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  El Basilisco (Oviedo), nº 31, 2001, páginas 15-30
  
La Idea de Ciencia en Ortega

Gustavo Bueno
Oviedo
 

Este texto recoge la intervención del autor en los VI Encuentros de Filosofía en Gijón, el viernes 13 de julio de 2001.

Introducción: planteamiento de la cuestiónI. La perspectiva genérica: la ciencia en el contexto cogenérico de las formas de vida espiritualII. La perspectiva específica (gnoseológica): la ciencia considerada en sí misma como especie transgenéricaFinal

Introducción
Planteamiento de la cuestión

De dos maneras diferentes y extremas, y de muchas intermedias, podemos proceder al ocuparnos del análisis de la Idea de Ciencia en Ortega (o en cualquier otro autor): o bien mediante un tratamiento doxográfico (filológico, sociológico, histórico, incluso «deconstructivo») no necesariamente emic, o bien mediante un tratamiento no doxográfico (sino, por ejemplo, doctrinal) no necesariamente etic. Pero aquí, o bien nos disponemos a investigar, re-construir, la Idea de ciencia de Ortega desde un punto de vista emic, a partir de las ideas que el propio Ortega pretendió siempre mantener, entretejidas en el «sistema del ratiovitalismo» (el sistema –le dice Ortega a Maeztu– es imprescindible en el momento de enfrentarse filosóficamente con las Ideas, porque a éstas, fuera del sistema, les ocurriría, en imagen del Fedro platónico, lo que a las fabulosas estatuas de Demetrio, que, si no se las ataba, se iban al llegar la noche), o bien nos disponemos a analizar la Idea de ciencia de Ortega desde el punto de vista etic constituido por otro sistema de Ideas bien definido; supuesto que no se disponga de ninguno, lo único que cabría hacer sería proponer observaciones puntuales y desordenadas (no por ello desprovistas necesariamente de interés).

Por supuesto, el sistema de ideas etic desde el que nos dispongamos a analizar la idea de ciencia contenida en un sistema dado (en nuestro caso, la idea de ciencia contenida en el sistema del raciovitalismo) ha de tener una potencia suficiente como para poder «reconstruir» o «traducir» a sus términos (en nuestro caso, al sistema del materialismo filosófico) la integridad de los términos del sistema analizado. Esto, por cierto, no es condición suficiente para asegurar la verdad del sistema utilizado como referencia; pero sí es condición necesaria.

2. La idea de ciencia ocupa un lugar muy destacado en la obra (en el «sistema») de Ortega. Ortega se interesó desde siempre (desde su época de estudiante en Leipzig con W. Wundt, o en Madburgo, con H. Cohen o P. Natorp) por todo cuanto tuviese que ver con las ciencias en el estado de su desarrollo en la época respectiva. Incluso cultivó durante algún tiempo la Histología y la Anatomía. Ortega escribe libros dedicados a estudiar importantes aspectos de las ciencias desde el punto de vista histórico-sistemático (En torno a Galileo, 1940; La Idea de Principio en Leibniz, en 1946, publicada en 1958) y numerosos artículos sobre asuntos científicos, más o menos ocasionales, pero de gran importancia filosófica («Bronca en la Física», «El significado de la Teoría de la relatividad de Einstein»: Ortega se había «puesto al día» en relatividad en las semanas en las que se preparó la visita de Einstein a Madrid, en 1923). Además, promovió o impulsó la publicación en español de obras y artículos de científicos eminentes, como Von Uexküll, de H. Weyl, H. Hahn, B. Russell, o de obras matemáticas, principalmente el libro de R. Bonola, Las geometrías no euclidianas. Las generaciones posteriores, que hemos tenido a nuestra disposición, en lengua española, todas estas obras, debemos declarar, ante todo, nuestra deuda con Ortega, como maestro que las puso en nuestras manos.

3. Ahora bien: cuando nos disponemos a analizar las doctrinas orteguianas en torno a la ciencia desde la perspectiva del materialismo filosófico (y, más en concreto, desde la Teoría del Cierre Categorial), acaso la distinción más importante que hubiera que tener en cuenta fuera la distinción entre las escalas o enfoques no gnoseológicos y la escala o enfoque gnoseológico para enfrentarse con la realidad de las ciencias.

Si quisiéramos precisar qué es aquello que las escalas o enfoques no gnoseológicos –el enfoque lógico formal, el enfoque sociológico, el psicológico, el histórico cultural, &c.– tienen de común de modo pertinente a nuestro propósito, a fin de no mantenernos en una denominación meramente negativa [16] («no gnoseológico»), y de común en su sentido más neutral posible, acaso la mejor salida fuera apelar a la idea de las características co-genéricas, que serían las que están registradas en cada uno de tales enfoques. ¿Y a qué llamamos características co-genéricas?

Las características cogenéricas son, sin duda, características genéricas, pero establecidas a una escala tal en la cual las especies no quedan simplemente reducidas distributivamente al género común, desconectadas entre sí (incluso con el peligro de desencadenar el mecanismo que venimos denominando «eliminación de la especie por el género»), sino que figuran como tales especies, pero de un modo que no es propiamente distributivo sino, de algún modo, atributivo. Cuando el género «poliedros regulares» se divide en las cinco especies consabidas, cada una de ellas, por su distributividad, puede tratarse con independencia de las demás, al menos en geometría elemental; pero cuando el género «curvas cónicas», expresado en la «ecuación general de las cónicas», se divide en otras cinco especies, no es posible tratar a cada una de ellas «como si las restantes no existieran», aunque no sea más que porque puedo pasar de unas a otras (transformando las elipses en circunferencias, por ejemplo).

En cambio, si quisiéramos precisar (proporcionalmente a esta característica genérica, cogenérica, de los enfoques no gnoseológicos) la naturaleza de la escala gnoseológica, habría que subrayar su carácter específico, y específico transgenérico. Porque consideramos transgenérica a una especie dada cuando, sin perjuicio de estar incluida en el género de referencia, sin embargo lo rebasa, porque su «diferencia específica» representa también una metábasis eis allos genos, respecto del género del cual emana (el género «polígono de n número de lados inscrito en una circunferencia», cuyas diversas especies porfirianas pueden determinarse por el valor de n –triángulo inscrito, pentágono inscrito, exágono inscrito, miriágono inscrito...– encuentra en su especie transgenérica mediante la diferencia específica n = ∞, porque entonces el polígono o línea quebrada poligonal se transforma en circunferencia).

De todos modos, también la perspectiva cogenérica puede «activar» el mecanismo de la eliminación de la especie (ahora transgenérica) en el género. Lo que demuestra que la distinción entre la perspectiva cogenérica y una perspectiva específica transgenérica, no puede reducirse al caso de la distinción porfiriana entre la perspectiva genérica y la específica. La distinción porfiriana permite reconocer tanto en los componentes genéricos como en los específicos de una estructura dada su condición de componentes esenciales, que una vez dicen –en expresión escolástica– «parte de la esencia común a otras esencias» y otras veces «partes de la esencia propias de la esencia considerada». Y esto no excluye la posibilidad de que también la perspectiva porfiriana (que es, en lo principal, la perspectiva linneana) admita el mecanismo de «eliminación de la especie en el género», aunque no sea más que como un procedimiento de abstracción dirigido a señalar, en un contexto dado, la mayor pertinencia de los componentes genéricos sobre los específicos. (Cuando hablamos, refiriéndonos a un chino o a un etarra, de «persona humana», genéricamente, como individuo del «género humano», practicamos la eliminación por subsunción de la especie en el género, siempre que para reivindicar un derecho fundamental consideremos impertinente invocar la condición de chino o de etarra, o de varón o de hembra, o de blanco o de negro.) Sin embargo, la distinción entre la perspectiva cogenérica y la específica transgenérica, suele ser tal que la «esencia» del concepto o de la idea considerada (en nuestro caso, la idea de ciencia) no pueda ser re-partida a la manera porfiriana, según la predicación recta en ambos casos (una parte para el género y una parte para la especie), porque tal esencia, o bien queda «gravitando» toda ella del lado del género (cogénero) o bien del lado de la especie (transgenérica). Lo que significa que los componentes genéricos que se determinen habrán de considerarse oblicuos, cuanto a su predicación, o bien al género o bien a la especie. Por lo demás, la dialéctica de los géneros no porfirianos habría sido la que ha actuado en la construcción de la teoría de la evolución (frente a Linneo), aunque no se agote en ese terreno: también en matemáticas podemos advertir la presencia de esta dialéctica, por ejemplo, en la teoría analítica de las cónicas a las que se refiere el ejemplo citado.

Desde la perspectiva de esta distinción, fundamental, en el materialismo filosófico, entre los conceptos cogenéricos y las especies transgenéricas, cabría afirmar que la Idea de ciencia, en el sistema del raciovitalismo, se conforma esencialmente en un terreno cogenérico y, por tanto, ha de tender a considerar sus posibles componentes transgenéricos como ilusiones o, acaso, como mera cuestión «de detalle». En cambio, para la TCC la idea de ciencia se conforma en el terreno gnoseológico transespecífico (respecto del género de referencia) sin que ello implique la ignorancia del alcance de los componentes cogenéricos de las ciencias.

3. La concepción de la ciencia de Ortega (tal es el resultado de nuestro análisis que anticipamos aquí para orientación del lector) se mantendría propiamente en la escala cogenérica, es decir, en una escala tal desde la cual la ciencia es considerada fundamentalmente como una forma específica más, aunque muy importante, dada entre las otras formas específicas de la vida espiritual humana, de la cultura (el arte, la poesía, la política... la ciencia), que desempeña la función de género. Esta es, por lo demás, la perspectiva genérica (cogenérica) que encontramos utilizada al enfrentarnos con el análisis de las ciencias por otros muchos autores, historiadores o teóricos de la cultura, paralelamente a Ortega, y muy principalmente en E. Cassirer o en E. Spengler, en su Decadencia de Occidente. Por lo demás, ni Spengler ni Cassirer inspiraron probablemente esta perspectiva a Ortega –a lo sumo la reforzaron: Spengler fue traducido en la Revista de Occidente– ni Ortega inspiró a Spengler o a Cassirer.

Es obvio que la perspectiva cogenérica ha de tener en cuenta múltiples características específicas de las ciencias; pero estas características tenderán sistemáticamente a ser analizadas según sus analogías u homologías en el conjunto constituido por las especies de su mismo género. Desde la perspectiva transgenérica, en cambio, las características específicas que puedan ser determinadas en las ciencias formarán, por de pronto, un cortejo mucho más rico (es decir, con rasgos nuevos) que el que pudiera ser ofrecido desde la perspectiva cogenérica. Esto no significa tampoco una prueba en favor de la perspectiva gnoseológica; pues esta no puede «acusar» sin más a la perspectiva genérico-cultural de «oblicuidad», por falta de análisis o desconocimiento, dado que, a su vez, la perspectiva genérica podría responder que los análisis gnoseológicos específicos son prolijos, superficiales, infundados o inesenciales. Pero la perspectiva gnoseológica estará autorizada, en todo caso, a «arrojar sus mallas» sobre la concepción genérica (cogenérica) de la ciencia, a fin de explorar [17] la magnitud de las determinaciones que en la concepción genérica quedan indeterminadas. Y esto es tanto como abrir la posibilidad de plantear a la perspectiva cogenérica, por lo menos, el amplio conjunto de cuestiones por ella no planteada y obligarle a que responda, o al menos a que demuestre que estas cuestiones son superficiales, y que los «detalles» advertidos son inesenciales.

4. Ahora bien, la diferencia fundamental entre la concepción cogenérica, como lo es, en este caso, la «concepción culturalista» de la idea de ciencia del raciovitalismo y la concepción transgenérica que de esta idea se forja el materialismo filosófico, puede centrarse en torno a la doctrina de la verdad científica.

El raciovitalismo se atiene a una idea de la verdad científica que en lo sustancial (tal es el resultado de nuestro análisis) podría aplicarse también a otras formas culturales; lo que se proporciona con el reconocimiento de la ciencia como una forma más, aunque eminente, de la Cultura, y con la interpretación de la ciencia como conocimiento, y consecuentemente, con la interpretación de la Teoría de la Ciencia como una «teoría del conocimiento científico».

Para el materialismo filosófico, en cambio, la verdad científica, en cuanto identidad sintética, es característica de las ciencias, y sólo por analogía cabe extender la estructura de la identidad sintética a otras formas culturales, en particular a determinados automatismos técnicos o tecnológicos. En consecuencia, para el materialismo filosófico ni la ciencia es esencialmente una forma de conocimiento (la ciencia sólo de modo oblicuo implica el conocimiento) –por tanto, la teoría gnoseológica de la ciencia no es en modo alguno una teoría del conocimiento– ni las verdades científicas (las ciencias, por tanto, en su núcleo central) forman parte del «Reino de la Cultura». Y sin que este «postulado de exclusión» obligue a concluir que las ciencias forman parte del «Reino de la Naturaleza», porque el dualismo Naturaleza/Cultura o Naturaleza/Espíritu, que es característico del raciovitalismo, es desconocido, como tal dualismo, por el materialismo filosófico.

Desde el punto de vista del materialismo filosófico, por tanto, habría que concluir que la concepción orteguiana de la ciencia se inclina hacia un cierto tipo de idealismo espiritualista (tomando «espíritu» en su sentido filosófico de «forma separada activa»), en su modalidad de idealismo subjetivo, que encuentra una gran facilidad para ser expuesto por medio de categorías psicológicas («imaginación», «fantasía», &c.) que le hacen accesible (aparentemente) al gran público. Decimos «aparentemente» porque sus tesis no son propiamente psicológicas. Ortega prefirió utilizar más el lenguaje corriente para expresar ideas metafísicas, que utilizar un lenguaje metafísico para expresar ideas corrientes (como Pérez de Ayala pudo haber pensado, si es que su Belarmino pretendió ser una alegoría de Ortega).

5. De lo que precede resulta la división de esta exposición en dos secciones. Una primera consagrada a analizar la idea de ciencia de Ortega desde una perspectiva cogenérica; una segunda sección consagrada a analizar la idea de ciencia en Ortega desde una perspectiva específica transgenérica.

Por lo demás, no distinguiremos fases o épocas, bajo la suposición de que, sin perjuicio de los desarrollos, variantes, &c., Ortega mantuvo ante la ciencia unas tesis muy constantes. Y esta circunstancia sería aún más relevante si comparamos las variaciones que Ortega experimentó en su tratamiento de otras ideas, como pudiera serlo la «Idea de Roma», que Patricio Peñalver nos ha analizado, de un modo tan certero como brillante en su ponencia (mientras que en sus primeros escritos Ortega habría considerado a la «Idea Roma» como una «cantidad despreciable», en escritos posteriores, acaso por influencia de Mommsem, habría alcanzado la condición de idea fundamental de su sistema).

6. Cuando dividimos la exposición de nuestro análisis de la idea de ciencia de Ortega en dos partes, la genérica (cogenérica) y la específica (transgenérica) no nos atenemos a motivos meramente didácticos, sino críticos. Lo que nos interesa es determinar, críticamente, si la idea de ciencia, tal como Ortega la percibió, se fundamenta en una idea tallada con componentes predominantemente «teórico culturales» (genéricos) o bien si está construida con componentes predominantemente gnoseológicos.

Esta determinación crítica (clasificatoria) es decisiva desde el punto de vista de la TCC, pues ella nos compromete, en definitiva, a tener que decidir si la idea de ciencia de Ortega (y, por tanto, la idea de verdad científica, que también el propio Ortega considera como constitutiva de la ciencia) es una idea genérica (cogenérica con las demás manifestaciones de la vida espiritual, es decir, de la cultura humana) o bien si la idea de verdad científica (y con ella la idea de ciencia) es un contenido específico gnoseológico, procedente precisamente de las propias ciencias. No se trata por tanto, simplemente, de distinguir, desde una perspectiva «porfiriana», dos niveles de consideraciones sobre la ciencia, en las cuales Ortega, como cualquier otro teórico de la ciencia, debiera haber recorrido: un tipo de consideraciones genéricas y otro de consideraciones específicas. Menos aún se trata de insinuar que Ortega no haya formulado propiamente consideraciones específicas, sino únicamente «generalidades» tomadas de la teoría de la cultura. De lo que se trata es de precisar, armados con la distinción entre dos tipos de determinaciones que cabe establecer en algunas estructuras, a saber, el tipo de determinaciones cogenéricas el tipo de determinaciones transgenéricas, en cuál de estos tipos se encuentran las fórmulas más características que Ortega ha utilizado para exponer su Idea de ciencia, las que consideran más «profundas» o más originales, o más importantes histórica o filosóficamente.

Como hemos dicho, y de acuerdo con la interpretación que defendemos aquí, Ortega habría desarrollado su idea de ciencia desde una perspectiva cogenérica, lo que no constituye, por sí, repetimos, una objeción, sino sólo una constatación. Precisamente podría decirse que los orteguianos miden la «profundidad» de la concepción de la ciencia de Ortega por su capacidad de advertirnos que es, desde esta perspectiva genérica, desde la cual podríamos alcanzar la esencia misma de la ciencia.

Acaso podría ya verse insinuada o determinada esta perspectiva que llamamos cogenérica por aquellas dos primeras ecuaciones que, al parecer (según nos dice Silver), el joven Ortega creyó poder establecer como resumen de su experiencia alemana: Cultura = Ciencia; Ciencia = Cultura germánica.

Pero desde las coordenadas del materialismo filosófico esta circunstancia equivale no tanto a una «denuncia» de ignorancia o de inadvertencia de las características específicas gnoseológicas de las ciencias, cuanto a la constatación de un idealismo (o espiritualismo) subjetivo que lleva a sobreestimar [18] la importancia filosófica de los componentes cogenéricos de las ciencias (como partes de la cultura) y a pasar por encima de los componentes transculturales de las verdades científicas. Y desde este punto de vista, la «profundidad», tantas veces exaltada, de muchas de las ideas de Ortega sobre la ciencia, se nos revelará como un efecto de una «superficialidad» brillante, pero que no va más allá de las categorías de la psicología del conocimiento, o de la sociología del conocimiento, o de la sociología, en general.

Los artículos escritos en 1930, cuando Ortega ya ha reflexionado sobre la «moderna Biología» y sobre la «Física actual» (principalmente la teoría de la relatividad, más que la teoría de los quanta) nos ofrecen luminosos esquemas sobre la evolución de las ciencias, que efectivamente permiten orientarnos en muchas direcciones del campo de «la cultura» de la época. Por ejemplo, en el artículo «Vicisitudes de las ciencias» (tomo IV, pág. 63) dice Ortega, desde una perspectiva inequívocamente cogenérica: «... durante el siglo XIX, todas las ciencias ejercitaron el más desaforado imperialismo. Era este el modo vital que inspiró a toda esa época en todos los órdenes [de la vida espiritual]. Y como un pueblo pugnaba por imperar a los demás, y un arte a las otras artes, y una clase social a las demás, apenas hubo ciencia que no hiciese su campaña imperialista, obstinándose en mandonear a las demás, tal vez reformarlas radicalmente. Durante una temporada todo quiso ser Física; luego todo quiso ser Historia; más tarde todo se convirtió en Biología...». Y sigue, en otro artículo de la serie titulado «Las ciencias en rebeldía» (tomo IV, pág. 103): «¿No hay en la nueva actitud de las ciencias, que prefieren recluirse cada cual en su recinto y órbita, como el indicio de una nueva sensibilidad humana, que ensaya resolver el problema de la vida por un método inverso, aceptando cada ser y cada oficio su propio destino...?» Advirtamos que esta sospecha de Ortega sólo aparentemente podría mostrársenos como resultado de un cambio hacia una perspectiva transespecífica. Por el contrario, lo que Ortega nos dice ahora, acerca de la «nueva sensibilidad humana», lo sigue diciendo, en efecto, desde una perspectiva genérica, sólo que porfiriana (distributiva), puesto que esa «tendencia a reducir cada cosa a su propia órbita», es predicada distributivamente, no sólo de cada una de las ciencias, sino también, por igual, de cada una de las instituciones culturales más diversas.

Difícilmente podríamos poner mejores ejemplos de interpretación genérica de las ciencias; interpretaciones que a muchos parecieron y a otros siguen pareciendo como las interpretaciones más profundas que puedan darse sobre el particular. Pero quien se sitúa desde la perspectiva del materialismo filosófico advertirá que estas interpretaciones de Ortega no rebasan el horizonte de lo que hoy llamaríamos sociología de la ciencia. Desde este horizonte se explicarán, sin duda, muchas cosas –procedimientos, ritmos, &c.–, en función de los rumbos de otros contenidos de cada época o de cada cultura; pero en cambio, desde ella, no se podrán dar cuenta de las razones específicas que podrían impulsar a algunas ciencias a proceder como lo hacen en una época o en otra.

La perspectiva cogenérica (genérica) de Ortega pone en el mismo plano tanto la actuación de las motivaciones que impulsan a la ciencia a circunscribirse en sus «órbitas», como a las que impulsan las tendencias soberanistas e imperialistas de las artes, o de los Estados, a mantenerse en su particularismo o a reabsorber, en sus respectivas esferas, a las demás. Dicho de otro modo, la perspectiva cogenérica impide de hecho advertir los mecanismos efectivos de cierre, en virtud de los cuales las ciencias se circunscriben a sus categorías, confundiendo esos mecanismos de cierre con los mecanismos partidistas, soberanistas o imperialistas de otras formaciones culturales (incluida la ciencia en lo que tenga de formación cultural). Y todo esto, que poco significará para quienes se mantienen al margen de la teoría del cierre categorial, alcanzará su máxima significación para quienes operan desde las coordenadas del materialismo filosófico.

 

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I
La perspectiva genérica:
la ciencia en el contexto cogenérico de las formas de vida espiritual

1. La ciencia, o las ciencias, significan para Ortega (y constantemente, desde sus primeros escritos, hasta los últimos), ante todo, una manifestación de la vida espiritual humana, lo que equivale a decir, en sus términos, una manifestación de la cultura humana; una manifestación que tiene que ver con el conocimiento humano y con el «pensamiento creador».

2. Pero la vida espiritual humana era, a su vez, entendida por Ortega como una manifestación de la Vida. De una vida con mil corrientes, sin duda, una de las cuales es el conocimiento, o el pensamiento, que es una expresión, dirá Ortega (muy cerca, por cierto, de Turró) de la Vida como pueda serlo el hambre o, en general, las necesidades fisiológicas.

El conocimiento y la razón, dice Ortega, es, ante todo, vida, y el reconocerlo así es «el tema de nuestro tiempo». Sobre estas afirmaciones de Ortega, Bayón defendió la interpretación del raciovilatismo como un materialismo; obviamente, el «materialismo» del que Bayón habla, tiende a aproximarse al materialismo corporeísta. Sin embargo, a nuestro juicio, y aún tomando como criterio del materialismo al corporeísmo, habría que «diagnosticar» a Ortega como un espiritualista, porque la vida espiritual, según él, que está determinada por sus propias leyes –por analogía con la vida corpórea– no sólo no es corpórea, sino que tampoco está determinada por los procesos corpóreos: se abre camino por sí misma como un impulso creador (espontáneo, emergente, ex nihilo), es decir, como espíritu.

3. Por ello, a nuestro entender, el biologismo de Ortega no puede interpretarse como un biologismo naturalista (el biologismo propio de las ciencias naturales). Hay que tener en cuenta que Ortega ha utilizado el término «biología» (en una época en la que todavía no había facultades de Biología) en un sentido muy amplio, referido sin duda a la vida, pero tanto a la vida de las células, como a la vida de los hombres (a la biografía) e incluso a la vida de los ángeles, arcángeles y aún a la vida divina, si existiera. Ortega ni siquiera ha negado de plano la posibilidad de la vida divina; antes bien, la ha tenido en cuenta, al menos como idea límite, pero más que con el despego del ateo, con el respeto del agnóstico (por no decir del deísta; pero nos parece conveniente subrayar que Ortega no fue ateo, al menos de un modo explícito: lo que sí quiso ser de modo explícito fue anticatólico). Era una idea que le permitía perfilar mejor a contrario la estructura de la vida natural y humana en tanto implica un Mundo. Porque mientras que la vida de las criaturas implica un Mundo –el Um-welt o Mundo entorno, que literalmente se traduce en el término orteguiano Circum-stancia– la vida divina, la vida de Dios, si existiera, no podría tener Mundo externo. [19]

Se dirá que Ortega ha partido de la vida en la fase en la cual la vida biológica es algo más que una vida orgánica que requiera un medio exterior (en sentido termodinámico); pues sólo se ha referido a este medio en la medida en que éste toma la forma de un mundo, en el sentido de Von Uesküll.

4. Ahora bien, la vida humana, que es vida en un sentido tan pleno como pueda serlo la vida natural, no es reductible a la vidas animal, incluso a la vida de los animales que tienen Mundo. La vida animal fue definida por el darwinismo (por el espencerismo) como adaptación, y su evolución, como selección natural. Ortega se opone a este modo de entender la vida orgánica. Para él la vida orgánica es ya creación, explosión (Ortega no parece haber prestado atención a la diferencia entre los dos contextos en los cuales sería preciso insertar los procesos de la evolución biológica: el contexto diamérico de la codeterminación de unas especies por otras en la lucha por la vida y el contexto metamérico desde el cual las especies surgen en virtud de mecanismos de anamórfosis que no se agotan en los mecanismos de codeterminación). Y aquí Ortega marcha en paralelo, sobre todo, con la «evolución creadora» de Bergson. Pues en realidad, lo que Bergson estaba haciendo, era intentar entender la vida natural desde la vida divina, tal como la tradición judía del Dios creador la preparó (Teilhard de Chardin ofrecería, poco más tarde, la recuperación teológico dogmática de la idea de evolución creadora bergsoniana).

Ortega sin embargo sigue otro camino. Aún reconociendo la condición creadora de la vida en general (que «ecualiza» a la vida natural, a la vida humana y a la vida divina), no por ello reduce la vida espiritual humana a la vida orgánica. Ambas formas de vida (a diferencia de la vida divina) son vidas que implican un mundo. Pero «el animal» (como dice Ortega) una vez determinado en su especie o naturaleza, vive para adaptarse a su mundo, y aún puede decirse de él que es su mundo: «el animal está siempre fuera de sí mismo»; el animal es perpetuamente lo otro, es «paisaje», dice Ortega, después de observar una mañana a los monos del Retiro. Unos monos que no dejan un solo instante de atender a su contorno físico («alerta hacia él como obsesos por cualquier variación que en su alrededor cósmico acontezca», En torno a Galileo, lección 6, tomo V, pág. 75). Conviene subrayar que cuando Ortega estaba viendo a los monos del Retiro, los estaba considerando desde una perspectiva que hoy llamamos «etológica» (que implica el conocimiento), más que desde la perspectiva biológica-orgánica.

El hombre, por el contrario, dice Ortega, es decir, la vida humana, no consiste en alterarse («hacerse otro» en el Mundo) sino en retirarse del Mundo, ensimismarse. Creemos poder constatar, sin embargo, que Ortega, aun cuando ha comenzado, contra el darwinismo, subrayando el carácter creador (emergente, espontáneo) de la vida biológica, vegetal y animal, se ve después obligado a distinguir entre una vida animal adaptada a su medio y una vida, la humana, inadaptada a su mundo natural y necesitada por ello de crear su propio mundo. Y no podemos dejar de advertir aquí una cierta incoherencia en la construcción de Ortega, en tanto que utiliza una vez el criterio de la vida creadora para oponerse al adaptacionismo darwinista, para luego utilizar ese mismo criterio para dar cuenta de la vida humana en cuanto contradistinta de la vida animal.

También es cierto que esta incoherencia podría salvarse refiriendo la creatividad, atribuida a la vida orgánica, vegetal o animal, al mismo proceso de conformación de las especies o naturalezas (superabundantes) constituidas por los organismos y sus mundos respectivos. Un proceso entendido como una «explosión creadora» mediante la cual, sin embargo, cada especie, encerrada en su Umwelt, poco tiene que ver con otras cuanto a su origen y estructura. Por ello, la creación representada por la propia vida humana, desprovista ya de naturaleza (interpretamos: de la naturaleza del organismo animal) ¿no tendría que ver con la creación de su propio mundo y, por tanto, de su propia «naturaleza», que habría de ser ahora identificada con el mismo proceso de autocreación o causa sui, es decir, con su historia? Como si la vida humana fuese algo así como una vida divina que, sin embargo, siguiera necesitando de un Mundo.

Ortega ha formulado esta situación en su famosa tesis: «El hombre no tiene naturaleza, sino Historia»; una tesis que, como ya hemos mostrado en otras ocasiones, había sido ya utilizada por Edgar Quinet.

En cualquier caso, la explicación de la condición creadora de Mundos por un ser, el hombre, a partir del supuesto (metamérico) de que originariamente el hombre no está «adaptado» ni le gusta el mundo en que vivía, tiene mucho de explicación metafísica (además de metamérica) y tautológica, puesto que sólo puede decirse (con un lenguaje psicologista, obviamente improcedente) que a los protohombres «no les gustaban» sus mundos, cuando retrospectivamente constatamos que han creado otros que (hay que suponer) «les gustan más». La tautología sube de punto si se presupone que los hombres crean un mundo nuevo porque lo han proyectado como más deseable (lo que es tanto como decir que sus prólepsis brotan de sus «entrañas espirituales» o de su fantasía mitopoiética, lo que no es otra cosa sino una forma de espiritualismo metafísico). Pero un proyecto sólo puede conformarse a partir de las anamnesis, determinadas específicamente (no de un modo postulatorio o indeterminado, como cuando se dice que «crear es una necesidad biológica que determina a los creadores»).

Desde las coordenadas del materialismo filosófico, el hombre, en primer lugar, no crea su mundo, ni sale de su mundo anterior por un mero afán de exploración o de disgusto. Si «crea» un mundo nuevo (supuesto, desde luego, su «impulso de vivir y de sobrevivir» que afecta a todas las especies y no sólo a las humanas) es porque vivía ya en un mundo previo que comenzó a resultarle inseguro y hostil en un grado insoportable. Por tanto, no porque estaba, de nacimiento, inadaptado, sino porque su mundo (o habitat) originario fue alterado por catástrofes naturales o por la presión de otros animales que le obligaron a defenderse y a atacar para sobrevivir. El tipo de explicación metafísico psicológica («no les agradaba el mundo porque estaban desarraigados de él») ha de ser sustituido, en el materialismo, por una explicación diamérica, en la que entren en juego las otras especies y sus mundos respectivos, puesto que es aquí donde reside la posibilidad de un determinismo (materialista). No diremos que si los homínidos comienzan a «salir de su mundo» es porque «no les gusta» el que poseen. Habrá que examinar diferentes mecanismos causales. Acaso han sido desalojados de su mundo por otros animales; acaso su mundo-entorno se agotó; de forma que en lugar de decir que buscaban crear otro mundo, porque el propio «no les agradaba», habría que decir, por el contrario, que lo que buscaban era reproducir (anamnesis) el mundo perdido. En el intento de esta reproducción podrían [20] tener lugar las grandes transformaciones impuestas por la propia realidad, que introducirían deformaciones o desviaciones de las supuestas prólepsis orogonarias.

Desde el materialismo filosófico no diremos, en conclusión, que «el hombre crea su mundo a su medida», a su imagen y semejanza, como si el mundo (o la cultura) emanase «del seno» del hombre. Quien cree decir algo al afirmar que el hombre ha creado el mundo a su medida, es porque previamente ha definido al hombre a la medida del mundo. Y este mismo tipo de crítica al espiritualismo metafísico de Ortega, habría que reproducirlo al analizar las explicaciones que Ortega da de la creación del Estado, por ejemplo, a partir de su idea de «proyecto sugestivo de vida en común». Pues sólo cuando «proyecto político» ha llegado a término, puede decirse que la sociedad política resultante fue el objetivo de aquella «sugestión».

5. Dice Ortega: La vida humana se retira del Mundo, ensimismándose, porque al no adaptarse a él necesita, si no quiere morir, crear un mundo propio.

Es cierto que Ortega, olvidándose del original «impulso creador» de la vida espiritual (como si estuviera consciente del carácter gratuito de semejante causa), ha recurrido alguna vez, para explicar la supuesta inadaptación que llevaría a la ruptura del hombre con el mundo animal, a la hipótesis de una minusvalía originaria. Recurre, en suma, al tipo de explicación que vemos utilizado por primera vez en Platón, en su Protágoras, a propósito del mito de Epimeteo. Un tipo de explicación que, paralelamente a Ortega, desarrollaron en Europa los defensores de la tesis de la neotenia: Bolk, en la interpretación, sobre todo de Daque, o de Th. Lessing, para quienes el hombre sería un «mono mal nacido», inadaptado, que necesita la «ortopedia de la cultura». También Scheller, o Gehlen, utilizaron a su modo estas ideas. Ortega se inclina alguna vez, aunque sin desarrollarla, por una versión aún más positivista, dada la factualidad y contingencia de la causa propuesta –aunque, por cierto, completamente gratuita, y casi propia de la «ciencia ficción»– sugiriendo que la enfermedad originaria del homínido, que llevaría del animal al hombre, no fue tanto una enfermedad congénita (la neotenia, &c.) sino una enfermedad contagiosa, acaso una suerte de paludismo.

6. El mundo que corresponde al hombre, en todo caso, es un mundo fabricado por él, un mundo cultural. Pero el hombre no ha creado el mundo cultural de una vez por todas, sino sucesivamente, la historia comienza a ser el contenido mismo del proceso del mundo humano.

Ortega parece utilizar una dialéctica que cabría reexponer de este modo: el mundo cultural, que va constituyéndose históricamente, tendrá que ir asumiendo las funciones de «Naturaleza»; se hará habitual, es decir, se irá convirtiendo en una «pseudonaturaleza» en la que puede quedar oculta su auténtica condición. Ortega se refiere a esta dialéctica (que ocupa en el sistema de Ortega el puesto que corresponde a la caída –Verfallen– en el sistema de Heidegger) a propósito de la constitución de algo así como lo que nosotros llamamos «cultura circunscrita»; pero puede generalizarse fácilmente («...el hombre, ya heredero de un sistema cultural, se va habituando progresivamente, generación tras generación, a no tomar contacto con los problemas radicales...», tomo V, pág. 77). Es la dialéctica del extra-vío o alienación utilizada en la tradición cristiana para explicar el pecado del hombre, aunque en San Agustín esta dialéctica aparece invertida: el hombre, hecho para vivir ante Dios en el Paraíso –por tanto, fuera de su intimidad finita– se extravía –se aliena– al encerrarse en sí mismo.

Cabría extender a los hombres, en general, el mecanismo que Ortega aplicó una vez a la interpretación de la conducta de los monos de la antigua Casa de Fieras del Retiro –«esos monos convirtieron las jaulas, 'recuerdos de la civilización', en selva»–. Los hombres creadores de una cultura llegarán a ver a la cultura creada por hombres, o acaso por antepasados suyos, como una selva, como Naturaleza; y la inadaptación a esa cultura naturalizada conduciría a una suerte de «revolución cultural». Pero Ortega no ha extendido su doctrina en esta dirección. El término «cultura» lo reserva Ortega para designar las transformaciones que experimentaría el Espíritu humano (más que su vida) en el proceso de creación de la cultura. Y esto es tanto como decir que la cultura es vista por Ortega, sobre todo, como cultura subjetual, contemplada desde su perspectiva espiritualista.

7. Se nos ofrece así la vida espiritual como un constante faciendum, como una perpetua «faena» de creación de un mundo propio, de una cultura, en todas sus diversas manifestaciones. Este punto de vista es el que asume Ortega al enfrentarse, no sólo con la literatura, sino con el arte, con la política, con la técnica y con la ciencia. Los procedimientos de Ortega son aquí muy parecidos a los de Cassirer. Ortega, impulsado por la voluntad de concretar plásticamente las abstracciones, llega a más, identificando en gran medida la idea metafísica de una «capacidad creadora» con el concepto, de un sabor más psicológico, de «imaginación» (dicho de otro modo: sólo en apariencia el concepto orteguiano de «imaginación» es un concepto psicológico). Por ello puede decir que la ciencia es hermana de la poesía (tomo IV, pág. 90; tomo V, pág. 17).

Asimismo la técnica, como la ciencia, y como el arte, llega a decir Ortega, son frutos de la imaginación, antes que de la observación minuciosa, del sometimiento a la experiencia reivindicada por los positivistas, a partir de la cual el entendimiento induciría leyes generales. Porque la imaginación, que no es la mera fantasía, dice Ortega, es la misma capacidad de la que disponen los hombres (algunos hombres; y los varones, más que las mujeres) para distanciarse del mundo natural, y crear otro nuevo a su medida (a una medida que el propio hombre va estableciendo). El hombre –Ortega asume otra vez la tesis de Protágoras– es «la medida de todas las cosas».

La imaginación estará también en el origen de la técnica. Cuando el salvaje imagina que un palo que ha lanzado al aire está «volando» como si fuera un ave, e imagina que tiene un pico delante, y unas plumas detrás, habrá inventado la flecha.

8. En conclusión: también la ciencia, como la técnica, el arte o la política, es fruto de la imaginación, más que de la experiencia observadora. No por ello la técnica y la ciencia habrán de ser consideradas como dos creaciones o vástagos absolutamente independientes del mismo tronco originario de la vida espiritual. Al menos, el sistema del raciovitalismo no lo requiere. No sería incompatible el tratamiento de la ciencia, dentro del sistema raciovitalista, como una función cultural independiente de la técnica. El sistema del raciovitalismo podría acaso dar cuenta de la oposición entre el científico y el ingeniero.

Pero en cambio surgirían grandes dificultades en el momento de tener que dar cuenta de las diferencias entre las ciencias reales y las ciencias matemáticas, cuando se da por supuesto [21] que éstas no necesitan corresponderse con ninguna estructura del mundo real (se ocuparían con objetos imaginarios puros «como decían Descartes y Leibniz», a quienes se refiere Ortega precisamente para apoyar su tesis de la «imaginación creadora» de las matemáticas). Ortega no se detiene, sin embargo, en la dificultad que, desde su propia perspectiva, le plantean las ciencias reales, en las cuales la «imaginación creadora» habrá de quedar notablemente limitada.

Desde sus coordenadas sistemáticas habría que concluir que Ortega, si bien puede reconocer la afinidad entre las técnicas y las ciencias naturales o reales, no puede reconocer la afinidad entre las técnicas y las ciencias en general, en tanto estas incluyen a aquellas ciencias que su maestro W. Wundt llamó ciencias formales.

Y esto quiere decir que la tesis de la conexión entre la técnica y la ciencia, en general, no es una tesis interna a su sistema, sino que tiene mucho de constatación factual, y aún problemática, que Ortega habría tomado de Dilthey («es curioso que Dilthey, en su primera época, opinara que las ciencias se originaron fuera de la filosofía: en las técnicas y como reflexión sobre estas. En su segunda época rectificó esta opinión. Pero como Dilthey no hablaba nunca al aire, conviene no tirar por la borda, sin más, su primitiva opinión. Quede hecha aquí esta reserva sin más desarrollo», La idea de principio en Leibniz, §4, pág. 22, nota 2).

Y aún cabría llegar a más, a decir que acaso el sistema de Ortega, aunque no de un modo unívoco, contiene barruntos de una visión del conflicto entre la técnica y la ciencia: la técnica sería pragmática, interesada, y la ciencia sería desinteresada, especulativa. La ciencia se haría práctica al engranar con la técnica, pero justamente con ello se desvirtuaría, a la vez que, gracias a ello, obtiene el éxito. El «imperialismo de la Física» durante el siglo XIX, por ejemplo, dice Ortega, habría sido debido más que a su condición de ciencia pura (que nos deparase el conocimiento de la realidad tenido por más profundo y al que la filosofía creyó necesario plegarse), a las brillantes aplicaciones tecnológicas en torno a las cuales giró el progresismo decimonónico.

9. La ciencia, en cualquier caso, es, según Ortega (traducido a la terminología del materialismo filosófico), una especificación cogenérica de la vida espiritual humana, dotada de su propio ritmo. Su especificidad cogenérica (aunque Ortega no lo diga de este modo) consistiría en ser «pensamiento que busca el conocimiento y el conocimiento verdadero»; bien entendido que el conocimiento verdadero no se concibe como mera re-presentación de una supuesta realidad preexistente a esa vida que se encuentra en flujo permanente. Pues el «pensamiento» es un flujo viviente, como puedan serlo las secreciones gástricas, y sin que esta comparación tenga, por parte de Ortega, la menor intención reducionista. (En la línea del materialismo de Büchner: «el cerebro segrega el pensamiento como el hígado la bilis.») El pensamiento es fluencia espontanea incesante que habrá de ir mudando con las épocas y las generaciones (tomo IV, pág. 91), y que no está sometido a unas leyes rígidas estáticas, las que la tradición ha pretendido fijar como leyes lógicas (principio de identidad, principio de contradicción, principio de tercio excluido, ...). Ortega (citando al intuicionismo matemático de Brower) postuló la necesidad de ampliar la lógica clásica en nombre de una «lógica de la razón vital», «heracliteana», si bien todo quedó en mera propuesta. El libro sobre Lógica que M. Granell, impulsado por Ortega, escribió en 1948, no es otra cosa sino una revisión, muy bien documentada (y que tuvo una gran utilidad en su tiempo), de las principales corrientes a través de las cuales discurrió la lógica durante la primera mitad del siglo XX (logicismo de Russell, lógica de clases y de proposiciones, «nuevas lógicas», tales como las lógicas intuicionistas, las lógicas polivalentes, la lógica del género-2 de P. Fevrier, un intento de adaptación de la lógica a la Física cuántica). Más dudoso es que estas «nuevas lógicas», y menos aún las lógicas de la segunda mitad del siglo, posteriores a la muerte de Ortega, puedan ser aducidas como testimonios en favor del proyecto de una «lógica de la razón vital», como algunos han pretendido.

Para Ortega la ciencia es conocimiento, y su motor es la misma necesidad vital del conocimiento verdadero. Que la ciencia sea conocimiento es, sin duda, un supuesto ordinario, una comunnis opinio, desde la que se explica que la teoría de la ciencia sea interpretada habitualmente como un capítulo de la teoría del conocimiento, o «Epistemología» (entendida como la «teoría del conocimiento científico»). La Teoría del Cierre Categorial, sin embargo, se desentiende de este supuesto común, desde el momento en que defiende la tesis según la cual las ciencias no son conocimiento (aunque lo impliquen), ni las verdades científicas han de referirse formalmente al conocimiento: el teorema de Pitágoras sería verdadero, no porque sea un conocimiento; y si el conocimiento del teorema de Pitágoras es verdadero, lo será en función de la verdad del teorea. Otra cosa es que el teorema de Pitágoras (como cualquier otro) deba ser conocido por algunos sujetos. La TCC, en consecuencia, no acepta la consideración de la teoría de la ciencia como un capítulo de la teoría del conocimiento, y por ello utiliza el término «Gnoseología» en cuanto contradistinto del término «Epistemología» (en tanto este término designa a investigaciones más próximas a la Psicología genética, en el sentido de Piaget, o a la Epistemología biológica).

Pero Ortega entiende la ciencia como conocimiento. Por ello, según los grados de conocimiento, así las jerarquías de las ciencias. «...Mientras que la filosofía misma [del siglo XVIII y XIX] exageraba su culto a la Física como tipo de conocimiento, la teoría de los físicos [del XX, Einstein, Weyl] concluía descubriendo que la Física es una forma inferior de conocimiento, a saber: que es un conocimiento simbólico» (tomo IV, pág. 101).

Ortega creyó poder afirmar, como tesis central de su sistema, que la ciencia primera, y no sólo históricamente, fue la filosofía de tradición griega. La filosofía, para Ortega, es una ciencia muy peculiar (no tiene un objeto previo), pero es ciencia al fin y al cabo. Ortega pone además en relación esta filosofía prístina con el «descubrimiento del Ser» por los griegos (Parménides, principalmente); de un Ser que envuelve a los Entes. Y llegará a afirmar que la ciencia griega y, posteriormente, la ciencia moderna, se constituyó precisamente desde esa idea de un ser que actúa siempre más allá o más acá de los fenómenos (Curso sobre Toymbee, pág. 274).

Posteriormente, según Ortega, las ciencias –en gran medida por su confluencia con las técnicas pragmáticas– tomarán rumbos distintos que, a la vez que les permite grandes victorias, les alejarán de su esencia, y alejarán también de la suya a la filosofía, que pretendió parecerse unas veces a las matemáticas (con Descartes) y otras veces a la Física (con Newton), como verdaderos prototipos del saber absoluto. Pero la filosofía es una ciencia orientada a constituirse en una crítica de las ciencias. [22] Para la TCC la cuestión se plantea de otro modo. El estado coetáneo de tantas ciencias ya cerradas (no por ello terminadas) obliga a reconocer que la crítica de la filosofía a la ciencia ha de apoyarse en la propia «autocrítica» que las ciencias hacen de sí mismas.

No corresponde a la ocasión del momento el análisis histórico de estas ideas de Ortega, tan próximas a las ideas que Husserl, y no sólo el Husserl joven de La filosofía como ciencia rigurosa, de 1910, sino también, al Husserl maduro de La crisis de la conciencia europea, de 1937. Tampoco entramos aquí en el análisis de la procedencia de las tesis orteguianas –Ortega era, a fin de cuentas, profesionalmente, catedrático de Metafísica– relativas al «ser de los entes» como fundamento común de la filosofía y de las ciencias. Ideas muy próximas a las de Heidegger, aunque con una tradición común aristotélica y escolástica: la tradición del «Ser» como primum cognitum.

Ortega, sin embargo, al apelar al «descubrimiento del Ser» como horizonte en el cual la ciencia se desenvuelve, estaba probablemente insistiendo en su concepción central según la cual la ciencia no reproduce un mundo previamente dado al hombre, sino que se despliega a partir de un mundo peculiar que se manifiesta al hombre a través del «Ser» que habrían descubierto los presocráticos. Ortega verá a la idea del Ser de Occam como idea que no procede de una «abstracción comunista», sino de una contraposición con la Nada (Ortega no tuvo en cuenta la estirpe romance de la idea de la Nada, en cuanto derivada de res natae, que tiene que ver más que con el No-Ser, con la criatura).

Es necesario constatar, aunque sea esquemáticamente, las distancias de las ideas de Ortega sobre el origen y relaciones de la filosofía y de las ciencias y las ideas al respecto propias de la TCC. Las distancias son diametrales. La TCC mantiene que la idea de ciencia categorial no puede ser aplicada a la filosofía, o, dicho de otro modo, que la filosofía no es una ciencia, y que decirlo así es un modo de confundir y oscurecer la naturaleza de la filosofía y de las ciencias; no es sólo cuestión de terminología. Menos aún, podría afirmarse que la filosofía sea la «ciencia prístina» que tenga que ver con el «descubrimiento del Ser» de la que derivan las demás. La filosofía no es la madre de las ciencias; las ciencias proceden de las técnicas y son previas a la filosofía de tradición griega.

La misma historia de la filosofía griega, que nos ofrece a los presocráticos como un curso de grandes intuiciones ontológicas (Tales, Parménides, &c.) que habría sido el germen de las primeras ciencias, puede ser reinterpretada de otro modo, si se subraya un hecho que queda desdibujado en la historia tradicional: el hecho de que Tales, como Anaximandro, Pitágoras, como Parménides, Anaxágoras, como Platón, y aún Protágoras, fueron ante todo geómetras. Y que, por tanto, es la filosofía la que puede entenderse en función de la ciencia de la geometría griega, como una forma de tratamiento de las antiguas cuestiones ofrecidas por el mito según el estilo geométrico.

10. Para Ortega la ciencia, en todo caso, y en contra de lo que pensaba el positivismo, el empirismo o el sensualismo, no es «descripción de los hechos», e «inducción de leyes generales». «Los hechos cubren la realidad» (En torno a Galileo, tomo V, pág. 16), y la ciencia debe descubrirlos (Ortega invoca aquí también la aletheia, según la etimología convencional en la época, utilizada por Heidegger, pero impugnada por otros filólogos, como Friedlander). Pero este descubrimiento no nos hace tanto confrontarlas con las «esencias que están detrás de los hechos», porque lo que confrontamos son los hechos dados con los hechos imaginarios que nuestra imaginación pone al establecer la realidad imaginativa. «Si casan unos con otros es que hemos descifrado el jeroglífico, que hemos descubierto la realidad que los hechos cubrían y arcanizaban.» Así Galileo, en vez de perderse en la selva de los hechos, entrando en ellos como pasivo espectador, comienza por imaginar, dice Ortega, la génesis del movimiento en los cuerpos lanzados sobre planos horizontales o inclinados ideales (sin estorbos o impedimentos). En su artículo de 1937, «Bronca en la Física» (tomo V, pág. 272), polemizando con Herbert Dingler, insiste en subrayar la estructura a priori de los procedimientos (se refiere a los experimentos mentales y similares) en la física actual (apela a Einstein, a Eddington, a Weyl, a Poincare, ...) en los que la inducción no aparece por ningún lado. La ciencia es, en resolución, puro simbolismo (tomo IV, pág. 98).

Ortega se sorprende de «no haber visto en ninguna parte advertido este carácter tan general y acusado del pensamiento reciente»; se refiere al carácter apriorístico de los procedimientos científicos, mediante los cuales Einstein, por ejemplo, en lugar de «obligar al cuerpo a contraerse para adaptarse al espacio euclidiano» –la contracción de Lorenz– decide que la geometría y el espacio se adapten a la Física y al fenómeno corpóreo (tomo IV, pág. 104). El ejemplo aducido es muy confuso, porque esta «revolución» einsteniana podría interpretarse como efecto de un empirismo que prescinde (al modo de Mach y del Círculo de Viena) de las hipótesis geométrico euclidianas metafísicas; sólo que, a la par, puede también presentarse como ejemplo de apriorismo de las leyes newtonianas, que para aceptar el fenómeno de la contracción de Lorenz, está dispuesta a regresar a un cambio del espacio tiempo (en la relatividad especial).

En todo caso, la sorpresa de Ortega nos sorprende hoy a nosotros, porque toda una tradición antipositivista (representada por Duhem, por Poincaré o por Koiré –a quién Ortega no cita–) había subrayado los componentes apriorísticos del método científico moderno. Duhem, además, había escrito varios tomos para demostrar que el objetivo de la astronomía griega no fue tanto ofrecer una descripción de los fenómenos celestes cuanto salvar los fenómenos (sosein ta phainomena), es decir, interpretarlos desde el modelo de las esferas homocéntricas imaginarias. En este sentido, habría que reconocer que el método de Descartes, de Galileo o de Newton no constituye una novedad respecto del método de la tradición platónica. Esto no nos impediría reconocer que la «nueva mecánica» representa una revolución en la historia de la ciencia, pero no una revolución que la TCC cifra no ya tanto en el «método apriorístico de los modelos» cuanto en el contenido de esos modelos apriorísticos modernos, que sustituyen las primeras esferas homocéntricas por elipses y luego por las trayectorias inerciales rectilíneas. No puede menos de sorprendernos el que Ortega, al encarecer la novedad de la ciencia moderna, lo hiciera a partir de su contraposición con la teoría de la ciencia del empirismo, o del sensualismo (tipo Dingler, e incluso del sensualismo de los escolásticos que también cita), olvidando que Duhem o Poincaré habían puesto el acento en el «idealismo apriorístico» de la ciencia moderna, y perdiendo, por tanto, el verdadero punto de diferenciación de los procedimientos de la física moderna con los procedimientos de la física aristotélica: el cambio de la inercia circular por la inercia rectilínea.

El «apriorismo» de la ciencia moderna, que Ortega toma (frente a los intérpretes empiristas) como principio de su [23] interpretación, no es, sin embargo, el apriorismo trascendental, instaurado por Kant (apriorismo de las formas a priori de la intuición –espacio y tiempo– y de las categorías) y vivo de algún modo en sus maestros neokantianos (Cohen y Natorp). Es un apriorismo positivista, por así decirlo, que consiste en utilizar modelos determinados procedentes, no tanto de las formas a priori intemporales de la sensibilidad o del entendimiento, sino de las formas generales propias de cada época o generación, heredadas a su vez de generaciones anteriores (como diría Lorenz, el etólogo). Por eso, la ciencia experimental procede en sus construcciones como el arte o como la política. Pero esta misma diferencia entre el «apriorismo positivista» (ejercitado por Ortega, si no lo interpretamos mal) y el apriorismo kantiano o neokantiano, que pudo representar para el Ortega que venía de Madburgo una gran novedad, estaba ya marcada por las «nuevas (respecto del empirismo del Canciller Bacon) teorías de la ciencia» de inspiración instrumentalista-positivista (representadas por los hombres que hemos citado: Duhem, Poincaré o Koyré) o histórico-culturales (representadas por hombres como Cassirer o Spengler).

11. ¿Cual será la fórmula, de entre las varias que Ortega utiliza, que más precisamente pueden servir para expresar la concepción de la verdad científica y filosófica –una concepción que habrá de estar dibujada, si nuestros planteamientos son consistentes, en un contexto cogenérico– que Ortega de hecho mantuvo dentro del sistema del raciovitalismo?

A nuestro entender la fórmula más expresiva sería la que Ortega nos ofrece en la Lección 7ª de En torno a Galileo (1933, tomo V, pág. 81): «La verdad como coincidencia del hombre consigo mismo.» Lo que es tanto como decir, a nuestro juicio, que la verdad es, en resolución, la cultura consolidada, las diferentes formas de la cultura a través de las cuales los hombres logran «coincidir consigo mismos».

Es, en todo caso, una fórmula cogenérica que cubre, no sólo a las verdades científicas, sino también las verdades políticas, las verdades artísticas, y todas las formas de la verdad que puedan aparecer en la vida espiritual. Es lo que significaríamos al decir que la Idea de verdad científica se le aparece a Ortega desde una perspectiva genérica, cogenérica.

Estamos ante una Idea de verdad, además, que permite muchas modulaciones. Es una idea aplicable a un grupo humano, a una sociedad, a un individuo, así como a las cosas que el grupo humano, la sociedad o el individuo hayan fabricado a su medida. La idea puede ser interpretada además de un modo dinámico, si la «coincidencia» expresada se entiende como algo que no está dado, sino que ha de darse en el curso de un faciendum heraclíteo, como un proceso susceptible de ser alcanzado en grados muy diversos.

En todo caso se trata de una fórmula «sin parámetros», puesto que no ofrece ningún criterio para establecer en cada caso la efectividad de esa coincidencia. La «coincidencia del hombre consigo mismo» alcanzaría sólo un cierto sentido gnoseológico interpretándola en el contexto de la coherencia lógico formal. ¿No será que Ortega aquí, como en ética o en política, está comportándose como un estricto formalista? Cabría recordar que para Ortega, el criterio de la vida ética o moral –la que moldea a las minorías selectas– es el esfuerzo, la disciplina; pero ese «esfuerzo» o «disciplina», como conceptos puramente formales. Considerados al margen de sus contenidos, tanta ética podría haber en las conductas generosas de los hombres como en sus conductas criminales: ejemplos de minorías selectas, sometidas a una estricta disciplina y apoyadas por masas de hombres fanáticos, podrían ser los grupos de la S.S. o de los talibanes.

Como el «consigo mismo» no está definido por contenido alguno (científico, artístico, político), puesto que él mismo se va haciendo, la fórmula cobra todos los sentidos posibles, es decir, ninguno. Por eso puede decir Ortega: «verdad es lo que ahora es verdad y no lo que se va a descubrir en un futuro determinado» (tomo VI, pág. 347).

Y desde luego, la Idea de verdad de Ortega no se aplica fácilmente a la verdad científica. No es fácil aplicarla a la verdad científica. No es fácil advertir qué tenga que ver la verdad de la identidad entre la masa de gravitación y la masa de inercia, con la «coincidencia del hombre consigo mismo»; pues, en todo caso, sería a través de la verdad objetiva como el hombre (algunos hombres) alcanzarían la coincidencia consigo mismos, pero no serían las verdades objetivas las que alcanzan su identidad a través de las «coincidencias de los hombres consigo mismos».

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II
La perspectiva específica (gnoseológica):
la ciencia considerada en sí misma como especie transgenérica

1. Venimos presuponiendo que el enfoque que Ortega mantuvo al enfrentarse con la ciencia no fue un enfoque gnoseológico, sino extragnoseológico, predominantemente de índole histórico cultural (en cuanto incorpora la perspectiva psicológica y sociológica), cuyo carácter genérico no lo hace, sin embargo, en ningún caso, irrelevante o incluso desdeñable.

Desde luego, el enfoque genérico es filosóficamente imprescindible, pues sólo desde él cabe entender el puesto relativo que la ciencia ocupa en el conjunto de las diversas formas culturales: arte, técnica, poesía, política, &c. Sin embargo, el enfoque gnoseológico, al menos tal como lo entiende la Teoría del Cierre Categorial, que considera necesario despejar la ciencia respecto de otras formas culturales, no nos permite alcanzar el análisis del cuerpo característico de la ciencia, en cuanto pueda ser disociable de las otras formas culturales. Pues es, según la TCC, a través del cuerpo de la ciencia como la vida humana puede llegar a tomar verdadero contacto con las realidades que están «más allá» del hombre que «las mide». Porque es en el cuerpo de la ciencia, gnoseológicamente analizado, en donde aparecen otros componentes, que contribuyen a la formación de la verdad científica. Una verdad que entraña un momento ontológico cuyo análisis nos obliga a tomar trato con ideas que desbordan las propias «esferas de la cultura», un desbordamiento que se extiende hacia la realidad, en cuanto comprende a la vez a la Cultura y a la Naturaleza.

2. Ahora bien, es obvio que la idea gnoseológica de la ciencia, así entendida, que Ortega pudo ofrecernos desde su perspectiva genérico-cultural ha de dársenos de un modo «desdibujado» o lejano, al menos cuando confrontamos sus resultados con los que establece la TCC. Esto no significa, en principio, ningún menoscabo de la idea de ciencia ofrecida por Ortega, pues siempre cabría defender que, desde la perspectiva cogenérica en la que suponemos se sitúa Ortega, las características específico gnoseológicas se recogen, en cantidad y en calidad, de un modo peculiar, y suficiente. [24]

No tratamos, por consiguiente, en principio, de echar en cara a Ortega la indefinición o el desdibujamiento de su idea de ciencia, en orden a la determinación de múltiples aspectos que alcanzan un gran relieve desde un enfoque transgenérico, gnoseológico. Pero sí es necesario confrontar el conjunto de determinaciones gnoseológicas que permiten analizar la idea de Ortega desde el enfoque gnoseológico. Esta confrontación, en principio, tal como la llevamos a cabo en esta sección II, sólo tiene las pretensiones inherentes a una tal confrontación. Incluso, si se prefiere, la confrontación no tiene otro objetivo que el de llevar a cabo un «experimento» consistente en «arrojar» la teoría del cierre categorial, como si fuera una red, a la idea de ciencia ofrecida por Ortega, con objeto de constatar cuantas y cuales determinaciones recupera. Si se prefiere, se trata de recoger la visión emic de la idea de ciencia de Ortega, desde coordenadas etic representadas por la TCC. Las consideraciones críticas, en el sentido evaluativo, las reservamos para el final.

3. El enfoque gnoseológico afecta tanto «a la ciencia» (o a «las ciencias») en general cuanto a cada una de las ciencias, en particular. Y esto es tanto como decir que el enfoque gnoseológico comprende no sólo las cuestiones que puedan considerarse referibles a todas las ciencias (al cuerpo de las ciencias y, por tanto, a sus entornos ontológicos) sino también a las cuestiones que vayan referidas a cada una de las ciencias en particular. Dicho de otro modo, el enfoque gnoseológico comprende una gnoseología general (que se ocupa de las ciencias, en general) y una gnoseología especial (que comprende la gnoseología de las Matemáticas, de la Física, de la Biología, de la Historia...).

La distinción entre ambos tipos de gnoseología no es dicotómica, porque no es posible ocuparse de las cuestiones generales con abstracción completa de las especiales (que, cuando menos, habrán de estar presentes continuamente a través de los ejemplos imprescindibles) ni recíprocamente. Además, existen cuestiones cuya escala se determina a medio camino entre la gnoseología general y la especial, como le ocurre a la cuestión de la clasificación de las ciencias. También es cierto que en el caso de que el criterio de clasificación derive de la misma idea general de ciencia –como ocurre con la clasificación de las ciencias en función de los planos operatorios alfa y beta que la TCC distingue– habrá que considerar a esta cuestión como más propia de la Gnoseología general que de la especial.

Las cuestiones comprendidas bajo el rótulo de la gnoseología general son muy abundantes y podrían ser reunidas en dos grupos: el grupo de las cuestiones que se ocupan de la idea misma de ciencia, globalmente considerada (es decir, de las cuestiones referidas al cuerpo mismo de las ciencias y de su entorno ontológico) y el grupo de las cuestiones que se ocupan de la propia estructura interna (del dintorno de las ciencias analizado en el ámbito del espacio gnoseológico). Hablamos así de una gnoseología general sintética y de una gnoseología general analítica respectivamente.

El enfoque extragnoseológico que, a nuestro entender, Ortega ha mantenido habitualmente al enfrentarse con la Idea de Ciencia no debe hacer pensar que no sea posible, y aún necesario (si es que hablamos de lo mismo) encontrar en la obra de Ortega abundantes consideraciones gnoseológicas (acaso dispersas e incluso meramente ejercitadas, más que representadas), tanto de naturaleza sintética como analítica, en el sentido dicho. En todo caso, tendríamos que «preguntar» a Ortega, o tratar de determinar en su obra, cómo desde su sistema podría responder a las cuestiones gnoseológicas que le sean formuladas desde un enfoque gnoseológico; y en qué medida cabe concluir que la respuesta es indefinida o indeterminada; incluso que no cabe ninguna respuesta, o que ella no tiene sentido (lo que constituiría, en principio, un motivo para unos de crítica a Ortega, y para otros, de crítica a la TCC).

4. Acaso la cuestión gnoseológico general más importante sea la cuestión global o sintética relativa a la naturaleza misma de la ciencia, precisamente en cuanto tiene que ver con la verdad y, por tanto, con la realidad. Esta cuestión gnoseológica «global», porque afecta a todas las ciencias, parece muy pertinente en el análisis de la obra de Ortega, porque en ellas encontramos explícitamente (lo que no ocurre con otras doctrinas) establecida la conexión entre la ciencia y la verdad.

La ciencia es, según Ortega, un conocimiento, y más aún, un conocimiento verdadero (por ejemplo, tomo III, pág. 145; tomo IV, pág. 101). No necesitamos entrar aquí en los debates tradicionalessobre el alcance de estas afirmaciones (¿acaso cabe hablar de conocimientos no verdaderos?; y entonces, hablar de «conocimientos verdaderos» ¿no es algo así como hablar de «agua húmeda»?). En efecto, como hemos dicho, la ciencia, según la TCC, no es directamente un conocimiento. Y aunque todo conocimiento hubiera de ser verdadero, no toda verdad tendría que reducirse a conocimiento.

Nos es suficiente atenernos, por tanto, a constatar la conexión entre la ciencia y la verdad, ya se establezca formalmente a través del conocimiento, ya se establezca a través de él sólo materialmente.

Ahora bien, que la ciencia (el cuerpo de la ciencia) deba mantener relaciones necesarias con la verdad, no significa (para la TCC) que los cuerpos de las ciencias estén íntegramente constituidos por verdades. En los cuerpos de las ciencias, sobre todo, cuando se les considera en «contextos de descubrimiento», hay también errores (lo que equivale a decir que muchas de las verdades incorporadas a los contextos de justificación se nos presentan como rectificación de errores previos, y que, por tanto, los errores científicos no son simplemente accidentales, «erratas» o efecto de alguna negligencia); pero, sobre todo, hay múltiples contenidos formales de las ciencias que no pueden ser llamados ni verdaderos ni erróneos.

La verdad, a su vez, «se dice de muchas maneras», y la verdad gnoseológica ha de poder decirse en función de la estructura misma del cuerpo de la ciencia, de la que constituye un momento esencial. Y como (desde la teoría del cierre categorial) comenzamos reconociendo, como cuestión de hecho, una multiplicidad de cuerpos científicos (no existe una única ciencia, sino múltiples campos científicos en torno a los cuales se constituyen las categorías correspondientes), la distinción, en los cuerpos de las ciencias entre una forma gnoseológica (común a todas las ciencias) y una materia gnoseológica (propia de cada cuerpo categorial) se nos ofrece como una distinción gnoseológica primordial y constitutiva.

En función de esta distinción fundacional, obtenemos la taxonomía esencial de las concepciones gnoseológicas de las ciencias según que la verdad se considere como «centrada» (supuesta la distinción entre materia y forma), o bien en la [25] materia, o bien en la forma de las ciencias, o bien en su relación o, por último, en la negación de la distinción misma entre la materia y la forma. Podemos representar (Alberto Hidalgo) mediante los símbolos booleanos (0,1) estos cuatro tipos de concepciones gnoseológicas de las ciencias por las siguientes fórmulas: I (0,1); II (1,0); III (1,1); IV (0,0). Cada una de estas fórmulas corresponde a una idea de ciencia característica, gnoseológicamente definida en función de la distinción considerada como fundamental. La fórmula I (0,1) corresponde a la idea descripcionista de la ciencia, para la cual la verdad aparece como desvelamiento o aletheia; la fórmula II (1,0) corresponde a la idea teoreticista de la ciencia, que entiende la verdad como «coherencia» lógica; la fórmula III (1,1) define muy bien a las ideas adecuacionistas de las ciencias, para las cuales la verdad se concibe como una adecuación; y la fórmula IV (0,0), que se presenta como una fórmula (negativa) de la materia y de la forma nos conduce a la idea circularista de la ciencia propia de la teoría del cierre categorial.

Mientras que ateniéndonos al orden (forma, materia), las fórmulas I (0,1), II (1,0) y III (1,1) –y, sobre todo, la tercera– entienden la ciencia como un conocimiento, la fórmula IV (0,0) establece una disociación formal entre la ciencia y el conocimiento (lo que no significa que no se reconozcan como materialmente irrenunciables momentos cognoscitivos en la economía de las ciencias). Pero la ciencia no es formalmente conocimiento, según la teoría del cierre categorial, y aquí reside el fundamento de la distinción entre una «Epistemología» (entendida como una teoría del conocimiento, que incluye a lo que la ciencia tenga de conocimiento) y una Gnoseología como teoría ontológica de la ciencia.

Nuestra primera tarea habrá de consistir en clasificar (por tanto, en criticar o diagnosticar) la idea de ciencia que Ortega nos ha ofrecido, en el cuadro de esta taxonomía que consideramos fundamental. La tarea no es fácil porque Ortega, obviamente, no ha tenido en cuenta esta taxonomía y, por consiguiente, no hay por qué esperar que, en su terminología, pueda advertirse una nítida adscripción a cualquiera de las clases de referencia. Ortega no pudo verse obligado a contraponer sus posiciones a las restantes alternativas de la taxonomía desde la cual le analizamos; su terminología ha de ser por tanto (desde el punto de vista de la taxonomía) oscilante. A veces habla, en efecto, de la verdad como aletheia, pero ello no es razón suficiente para considerar su posición como descripcionista, teniendo en cuenta otras partes de su doctrina; desde las cuales se hace necesario reinterpretar lo que Ortega pudo querer decir al utilizar este término. Una hermenéutica que, por cierto, se encuentra posibilitada por la propia taxonomía de referencia (que nos permite «apretar las tuercas» a expresiones de Ortega vagas o indeterminadas en el contexto de la taxonomía de referencia).

En el supuesto de que la idea de ciencia de Ortega pudiera ser clasificada en más de uno de los tipos fundamentales que venimos presuponiendo, o en los cuatro, habría que concluir, desde la TCC, que Ortega no ofreció, en rigor, una idea gnoseológica de la ciencia, sino un «caos» de observaciones confusas y oscuras. (Es obvio que desde la perspectiva del raciovitalismo, la conclusión podría ser la opuesta: el rechazo de la taxonomía de referencia).

Desde luego, Ortega no es descripcionista, así como tampoco es positivista o neopositivista, en su concepción de la ciencia. Y ello, a pesar de que, de vez en cuando, utilice expresiones descripcionistas e intuicionistas («la definición es una operación denominativa y descriptiva. Su esquema es este: llamo 'triángulo' esto que tengo delante, y esto que tengo delante se compone de tal y tal parte», La idea de principio en Leibniz, párrafo 12, página 74); o bien, cuando apela a la etimología convencional de aletheia como des-velamiento (En torno a Galileo, tomo V, pág. 16).

Sus expresiones «descripcionistas» podrían explicarse de otro modo, a saber, como referidas, no ya a la ciencia en su núcleo esencial, cuanto a las fases previas de la ciencia, como puedan serlo las propias definiciones (desde la TCC es inadmisible considerar a la definición de triángulo citada como una descripción; pero como Ortega carece de una teoría de la definición no está obligado por ninguna responsabilidad que le constriña a prescindir de la utilización de un concepto de definición que le venga bien en un momento dado). La apelación a la intuición podría recordarnos el método fenomenológico de Husserl, pero tampoco Ortega va por ahí. Ortega ha reivindicado una y otra vez, contra el positivismo, el carácter no descriptivo de la ciencia moderna, y ha defendido que es Platón, y no Bacon, el empirista, quien está en el principio de la ciencia actual (de la ciencia de Galileo, Descartes, Leibniz o Newton). En cuanto a su apelación al concepto de aletheia, fácilmente puede reinterpretarse, más que en sentido descripcionista, en un sentido teoreticista, e incluso adecuacionista.

Sin embargo, tampoco podríamos calificar a la idea de ciencia de Ortega de adecuacionista, sin perjuicio de algunas expresiones adecuacionistas que utiliza de paso. «Por primera vez [dice hablando de Galileo, y muy incorrectamente, pues parece que no hubiera existido antes Eudoxio o Tolomeo, en su artículo «Imperialismo de la Física», tomo 4, página 94] acontecía esto en los fastos del pensamiento; por primera vez existía un conocimiento que, obtenido mediante premisas deductivas, era a la vez confirmado por la observación sensible de los hechos.» Pero Ortega no ha analizado ni el concepto de deducción ni el de confirmación; por lo que éste término puede interpretarse en un sentido antes teoreticista que adecuacionista. Al menos, en el párrafo citado, Ortega está acogiéndose a la idea de una ciencia «hipotético-deductiva» (idea originada en los Segundos analíticos aristotélicos pero desplegada, a través del formalismo hilbertiano, por el teoreticismo de Popper). Al final del párrafo citado nos advierte: «Sin embargo, no se ocultaba a nadie, desde luego, que la coincidencia entre las conclusiones deductivas de la física racional y las observaciones sensibles, no eran ya exactas, sino sólo aproximadas.» En la lección I de En torno a Galileo (tomo V, pág. 17), subraya expresamente cómo el movil en torno al cual razona Galileo es un movil imaginario que se desplaza en un plano idealmente horizontal.

Descartamos también la aproximación de la idea de ciencia de Ortega a la idea de ciencia establecida por la Teoría del Cierre Categorial. Ortega no ha entrevisto, ni de lejos, la teoría de la identidad sintética y los procesos de segregación del sujeto operatorio en el momento de constituirse la verdad científica (sobre todo, en los estratos alfa operatorios de las ciencias). Y no por casualidad, porque lo que bloqueaba cualquier tipo de aproximación suya a la idea de la identidad sintética era, nos parece, su concepción central de la verdad científica como «coincidencia del hombre consigo mismo», que expone en la lección VII de En torno a Galileo (tomo V, págs. 81-92); y la fórmula de Ortega «traducida» a las coordenadas del TCC equivale a poner el núcleo de la verdad científica, no ya en el eje semántico (en el que tienen lugar las identidades sintéticas), sino en el eje pragmático del espacio gnoseológico. En efecto, [26] la «coincidencia del hombre consigo mismo» sólo tiene sentido, al menos desde las coordenadas de la TCC, en el ámbito de los autologismos o de los dialogismos del eje pragmático. Allí podría también haber referido Ortega la etimología de aletheia, presentándonos a la verdad como «descubrimiento de la coincidencia del hombre consigo mismo».

Fue preocupación constante de Ortega ver a la ciencia como una floración más (cogenérica) entre las otras floraciones de la vida espiritual, de la «cultura». Y la subordinación de la ciencia a la vida que de ahí se deduce, en el terreno pragmático, habría impedido a Ortega (por virtud del mecanismo de «eliminación de la especie por el género») el reconocimiento de la dialéctica en función de la cual, a través de las verdades objetivas, la ciencia desborda a la vida misma en cuyo seno se engendra. Esta es la razón que permite poner en las ciencias el fundamento del materialismo: la razón que nos exige imponer a las investigaciones científicas (a las ciencias en contexto de descubrimiento), y desde fuera de ellas, los límites éticos, morales, económicos o políticos pertinentes. La Bioética, que comenzó a consolidarse como disciplina precisamente unos pocos años después de la muerte de Ortega, gira en torno a esta necesidad de imponer límites a la ciencia (a la investigación científica), los límites que la Medicina (como disciplina ética, por estructura) impone a la Biología. Ortega dice: «la ciencia es el mayor patrimonio humano; pero por encima de ella está la vida humana, que la hace posible» (Misión de la Universidad, pág. 322).

Pero esta opinión común, que hoy llamaríamos de «bioética», no autoriza a reducir las verdades científicas a «la vida humana que la hizo posible». Precisamente porque las verdades científicas, por estructura, y no por descuido o negligencia, se «emancipan» de la vida humana (se «des-humanizan», al segregar los sujetos operatorios) y hasta pueden llegar a enfrentarse con ella (por ejemplo, a través de la ingeniería genética), es necesaria la intervención de principios exógenos a la ciencia misma. No son las ciencias las que se «autolimitan»; podrían hacerlo si las teorías científicas fuesen fundamentalmente «secreciones de la vida», productos de la imaginación creadora, que, desde dentro, hubieran de buscar su adaptación a las conveniencias pragmáticas.

En consecuencia, y traducidas las concepciones gnoseológicas de Ortega al sistema taxonómico de la teoría de la ciencia que presuponemos, tendríamos que concluir afirmando que la idea de ciencia de Ortega mantiene un cuño inequívocamente «teoreticista».

La idea de ciencia de Ortega se proporciona plenamente, en efecto, con las concepciones teoreticistas que hemos cifrado en la expresión II (1,0). Es la forma de la ciencia (diremos, desde nuestra perspectiva) aquello en donde se alberga, en la concepción orteguiana, la auténtica esencia de las ciencias. «Forma de la ciencia» que procedería de la imaginación creadora (tomo V, pág. 17), que Ortega considera también como el atributo más característico de la vida espiritual humana. La ciencia es, en fórmula de Ortega, «imaginación domesticada» (otras veces, «imaginación exacta», Toymbee pág. 271; tomo V, pág. 17).

¿Y quién lo domestica y en qué consiste esa domesticación? Ortega (precisamente porque no entra en el análisis de la especificidad gnoseológica de la ciencia) no responde, y parece limitarse a decirnos: Ahí tenéis la prueba de mi afirmación, las propias ciencias, pues ellas son la «imaginación exacta», la «imaginación domesticada». Y, por supuesto, tampoco Ortega se detiene a explicar en qué pueda consistir esa «exactitud» de la imaginación, o esa «domesticación». Porque, ¿acaso el arte no domestica también la fantasía sometiéndola a normas? ¿Acaso no había hablado Leonardo da Vinci, para referirse a la imaginación artística o arquitectónica, de la exacta fantasía, expresión en la que pudo haberse inspirado Ortega para construir su fórmula de caracterización de las ciencias?

En cualquier caso resulta que entre esas ciencias, resultantes de la domesticación de la imaginación, Ortega cita a las matemáticas. Y las cita subrayando que las matemáticas no tienen un objeto real, una materia real, que es la única que –desde la TCC– podemos ver como causa capaz de «domesticar» a la imaginación. Según Ortega las matemáticas tienen («como les gustaba decir a Descartes y a Leibniz») un «objeto imaginario». Son ciencias formales puras, sin materia. En las Lecciones sobre Toymbee (pág. 266) vuelve a hablar de la «domesticación de la imaginación», pero en términos tan generales que las ciencias parecen quedan reducidas a la condición de un caso más de ese «material domesticado»: «La historia de la razón, señores, es la historia de los estados por donde ha ido pasando la domesticación de nuestra desaforada imaginación.» Las matemáticas, en resolución, son, para Ortega, ciencias formales puras, sin materia, como decía Wundt. Luego, habrá que concluir que, en el sistema de Ortega, se tienen en cuenta ciencias susceptibles de atenerse a la pura forma imaginaria, sin materia; y esto es lo que se simbolizamos precisamente mediante la fórmula que hemos dado al teoreticismo, la fórmula (1,0).

¿Y qué ocurre con las ciencias reales, es decir, con las ciencias que se refieren a una materia real? Ante todo, dirá Ortega, que estas ciencias (la Física, la Biología) no se limitan a plegarse a los datos, a los fenómenos: imponen sus axiomas, como Galileo o Newton imponían el movimiento rectilíneo, que no aparece en los fenómenos. Y, en todo caso, no pretenden re-producir la realidad: la ciencia y, sobre todo, la actual (la teoría de la relatividad, por ejemplo) «es puro simbolismo» (tomo IV, pág. 98). «Si se compara el contenido de la Física con lo que es el mundo corpóreo, no se hallará apenas similitud. Son como dos idiomas diferentes que permiten únicamente la traducción.» Ortega apela aquí a Poincaré, a Mach, a Duhem, a Einstein y a Weyl (tomo IV, pág. 101). Años más tarde (Idea de principio en Leibniz, párrafo 4), insiste en esta concepción teoreticista de la Física («...la Física actual no pretende ser presencia de la realidad al pensamiento, puesto que éste, en la 'teoría física' no pretende estar en correspondencia similar con ella»), ilustrando esta tesis con la figura del «monstruo politopo», debida a H. Weyl (figura que es citada también como ilustración del teoreticismo en el tomo 1 de la TCC, pág. 68.).

Por otra parte, debemos tener en cuenta que el concepto de «teoreticismo» es muy amplio, y en otro lugar (TCC 4:152-...) hemos distinguido cuatro variedades de teoreticismo, dos primarias (no verificacionistas o verificacionistas) y dos secundarias (no verificacionistas o verificacionistas). El teoreticismo de Popper sería un teoreticismo de tipo secundario: falsacionista, en su primera época; verificacionista en su segunda época, la de la doctrina de la verosimilitud (que fue, sin embargo, rectificada por el propio Popper). El teoreticismo de Ortega no habría que ponerlo, según esto, en la línea del falsacionismto popperiano (Ortega ignoró a Popper), sino más bien en la línea [27] del constructivismo verificacionista de Weyl, como hemos dicho. Pero recogiendo gran parte de la tradición «instrumentalista» de Duhem, en la medida en que subrayaba las virtualidades pragmáticas del desarrollo científico.

Es obvio que el «diagnóstico» que hemos hecho de la idea de ciencia de Ortega, como teoreticismo primario, es una clasificación, y, por tanto, una crítica. Este diagnóstico nos llevaría, en efecto, a aplicar a la idea de ciencia de Ortega objeciones análogas a las que hemos formulado contra el teoreticismo en general. Pero como sería prolijo llevar a cabo esta tarea en la presente ocasión, dejamos el proyecto para otra mejor.

5. Si nos situamos ahora en la perspectiva de la Gnoseología analítica hay que comenzar subrayando la ausencia total en Ortega de una teoría del espacio gnoseológico, coordenada por unos ejes (la teoría del cierre categorial distingue tres: sintáctico, semántico y pragmático) desde los cuales sea posible establecer una doctrina de las figuras gnoseológicas, tanto sintácticas (términos, relaciones, operaciones) como semánticas (referenciales, fenómenos, esencias) y pragmáticas (autologismos, dialogismos y normas). O una doctrina de los modos gnoseológicos (definiciones, clasificaciones, demostraciones, modelaciones).

Ortega no intenta siquiera sistematizar, aunque fuera a su manera, las figuras o modos con los cuales necesariamente hubo de tropezarse en sus análisis de las ciencias «realmente existentes». Se encuentra con algunos de ellos ocasionalmente, según le salen al paso, pero sin preocuparse por establecer el «orden y concierto», o sistema de los mismos. Y sobre todo, cuando habla de definiciones, de operaciones, de medidas, lo hace de manera enteramente «informal» y externa. En realidad, nos ofrece tratamientos de esas figuras o modos (definiciones, operaciones, ...) no muy distintos de los que podía ofrecernos un estudiante de bachillerato elemental.

Por ejemplo, Ortega no considera a los términos como constitutivos (a través de las clases a las que pertenecen) de los campos propios de cada ciencia; ni tampoco advierte la relación entre los campos de las diversas ciencias y las categorías, cuya idea estableció Aristóteles (conexión que podía haberla advertido, aún al margen de la TCC, al tratar de la cuestión de la «comunicación de los géneros matemáticos», puesto que la cantidad es uno de los géneros supremos o categorías que estableció Aristóteles según la interpretación de la Isagoge de Porfirio).

De este modo, Ortega se acoge de hecho al criterio escolástico que asigna a cada ciencia un objeto (formal o material) obtenido por abstracción «comunista», como él dice, sin que se observe en su obra el menor indicio de los mecanismos de cierre que permiten dar cuenta de la delimitación de las categorías. Ortega habla de temas: cada ciencia tiene su tema propio (tomo IV, pág. 93), y no conviene, afirma, sin explicar por qué, que una ciencia se adentre por el tema de otra. Otro ejemplo: al enfrentarse con la Aritmética y con la Geometría de Euclides, teniendo en cuenta el ambiente formalista (hilbertiano) que impregnaba los manuales de historia de las matemáticas coetáneas (no hay indicios de que Ortega se haya enfrentado seriamente con los Elementos de Euclides) Ortega habla de términos, de relaciones y de operaciones desde una perspectiva claramente formalista (La idea de principio en Leibniz, pág. 51). Pero se advierte fácilmente que no está muy al corriente de las coordenadas del formalismo, de su teoría de la axiomática; por tanto, difícilmente puede llevar adelante un análisis de las razones por las cuales los símbolos algebraicos pueden bastarse a sí mismos (en el sentido del materialismo formalista). Mantiene por otra parte un concepto «mentalista» (intelectualista) de las operaciones científicas, propio de la tradición escolástica, por un lado, y neokantiana por otro; y, por ello, cuando se enfrenta con cuestiones que no son de detalle, sino absolutamente fundamentales para la teoría de la ciencia, como pueda serlo la cuestión de la medida (el medir y el contar eran los criterios que, desde Galileo, solían ser invocados como los más pertinentes para definir el método científico de la física matemática) sólo sabe encarecer, una y otra vez, las virtualidades científicas de la medida. Pero sin intentar el más mínimo análisis gnoseológico de lo que pueda ser la medida como operación que implica unidades, ni la más mínima consideración sobre la cuestión de si la medida implica el uso de números racionales o reales, o complejos, susceptibles de conducir a identidades sintéticas. Ni siquiera se plantea la cuestión de la contraposición entre la operación medir, como operación propia de las ciencias físicas, y la operación medir como operación técnica, extragnoseológica; pues aunque las ciencias físicas utilicen las operaciones de medir y contar, no por ello estas operaciones implican la ciencia física (la mensuromanía de los coleccionistas de medidas o de relaciones de medidas más o menos extravagantes, no tiene nada que ver con el espíritu científico; es simplemente una manía). Y no la implica porque la operación medir sólo adquiere su pleno significado científico como operación constructiva de estructura definida según leyes precisas y, fuera de las cuales, la medida nada significa. Medir o contar es aplicar una unidad definida, previamente, a un material dado, de suerte que los números obtenidos tengan que ver con una ley estructural: saber que los nudos de un cordel dados a tres, cuatro o cinco de distancia, determinan un triángulo rectángulo, no es un saber científico: es preciso ver a esos números desde la estructura pitagórica. Por tanto, encarecer la importancia de la medida en Física sin saber por qué, es como encarecer la importancia de la regla y del compás en Geometría, sin conocer las razones matemáticas de la importancia de esos instrumentos en el campo del «cuerpo» de los números racionales.

6. ¿Y qué decir del tratamiento que da Ortega a las cuestiones de Gnoseología especial, o por lo menos que apuntan hacia ella?

Empezando por la cuestión de la clasificación de las ciencias –cuestión central de la TCC, pues es esta cuestión la piedra de toque principal para medir la potencia de una teoría de la ciencia (que suponemos ha de ser capaz de dar cuenta de la diversidad empírica de las ciencias)–, cuestión en todo caso muy en boga en todas las teorías de la ciencia, desde Comte a Ampere, desde Wundt a Ostwald, desde Windelband a Rickert, hay que decir que Ortega se limitó a recoger, yuxtaponiéndolas y sin el menor análisis, ni siquiera desde sus propios supuestos, algunas distinciones heredadas y principalmente las tres siguientes:

(1) La distinción entre ciencias formales (Matemáticas, sobre todo) y ciencias reales, propuesta por Wundt

(2) La distinción, en las ciencias reales, entre ciencias naturales y ciencias culturales, procedente de Rickert.

(3) La distinción entre ciencias parciales (positivas) y filosofía (como ciencia total) que procede de la Escolástica y de Husserl. [28]

Es importante subrayar que si Ortega no desarrolló más estas distinciones no es porque otras ocupaciones le hubieran apartado del asunto. Es porque su idea de la ciencia no daba para más. Por ello las distinciones que él utiliza han de verse más bien como empíricas; su eclecticismo no garantiza que su «sistema» pudiera asumir los fundamentos que de cada una de tales clasificaciones propusieran respectivamente Wundt, o Rickert o Husserl.

En resolución, las distinciones que Ortega utiliza no podrían ser derivadas de su idea de la ciencia, lo que obliga a considerarla como una teoría excesivamente débil como para poder ser reconocida como una verdadera teoría de la ciencia.

7. Tampoco, por la misma razón, ha podido Ortega cultivar la teoría especial de las ciencias, ensayando algún análisis gnoseológico interno de alguna ciencia particular, como la Geometría, la Mecánica o la Biología molecular. Ortega, con su idea cogenérica de ciencia, estaba en realidad «desarmado» para cualquier tipo de tareas semejantes. Los esbozos de análisis gnoseológicos de Euclides, Descartes o Leibniz, que aparecen en La Idea de Principio en Leibniz, se mantienen a la escala de los manuales de Historia de las Matemáticas o de la Física, y sus análisis no contienen absolutamente nada de interés. Ni siquiera la cuestión sobre la «comunicación de géneros» (que toca en el capítulo 22 de La idea de Principio en Leibniz) puede ser tratada por Ortega con un mínimo conocimiento de causa, porque ni siquiera se hace cargo del planteamiento platónico de la cuestión (en relación con los números irracionales) y se mantiene a la escala en la que los escolásticos trataron el asunto (citando a Suárez y Urráburu). Acaso Ortega presupuso que la cuestión de la «comunicación de los géneros matemáticos» estaba ya resuelta por obra de la Geometría analítica de Descartes. Pero este supuesto es precisamente el que habría que demostrar.

Hay que señalar, sin embargo, que Ortega pretendió haber diseñado los principios de nada menos que tres nuevas ciencias especiales: la «Biología espiritual» (tomo III, págs. 148-164), como él la llama; la «Lógica de la razón vital», y la «Filosofía del raciovitalismo». Pero tampoco estos proyectos de ciencias reciben el menor análisis gnoseológico: más bien parecen fruto de deseos u ocurrencias que sólo pueden dar lugar a proyectos vacíos, sin contenido, como si fueran ciencias ficción (la Biología espiritual podía ponerse en relación con el género literario que Borges cultivó como «zoología fantástica»). La Biología espiritual, en cuanto ciencia, carece de la más mínima expresión gnoseológica; tampoco la Lógica de la Razón vital, y menos aún la Filosofía como ciencia encuentran la menor fundamentación positiva. Sólo encontramos solemnes anuncios, vagos proyectos, que pueden servir para apreciar, en la historia del pensamiento, la fertilidad del genio de Ortega. Pero más allá del anuncio del proyecto no hay nada.

8. Por último, tampoco la teoría de la ciencia de Ortega está preparada para poder arrojar alguna luz, o siquiera alguna sombra, sobre la cuestión de las relaciones entre las diversas ciencias. Ortega parece acogerse más bien a la tesis de la pluralidad y autonomía de cada ciencia; pero las relaciones que advierte entre ellas se mantienen en el terreno de la sociología político-gremial («imperialismo de la Física», «servilismo de la filosofía», según épocas) más que en el terreno gnoseológico.

La pluralidad de las ciencias la ve Ortega, sobre todo, desde la perspectiva de un teórico de la cultura universal, que contrapone la barbarie a la civlización, y relaciona el especialismo de las ciencias con una nueva forma de barbarie; pero sin penetrar en la «dialéctica interna» del especialismo, que nada tiene que ver, por sí mismo, con la «barbarie» en sentido antropológico. Lamenta la barbarie del especialismo y se ve obligado a apelar a la ciencia filosófica como deus ex machina para superar esa barbarie.

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Final

1. La confrontación de la idea de ciencia del sistema del raciovitalismo con la idea de ciencia de la Teoría del Cierre Categorial, ha puesto de manifiesto sobre todo, nos parece, la indudable «pobreza relativa» de los análisis que Ortega nos ofrece sobre las ciencias, cuando a estos análisis se les pasa, aunque sea muy rápidamente, por la retícula gnoseológica. Pobreza que, según nuestra interpretación, no sería coyuntural (debida, por ejemplo, a la escasa aplicación que Ortega o sus discípulos hubieran hecho de los principios de su sistema) sino constitutiva, es decir, debida a que el sistema del raciovitalismo no permitía mayores desarrollos en estas direcciones.

Pero ni siquiera esta pobreza relativa y constitutiva sería, por sí misma, motivo filosófico suficiente para desestimar la idea de ciencia propuesta por Ortega. Pues esa pobreza relativa sólo puede considerarse como una objeción grave cuando se da por supuesto que la riqueza que se le opone es auténtica y sólida, y no mero oropel pseudo gnoseológico, lógico formal, por ejemplo.

En cualquier caso, la idea de ciencia que Ortega abrigó tiene un gran interés histórico, por cuanto manifiesta que las posiciones de Ortega al respecto son homólogas a otras posiciones mantenidas en la Francia o en la Alemania de su época, como reacción al empirismo y al positivismo.

La crítica filosófica implica una evaluación de los contenidos, no sólo en términos cuantitativos de riqueza o prolijidad de los detalles.

Y como no cabe una evaluación absoluta, «desde ninguna parte», sino, por ejemplo, evaluación desde alguna doctrina dada, tomada como referencia (en nuestro caso, desde la TCC), sólo quien asuma las líneas generales de esa doctrina puede valorar con signo negativo la «pobreza constitutiva» que venimos subrayando en el sistema de Ortega.

2. La evaluación de una doctrina filosófica, por lo demás, no sólo ha de llevarse a cabo necesariamente a partir de su confrontación con otra doctrina alternativa tomada como referencia crítica. También puede llevarse a cabo a partir de criterios distintos, de problemas objetivos, por ejemplo, que hasta cierto punto sean desligables de la doctrina de referencia, por su capacidad de funcionar como «piedras de toque» capaces de medir la potencia resolutiva de la doctrina evaluada (o capaces de ayudarnos a liberarnos de situaciones que consideramos insostenibles).

Ahora, una doctrina filosófica dada, como la de Ortega, puede ser evaluada desde criterios no directamente gnoseológicos, pero no por ello menos importantes. La ventaja [29] que de este método de evaluación podemos esperar deriva del hecho de que ahora, más que llevar a cabo un análisis de una doctrina desde otra, lo que pretendemos hacer es contrastar las diversas «respuestas» que las doctrinas consideradas dan a terceros problemas «objetivos», que, hasta cierto punto, pueden ser juzgados desde otras coordenadas. Obviamente, las «piedras de toque» que podrían tomarse en cuenta para estas evaluaciones críticas, no directamente gnoseológicas, son muy heterogéneas y diversas. Me atendré a dos problemas reconocidos y cuya importancia nadie, sin duda, regateará.

(1) Ante todo, el problema de la Universidad, en cuanto institución que está definida, en gran medida, en función de la ciencia (aunque no se reduzca, evidentemente, a ella). La institución universitaria, cuya importancia fue creciendo al compás del desarrollo histórico de las sociedades occidentales, fue también mudando profundamente, y sus mudanzas tienen que ver, precisamente, con la variación de la propia idea de ciencia. De ahí la capacidad que atribuimos a la institución universitaria, como piedra de toque para evaluar a una idea de ciencia determinada, por su capacidad de formular, y aún de resolver, problemas objetivos que la institución plantea.

Partiremos del hecho de que la Universidad actual se ha enfrentado con la revelación progresiva de la heterogénea pluralidad de las ciencias, una pluralidad encubierta por las superestructuras constitutivas de la institución universitaria, y con el desplazamiento y debilitación de sus pretensiones de hegemonía, que las ideologías más radicales del «imperialismo universitario» la convierten en «institución inspiradora» de las grandes líneas de acción de las sociedades civilizadas, e incluso de su monopolio en la investigación científica. En los mismos años en los que Ortega escribía su Misión de la Universidad, la sociología del conocimiento y la teoría de las ideologías (de inspiración marxista) comenzaban a poner de manifiesto que la Universidad jamás había sido propiamente una fuente genuina de inspiración científica, artística, o política. Las fuentes de la inspiración estaban en la Iglesia, en las empresas privadas o en el Estado (no puede subestimarse el hecho de que la filosofía moderna, que se presentó como alternativa a la filosofía escolástica, no se incubó en la universidad, sino extramuros de ella: ni Descartes, ni Espinosa, ni Leibniz, ni Locke ni Hume fueron profesores universitarios, ni en el siglo XVIII tampoco lo fueron ni Voltaire, ni Volney, ni Rousseau). Y en la época en la que culmina la globalización, después de la caída de la Unión Soviética, todo el mundo sabe ya que los planes de investigación y desarrollo de los cuales se nutre muy principalmente la Universidad están trazados desde los Estados Mayores, desde el Pentágono o desde la OTAN. Las universidades tampoco tienen ya el monopolio de la investigación. La big science ha desbordado la universidad y los centros o consejos de investigación científica se mantienen muchas veces fuera de ella.

Es la situación actual de la universidad la que nos permite desprendernos de la ideológica perspectiva unitarista tradicional; la que nos aconseja aproximarnos, al tratar de la universidad, desde la perspectiva del pluralismo originario que está más próximo, por cierto, a la idea de ciencia sobrentendida por la TCC.

Comenzaríamos así a ver a la Universidad no tanto como la diversificación de una primigenia unidad interna, cuya pujanza propia llevase a su despliegue continuado, cuando como una pluralidad o mosaico de proyectos heterogéneos que entran en «coalescencia» casi siempre por causas extrínsecas a ellos mismos (algunas, muy tardíamente, como ocurrió en España con las Escuelas Especiales, que sólo en la segunda mitad del siglo XX fueron integradas en la Universidad). La «coalescencia» determina ajustes mutuos, imitaciones formales de calendarios, reglamentos o programas, celebraciones, indumentaria, rótulos o logotipos, edificios o instrumentos, libros, plumas, ordenadores; en conclusión, de una superestructura que llegará a ser el mismo contenido común de la institución universitaria. Pero sin que esta unidad institucional autorice a hablar de una «misión de la universidad», como hizo Ortega.

Si hablamos de misiones, o de «destinos», habrá que hablar de misiones o de destinos diversos, y muchas veces en divorcio o aún en conflicto mutuo. Pero no cabe hablar de una misión de la universidad en su conjunto. ¿Qué tiene que ver por ejemplo el destino o misión de la Facultad de Medicina, con el destino o misión de la Facultad de Biología?

En general, las disciplinas científicas cultivadas en la universidad tienen, cada una de ellas, su propio ritmo, su propio «destino», sin perjuicio de la interdisciplinariedad (que también mantiene cada disciplina universitaria con otras instituciones extrauniversitarias). Pero, sobre todo, en la institución universitaria, se integran también «disciplinas» que poco tienen que ver con las disciplinas científicas estrictas, por ejemplo, las disciplinas artísticas, las jurídicas o las «literarias». Y, por supuesto, las disciplinas filosóficas.

Es cierto que el profesor de filosofía puede considerarse una y otra vez equiparado, en cuanto profesor-funcionario, al profesor de química o al profesor de mecánica: tienen en común los cursos, horarios de trabajo, aulas, alumnos, exámenes, derechos y deberes laborales. Pero esto no hace que la filosofía pueda quedar anegada por las características derivadas de esa condición genérica. Más aún, estas características genéricas contribuyen a una orientación de la filosofía hacia direcciones que le son ajenas, sin perjuicio de que con ello se constituya una nueva especialidad de importancia indiscutible, la filosofía filológica, o filosofía de profesores para profesores.

La Universidad, como concepto unívoco capaz de manifestar la estructura interna de las diferentes partes que contiene, es una ficción. Por decirlo así, no existe la Universidad, ni menos aún su misión común. Lo que existe es el conjunto de sus Facultades, de sus escuelas especiales, de sus Departamentos, de sus disciplinas. Y esto lo decimos muy lejos del espíritu del «nominalismo», porque, al menos es esto lo que pretendo afirmar aquí, no es que no sea posible un concepto universal, como pueda serlo el de «Universidad» y que, por tanto, todo término que se presente como tal haya de resolverse en sus contenidos individuales y concretos («esta Facultad», «este Departamento»). Reconocemos, sin lugar a dudas, que el término «universidad», como rótulo que designa a una multiplicidad heterogénea de Facultades, escuelas, Departamentos, &c., apunta a una unidad genérica, incluso unívoca; sólo que esta unidad no es recta, sino oblicua, y no va referida a alguna estructura genérica interna, sino a alguna estructura extrínseca a sus partes, aun cuando la institución universitaria se constituya en torno a esa «estructura externa».

Ocurre así con la unidad del concepto de universidad como ocurre con la unidad del concepto del libro. ¿Quien puede dudar que el libro representa un concepto susceptible [30] de definición rigurosa, incluso unívoca? Solo que ese concepto no será interno a los contenidos propios de cada libro: ¿qué tiene que ver un libro de poemas con un libro de termodinámica, con una novela o con un catálogo de libros? La unidad del libro se funda en su estructura corpórea, en su volumen, en su encuadernación, &c. Esta estructura es la que inspira a los libreros y a las editoriales como empresas industriales y comerciales. Estas empresas son las que inspiran el culto al libro, la «misión» del libro y las fiestas del libro. Pero ¿quién, salvo los libreros, se atrevería a formar un Manifiesto sobre la «misión» del libro, en general?

La unidad de la universidad podría equipararse a la unidad de una «encuadernación institucional» a la que habrían ido ajustándose las ciencias, artes, disciplinas y técnicas más heterogéneas. Sin embargo, la unidad de encuadernación en la que consiste la unidad institucional universitaria, sólo cubre desde fuera a la diversidad irreductible de los contenidos de las Facultades, escuelas, Departamentos o disciplinas universitarias. Por consiguiente, el empeño de ver a la Universidad desde la perspectiva de su unidad institucional contribuye a encubrir la naturaleza de sus miembros tanto o más que a descubrirlas; o dicho de otro modo, la idea de universidad se convierte en una idea oscurantista.

Ortega se situó en las coordenadas generales del espiritualismo antipositivista y antimaterialista cuando tuvo que formular su concepción de la universidad. En su manifiesto Misión de la universidad, publicado en 1930 (el año anterior en el que se haría pública en Londres la comunicación de Boris Hessen sobre las raíces sociales de los Principia de Newton, que Ortega ignoró), Ortega comienza «descargando» a la Universidad de todos los componentes adventicios que, sin embargo, suelen ser tenidos como los verdaderos problemas universitarios. Por ejemplo, Ortega separa los «problemas genuinos de la universidad» de los problemas derivados de la cuestión social: da lo mismo, puesto que su esencia se mantiene igual, que a la universidad acudan los hijos de la burguesía, que acudan en su día los obreros. Tampoco le incumbe a la esencia de la universidad, según Ortega, las cuestiones organizativas internas; incluso sugiere que el orden interno de la Universidad no tiene por qué correr a cargo de los catedráticos, «ayudados por la guardia suiza de los bedeles», sino que podría ser encomendado a los propios estudiantes (Ortega prefigura así lo que diez años después sería el SEU, o Sindicato Español Universitario).

Para Ortega, la Universidad (la española y la europea) tiene un problema fundamental: que está des-pedazada, que carece de unidad. Y es obvio que quien se aproxima, desde una perspectiva unitarista, a la realidad empírica de la universidad, lo primero que tendrá que advertir es esta falta de unidad, este despedazamiento. Sólo que en lugar de acatar como un hecho la pluralidad irreducible de la universidad, la percibirá como un problema. Un problema que se le plantea a la Universidad en cuanto, se supone, tiene una misión propia, a la que corresponde, entre otras cosas, dirigir su voz propia a las instancias supremas de la política nacional e internacional.

El unitarismo desde el que se intenta concebir la misión de la universidad, inspirará a muchos ideólogos que antes y después de Ortega han formulado esquemas generales o particulares sobre las relaciones «entre la universidad y la sociedad». La autonomía universitaria deriva también de esta supuesta «misión de la universidad» en su sentido más profundo, y no en el sentido meramente administrativo: sólo cuando la universidad haya «recuperado» la unidad que constituye, según el supuesto, su esencia, podría alcanzar esta soberanía de juicio y consejo que le corresponde respecto de la sociedad y le permitirá pronunciar manifiestos propios de los sabios. Pero Ortega, en la línea de Rickert o de Cassirer, ni siquiera funda la unidad de la universidad en la, a su vez, supuesta unidad de la investigación científica, sino en la realidad radical de la que brotaría esa misma investigación. Una unidad radical que constantemente tendería a desvirtuarse o eclipsarse por la «barbarie del especialismo».

Ortega propone así directamente la creación de una «Facultad de Cultura» como núcleo en torno al cual la Universidad podría recuperar esa unidad que, al parecer, le corresponde por esencia. Pero Ortega no entiende esa Facultad de Cultura como una facultad en la que hubieran de cultivarse las «ciencias culturales» de Rickert; en rigor en ella no se cultivan propiamente ciencias, naturales o culturales, sino los grandes esquemas vigentes relativos a la concepción física del mundo, de la historia, o de la vida...

Y aquí es precisamente donde se manifiesta el punto más débil de la formulación que Ortega hizo de la Misión de la Universidad. Esta «Facultad de Cultura» no es otra cosa, en realidad, sino una Facultad de Filosofía, en la cual la filosofía, como la cultura, habrá que entenderla, como es obvio, al modo como Ortega entendió la filosofía y la cultura.

Pero esto es lo que se trata de demostrar; no es un principio del que pueda partirse para dar cuenta de la unidad de la Universidad y de su «misión».

El manifiesto de Ortega sobre la misión de la Universidad es una pseudosolución a un pseudoproblema. Debemos «agradecer» a las autoridades administrativas, políticas y académicas, que no hayan seguido las instrucciones de Ortega. Si las hubieran seguido, el caos hubiera sido absoluto, equiparable para la Universidad realmente existente a lo que la Revolución Cultural de Mao fue para la sociedad china de su tiempo.

(2) Como segunda piedra de toque podríamos tomar la tendencia al fundamentalismo de las ciencias positivas, tanto de las que se cultivan en el marco universitario, como de las que se cultivan en el marco de las grandes empresas industriales o de los centros de investigación estatal o privada no universitarios.

La tendencia al fundamentalismo tiene mucho que ver con lo que Ortega llamó, con terminología política, imperialismo (de la Matemática, de la Física, &c.), y más aún, con la beatería científica y aún con la barbarie del especialismo.

La idea de ciencia expuesta por Ortega, precisamente por lo que su teoricismo tiene de crítica a todo fundamentalismo (positivista o adecuacionista) merece una consideración muy alta, como remedio a la ingenua beatería de los fundamentalistas. Hay que tener en cuenta que el teoricismo fue desde el principio, desde Duhem, la reacción crítica más aguda al fundamentalismo o cientificismo decimonónico. El buen juicio de Ortega en el desarrollo de su personal idea teoreticista de la ciencia, el acierto de sus expresiones (por ejemplo, «barbarie del especialismo») podrían tomarse por sí mismas como criterios para valorar, en justicia, y de un modo muy alto, las ideas de Ortega sobre la ciencia.

 

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