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  El Basilisco, 2ª época, nº 25, 1999, páginas 61-72
  
Principios y Reglas generales
de la Bioética materialista


Gustavo Bueno
Oviedo
 

Introducción general: Presupuestos
Sección primera: La cuestión de los principios y de las reglas de la Bioética en general
Sección segunda: Borrador de un sistema de principios y reglas de la Bioética materialista

Introducción general: Presupuestos

Presuponemos las cuatro tesis gnoseológicas sobre la Bioética que siguen y que fueron defendidas a lo largo de la exposición de un Análisis gnoseológico de la Bioética, presentado el día 2 de Julio de 1998, en los III Encuentros de Filosofía en Gijón.

(1) La Bioética, en cuanto disciplina implantada de hecho en la sociedad internacional a lo largo del último cuarto del siglo XX (una disciplina que comporta una cierta terminología, característica de una «comunidad disciplinar» dotada de libros, cátedras, congresos, debates), no es una disciplina científica susceptible de ser considerada como una ciencia delimitable en el conjunto de las ciencias biológicas. Pero el que la Bioética no sea una ciencia biológica, así como tampoco una ciencia categorial de cualquier otro orden, no amengua en nada su importancia (¿acaso la importancia política o moral en la sociedad industrial del fútbol de masas es menor por el hecho de no ser científica la disciplina correspondiente?).

(2) A la Bioética, como disciplina, le corresponde una unidad pragmática determinada por un conjunto abierto de problemas prácticos nuevos (no sólo éticos, sino morales y políticos: la Bioética arrastra desde su constitución la confusión con la biomoral y, por tanto, con la biopolítica) que giran en torno a la vida orgánica de los hombres y de los animales, y por un conjunto, también abierto, de resoluciones consensuadas por las instituciones competentes, desde los comités asistenciales de los hospitales hasta las comisiones nacionales o internacionales que suscriben algunas de las citadas resoluciones o convenios, como pudieran serlo la Conferencia Internacional de Medicina Islámica (Kuwait 1981) o el Convenio de Asturias (Oviedo, 4 de abril de 1997) en el ámbito del Consejo de Europa, o sencillamente disposiciones legales como la Ley (española) del Medicamento (25/1990). Los problemas prácticos de la Bioética, lejos de «surgir originariamente», a partir de supuestas inquietudes de una conciencia «aporética», se han planteado en función de los desarrollos de la medicina experimental y de la biotecnología (trasplantes de órganos, ingeniería genética, clonación, &c.), por un lado, y de las transformaciones de la estructura social (incremento espectacular de la demografía humana como consecuencia de la revolución científico industrial, neutralización de la influencia social y política de los códigos éticos, morales o religiosos propios de diferentes confesiones religiosas o partidos políticos en función de la mundialización de las relaciones internacionales de la postguerra, y expansión de las sociedades democráticas asociadas a la economía de mercado de los consumidores) por otro. La novedad de la problemática bioética, unificada en función de la totalización del propio concepto de «Biosfera», no excluye las semejanzas con otros problemas y resoluciones heredadas de la tradición médica, moral o jurídica, susceptibles, por tanto, en parte, de ser incorporadas, tras las reconstrucciones pertinentes, al campo de la Bioética como disciplina.

(3) A la Bioética, sin perjuicio de la unidad que se deriva de su problemática, de la unidad de entretejimiento práctico de los problemas clínicos, científicos experimentales, políticos y sociales, no le corresponde una unidad doctrinal, y no porque sus resoluciones o reglas consensuadas no requieran desarrollos doctrinales, y análisis precisos de sus principios, sino porque la expresión «doctrina bioética» no tiene el sentido propio de un concepto unívoco: existen diferentes versiones de la Bioética, según los principios adoptados. La tendencia a acompañar al término Bioética de un adjetivo discriminador se hace, por tanto, imprescindible: «Bioética cristiana» frente a «Bioética musulmana», y ambas frente a la llamada «Bioética racional»; a la «Bioética laica» o a la «Bioética secular»; sin hablar de expresiones tales como «Bioética socialista», «Bioética liberal» o «Bioética utilitarista», que suele oponerse, esta última, a la «Bioética fundamentalista» (distinción que tiene mucho que ver con lo que pudiera llamarse Biomoral y Bioética, por la sencilla razón de que el «fin utilitario» de la llamada Bioética utilitarista suele ser precisamente un fin social, «moral», por oposición a la llamada Bioética fundamentalista, que encubre muchas veces un utilitarismo pero orientado en sentido individualista). De donde cabe inferir que la utilización exenta del término Bioética, por ejemplo, en contextos tales como «Principios de la Bioética» o simplemente «Manual de Bioética», es inadecuada, en tanto sugiere la consideración de la Bioética como disciplina equiparable a otras disciplinas con unidad doctrinal consolidada (como pueda serlo la Termodinámica en contextos tales como «Principios de la Termodinámica» o «Manual de Termodinámica»). De otro modo, la Bioética en cuanto disciplina, no podría considerarse tanto como una unidad doctrinal, cuanto como un conjunto de sistemas doctrinales no siempre compatibles entre sí, lo que hace de la Bioética una disciplina cuya unidad es más bien de orden polémico que doctrinal. Y esto dicho sin perjuicio de reconocer que la falta de acuerdo en los principios doctrinales no sea siempre obstáculo para alcanzar consensos referidos a principios, reglas o resoluciones de gran alcance; consensos que, por su parte, cooperan a disimular los desacuerdos doctrinales objetivos, en los cuales se resuelve la unidad polémica de la Bioética como disciplina; desacuerdos que, disimulados en muchos puntos del proceso, volverán a salir a luz en otros, y en el momento más inesperado. En cualquier caso cabría señalar unas líneas de tendencia hacia un consenso generalizado (entre los países en los que arraiga la Bioética como disciplina) sobre aquellos puntos que tienen que ver con la práctica de la vida de los individuos pertenecientes a la sociedad de consumo; de otro modo, a los ciudadanos que se consideran miembros de los «Estados del bienestar» en los que se procura el incremento de la calidad de vida, y en los que los principios de autonomía o de libertad tienen algún correlato real. Pero este consenso extendido en el círculo de estas sociedades no deja de ser un compromiso puramente ideológico, circunscrito, en todo caso, a una determinada época histórica; en modo alguno cabría interpretar esta bioética como la «bioética del futuro», como si este futuro viniese definido como lo que continúa tras el «fin de la historia».

(4) Nuestro propósito es esbozar un sistema de principios y reglas de Bioética dentro de las coordenadas generales del materialismo filosófico, es decir, delimitar el sistema de una Bioética materialista. La Bioética materialista, aunque contrapuesta a otros sistemas de Bioética, no tiene, sin embargo, por qué considerarse en disyunción total con los demás sistemas bioéticos, con los cuales puede compartir no sólo reglas y resultados particulares, sino también algunos principios fundamentales.

 

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Sección Primera: La cuestión de los principios y de las reglas de la Bioética general

1. Puede afirmarse que lo que se contiene bajo la denominación de Bioética, en lo que tiene de disciplina doctrinal, es expresable a través de un conjunto de principios y de un conjunto de reglas. No se trata de reducir las doctrinas bioéticas a esos conjuntos de principios o de reglas que, en todo caso, no son exentas, como si aquellas fueran meros sistemas proposicionales. Son doctrinas referidas a situaciones reales planteadas por la vida real, ya sea considerada en situaciones singulares propias de la dinámica hospitalaria, como en las situaciones globales con las que se enfrenta la política mundial relativa, por ejemplo, al control de la natalidad o la distribución de alimentos para el tercer mundo. Pero sí tiene sentido considerar a tales conjuntos de principios o de reglas como los centros de atribución más significativos en el total del contenido de la disciplina.

Las declaraciones de «principios» constituyen, de hecho, una de las actividades más características de la disciplina bioética. En muchas ocasiones estas declaraciones son ratificaciones o «recuperaciones» de principios propuestos con anterioridad a la constitución de la Bioética como disciplina (Código de Nüremberg o Declaración de los Derechos Humanos en 1948; Declaración de Helsinki de 1964). Podríamos poner por caso la Declaración universal sobre el genoma y derechos humanos del Comité de Bioética de la UNESCO de 1997. Han adquirido un predicamento especial tres principios incluidos en el llamado Informe Belmont, propuesto por la comisión del Congreso de los Estados Unidos que trabajó durante los años 1974 a 1978 —el «principio de autonomía», el «principio de beneficencia» y el «principio de justicia»— a los cuales se agregó, en otras propuestas, el «principio de no maleficencia», como es el caso de la propuesta de T.L. Beauchamp (que fue miembro de la Comisión Belmont) y J.F. Childress, en su libro Principles of Biomedical Ethics (Oxford University Press 1979, 3ª ed. 1984).

La propuesta de reglas es explícitamente diferenciada de la propuesta de principios en muchas ocasiones. Por ejemplo, en el Convenio de Asturias del Consejo de Europa, antes citado, se establece como regla general el contenido del artículo 5 del capítulo II, sobre el consentimiento («regla general: una intervención en el ámbito de la sanidad sólo podrá efectuarse después de que la persona afectada haya dado su libre e informado consentimiento»).

2. ¿Qué hay detrás de esta distinción entre principios y reglas, utilizada en diverso grado en la disciplina bioética? Desde luego, mucho más de lo que pueda sospechar quien comience por entender esta distinción como simple distinción gramatical, o, a lo sumo, como cuestión convencional entre principios teóricos y principios de mero procedimiento. En torno a esta distinción pueden considerarse convocadas las principales cuestiones filosóficas que la Bioética, en cuanto disciplina, suscita. Y esto es debido, sin duda, a que la propia distinción entre principios y reglas sólo puede ser analizada adecuadamente mediante un tratamiento filosófico, o dicho de otro modo: la distinción desborda cualquier tratamiento meramente técnico o categorial, aunque no sea más que porque la distinción aparece en contextos categoriales muy diferentes (no sólo en el campo del derecho se distinguen principios y reglas, también en el campo de las Matemáticas o en el campo de la Física). Y esto significa que la distinción entre principios y reglas no es exenta, sino que ella está inmersa en una constelación de ideas cuyas relaciones aparecen establecidas en función del sistema filosófico, explícito o implícito, desde el cual se consideren. Por ello mismo, un cambio en la consideración de una proposición dada como principio o como regla, puede significar un cambio radical en la consideración filosófica de la disciplina de referencia (considerar a los axiomas de la mecánica de Newton como reglas es tanto como pretender transformar las leyes que rigen el comportamiento objetivo de los cuerpos en leyes que rigen las operaciones de los físicos). Y esto se advierte ya con claridad analizando el proceder de las diversas «declaraciones de principio» de la Bioética.

3. Si nos atenemos, por ejemplo, al Informe Belmont y a sus continuadores (en España el profesor Diego Gracia y su grupo, principalmente), sacamos la impresión de que los «principios», respecto de las «reglas», mantienen la relación de lo más general a lo menos general (y, en el límite, al caso particular). La concepción filosófica de los sistemas doctrinales que puede presuponerse aquí es la concepción proposicionalista de las disciplinas; una concepción que procede de los Segundos Analíticos de Aristóteles, que construyó la teoría de la ciencia como doctrina del silogismo científico, aun cuando esta concepción se amplió muy pronto a las teorías no científicas (teológicas o doctrinales) mediante la equiparación, a efectos gnoseológicos, de los axiomas a los postulados, e incluso a los dogmas revelados. La unidad de una doctrina en cuanto sistema proposicional coherente (y la coherencia es solamente una característica lógico deductiva, que no garantiza en absoluto la validez de la doctrina, sino que incluso puede servir para invalidarla, mostrando su falta de ajuste con la realidad) se funda en la unidad del sistema de axiomas o de principios, cada uno de los cuales procede, según Aristóteles, de una intuición intelectual, que ya no es una ciencia; este sistema de axiomas daría lugar deductivamente a proposiciones conclusivas (teoremas) susceptibles por lo demás, en el mejor caso, de ser verificadas empíricamente o, por lo menos, de no ser falsadas. En este proceso deductivo comienza propiamente la intervención de la razón, en el sentido escolástico, presente aún en Kant. Según esto, la razón no aparece propiamente a escala de un principio o axioma aislado, entre otras cosas porque de un único principio nada puede deducirse, sino su propia reiteración; la razón comienza a actuar en el discurso, que sólo puede darse en la composición de principios o axiomas independientes entre sí (tal como lo estableció David Hilbert). Desde este punto de vista, hay que considerar improcedentes las pretensiones de quienes creen poder caracterizar como «ética (bioética) racional» a la ética o a la bioética estrictas, o al menos a una concepción de la ética o de la bioética, definida como una alternativa frente a otras existentes o posibles (Bioética musulmana, Bioética socialista...) y esto debido a que toda ética o bioética, en cuanto disciplina, es siempre racional, sea cristiana (¿acaso la teología dogmática no es racional en el momento en que compara dogmas, deduce consecuencias, &c.?), sea laica (y, por cierto, la llamada «ética laica» no es anticristiana, sino precisamente cristiana en tanto pretende desarrollarse, «por la razón natural», en el ámbito del «laicado»), sea positivista, &c. Todo hombre que cultiva una disciplina es racional, incluso el que se declara irracionalista («su corazón tiene razones...»), salvo que entre en un estado de demencia. Lo que se invoca con frecuencia con el nombre de racionalismo bioético o ético es sólo una sinécdoque (pars pro toto) de una especie dada de racionalismo, por ejemplo, el que se opone a las premisas tomadas de una revelación propia de religiones positivas: es el racionalismo antignóstico que monopolizó el título de racionalismo (como si este título no pudiera aplicarse también, por ejemplo, a Santo Tomás de Aquino). No es suficiente, por tanto, más que de un modo puramente negativo (antignóstico), la caracterización de racionalista a un sistema de bioética dado; es preciso declarar en un sentido más positivo los principios de los que se parten, en nuestro caso, los principios de una bioética materialista.

En cualquier caso, la idea tradicional de razón, aunque vinculada a los sistemas doctrinales proposicionales, no se reduce a ellos; incluso cabe señalar una estrechísima analogía entre la racionalidad proposicional y la racionalidad de ciertos sistemas sociales, por ejemplo, el sistema o institución de la familia humana (la familia es un sistema que está constituido a partir de «principios» que son independientes respecto del parentesco de sangre, exogamia en su límite, en virtud de las cuales se establecen las alianzas matrimoniales; estos «principios» darán lugar a «resultados» que mantienen con los principios relaciones de filiación). Por lo demás, la concepción proposicional de los sistemas tiene muchas variantes, por ejemplo, la que consiste en interpretar los principios como meras funciones proposicionales (principios formales, en sí mismos vacíos), entendiéndose, en cambio, las conclusiones como aplicación de las funciones a casos particulares o valores de variables, mediante reglas específicas de aplicación. Y también habría que considerar como una clasificación, o desarrollo por clasificación de la misma concepción proposicionalista de los sistemas doctrinales, a la distinción entre las concepciones deductivistas (o fundamentalistas) de la bioética y las concepciones inductivistas de los sistemas doctrinales proposicionales. Las concepciones fundamentalistas, se dirá, creen necesario partir de principios bien establecidos (suelen citarse los principios kantianos, como si antes de Kant no se hubieran ya establecido otros principios de la sindéresis o de la prudencia) a fin de poder obtener de ellos las consecuencias y resoluciones de los casos particulares, mediante reglas específicas de aplicación; mientras que los inductivistas, desconfiando de cualquier sistema de principios a priori (se dice, como si los principios no estuviesen dados siempre apagógicamente, en función de las consecuencias), preferirían partir de los casos y, analizándolos, regresar a lo sumo a los principios. Utilizando esta distinción tan convencional, y escolástica en el peor sentido, por su esquematismo, pretenden algunos establecer la clave de la diferencia entre una «bioética europea» (de tipo fundamentalista que postula, por ejemplo, el principio de autonomía, al que se atribuye un cuño kantiano, sin duda empujados por el prestigio que la filosofía clásica alemana conserva en la Europa de la Bolsa de Frankfurt) y una «bioética norteamericana», la que se habría manifestado en el Informe Belmont y, por cierto, sólo dos años después de intentos infructuosos de llegar a establecer «por vía inductiva» un sistema de principios, que es cuando la Comisión se decidió por el método de los casos. Los principios del Informe Belmont habrían sido obtenidos, se dice, o quisiera decirse, por una operación de regressus sobre casos particulares previamente enjuiciados, a la manera como los catadores enjuician la calidad del vino de una muestra; pero este regressus no pudo conducir de modo unívoco a un sistema determinado de principios, puesto que serían posibles diversos niveles de ellos (que suelen conceptuarse ad hoc como «principios prima facie», sin que se precise si la prima facie se refiere a la del médico que se enfrenta por primera vez con las cuestiones morales, es decir, a una prima facie psicológica, o si se refiere a los principios obtenidos en el regressus, es decir, a una prima facie lógica). Ahora bien, semejantes criterios de oposición entre una supuesta bioética europea y una supuesta bioética norteamericana son tan débiles como la propia concepción proposicional de los sistemas doctrinales. Desde el momento en que mantenemos una relación dialéctica circular o apagógica (no lineal) entre principios y consecuencias, en virtud de la cual los principios lo son precisamente en función de sus consecuencias, a través de su «alianza» con otros principios, se nos mostrará como superficial (como dibujada en el plano psicológico más que en el gnoseológico) la oposición entre deductivismo e inductivismo, entre progressus deductivo o regressus inductivo. Las llamadas conclusiones no lo son propiamente, al menos en el sentido silogístico aristotélico, y comenzarán a requerir ser consideradas también como principios, y no sólo en el silogismo práctico, sino también en el llamado silogismo científico. Por ello, es preferible tomar como punto de partida a los juicios o reglas, que no derivan de principios generales previos, sino que tienen fuerza propia, procedente acaso de fuentes que manan de dominios categoriales precisos, incluso de orden etológico. La función de los llamados principios generales no es, por tanto, de «fundamentación», cuanto de «coordinación» y «sistematización» a una escala de complejidad racional cada vez mayor. Cuando trazo un paralela a un lado del triángulo para probar que sus tres ángulos valen un ángulo llano, no utilizo un principio general según el cual los ángulos determinados en una recta suman uno llano, como si fuese un principio previo a la propia figura analizada, puesto que me refiero a él como un principio que está actuando en el momento mismo en el que la «paralela auxiliar» la percibo como cortada por los dos lados que determinan los tres ángulos del triángulo; esta disposición es, sin duda, reiterable, no es tampoco una singularidad individual irrepetible, pero se manifiesta a través de cada reiteración. Asimismo, cuando el médico actúa como tal tratando de curar a un enfermo, devolviéndole su fortaleza por métodos farmacéuticos o quirúrgicos, actúa éticamente, pero no en virtud de una aplicación de principios éticos generales y previos exentos, puesto que es su propia acción aquella que por sí misma «inaugura», por así decir, las líneas de su acción ética: son los principios generales de la ética los que presuponen a los principios materiales de la acción y no recíprocamente. Los maestros escolásticos advertían ya que son los principios de la lógica utens los que están a la base de los principios generales de la lógica, llamados formales (en rigor, principios de otro nivel, establecidos por la lógica docens).

Y sin que todo esto signifique que las proposiciones o reglas particulares hayan de ser irracionales o prerracionales, acaso meras rutinas o pautas de conducta verbalizadas, heredadas de nuestros antepasados homínidas. Desde el momento en que concebimos a las normas por las que se rigen los hombres como resultantes de las confluencias de rutinas previas, confluencias que llevan al establecimiento de alguna rutina victoriosa (aunque nunca de modo absoluto) habrá que reconocer que la norma implica ya, por sí misma, el ejercicio de la razón (cálculo, jerarquización) consistente en la confrontación o comparación de rutinas diferentes mediante el discurso (como cálculo de consecuencias). Ulteriormente entrarán en confluencia normas (racionales) diversas, y una racionalidad más compleja actuará en el momento de su obligada coordinación. O, si se prefiere, la racionalidad de una sociedad civilizada, aparecerá en el proceso mismo de esa confluencia, sin que pueda apelarse «a la razón» como si fuera un instrumento superior aplicable a campos materiales dados, siendo así que la razón es la misma confluencia de esos contenidos alternativos, en conflicto. Desde este punto de vista, carece de sentido apelar «a la razón» (como lo hacen los defensores de una llamada «Bioética racional») como instancia capaz de resolver los conflictos o problemas de un modo universal. La razón es siempre material; incluso la razón lógico-formal se refiere a la materialidad de los símbolos, y ha de remitirnos a una materia dada, a un nivel de complejidad determinado. Por lo demás, esta materia puede identificarse en muchos casos con los impulsos actuantes en los individuos y en los grupos, por ejemplo, con la voluntad de supervivencia o de dominación de unos individuos o grupos sobre otros (sin que tenga sentido calificar de «irracional» a tales impulsos o voluntades, en sí mismos considerados). La racionalidad o la irracionalidad aparecerán eventualmente sólo en el momento de la confrontación de estos impulsos, voluntades materiales o normas morales que se hayan formado en puntos diversos del campo social, y sólo tras la confrontación podremos formar un juicio sobre las racionalidades respectivas (no llamamos «irracional» a una guerra entre Estados civilizados, fundándonos en la condición civilizada de los contendientes —precisamente las guerras genuinas son figuras antropológicas que se dibujan en el contexto de la civilización— pero llamaríamos irracional al Estado que habiendo suscitado el casus belli resulte derrotado; y, si tan real fue la derrota como la victoria de su enemigo, no cabrá afirmar que «todo lo real es racional», tendría más sentido la proposición recíproca, a saber, que «todo lo racional es real», porque sólo en la realidad se manifiesta).

Las oposiciones en el terreno de la filosofía moral o jurídica, cuando se trata de la cuestión del fundamento de las normas entre los principialistas (por ejemplo, los iusnaturalistas, cuando apelan a los supuestos «principios universales de la razón») y los positivistas (cuando apelan a las normas vigentes, positivas, de hecho, a los «hechos normativos» de Durkheim) se nos revela como una oposición superficial que está formulada desde una concepción proposicionalista de los sistemas. No por ello pretendemos ignorar la trascendencia de estas oposiciones, pongo por caso, la oposición, en la década de los sesenta, entre los filósofos americanos (R. Dworkin, por ejemplo), desde su principialismo, a las posiciones mantenidas por Hart. Tan sólo quiero sugerir la posibilidad de reexponer esta oposición desde coordenadas materialistas más profundas. Asimismo la distinción, tan corriente, entre una ética de principios y una ética de consecuencias (utilitaristas, &c.) es superficial, por la sencilla razón, que ya hemos apuntado, de que no hay principios sin consecuencias; y, por otra parte, lo que se llama utilitarismo, en cuanto opuesto a la ética de fundamentos, ha de referirse a una ética moral social, por tanto, a unos principios distintos de los de la ética de consecuencias individualistas. Por motivos análogos, tenemos que considerar como malformado el sintagma «ética aplicada»; un sintagma que tiene probablemente una génesis escolar, que sugiere la distinción entre libro de texto o curso general de ética que se imparte en el aula, y las situaciones de la vida cotidiana (la prensa o la fábrica) en la que se hace presente el término ética; como si ésta dependiese de los principios del aula; sugerencia guiada por la analogía entre las Matemáticas puras (por ejemplo, el Algebra) y las Matemáticas aplicadas (a la economía doméstica, o a la ingeniería naval). Pero la analogía es superficial, porque la ética no es un sistema exento (como pudiera serlo el Algebra) susceptible de ser aplicado, si es que la ética, en cuanto vinculada a la prudencia (ethica includens prudentiam), consiste en su misma aplicación o ejercicio. Ocurre con la ética como con el idioma hablado (el español, por ejemplo) o con la filosofía. También, es una simple hipóstasis escolar oponer un español puro (o una filosofía pura) a un español aplicado (o a una filosofía aplicada). Ni el español ni la filosofía son exentos, y sólo existen en sus determinaciones, en sus «aplicaciones»; no tiene sentido forjar la expresión «español aplicado a la política», porque aquí no hay aplicación, sino especificación de una lengua que no puede concebirse exenta de la política, como si fuera un género anterior; y otro tanto ocurre con la filosofía: no existe una filosofía pura que pueda ser ulteriormente aplicada a situaciones concretas, porque es en estas situaciones concretas (incluyendo al pelo y a la basura del Parménides) en donde aparecen las Ideas cuya consideración constituye el objetivo de la filosofía. Lo que no significa que no haya que excluir la posibilidad de una «gramática general» o de un «sistema filosófico»; significa que esa gramática general o ese sistema filosófico no son exentos, que no se apoyan en principios «transcendentes», sino precisamente en el lenguaje hablado o en la realidad fluyente. Mejor que hablar de «aplicación» respecto de «principios», sería hablar de «ejercicios» respecto de «representaciones». De la misma manera, la ética es, ante todo, acción ética, juicio ético, práctica ética (que implica también ideas), sin que esta acción, juicio o práctica, sea aplicación de una supuesta ética pura y no aplicada (es la ética pura la que se apoya en aquellos juicios o prácticas). Y esto sin perjuicio de la posibilidad de coordinar, analizar, &c., los diversos juicios prácticos en un sistema representativo, en una disciplina susceptible de ser enseñada (ethica docens). Tan solo en el supuesto de que se admitiese una ética teórica que no incluyese la prudencia cabría considerar como ética aplicada (al mundo concreto de la vida ordinaria) los supuestos principios trascendentes de esa ética teórica; pero habría que demostrar que una tal ética teórica fuese efectivamente ética, y no más bien ontología o antropología; en cuyo caso, tampoco podríamos llamar ética aplicada a lo que es sencillamente ética, cuyas líneas se dibujan precisamente en el momento de su ejercicio.

En conclusión, la distinción entre principios y reglas no puede reexponerse meramente a partir de la oposición entre lo general y su aplicación (o progressus) a lo particular; o bien, a partir de la oposición entre lo particular dado y su regressus a los principios generales. De acuerdo con lo que venimos diciendo, los principios generales no son siempre los fundamentos de lo más particular, porque el fundamento tiene lugar en el ámbito de un dominio material categorial dado, un dominio categorial que ni siquiera tiene por qué recubrir a la categoría íntegra (la ley de la gravitación de Newton tiene fundamentos materiales en un dominio categorial distinto, a pesar de su semejanza formal, de aquel en que arraigan los fundamentos de la Ley de Coulomb, cuyo dominio forma parte también de la categoría física; el principio de conservación de la energía total, potencial y cinética, de un sistema aislado, rige en un dominio físico que no es identificable enteramente con el dominio físico, tanto clásico como relativista o cuántico, presidido por el principio de conservación de la cantidad de movimiento p=m·v, como tampoco estos dominios se identifican con los dominios en los que rige el principio de la constancia del movimiento cinético).

Los principios generales tienen a veces una generalidad estructural o analógica, o meramente característico-funcional, mal llamada «formal», que puede ser categorial (como es el caso de la ley del cuadrado que engloba a la Ley de Newton y a la de Coulomb, si se supone vinculada al concepto de fuerza, o como es el caso del principio de Noether, que engloba en las propiedades de invariancia de las leyes de un sistema sometido a la acción de transformaciones simétricas a las leyes de conservación que rigen dicho sistema) o transcategorial (si su genericidad se vincula a la de una estructura meramente matemática). Los principios con valor de fundamento son los principia media, los que corresponden a los dominios categoriales; los principios transcategoriales no tienen el alcance de fundamentos, sino de principios sistemáticos. Tampoco la semejanza estructural distributiva de las leyes fiscales que rigen en dos o más Estados soberanos, y que permiten una formulación general a varios Estados, en derecho comparado, es el fundamento de la fuerza de obligar de tales leyes en cada Estado; la generalidad comparativa de esas leyes fiscales no es «formal», es simplemente transestatal, y su fundamento material deriva acaso de estructuras materiales prejurídicas. En la tradición escolástica, se distinguían los juicios prácticos de la prudencia de los principios generales de la sindéresis. Los juicios prudenciales implicaban los principios de la sindéresis, pero no como fundamentos previos de los cuales fuera posible deducir, en un silogismo práctico, los juicios prudenciales, porque es a través del juicio prudencial como se determinan los contenidos materiales de la sindéresis. Los contenidos de la jurisprudencia no son, por ello, siempre conclusiones de la sindéresis, aunque sistemáticamente puedan presentarse como tales. Cabría decir, más bien, que los contenidos o materias de la sindéresis hay que tomarlos de la prudencia, y no al revés. La prudencia, a diferencia del arte, no ha de confundirse con un juicio empírico, inseguro o «razonable» (terminología utilizada por muchos bioéticos o éticos actuales, como si quisieran recuperar el probabilismo o el probabiliorismo de la ética jesuítica de hace tres siglos). La prudencia establece lo que hay que hacer aquí y ahora, de suerte que no hacerlo demuestra imprudencia y no una acción tan razonable como pueda serlo su alternativa. Los principios de la sindéresis son generales, pero no formales; no son fundamentales, por ser indeterminados, transcategoriales. Bonum est faciendum, malum est vitandum (tampoco el imperativo categórico kantiano es un principio fundamental, ni un principio prima facie, porque no define la materia de la máxima o regla particular llamada a erigirse en ley fundamental: el imperativo categórico, como los principios tradicionales de la sindéresis, son meramente generales o sistemáticos). Supuesta esta distinción tradicional, merece la pena llamar la atención sobre esos principios generales de la bioética propuestos a partir del informe Belmont, a fin de medir el alto grado de confusión que envolvió a sus redactores, así como a sus continuadores. En efecto, los llamados principio de beneficencia y principios de no maleficencia, no son meramente principios prima facie, sino literalmente los principios tradicionales de la sindéresis; como también lo son los otros dos principios, autonomía y justicia, hasta tanto que no se determinen sus parámetros (el principio de la justicia establecido por los jurisconsultos romanos, Gayo en particular, suum cuique tribuere, sólo cobra su sentido ético, moral o incluso jurídico, cuando se determina el parámetro de lo que es «suyo» y de lo que es «mío»; el principio romano «dar a cada uno lo suyo» junto con el parámetro «latifundio, propiedad de un terrateniente esclavista», nos parece hoy profundamente inmoral, sin perjuicio de que mantengamos el mismo principio general).

En cualquier caso, dada la distancia entre los principios generales y las reglas y juicios prácticos prudenciales, se comprende la posibilidad de acuerdos en los principios, pero de disentimiento en las conclusiones, así como también puede afirmarse que cabe consentir en los juicios prudenciales, o en las reglas (dicho de otro modo: mantener un consenso «en la práctica», en una práctica siempre limitada a un intervalo del curso de la práctica individual o social), sin perjuicio de un desacuerdo radical en los principios. Es posible mantener el consenso entre un cristiano y un ateo sobre una determinada regla (por ejemplo, el poner una cruz en la casilla de la declaración a Hacienda reservada al impuesto religioso) sin perjuicio del desacuerdo frontal en los principios.

4. Entre los principios generales y los juicios, casos particulares o reglas de aplicación (que, por cierto, también pueden ser generales) no media la relación de lo general fundamental a lo particular fundamentado, sino, más bien, la relación que tradicionalmente se establecía entre lo especulativo y lo práctico. Pero esta distinción tampoco es exenta, sino que depende de las coordenadas filosóficas desde las cuales se establezca. Por ejemplo, en la filosofía aristotélica, y en gran parte de la escolástica posterior, los principios especulativos tienen que ver con lo inmóvil, lo eterno, con el conocimiento puro (que, si le fuera accesible, constituiría el fin más alto del hombre, su aproximación máxima al summun intelligere subsistens: «La felicidad es una forma de contemplación»); en cambio, los principios prácticos, tienen que ver con lo movedizo, lo temporal, lo inseguro. Ahora bien, desde coordenadas materialistas, los planes y programas prácticos subyacen a las operaciones humanas como fundamento de todo conocimiento ulterior. El mundo ofrecido por el «conocimiento especulativo» se nos dará, no tanto como manifestación de un orden independiente y previo al orden práctico, sino como un orden enmarcado por el orden práctico, sin que por ello hubiera de reducirlo a él: aunque toda construcción racional tenga una génesis operatoria y sea inseparable de las operaciones, sin embargo es disociable de ellas (segregable de ellas). Aquí ponemos la clave de la distinción entre los estados b-operatorios y los estados a-operatorios de las ciencias categoriales. De otro modo: la oposición tradicional entre un orden especulativo y el orden práctico se redefinirá como oposición entre estados a-operatorios y estados b-operatorios de la construcción científica o, por ampliación, de la construcción tecnológica o jurídica, o artística, &c.

La distinción entre principios y reglas podríamos referirla, ante todo, inmediatamente (o in recto) a la distinción, dada en el eje sintáctico, entre los términos y las relaciones, por un lado, y las operaciones por otro (las reglas se referirían a las operaciones, pero tal como se consideran cuando son insertadas en algún sector del eje pragmático); lo que no excluye la posibilidad de referir, aunque de un modo mediato (es decir, a través de las operaciones), las reglas a los términos (en tanto resultan de operaciones sobre otros términos) y a las relaciones (en tanto determinadas por los términos); ni tampoco la posibilidad de referir, también de un modo oblicuo, los principios a las operaciones en la medida en que éstas pueden ser consideradas desde los términos a los que se aplicaron o recortaron, o desde las relaciones que se determinaron a través de los términos. O dicho de otro modo, cuando sea posible «proyectar» las operaciones sobre el eje semántico del espacio gnoseológico. La conmutatividad de la operación adición, en Aritmética, comienza siendo una regla pragmática, sin duda, puesto que esta conmutatividad se refiere a los símbolos dispuestos tipográficamente de izquierda a derecha, por relación al sujeto operatorio que los manipula; sin embargo, en la medida en que la conmutatividad pueda ser contemplada desde una relación ideal de identidad entre a+b y b+a, la conmutatividad podrá ser presentada como un principio sintáctico operatorio, al que habría que asignar, ulteriormente, la correspondiente regla pragmática, según la disposición vectorial de la escritura. La igualdad (ad-igualdad) Øxmdx=xm+1/m-1 puede considerarse como una regla de integración, en la medida en que el símbolo Ø indica, ante todo, una operación; pero si designase el término resultante de esa operación, un término que mantiene relaciones de identidad con el segundo término, entonces la fórmula citada podrá considerarse como un principio de la propia operación integración de la función exponencial. La igualdad (ad-igualdad) lim x§5 (x2-25)/(x-5)=10 podrá considerarse como una relación derivada de la operación «paso al límite». La reabsorción de las operaciones en términos o en operaciones no significa, sin embargo, su aniquilación; las operaciones están simplemente segregadas, pero vuelven a «activarse» en determinadas situaciones. Por ejemplo, la expresión integral citada como un principio, si se aplicase directamente como a un mero caso particular, a la función x-1 no conduciría a ningún resultado, sino a la indeterminada 1/0=x-1+1/-1+1=x0/0. Será preciso acudir a una regla, derivada de un autologismo, en forma de anástasis, que, presuponiendo autológicamente el resultado al que conduce la aplicación inmediata del principio, suspende tal aplicación, y recurre a un «rodeo» mediante la equivalencia x-1=1/x. La regla: «sustituir la fórmula de integración de Øx-1dx por la fórmula Ø(1/x)dx» nos permite obtener como resultado Lx. Observaciones análogas haríamos respecto a la operación «paso al límite». Una vez que hemos sabido que la sustitución inmediata de la variable x por su valor límite 5 conduce a la indeterminada 0/0=(52-25)/(5-5) detendremos la operación de sustitución de x por el valor 5 estableciendo la regla práctica, autológica, de sustituir el valor 5 por otro, a saber, 5+h, que difiere infinitamente poco de 5, si suponemos que h tiende a 0. De este modo, la expresión cuyo límite buscamos nos arroja al binomio 10+h que, para h§0 se reducirá a 10.

Si nos situamos ahora en el contexto dialógico: las fórmulas silogísticas tradicionales del Baroco y el Bocardo habrán de interpretarse claramente como reglas dialógicas para reducir al adversario; hablamos de reglas (y no de principios) porque esas fórmulas se refieren necesariamente al sujeto operatorio. En cambio, las fórmulas Barbara, Celarent, &c. pueden considerarse como normas o principios particulares del silogismo (cuyo principio general será el dictum de omni). Hablando en general, diremos que los principios van referidos ante todo a los contextos semánticos del espacio gnoseológico (y por ello las propias operaciones pueden apelar a principios propios si son absorbibles en un campo semántico); mientras que las reglas van referidas a contextos pragmáticos, como dirigidas a los sujetos operatorios en tanto éstos se encuentran con alternativas, en principio, equifinales que las normas, autologismos o dialogismos encauzan de un modo mejor que de otro (por ejemplo, las «cuatro reglas» de la Aritmética, o la «regla de tres»).

5. La distinción entre principios y reglas es, por tanto, una distinción gnoseológica que cubre a todas las disciplinas, tanto las llamadas especulativas, como las ciencias naturales (en la teoría del cierre: con métodos a-operatorios), como las llamadas prácticas (b-operatorias).

Sin embargo, en las disciplinas llamadas prácticas, y particularmente en aquellas que se consideran como disciplinas humanísticas estrictas («ciencias humanas»), que definiremos por la característica de tratar a los sujetos operatorios como dados en el campo de investigación en contexto con otros sujetos operatorios, la distinción entre principios y reglas alcanza un significado singular, derivado de la circunstancia de que en estas disciplinas tiene lugar, por así decir, una superposición del eje pragmático sobre el eje semántico. De otro modo, los sujetos operatorios del eje pragmático resultan ser ahora términos del campo semántico de estas disciplinas, y esta es la razón por la cual cabe discutir la posibilidad de concebir una ética especulativa (non includens prudentia) a lo que se aproximaría la Etica more geométrico de Espinosa; es decir, una ética en estado a, que acaso perdería su condición de disciplina práctica para convertirse en una suerte de «Etología antropológica»; una ética a la que se opondrá la ética práctica (includens prudentiam), aunque no sea nada evidente el modo según el cual la prudencia se inserta en una ética sistemática o teórica, siempre que descartemos que la posibilidad de reducir el mecanismo de transformación de una ética teórica en una ética práctica se debe al mero cambio del lenguaje representativo por un lenguaje expresivo (parenético, exhortativo) sobreañadido a las normas (en lugar de exponer la norma de la igualdad ante la ley de los ciudadanos por la que se regiría una sociedad determinada, exhortaremos u obligaremos coactivamente a esos ciudadanos a que cumplan la igualdad ante la ley). Por nuestra parte, suponemos que la inserción sólo puede entenderse desde una perspectiva dialéctica. Mientras que la ética teórica procedería como una exposición de las supuestas leyes universales de la conducta ética, la ética práctica procedería delimitando diferencias de direcciones posibles y tomando partido por algunas. De donde se deduce, que una ética teórica, como pudiera ser la de Espinosa, no sería por sí misma ética. De hecho, en la tradición romanista, la distinción entre principios y reglas llega a alcanzar una gran importancia: los principios se vinculan a las leyes (por lo menos a las leyes fundamentales) y las reglas a su aplicación. Suele tomarse como criterio el del Digesto (ley I, título XVII, 50): «El derecho no se apoya en las reglas, sino las reglas en el derecho» (non esse regulae Ius sumatur, sed ex Iure quod est regula fiat); pero sigue siendo un supuesto ideológico el considerar a las reglas como mera aplicación de los principios legales, sobre todo si se da a las reglas fuerza de ley (Partida VII, Título 34); bastará recordar la frase atribuida a un miembro del ejecutivo de la Restauración («hacer vosotros [los diputados] las leyes y dejarme a mi los reglamentos»). Hay muchos tipos de reglas: unas son aplicativas (dirigidas al ejecutivo), otras son hermenéuticas (dirigidas al poder judicial, o a los cultivadores «de la doctrina», por ejemplo, la llamada regla de Gayo: Semper specialia generalis insunt). Como criterio particular de la distinción entre principios y reglas proponemos el siguiente: los principios no tienen excepciones; las reglas tienen excepciones. Que los principios no tengan excepciones puede deducirse de su carácter abstracto: lo que se considera como una excepción a los principios no sería tal sino, más bien, el resultado de la composición, en una coyuntura determinada, de un principio con otros (no cabe conceptualizar a una masa que asciende hacia las nubes —un cohete, un avión, una piedra— como una excepción a la ley de la gravedad, según la cual todos los cuerpos pesados tienden a descender hacia el centro de la Tierra; ni cabe considerar una excepción al principio de la inercia, al planeta que describe una órbita elíptica). Las reglas, en cambio, tienen excepciones, porque las alternativas sobre las que ellas deciden no suelen ser disyuntivas, ni claras ni distintas, y caben coyunturas límites.

6. Valgan estas esquemáticas consideraciones para demostrar que una mera utilización de la idea de principio o de la idea de regla en Bioética, como disciplina doctrinal, implica ya una concepción filosófica que ha de limitarse por oposición a otras concepciones alternativas. Habría que considerar como ingenuidad acrítica hablar sin más de principios o de reglas de la Bioética, o de cualquier otra disciplina, sin precisar las coordenadas filosóficas desde las cuales se habla; y esto sin negar todo sentido, al menos ante terceras referencias, a este modo de hablar indeterminado.

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Sección segunda: Borrador de un sistema de principios y reglas de la Bioética materialista

Clasificaremos los principios y las reglas de la Bioética, como disciplina susceptible de ser considerada en el ámbito del espacio gnoseológico, situándonos en la perspectiva del eje sintáctico de este espacio. Por tanto, distinguiremos, en la medida en que las líneas fronterizas puedan trazarse, los principios y reglas de los términos (del campo disciplinar de la bioética), los principios y reglas de las relaciones y los principios y reglas de las operaciones.

De acuerdo con lo expuesto en la sección primera, los principios (que aquí sobrentendemos como principios fundamentales, y no como meros principios sistemáticos) irán referidos a los términos, relaciones y operaciones, en tanto se suponen constituyendo un campo dinámico, establecido como un sistema global de interacciones en el que no se distingan las partes que lo gestionan; las reglas, en cambio, irán referidas a los sujetos operatorios en tanto se les atribuye la función de intervención, como partes, en la gestión del sistema, frente a las partes que tienden a desviarse de sus principios, o incluso a oponerse a ellos. Los gestores a quienes se refieren las reglas serán principalmente aquellos ciudadanos en la medida en que profesionalmente, o institucionalmente, tengan encomendada la gestión de la salud o de la vida de los demás (médicos, políticos, legisladores); pero también puede ser considerado gestor cualquier ciudadano que tome partido práctico por un sistema de reglas más que por otro.

En cualquier caso, y según las ideas expuestas en la sección primera, las reglas no se agotarán en su condición de modos de aplicación de los principios, sino que los desbordarán constantemente, porque si las conexiones entre los principios no están determinadas por terceros principios, sino por las reglas, en general, habrá que reconocer que las reglas «ponen el pie» en un terreno distinto de aquel en el que pisan los principios, y descubren una y otra vez la condición abstracta de estos, sus limitaciones, y la necesidad que todo quien busque formarse un juicio bioético, incluido el materialista, tiene que acogerse a criterios extrínsecos, morales, políticos, prudenciales, a los principios. Por ello, evitaremos referirnos a principios ad hoc, por ejemplo: «No se debe convertir a un feto anencefálico en virtual donador de órganos», y esto alegando el principio de la «dignidad humana», porque no se ve qué tenga que ver la dignidad humana (salvo que previamente se haya postulado que su concepto excluye la utilización y preparación de los fetos anencefálicos como donadores de órganos) con la explantación coyuntural de un órgano del feto anencefálico en una operación de transplante; ni tampoco se ve por qué la dignidad humana prohíba una política sistemática de preparación de fetos anencefálicos para los fines de referencia.

I. Principios y reglas de los términos

1. Términos elementales. Como términos elementales del campo bioético, considerado desde coordenadas materialistas, consideramos a los sujetos humanos individuales corpóreos. El sujeto operatorio lo definimos por su autodeterminación operatoria en el ámbito de un grupo definido. Supondremos que los sujetos operatorios se definen por esta autodeterminación atribuible a un círculo de operaciones, que definen el ámbito en que puede hacerse consistir su libertad-para. La autodeterminación se concibe no tanto como centrada en un acto puntual de elección, cuanto en el curso global de un círculo de actos ejecutados, según planes y programas. La autodeterminación equivale así a un proceso de causalidad circular que, sin perjuicio de la cooperación de otros sujetos, implica, por su circularidad (el autos equivale a esta circularidad), la desconexión del individuo o esfera con las series causales externas, en particular aquellas en las que están insertos otros sujetos operatorios que, en cualquier caso, mantienen su influencia material. La circularidad del sujeto operatorio tiene un radio característico, pero los círculos causales no son, salvo en su límite, exteriores entre sí, sino tangentes o secantes por varios puntos (la circularidad causal no es tanto métrica cuanto topológica). El principio de autodeterminación es el principio mismo constitutivo de la realidad práctica del sujeto operatorio: su esse se constituye a través de su operari, y sobre este principio está organizada la vida de las sociedades humanas «civilizadas» (el mercado, por ejemplo, supone esa capacidad de autodeterminación del sujeto, capaz de elegir según sus preferencias, y a través de esa elección, dirigir la propia producción social). La idea de autodeterminación del individuo, en cuanto concepto global, puede ser presentada como la idea límite de una confluencia de las intersecciones de todos los círculos causales en una unidad procesual. A la idea límite se aproximan las ficciones jurídicas sobre la autodeterminación de los individuos «responsables» en la vida ordinaria de las sociedades humanas organizadas según normas jurídicas. La idea de autodeterminación no requiere, según esto, apelar a supuestos metafísicos sobre al acto libre, como expresión de una causa sui; en realidad, cada acción o elección del individuo está determinada por un número indefinido de factores que excluyen la posibilidad de hablar de una «facultad volitiva libre» o de algo similar. Pero es suficiente que la autodeterminación designe el proceso de causalidad circular o esférica individual, en tanto que mantiene una desconexión causal (o libertad-de) respecto de otros individuos del grupo, desconexión que, en todo caso, sólo tiene lugar en el contexto de un campo de interacciones entre diversos sujetos operatorios (no se trata de una desconexión originaria, como si los sujetos operatorios fuesen mónadas). Desde el momento en que la autodeterminación sea considerada como característica específica de la conducta humana individual (la modulación humana específica correspondiente a la caracterización genérica de los animales como semovientes: la autodeterminación humana no es un atributo «emergente» debido a un ser espiritual, sino una modalidad específica de los organismos vivientes) habrá que concluir que la Bioética no puede constituirse al margen del principio de autodeterminación. Habrá que considerar este principio como el verdadero principium individuationis del viviente humano como elemento del campo de la Bioética. El reconocimiento de estas individualidades irreductibles entre sí (que no excluyen la posibilidad de semejanzas entre diversos círculos de individuos) estaría en el fondo de toda norma bioética materialista. Sin embargo, el criterio de coordinación biunívoca ante las individualidades humanas elementales (o canónicas) y las singularidades personales, ha de considerarse como una regla, más que como un principio, dada la posibilidad de excepciones.

Ahora bien: es preciso distinguir el concepto de autodeterminación, así expuesto, del concepto de autonomía, de tradición jansenista y aun luterano-kantiana, que suele figurar como principio fundamental en muchos de los sistemas de principios de ciertos sistemas bioéticos (aunque lo cierto es que el concepto de autonomía suele mezclarse confusamente con el concepto de autodeterminación). Desde las posiciones materialistas, consideramos el concepto de autonomía, aplicado a los individuos humanos («autonomía de la voluntad frente a su heteronomía») como un concepto malformado, y, en rigor, como una metáfora procedente de la aplicación a los individuos de la estructura atribuida a las sociedades políticas que «se dan a sí mismas su ley» [es decir, que no fundan la fuerza de obligar de sus leyes en el poder de otras sociedades]. En rigor, no es la sociedad, sino una parte de la sociedad —incluso en las sociedades democráticas se excluye a los menores, dementes, &c.— quien puede dar las leyes o normas universales a esa sociedad; las leyes autonómicas de una sociedad política lo son solamente por respecto a las leyes (más precisamente: a la «fuerza de obligar» de esas leyes) que otras sociedades políticas se dan a sí mismas, sin perjuicio de las semejanzas que puedan mediar entre ellas. Pero un sujeto operatorio individual no puede darse a sí mismo sus leyes o normas; porque las leyes son universales y la «legislación que el sujeto se da a sí mismo» es sólo metafórica. Las leyes o las normas le son dadas al individuo por el grupo, por las normas morales. Las reglas bioéticas están dadas en el sentido de reglas o normas biomorales, y los conflictos que entre ambos géneros de normas se susciten, suelen ser resueltos prácticamente por las normas jurídicas. El concepto de autonomía confunde, según esto, la autodeterminación (que se mantiene más cerca, en la metáfora, del poder ejecutivo) con la autonomía (propia más bien del poder legislativo). La autodeterminación se mantiene en el plano de las ejecuciones realizadas en función de normas establecidas, ya sea ajustándose a ellas, ya sea incumpliéndolas deliberadamente, o combinándolas de modo peculiar. La verdadera significación de la autodeterminación tiende a subrayar que el sujeto operatorio no tiene por qué considerarse autónomo en el proceso de su libre autodeterminación; esta se forma a partir de normas heterónomas vigentes en el grupo, así como a partir de la cooperación con el propio grupo. Lo que se llama «conciencia» puede introducirse en el contexto de la necesaria confrontación entre los propios procesos de autodeterminación del sujeto, según ortogramas definidos, y los procesos ofrecidos por otros sujetos operatorios (véase Gustavo Bueno, Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión, Cuestión 10, 2, Mondadori, Madrid 1989). Solo por esto puede justificarse la apelación al grupo como instancia supletoria para tomar una resolución ética que el sujeto no puede tomar en virtud de su estado determinado de infraconsciencia (demencia, &c.). En general, toda autodeterminación necesita el consejo implícito o explícito del grupo al que el sujeto pertenece.

Ahora bien, el reconocimiento de la vida individualizada de los sujetos humanos no es, por sí mismo, un principio de la bioética, porque es preciso incluir formalmente la pluralidad de esos individuos para poder hablar de una personalidad de los mismos, sin la cual no cabe siquiera hablar de posibilidad de la ética. Principio fundamental es, pues, el de la multiplicidad de los sujetos individuales operatorios, y no tanto a título de elementos distributivos de una supuesta clase de seres humanos (dotados cada uno de ellos de atributos de dignidad espiritual, &c.), sino a título de elementos de una totalidad atributiba o sociedad, a través de la cual los individuos, como sujetos operatorios, puedan alcanzar la condición de personas. Este principio podría considerarse como una modulación antropológica del principio de biodiversidad de la ecología, y tiene su incidencia en la cuestión de la eugenesia (véase infra III,2). Sin embargo, el campo de la bioética es, ante todo, un campo de individuos abstraída su personalidad, aunque está supuesta, antes que un campo de personas (que es el campo del derecho o incluso de la ética). Porque la bioética se ocupa primordialmente de los componentes corpóreos de los individuos orgánicos que, o no son personas canónicas (sino embriones, fetos, monstruos bicípites o alalos), o bien han dejado de serlo (individuos en coma irreversible, enfermos terminales, &c.).

El carácter materialista de este principio se aprecia en el criterio de la individualidad corpórea que utiliza, y contrasta con las concepciones bioéticas que parten de la conciencia, del espíritu o incluso de la persona indeterminada, en cuanto sujeto de derechos o deberes, en el que se ha abstraído (aunque no se haya negado) su carácter corpóreo.

Como regla general definiremos los individuos humanos según el canon de referencia como aquellos que tienen morfología corpórea individual-elemental. Esta regla está dada en el sector fenoménico (fenotípico) del eje semántico, y está recogida, por ejemplo, en el Código Civil español. Caben, sin embargo, otras reglas generales dadas en el sector esencial (estructural), como puedan serlo las reglas derivadas del análisis del ADN. Como reglas particulares convencionales (y muchas veces fuera de la ley), es individuo humano un embrión con más de tres meses de vida orgánica: este es el criterio generalmente más seguido en los debates sobre el aborto legal, regla enérgicamente rechazada por otras escuelas de bioética. Como caso particular de la individualidad corpórea se presentan los siameses profundos.

Conviene desistir de la costumbre de asignar a los sujetos operatorios la propiedad de su cuerpo, afirmando, por ejemplo, que siendo la mujer propietaria de su cuerpo puede decidir sobre el embrión eventual que lleve dentro. El concepto jurídico de propiedad es una relación aliorelativa que se establece entre sujetos operatorios y bienes extrasomáticos; por lo que si postulamos la identidad entre el sujeto operatorio y su corporeidad individual, no será posible superponer sobre esa relación de identidad, la relación de propiedad (tan sólo en el supuesto de una concepción animista o espiritualista de la persona, de cuño dualista, que identifica al sujeto operatorio con el alma o el espíritu, y asigna al cuerpo el papel de instrumento suyo, cabría atribuir al sujeto la relación de propietario respecto de su cuerpo).

2. Partes formales de los términos. Como principio fundamental estableceremos que las partes formales de los términos elementales del campo bioético son también términos del campo bioético, pero no necesariamente a través del organismo individual del que proceden ontogenéticamente. (Las partes integrantes formales no sólo pueden ser insertadas en otros cuerpos humanos, sino que pueden mantener también una vida humana, aunque impersonal, una vez muerto el individuo.) Las partes materiales no son ya miembros del campo bioético (son partes formales los tejidos, miembros, órganos o vísceras sustituibles, pero también muchas partes macromoleculares, genes, por ejemplo; no son partes formales del individuo humano las moléculas químicas o los átomos, ni sus fases embrionarias, en tanto estas fases son partes determinantes que afectan a su totalidad).

Como regla primera del principio fundamental establecemos la diversidad de cerebros (y consecuentemente de brazos, manos o músculos estriados) como criterio necesario y suficiente para establecer la individualidad personal (esta regla es de aplicación a los siameses profundos).

Como regla segunda (que podría merecer la denominación de «regla de Galeno») estableceremos que las partes formales pueden ser transplantadas de un organismo individual a otro sin que éste pierda su individualidad, dadas ciertas condiciones; y no solamente en el supuesto de que las partes explantadas procedan del cadáver de un individuo, sino también en el supuesto de que procedan de otro individuo viviente.

Una tercera regla establece que los individuos monstruosos siguen siendo términos del campo de la Bioética por lo menos a través de sus partes formales.

Como última regla establecemos que un cadáver total (aquel en el que están muertas todas sus partes formales) no pertenece al campo de la Bioética (sin perjuicio de que ese cadáver pueda seguir perteneciendo al campo de la moral o del derecho y, por supuesto, de la Historia o de la Paleoantropología).

3. En cuanto a la multiplicidad de los individuos humanos, estableceremos como principio fundamental de la bioética el principio mismo de esta multiplicidad de individuos humanos diferenciables según rasgos irreductibles. La mera multiplicidad garantiza su diversidad; carece de sentido predicar la igualdad absoluta entre los individuos humanos, porque la mal llamada «relación de igualdad» (que hay que resolver siempre en un conjunto de propiedades tales como simetría, transitividad, &c.) ha de ir siempre referida a una materia k o parámetro (peso, talla, isonomía). Por ello, la idea de «clonación absoluta» ha de considerarse como una idea metafísica que, por tanto, habrá de ser excluida del campo de la Bioética materialista (lo que no significa que los problemas clasificados bajo el rótulo de «problemas de la clonación» no puedan ser reexpuestos en términos de «problemas bioéticos de las igualdades k fenotípicas» entre personas sustituibles en el ámbito del grupo).

4. En cuanto a la multiplicidad de las partes formales, se propone el principio según el cual cualquier multiplicidad de partes formales de los cuerpos humanos, aun separadas de ellos, pertenece al campo de la Bioética (lo que se reconoce en la práctica de los bancos de órganos, o bancos de ovarios o de semen). La regla fundamental al respecto reconoce la posibilidad de que las partes formales puedan ser sacadas del campo de la Bioética, incluso destruidas, en función de consideraciones económicas, y, por supuesto, fisiológicas o médicas.

II. Principios y reglas de las relaciones

Distinguimos cuatro tipos de relaciones biológicas, es decir, en nuestro caso, de relaciones diaméricas entre cuerpos vivientes, dejando al lado las relaciones de los vivientes con el mundo abiótico. Y esto dicho sin perjuicio de reconocer el significado interno y trascendental que el «medio abiótico» tiene para la vida orgánica, pero presuponiendo que el significado ético de las relaciones con el medio sólo tiene lugar indirectamente a través de los otros vivientes (consideramos, según esto, la expresión «ética ecológica abiótica» como expresión malformada o como mera denominación extrínseca).

1. En el contexto de las relaciones de los términos humanos individuales con otros individuos, nos acogemos al principio de grupalidad (principio, porque no tiene excepciones): los individuos, en cuanto términos del campo de la Bioética, se relacionan no ya meramente con los otros individuos humanos considerados en general (como individuos indeterminados dados en el conjunto de la «Humanidad»), sino con grupos finitos delimitados frente a otros grupos (bandas, familias, clases sociales, naciones, &c.). En cualquier caso, se postula el reconocimiento de la posibilidad, y aun de la necesidad, de la pertenencia de la persona a diferentes grupos finitos; y se da también por descontado que los grupos finitos no son siempre conmensurables entre sí, a la escala de las relaciones interpersonales. Dicho de otro modo: los individuos humanos no se constituyen como personas a través de sus relaciones de pertenencia directa al «Género humano», sino a través de su pertenencia a un grupo o subconjunto finito de ese Género humano (solamente como miembro de un grupo el individuo humano adquiere una de sus capacidades fundamentales, que es la del lenguaje: el individuo no habla «el lenguaje de la Humanidad», sino un lenguaje históricamente dado y no otro). En cualquier caso, las normas culturales que caracterizan a los diferentes grupos no son todas compatibles entre sí (los tabúes de transfusiones de sangre de determinadas confesiones religiosas son la prueba más obvia).

2. Reconoceremos también (como consecuencia del principio de grupalidad) el principio de la co-determinación entre el individuo personal y el grupo de referencia, en orden a la constitución de los procesos de autodeterminación personal o libre.

El «principio de autonomía» no puede ser presentado como «principio de la Bioética», sino, a lo sumo, como principio de una «Bioética liberal» (en cuyo ámbito suele regir la máxima que incita a cada individuo a «vivir su vida», como si ésta tuviera sentido al margen de la vida de los demás miembros de los grupos a los que pertenece). Tan bioética podría ser, sin embargo, una regla de limitación de la intervención del grupo en nombre de la «responsabilidad individual», como la regla opuesta (en sociedades que mantienen la regla de la vendetta la conducta de los vengadores es tan bioética, en función del autosostenimiento de la vida del grupo, como deja de serlo en los círculos que no se rigen por esta norma). No es, por tanto, el «individuo autónomo» el sujeto absoluto de las decisiones con significado bioético (como puedan serlo las decisiones sobre «conformidad informada» ante una intervención médica), sino un grupo de individuos, o el consejo del grupo pertinente del que forma parte el individuo de referencia.

En cuanto a las reglas sobre los criterios de reconocimiento de la capacidad de autodeterminación (una vez dejados de lado los criterios de autonomía habitualmente utilizados, criterios que podrían ser considerados como meramente declarativos y no operativos, tales como la «conciencia», la «libertad», &c.), nos guiaríamos por una posible correspondencia entre la condición de semoviente atribuida a los animales en general y la condición de autodeterminación atribuida al sujeto humano operatorio. Esta correspondencia sugiere como regla más adecuada para establecer la capacidad de autodeterminación de un sujeto operatorio su capacidad «semoviente» en el terreno que se considere (una capacidad que el sujeto sólo adquiere tras un intervalo variable de tiempo una vez desprendido del claustro materno e insertado dentro del grupo o grupos pertinentes). Los problemas específicos de la bioética en este terreno se suscitan, de hecho, a propósito de los individuos humanos que han visto aniquilada o mermada su condición de semovientes (coma profunda, parapléjicos a consecuencia de accidentes de tráfico, &c.). Las reglas para establecer la capacidad de autodeterminación de un sujeto dado habrán de tomarse, en todo caso, de la operatividad de los músculos estriados (y sólo a través de estas operaciones cabrá hablar de «conciencia» o de «libertad»). Por ejemplo, en los parapléjicos se tendrá en cuenta su capacidad para mover la lengua y los labios en una conversación, en su capacidad para orientar la mirada, &c.

3. En cuanto a las relaciones de las partes formales de los cuerpos humanos con los individuos humanos mismos, considerados en general, como elementos de una clase distributiva, se reconocerá el principio de la posibilidad bioética de considerar a las partes formales de un individuo humano cualquiera como partes formales a las que los otros individuos pueden tener derecho.

La regla fundamental correspondiente a este principio es la que establece la posibilidad de trasplante de órganos, tejidos, &c., e incluso de cerebros humanos a otros cuerpos humanos, pero no de cerebros humanos a otros cerebros humanos, o de cerebros humanos a cuerpos animales.

En cuanto a la relación de los términos humanos con otras partes no humanas de la Biosfera, nos guiaríamos por un principio general, un «principio antrópico bioético», que estableciese que el reconocimiento de las relaciones necesarias que los términos del campo humano mantienen con los términos vivientes no humanos de la biosfera, no implica la subordinación de los sujetos humanos a los vivientes no humanos. Este principio antrópico se opone a todo tipo de «biocentrismo ecológico bioético», puesto que parte del supuesto de que es la biosfera la que ha de subordinarse, por motivos bioéticos, a la vida humana. Este principio antrópico se funda en la «ley de incompatibilidad» constitutiva de las partes de una biocenosis.

Como reglas correspondientes al principio antrópico bioético se admitirá, sin embargo, la regla de no depredación o modificación de vegetales o animales; salvo en la medida en que ellos puedan ser necesarias o útiles para la vida humana.

III. Principios y reglas de las operaciones

1. Carece de sentido admitir operaciones que aplicadas a individuos humanos pretendan estar orientadas a construir por idempotencia al propio individuo humano. Sin embargo, el individuo, una vez dado, admite operaciones con partes formales suyas. El principio general que rige las operaciones intraindividuales es el principio de la autodeterminación, principio que se concreta en la promoción de la fortaleza de los individuos (que implica, por tanto, la potenciación de la firmeza y de la generosidad entre los demás individuos del grupo de referencia). Adviértase que este principio bioético fundamental deja de ser un mero principio transcategorial o formal (como pudiera serlo el imperativo categórico). Es un principio operatorio materialista, puesto que va referido a los sujetos corpóreos operatorios.

A este principio general se acoge la medicina, en tanto se considere como práctica ética genuina que busca la conservación o la recuperación (si es posible) de la forma fenoménica canónica humana. Como nexo central entre la medicina y la ética podría ser considerado, según lo dicho, el concepto de salud; porque si la ética atiende a la firmeza (firmitas) la medicina, a través de la práctica de la «generosidad institucionalizada», tiende a suprimir toda enfermedad (infirmitas) de los sujetos operatorios que pueda ser derivada de su cuerpo orgánico.

Como regla general para este campo podríamos tomar el quinto mandamiento de Moisés: «No matarás.» Subrayamos que este «mandamiento» se toma aquí como una regla y no como un principio. Al limitarlo a la condición de regla quiere decirse que tiene excepciones; excepciones que podrían considerarse derivadas (cuando nos mantenemos en la perspectiva de la Bioética) de la dialéctica entre la firmeza y la generosidad. La regla general se aplica al propio individuo, y toma la forma de una censura del suicidio; sin embargo tiene excepciones, en los casos en los que el mantenimiento de la propia vida sea incompatible con el principio de la firmeza (es el caso del suicidio decidido por el autor de un «crimen horrendo»). Asimismo, de la regla

general, se sigue la prohibición del homicidio; pero esta prohibición tiene también sus excepciones (no atenta a ninguna norma bioética matar a otra persona en legítima defensa, o en virtud de una sentencia de eutanasia procesal).

2. En cuanto a las operaciones de ámbito interindividual, tomaremos como principio general el de la reproducción conservadora. El principio prescribe la necesidad «bioética» de la reproducción en el grupo de los individuos humanos a partir de los individuos realmente existentes. Reproducción equivale, por tanto, a la prohibición terminante de transformación (por ingeniería genética) de un individuo de la especie humana en otro organismo de morfología no canónica; de donde el principio bioético negativo de no alterar el genoma humano en todo aquello que atente a su propia morfología.

Como regla general vinculada a este principio, habrá que pensar en la limitación de la clonación fenoménica, pues aunque la clonación absoluta, según hemos dicho, sea imposible (por lo que carece de sentido no sólo promoverla, sino también limitarla, prohibirla o desaconsejarla), sin embargo el principio de la clonación, limitada a una figura k fenoménica, ha de restringirse, prohibirse o desaconsejarse en función de los perjuicios que pueda determinar en el desarrollo de las autodeterminaciones de los individuos clonados k.

Como reglas particulares citaremos el criterio general de la compatibilidad del principio de reproducción con los métodos particulares de reproducción in vitro o de cualquier otra forma de ingeniería genética. Las únicas limitaciones proceden de la moral o del derecho, pero no de una bioética fundada en principios materialistas. Como límite de la reproducción (que no constituye excepción, sino aplicación canónica extrema del principio) habrá que poner la regla de eugenesia. El principio general de la reproducción ha de canalizarse a través de una regla de eugenesia siempre que ésta sea compatible con otros principios. El «principio de justicia», tantas veces invocado en declaraciones de principios bioéticos por parte de instituciones propias de las democracias liberales, no será directamente considerado como bioético, sino, a lo sumo, moral (biomoral) o político (biopolítico).

3. En cuanto a las operaciones de construcción o destrucción de grupos humanos, diremos que, en la medida en que el grupo humano es también una «magnitud» dada en la biosfera, puede ser término de operaciones. Como principio general se establece un principio de propiciación de la formación de grupos en los cuales los individuos vivientes puedan desarrollarse; así también principios de limitación de grupos potenciales (sectas destructivas, por ejemplo) que puedan ser incompatibles con el desarrollo de la autodeterminación personal.

La valoración de la guerra, desde una perspectiva bioética materialista, no podrá establecerse atendiendo únicamente al criterio de los individuos distributivos (como es propio de la bioética liberal); tendrá que tenerse en cuenta también el eventual significado que la guerra pueda tener para el grupo victorioso y capaz de ofrecer condiciones de vida personal a un número mayor de personas de las que pudiera ofrecer la alternativa pacífica. De otro modo, no corresponde a la bioética materialista la condenación incondicional de la guerra como «crimen bioético absoluto». El pacifismo a ultranza podrá fundarse en otros principios, pero no en los principios de la Bioética.

4. En cuanto a las operaciones de construcción o destrucción de vivientes no humanos, nos atendremos a un principio general que sería preciso reconocer como un cierto «principio de maleficencia» (si es que el mal puede ir referido a los vivientes no humanos). En este sentido, cabe decir que es un principio bioético fundamental de la bioética materialista el reconocer la necesidad de la maleficencia referida a la vida vegetal o animal, en la medida en que esta vida haya de ser utilizada en beneficio de la vida humana; y todo esto dicho sin perjuicio del reconocimiento de la unidad de la biosfera, antes bien, fundándose en esta misma unidad. El principio general de «maleficencia» comporta especialmente:

  1. El principio de sacrificio sistemático de plantas o de animales necesarios para la alimentación humana o para su medicación.
  2. El principio de la manipulación de los animales a fin de extraer partes formales suyas transplantables.
  3. El principio de experimentación en animales con gérmenes infecciosos, vivisección, &c.

Es obvio que este principio de maleficencia tiene como límite la depredación, los sacrificios o experiencias inútiles. Como regla general cabe dar la norma del buen trato a los animales o plantas; una norma fenoménica que no puede servir para disimular el principio fundamental, aunque constituya el contenido principal de la llamada «ética animal».
 

Este artículo está incorporado al libro más amplio:
Gustavo Bueno, ¿Qué es la Bioética?
Pentalfa Ediciones, Oviedo 2001, 134 págs.

 

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