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  El Basilisco, 2ª época, nº 25, 1999, páginas 3-30
  
Predicables de la Identidad

Gustavo Bueno
Oviedo
 
Introducción.
§ 1. Cuestiones relativas al estatuto de la identidad.
§ 2. Las «figuras» del espacio gnoseológico como criterio para determinar un sistema de modulaciones de la idea de Identidad.
§ 3. Clasificación sinóptica de los predicables de la identidad determinables en el espacio gnoseológico.
§ 4. Los predicables semánticos de la identidad.
1. La unidad como identidad fenoménica
2. La identidad fisicalista o corpórea
3. La identidad esencial y sus modos (necesidad-verdad, contingencia, posibilidad, imposibilidad)
§ 5. Los predicables sintácticos de la identidad.
1. La identidad de los términos simples y las identidades esquemáticas
2. La identidad de las relaciones holóticas
3. La identidad de las operaciones
§ 6. Los predicables pragmáticos de la identidad.
1. La identidad en los autologismos y el «universal noético»
2. La identidad en los dialogismos
3. La identidad normativa
Final
 

Introducción

I El término identitas habría sido formado, en el bajo latín, para traducir al griego tautótes (ταυτóτης), a partir del término idem, por analogía a como entitas se formó a partir del término ens (el español identidad está registrado ya en el siglo XV, según Corominas, Diccionario crítico etimológico castellano e hispanoamericano). A su vez (Ernaut-Meillet en su Dicctionaire Etymologique de la langue latine), īdem (el mismo), ĭdem (lo mismo) se habría formado en latín a partir de is+dem (siendo -dem o -em una partícula de insistencia, enfática o redundante, que aparece en términos como ibi-dem o qui-dem) significando: «este precisamente», «el mismo» (ego idem = yo precisamente, yo mismo). Īdem o ĭdem, por tanto, podría cobrar el valor de una respuesta de tipo deíctico (o acaso definicional), a preguntas tales como: «¿quién eres?», o bien «¿quién está ahí?», o bien «¿qué es esto?», en cuanto pregunta por la quiddidad. (La derivación, propuesta algunas veces, del término identitas, a partir de id+entitas, «esta entidad», no tiene en cuenta la dificultad de la concordancia de una forma neutra id con una femenina entitas.)

Sin embargo, este término (identidad) del bajo latín fue incorporado al lenguaje académico (o escolástico) aunque de un modo muy lento, compitiendo con ipseitas, con unitas, &c. Por ejemplo, dice Santo Tomás, en una ocasión (V Met., Lec. XI, n° 912): identitas est unitas; si bien, en otras ocasiones –y teniendo en cuenta que la unidad la interpreta, a veces, dentro de la categoría de la cantidad (y, entonces, es igualdad), y otras veces, dentro de la categoría de la cualidad (y, entonces, es semejanza)– parece inclinarse a considerar a la identidad como equivalente a la unidad de la sustancia: partes autem unius sunt idem quod est unum in sustantia (V Met., Lec. XI, n° 907). El término se utilizó, también, para rebautizar otras ideas ya en circulación; por ejemplo, traduciendo como identidad la cuarta de las cinco Ideas primordiales que Platón enumera en El Sofista (254-D y ss), a saber, la idea de tautón, que tradicionalmente se traducía por «lo mismo»; una idea que, por cierto, es presentada por Platón como un género, podríamos decir, de «segundo grado», respecto de los tres primeros, a saber, el Ser, el Reposo y el Movimiento, pues cada uno de estos géneros es Otro, respecto de los dos restantes, pero es el Mismo [4] «respecto de sí mismo»: autó eautó tautón (αύτò έαυώ ταυτόν). El llamado «principio de identidad», tanto en su «versión ontológica» (ens est id quod est), como en lo que se conoce como su «versión lógica» (sobre todo en la doctrina proposicional de los predicables, entendidos como maneras de tener lugar la identificación del predicado y del sujeto expresada por la cópula est, y en la doctrina de los silogismos) llegó a ser considerado como uno de los primeros principios metafísicos (de la ontoteología) y lógicos (puesto que la lógica se entendía, al modo aristotélico, como mímesis de la metafísica); según algunos, como el primer principio. (Conviene constatar, sin embargo, que la consideración explícita del «principio de identidad» como «primer principio» es, más bien, propia de la neoescolástica: Zigliaria, Mercier, Maritain, Raeymacker...; vid. R. M. Verardo, O. P. «Primato assoluto del principio di identita», en Divus Thomas (1944-46), págs. 69-95. La escolástica tradicional consideró como primer principio al de no contradicción.)

En cuanto a la perspectiva ontoteológica de la cuestión: fue desde la Ontoteología desde donde se desarrolló, en la escolástica española del siglo XVI y XVII, la distinción entre la ciencia (divina) de simple inteligencia y la ciencia (divina) de visión; una distinción que se ceñía, casi por entero (sobre todo a propósito de los debates en torno a la ciencia media de Molina), al dominio del «principio de identidad divina». La célebre distinción propuesta por Leibniz entre la verdades de razón y las verdades de hecho –y que muchos historiadores consideran como un verdadero hito en el comienzo de la «filosofía moderna», al menos de la «filosofía clásica alemana»– no es sino una reelaboración de la distinción escolástica. En realidad, Leibniz habría interpretado ya el principio de identidad desde una perspectiva que nosotros llamaríamos gnoseológica, a saber, como principio que consiste en afirmar que toda «proposición idéntica» (por ejemplo: (a+b)² = a²+2ab+b²) es verdadera y que (y estaríamos ante el principio de razón) toda proposición verdadera (en la que el predicado esté contenido en el sujeto), es «virtualmente idéntica», sea explícitamente, en las proposiciones per se nota, sea implícitamente, quod analysis terminorum ostenditur (Couturat, La logique de Leibniz, pág. 127). Se admite, generalmente, que Kant moldeó su distinción entre juicios analíticos y juicios sintéticos sobre la distinción de Leibniz. Pero acaso habría que precisar más diciendo que la distinción kantiana, básica en la «filosofía trascendental», es una distinción escolástica «secularizada», y aun podría advertirse en el mero reconocimiento de un tipo de juicios analíticos, como juicios primeros o, por lo menos, independientes de los juicios sintéticos, la huella del primado de la ciencia de simple inteligencia o, si se quiere, para decir al modo leibniciano, la huella del primado de las verdades de razón («para Dios todas las verdades son 'verdades de razón'», Discurso de metafísica, §13).

La tradición escolástica (académica) de las cuestiones sobre la identidad llega hasta nuestros días en reelaboraciones de las fórmulas de Leibniz, de Kant o de Espinosa, de Schelling o de Hegel, por no hablar de Locke o de Hume. Subrayemos que en la «Lógica simbólica» la idea de identidad suele ser tratada, o bien como una regla, o bien como una constante, definida por la mediación de una reflexividad que suele entrar en la composición de la relación de igualdad. Por nuestra parte, hemos discutido estos planteamientos en el tomo 1 de la Teoría del cierre categorial (págs. 145-184) a los que nos remitimos. Consideramos allí como «originarios» a los juicios sintéticos (por tanto, a las identidades sintéticas), propugnando la necesidad de reducir los juicios analíticos a la condición de límites dados en un proceso dialéctico (ya sean como límites de una metábasis, ya sean como límites de una anástasis. Vid. «Sobre la Idea de Dialéctica y sus figuras», El Basilisco, 2ª época, n° 19).

2. Ahora bien, por motivos sin duda muy precisos (pero cuya investigación corresponde a la sociología del conocimiento, a la Filología o a la Historia de las ideologías), el término «identidad» ha experimentado en nuestros días, prácticamente al margen de la tradición académica, un asombroso incremento. A fin de cuentas, el término identidad no fue en su origen, según hemos recordado, un término emanado de la tradición académica, que no habría hecho otra cosa sino desplegar y reformular una idea utilizada en el bajo latín, pero sin que pueda asegurarse que esta reformulación, no ya no agotó la idea implícita originaria, sino que, ni siquiera, acaso la mejoró. Simplemente, la aplicó a contextos específicos.

Esta afloración de determinaciones mundanas de la identidad que se viene produciendo en las últimas décadas, podría ser interpretada no tanto «en clave de degradación», sino también «en clave de enriquecimiento»; en cualquier caso, como testimonio de que los conceptos que tienen que ver con la identidad, lejos de poder ser circunscritos en el recinto de un sistema académico ya cristalizado, gozan de una gran vitalidad y desbordan cualquier contexto convencional. Por ejemplo: la identidad es el rótulo de postulados prácticos (ético-psicológicos) de enorme trascendencia para la teoría de la conformación de las personalidades individuales (un pedagogo dirá: «¡Mantén tu propia identidad personal!», «¡Sé tú mismo!») y no digamos, sobre todo a partir de los años setenta, para la conformación de programas y planes políticos que pretenden guiar la vida de muchos pueblos («¡Defendamos nuestra identidad cultural –vasca, kurda, armenia, afgana, guaraní...– frente a quienes intentan contaminarla o diluirla!» Ver: El mito de la cultura, cap. VII). No solamente interviene la idea de identidad como una Idea-fuerza reivindicativa que parece canalizar los «impulsos» de autoafirmación de los individuos o de los grupos frente a otros: también interviene la idea de identidad como un «ideal impuesto» a los individuos (o a los grupos) que viven en el seno de sociedades organizadas como alternativas al liberalismo y muchas veces próximas al fascismo o al comunismo, según las líneas tecnocráticas investigadas, propuestas y encarecidas, por la ideología positivista. Adorno (Prismas, trad. española, Ariel, Barcelona 1962, pág. 102) llegó a hablar de una sustitución del ideal de la igualdad (que la Gran Revolución unció a los ideales de la libertad y de la fraternidad) por el ideal de la identidad (engranado, ahora, a los ideales de comunidad y estabilidad); cabría añadir que el papel que la igualdad desempeñaba respecto de la libertad lo representaría ahora la identidad respecto de la comunidad, el modo de entender la conexión del individuo libre, con la Sociedad, de la composición de sus partes mutuas, o la del individuo parte con el todo comunitario (el «Mundo feliz» de A. Huxley) que lo determina y con el cual se identifica. También interviene la idea de identidad en contextos tecnológicos («es preciso identificar la composición físico-química de estos residuos radiactivos»), o científicos (programas de investigación antropológica sobre la «identidad o etnicidad» de determinados pueblos) y, por supuesto, policíaco-administrativos. En España, por ejemplo, la antigua «cédula personal» se ha transformado en el «documento nacional de identidad», DNI, [5] vinculado, además, a otros documentos administrativos tales como el documento de «identificación» fiscal: la identidad del individuo, en su identificación, resulta ahora estar realizada, como un trámite técnico más, por el Estado, por la gran empresa o, simplemente, por la policía. Mi identidad, a través del número 7.604.825, que es una singularidad esencial, única, se establece operatoriamente como una relación sintética entre el documento que conserva la policía y la copia que yo llevo encima; y no cabe decir que este procedimiento de identificación se establezca «burocráticamente» como una relación externa entre «papeles extrasomáticos» ajenos a la realidad corpórea de mi persona, porque la huella física de mi dedo, propia y exclusiva mía, constituye, junto con los documentos, una unidad sinalógica causal (no sólo isológica) sobre la que se funda la identificación sim-bólica.

Ocurre como si en los contextos mundanos en los cuales se utiliza hoy el término identidad, ésta tendiese a ser entendida, no tanto como un predicado, sino como un sujeto. Cuando la policía pregunta: «¿Quién es éste?», lo que busca es su identidad como sujeto, a través de alguna determinación suya, como «seña de identidad» (principalmente el DNI). En todo caso, parece que podríamos concluir de esta visión panorámica, para decirlo en una sola frase expresiva, que la «identidad no es idéntica», que no es un concepto unívoco, o que «la identidad se dice de muchas maneras» (para utilizar la célebre construcción que Aristóteles aplicó al Ser). Cuando un ciudadano se identifica ante otros ciudadanos, ya sean policías, inspectores de hacienda o, simplemente, recepcionistas de hotel, mostrando el número de su DNI (en lugar de decir: «yo soy el que soy», o bien «yo soy yo y mi circunstancia», dirá «yo soy el ciudadano 7.604.825») está utilizando un concepto de identidad bastante diferente de aquel que utilizan quienes, en una manifestación pública, gritan por las calles, corroborando la consigna que llevan escrita en las pancartas: «exigimos que se reconozca nuestra propia 'identidad'» –como vascos, como kurdos, &c.–). Parece como si el término «identidad», que requeriría, en cuanto término sincategoremático, la determinación en cada caso de la materia-k a la que afecta («identidad de lengua», «identidad de religión», «identidad de raza», «identidad de cultura»...) al utilizarse de modo hipostasiado, comenzase a aludir, confusivamente, a diversas materias-k, es decir, por tanto, a diversas «identidades», polarizadas, acaso (en contextos pragmáticos), en la misma realidad o ser determinado del sujeto o del grupo de sujetos que la utiliza con una intención inequívocamente «reivindicativa»; como si por el mero hecho de que alguien «esté siendo lo que hace» (operari sequitur esse) pueda reivindicarlo como valioso precisamente mediante la expresión de su «identidad»: «lo que yo quiero simplemente es que se reconozca mi identidad», dice un cantante primerizo, espontáneo, sincero, ineducado, incluso abyecto.

Pero ninguna de estas acepciones pragmáticas del término «identidad» es exactamente equivalente a las que el término adquiere en expresiones como las siguientes: «la elipse, la hipérbola o la parábola constituyen una estructura idéntica en la Geometría Proyectiva», o bien «la estrella de la tarde es idéntica a la estrella de la mañana» (consideradas como descripciones definidas con una misma referencia); o bien, «la masa de inercia es idéntica a la masa de gravitación». Nos parecería ridícula una manifestación de ciudadanos que avanzase por las calles corroborando con sus gritos una consigna inscrita en sus pancartas que dijera: «exigimos la identidad de la masa de inercia y de la masa de gravitación».

La simple constatación de la variedad de acepciones del término «identidad» demuestra que estamos ante un término sincategoremático, es decir, que no tiene significado aislado o exento, que es un término que hay que entenderlo siempre vinculado a otros que, por otra parte, pueden ser incompatibles entre sí, como es el caso de los términos reposo y movimiento. Y esta es, precisamente, la paradoja que propuso Platón en el pasaje de El Sofista que hemos citado (254-D y ss): la identidad, es decir, «lo mismo», tanto cubre al ser inmóvil de Parménides, como al río en perpetuo movimiento de Heráclito. «Nadie se baña dos veces en el mismo río»: luego, la identidad de ese río que fluye (si se quiere, de un modo estacionario), poco tiene que ver con el reposo, porque consiste en su mismo cambio. E. Meyerson, en un momento en el cual, sin duda, se había olvidado de El Sofista de Platón y, por tanto, de la ironía envuelta en su «paradoja de la identidad», después de presentarnos el principio de la inercia como una obvia determinación del principio de identidad, «por el cual se guía nuestro espíritu», ofrece la formulación de este principio propuesta por D' Alembert. Pero esta formulación lo desdobla, por decirlo así, en dos leyes, y tales que se corresponden puntualmente con las dos ideas opuestas que Platón citó en El Sofista, a saber, precisamente el Reposo y el Movimiento. «Primera ley: un cuerpo en reposo persistirá en el reposo, salvo que una causa extraña lo saque de él. Segunda ley: un cuerpo puesto en movimiento por una causa cualquiera, debe persistir siempre en él uniformemente y en línea recta» (E. Meyerson, Identidad y Realidad, trad. de Joaquín Xirau, Reus, Madrid 1929, cap. 3, pág. 127). Meyerson, al re-producir la fórmula de D' Alembert, rompe el principio de identidad y ofrece en su lugar dos principios heterogéneos, antes que desdoblar un supuesto principio previo (la unidad entre el reposo y el movimiento, cuando se entiende como una unidad conjugada de conceptos, no puede resolverse en la unidad de una identidad unívoca, porque implica una pluralidad de movimientos paralelos vinculados, no sólo isológicamente, sino también sinalógicamente. Véase, nuestro artículo «Conceptos conjugados», El Basilisco, n° 1, 1978){1}. No nos parece descaminado el intento de interpretar los principales debates en torno al «principio de identidad» (desde Suárez hasta Hegel, o también desde Heidegger hasta Deleuze) desde la «paradoja platónica» de El Sofista, si es que estos debates giran, fundamentalmente, en torno a la cuestión de si el principio de identidad enunciado en toda su generalidad (es decir, aplicado a términos que quieren designar a todas las cosas, como puedan serlo el término ens o el término A: omnis ens est ens, de Antonio de Andrea; «A=A», de Fichte o de Schelling) es, por sí mismo, o tautológico, o vacío (o ambas cosas a la vez), o efectivo. Porque, ¿qué quieren decir quienes sostienen que el «principio» es tautológico o vacío? (como lo dice Suárez, disp. III, III, 4: la fórmula de Andrea es identica et nugatoria; o Hegel, Lógica, Lib. II, II A, nota 2: «el principio A=A no es más que la expresión de una vacua tautología»). Sin duda, que el «principio», así formulado, en una ontología no monista, es un sinsentido como principio. Pero, ¿porque de él nada puede derivarse o porque de él puede derivarse todo (en cuyo caso el principio, por superabundante, sería inconsistente y, por tanto, no sería principio)? Ahora bien, la paradoja de Platón sugiere [6] que la idea de identidad es, en su generalidad, precisamente superabundante, y no tanto tautológica, cuanto vacía como principio; por consiguiente, que sólo interpretando el principio en términos de diversidad (la que media, por ejemplo, entre el reposo y el movimiento) cabrá devolverle algún sentido. Y esto podría conseguirse de muchas maneras, por ejemplo, postulando que el «principio de identidad», cuando se aplica al «Ser», se aplica a través de la idea de unidad, porque la unidad dice indivisión, es decir, negación de división, por tanto, referencia al «no-Ser» (con lo que el «principio de identidad» resulta estar presuponiendo al «principio de no contradicción»). Por ello nada resuelven quienes pretenden inclinar la cuestión a favor del primado del «principio de identidad», distinguiendo su «forma positiva» de su «forma negativa», como si estas dos formas no presupusiesen ya la apelación al «no-Ser». O bien, a través de la idea de esencia (Suárez, loc. cit.: omne ens habens essentiam; Hegel, loc. cit.: «la esencia es simple identidad consigo misma»), en cuyo caso, y puesto que la esencia dice no ser relativo a otras esencias, primeras o segundas, la identidad sólo alcanzará dialécticamente su sentido en función de la diferencia o de la distinción con otras esencias (la distinción se entendía tradicionalmente como negación de la identidad, aunque no por ello la identidad pudiera ser reducida a negación de la distinción, si es que se admiten situaciones en las cuales la identidad sustancial, por ejemplo, no implica una negación de su distinción respecto de los accidentes).

La identidad presupone siempre otras referencias contextuales que, por lo demás, pueden determinarse con mayor o menor precisión, a partir del análisis de cada caso. Cuando un grupo de afganos (que reconocemos como tal) grita: «exigimos sea reconocida nuestra propia identidad», entendemos de inmediato que esa identidad tiene que ver con algún atributo del pueblo afgano, aunque no estemos en condiciones de definir en qué consiste tal atributo (y, acaso, ni siquiera los manifestantes sabría definirlo, aunque alguno de sus teólogos sí sería capaz de decirnos: «más vale sentir la identidad que saber definirla»). A pesar de lo cual, podemos barruntar que la identidad reclamada ahí es del mismo tipo lógico que la identidad reclamada por un grupo de manifestantes vascos que gritan: «queremos que se reconozca nuestra identidad». Por lo demás, esta «identidad» entre las identidades dadas dentro de un mismo tipo lógico, no significa que estas mismas se reduzcan a una identidad única, porque la materia (o los parámetros) de esas identidades a quienes atribuimos un mismo tipo lógico son diferentes y, en ocasiones, incompatibles.

Por ello es obvio que hablar de identidad, enunciarla, expresarla, proclamarla o reconocerla, implica multitud de supuestos, implícitos o explícitos, que es preciso analizar y, si es posible, sistematizar.

§1. Cuestiones relativas al estatuto de la identidad

1. Suponemos que las cuestiones de «estatuto» tienen que ver, en primer lugar (el del «estatuto exterior»), con las discusiones relativas a la determinación del puesto o lugar que pueda corresponder al término de referencia en un sistema de coordenadas, en una taxonomía o jerarquía tomada también como referencia: el estatuto va siempre ligado a un sistema y, al margen de él, su concepto se desvanece; y si el sistema está presente de un modo confuso, también será confuso el estatuto que podamos otorgar al término en cuestión. En segundo lugar, la cuestión del estatuto, en tanto que «estatuto interno», tiene que ver con la determinación de las partes, modos, especies, &c., del término de referencia. Es obvio que las cuestiones del «estatuto externo» dependen siempre, en alguna medida, de las cuestiones de «estatuto interno» y recíprocamente.

Muy diversos sistemas pueden utilizarse, o se utilizan de hecho, al menos implícitamente, en el momento de determinar el estatuto de la idea de identidad. Por ejemplo, pueden utilizarse, o se utilizan de hecho, sistemas de naturaleza ontológico-epistemológica (sistemas que contienen las ideas de Ser, Dios, Unidad, Realidad, Causa, &c.), o bien sistemas de naturaleza léxica, lingüístico-semántica, &c. Es obvio que los diferentes sistemas no tienen el mismo grado de aceptación, que hay sistemas mitológicos y hay sistemas ontoteológicos, y que no todos ellos son equivalentes, aunque tampoco tienen por qué ser disyuntos. Pueden interferirse, solaparse o envolverse; y cabe admitir la posibilidad de un sistema «más potente», capaz de incorporar, de algún modo, a todos los demás: tal sería el caso, según nuestra propuesta, del sistema gnoseológico.

2. Defender, por ejemplo, la naturaleza originariamente teológica de la identidad, es tanto como conferir a esta idea un estatuto ontológico diferente de aquel a quien defienda su naturaleza psicológica. En un caso, se otorga a la identidad el estatuto de una lex entis; en el otro, el estatuto de una lex mentis (aun cuando luego resulte que Dios venga a concebirse como una suerte de sujeto psicológico llevado al absoluto). Obviamente, estos estatutos están en función de un sistema ontológico dualista que clasifica las cosas en: «cosas del ser» y «cosas del conocer»; por eso, este estatuto se desvanece en el momento en el cual el sistema dualista no es compartido (por ejemplo, si en su lugar se utiliza una clasificación trimembre de los géneros ontológicos, de los [7] géneros de materialidad de la Ontología especial). Desde las coordenadas del materialismo filosófico, retiraríamos, desde luego, a la identidad el estatuto de «contenido de la «Ontología general» (un estatuto vinculado a la tradición neoplatónica que identifica el Uno y el Ser) y comenzamos por asignarle un puesto en la «Ontología especial», si bien en esta ocasión hemos de dejar de lado este debate.

3. Si nos atenemos a sistemas léxicos, tales como los que utilizan los filólogos en el análisis del léxico de una lengua organizada según constelaciones semánticas, clasemas, &c., habría que comenzar por establecer, utilizando los métodos adecuados (conmutación, sustitución), un mapa de esa constelación. Por ejemplo, la constelación semántica del término «identidad» –que sólo tras una ardua investigación podría establecerse– incluiría, entre otros, los siguientes términos: igualdad, unidad, cohesión, uniformidad, acoplamiento, soldadura, engranaje, enlace (por ejemplo, «enlace covalente»), congruencia, adecuación, mismidad, sinonimia, univocidad, analogía, ecuación, conveniencia, armonía, idempotencia, unicidad, equipolencia, equivalencia, inclusión, pertenencia, participación, invariancia, homogeneidad, comunidad, homotecia, causalidad –causa aequat efectus–, probabilidad, homología, sinalogía, igualdad métrica, igualdad no congruente, congruencia geométrica y congruencia aritmética, isomorfismo, homomorfismo, semejanza, &c.; y sus contrarios respectivos: desigualdad, diversidad, incongruencia, &c. Buscar el estatuto de la identidad en esta constelación, es tanto como tratar de determinar las relaciones jerárquicas, si las hay, del término con los demás; discutir los árboles lógico-semánticos, &c. Por ejemplo, y ateniéndonos tan sólo a algunas relaciones del término identidad con los términos unidad o igualdad, cabría acaso concluir:

(1) Que identidad dice siempre unidad, pero unidad no dice siempre identidad y, menos aún, algún tipo o materia de identidad en exclusiva. La unidad mantiene algún sentido en su estado de indeterminación o de confusión (por ejemplo, respecto de sus posibles identidades «envolventes»: los puntos A y B del plano son unidades geométricas simples que pueden asumir la identidad de contenidos de la recta que pasa por AB o la identidad de contenidos de la circunferencia que pasa por ABC); pero también la unidad se dice de muchas maneras y, principalmente, de dos: la unidad isológica (de isos, ΄ίσος = igual, lo mismo) y la unidad sinalógica (de synalaso, συναλλάσσω = juntarse, pactar, casarse). Pero la unidad sinalógica entre dos o más términos (dos trozos de metal unidos por una soldadura) no dice identidad entre ellos, sino, precisamente, diferencia y distinción (disociación, aunque no necesariamente separabilidad). Un sistema termodinámico y su medio son inseparables, pero no son idénticos; el sistema electromagnético, constituido por una corriente que atraviesa a un hilo y el campo magnético de líneas perpendiculares que aquélla determina, forma una unidad de partes inseparables (una unidad de sinexión) pero no idénticas. Además, la unidad isológica (la «mismidad»), o bien es de tipo isológico-esencial (o isológico a secas, específico o genérico), como ocurre en el caso de unidad que media entre las monedas de una misma acuñación, o bien es de tipo isológico-sustancial (o sustancial a secas, autós), como es el caso de la «mismidad» que identifica a los puntos de las medianas de un triángulo a través de los cuales ellas intersectan dos a dos, porque las tres se cortan en un «mismo punto» (el «centroide» o «baricentro»).

(2) Tampoco la igualdad dice siempre identidad (aun cuando es frecuente en Álgebra llamar identidades a aquellas igualdades que, a diferencia de las ecuaciones, se establecen entre fórmulas que se ofrecen como válidas, cualquiera que sea el valor dado a sus variables). Hay muchos tipos de igualdad y también habría que añadir «que las igualdades no son iguales». No sólo porque hay igualdades métricas (geométricas), que no implican la congruencia de los iguales (que pueden ser enantiomorfos), sino también porque hay igualdades aritméticas (coordinaciones biunívocas), hay congruencias, aritméticas o geométricas; y todo esto sin contar con las igualdades políticas (la isonomía, por ejemplo), o las igualdades físicas o económicas. En la tradición escolástica la igualdad se circunscribía a la cantidad (la semejanza, a la cualidad), mientras que la identidad tendía a ser circunscrita a la sustancia (eadem sunt quorum sustantia est una); si bien, a su vez, la sustancia se entendía tanto como sustancia primera (a la que correspondería una identidad numérica o una «singularidad individual»), como sustancia segunda (y a ella correspondería una identidad específica o genérica, una «singularidad específica»).

Y, además de todas estas distinciones, habría que tener en cuenta que la igualdad, aun definida en una categoría dada (por ejemplo, la igualdad métrica), requeriría la determinación de los parámetros (igualdad en peso, igualdad en temperatura). Porque la igualdad no es propiamente una relación, sino un conjunto de propiedades que pueden ser poseídas por algunas relaciones. Este conjunto de propiedades suele ser interpretado, a veces, como constando de tres, a saber, la simetría, la transitividad y la reflexividad; tal es el caso de las igualdades fuertes (de las congruencias, por ejemplo); pero consta sólo de dos en el caso de las igualdades débiles (simetría y transitividad, pero no reflexividad), como ocurriría con la relación de paralelismo geométrico, interpretada como relación simétrica y transitiva, pero no reflexiva; el teorema algebraico que concluye que toda relación simétrica y transitiva es, por ello mismo, reflexiva [(xRy / yRx) → (xRx)] pide el principio, pues sólo si se postula que la fórmula conclusiva xRx representa el mismo término (autós), es decir, sólo si se supone que la relación sea reflexiva, la conclusión es válida; pero no lo es en el supuesto (más acorde con el material tipográfico-algebraico) de que la fórmula xRx represente al mismo (isos) signo-patrón.

Como quiera que la igualdad exige siempre una referencia a una materia o parámetro y éstas no son siempre compatibles (sinalógicamente) entre sí, habría que concluir que tampoco la igualdad implica unidad. La unidad separa y discrimina, tanto como nivela o une: basta pensar en la llamada «igualdad de oportunidades» (que es tanto un principio de discriminación como un principio de igualación social): la igualdad de oportunidades dada a los corredores a la salida de una carrera pedestre significa probablemente la desigualdad de los corredores a la llegada. Las igualdades universales (a un campo dado), pero no conexivas, son igualdades discriminadoras entre los términos de ese campo; y si cabe hablar de una unidad de igualación en un nivel genérico (por parte del parámetro) habrá que hablar también de la separación, de la discriminación, del conflicto, según los parámetros, inducidas por las igualaciones. Así, la igualdad genérico-escalar (genérica, porque abstrae las especificaciones vectoriales de dirección y sentido) entre los corpúsculos de un gas perfecto encerrado en un vaso a alta temperatura, no implica unidad (integración, unidad sinalógica) entre ellos, sino choques [8] y aun rotura del vaso; otro tanto ocurre con las igualdades genéricas entre los individuos vivientes de una biocenosis (son iguales sus impulsos de nutrición heterótrofa y esa igualdad es la que los enfrenta a muerte: «mi primo y yo queremos lo mismo, Milán»).

Igualdad no dice, por tanto, unidad indeterminada, ni tampoco identidad indeterminada, entre otras cosas porque la unidad es siempre determinada-k, y también lo es la identidad. Por ello, la identidad determinada-k puede, a veces, manifestarse como isología (la identidad isológica de dos monedas del mismo acuñamiento de nuestro ejemplo anterior) y, otras veces, como autología (la identidad de la referencia de dos descripciones definidas, tales como: «el autor del Quijote» y «el autor del Persiles», autor que es «el mismo» o idéntico, es decir, Cervantes, sin que valga decir que la identidad afecta aquí a las descripciones y no a sus referencias, dado que aquéllas no podrían ser consideradas descripciones definidas al margen de éstas). Una de las características dialécticas de la identidad (frente la mera unidad que admitiría mejor un sentido indeterminado y confuso) acaso fuera, precisamente, la necesidad de su determinación, específica o numérica, en tanto se opone a otras determinaciones, específicas o numéricas. Así, cuando –para no hablar de las identidades entre los organismos clónicos– hablamos de la identidad de dos monedas (en acuñamiento, fecha de emisión, &c.) decimos que tiene el mismo patrón (isos, como singularidad específica, no numérica), pero decimos también que no afirmamos que las dos monedas sean la misma (autós), como singularidad individual «contada dos veces». Y, recíprocamente, cuando afirmamos, en el mercado, que esta moneda es la misma que la de antes, utilizamos la identidad sustancial y estamos negando que se trate de una identidad esencial. La importancia práctica de la distinción en las transacciones entre el ísos y el autós es, obviamente, decisiva.

Por otra parte, la distinción entre estas dos modulaciones de la identidad, aunque necesita ser mantenida explícitamente con referencia a determinados materiales o parámetros (como en el caso de las monedas antes citado), tiende, precisamente, a ser borrada en otros; pero ello constituye la anomalía o paradoja de tales casos, una anomalía o paradoja que sólo se alimenta de la distinción misma presupuesta: «te matamos –se dice en un ceremonial aíno del sacrificio del oso– para que cuando retornes el año próximo podamos matarte de nuevo». Pero no hace falta acudir a sociedades primitivas para encontrar situaciones de indiferenciación entre las identidades sustanciales (de singularidades individuales) y de identidades esenciales (de singularidades específicas). En nuestra sociedad constatamos situaciones en las cuales parece exigirse una identidad sustancial en circunstancias en las cuales lo que efectivamente «debiera» actuar es una identidad esencial o estructural; tal es el caso de aquellas obras de arte cuyo valor vaya vinculado obligatoriamente a su singularidad individual, aun cuando, en realidad, el «soporte» de ese valor estético no requiere una tal singularidad, si es que pudiera transportarse (o transformarse idénticamente) a otras singularidades, como copias indiscernibles de la primera. No es el caso del artista que fabrica diez copias numeradas de su obra y destruye nueve a fin de que el propietario de una copia mantenga la unicidad, porque, en este caso, se trata de un mecanismo social de monopolio o de exclusiva; el caso se nos presenta, más bien, cuando la obra es efectivamente única (el Guernica, de Picasso) y, sin embargo, puede asegurarse que el desarrollo de las tecnologías de reproducción pueda hacer posible una copia indiscernible (aplicando criterios estéticos, no ya meramente físicos, referidos a escalas atómicas). Sin embargo, ningún museo estaría dispuesto a colgar esa copia indiscernible, dándola como equivalente al original; lo que demuestra la acción de una especie de «fetichismo estético» (como si el original, al modo del fetiche, tuviese un alma residente, sustancial, única, dotada de unicidad y que es la que confiere a la obra su valor estético).

En resolución, el estatuto de la identidad se nos presenta como una cuestión abierta, no sólo en el contexto de las relaciones de la identidad con otros sistemas de coordenadas, sino también en el contexto de las relaciones entre la diferentes determinaciones de la propia identidad. Tendremos que distinguir, por tanto, un «estatuto interno» y un «estatuto externo» de la identidad.

4. Uno de los sistemas tradicionales que podría ser tomado como referencia de muy gran significado para determinar el estatuto sintáctico de la identidad, acaso sea el sistema asociado a la doctrina de los juicios de inherencia (puede hablarse aquí de «sintaxis», en la medida en que tales juicios se denominaban tradicionalmente «actos de composición y de división»). En este sistema, la cópula (el «ser copulativo») no se interpretaba como una relación (las relaciones se entendían como un tipo de predicados, por ejemplo, «S es padre de N»). El estatuto externo (sintáctico, lógico) de la identidad quedaría fijado, en este sistema, en el orden de la predicación, puesto que la cópula solía entenderse como la identidad del predicado respecto del sujeto. Si bien esta identidad, sintáctica o lógica, se contraponía a la identidad entitativa u ontológica; una diferencia atenuada en el proyecto de una lógica que, como mímesis de la metafísica, permitiera reconstruir, en la lógica material, un paralelo de las categorías, por medio de los predicamentos.

En la medida en que la identidad abarcaba la omnitudo entis, cabría concluir que la distinción entre la «identidad lógica» y la «identidad ontológica» era una cuestión de estatuto interno. Sin embargo, si nos circunscribiésemos al dominio de la identidad lógica, la cuestión de su estatuto interno equivaldría a la cuestión de la determinación de los predicables. Sin embargo, podríamos afirmar que esta cuestión del estatuto interno ha desaparecido de la Lógica simbólica, sobre todo cuando los juicios predicativos se han transformado en juicios de relación (los predicados serán interpretados como relaciones uniádicas, &c.), pero prescindiendo de si las relaciones son internas o externas a los términos. Las composiciones o divisiones, asociadas a los juicios copulativos tradicionales, recibirían un tratamiento más adecuado en la Lógica de clases, pero siempre que las operaciones entre ellas prescindieran de los predicables, a fin de ser tratadas como si fuesen unívocas (las operaciones o relaciones de pertenencia del individuo a la clase o de inclusión de unas clases en otras, prescinden de la cuestión de si las relaciones de pertenencia de inclusión o de intersección son esenciales o accidentales). Los predicables, género y especie, se confunden desde la perspectiva de la inclusión de clases: la especie se reducirá simplemente a la condición de «género ínfimo». (Reducción de la que, por lo demás, tenemos ya algún precedente en la tradición de la que hablaremos más adelante.)

Por ello, es importante recordar cómo los predicables (las «cinco voces de Porfirio»: género, especie, diferencia [9] específica, propio, accidente) fueron interpretados, de un modo más o menos explícito, precisamente como modulaciones de la identidad entre el predicado y el sujeto. La identidad se definía, muchas veces, como afirmabilidad de uno respecto del otro in recto –y esto aun en los casos en los que el predicado fuera accidental–, no in obliquo: si afirmamos que «Pedro es una criatura de Dios», no por ello identificamos a Dios con Pedro. Esta doctrina se establecía, sin duda, contra las escuelas que defendieron que la única manera de predicación legítima era la «predicación idéntica» (esse est esse, «A es A»; así los megáricos, Antístenes, &c.); es decir, contra las escuelas que interpretaban a la identidad, en la tradición eleática, como unívoca. La doctrina de los predicables, en cambio, mantiene la concepción de que el ser copulativo (el est) expresa una identidad entre el predicado y el sujeto, sólo que añadiendo que esta identidad no es unívoca, sino que se modula, precisamente, en cinco formas o predicables, porque o bien identificamos el predicado, a título de género con el sujeto, o bien lo identificamos a título de especie, &c., &c. Los predicables (categoremas) son, pues, las formas según las cuales tendría lugar la identidad entre los predicados y los sujetos respectivos; o dicho de otro modo: la identidad predicada no correspondería, propiamente, ni al sujeto ni al predicado, sino al modo de su conexión. Ni el sujeto, ni el predicado, tendrían, por sí mismos, identidad predicativa (lo que no descarta que no pudieran tener otros tipos de identidad). Predicados diferentes (de diferentes materias o categorías: geométricas, biológicas, políticas, &c.) podrían identificarse con sujetos pertinentes, según los mismos predicables («polígono» se predicará del triángulo identificándose con él como género, pero también «hombre» se predicará –digamos el Homo Sapiens de Linneo– del Hombre de Neanderthal o del Hombre de Cromagnon identificándose con estas especies como género: la revolución darviniana exigió cambiar la consideración lógica de aquel concepto que, de ser tenido como especie, pasó a ser tenido, por lo menos, como género).

La doctrina tradicional, expuesta en la Isagogé de Porfirio, contiene, además, aunque más bien por vía de ejercicio que de representación, una reclasificación de las identidades que tiene el alcance de una concepción modal sui generis de la identidad. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que Porfirio no utiliza, desde luego, el término latino identidad, sino términos relacionados con el término griego metejein (μετέχειν), que Boecio (en su Comentario a la Isagogé, III, 1, 1) traducirá por participare: así, el sujeto humanitas, participará del género animal, como Platón, Catón o Cicerón, participan de la especie homo; la especie y la diferencia son participables aequaliter. Ahora bien, de las cinco voces, tres expresan identidades esenciales (género, diferencia, especie), pero las otras dos expresarían una identidad accidental (a saber, el propio y el accidente, llamado «quinto predicable» para diferenciarlo de los accidentes categoriales de Aristóteles). Simultáneamente, cuatro, de las cinco voces, son presentadas como modulaciones de la identidad interna (el propio, sin perjuicio de su consideración de accidente, se concebía como un derivado interno de la esencia); mientras que una de ellas (el quinto predicable) era presentada como un modo de identificación contingente («Sócrates es orador» era citado como ejemplo de predicado accidental, pero interno, derivado de su esencia racional; pero en «Sócrates está sentado» estaríamos ante un predicado accidental o contingente).

La doctrina tradicional de los predicables está hoy, sin duda, rebasada, más que por otros sistemas de logica docens, por el propio desarrollo de la logica utens, en algunos campos gnoseológicos particulares: los de la Geometría Proyectiva y los de la Teoría de la Evolución (desarrollos que, precisamente, no han sido recogidos en la logica docens de las clases o de las proposiciones). La doctrina de los géneros, diferencias, especies, &c. de Porfirio (utilizada todavía, en sus líneas maestras, en la taxonomía de Linneo) suscitó, como es sabido, la cuestión de los «universales», cuyas alternativas posibles (¿los géneros y las especies están sólo en la mente o en la realidad?, ¿están en las cosas o fuera de ellas?) fueron formuladas ya por el mismo Porfirio. Dicho de otro modo: las alternativas que más adelante cristalizaron en las escuelas del nominalismo y del realismo estaban ya prefiguradas en la doctrina misma de los predicables de Porfirio, doctrina admirablemente adaptada a las necesidades de clasificaciones distributivas utilizadas en las técnicas artesanales o administrativas propias de las sociedades antiguas. Pero la Geometría Proyectiva nos abrió a situaciones en las que determinadas especies de figuras (por ejemplo, las elipses) se transformaban en otras especies (las circunferencias, las parábolas...); y la Teoría de la Evolución pasó a mostrarnos que estas transformaciones no sólo tenían lugar «en el papel», sino la realidad viviente. Esto es lo que justifica la afirmación de que la «revolución darviniana» fue tanto una revolución biológica como una revolución lógica (vid., Gustavo Bueno, «Los límites de la Evolución en el ámbito de la Scala Naturae», en Actas de III Congreso Internacional de Evolución, Zaragoza 1998). Revolución lógica que, en modo alguno, puede considerarse formulable a partir de la moderna Lógica de clases, que todavía empobrece más aún los recursos para el análisis lógico de las nuevas situaciones.

Tendría, pues, poco sentido un intento de reconstrucción o recuperación de la teoría porfiriana de los predicables. Sin embargo, el caudal de sus conceptos no ha sido agotado por la llamada Lógica formal. Por ejemplo, la especie no es sólo un género ínfimo, sino también un despliegue interno [10] del género (como se manifiesta en la Teoría de la Evolución); así también, los modos internos y externos de la identidad pueden reexponerse como tipos de predicados; nos atendremos aquí, únicamente, a la «recuperación» del concepto de «predicable» (y aun desbloqueado de la doctrina del juicio predicativo) en lo que tiene de crítica o negación de cualquier interpretación de la identidad como si fuese un predicado.

En todo caso, la identidad sustancial, en virtud de su contenido, no puede utilizarse como predicado de ningún sujeto; pues este predicado sería una relación y esta relación habría de ser reflexiva o no reflexiva. Pero la identidad no puede ser originariamente reflexiva (xRx), porque esto equivaldría a tratar de convertirla en relación simple o analítica, siendo así que la consideramos sintética. Pero, a fin de mantenernos lo más cerca posible de los contextos tradicionales en los que se dibuja el concepto de predicable, supondremos que en ellos los juicios van referidos a un sujeto gramatical. La identidad es, pues, un predicable, al menos en la medida en la que, en el lenguaje de nuestros días, la identidad (la esencial y, a veces, incluso la sustancial) se utiliza como predicado; y, entonces, los predicables de la identidad no los entenderemos tanto como maneras de vincularse la identidad como predicado con el sujeto gramatical, sino, más bien, al revés: como las maneras de vincularse sus modulaciones a la identidad, es decir, a la idea misma de identidad tomada como si fuera un sujeto gramatical. Las modulaciones que la propia identidad va alcanzando, en el proceso mismo de la construcción operatoria de la composición o división, no se circunscribirán al juicio predicado, sino que serán tomadas en toda su generalidad. Por ejemplo, la formulación de los elementos químicos (simples o complejos) podrá ser considerada como un predicable de la identidad, en la medida en que, a través de la formulación química, la identidad se nos da en una modulación característica que es predicable de la identidad misma.

(El desconocimiento de los análisis que la Lógica material tradicional desarrolló a propósito de cuestión de los predicables explica, sin duda, el sorprendente, por no decir vergonzoso, primitivismo del que adolecen los análisis ofrecidos por los llamados «analíticos», inspirados en Wittgenstein y continuados en la línea de Saul Kripke, y que ignorando incluso el concepto de «predicable», se atreven a enfrentarse en cuestiones tales como las de las diferencias entre los «atributos analíticos» y los «empíricos», o entre las nominaciones «tractarianas» (del Tractatus) o «kripkeanas». Kripke, por ejemplo, «descubre» en su obra Naming and necessity (Harvard University Press 1980, pág. 118) que las propiedades, predicados, rasgos o marcas (marks) que utilizamos para identificar el oro no tienen todos el mismo grado de verdad y de necesidad, y que no es lo mismo decir que «el oro es metal amarillo» y que «el oro es el elemento que tiene el número 79 en sistema periódico». Como si no dispusiéramos de criterios ya establecidos para considerar al predicado «amarillo» como un accidente y al predicado «tener el número 79» como una diferencia específica esencial; y como si el «accidente predicable» tuviese que ser siempre interpretado como empírico y, por tanto, no necesariamente válido para todos lo mundos posibles. En efecto, de los predicables accidentales de Porfirio unos son extrínsecos o contingentes (el quinto predicable) y otros son internos (derivados de la esencia, necesarios, no por ello analíticos). La «marca» «tener el número 79» se atribuye al oro como predicable esencial; pero no por ello la «marca» «ser metálico» y aun «ser amarillo» es contingente o extrínseca respecto del oro, cuando «amarillo» mantiene su significado primogenérico (vinculado, como el carácter metálico, a la propia estructura del elemento número 79: Au = [Xe] 6s 4f14 5d10); no se trata de interpretar amarillo en el sentido segundogenérico o precientífico, de la «sensación amarillo», que es un fenómeno dado, en todo caso, en el proceso de identificación. La «necesidad» reconocida por Kripke al atributo «amarillo» del oro no tiene que ver, por tanto, con algún tipo de necesidad lingüística o de a priori en el sentido analítico humeano, no kantiano; en cuanto atributo físico, «amarillo», puede considerarse como un atributo interno, pero, en todo caso, sintético y no analítico, puesto que implica la mediación de la propagación de la luz y su incidencia en la retina y el cerebro humanos.)

5. Es posible, también, utilizar coordenadas holóticas, es decir, conceptos tomados de la llamada «Teoría de los todos y las partes» (o «doctrina holótica») para fijar el estatuto de la identidad. Y no sólo su estatuto externo, lo que ocurre, por ejemplo, si damos por cierto que no es posible utilizar la identidad al margen de las coordenadas holóticas, es decir, si presuponemos que la identidad, tiene siempre lugar en un marco de todos y partes; sino también, sobre todo, su estatuto interno, en el que se pudieran distinguir, por ejemplo, las identidades como totalizaciones atributivas o las identidades como totalizaciones distributivas.

Refiriéndonos, en particular, a esta última distinción, conviene advertir que la apelación a las coordenadas holóticas para establecer los predicables de la identidad no es una decisión inaudita, porque en realidad está ya ejercitada por los comentaristas a la Isagogé de Porfirio, comenzando por el propio Boecio, cuando utiliza el término participatio. Santo Tomás, después de haber distinguido los predicables según la esencia, pone a un lado aquellos que expresan la esencia parcialmente (género, cuando la parte es común a otras especies; diferencia, si la parte es exclusiva) y, al otro, a los que la expresan totalmente (la especie). Duns Scoto (Super universalia Porphiri, Q. 12), después de distinguir los predicados in quid e in quale, divide aquéllos en dos tipos: predicados que expresan el in quid parcial (género) y predicados que expresan el in quid total (especie), desplazando las diferencias hacia el in quale. Guillermo de Occam (Expositio Aurea) pone a un lado los predicados que importan algo extrínseco y, al otro, los que expresan algo intrínseco y, entre estos, distingue aquellos predicados que expresan el todo (ya sea en lo que tienen de semejante, especie, ya sea en lo que tienen de desemejante, el género) o la parte. También es cierto que, en otras ocasiones, Occam (Summa..., Cap. XVIII) fundamenta las cinco voces sin acordarse de los todos y las partes.

6. Podemos, por último, también ensayar las posibilidades de determinar el estatuto externo y, sobre todo, el interno de la identidad acudiendo a las coordenadas gnoseológicas, es decir, a las coordenadas desde las cuales pueden ser sometidas a análisis las ciencias categoriales y, por ampliación, otras disciplinas no científicas (tecnológicas o doctrinales). En las ciencias categoriales, en efecto, la presencia de la identidad en sus diferentes determinaciones es indiscutible, si bien no se encuentra igualmente reconocida por las diversas escuelas (la tradición empirista, de Hume en adelante, asignó a la identidad funciones constitutivas en las llamadas «ciencias formales» –la Lógica y las Matemáticas se concebían como «inmensas construcciones tautológicas»–, pero, en [11] en cambio, no conceden gran importancia, o ninguna, a las funciones de la identidad en las ciencias naturales o en las ciencias humanas).

Desde la teoría gnoseológica del cierre categorial, la identidad desempeña un papel privilegiado en la estructura de la diferentes ciencias, en la medida en la cual la identidad sintética es presentada como la clave última de la verdades mismas, al margen de las cuales una construcción científica no se distinguiría de una mera construcción doctrinal no científica. Con esto, no quiere decirse que las partes de las que consta una ciencia positiva hayan de tener que considerarse siempre como verdades; pero tampoco quiere decirse que las identidades que podemos encontrar «disueltas» en las ciencias positivas hayan de serlo siempre del tipo de las identidades constitutivas de las verdades científicas. Y dada la amplitud y heterogeneidad que reconocemos a las partes de una ciencia positiva, tal como es analizada desde las coordenadas del espacio gnoseológico, utilizado por la teoría del cierre categorial (TCC), se comprenderá la plausibilidad de un ensayo que pretende explorar las modulaciones de la identidad, a través de las modulaciones suyas que puedan recogerse en las mallas del espacio gnoseológico. No pretendemos, con ello, sugerir que todas las modulaciones de la identidad queden representadas en los puntos de ese espacio, de suerte que «todo lo que no conste en el sumario, tampoco ha de existir en el mundo». Tan sólo queremos decir, y ya es bastante, que es plausible esperar la determinación de muchas modulaciones de la identidad a través de las coordenadas de espacio gnoseológico.

En cualquier caso, las determinaciones de la identidad que puedan ser registradas en el espacio gnoseológico no tendrán tampoco, salvo algunas, en concreto (las identidades correspondientes a las verdades construidas), por qué considerarse exclusivas de las ciencias positivas. Ellas podían ser compartidas en otros terrenos de la realidad, aunque hayan sido recogidas a través de las construcciones científico-positivas. De hecho, la mayor parte de las determinaciones de la identidad que pudimos establecer desde coordenadas léxicas, semánticas, sintácticas, holóticas, &c. pueden ser puestas en correspondencia con determinaciones registradas desde las coordenadas gnoseológicas.

En resolución, no trataremos de erigir a las ciencias positivas en metros o paradigmas de las modulaciones de la idea de identidad; más bien, tomaremos a las ciencias como prototipos y, sobre todo, como cánones. Pero sin olvidar que estas determinaciones podrán ser exploradas siempre desde otras perspectivas y que ellas podrían arrojar resultados no necesariamente superponibles a los que nosotros hayamos podido obtener.

§ 2. Las «figuras» del espacio gnoseológico como criterio para determinar un sistema de modulaciones de la idea de Identidad

1. Las figuras del espacio gnoseológico, tal como se exponen en la teoría del cierre categorial (vid. Tomo 1 de la TCC, págs. 110-126), no han sido establecidas desde la perspectiva de la idea de identidad, sino desde la perspectiva del análisis de los componentes estructurales de las ciencias positivas categoriales (y, por ampliación, de otras disciplinas no científicas); un análisis llevado a cabo utilizando como canon las estructuras de los «lenguajes de palabras» analizados, a su vez, a escala proporcionada al efecto.

Ateniéndonos a la estructuración de los lenguajes establecida por Bühler o Morris, utilizamos un espacio gnoseológico organizado a partir de tres ejes ortogonales (para sugerir la posibilidad de disociación de cada uno respecto de los otros dos) que denominamos eje semántico, eje sintáctico y eje pragmático.

2. Las «figuras» que puedan determinarse en este espacio podrán tratarse, ya sea en su estado de abstracción genérica (de cada eje respecto de los otros), ya sea en estado de composición (de unos ejes respecto de los demás); composición que equivale a una suerte de especificación de cada figura genérica (descartamos la posibilidad de una composición llevada desde fuera del espacio gnoseológico). Distinguimos nueve figuras abstractas o simples (tres por cada eje) y diversas figuras compuestas, que agrupamos en dos rúbricas (no exhaustivas): principios y modos. Principios y modos son, en efecto, figuras compuestas de segundo orden (porque se toman de un eje proyectado de un tercero); pero hay también figuras compuestas de tres ejes, las más importantes de las cuales son los teoremas.

Como figuras simples del eje sintáctico consideramos los términos, las operaciones y las relaciones; como figuras simples de eje semántico distinguimos los referenciales, los fenómenos y las esencias; y como figuras simples del eje pragmático, distinguimos los dialogismos, los autologismos y las normas.

3. Ahora bien, ni las figuras en «estado simple», ni la figuras en «estado compuesto», pueden considerarse, en general, como modulaciones o determinaciones explícitas, menos aún específicas, de la idea de identidad.

En particular, hay algunas figuras o composiciones de figuras que sí pueden considerarse como modulaciones explícitas de la identidad. Sería obligado referirse, ante todo, al «principio de identidad» utilizado en muchos sistemas de Lógica que, en cuanto tal principio, es una representación explícita de una determinada modulación de la identidad (por más que muchas veces se pretenda que es la representación de toda identidad posible). También los modelos ejercitan determinaciones explícitas, más o menos precisas, de la identidad (por ejemplo, la isología, en los metros y en los cánones).

Hay, sin embargo, una determinación específica de la idea de verdad que se nos anuncia en la figura semántica de la esencia, pero que se realiza en una figura compuesta, a saber, en los teoremas en su calidad de verdades científicas. En la teoría del cierre categorial las verdades científicas tienen como locus propio, no ya el juicio o la proposición, sino los teoremas construidos, y no solamente por medio de demostraciones silogísticas, sino también como resultados de construcciones de otros modos, como pueda serlo el de la clasificación (tal es el caso, por ejemplo, de la verdad de la tabla periódica de los elementos químicos). Pero la verdad gnoseológica se redefine, en la teoría del cierre, como una identidad sui generis; por consiguiente, sería preciso reconocer que la idea de identidad alcanza una determinación específica en el espacio gnoseológico; una determinación que tampoco es unívoca, puesto que admite grados (que se corresponden con las llamadas «franjas de verdad»). [12]

Estos ejemplos serán suficientes para probar la «afinidad» de la idea de identidad con el espacio gnoseológico, a través de algunas de las figuras delimitadas en él; lo que no quiere decir que todas las figuras puedan presentarse como determinaciones explícitas y, menos aún específicas, de la identidad.

4. Sin embargo, no porque las figuras gnoseológicas, simples o compuestas, no puedan considerarse «agotadas» como modulaciones de la identidad, habría que concluir que estas figuras carezcan de todo tipo de afinidad con esta idea, la afinidad suficiente para poderlas utilizar como criterios para poder establecer un sistema de modulaciones. Por ejemplo, a través de la figura de los términos del eje sintáctico, en tanto giran alrededor de símbolos, veremos a la identidad ejercitada de una manera característica, porque es por medio de los símbolos como identificamos a los términos de las ciencias naturales (el símbolo H identifica al término Hidrógeno de la Química clásica). Sin duda, esta ciencia no se ocupa propiamente de los símbolos de los elementos, pero tampoco de los elementos en cuanto están inmersos en el medio natural pues es preciso aislarlos y designarlos por un símbolo, a fin de que, a través de él, puedan ser reconocidos. Otro tanto cabe decir de las restantes figuras antes enumeradas, como detallaremos en el párrafo siguiente.

En resumidas cuentas, tratamos de arrojar sobre la Idea de identidad la malla o retícula constituida por las figuras del espacio gnoseológico, malla que, a su vez, habríamos obtenido a partir de un canon lingüístico proporcionado (sin que por ello podamos considerar garantizada una transitividad puntual de la «malla lingüística» a la identidad: un canon, dado su componente heterológico, no tiene por qué ser transitivo). Por consiguiente, no hay ninguna razón para esperar una adaptación perfecta «como la del guante a la mano» de las figuras gnoseológicas a las modulaciones de la identidad que buscamos determinar mediante la aplicación de esa malla. Pero consideramos suficiente el obtener diferencias entre modulaciones de la identidad que al margen de este tratamiento permanecerían confundidas. Podríamos comparar nuestro procedimiento con el de la tinción, utilizada por los histólogos en el análisis de los tejidos orgánicos, o al de la coloración convencional por ordenador, utilizada por los astrónomos en la elaboración de los mapas astronómicos: ni los histólogos, ni los astrónomos, pretenden que los colores de sus diagramas expresen atributos internos a sus campos respectivos; es suficiente que las diferencias de coloración entre las líneas y puntos trazados en los papeles o en las pantallas sirvan para detectar diferencias en los tejidos o en las galaxias, diferencias que, una vez establecidas (acaso oblicuamente, en unos casos, en escorzo, en otros, o de plano en terceros), serán susceptibles de ser analizados por sí mismos.

§ 3. Clasificación sinóptica de los predicables de la identidad determinables en el espacio gnoseológico

La clasificación más general de las modulaciones de la identidad que se nos impone desde las coordenadas establecidas será la que distinga los predicables sintácticos de la identidad, de los predicables semánticos y, ambos tipos, de los predicables pragmáticos de la identidad.

Esta clasificación, como veremos, nos permite discriminar modulaciones de la identidad muy diferentes en ejercicio (cuanto a sus características y puntos de aplicación), pero que permanecen muchas veces confundidas en la representación o, dicho de otro modo, modulaciones que no han sido «conceptualizadas» por las teorías de la identidad hoy disponibles. Nos permite también reinterpretar como predicables de la identidad a otros conceptos (los modos de la necesidad, de la posibilidad, &c.) desconectados o débilmente conectados con la idea de la identidad.

El concepto de los predicables sintácticos de la identidad nos permitirá agrupar un conjunto de modulaciones de la identidad que contrasta agudamente con las modulaciones pragmáticas y aun con las semánticas. En efecto, mientras que los predicables pragmáticos de la identidad incorporan formalmente la actividad (segundogenérica) del sujeto gnoseológico, los predicables semánticos incorporan a la identidad los contenidos reales, extrasubjetivos (primogenéricos, ante todo), así como los predicados sintácticos de la identidad nos ofrecen modulaciones neutras (en gran medida terciogenéricas), respecto de los sujetos y los objetos manipulados por ellos.

I. Los predicables de la identidad semántica comprenden:

I.1 Los predicables de la identidad fenoménica

Las figuras de los fenómenos nos remitiría a la modulación de la identidad acaso más grosera y primaria (no por ello menos importante) que haríamos consistir en la unidad (abstracta, ya sea la unidad de una singularidad individual, ya sea la unidad de una singularidad específica, ya sea la unidad de una multiplicidad). La unidad no puede equipararse, desde luego, como ya hemos dicho, con la identidad, porque la unidad dice también diversidad, de modo positivo, y no sólo negativo (la «unidad de simplicidad», la del punto geométrico o la de Dios, la consideramos como idea límite); pero acaso la conexión filosóficamente más importante entre las ideas de unidad y de identidad sólo pueda establecerse una vez que se presuponen diferentes modulaciones de la identidad, una vez que se acepta, contra todo residuo de eleatismo, que la identidad es múltiple, porque, entonces, la unidad podría concebirse «internamente» como una suerte de «conjunción» o intersección de identidades; por tanto, no podría considerarse tanto como una identidad primaria, cuanto como una identidad confusa y oscura, es decir, fenoménica.

I.2 Los predicables de la identidad fisicalista

La figura de los referenciales nos lleva a las modulaciones de la identidad que tienen que ver con los cuerpos (los referenciales son eminentemente corpóreos, primogenéricos). Es a través de esta figura como podemos constatar hasta qué punto momentos fundamentales y característicos de la identidad (como pueda serlo el momento sinalógico) están vinculados, precisamente, a los referenciales o, en general, a los cuerpos.

I.3 Los predicables de la identidad esencial

A través de esta figura entraremos en contacto con un conjunto de modulaciones de la identidad que pueden ponerse en correspondencia muy estrecha con los predicables de la doctrina porfiriana, sobre todo cuando en ésta recuperamos sus componentes modales (necesario/contingente, esencial/accidental) que, como dijimos, fueron, más bien, [13] ejercitados que representados; y, principalmente, nos encontraremos aquí con la modulación de la verdad como identidad sintética necesaria.

II. Los predicables de la identidad sintáctica comprenden:

II.1 Predicables de los términos

Los términos de los que consta un campo gnoseológico, son términos enclasados (por ejemplo, cada uno de los elementos químicos es una clase específica de elementos, con múltiples subespecies correspondientes a sus isótopos). La identidad aparece, por tanto, ejercida a través de su modulación de clase distributiva (el análisis químico se ocupa de identificar los elementos constitutivos de una sustancia dada, es decir, de determinar a qué clases pertenecen sus componentes).

Ahora bien, estas modulaciones de la identidad, aunque no sean características de las figuras genéricas de los términos, son, sin embargo, constitutivas de esos términos. Porque los términos son clases y las clases son modulaciones de la identidad. Sin embargo, en tanto que las clases (y no sólo de las clases n-ádicas, sino también de las clases uniádicas, que son las que fueron tenidas en cuenta por la lógica porfiriana) pueden ser reducidas a casos especiales de la teoría de la relaciones, podemos transferir el análisis de las identidades-clases de los términos a las relaciones (que son ya identidades sistemáticas) reservando para los términos aquellas modulaciones de la identidad que sean exclusivas de las figuras de los términos en el contexto de las figuras del espacio gnoseológico, como puedan serlo las modulaciones de la identidad que llamamos «esquemáticas»; porque las identidades esquemáticas se presentan en los términos, sobre todo, en los términos elementales o simples (aunque los términos, sobre todo los complejos, ejerciten también otras modulaciones de la identidad).

II.2 Predicables de las relaciones

Las relaciones gnoseológicas nos llevan inmediatamente a los predicables de la identidad sistemática que son los que agradecen un tratamiento holótico. Y no porque la figura de la relaciones haya de reducirse a las relaciones holóticas, sino porque la identidad que aparece en dichas relaciones, en tanto que se establecen entre términos enclasados en un campo dado, tendrá lugar, eminentemente, a través de esas relaciones holóticas.

II.3 Predicables de las operaciones

La figura de las operaciones nos lleva a determinaciones de la identidad muy precisas, tanto cuando consideramos a las operaciones en general (y entonces la identidad se nos presenta como finalidad proléptica constitutiva de los fines operantis, es decir, del sujeto operatorio), como cuando consideramos a ciertas operaciones que, en particular, proceden como realización explícita de una identidad material dada. (Es el caso de las llamadas operaciones idempotentes o, en general, autoformantes.)

III. Los predicables de la identidad pragmática

El eje pragmático en el que representamos la presencia de los sujetos operatorios en la construcción científica es, sin duda, un lugar privilegiado para explorar estos modelos de la identidad. Podrían, por de pronto, reexponerse a su través determinadas concepciones de la identidad que tienden a considerarla como un simple momento de la actividad subjetual, y no ya como un acto propio de un sujeto divino (el Ipse intelligere subsistens, de los tomistas), sino como acto propio del sujeto humano operatorio. Desde una perspectiva psicológica, y aun psiquiátrica, la idea de la identidad del ego (a veces diferenciada de la identidad personal y de la identidad del grupo) suele utilizarse como una función, con parámetros no siempre explícitos, cuya característica pudiera ser ésta: «reproducción, autosostenimiento en el tiempo, mantenimiento de un rumbo constante frente a las tendencias disgregadoras»; pero, de un modo u otro, se apela a los parámetros objetivos (apotéticos) y, en todo caso, la identidad subjetual no se reduce a una simple relación de isología entre la fases o momentos de la biografía recordada, sino que incluye relaciones sinalógicas entre esas fases o momentos. «El sentimiento consciente de poseer una identidad personal está basado en dos observaciones simultáneas: la percepción de la igualdad a sí mismo [en nuestros términos, una relación de isología] y la continuidad de la propia existencia en el tiempo y en el espacio [en nuestros términos, una relación de sinalogía]». (H. Erikson, Identidad, trad. esp., Taurus, Madrid 1980, pág. 43)

Desde la perspectiva del materialismo filosófico, el sujeto operatorio es, ante todo, un sujeto corpóreo porque sólo de ese modo él puede llevar a efecto operaciones con términos fisicalistas a través de la musculatura estriada (laringe, manos, &c.). Esto no significa que este sujeto no haya de ser tratado desde una conceptualización de orden segundogenérico (que es inseparable, aunque sea disociable, de los contenidos primogenéricos, así como recíprocamente, [14] como ocurre en el proceso de «identificación de un cadáver»). Los autologismos, que constituyen la primera figura (o familia de figuras) del eje pragmático, no se dan conceptualizados mediante formulaciones hipostasiadas («reflexión del sujeto sobre sí mismo»; cogito, ergo sum), sino delimitados a partir de identidades materiales determinadas. Un autologismo sólo será delimitable cuando ocurra que una identidad objetiva, por ejemplo, la que media entre el límite de integración de la función y=ax, ∫axdx y la fórmula (1/log La)∙ax+C, no pueda ser establecida al margen de la consideración de las concatenaciones sucesivas del sujeto operatorio en las que él se mantiene presente (en términos psicológicos: «yo recuerdo» que la fórmula que expresa la derivada de la función es la función y' = axLa). Dicho de otro modo, los autologismos nos ponen delante de aquellas situaciones en las cuales la identidad entre los términos objetivos dados no podría establecerse si el sujeto operatorio fuera segregado o neutralizado, porque es su propia operación la que vincula sintéticamente los términos identificándolos (sin que ello signifique que cree o ponga la identidad entre ellos, puesto que esta identidad está determinada por esos mismos términos, pero sólo en tanto el sujeto los pone en conexión). En cualquier caso, y sin perjuicio de que los autologismos permitan establecer determinadas identidades que, sin embargo, son de naturaleza parecida a otras identidades de la misma especie que puedan darse por otros cauces, conviene tener en cuenta algunas especies de modulaciones de la identidad que se constituyen, precisamente, a través de los autologismos. Por ejemplo, y principalmente, las que en otras ocasiones hemos llamado «universales noéticos»: el objeto universal, por ejemplo, el concepto de mesa, no lo consideraremos ahora multiplicado distributivamente en diferentes singularidades objetivas individuales o numéricas, con la cuales aquel contenido se identifica, sino que lo consideraremos multiplicado distributivamente en los diferentes sujetos operatorios que lo construyen o lo perciben.

§ 4. Los predicables semánticos de la identidad

Tanto en los autologismos, como en los dialogismos, tendrán lugar modulaciones de la identidad específica, ente distintas de las que aparecen en los universales noéticos y esto sin perjuicio de que las identidades noéticas hayan de estar de alguna manera siempre presentes como referencias de la misma interacción dialógica. Los dialogismos nos ponen delante de una modulación de la identidad mucho más compleja: la que consiste en la sustituibilidad de unos sujetos por otros en el proceso de la interacción; la capacidad de un sujeto de «ponerse en el punto de vista del otro» en el momento de confrontar sus construcciones, porque esta sustituibilidad manifiesta una identidad sui generis entre los sujetos operatorios que interactúan en un proceso dialógico.

Por lo que se refiere a las normas pragmáticas que se hacen consistir en las reglas establecidas por la llamada Lógica formal –lo que equivale a decir que los principios de la lógica formal no son tanto principios ontológicos, «expresión de la trama del mundo anteriormente a su creación», cuanto reglas por las que se gobiernan los símbolos, utilizados por los sujetos (de los procesos autológicos y dialógicos)– es obvio que las modulaciones de la identidad podrán presentarse como modulaciones específicas, por ejemplo, en todo cuanto tenga que ver con las estructuras autoformantes.

1. La unidad como identidad fenoménica

A través de las figuras de los fenómenos la identidad se nos presenta, según hemos dicho, como «identidad fenoménica» y es esta modulación de la identidad la que interpretamos, por los motivos que exponemos a continuación, como unidad. Obviamente, esta interpretación presupone una determinada concepción de la unidad y, por supuesto, de la identidad. Hemos de arriesgarnos a situar nuestras posiciones en coordenadas históricas, por generalísimas que éstas sean y, por cierto, delimitadas desde la misma concepción de la unidad y de la identidad que presuponemos; queremos decir que estas coordenadas históricas se desdibujan en el momento en que adoptemos otros presupuestos. Serían las siguientes: (a) De una parte, una tradición de estirpe monista, eleática, que se manifiesta por la tendencia a escoger la identidad como idea primitiva. A esta tradición se aproximarían, acaso, algunos herederos de El Sofista platónico, por ejemplo, Plotino, con su doctrina del Uno. Esta línea correría, también, a través de una tradición escolástica que antes hemos citado a propósito del primado del «principio de identidad». Pero el mismo Descartes, con espíritu eleático, hacía descansar su principio de «conservación de la cantidad de movimiento» (una modulación del principio de identidad) nada menos que en la inmutabilidad divina (Principia Philosophiae, Parte II, XXXVI). (b) De otra parte, la tradición pluralista que se expresaría, en este punto, por la tendencia de definir la identidad a partir de la unidad, vinculada, a su vez, al Ser, entendido no en sentido monista, sino pluralista, implícito en el concepto de analogía. Esta tradición habría llevado, por ejemplo, a Suárez a considerar a la célebre formulación de Antonio Andrea, que antes hemos citado, como tautológica y vacía.

En la medida en que el materialismo filosófico es un pluralismo, se inclinará por el primado de la unidad, referida, sobre todo, a las esencias (o sustancias plurales), antes que por el primado de la identidad. Poner a la unidad en primer lugar, en cuanto atributo del Ser, significa, ante todo, que la [15] unidad no es una idea o forma exenta, sino sincategoremática (como lo es también la igualdad o la congruencia); y que, así como carece de sentido hablar de igualdad o de incongruencia en abstracto, si no se determina la materia o el parámetro k al que se refieren (A=kB), así tampoco «unidad» significa nada si no va vinculada al Ser, pero a un Ser pluralmente entendido, como, pongamos por caso, unidad-soldado, o como unidad-pelotón (de soldados); o si se quiere, la unidad constituida por un átomo de rubidio, o bien la entidad única «superátomo», constituida por un efímero conglomerado de unos dos mil átomos de rubidio enfriados hasta las proximidades del 0 absoluto, hasta alcanzar el llamado «estado condensado». Antes que la afirmación «todo ser es uno», nos interesará la recíproca «todo lo que es uno es ser, y ser determinado» dentro de una pluralidad originaria.

La unidad no solamente une, sino que también separa; de la misma manera a como las infinitas rectas del plano que pueden recibir universalmente la relación de paralelismo (de cada una de ellas con otras rectas también infinitas en número); no quedan unidas por la unidad que a todas ellas conviene, en tanto participan de esa misma relación de paralelismo. Porque la universalidad de la relación de paralelismo no es conexa y, por ello, las infinitas rectas resultan estar separadas en las clases disyuntas de rectas constituidas por los haces de rectas paralelas, que también son infinitos en número.

La idea de unidad no es unívoca, sin perjuicio de lo cual esta idea ha de poder aplicarse a todos los entes del mismo modo. Pero sólo si la propia idea de unidad no es una idea simple, sino compuesta, podría aplicarse del mismo modo sin anular su multiplicidad.

La idea de unidad no es simple, en efecto, sino compleja y al menos ha de constar de dos componentes o momentos de cuyas «proporciones» puedan resultar las variedades de la unidad de los entes. Pero los componentes de esa complejidad ya no podrían considerarse ellos mismos como acepciones de la idea de unidad, porque, en tal caso, la idea unitaria o común (no unívoca) de unidad se rompería, haciéndose equívoca, respecto de tales acepciones.

Nuestro análisis cree poder determinar los dos componentes o momentos constitutivos de la idea de unidad, y los denomina, el momento isológico y el momento sinalógico de la unidad. Este análisis de la unidad puede considerarse como desconocido prácticamente por las diferentes tradiciones que se han ocupado de la idea de unidad. Podía ser «cómodo», sin duda, referirse a estos dos momentos de la unidad como si fueran dos acepciones bien diferenciadas del término, sin perjuicio de la posibilidad de su composición en casos concretos. La unidad que media entre dos soldados, o dos globos, o dos círculos, la consideraríamos como ejemplos de una unidad en su acepción isológica; pero la unidad que media entre las partes constitutivas de esas unidades dadas (los órganos, las células, &c. de cada soldado, la cesta y la lona de cada globo, los círculos o diámetros de cada círculo) la consideraríamos como una unidad sinalógica.

Sin embargo, esto nos plantearía un problema sin salida, o un proceso ad infinitum; porque la unidad que cubriera a esas dos acepciones de unidad ya no podría ser ni isológica ni sinalógica, sino de un tercer tipo. Detendríamos, por anástasis, este planteamiento insoluble, rechazando la consideración de los momentos de la idea de unidad como acepciones de esta idea, y los concebiremos como momentos inseparables de la idea de unidad, una inseparabilidad que no excluye su disociabilidad. Disponemos, además, de un concepto capaz de expresar la intrincación entre estos dos momentos: es el concepto de «conjugación de conceptos». Isología y sinalogía podrán ser vistos como conceptos conjugados, de forma tal que la idea de unidad se hiciera consistir en esa conjugación (lo que implica, además, rechazar la hipótesis de la irreducibilidad de la sinalogía a la isología, o recíprocamente, así como la hipótesis de la refundición de ambos momentos en un tertium, que se haría corresponder con el unum original; por supuesto, rechazamos también la hipótesis de la mera yuxtaposición. Vid., «Conceptos conjugados», en Pelayo García Sierra, op. cit.)

La conjugación de estos dos momentos de la unidad explica también la posibilidad de hablar de una dualidad (a la manera de la Geometría Proyectiva) entre la isología y la sinalogía, porque es la misma conjugación la que nos permitiría ver en este caso la idea de unidad como una isología entre términos sinalogados, o bien, alternativamente, como una sinalogía entre términos isologados. Por lo demás, la isología tampoco es unívoca (puede haber isología en color, en velocidad, en morfología...), ni tampoco la sinalogía (hay sinalogía de vecindad, de continuidad, de contigüidad; o bien, sinalogía circular entre puntos vecinos, o abierta, como hay sinalogía de partes abiertas o sucesivas entre las fases de las causas y los efectos).

En conclusión, como la unidad, aplicada necesariamente a una materia k, dirá tanto algún tipo de isología entre partes sinalogadas de la materia o sujeto al que se aplica (por ejemplo, la unidad de un soldado dice isología entre sus células, tejidos, &c., pero sin que ello nos autorice a reducir sus relaciones sinalógicas, como un caso de isología en vecindades, porque la vecindad ya rebasa el concepto de isología), como sinalogías entre partes isológicas que la unidad determina. No sería posible citar ningún caso de isología pura, al margen de las relaciones sinalógicas, ni tampoco ningún caso de sinalogía pura, al margen de cualquier de tipo de relaciones isológicas. La idea de extensión pura contiene un momento sinalógico (expresado en la fórmula: partes extra partes) y un momento isológico (que puede hacerse consistir en la misma extensividad y divisibilidad recurrentes de las partes extendidas). Un ser simple, como el punto geométrico de Euclides, o el Dios de los teólogos, no es un ser uno, precisamente porque al no tener partes sinalógicas, no puede tampoco existir isología entre ellas. El punto, o Dios, no son unidades, sencillamente porque no son entes, sino límites negativos de un cierto género de entes o de su conjunto. Tampoco sería posible una unidad puramente sinalógica, sin ningún tipo de isología entre sus partes, como sería el caso de la sucesión infinita de causas y efectos sinalógicamente vinculados, pero sin repetición alguna (siguiendo la hipótesis sugerida por Gabriel Tarde). Como idea límite de unidad podíamos citar la de una unidad que sólo constase de una única isología-k (y no de múltiples) y de una sola sinalogía-s (y no de múltiples). Advertimos que este límite no es la simplicidad, porque las partes sinalógicas son múltiples o incluso infinitas, aunque la isología entre ellas fuera siempre la misma de modo uniforme. Acaso la idea más próxima a esta idea límite sea la idea de extensión pura o res extensa infinita, una idea que se expresa en la res extensa cartesiana, o en las formas a priori del [16] espacio o del tiempo de Kant. De donde puede inferirse, si nos replegamos, por anástasis, de este límite de la unidad, que la idea de unidad ha de aplicarse a múltiples entes (rocas, animales, rebaños, astros, constelaciones...) o, dicho de otro modo, que los contenidos o parámetros de las sinalogías y de las isologías han de ser también diferentes (este «repliegue» estaría representado, en el sistema cartesiano, por la «inyección» del movimiento a cargo de Dios, en la res extensa, si interpretamos como efecto formal de tal «inyección», no tanto la recepción global, metamérica, por parte de la materia, de una cantidad constante de energía, sino la diferenciación diamérica, aun sin perder la continuidad mutua –si no se admite el vacío– de unas «regiones de la materia en torbellino», respecto de las otras). Habrá que concluir, por tanto, que la idea de unidad k de un ente contiene necesariamente la pluralidad o multiplicidad de las partes sinalógicas que constituyen al ente considerado uno, sino las partes de su entorno con respecto de las cuales habrá variado la materia de la sinalogía (por ejemplo, en los cuerpos, el vacío atmosférico, u otra «solución de continuidad» entre los cuerpos).

La inseparabilidad absoluta entre la isología y la sinalogía no excluye su disociabilidad relativa, según hemos dicho. El momento isológico de una unidad material k dada es inseparable de todo género de sinalogía, pero no de alguno en particular, y recíprocamente. Por ejemplo, entre los organismos vivientes, las llamadas relaciones de analogía entre partes suyas, son, fundamentalmente, isologías funcionales (por ejemplo, las relaciones isológicas entre las alas de un insecto y las alas de un ave), en tanto que disociadas de relaciones sinalógico-embriológicas entre tales órganos. Mientras que las llamadas relaciones de homología entre partes suyas, por ejemplo, la aleta de un pez y el brazo de un mamífero son sinalogías porque ambas proceden de tejidos comunes que se han especializado en funciones diferentes. En realidad, la cuestión es algo más compleja, pues no cabe poner en correspondencia simple la homología con la sinalogía y la analogía con la isología. La homología (si además no es analógica) se basa, desde luego, en conexiones sinalógicas, pero de los órganos homólogos con sus precursores efectivos: la homología es una isología entre sinalogías paralelas (isológicas), por ejemplo, la sinalogía sucesiva (transformativa) de las alas de un ave y de los brazos de un primate (respecto de un tetrápodo reptiliano precursor). La analogía (no homóloga) dice relación de isología (de función o de morfología, por ejemplo la que existe entre el ojo de un cordado y el ojo de un cefalópodo), pero excluye la isología de las relaciones de sinalogía sucesiva transformativa: el ojo del vertebrado deriva del encéfalo (salvo el cristalino, que deriva de la piel), mientras que el ojo del cefalópodo deriva de la piel.

Por otra parte, tendría algún sentido afirmar que los dos momentos que reconocemos en la idea de unidad, la isología y la sinalogía, fueron ya tradicionalmente tratados, si bien refractados y distorsionados a través del prisma psicológico constituido por el concepto de asociación (de imágenes, de ideas), bajo la forma de las «asociaciones de semejanza» (bajo cuya rúbrica se contenían las igualdades, la congruencias, &c.) y las «asociaciones por contigüidad» (bajo cuya rúbrica se contenían sinalogías dadas en el espacio y en el tiempo), respectivamente.

La idea de unidad, entendida de acuerdo con la tradición, aunque interpretada en coordenadas materialistas como un trascendental que afecta a todos los entes (porque ninguno de ellos serían tales entes –primogenéricos, segundogenéricos, terciogenéricos– si no fueran unos), no se reduce, por tanto, a la idea de identidad, ni recíprocamente. El ser uno (es decir, la unidad de un organismo o la de un rebaño) no dice, por sí misma, identidad, aunque no sea más que porque dice, formalmente, diversidad. Y no sólo diversidad de separación, es decir, de negación de lo otro (ser uno es no ser lo otro, estar separado o disociado, con una mínima claridad de los demás), también diversidad de las partes reunidas en la composición, porque ser uno es tener indivisas sus múltiples partes (por ello, el ser simple es inconcebible). La unidad del ente se nos muestra, por tanto, en un determinado grado de claridad («una idea es clara, no oscura, cuando basta para hacer reconocer, distinguiéndola de las demás, la cosa representada») y en un determinado grado de distinción («una idea es distinta, no confusa, cuando pueden enumerarse sus elementos, cuando es posible su definición»). Según esto, la claridad y la distinción, entendidas de este modo (no muy lejano al modo leibniciano), son constitutivas de la unidad de un ente (estructura o proceso) y no son aspectos separables suyos, aunque sean disociables, en la medida en que los grados de claridad, según parámetros determinados, puedan variar, en ocasiones, con cierta independencia de los grados de distinción. La unidad de un organismo no puede mantenerse al margen del medio en el que vive, como la unidad de un sistema termodinámico es inseparable del medio en el que está inmerso. Entre el sistema y el medio hay un nexo sinalógico indisoluble o necesario (una sinexión), pero esta unidad sinalógica no implica identidad, sino, precisamente, diversidad entre el sistema termodinámico (el organismo) y el medio; de la misma manera que la unidad sinectiva entre el anverso y el reverso de una medalla, o la unidad sinectiva entre la corriente eléctrica que pasa por el hilo y el campo magnético que induce, no autoriza a hablar de identidad entre el anverso y el reverso, o entre la corriente y su campo magnético perpendicular. Tampoco la unidad sinalógica constituida por el «encaje» o «engranaje natural» de la cabeza de un fémur y su acetábulo, implica identidad entre el fémur y el hueso pelviano correspondiente; en cambio, existen isologías entre las cabezas y los acetábulos enantiomorfos del mismo esqueleto y, por supuesto, de esqueletos de la misma especie.

Ahora bien, que la unidad no sea identidad no significa que la identidad haya de entenderse como una determinación «sobreañadida», acaso como una denominación extrínseca, a la unidad del ente presupuesto (y tendríamos que entenderla así, si la unidad o la identidad fueran ideas simples). Pero, según hemos expuesto, ni la unidad es simple, ni tampoco lo es la identidad (tampoco las identidades son idénticas entre sí). La tesis fundamental del materialismo pluralista al respecto, es la que establece que en cada unidad que afecta a un ente están siempre «actuando» diversas modulaciones de la identidad, si bien confusa y oscuramente.

Esto supuesto, cabría decir que la identidad, más que añadir alguna determinación a la unidad, suprime o abstrae determinadas modulaciones confusamente incluidas en ella; o, si se prefiere, ejercitadas en ella. Esto nos permite afirmar el carácter intrínsecamente dialéctico (negativo) de la identidad, respecto de la unidad, lo que constituye una interpretación característica del lema omnis determinado est negatio. Porque, al determinar la identidad de un ente, no estaríamos tan sólo negando a otros entes (a otras unidades), sino también a otras modulaciones de la identidad contenidas [17] confusamente en la unidad dada, pero de diverso modo, y con las «cortaduras» propias de la symploké correspondiente. Desde esta perspectiva, la identidad se nos muestra como una selección y como una oposición a otras modulaciones de la identidad que atraviesan la unidad que se trata de identificar. Esta oposición, cuando se trata de identificaciones β-operatorias pragmáticas, que tienen que abrirse camino ante otras identificaciones que la amenazan, puede tomar la forma de una reivindicación (como es el caso de la reivindicación de la unidad de un pueblo, siempre frente a otros). Precisamente, la dificultad, implícita en todo proceso de identificación de una unidad dada, deriva del hecho de que esta unidad puede mantener relaciones sinalógicas necesarias de inseparabilidad (sinexiones) o, al menos, convenientes con otras unidades distintas del mismo o de diferente rango. Así, la identidad de un órgano (la identidad del hígado de un vertebrado) puede ser reivindicada, o bien frente a la identidad de otras partes (morfológicas, funcionales) del organismo (el corazón, el cerebro), o bien frente a la identidad del organismo como un todo, en el sentido de que se postule la viabilidad de su segregación (separación) respecto del organismo considerado como un todo numérico ya sea en el sentido de una explantación de cualquier organismo, ya sea en el sentido de una explantación orientada hacia la implantación en otros organismos de la misma especie, género, orden, clase, &c.

Puede decirse, por tanto, que la identidad, así entendida, está contenida en la misma «unidad» del Ser, aunque de un modo oscuro y confuso. Sería, entonces, posible definir la identificación como una determinación del grado de claridad y distinción en el que nos es dada una unidad previa. Por decirlo así, la identificación no «trabaja en el vacío», ni tampoco sobre un caos, sino a partir de una unidad fenoménica previamente dada; «identificar» esta unidad equivaldría a determinar, en grados de claridad y distinción más altos, dentro de los márgenes elegidos, la unidad de partida. Identificar algo no es, pues, crearlo ex nihilo, ni sacarlo del caos, sino redefinir su unidad, dada en un grado determinado de oscuridad y confusión, en un grado más preciso de claridad y distinción, precisando las coordenadas de las unidades de su contexto y la estructura de sus partes constitutivas. Y esta identificación puede determinar la «corroboración» de la unidad, incluso en los casos en los cuales la identidad de una unidad fenoménica dada se constituya a través de la inserción o subsunción en una totalidad envolvente (la unidad del hígado de un vertebrado se constituye y corrobora a través de su identidad como órgano de un individuo viviente enclasado como pez, reptil, anfibio, ave o mamífero).

Distinguimos dos grandes grupos de modulaciones de la identidad, a partir de los dos componentes conjugados que venimos reconociendo en la unidad y que la identidad tiende a disociar, con referencia a materiales o parámetros determinados: el grupo de las identificaciones autológicas (que siempre tienen que ver con las sinalogías) y el grupo de las identificaciones isológicas (que tienen que ver con las isologías). En la tradición aristotélica, la identificación autológica se correspondía con la idea de «sustancia primera»; por tanto, se correspondía con la unidad sustancial; mientras que la identificación isológica, se manifestaba, principalmente, en la forma de una identidad esencial (a veces denominadas sustancias segundas). Entre los elementos de una misma especie se establecía la relación isológica de igualdad, o de semejanza, que sería preciso distinguir de la identidad, al menos en tanto que no se tomase en cuenta el momento de la reflexividad (así Husserl, Investigaciones lógicas, II, §3: «Donde quiera que existe igualdad hallamos también identidad en el sentido estricto y verdadero... la identidad es indefinible. En cambio, la igualdad es la relación de los objetos que pertenecen a una y la misma especie»). Sin embargo, habría que restringir la tesis de Husserl al campo de las relaciones de igualdad interna (determinada en los contextos pertinentes), porque las igualdades externas (aleatorias, por ejemplo) no implican identidad; por ello, en los casos ambiguos, suele preferirse hablar de identidad y no de igualdad, acaso para sugerir que la igualdad tiene «una razón suficiente», aunque nos sea desconocida («los individuos pertenecientes a un mismo pueblo tienen identidad de lengua» es una frase que expresa que ellos no se limitan a «hablar en igual lengua», como si fueran extranjeros).

La interpretación sustancialista de las identidades autológicas, así como la interpretación esencialista (específica, genérica) de las identidades isológicas, encierra un gran peligro cuando se sobrentiende, de acuerdo con la metafísica sustancialista o esencialista, que la identidad sustancial agota al individuo singular de una especie que, a su vez, tendrá que ser entendida al estilo megárico. Desde las coordenadas del materialismo filosófico, las identidades sustanciales no agotan al individuo, sino que constituyen solamente una determinación de su unidad, por medio de una identidad material k. Por ello, cada individuo,o cada singularidad individual, no es tanto una unidad-sustancia, cuanto una identidad seleccionada dentro de una symploké de identidades constitutivas de su unidad. Por ello, la identidad sustancial de un ente cuya unidad sinalógica se mantiene (autológicamente) en sus transformaciones morfológicas (por ejemplo, en la metamorfosis del gusano en mariposa desaparece la mayor parte de las relaciones de isología entre partes [18] homólogas, pero subsiste la continuidad sinalógica sucesiva de sus partes transformadas las unas en las otras). Por ello, la identidad sustancial no tiene por qué ser siempre pensada al modo aristotélico, como la identidad estática invisible que permanece debajo, invariante en el cambio, sino como la identidad global de la unidad sinalógica del organismo en sus fases sucesivas. El caso opuesto a esta identidad autológica global es el de la identidad autológica de la identidad estructural singular (no específica) del barco de Teseo (Pausanias, II, 31.1) que es invariante en su morfología global, pero ha mudado todas sus partes formales (su singularidad se manifiesta en la imposibilidad de poner frente a frente, como si fueran dos barcos numéricamente distintos, los diferentes conjuntos de piezas empleados).

En cualquier caso, la igualdad autológica, en cuanto igualdad interna, no ha de confundirse con la igualdad isológica. Aquella deriva de identidades autológicas (la que se expresa mediante el término mismo, en cuanto traduce al autós griego); identidades autológicas que no tienen por qué ser sustancias en el sentido aristotélico (si se las llama sustancias es por pura ampliación del término), sino unidades sinalógicas reflexivizadas, a través de una isología, entre los momentos de su desdoblamiento. Como ejemplo, podríamos citar el caso de la identidad autológica entre el cateto de un triángulo rectángulo y la base del cuadrado construido sobre él. Decimos que el segmento de recta que constituye el cateto es el mismo (es decir, idéntico autológico, autós) que el que sirve de base al cuadrado de referencia; de otro modo, que el triángulo rectángulo y el cuadrado de referencia intersectan en un mismo segmento de recta y se identifican autológicamente a través de él (mientras que la identidad entre el lado base del cuadrado y cada uno de los otros lados es, salvo el punto de intersección, sólo identidad isológica, es decir, igualdad). La intersección entre cateto y lado base es una unidad sinalógica, pero desdoblada (reflexivizada) por estar incorporada simultáneamente a dos estructuras diferentes, el triángulo base y el cuadrado. Este desdoblamiento, además, incluye una isología establecida entre el segmento-cateto de la recta al que pertenece y el mismo en cuanto lado del cuadrado: la reflexividad, como desdoblamiento, no es, por tanto, sólo noética (resultante de la repetición de la operación con un término en sí mismo considerados, sino objetiva, porque tiene lugar mediante la inserción de este mismo segmento de figuras objetivas diferentes.

2. La identidad fisicalista o corpórea

Las figuras gnoseológicas de los referenciales nos llegan a una modulación de la identidad de importancia decisiva en la conformación tecnológica y científica del mundo. Es la identidad fisicalista, manifestada como singularidad corpórea (primogenérica). El privilegio de esta modulación de la identidad (que acaso se consolidó en nuestra etapa cazadora, cuando el objetivo de toda la acción humana consistía en rodear y aislar a un animal de escala análoga al grupo humano) estriba, ante todo, en su coordinación con la misma actividad del sujeto operatorio. Es obvio, dada la naturaleza «quirúrgica» de estas operaciones (las del sujeto operatorio corpóreo), que estamos ante operaciones de separación y aproximación de cuerpos dados, sin duda, a una escala morfológica determinada: puedo desplazar el planeta Tierra aplicando operatoriamente la fuerza de millones de individuos humanos dando una paso adelante en el mismo instante, pero no puedo operar por debajo de cuerpos de menos de un nanómetro de radio. El privilegio de las identidades fisicalistas no se agota, sin embargo, en esta su vinculación a la operatoriedad de los sujetos gnoseológicos, porque su importancia no consiste únicamente en ser «punto de partida» para poder elevarse a la determinación de leyes universales; consiste en ser también el «punto de llegada» de esas leyes universales que, en sí mismas, carecerían de interés o incluso habría que considerar vacías. Esto puede advertirse claramente en los casos en los cuales la universalidad afecta a la característica f de una función y=fdx, porque esta característica universal (pongamos por caso: «todas las personas humanas tienen un padre natural») sólo mantiene su significado y su interés cuando se desarrolla sinalógicamente en valores individuales, cuyas identidades fisicalistas han de suponerse definibles (en el ejemplo: «dada una persona Nk identificar, mediante una prueba genética de paternidad, cuál es la persona de su padre Nk»).

Las identidades corpóreas son primogenéricas, lo que no significa que toda materia primogenérica sea corpórea. Suponemos que los cuerpos son tridimensionales, es decir, que los espacios n-tridimensionales, para n ≠ 3, son entidades matemáticas y no físicas, sin perjuicio de que algunas identidades físicas, como la cuerdas, sean consideradas como unidimensionales. Y lo suponemos, no ya en virtud de pretendidas razones que casi siempre piden el principio (como la que ofreció Poincaré: la tridimensionalidad del mundo físico deriva de la tridimensionalidad de nuestro ojo que lo contempla), sino en virtud de la misma definición de cuerpo: un cuerpo que no fuera tridimensional no sería cuerpo. Pero hay materialidades primogenéricas incorpóreas. La posibilidad de una materialidad primogenérica incorpórea, desconocida por la tradición de la «izquierda aristotélica» (que, sin embargo, reconocía erróneamente materialidades corpóreas distintas de las terrestres, a saber, las que supuestamente constituían la corporeidad de los astros), fue abierta por la tradición tomista al distinguir el cuerpo respecto del accidente de la cantidad, para poder explicar la transustanciación y el Cuerpo Glorioso. En la física actual, sobre todo a través de la introducción del concepto del éter electromagnético, y todavía más a través del concepto de vacío cuántico, o «vacío de Planck», pero también a través de las ondas gravitacionales einsteinianas (h=g-g0), en tanto están determinadas por una masa corpórea que deforma el espacio-tiempo (y que algunos físicos conciben, sin dejar de considerarse como físicos materialistas, como una «onda inmaterial») las materialidades físicas incorpóreas parecen haber tomado carta de naturaleza en el campo de la física.

El cuerpo físico es, además, un cuerpo en movimiento en el espacio-tiempo (el cuerpo geométrico puede moverse, pero de suerte que en sus movimientos el tiempo quede abstraído). Por este motivo, el cuerpo no es sólo la res extensa cartesiana, ni siquiera la res extensa dotada ab extrinseco de una cantidad de movimiento constante, y ello porque, aun supuesto ese origen extrínseco del movimiento, el movimiento carecería de efectos o características físicas si se distribuyese uniformemente por la res extensa global. Sólo si el movimiento afecta a unas partes, según ritmos diferentes a como afecta a otras, por ejemplo, en los torbellinos, podríamos apreciar el significado de un cuerpo físico como entidad corpórea finita que ha de estar necesariamente inmersa entre otros cuerpos también finitos, de suerte que entre ellos medie solución de continuidad-k (no se trata de un vacío absoluto, entendido como un no-Ser, sino de un vacío atmosférico o electromagnético, &c.). La hipótesis de un cuerpo finito aislado en el espacio tridimensional vacío infinito [19] (a la que se aproxima la hipótesis del «hombre volante» de Avicena) es absurda físicamente, porque ese cuerpo aislado único no podría moverse, ni tampoco mantenerse en reposo, desde el momento en el que el movimiento o reposo de un cuerpo es sólo relativo a otros cuerpos del sistema y no sólo porque éstos se tomen como referencia.

El concepto de cuerpo físico, en cuanto implica a otros cuerpos, requiere, por tanto, una solución de continuidad sinalógica (un «vacío» entre ellos), de suerte que el cuerpo de referencia quede separado de los demás. Dicho de otro modo: un cuerpo ha de poder mantener relaciones apotéticas con otros cuerpos diferentes, lo que implica un sujeto operatorio capaz de establecerlas. Lo que significa que el cuerpo se nos hace presente, ante todo, como un «bulto», como una morfología fenoménica. Pero esta morfología fenoménica es la que está implicada en las operaciones de los sujetos corpóreos, y no sólo en las operaciones científicas, sino en general (cuando Romeo se aproxima a su amada, deseando unirse sexualmente con ella, lo hace en función del fenotipo corpóreo de Julieta; por decirlo así, con permiso Dawkins y sus «genes egoístas», Romeo se enamora del bulto de Julieta –bulto de vultus, rostro–, pero no se enamora de los óvulos, invisibles a simple vista, contenidos en sus ovarios: lo que nos permitiría concluir que las interacciones morfológicas moleculares no parecen gobernarse con total independencia de las interacciones etológicas).

La escala según la cual se constituyen los cuerpos conformados no puede ser deducida del simple concepto de cuerpo en movimiento; parece que esta escala tiene que ver con las medidas del cuerpo humano, o con el de los animales, con los cuales él es capaz de enfrentarse operatoriamente (acaso, en principio, como cazador). El llamado «principio antrópico» debiera, antes de entrar en su discusión, cambiar el nombre por el «principio zoológico». Hay un «dialelo zoológico» (y, por supuesto, antropológico) porque sólo podemos «deducir» a los cuerpos conformados (i.e. a escala operatoria) de los animales y de los hombres si partimos ya de ellos, y de otros cuerpos, por tanto, si comenzamos in medias res. Esto no quiere decir que haya que postular a los cuerpos conformados que constituyen nuestro mundo (el Sol, los astros, &c.) como entidades sustanciales originarias (eternas, al modo de Aristóteles, o puestas desde el principio por Dios, como condiciones iniciales de las ecuaciones de la Mecánica, al modo de Newton); quiere decir, que el intento de deducir los cuerpos a partir de entidades incorpóreas (operatoriamente), aunque sean postuladas como materiales y aun corpóreas o tal es el caso de los átomos de Demócrito, aunque se llamen «corpúsculos», o las «partículas planetésimas» de Kant, o los electrones o los quarks de Gell-Mann), no puede jamás interpretarse como una construcción originaria, porque el «dialelo corpóreo» obligará a interpretarlas, a lo sumo, como una reconstrucción, como un progressus aparente tras un regressus que no tendría retorno posible, si no fuera porque su punto de llegada no era otro sino su mismo punto de partida.

Por lo demás, que los cuerpos conformados no sean sustancias (una per se), ni unidades eternamente dadas (como si fueran átomos de Demócrito, pero macroscópicos), no significa que la relación entre sus partes hayan de ser siempre contingentes. Y si no lo son, es en la medida en que admitimos que esos cuerpos se atienen a determinados principios que giran, precisamente, en torno a la identidad fisicalista, es decir, a una identidad de los referenciales corpóreos, que implica: (1) la solución de continuidad sinalógica (determinada a una materia k) del cuerpo que se desplaza respecto de otros cuerpos del sistema y (2) la unilocación del cuerpo dentro del sistema en cada instante de su trayectoria. La unilocación no es, según esto, una posibilidad entre otras de un cuerpo identificable, sino un componente de su propia identidad. Por incompatibles con ella, rechazamos las situaciones de multilocación no circunscriptiva de los cuerpos, tantas veces propuesta en los relatos míticos (sobre Pitágoras, sobre Apolonio de Tyana, sobre Cagliostro). Más aún: la tradicional formulación metafísica, por no decir indeterminada, vaga, del principio de identidad («lo que es, es idéntico a sí mismo») encuentra una correlativa expresión no tautológica en el principio de unilocación de los cuerpos: «el cuerpo que se encuentra, en un instante dado, en una posición determinada en un sistema de otros cuerpos, no puede encontrarse simultáneamente en otras posiciones del sistema»; principio que sigue siendo válido en la «hipótesis ergódica» de una partícula cuya trayectoria, circunscrita a un recinto dado, llene todas las partes del espacio con una distribución uniforme. Y esto permite formular, «iconográficamente», el principio de no contradicción, no ya a través del funtor negación, sino a través del funtor incompatibilidad, porque ahora la incompatibilidad irá referida a la comparecencia de la misma mención p en dos lugares diferentes: p/p=Ø.

La identidad sustancial implica continuidad sinalógica (negación de solución de continuidad) del cuerpo de referencia en los sucesivos estados que alcanza en su desplazamiento. Por ejemplo, la identidad orgánica (de un organismo individual) implica continuidad sinalógica determinable, en muchas ocasiones por la que podríamos llamar «regla de Letamendi» en honor al ilustre médico español que la propuso hace ya más de un siglo: «son partes de un mismo organismo aquellas por las cuales no es posible pasar un bisturí sin cortar» (la regla no implica la recíproca: el bisturí «pasa» sin cortar entre las paredes del «medio interno» del organismo). Y, en cualquier caso, la unidad orgánica, determinada según el criterio de Letamendi, no implica la identidad de las personas eventualmente asociables a un organismo individual, como es el caso de los organismos constituidos por siameses inseparables.

El principio de continuidad constituye la expresión más plena de la identidad fisicalista, sin necesidad de apelar a una «sustancia invariante» en los cambios, por cuanto la continuidad sinalógica es compatible con las variaciones morfológicas del cuerpo, con su metamorfosis. Y se opone a la posibilidad de referirse a un mismo o idéntico cuerpo (por ejemplo, un electrón) supuesto que éste hubiera sido aniquilado en el momento en el que desaparece de nuestra percepción y es vuelto a crear ex nihilo en el momento en que reaparece ante ella, según la hipótesis de Berkeley (recuperada en algunas hipótesis de la física cuántica idealista).

La identidad fisicalista no se reduce, por tanto, al reconocimiento de la unidad de un cuerpo en movimiento, sino que niega la unidad sinalógica con otros cuerpos (por la solución de continuidad entre ellos) y niega la fractura de la unidad en su movimiento (al negar la solución de continuidad sinalógica en sus desplazamientos). Pero la identidad fisicalista constituye la base misma del principio de causalidad determinista y, por tanto, el rechazo de la acción a distancia. Es así el fundamento de toda concepción materialista de la construcción científico-positiva cifrada, no ya tanto en el [20] análisis de «universales» (leyes universales), abstractas (sustancialistas), sino de relaciones funcionales, no menos universales, pero establecidas entre términos referenciales concretos, dados en nuestro mundo entorno, de los cuerpos que nos rodean (por ejemplo, en los aparatos de medida). La construcción científica sería imposible si estas identidades fisicalistas no estuvieran actuando constantemente en el sistema operatorio de los científicos, en el autologismo de Becquerel «recordando» el lugar y circunstancias en las que había situado su placa en un cajón de su mesa, y reconociendo como idéntica a la que encontró velada después de los días de niebla, es decir, identificándola como la misma placa, según su contenido fisicalista. (Por lo demás, la identificación fisicalista, constitutiva de la racionalidad científica operatoria, actúa, en general, en la construcción del «Mundo», en el reconocimiento del mismo objeto que se oculta y reaparece tras una pantalla, en animales o en aquellos niños, que hace varias décadas fueron observados por Piaget y sus discípulos.)

Las dificultades que la física cuántica, a partir del «principio de incertidumbre», planteó a la teoría de la ciencia, pueden tomarse como una contraprueba del primado del «principio de identidad fisicalista»; porque el acausalismo o indeterminismo, las «acciones a distancia», denunciadas ya por Einstein en la concepción de Bohr-Heisemberg, toman todas ellas su origen, podría decirse, precisamente, de esa incertidumbre en la determinación conjunta de la posición y velocidad (movimiento, por tanto) de las partículas elementales. La hipótesis de Bohr-Heisemberg (en general, la llamada «interpretación Copenhague-Gottinga») no es otra cosa sino una conculcación del principio de unilocación constitutiva de la identidad fisicalista. En el «dispositivo» (llamado Gedanken-Experimente aunque en realidad era una maqueta o proyecto de maqueta) que Einstein propuso en el V Congreso Solvay de 1928 un haz de electrones se supone incidiendo sobre una pantalla S atravesando una parte del haz una pequeña abertura O en ella y dirigiéndose, distribuida uniformemente en todas la direcciones, sobre una película fotográfica semi esférica montada, como una cúpula, sobre la misma pantalla. Designando por {αi(x)} la base propia del operador posición, el estado del sistema instantes antes de impactar en la película se expresa por la ecuación: ψ = Σii, ψ) αi(x). Ahora bien: lo que la paradójica hipótesis de Bohr-Heisemberg habría defendido es que ψ (por tanto, los αi(x)) va referido a un único electrón que, por tanto, habría que entenderlo como físicamente extendido sobre la pantalla antes del impacto (hipótesis ergódica). Y esto conculca el principio de la unilocación.

En el momento en el cual se reintroduce este principio, o bien tenemos que entender a ψ como una simple expresión de nuestro (des)conocimiento –convirtiendo a la física cuántica en una mera tecnología de ordenación de nuestras percepciones–, o bien tenemos que referirlo a una colectividad estadística de electrones-corpúsculos (lo que obligaría a declarar incompleta a la mecánica cuántica, precisamente porque no permite determinar las identidades fisicalistas individuales).

Consideraciones análogas cabría hacer a propósito del famoso argumento de Einstein-Rosen-Podolsky sobre las interpretaciones de la correlaciones negativas entre los spines de partículas medidas en los sistemas A y B entre las cuales se supone relaciones de continuidad, a través de una hipótesis (de Bohr) acerca de la no separabilidad del supuesto sistema total A, B, hipótesis que implica la acción a distancia. (La exigencia de Einstein en el sentido de que la mecánica cuántica habría de ser completa no sería otra cosa, desde este punto de vista, sino una apelación al principio de identidad fisicalista: unilocación y continuidad procesual en los desplazamientos.)

Cuando mantenemos el «principio de identidad fisicalista» en los términos en los que lo hemos expuesto, la disyuntiva entre el acausalismo (o indeterminismo) cuántico y el determinismo se disuelve. Porque si el determinismo causal va referido a las identidades fisicalistas (referenciales), al dejarlas de lado (es decir, al abandonar la representación de los electrones como si fueran cuerpos minúsculos, corpúsculos), las consecuencias «devastadoras» del indeterminismo quedarán automáticamente conjuradas. El acausalismo indeterminista, en efecto, sólo alcanzaría su pleno y «escandalosamente irracional» sentido cuando se aplicase a los cuerpos; retirados los referenciales, tampoco cabrá hablar de procesos acausales en un sentido privativo (no ya en un sentido meramente negativo). Sería acausal, en sentido privativo, es decir, irracional, la indeterminación de los vectores de velocidad de una bola de billar en el momento de recibir el impacto de otra bola de coordenadas bien definidas; pero no es acausal (o sólo lo es en sentido negativo, pero no en sentido privativo) la configuración de un proceso en el que no intervienen cuerpos ni corpúsculos; un proceso que, sin embargo, sigue siendo material (primogenérico). En cualquier caso, si este proceso extracausal es racionalizable, es decir, si puede ser tratado mediante razones, aunque no lo sea mediante causas, lo será siempre a través de contextos determinantes constituidos por armaduras corpóreas sometidas, otra vez, al «principio de identidad fisicalista» (y, entre estas armaduras, habrían de figurar los propios aparatos que producen o miden las «cascadas de electrones» objeto de las paradojas indeterministas de la física cuántica).

3. La identidad esencial y sus modos (necesidad-verdad, contingencia, posibilidad, imposibilidad)

La figura gnoseológica de la esencia nos introduce en el reino de las modulaciones de la identidad que tienen que ver con la esencia; este «tener que ver» lo interpretamos aquí en el sentido no de que sean todas ellas modulaciones de la identidad esencial, sino también de su proximidad-alejamiento de esa identidad esencial, de un déficit, por así decirlo, de identidad esencial. Las modulaciones plenas o directas de la identidad esencial las ponemos en conexión con las identidades sistemáticas en cuyo ámbito se determina la idea modal de necesidad. Una necesidad entendida, no tanto en el contexto proposicional de la llamada «Lógica modal», sino en contexto objetual, precisamente constituido por una esencia sistemática. Podemos fijar, como prototipo de identidad sistemática (en tanto opuesta a las unidades fenoménicas), la identidad estructural entre dos figuras (fenoménicas) que en Geometría Proyectiva se conocen como «disposición de líneas y puntos de Pascal» y «disposición de puntos y líneas de Brianchon». Son dos figuras que, a simple vista, muy poco tienen que ver (salvo el tejido de rectas que se cortan, ángulos formados por ellas); sin embargo, su estructura es idéntica, si bien su distinción se establece ya en dos versiones esenciales (no meramente fenoménicas) que mantienen entre sí el sistema de relaciones que constituyen su dualidad, y en esa dualidad podemos hacer consistir su identidad. Que esta identidad de estructura pueda expresarse analíticamente en un sistema de coordenadas homogéneas, no significa que la tal estructura o esencia sea meramente algebraica o, si se prefiere, aritmética y no geométrica, porque esas situaciones de relaciones esenciales se constituyen con plena necesidad geométrica. [21] En general, la identidad esencial tiene que ver siempre con los invariantes de los grupos de transformaciones que no excluyen la constitución en su seno de individualidades «sustanciales» (como pudiera serlo el punto central en las transformaciones del rectángulo) y, en particular, con el propio rectángulo en la «transformación idéntica que, no por ello, deja de ser una transformación compleja (por ejemplo, como resultado del producto de dos giros sucesivos de 180º).

Por lo demás, lejos de presentar esta concepción objetual de la necesidad como una novedad, reivindicamos su antigüedad remitiéndonos, otra vez, a la doctrina escolástica de los predicables, en tanto que ellos se clasificaban en necesarios (los cuatro primeros) y contingentes; puesto que la necesidad, en esta doctrina, no iba referida a proposiciones inanalizadas (como es el caso de la lógica modal), sino a conexiones entre géneros, especies, diferencias, &c. Como modulaciones indirectas de la identidad esencial (de la necesidad), es decir, como modulaciones de la identidad definible en función de la identidad esencial como un déficit de la misma, consideraremos a la contingencia, a la posibilidad y la imposibilidad, entendidas también en un contexto objetual, antes que en contextos proposicionales.

Ahora bien, la identidad de las esencias de las que hablamos va referida a las esencias sistemáticas que, consideradas desde la perspectiva de las esencias simples (en el límite, megáricas), se presentan como «complejos de esencias simples». Esencias simples son, ante todo, las singularidades específicas o genéricas, los «universales» de Porfirio; pero su simplicidad, relativa a los sistemas, sería aparente y fruto de la economía del lenguaje o de la misma abstracción vinculada al lenguaje, en tanto éste nos remite a significaciones. De hecho, es muy frecuente presentar a las esencias simples (a las significaciones) como productos del lenguaje articulado que crea, por abstracción, significaciones aisladas (que los megáricos concibieron como si fueran entidades reales), combinables entre sí para dar lugar a sistemas complejos.

Desde las coordenadas del materialismo filosófico, la situación es muy otra. Lo primario no serán las esencias simples, que luego se combinan entre sí, sino las esencias sistemáticas (acaso oscuras y confusas) que, ulteriormente, se despedazan, acaso a través del lenguaje en el momento de mostrarlas a los demás, o de traducirlas a otros lenguajes. Sólo después de este despedazamiento, cabe reconstruir la esencia compleja como si fuera un «sistema de esencias simples». La prioridad de las esencias complejas se funda en la tesis sobre la génesis, no propiamente lingüística, sino técnica, de las esencias; una tesis que no subestima, en ningún momento, la intervención del lenguaje, aunque no sea más que como una técnica más, en la constitución de las esencias complejas. Por lo demás, la tesis de la symploké nos preserva de la hipótesis del «sistema global único de todas las esencias».

La tesis sobre el origen técnico de la idea de esencia apela a la naturaleza normativa de las técnicas humanas, que fabrican los instrumentos u objetos (el palo, el hacha de sílex, el cepo) mediante la repetición distributiva (isológica) de unas formas dadas, pero también mediante la transformación (sinalógica) normada de otras formas (como se aprecia ya, desde los orígenes, en la alfarería o en la fundición de metales). Las técnicas de reproducción isológicas estarían en la base de las esencias porfirianas; mientras que las técnicas de transformación sinalógicas estarían en la base de las esencias plotinianas. En cualquier caso, ni las esencias porfirianas, ni las plotinianas, podrían considerarse como esencias simples. El hacha de sílex, fabricada según una norma isológica, sólo es posible en un contexto en el que, por ejemplo, aparece co-determinada la esencia del animal que va a ser desgarrado por ella (y cuya silueta se dibujará, acaso, en la pared de una caverna), la esencia de la mano que la empuña, &c. El «hacha aislada» no es una esencia, sino un significado segregado de otros, que adquiere la apariencia de entidad exenta en el momento de utilizar sus significantes que, sin embargo, presuponen implícitamente un «círculo de significantes» correspondientes a las esencias complejas. (En la lógica de Porfirio, estos «círculos de esencias» encuentran su correspondencia con los predicamentos, es decir, con el ensamblaje de especies átomas, géneros próximo, diferencias específicas, géneros subalternos, géneros supremos, propios y accidentes.)

Supuestas estas premisas, podríamos decir que la modalidad directa más importante de la identidad esencial es la modalidad de la necesidad, que va vinculada a la verdad definida en el ámbito de las identidades sintéticas sistemáticas, constituidas en los contextos determinantes. Por ello, la necesidad (o la verdad) no podría afectar jamás a una proposición inanalizada, sino, a lo sumo, a una proposición analizada, en tanto ella se corresponde con una esencia sistemática compleja de la que forma parte. La identidad de la esencia sistemática se nos presenta como una identidad interna, es decir, como una identidad que resulta de la concatenación de las partes del sistema, y que afecta al todo, no globalmente, sino en tanto está dado en función de las partes. La identidad interna, en tanto que conlleva una suerte de desdoblamiento del sistema (en cuanto en un todo [22] resultante de sus partes, en el momento del progressus y un conjunto de partes resultantes del todo en el momento del regressus), se manifestará como una reflexividad, que se expresa ordinariamente como una igualdad y, otras veces, ni siquiera así, como ocurre en el caso de las ad-igualdades, del estilo de las que median entre el área del círculo y el resultado de la operación πr². Se trata de igualdades o ad-igualdades internas o materiales, que hay que diferenciar de las igualdades externas o formales, que obtienen la reflexividad (cuando ella es posible) a partir de la simetría y de la transitividad, de un modo, a veces, puramente empírico. Ahora bien: la igualdad, en general, como conjunto de proporciones terciogenéricas soportadas por una symploké material dada y constitutiva de una verdad material o identidad sintética, es inseparable de los contenidos materiales-especiales de los términos, aun cuando una importante corriente «neoplatónica», que llega, sobre todo, a través de cauces matemáticos a nuestros presente (por ejemplo, el programa de «Erlangen»), pretenda separar el «mundo» ideal terciogenérico, en el que tendrían lugar los grupos de transformación y sus invariantes –identidades– que son, sin embargo, características del mundo perceptual, visual, táctil (segundogenérico) en el que se dibujan las figuras geométricas; entre el mundo ideal de las transformaciones abstractas y la llamada «intuición» sólo mediaría un nexo accidental, psicológico o pedagógico. Las figuras de la geometría serían sólo una «concesión didáctica», un instrumento de apoyo, acaso una «instanciación» inicial; o, a lo sumo, serían signos externos de las estructuras transformativas inmateriales y transespaciales (así, J. Echevarría, «La identidad de las figuras geométricas», Theoría, 2ª Época, n° 1, en donde se propone la conveniencia de una «teoría de los homeomorfismos sígnicos» paralela a la propuesta de Klein para la geometría, como si los grupos de transformaciones de Klein tuvieran sentido separados de sus signos «figurativos»).

Desde la teoría del cierre categorial, las figuras geométricas encuentran su lugar propio, dentro del espacio gnoseológico, entre los fenómenos. Pero los fenómenos son inseparables de las esencias (y, en general, de las relaciones terciogenéricas), no sólo porque éstas proceden del análisis de aquéllas (en el regressus), sino porque también deben volver a ellas (en el progressus): las esencias o invariantes abstractos terciogenéricos no pueden «exportarse» a un «tercer mundo jorismático» popperiano. Ya en la mera igualdad métrica (geométrica) constatamos cómo el contenido fenoménico-sinalógico de la unidad de longitud, de superficie, o simplemente de la operación de superposición global, como término de las traslaciones, es imprescindible para que la relación de igualdad métrica mantenga sus contenidos característicos. Las identidades esenciales, las que, por ejemplo, se establecen a través de los grupos de transformaciones proyectivas entre los segmentos del lado obtenidos por una línea secante del triángulo de Menelao, en la demostración de Poncelet, o bien, las elipses, hipérbolas o parábolas, como especies de un género común, el de las «cónicas de Apolonio», quedarían vacías de todo contenido separadas de los fenómenos (es decir, de las figuras), porque sólo en el espacio fenoménico de las figuras pueden tener lugar los movimientos, los giros o los desplazamientos de Klein. Los invariantes o identidades terciogenéricas entre las diferentes figuras cónicas (pongamos por caso, la constancia del parámetro de la elipse como tercera proporcional entre los dos ejes de la curva y la constancia del parámetro de la hipérbola como tercera proporcional entre el eje imaginario y el real). Las relaciones terciogenéricas no «flotan», como entidades jorismáticas asentadas en un «tercer mundo», separadas de los fenómenos, sino que se dan diaméricamente entre los propios fenómenos. Ni siquiera la expresión algebraica del género de las cónicas dado por la ecuación (Ay²+Bxy+Cx²+Dy+Ex+F=0) podría interpretarse como un signo o símbolo directo de ese género, porque, para que la ecuación tenga sentido geométrico, es preciso referirla a un espacio de coordenadas sinalógicas, en donde únicamente cobran significado los valores x,y de la ecuación general: estos signos algebraicos, para serlo de un espacio geométrico (es decir, para no convertirse en una mera ecuación algebraica aritmética), son inseparables del espacio primogenérico, en donde se dibujan los ejes de coordenadas, al margen de los cuales las variables x,y de la ecuación carecen de sentido geométrico. En cualquier caso, la referencia necesaria que requerimos ante un determinado grupo de transformaciones geométricas y un sistema de fenómenos dado, no tiene por qué implicar la relación recíproca entre este sistema de fenómenos y el grupo de transformaciones de partida. (La identidad esencial o estructural entre las figuras cónicas de la elipse, parábola o hipérbola que se determina mediante el grupo de transformaciones proyectivas, se desdibuja al considerar estas figuras desde el grupo de la Geometría afín.)

Consideraciones análogas habría que hacer, en general, en cualquier otro tipo de construcción geométrica. La igualdad (métrica) entre las áreas de los cuadrados construidos sobre los catetos de un triángulo rectángulo y el área del cuadrado construido sobre la hipotenusa es una igualdad externa (empírica, contingente), cuando es asentada sobre las operaciones métricas empíricas; pero es una igualdad interna, cuando aparece como resultado de una construcción geométrica. Ahora, la igualdad interna corresponde a una identidad esencial sistemática, que implica relaciones isológicas y sinalógicas muy complejas y cuyo análisis no es posible ofrecer en este lugar. La identidad expresada en las definiciones o descripciones de las cónicas de Apolonio, o en la relación pitagórica, nos ofrecen un campo muy fértil para estudiar la conexión entre las identidades y las igualdades internas. Las figuras de la cónicas, obtenidas operatoriamente, por ejemplo, como secciones de un cono, se nos presentan, ante todo, como fenómenos (sometidos a las leyes gestálticas, identificables como estructuras fenoménicas, en el marco de esas propias leyes); como tales figuras geométricas contienen un acervo connotativo (arcos, sectores, radios vectores, diámetros...) que aparece acumulado empírica o técnicamente. Pero el análisis de los fenómenos nos lleva a identidades esenciales expresables en definiciones esenciales clásicas (por género y diferencia), o en definiciones propias (por género y propio) y en virtud de las cuales una gran parte del acervo connotativo podrá ser reexpuesto como resultado de determinaciones internas entre esas partes que permiten un conocimiento distinto más preciso de las figuras (como pueda serlo la relación entre los cuadrados de los diámetros conjugados, el diámetro de la elipse como lugar geométrico de los puntos medios de las cuerdas paralelas, el «rectángulo característico» que corresponde a una figura, &c.). Por su parte, la verdad del teorema de Pitágoras, tal como aparece demostrada en la «Proposición 47» del Libro I de Euclides, no es algo diferente de la misma identidad entre la suma de los cuadrados de los catetos y el cuadrado de la hipotenusa. Una identidad que no es mera igualdad externa, aunque contenga múltiples igualdades isológicas externas, dadas «por construcción», [23] pero entretejidas con otras igualdades autológicas que hacen de la relación pitagórica una igualdad interna, una igualdad derivada de las igualdades autológicas entre lados, o entre ángulos, de unidades sinalógicas entre los ángulos oblicuángulos que tienen en común el ángulo agudo del triángulo rectángulo, de la unidad sinalógica entre los triángulos rectángulos en el cuadrado levantado sobre la hipotenusa por la perpendicular que pasa por el vértice del ángulo recto del triángulo, &c. La identidad sintética establecida en la relación pitagórica, tal como la presenta Euclides, es una identidad sistemática expresada como igualdad interna, en modo alguno es una mera igualdad métrica o externa de áreas «superponibles»; y no porque las áreas de los cuadrados sobre los catetos sean sustancial o autológicamente las mismas que el área del cuadrado sobre la hipotenusa (la distinción se mantiene siempre), sino porque la igualdad isológica de las áreas derivan de identidades autológicas parciales y de reflexividades sinalógicas (por ejemplo, la del cuadrado de la hipotenusa y la suma de los rectángulos en los que la demostración los divide).

La identidad esencial no es, según lo expuesto, unívoca: ni siquiera en Geometría puede decirse que sea unívoca. Una es la identidad expresada en la relación de ad-igualdad S=πr² y otra la identidad expresada en la igualdad de la relación pitagórica; hay franjas variables en una misma verdad. Desde este punto de vista, cabría considerar como grado más bajo de la verdad a las simples verdades externas, empíricas o aleatorias (por ejemplo, la igualdad de temperatura del agua contenida en varios recipientes situados en medios diferentes y desconectados sinalógicamente entre sí, frente a la igualdad de temperatura de diferentes mamíferos en estado normal). El «quinto predicable» de Porfirio expresaba una «identidad accidental» entre el predicado dado y un sujeto; sin embargo, el concepto de identidad accidental o contingente puede redefinirse como un caso de identidad sinecoide, o bien como la identidad esencial genérica respecto de sus especies internas. La identidad interna k establecida entre las partes de un género G necesariamente se desarrolla según alternativas específicas E1,E2...En, pero puede no necesitar de ninguna de ellas en particular (es el caso de la relación pitagórica que afecta al triángulo rectángulo G, a través necesariamente de sus especies E1=isósceles, E2=escaleno, siendo accidental o irrelevante el nexo de la relación pitagórica con las estructuras específicas).

Y lo que decimos de las verdades dadas en los teoremas (tales como el de Menelao o el de Pitágoras), lo diremos también de otros modi sciendi, como puedan serlo los llamados en física «principios de conservación». No «explicaremos» estos principios tanto desde el llamado «principio de identidad» cuanto el principio de identidad por los diferentes «principios de conservación», si es que se constituyen como modulaciones características e irreducibles de la identidad. Por ejemplo, si se trata del «principio de Lavoisier», desistiremos de la tendencia a referirlo a la «materia en general» (como correlato metafísico de una identidad también genérica y abstracta) y lo circunscribiremos a la masa de gravitación tal como se establece en los procedimientos de la pesada simple, o de la doble pesada («el peso de las sustancias que reaccionan ha de ser el mismo –es decir, idéntico isológicamente, pero relativo a las sustancias que, tras la transformación, mantienen una unidad sinalógica en el matraz– antes y después de la reacción»). Análogas consideraciones, si bien mucho más prolijas, podríamos hacer a propósito del llamado «principio de conservación del número bariónico»: «si antes de que empiece una reacción se cuenta un determinado número de unidades tales como bariones o leptones, una vez concluida la reacción se encontrarán los mismos números». Lo que no hace superflua la consideración de este principio de conservación como una modulación de la identidad, puesto que establece sus límites y lo diferencia de las conservaciones postuladas en otras situaciones afines. Otro tanto diríamos cuando se trata del principio de conservación de la cantidad de movimiento total de un sistema aislado (por razón de que la resultante de las fuerzas externas que sobre él actúan sea nula): al afirmar que la cantidad de movimiento es constante nos referimos a las medidas (isológicas) que tomamos del mismo (sinalógicamente) sistema en diferentes instantes; mutatis mutandis: cuando nos referimos al principio de conservación del momento cinético (producto de los vectores posicionales y de la cantidad de movimiento) de un sistema aislado. Cada uno de estos principios de conservación mecánica son modulaciones características de una identidad que se abre camino a través de parámetros materiales tomados en los fenómenos e inderivables los unos de los otros; lo que no excluye la posibilidad de englobar, a su vez, estos principios en alguna formulación común (de apariencia estrictamente matemática, aunque sólo en apariencia, dado el sentido físico de muchas de las variables utilizadas); por ejemplo, la que tiene lugar a través de la fórmula de Noether, que utiliza la invariancia del lagrangeano en traslaciones temporales, espaciales o rotaciones, &c.

Podemos afirmar, en conclusión, que cuando hablamos de las verdades científicas, en cuanto modulaciones características de la identidad sintética, tanto o más que determinar a la verdad por la identidad, estamos determinando la identidad por la verdad (por las verdades), puesto que [24] lo que estamos haciendo es, precisamente, tomar contacto con modulaciones características (es decir, indeducibles de otras), pero en tanto son modulaciones de la identidad como «engranajes» sinalógicos objetivos (una vez segregadas o neutralizadas las operaciones) de las partes atributivas dadas en un contexto determinante. Pero no por estar antes definiendo la identidad por la verdad, que la verdad por la identidad, cabría afirmar que la idea de identidad es superflua o simplemente «modular». La mera determinación de la verdad como identidad equivale a eliminar en cada modulación las otras modulaciones de la identidad, por ejemplo, isológicas, que la idea de verdad, en todo caso, arrastra (adecuación, coherencia...). Simultáneamente, aproximamos la verdad científica a otras modulaciones más afines, como pudiera serlo la identidad sinalógica constitutiva de los símbolos de fractura complementaria a los que se refiere Platón en El Banquete (191-D).

Como modalidad más débil de la identidad esencial cabría considerar a la posibilidad, entendida como com-posibilidad de términos materiales (y no como posibilidad absoluta de una esencia). En efecto, la composibilidad equivale a una presunción de identidad autológica construible o, al menos, a una relación de igualdad externa que acaso pueda anunciar una igualdad interna. (Vid. Gustavo Bueno, «Sobre las ideas de Existencia, Posibilidad y necesidad», en J. Echevarría, J. de Lorenzo y L. Peña, Calculemos... Matemáticas y Libertad. Homenaje a Miguel Sánchez Mazas, Editorial Trotta, Madrid 1996, págs. 127-142.)

La modalidad opuesta contradictoriamente a la identidad es la imposibilidad entendida como negación de composibilidad. Ahora bien, la imposibilidad, como negación de composibilidad, sólo tiene sentido referida a una materia k (como ocurre también con la igualdad, con la identidad). No tiene sentido hablar de una imposibilidad indeterminada o absoluta. Y cuando se habla de posibilidad hay que especificar también la materia k de referencia. Según esto, habría que rechazar la distinción tan frecuente entre posibilidad lógica (o metafísica) y posibilidad física, o geométrica, o moral, &c., como ocurre, por ejemplo, cuando se habla del decaedro regular como una «posibilidad lógica», sin perjuicio de terminar reconociendo su imposibilidad geométrica; o cuando se dice que el perpetuum mobile de primera especie es lógica o metafísicamente posible porque «no envuelve contradicción», aun cuando luego resulte ser «físicamente imposible». Pero la imposibilidad (como negación de composibilidad física, geométrica) sólo aparece en las materias correspondientes: no son composibles diez polígonos iguales cerrando un espacio tridimensional. Lo que es posible es componer las palabras «decaedro» y «regular»; como también es posible componer las palabras «móvil» y «perpetuo»: pero estas posibilidades no son ni lógicas, ni metafísicas, referidas a poliedros o a móviles, sólo son posibilidades combinatorias meramente tipográficas, verbales o sintácticas.

§ 5. Los predicables sintácticos de la identidad

1. La identidad de los términos simples y las identidades esquemáticas

Los términos pueden clasificarse en simples (siempre relativamente a un nivel de complejidad dado, porque «no hay nada absolutamente simple») y complejos; pero no debe confundirse la simplicidad atribuida a un término con su originariedad, con su supuesta condición de término primitivo. En la teoría de los conjuntos el término más simple sería el conjunto vacío; pero este término simplicísimo no es un término primitivo de la teoría, ni podría serlo, porque presupone otros términos más complejos, tales como otros conjuntos, la operación intersección entre ellos, la relación de disyunción entre algunos y la «creación» de tal término para hacer posible la operación intersección entre conjuntos disyuntos.

Los términos simples son, según esto, términos obtenidos por «simplificaciones» de términos complejos previamente dados. No hay que entenderlos como términos primitivos (como pretendían los clásicos del empirismo inglés con sus «ideas simples» o con sus «impresiones»), sino como términos derivados. Desde la perspectiva de las modulaciones de la idea de identidad que nos interesan, la simplicidad de los términos encontrará los límites de la identidad en los esquemas de identidad k susceptibles de ser desarrollados operatoriamente, ya sea por vía distributiva (o meramente isológica), ya sea por vía atributiva (que implica las unidades sinalógicas). Por ejemplo, una tonalidad dada de color verde es un esquema de identidad capaz de identificar cromáticamente al muro por el que ha sido extendido; una circunferencia, obtenida como resultado del encadenamiento (sinalógico) de arcos de la misma curvatura, es un esquema de identidad atributivo. Los cien destellos de luz verde, emitidos independientemente por cien semáforos también independientes, constituyen un esquema de identidad distributivo e isológico.

Los términos simples pueden formar clases atributivas continuas o discretas, o también clases distributivas. Pero las clases (atributivas o distributivas) no tienen por qué estar constituidas siempre sobre términos simples en una materia k. El conjunto distributivo de enjambres de abejas de un país, es un término complejo, cuyos elementos (los enjambres) son también complejos y no simples; como tampoco son simples, en su nivel, las abejas en cuanto están constituidas por conjuntos atributivos de células. Pero los términos complejos, por ejemplo una «sencilla» molécula de 112, cuyos «elementos» estén unidos por un enlace covalente, nos introducen ya en el ámbito de las identidades sistemáticas.

2. La identidad de las relaciones holóticas

No todas las relaciones establecidas entre los términos nos permiten determinar modulaciones características de la identidad; algunas veces, porque estas relaciones lo son de diversidad, de oposición o de incompatibilidad. Pero hay un tipo de relaciones, las que englobamos en la denominación de relaciones holóticas (aquellas cuyos términos mantienen la proporción de todos o de partes), a través de las cuales se nos determinan modulaciones de identidad características.

Nos atendremos a la distinción, utilizada en los párrafos precedentes, entre las unidades isológicas y las unidades sinalógicas; distinción que, en el campo de las relaciones holóticas, mantiene una cierta correspondencia con la distinción entre totalidades distributivas-Á y totalidades atributivas-T (la distinción tiene lugar en los extremos, puesto que, en los medios, reconocemos también totalidades atributivas sinalógicas constituidas por partes isológicas, como la barra de oro del Protágoras platónico). En cualquier caso, para referirnos a la idea de totalidad en su momento de indistinción o de confusión aún no determinada entre todos T y todos E, utilizamos el simbolismo II[a,b,c,d], en el cual las letras entre [25] corchetes expresan el nivel material de la totalización, según partes formales; correspondiente escribiremos μ (de μέςος=parte) para designar indeterminadamente a las partes de algún todo; μ se interpretará, o bien como parte atributiva (‾μ), o bien como parte distributiva (ˆμ). Teniendo en cuenta que un todo cualquiera Πk puede, a su vez, ser parte de otros todos Πq, podremos escribir con sentido expresiones de este tipo: ˆμTk(Áq), μTk, &c.

Cruzaremos la distinción entre totalidades Á y T con la distinción de cuatro órdenes de relaciones: las descendentes que median entre el todo y sus partes, las ascendentes recíprocas (de las partes al todo), las relaciones diaméricas de unas partes con otras y las relaciones metaméricas entre dos totalidades o términos totalizados como diferentes.

Tomaremos como referencias unidades fenoménicas Π o coaervos de partes integrantes (a,b,c...), determinantes (u,v,w...), distributivas (ˆμ) o atributivas (‾μ). La unidad fenoménica Π(a,b,c... u,v,w...) puede interpretarse según cada uno de los tipos de totalidades I(Á), II(T). Como quiera que las diversas totalidades no constituyen esferas cerradas, separables, puesto que siempre «intersectan» a través de partes comunes, tomaremos como criterio de delimitación de una totalidad cualquiera (por tanto, de disociación respecto de otras), no ya de su separación (así como tampoco tomamos, al modo de Husserl, la no independencia como criterio de unidad interna), sino su capacidad de variar independientemente respecto de otras totalidades que, sin embargo, se dan en un mismo conjunto sinalógico (los «paquetes» de onda electromagnéticas que circulan por un mismo cable).

I. Interpretación de la unidad Π fenoménica como una totalidad distributiva Ák (lo que equivale a tratar Π como conceptualizada primariamente como una totalidad Ák, por ejemplo de elementos de una clase distributiva, independientes los unos de los otros en la participación del todo, sin perjuicio de que los elementos de esa clase puedan «ser dotados» de relaciones atributivas. Por ejemplo, «Luna» puede conceptualizarse como un «agregado» de elementos químicos o de compuestos de elementos similares a los que encontramos en la Tierra).

A) Cuando tomamos a Ák como una parte.

(1) O bien es una parte ‾μ de un T. Por ejemplo, Luna (Tk) como clase de elementos químicos se supone que es a la vez parte atributiva del sistema «Gaia» (T). Hablaremos de identidad inserta en otras.

(2) Bien sea como una parte (ˆμ) de un todo Á. Hablaremos de identidad incluida porque ahora la Á (Luna, como conjunto de elementos químicos) se supone incluida en otra clase Á (en el ejemplo, la clase de los agregados o conglomerados de elementos dados en el sistema solar).

B) Cuando tomamos a Ák como un todo distributivo es porque, de algún modo, dotamos a las partes delimitadas de Ák de relaciones que constituyen una cierta totalidad T sólo que secundaria, como es el caso de una identidad incluyente (en el ejemplo anterior, la identidad de la Luna, como subconjunto Ák de elementos químicos dados en otro conjunto Á) se nos dará ahora como un conglomerado Ák, como una nube de elementos que permanecen unidos durante un cierto intervalo de tiempo, acaso de miles de millones de años, en virtud de las interacciones de fuerzas gravitatorias o electroquímicas. Podemos distinguir aquí cuatro situaciones que corresponderán a otras tantas modulaciones de la identidad.

Consideremos, ante todo, las modulaciones de la identidad dadas a través de las totalidades distributivas (Á). En primer lugar, nos referimos a las relaciones descendentes (del todo distributivo a sus partes); en esta dirección, nos encontramos con las modulaciones de la identidad reconocidas en la doctrina de los predicables de Porfirio, a saber, la identidad genérica (de los géneros superiores, respecto de los subalternos y de las especies) y la identidad específica (respecto de los individuos). No procede tratar aquí la, en tiempos, discutida cuestión acerca de las diferencias entre las identidades genéricas y las identidades específicas, cuestión que hace siglos Diego de Zúñiga (Philosophiae Prima, Cap. III, Lib. II, Toledo 1597) pretendía resolver en un sentido negativo alegando que cuando la especie se aplica a múltiples individuos no tiene razón de especie, sino de un género (un universal más) y que cuando se aplica a una sola singularidad (el Sol, Adán antes de Eva, el Ave Fénix), es este ser individual lo que tiene razón de especie sin necesidad de ser universal; en ambos casos, sobraría el predicable (especie) de Porfirio. Cabría hablar de una cierta tradición de comentaristas de la Isagogé tendente a relativizar, como meramente posicional, la distinción entre los predicables género y especie, considerando a la especie como un género que está un grado por debajo de otro –la especie átoma sería la especie de las especies– y al género como aquello que está un grado por encima de una especie –el género supremo sería el género de los géneros; los intermedios, entre estos dos extremos, serían cada uno de ellos simultáneamente género y especie. (Puede verse expuesta esta doctrina en la Introducción al arte de la lógica de Abentomlus de Alcira, un discípulo inconfeso de Averroes, que tradujo Asín Palacios, Junta de Ampliación de Estudios, Madrid 1916, págs. 59-60.)

¿Qué es lo que podemos considerar recognoscible hoy detrás de estas dificultades lógico-materiales suscitadas por el predicable especie en relación con el género?

Seguramente, y entre otras cosas, reconoceríamos las dificultades de la distinción universales/individuos (como la trató Aristóteles desde su sustancialismo) como distinción que hubiera, en todo caso, que corresponder a la distinción entre géneros y especies, por un lado, e individuos, por otro; pero también con la distinción (procedente del platonismo) esencias/fenómenos. De aquí resultaría que las esencias quedarían situadas, desde luego, en la jerarquía de los árboles lógicos, en correspondencia con los universales (por lo que, a su vez, las esencias, habría de subdividirse en específicas y genéricas) mientras que a los individuos sólo les quedaría el ser interpretados, o bien como fenómenos (tradición platónica), o bien como sustancias (individuos). En cualquier caso, todo lo que fuera sustancia (las identidades sustanciales) habría de ser individual, y todo lo que fuera esencial (las identidades esenciales), habría de ser universal (género o especie). Sin embargo, y dado que en el juicio predicativo también las especies y los géneros podían ser sujetos, hubo de introducirse la distinción entre sustancias primeras y sustancias segundas; en cambio, no se necesitó introducir la distinción correlativa entre esencias primeras (universales, géneros o especies) y esencias segundas (individuales) en virtud del supuesto de que estas últimas tendrían que ser interpretadas o bien como sustancias primeras o bien como fenómenos. Por ello, los casos en los que aparecían singularidades individuales (en papel de todos o de partes) a las cuales correspondía la condición de identidades esenciales tenderían a ser conceptualizadas, o bien como sustancias, o bien [26] como especies únicas (especies con un solo individuo: el Sol de Aristóteles, los Ángeles de Santo Tomás, el Ave Fénix, &c., &c.). Habría sido por librarse de esta dicotomía por lo que Zúñiga concibió la original y «desesperada» salida de asignar el concepto de especie (en cuanto contradistinta del género) precisamente a los casos de esas singularidades individuales, que tampoco eran fenoménicas, ni sustanciales. Sólo que con ello la distinción entre género y especie quedaba borrada (al menos en los casos de singularidades contingentes, desde la perspectiva de la especie: no es el caso de las singularidades constitutivas de las clases unitarias o especies únicas tales como «satélite natural de la Tierra» = Luna). Todo hubiera quedado resuelto si, por analogía a lo que se había hecho al distinguir las sustancias primeras y las sustancias segundas, se hubiera reconocido también una distinción entre las esencias primeras y las esencias segundas, es decir, las esencias singulares idiográficas, interpretadas como modulaciones de la identidad correspondientes a unidades fenoménicas características. Las esencias segundas no serían, por tanto, «especies únicas» (pues este concepto es taxonómico y corresponde a conceptuaciones holóticas distributivas); son las consideradas especies únicas, algunas al menos, las que habría que reducir a la condición de «esencias singulares».

Sin embargo, hay razones para defender la diversidad de la modulación de la identidad genérica y la de la específica, porque mientras que la identidad genérica contiene a las especies como despliegues internos suyos (al menos cuando consideramos los géneros procesuales o estructurales de la Teoría de la Evolución o de la Geometría Proyectiva), en cambio, las especies no contienen siempre a los individuos como despliegues suyos. Además, la distinción entre géneros anteriores (el triángulo rectángulo respecto de sus especies escaleno, isósceles) y géneros posteriores (el número de Avogadro, respecto de los diferentes especies de gases) no se aplica a las especies, lo que demuestra que éstas no son un género más entre otros.

En segundo lugar, nos referimos a las relaciones ascendentes, a las relaciones de parte a todo Á. Las dos relaciones de identidad características en este contexto son las relaciones de inclusión de unas especies o géneros subalternos en otros y la relación de pertenencia del individuo a la especie; pero también a los géneros en los cuales ésta se incluye (por ello son posibles los «géneros monoespecíficos», los que en la taxonomía biológica se llaman taxones monotípicos: Linneo describió alrededor de trescientos géneros con una sola especie).

En tercer lugar, constatamos dos modulaciones de la identidad que se nos presentan en la dirección de las relaciones diaméricas (parte a parte). La primera de las cuales es comúnmente reconocida (la relación de igualdad entre individuos pertenecientes a la misma especie, la igualdad clónica, utilizada en la leyenda de los cien príncipes Nala mutuamente indiscernibles), no así la segunda, a saber, la identidad entre dos o más especies en tanto ellas se refunden o subsumen en un mismo género. Denominamos ecualización a la operación de identificación según este modo: cuando ecualizamos la especie (o el género) de los cuadrados y la especie o el género de los rombos en el género (superior) de los paralelogramos equiláteros, estamos, en rigor, identificando cuadrados y rombos mediante su subsunción en el concepto de paralelogramo equilátero.

En cuarto y último lugar, reseñaremos como modo característico de la identidad la que se nos manifiesta entre morfologías específicas de un mismo género (identifico al manatí como un elefante), o a la que se nos determina en la relación de dos totalidades distintas A y B, el modo de identidad como intersección de clases, que se nos presenta libre de cualquier otra determinación de identidad cuando la intersección e interna o accidental: la identidad toma ahora la modulación de la probabilidad, en cuanto distinta de la posibilidad, como probabilidad que, a medida que se acerca al valor 1, habrá que interpretarla como intersección interna o fundada en razones internas.

II. Interpretación de la unidad fenoménica Π como un totalidad atributiva Tk, que supondremos interna, es decir, determinada por sus partes. Podremos aproximarnos a Tk, bien sea desde la perspectiva de Tk como parte a su vez, (A), o bien desde la perspectiva de Tk como conjunto de su partes (B).

A) Cuando tomamos a Tk como parte.

1) O bien tomamos a Tk como parte integral de un Tq: hablaremos de identidad en su modulación de identidad integrada, por ejemplo, «Luna es parte de Gaia» (la Luna se identifica como una parte del sistema Gaia; en términos del juicio predicativo: «la Luna es idéntica a una parte de Gaia»).

2) O bien tomamos a Tk de un Áh. Nos encontramos aquí con una modulación de la identidad (identidad subsuntiva) que nos devuelve, obviamente, al terreno de las modulaciones de la identidad porfiriana, en cuanto ampliable al caso de las especies unitarias. En efecto, una especie unitaria puede identificarse como una totalidad genérica distributiva («la Luna es un satélite») [27] y puede identificarse con una diferencia específica, porque aun cuando esta ya no sea distribuible en diversos individuos y, por tanto, no sea una totalidad Á, sin embargo, cabría entender que su no distributividad es contingente o externa: «Luna es satélite natural de la Tierra», sería una diferencia específica universal si se admitiese la posibilidad de varias lunas naturales. La especie («Luna como satélite natural único») sería un universal limitado a un individuo; también cabría equiparar al propio determinaciones tales como «capacidad de eclipsar el Sol respecto de la Tiema», y al accidente la «receptividad de meteoritos o astronautas».

B) Cuando tomamos a Tk como totalidad, respecto de sus propias partes materiales, integrantes o determinantes, es obvio que las modulaciones distributivas Á «cruzarán» una y otra vez las partes consideradas. En cualquier caso, cabe distinguir cuatro situaciones diferentes a las que corresponderán otras tantas modulaciones de la identidad.

Consideremos ahora las modulaciones de la identidad dadas a través de las totalidades atributivas (T). (Nos referiremos preferentemente a las relaciones del todo T respecto de sus partes formales.)

En primer lugar, reseñaremos la identidad que se establece entre un todo atributivo y sus partes formales, tomadas diferencialmente y no globalmente (para evitar la tautología): el todo no es algo distinto del conjunto global de sus partes formales. Esta relación de identidad comporta una reflexividad de la parte término de la relación, respecto de la totalidad que la contiene. La identidad total no se confunde con la mera unidad del todo respecto de sus partes, porque ésta se aplica también a los agregados, mientras que aquélla ha de ir referida a las estructuras o sistemas. La tradición escolástica consideraba a estas estructuras o sistemas como una per se; concepto muy restringido porque dejaba fuera, por ejemplo, a una máquina, interpretada como un unum per accidens. En realidad se trata de una subdistinción entre las identidades totales, a saber, las identidades orgánicas (en las cuales las partes son conformadas desde otras partes de la totalidad) y las identidades mecánicas (cuyas partes son conformadas desde el exterior por un demiurgo).

En segundo lugar, nos referiremos a la identidad de las partes con el todo atributivo: un órgano, como parte formal del organismos de un mamífero, encuentra su identidad precisamente como parte del organismo que la conformó. También podríamos considerar como partes de un todo atributivo a las especies de un género plotiniano con phylium, cuando este género sea considerado como expresión de la identidad genérica que media entre el conjunto de las especies que se transforman, por diátesis, las unas en las otras. La dialéctica más interesante que aquí se nos abre deriva de la posibilidad de que una unidad asuma, sucesiva o simultáneamente, identidades distintas. Una unidad-k dada (por tanto, una multiplicidad) puede ser subsumida en diversas identidades (un individuo puede tener la identidad de soldado, o la identidad de albañil); las variaciones de su identidad (con diversos grados de compatibilidad) no dejan enteramente invariante a la unidad de referencia (a las relaciones internas entre sus partes constitutivas y a las relaciones con otras unidades). Las identidades que puede alcanzar una unidad dada no son, por tanto, igualmente «profundas», ni «acumulables» siempre, porque las entidades envolventes de una unidad-k no son siempre conmensurables (la «identidad europea» del Reino Unido no tiene el mismo calado, para las partes de la Gran Bretaña, que su identidad como cabeza de la Commonwealth.

En tercer lugar, constataremos la identidad entre partes formales de un todo T: es la identidad de un vaso «emergente» de los fragmentos encontrados en una excavación arqueológica; es la identidad entre las dos mitades de la tablilla partida que se entregaba como símbolo a los que se despedían con la esperanza de identificarse en su reencuentro.

Por último, en cuarto lugar, la modulación de la identidad entre totalidades T determinada por la intersección atributiva de totalidades que alcanzan a compartir partes propias. Valdrían como ejemplos: los enlaces covalentes (sea de tipo σ, sea de tipo π) de átomos en unidades superiores (pongamos por caso, la molécula de hidrógeno H2 cuya unidad resulta de la «interpenetración» de dos orbitales 1s de dos átomos de hidrógeno mediante un enlace tipo σ.

3. La identidad de las operaciones

La identidad se modula también de muchas maneras a través de las operaciones. Por de pronto, a través de las operaciones que explícitamente se ordenan a la construcción de términos idénticos como puedan serlo las operaciones idempotentes o, en general, las autoformantes (véase, «Operaciones autoformantes y heteroformantes (I y II)», El Basilisco, primera época, n° 7 y n° 8) y las transformaciones idénticas. Pero, sobre todo, a través de las operaciones (incluidas las heteroformantes) que, en su condición misma de operaciones, tienen que ver con la identidad por razón de su naturaleza. En efecto, una operación (a diferencia de la mera acción) es un proceso proléptico-teleológico constatable ya en sujetos animales y, por supuesto, humanos (que añaden a los procesos operatorios una determinada normatividad) orientada a obtener determinados objetivos, a través de la ejecución de actos intermedios (medios), unívocos o plurívocos, equifinales, causalmente concatenados. Una operación, en realidad un sistema de operaciones, implica siempre una estrategia (o simplemente un «truco»). Por esto, carece de sentido la operación al margen de un fin proléptico (el curso automático, sin plan ni programa, de una «operación de cálculo», no puede llamarse propiamente operatorio).

Ahora bien, la idea de fin proléptico, cuando desistimos de analizarlo desde coordenadas metafísicas (las causas finales aristotélicas) o, simplemente, mentalistas (el fin como acto de un espíritu libre capaz de crear objetivos que ulteriormente pondrá en ejecución) e intentamos analizarlo desde coordenadas materialistas, parece poder resolverse en la idea de identidad (ver, «Estado e historia (en torno al artículo de Francis Fukuyama)», El Basilisco, 2ª época, n° 11). Partimos de la tesis de que una prolepsis, lejos de «emerger creadoramente» de la mente del sujeto operatorio, procede (o «emerge positivamente») de anamnesis correspondientes. De un modo muy grosero cabría decir, para aproximarnos al asunto, que la prolepsis está propuesta como una reproducción (con las modificaciones pertinentes) de la anamnesis. Por ello, la relación entre anamnesis y prolepsis, en la que hacemos consistir el fin (finis operantis) de la operación, es una relación peculiar de identidad y, por tanto, una modulación de la identidad. Otra cosa es que este finis operantis se ajuste en su ejecución a las líneas previstas, y no por motivos extrínsecos, sino en razón de que la misma concatenación de medios y fines conduzca al proceso hacia [28] un término (finis operis) no representado en las prolepsis e incluso contrario a sus objetivos.

En cualquier caso, las concatenaciones objetivas (automáticas) que hay que suponer implicadas en la ejecución de una operación proléptica podrán incorporarse a operaciones más complejas; operaciones que contarán, como medios interpuestos, con automatismos de diferente grado de complejidad, desde el cepo de los cazadores primitivos hasta un ordenador programado para un cálculo o para regular el vuelo de un misil autodirigido.

El carácter automático no operatorio de las secuencias incorporadas a la estrategia de un sistema de operaciones no significa que la operación haya sido segregada o neutralizada, como proceso β-operatorio que supone la intervención del sujeto operatorio (aunque los automatismos puedan seguir funcionando separados del sujeto). La segregación o neutralización de las operaciones en los resultados α-operatorios tienen otro sentido que no implica tanto su superación cuanto su disociación respecto de los sujetos operatorios. La disociación permite en algunos casos transferir, sin antropomorfismos, el orden objetivo teleológico a las mismas secuencias objetivas, siempre que este fin, como finis operis, sea interpretado como un fin lógico y no proléptico; tal es el caso de los límites de las sucesiones o series matemáticas cuando se consideran como fines de resolución a los cuales tienden dichas sucesiones o series. La función A=n/2(n+1) arroja valores distintos según los valores enteros atribuidos a la variable n, valores que se acumulan en un conjunto o agregado desordenado, si los valores de la variable n se dan al azar. Pero si se eligen según el orden creciente, también los resultados quedarán ordenados de forma tal que, automáticamente, se aproximarán cada vez más al valor 1/2, de suerte que, si pasamos al límite para n→∞, podemos establecer la identidad (expresada como ad-igualdad): (n/2n+1 = 1/2, para n→∞).

§ 6. Los predicables pragmáticos de la identidad

1. La identidad en los autologismos y el «universal noético»

Nos atendremos, evitando la prolijidad, a la modulación más característica que la identidad alcanza a través de los autologismos, a saber, la que se expresa en los universales noéticos, por los que un determinado contenido se multiplica isológicamente (y aun distributivamente) en los diferentes sujetos que lo construyen o lo perciben.

Para que la multiplicación noética tenga lugar y, con ella, la identificación consiguiente de las operaciones multiplicadas en el universal noético (que se «predicará», por tanto, según una modulación característica, de los múltiples actos u operaciones de los sujetos implicados), no es preciso que el contenido multiplicado sea «universal objetivo» (en el sentido de las especies o géneros de Porfirio) porque también una singularidad individual («El Escorial») resulta multiplicada en las retinas de los millones de personas que lo hayan percibido. Así como en la teoría de las probabilidades se equipara la operación «tirar cinco veces sucesivas una moneda a cara o cruz» con la operación «una sola vez y simultáneamente, a cara o cruz, cinco monedas iguales», así en el universal noético cabría equiparar el suceso «ver un mismo sujeto en cinco días sucesivos El Escorial» (identificándolo, «como el mismo templo») al suceso «ver cinco sujetos en el mismo día, El Escorial» («como referido al mismo objeto»). Es evidente que la identificación que en el primer caso se lleva a efecto es un autologismo, mientras que el segundo tiene lugar a través de las figuras de los dialogismos. Un conjunto de veinte observaciones sobre la posición de un astro registradas por una astrónomo Sk podrá hacerse equivalente al conjunto de veinte observaciones de otros tantos astrónomos registradas desde el mismo observatorio y en el mismo tiempo (si las diferencias de posición no se consideran significativas).

Sin duda, las cuestiones más interesantes que suscita el universal noético tienen que ver con estas equivalencias entre los universales noéticos autológicos y los universales noéticos dialógicos; cuestiones que, sin embargo, no podemos abordar en este ensayo. Nos limitamos a encarecer la importancia de las equivalencias que, en determinadas condiciones, tienen lugar entre los universales noéticos autológicos y dialógicos, equivalencias que se alcanzan en el curso de las operaciones tecnológicas, científicas, políticas o jurídicas. Echegaray, en El Gran Galeoto (Acto 2°. escena 4°), no sabemos si en su calidad de dramaturgo o de matemático, hace decir a unos de sus personajes: «...¿Fue una vez? / pues basta. / Si le han visto / cien personas ese día, / es para el caso lo mismo / que el haberse mostrado en público / no un día, en cien distintos.» Husserl, otro matemático, reconoce la estructura de la universalidad noética al establecer su tesis sobre la «universalidad de las significaciones», a las que atribuye la «forma de la especie», precisamente a través de esa multiplicación noética: «la significación mantiene, pues, con los actos de significar... la misma relación que, por ejemplo, la especie rojo con las rayas que veo en este papel, rayas que tienen todas ese mismo color rojo» (Investigación I, §31; Investigación II, Prólogo).

Tanto en el universal noético como en el objetivo tiene lugar el fenómeno de la repetición; hay, sin embargo, una diferencia fundamental, en el caso de los universales distributivos, entre la repetición autológica (que implica una unidad sinalógica entre los actos que repiten) y la repetición dialógica. Por tanto, mientras que la diferencia de los sujetos operatorios, según sus cuerpos, no plantea, en general, problemas especiales (salvo en los casos de cerebros interconectados o entre las representaciones simultáneas del mismo objeto en los dos nervios ópticos, representaciones que se refundirían o identificarían de modo próximo a la idempotencia, en el área 17 de Broadman) las diferencias entre los actos u operaciones noéticas de un mismo sujeto habrán de establecerse según otros criterios. La diferencia, implicada en la repetición, ¿deriva del contenido de los actos, o de los actos diversos, aun referidos al mismo contenido? B. Russell, en su Análisis del Espíritu, Cap. 1, veía así la situación: «el acto es el mismo en dos casos cualquiera en que se dé el mismo tipo de conciencia; por ejemplo, si pienso en Pérez o en López el acto de pensar, considerado en sí mismo, es exactamente idéntico en ambas ocasiones. Pero el contenido de mi pensamiento, el acontecimiento que tiene lugar en mí espíritu, es distinto cuando pienso en Pérez y cuando pienso en López.»

2. La identidad en los dialogismos

La universalidad noética, en la perspectiva de los dialogismos, plantea cuestiones, en cierto modo inversas, a las que se plantean en la perspectiva de los autologismos. Mientras que en estos últimos la dificultad estriba en determinar los criterios de diferenciación de actos u operaciones que [29] pertenecen a una misma unidad sinalógica (en terminología de Dilthey: a la misma interconexión comprendida en una ciencia, Erlebnis), en los dialogismos la dificultad principal estriba en determinar los criterios de identificación de actos u operaciones que tienen lugar en sujetos corpóreos diferentes y discretos (incluso en los casos de unidad de «siameses») y cuyas diferencias entran en la constitución de los fenómenos, si por fenómeno no entendemos simplemente, al modo de Kant o de Husserl, algo así como la «aparición del objeto ante un sujeto absoluto», sino la aparición de un objeto ante un sujeto en tanto se supone diferenciable del fenómeno que aparece ante otros sujetos, aun cuando a ambos se les atribuye la misma referencia.

Supondremos que tan sólo si partimos de una situación originaria de interacción física (por ejemplo, a través del lenguaje) entre sujetos corpóreos (es decir, si prescindimos de los sujetos cartesianos y, en general, de cualquier tipo de solipsismo) podremos dar cuenta de las universalidades noéticas que se desarrollan en una perspectiva dialógica. Partiendo de esta situación de interacción de sujetos corpóreos, pueden alcanzar cierto sentido algunas analogías entre lo universal noético y el universal noemático, como la siguiente, referida a la llamada «ley de crecimiento inverso de la extensión y de la comprensión de los conceptos universales»: «a menor comprensión de un concepto, es decir, a mayor sencillez del mismo, mayor extensión de su universalidad noética»; de otro modo, cuanto más sencillo sea un concepto, mayor número de individuos podrán reproducirlo, es decir, entenderlo.

3. La identidad normativa

Tampoco podemos hacer aquí otra cosa sino llamar la atención sobre las modulaciones de la identidad que podrían tener lugar a través de la figura de las normas. Como ya hemos indicado, la modulación más específica de la identidad, en el contexto de las normas lógicas, tiene que ver con las operaciones autoformantes. Esta modulación se hace explícita en la llamada, precisamente, «lógica de la identidad», tanto si ésta se interpreta en un campo objetual (que contempla la identidad de términos o clases, a=a), como si se interpreta en un campo proposicional (siguiendo la tradición estoica, como subrayó Lukasiewicz). En este último campo (que es, en realidad, un campo de símbolos tales como «p», «q»..., definidos según reglas características), la norma de la identidad se expresa por la fórmula p→p, o bien por la llamada regla (o ley) de la sustituibilidad, Vxy (x=y)→Fx↔Fy, significando que dos términos x,y son idénticos si lo que es verdad de x lo es también de y (por lo que sería posible sustituir el uno por el otro). La llamada «paradoja de la identidad», formulada por Th. Moro Simpson se presentará cuando utilizamos descripciones definidas (en el sentido de B. Russell), como si fueran nombres (Cervantes = el autor del Quijote), porque entonces la identidad no cabrá referirla a objetos, sino sólo a nombres sinónimos (lo que convertiría a la identidad en algo trivial).

Final

Dos resultados «globales» del esbozo de análisis que precede subrayaremos en este final

Ante todo, la tesis a la que nos hemos referido de vez en cuando por medio de la fórmula: «la identidad no es idéntica» y que podríamos reexponer en terminología tradicional, diciendo, sencillamente, que la idea de identidad no es unívoca, sino análoga, y con analogía tanto de proporción simple, como compuesta. Esto significa, prácticamente, desestimar la regla que, implícita o explícitamente, actúa en el sentido de inducirnos a apelar a la idea de identidad (o a un «principio de identidad», en general) para dar cuenta de las identidades específicas e incluso rigurosamente conceptualizadas en cada una de esas modulaciones (por ejemplo, para dar cuenta de los diversos principios de conservación de la Química o de la Mecánica); significa, en cierto modo, y de acuerdo con el orden general, que son las Ideas las que se «abren caminos» a partir de las categorías; significa, en resolución, proponer la sustitución de tal regla por su contraria, a saber, la regla que nos induce a considerar el principio de conservación de la masa, en Química, o el de la conservación del número bariónico, o el de conservación del momento cinético, o el principio de la inercia, como puntos de partida para dar cuenta del «principio de identidad» en Ciencia Natural. Porque no son estos principios, o estas modulaciones, tan distintas entre sí y a veces incluso incompatibles, algo que pueda derivarse de una misma «identidad», o de un mismo principio de identidad, sino, por el contrario, es esta identidad, o este principio, lo que tiene que ser «explicado» a partir de las modulaciones particulares. Tampoco podemos derivar, salvo algebraicamente, la ley de la gravitación de Newton y la ley de Coulomb, de una fórmula tipográfica tal, como la consabida F=k(m1∙m2)/d²; esta fórmula es la que tendrá que ser explicada como común a las dos leyes citadas.

Sobre todo, la presentación de un amplio «repertorio» de estas modulaciones de la identidad, que cabría aducir [30] como «prueba» de la tesis primera (y lo sería, de modo definitivo, si tales modulaciones, o al menos algunas, fueran reconocidas como tales). Y cuando la tesis se contempla conjuntamente con sus «pruebas» puede parecer obvia, aunque las pruebas no sean enteramente tenidas como válidas, por la sencilla razón de que, al menos, por el hecho de haberlas presentado, y aun cuando sean finalmente dejadas de lado, abrirán la posibilidad de esperar otras pruebas alternativas.

Sin embargo, la situación que observamos al respecto tiene otros aspectos: se dirá que quienes utilizan en la vida cotidiana (en la vida política, psicológica, cultural) el término «identidad» proceden como si este término fuese unívoco o, por lo menos, como si todas las modulaciones de la identidad (por ejemplo, todos los principios de conservación) brotasen de una misma fuente, más o menos oculta o misteriosa (la «tendencia a la identidad del Ser», o la «tendencia a la identidad del Espíritu»). En efecto, el sujeto de atribución del término identidad suele estar dado autocontextualmente («es preciso defender nuestra identidad»); y sus modulaciones, aunque confusamente, se utilizarán como si estuvieran subordinadas a una modulación sobreentendida, que es la que se utiliza de hecho, convirtiéndola, por tanto, en modulación única. Ahora bien, cualquiera que sea la modulación de hecho utilizada, sólo el contexto podrá determinar de qué se trata.

Más aún. Como una tal determinación de la modulación de la identidad utilizada, en tanto que necesariamente, si quiere ser «activada», propende a «empujar hacia el fondo» a las demás (la proclamación de la identidad de un pueblo es, ante todo, una «reivindicación»), la tendencia hacia el uso del término identidad en sentido unívoco se incrementará en el proceso mismo de la reivindicación. Por ejemplo, cuando en política un pueblo, o una cultura –que forma parte de una sociedad política o de un todo complejo o de un círculo cultural más amplio– reivindica, a través de sus ideólogos, su identidad a secas, aduciendo como prueba determinadas «señas de identidad», lo que quiere dar a entender es, la mayoría de las veces, la reivindicación de su identidad como parte separable de un todo determinado (la sociedad política o el círculo cultural) al que, por motivos diversos, se considerará como accidentalmente unida. «Identidad» significará aquí, por tanto, propuesta de separación o secesión de una unidad fenoménica respecto del todo conceptual de referencia; pero en lugar de utilizar el concepto de secesión o de separación –que, en todo caso, constituiría una condición sine qua non para que esta identidad reivindicada formalmente pudiera comenzar a llenarse de contenido– se utilizará, con evidente petición de principio (porque se comienza suponiendo que la unidad de referencia no está fundada precisamente en su identidad «envolvente»), el concepto de identidad (de ahí el postulado de «autodeterminación» que acompaña a la identidad reivindicada; de ahí también la equiparación de las «señas de identidad» y los «hechos diferenciales», como si los hechos diferenciales fuesen siempre los más profundos o los más valiosos, salvo que se trate es de utilizarlos como justificaciones para la separación). Por consiguiente, la idea de Identidad aparecerá aquí orientada en un sentido claramente univocista, que da por supuesto que lo que se reivindica es esa identidad secesionista o ninguna y que, en todo caso, la reivindicación de la «propia identidad» es un derecho fundamental inalienable vinculado al mismo conatus constitutivo de cualquier entidad viviente (empezando por el feto maduro que tiende a segregarse de su madre impulsado por su «propia identidad»).

Como recordábamos al comienzo de este ensayo, Platón, en El Sofista, había ya expuesto la «paradoja de la identidad» o, si se quiere, la contradicción según la cual lo mismo (lo idéntico) es tanto lo que permanece en reposo (incluyendo aquí al estado estacionario), como lo que consiste en un movimiento cambiante (es decir, ni siquiera en un flujo estacionario). La paradoja de Platón debiera ser suficiente advertencia para no mentar la identidad (ni siquiera la propia identidad) a secas, como razón, motivo o causa de una decisión, proyecto, principio, regla, norma o estructura, que se pretende encarecer. Y todo esto porque la idea de identidad no es unívoca, sino análoga; y, ante todo, análoga de atribución, es decir, equívoca, porque contiene, en su fondo, aunque de modo conjugado, la dualidad entre los componentes sinalógicos e isológicos que se diversifican en las múltiples variedades de parámetros isológicos o sinalógicos. Pero esto equivale tanto como pedir a quien invoca un principio de identidad o, sencillamente, reclama «el derecho a su propia identidad», que comience por reformular sus pretensiones o sus proclamas, prescindiendo de esta idea general y conceptualizándolas en términos característicos. Si se trata, pongamos por caso, del «principio de Lavoisier», la justificación, en virtud de la cual se exige que la masa constituida por los reactivos, contenidos en el dispositivo, si éste está aislado, que pesan, al comenzar el proceso, 250 grs., siga pesando, después de la reacción, los mismos 250 grs., no habrá que buscarla ni en la identidad metafísica de la materia («en la Naturaleza nada se crea ni se destruye»), ni en la identidad subjetiva del espíritu («el principio de Lavoisier es un postulado del sujeto psicológico»), sino en la estructura gnoseológica característica del dispositivo o contexto determinante, en función del cual se establece el principio como un «principio de cierre» cuya validez depende, en todo caso, de su mismo cumplimiento.

Así pues, aunque la idea general de identidad no pueda prescindir de sus modulaciones, la conceptualización de estas modulaciones ha de poder prescindir, en lo posible, de la representación de esta idea (que, sin embargo, está siendo ejercitada); las modulaciones de la identidad habrán de hacerse presentes «por sí mismas». Tampoco la idea de «Cosmos» –o de «Naturaleza»– puede utilizarse, salvo por quienes se acogen al estilo metafísico de pensar, para dar cuenta de las ordenaciones especiales contenidas en ese Cosmos, o para dar cuenta de las «naturalezas» particulares: es a partir de esos «cosmos particulares» o de esas «naturalezas particulares» como podemos dar cuenta de la idea global de Cosmos, o de la idea global de Naturaleza, en general.

La trituración de esta supuesta, al menos en el terreno pragmático, simplicísima idea unívoca de identidad no sería suficiente, sin embargo, para frenar o desviar la fuerza de quienes buscan conseguir sus objetivos amparándose en la «bandera de la identidad». Tampoco podemos esperar de nuestros análisis la disolución de una ideología univocista de la identidad que deriva de fuentes propias. Lo único que buscamos es mostrar a terceros la confusión y oscuridad de quienes reivindican la identidad de su pueblo, de su cultura o de su ego, sin tomarse la molestia de precisar a qué modulación de la idea de identidad se están refiriendo en sus reivindicaciones; o si esta modulación es digna o indigna.

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{1} Para la distinción isológico/sinalógico, conceptos conjugados y, en general, para la consulta de cualquier concepto, idea o acepción propia del materialismo filosófico, remitimos a: Pelayo García Sierra, Diccionario Filosófico. Manual de materialismo filosófico. Una introducción analítica (de próxima publicación).

 

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Textos de Gustavo Bueno El Basilisco