base a la música hasta aquella época, la transición de un tono a otro, el abandono progresivo de las combinaciones formales con la novedad de la expresión sentimental y apasionada, y en fin, la creación del drama musical con sus condiciones necesarias de la cantinela, el recitado y la instrumentación, [29] fueron las consecuencias de las atrevidas innovaciones de Monteverde.

La música religiosa no pudo sustraerse a las influencias de estas novedades. Insensiblemente el carácter religioso, grave y puro, se alteró cediendo su lugar a las combinaciones de un estilo falso llamado estilo concertante y después a la invasión de lo sentimental y apasionado. Siento que los límites de esta sesión no me permitan hacer oír a ustedes los monumentos de las multiplicadas trasformaciones de que se compone la historia de la música religiosa desde fines del siglo XVI. En ellos verían ustedes las primeras luchas del sentimiento y del ideal religioso con las tendencias apasionadas de la humanidad, los extravíos de ésta, y aquí y allí las victorias del genio contra las depravaciones del gusto. Verían ustedes producirse lo bello en la música religiosa por la expresión patética en las épocas que parecen serle menos antipáticas, por ejemplo, en los salmos de Marcello al principio del siglo XVIII; más tarde en algunas cosas de Pergolesi; en algunas cantatas espirituales de J. S. Bach y en su hermosa misa en si menor; y por fin en algunas partes del Requiem de Mozart, y sobre todo en el Ave verum de este grande hombre. Esta última pieza me parece el modelo más perfecto de la unión del sentimiento religioso más puro con la expresión tierna del misticismo. Es un estudio lleno de interés el que ofrece la belleza bajo el punto de vista puramente ideal y devoto de la música de Palestrina y de esta obra de Mozart, en donde el amor a Dios se une al sentimiento de su grandeza y lo atempera. En estos dos artistas incomparables, el pensamiento es igualmente [30] sublime aunque en diferentes acepciones, y la forma de sus obras, bien que en condiciones sin ninguna analogía, ofrece tipos de una perfección que nadie ha sobrepujado. Creo, pues, conveniente hacer oír a ustedes este Ave verum de que acabo de hablar, con el fin de que pueda hacerse la comparación de lo bello en obras compuestas con tres siglos de intervalo, y en condiciones muy diferentes de tonalidad y de armonía.

“La ejecución de esta hermosa pieza, dirigida por Mr. Fetis, no dejó nada que desear, tanto por lo afinada como por los delicados matices de la expresión. Fue saludada por unánimes aplausos; pero sin embargo del gusto que produjo en el auditorio, no hizo una impresión tan profunda como el motete de Palestrina, lo cual patentizó lo que había de verdadero y profundo en lo dicho por el sabio profesor concerniente a la necesidad de sacar el principio de lo bello en la música religiosa del sentimiento austero de la grandeza de Dios y no de la expansión de amor, en el cual hay siempre mezclado algo de las pasiones humanas.

Volviendo a tomar la palabra Mr. Fetis continuó en estos términos:”

Fuera de los dos tipos de belleza en música religiosa de que acabo de ofrecer a ustedes dos términos de comparación, no hay otra cosa que formas convencionales y el escándalo del drama musical trasportado al santuario. Esto no es decir que solo los artistas medianos han sido los que se han extraviado en estas falsas direcciones: no, no; talentos de primer orden han agotado en ellas sus inspiraciones [31] y su habilidad. Una fe tibia y lánguida, el contagio del ejemplo, y sobre todo el afán por los efectos a toda costa, han sido las causas de que en esto hayan errado los hombres más distinguidos. En el siglo XVII el espíritu de combinación domina generalmente en las obras de los músicos que escriben para la Iglesia: el pedantismo de la forma no es el mismo que se observa en las obras de los predecesores de Palestrina, pero tampoco es menos despótico. En este siglo no se escribe mas que a dos, tres, cuatro, cinco o seis coros que se conciertan y reúnen en ciertos pasajes, y que colocados en diversos puntos del templo se reparten la atención y hacen imposible toda devoción. El principal objeto, la belleza, como manifestación del ingenio y del sentimiento, no preocupaba a los artistas.

En el siglo XVIII desaparecen todas las combinaciones, los instrumentos invaden la Iglesia, el estilo de concierto y de teatro reina sin obstáculo para el servicio divino y la misa es como si dijéramos “una zarzuela,” en que los cantantes se ven obligados a llenar su papel de gorjeos. Algunos genios, aunque en muy corto número, resisten a esta invasión del mal gusto, pero éstos caen a su vez en la expresión patética y dramática.

El siglo XIX proscribe la lamentable traslación de la música vulgar a la Iglesia, pero algunos hombres de talento no echan de ver que incurren en nuevos extravíos al rechazar el estilo chocarrero de la música religiosa. Llaman al arte hacia formas más nobles y puras, pero trasportan a la casa de Dios todo el aparato de la grande ópera. Los textos sagrados se subdividen o se repiten hasta la saciedad [32] y no son más que el pretexto del trabajo fantástico del músico. Si ustedes olvidan que están en la iglesia, que han ido a rogar a Dios, y que la música que se oye debe tener por objeto elevar el alma hacia el Criador, admirarán la habilidad del artista para combinar sonidos sin objeto determinado, o encontrarán bellezas que brillarían si se presentasen en el teatro en vez de hacerlas oír en la Iglesia.

Ustedes recordarán que esta sesión tiene por objeto averiguar cuáles son los caracteres de lo bello en la música, particularmente cuando el genio del artista no ha tenido asunto dado y por consiguiente se ha dejado llevar de las inspiraciones de lo ideal. No se extrañará, pues, que separe la música dramática de las consideraciones que me faltan explanar para cumplir mi cometido, porque aquel solo objeto exigiría una larga sesión, que tendrá lugar tal vez después de ésta. Voy, pues, a examinar cómo lo bello se produce en lo ideal puro que solo se verifica en la música instrumental.

¿Qué es, pues, lo que determina las inspiraciones del artista cuando compone una obra de este género? En ella no hay ninguna síntesis entre el pensamiento y el mundo exterior, ningún objeto determinado; lo ideal, lo ideal puro. Supongamos, pues, que en el momento de la creación el compositor no está impresionado por ningún afecto de pasión; que sin alegría, sin tristeza, sin amor, sin celos, experimenta no obstante la necesidad de manifestar su fuerza de invención: estando a su modo inerte el sentimiento, solo el pensamiento obrará. Este pensamiento será la creación absoluta si el artista no se acordase del efecto de los [33] sonidos en su sucesión y en sus diversas maneras de combinarse. El compositor se encuentra, pues, solo con su pensamiento, y de él solo también nacen todas las ideas de una primera frase encontrada y desarrollada. Esta frase no es inspirada, como recordaremos, bajo el imperio de una afección cualquiera; es más o menos simple; puede también no tener en sí nada que la haga notable a la primera impresión, y en la espontaneidad del genio del artista, es en donde encuentra inmediatamente el complemento que la trasforma en periodo. Apenas este periodo está formado, suministra a la imaginación el plan de todos sus desarrollos y nacen como por encanto los episodios que despiertan la atención del auditorio y llenan de variedad la composición. Esa frase primera glosada, se trasforma pasando de un instrumento a otro y se enriquece progresivamente con una infinidad de detalles, hasta que desarrollada la idea y habiéndose sucedido en todas sus fases, queda completa la obra y llega a su conclusión. Lo bello así concebido procede únicamente de la facultad de inventar, secundada por la razón que le pone sus límites y por el gusto que preside los menores detalles.

Hay otro género de belleza en la composición cuyo primer origen está en una afección cualquiera del sentimentalismo, si me es permitido expresarme de este modo, porque el compositor no sale jamás de sí mismo para encontrar el asunto de su obra. Bajo una impresión alegre o melancólica, tierna o dolorosa, imagina una frase que expresa la disposición de su alma. Lo mismo que en la obra de que acabo de hablar, esta frase se completa, se desarrolla, [34] se enriquece con episodios y llega a una peroración animada que es la conclusión.

¿Qué diferencia radical hay entre estos dos géneros de belleza así realizados? Hela aquí: en la primera composición todo ha salido del pensamiento, en la otra ha habido acción recíproca del pensamiento sobre la sensibilidad y de ésta sobre aquel. El primer género de belleza resulta, pues, de la producción y de la contemplación de la idea en sí misma; la otra saca su fuerza principal de los movimientos apasionados del alma y de los recursos que la imaginación ha suministrado. La belleza revelada por la primera composición, excitará la admiración y esparcirá en el alma una dulce satisfacción; pero la otra producirá impresiones más vivas y arrancará expresiones involuntarias de entusiasmo.

“Mr. Fetis citó en seguida como un modelo perfecto del primer género de música instrumental, el cuarteto en sol de Haydn que empieza por una frase del violoncelo solo; y como tipo del segundo, el hermoso quinteto en sol menor de Mozart, considerado con mucha razón por los inteligentes como un prodigio de genio y de sentimiento. Los dos primeros aires de estas excelentes obras fueron ejecutados perfectamente y produjeron una profunda emoción en la asamblea. Mr. Fetis analiza rápidamente lo que en cada una de estas piezas caracteriza lo bello y hace ver que esta belleza es puramente ideal. Respecto de la significación que estas composiciones tienen para los que las oyen, el profesor hace comprender que toda ella está en el alma del oyente y que éste la interpreta según le dicta su [35] organización durante la ejecución de la obra. Esto, dijo, es lo que da a la música una incomparable superioridad sobre las otras artes.

Aquí el sabio profesor causa cierta sorpresa a la asamblea con la proposición de que en la música descriptiva y aun pintoresca, por ejemplo, dice, en la Sinfonía pastoral de Beethoven, el compositor no se propone imitar la naturaleza: pero el talento con que desenvuelve y explica esta tesis, produce en la sala muy pronto señales de conformidad y admiración.” No (exclama Mr. Fetis) no se sujeta a ese juego pueril el artista de talento; las impresiones que recibe el hombre a la vista de la campiña es lo que trata de hacer comprender, y no el ruido y el movimiento del campo lo que se toma el trabajo de imitar. No degradará el arte hasta el punto de hacerle expresar el balido de las ovejas, el mugir de las vacas, el relincho de los caballos, el zumbido del trillo sobre la era de la Granja o el tic-trac del molino, pero tendrá ritmos que representarán la escena campestre cuyos efectos ha experimentado el alma más de una vez, y sus dulces melodías recordarán esta situación. Fijémonos, dijo, en el adagio de esta sinfonía pastoral cuyas perfecciones son conocidas de todos. Aquí no contamos con orquesta para la ejecución de esta obra maestra, pero me bastará hacer oír a ustedes el principio con un cuarteto doble, el contrabajo, y el piano para los efectos de los instrumentos de viento. No necesito más que de este principio para hacer comprender a ustedes toda la verdad de mis convicciones. El adagio cuyo principio voy a recordar a ustedes tiene por título Escena campestre a las orillas de un riachuelo. [36] ¿Qué escena es ésta? Si juzgamos por la impresión que hace en nosotros la música, es la de una agradable y dulce soledad en un día hermoso y cuando el sol abatiendo con sus rayos del mediodía a todos los seres animados parece convidarles al reposo. El murmullo del riachuelo y el canto de algunos pajarillos son al parecer las únicas voces que turban el silencio de la soledad, pero con ellas resuenan en el alma del ser humano recostado a la orilla del arroyo, esas voces misteriosas que no hablan mas que a las organizaciones privilegiadas. Para el vulgo no habría en todo esto nada que tuviera significación, pero para los seres de que me ocupo hay todo un mundo encantado que hace comprender la felicidad.

¿Qué ha hecho Beethoven para ello? Ha expresado bien en el ritmo del segundo violín, la viola y el violoncelo las ondulaciones del arroyo cuyo movimiento monótono se sostiene hasta la conclusión de la pieza; pero este movimiento, el gorjeo de los pajarillos y el ruido vago que solo se oye en medio del silencio del campo y que producen admirablemente las trompas y los fagotes, no son mas que los accesorios, los acompañamientos de la sublime melodía que, pasando sucesivamente del violín a los instrumentos de viento y de éstos al violín, expresan el elevado pensamiento y el sentimiento exquisito que domina en toda esta composición. No es el cuadro de la naturaleza el que Beethoven se ha propuesto pintar; son los sentimientos inspirados por este cuadro en los que nos inicia, y después de haber agotado todo lo que su genio sublime ha podido sugerirle para llenar este noble objeto, llega a la conclusión. [37] ¿Será la feliz imitación del canto de los pajarillos, el reclamo de la codorniz o los gritos del cuclillo lo que conmueve en esta obra? No ciertamente: las exclamaciones sofocadas que están prontas a salir de los labios de los concurrentes a la conclusión de la pieza, estallan con entusiasmo al sonar el fragmento de la frase deliciosa que han oído ustedes en todo el curso de la composición, y que repetida en este momento por el piano solo, despierta en todos los corazones el sentimiento de la felicidad, que es el objeto de la obra.

Se me objetará sin duda la pintura de la tempestad que, en el aire siguiente, interrumpe la danza campestre de la tarde, y se convendrá con razón en admirar el talento que el autor de la sinfonía Pastoral manifestó en este cuadro. En cuanto ha sido posible, luchando con las dificultades del asunto, las ha vencido; pero la misma admiración que ustedes experimentan por el talento del artista en esta ocasión excepcional, prueba que ustedes participan a su vez de mis convicciones; que el arte se encuentra en circunstancias desfavorables cuando pretende imitar la naturaleza, y que ésta siempre queda superior a la imitación. El episodio de esta tempestad imaginada por Beethoven le era necesario para la contraposición de la alegría que expresa tan enérgicamente al final de la obra. Allí es donde se manifiesta grande y se le reconoce dominando el asunto.

Puede ser que se me acuse de llevar hasta el fanatismo mi convicción de la completa independencia del músico en la creación de su obra, si digo a ustedes que aun cuando se le de el poema, lo hace accesorio de su pensamiento. Sin embargo es una verdad que espero demostrar en esta misma [38] sesión con dos ejemplos muy notables. Los he escogido entre las melodías de Schubert, tan conocidas de todos, y tomaré para ejemplos las tituladas la Serenata y la Despedida.

La Serenata nos traslada a España. Un amante está debajo de la ventana de su querida; la armonía expresa cierta cosa que se semeja al acompañamiento de una guitarra; pero esto no es mas que lo accesorio del cuadro. El poeta al escribir los versos no sospechaba lo que diría el héroe de su composición después de manejado el asunto por el músico; no sabía con qué acentos apasionados trasformaría éste el sentido de sus palabras y las haría ardientes: creyó no escribir sino unas coplas, y Schubert hizo de ellas un poema. Las alternativas de los tonos mayores y menores, medios comunes del arte, se trasforman por su genio en arranques apasionados de un poder irresistible.

La Despedida es un cuadro trazado en la apariencia por el autor de los versos, que también esta vez creyó no escribir sino unas sencillas coplas. Un joven abandona el pueblo donde ha nacido, donde ha pasado días felices y corrido aventuras de cierto género; por consiguiente solo lleva consigo recuerdos agradables y se despide alegremente de la población, de su casa, de las mujeres que han recibido sus obsequios, de aquellas que le han amado, y en una palabra, de todo lo que le recuerda momentos de placer y de dulces emociones. El trote del caballo está indicado en el acompañamiento: Schubert no ha dejado de marcar la andadura; pero ¡con qué elegancia sabe diversificarlo todo, conservándole su carácter rítmico! ¡Qué atractivo en la armonía y en [39] las modulaciones de este acompañamiento! Y con todo, esto no es más que el colorido de tan delicioso cuadro. La felicidad del acento encontrado, es lo que hace de esta pequeña composición una obra bella y magnífica; la creación entera ha salido del alma del artista que en un pequeño cuadro ha sabido encerrar otro de grandes dimensiones.

Concluyo con el temor de haber abusado tal vez de la atención de ustedes, sin embargo de que tengo la confianza de encontrar una excusa en la belleza del asunto de que me he ocupado. Bien persuadido de que lo bello no puede expresarse por el arte sino porque existe su tipo primitivo en el hombre, he intentado demostrar a ustedes que este tipo es absolutamente ideal en el músico.

{Transcripción íntegra del texto contenido en un opúsculo de 39 páginas impresas sobre papel.}