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  El Basilisco (Oviedo), nº 21, 1996, páginas 60-61
  Actas de las II Jornadas de Hispanismo Filosófico (1995)

En torno a Ortega
y la estética


Rafael García Alonso
Madrid
 

Mis trabajos sobre la historia del pensamiento español son relativamente recientes. Uno de los aspectos claves de mi libro Ensayos sobre literatura filosófica. G. Simmel, R. Musil, R.M. Rilke, K. Kraus, W. Benjamin y J. Roth (Siglo XXI) era el análisis de la relación atención / distracción en la experiencia estética. A este respecto se aludía a una observación de Ortega y Gasset. En mis primeros años de carrera mis lecturas de este autor me habían hecho comprender que la filosofía no estaba necesariamente emparentada con la oscuridad. Sin embargo, fue el estudio de algunos aspectos de la estética de Georg Simmel los que me animaron a estudiar la de Ortega. A ello contribuyó decisivamente la invitación en 1993 de los profesores Jacobo Muñoz Veiga y Jaime de Salas –con la mediación de la profesora Ana María Leyra– para participar en el proyecto «Estética y filosofía de la cultura en Ortega y Gasset». Asistí a varios Seminarios que se celebraron en la Fundación Ortega y Gasset así como a unas Jornadas celebradas en Toledo en mayo de 1995. He dedicado también un curso anual y otro cuatrimestral a la estética de Ortega en la Universidad Autónoma de Madrid.

Los frutos de tales actividades han sido hasta el momento los siguientes: El artículo «De lo uno a lo otro. De Antonio Machado a José Ortega y Gasset», publicado en la revista Cuadernos Hispanoamericanos (nº 548, febrero 1996). La redacción del libro El náufrago ilusionado. La estética de Ortega y Gasset, que será publicado por la editorial Siglo XXI en el primer trimestre de 1997. Un borrador de este libro, junto a otros seis títulos, fue considerado en la última votación del Premio Anagrama de Ensayo del año 1994. La editorial Siglo XXI ha tenido la amabilidad de permitir que uno de los subapartados del primer capítulo sea publicado en este número de El Basilisco. Como justificación de este estudio cabe decir que, por sorprendente que parezca, la estética de Ortega y Gasset no había sido estudiada en profundidad hasta ahora. Existían artículos, pero ninguna monografía que se ocupara de analizar en qué consiste lo que Ortega denomina el «orbe estético», incluyendo su estructura, proceso de formación, o la relación al artista y su época. He intentado analizar el hilo subterráneo que recorre la estética dispersa –pero coherente y de gran interés– del filósofo madrileño.

Con el tercer fruto de los estudios que he dedicado a la estética de Ortega en la Universidad Autónoma de Madrid mi aportación se reduce a dirigir los de la becaria Gemma del Olmo Campillo. Gemma se ha planteado como tema de investigación la presencia de la estética y de las artes plásticas en la primera época de la Revista de Occidente (1923-1936). En primer lugar ha clasificado los artículos, reseñas y noticias referidos –de forma directa o indirecta– a esos temas. En segundo lugar, está identificando los autores que realizaron ilustraciones para aquella primera etapa de la Revista. En tercer lugar, se propone realizar un estudio pormenorizado sobre la presencia de la estética y de las artes visuales –incluyendo el cine– en el período citado.

Transcribo a continuación el texto prometido. Cito por las obras completas.

Proximidad del artista al filosofo

Una de las cualidades unánimemente reconocidas de Ortega es la extraordinaria calidad de su prosa. Sobria, clara, rica en ejemplos, amena, y llena de atractivas imágenes. La vocación de la escritura de Ortega es, empero, filosófica y su riqueza artística le está subordinada. Como esteta, el filósofo reflexiona fundamentalmente sobre las creaciones artísticas. Pero, pese a que artista y filósofo no deben confundir sus funciones, les une un cierto parentesco derivado de su carácter de «contempladores», el cual se cumple en cada uno de ellos de forma diferente. Es más, esa afinidad les coloca, en cuanto actúan como tales, en una situación inusual respecto a la vida cotidiana. Como es sabido, según Ortega permanentemente el hombre tiene que «hacer» su vida para poder sobrevivir. De continuo, y hasta para abordar el instante siguiente, ha de hacerse proyectos coincidentes o no con el auténtico e íntimo proyecto vital. Se lleve a cabo o no tal proyecto, se ejecute o no, la vida nos impele continuamente a la acción. La realidad nos urge a actuar, y haciéndolo nos obliga a «entrar nosotros en ella y quedamos absorbidos en su poder, entregados a sus violentos influjos» (II, 90). Actuamos para modificar la realidad garantizando nuestra supervivencia e intentando llevar a cabo nuestros propósitos. Pero para realizar éstos, hemos de partir, incluso si queremos modificarlo, del mundo que nos es circunstancial. La vida activa exige, pues, actuar siendo el fin más inmediato el de sobrevivir en esa misma realidad. De ahí, el político es un caso paradigmático, que se actúe para algo, pendientes de las consecuencias (II, 17) de la acción. La actitud, pues, usual, es la del «utilitarismo vital» (II, 311), el cual al hacer dependiente nuestra conducta de sus resultados exige de nosotros una «participación sentimental» (III, 369) que nos hace inevitablemente subjetivos. No tenemos interés a este respecto en la realidad en sí misma, sino porque nos es útil para otras cosas.

Por el contrario, «en la vida contemplativa parece más bien que el individuo absorbe [..la realidad..] dentro de sí, la desrealiza (...) convirtiéndola en imagen o idea» (II, 90) Ya está, pues, implícito en este texto de 1910, lo que en 1914 constituirá el núcleo sintético, el tema por decirlo de forma orteguiana, de la filosofía de nuestro autor. A saber, la relación entre el yo y la circunstancia. En el celebre texto de Meditaciones del 'Quijote': «yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo» (I, 322) se vislumbra que se prefiere absorber la circunstancia que ser absorbido por ella. Que se prefiere, y se considera mejor, la vida contemplativa a la activa, aún admitiendo que ésta última es la básica e imprescindible. Ahora bien, lo esencial de la vida contemplativa es que en ella no se realiza la realidad, sino que se desrealiza, bien sea en forma de imagen, que es lo que hacen los artistas, o en forma de idea, que es lo que hacen los filósofos. Lo característico, en suma, de la vida contemplativa y de los contempladores es que se distancian de la realidad con el fin de reflejarla (II, 90), se lee en el mismo texto de 1910. Pero, pese a que se aluda a la finalidad, no hay nada de utilitarismo. En la contemplación la realidad queda modificada, ante todo, en cuanto forma de conciencia. Se pasa de la cosa material, sensible, real, al objeto inmaterial, insensible e irreal que son tanto la imagen como la idea. Gracias precisamente al des-interés, a la distancia instaurada, a la no imbricación sentimental, se hace posible la contemplación de «las realidades vividas (...) en su pureza objetiva» (III, 369).

Los contempladores son, señala acogiéndose a Platón, los «amigos de mirar» (II, 17). Los artistas, lo sensible. Los filósofos, los teorizadores, lo inteligible. En ambos casos «interesan las cosas aparte de sus consecuencias» (II, 17), y por contraposición al hombre –a ellos mismos– en su actuar cotidiano su actitud favorece la objetividad. Ahora bien, aunque ni la imagen ni la idea sean cosas, sino objetos desmaterializados, ambos tipos de contempladores deben ascender dialécticamente hasta ellos a partir de lo sensorial. Es más en el poeta, dice en un texto sobre Machado aplicable al artista en general, siempre estará presente –y no así en el filósofo– «esta dimensión de la sensualidad» (I, 572). Es decir, de lo fenoménico. En ambos casos, con todo, se trata de profundos contempladores que se hacen preguntas esenciales. «El pintor comienza por preguntarse qué elementos del Universo son los que deben trasladarse al lienzo; esto es, qué clase de fenómenos son los pictóricamente esenciales. El filósofo, por su parte, se pregunta qué clase de objetos es la fundamental» (IV, 456) En ambos casos, la actividad contemplativa deriva en una peculiar actividad –o realización, o ejecución– des-realizadora. Es decir, los contempladores al reabsorber la circunstancia dan lugar a objetos construidos –no a fenoménicos y encontradas cosas– según cada uno su peculiar proceder. Los artistas construyen entes artísticos. Los sistemas filosóficos. más pretenciosos, aspiran a «reedificar conceptualmente el Cosmos partiendo de un cierto tipo de hechos que se consideran como los más firmes y seguros» (IV, 456).

Ni a la actividad artística ni a la filosófica les está vedada otra forma de sensualidad, el goce obtenible en su propio ejercicio, es decir, el contemplativo. Así, el arte es «un deleitarse en la contemplación» (III, 304). Pero también, y con peculiar énfasis, Ortega nos anima a dejarnos llevar por «la delicia de intentar comprender» (III, 386). En algunos de sus textos, se hace patente incluso –algo que el filósofo no se permite habitualmente– la expresión de una «alegría intelectual» (V, 298) que tiene por asiento la convicción de que «la vida humana es maravillosa» (II, 232). Casi, si se nos perdona la exageración, una cierta forma de mística. No la wittgensteiniana del asombro ante el hecho de que las cosas sean, sino del gozo ante la curiosidad y la locuacidad que pueden suscitar en nosotros: «¿Son de tal suerte maravillosas las cosas todas del mundo! ¿Hay tanto que decir sobre la menor de ellas!» (II, 308). De la satisfacción, dice al introducir una conferencia, de hablar «a ustedes de algo» (VII, 433). Y, con ello, de la singular generosidad, y del comedido orgullo, de ofrecer «posibles maneras nuevas de mirar las cosas» (I, 318). Nuevas perspectivas gracias a la renovación y ensanchamiento del mundo mental. En este sentido, los dos tipos de contempladores compartirán otro aspecto: su autoprohibición de repetirse. Como veremos, en arte la repetición –de otros, de un estilo o de sí mismo– es una falta intolerable. Paralelamente, y pese a la tendencia de la filosofía a tejer sistemas, resultaría intelectualmente insoportable que no quedara nada por decir o investigar, y que debiéramos conformarnos con «la aburrida faena de repetir» (VIII, 557).

La certeza de que el mundo es un filón de suculentos enigmas en el que el filósofo puede adentrarse se da la mano con la satisfacción de que ninguna realidad puede «ser trivial ante el entendimiento» (VIII, 588). Con que ninguna de ellas puede ser desdeñada, que todas merecen ser atendidas. Y de que es obligación del filósofo –en la peculiar forma de desrealización que opera gracias a la sistemática organización de los conceptos– procurar que una vez seleccionado un hecho éste sea llevado «por el camino más corto a la plenitud de su significado» (I, 311), tal como se nos dice en las Meditaciones del 'Quijote'. Profundizar en él. Ahora bien, se nos dice en el mismo ensayo, la profundidad de algo es «lo que hay en ello de reflejo de lo demás, de alusión a lo demás (...) El 'sentido' de una cosa es la forma suprema de su coexistencia con las demás» (I, 351). Y la misión de esos «pedantes de oficio» (V, 243) que son los filósofos, reside en que como resultado de su contemplación deben ofrecer definiciones. «Definir lo que es» (III, 423). Y, para ello, analizar la interconexión del universo, conscientes del peculiar punto de vista desde el que se habla o escribe. No está de más precisar que no todos los escritores realizan esta labor. Ortega se pronuncia con crudeza contra la datofagia que perpetran eruditos y, a menudo, «entendidos» en –por lo que nos interesa especialmente– arte. Frente al positivismo que había triunfado en algunas de las generaciones anteriores, Ortega explicita que la misión de la filosofía no consiste en acumular hechos, sino en «pura síntesis» (I, 317) entendiendo por ello, tal como estamos viendo, averiguación de sentidos, interconexión, profundización. Tal posición se deja percibir en otras esferas que ahora nos limitamos a introducir. En ontología: pues las materias fenoménicas que nos hacen frente se hallan estructuradas por formas esenciales. En epistemología: pues, el investigador no debe limitarse a los datos con que cuenta sino que debe «imaginar hipótesis que los expliquen, que los interpreten porque todo hecho es por sí equívoco» (VII, 514). En antropología: pues, más allá del cuerpo y del alma podemos hablar del yo.

 

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