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  El Basilisco (Oviedo), nº 21, 1996, páginas 28-30
  Actas de las II Jornadas de Hispanismo Filosófico (1995)

Los periódicos y la literatura efímera
como fuentes para la historia
del pensamiento español


Fernando Tomás Pérez González
Cáceres
 

Parece existir hoy, dentro de la naciente comunidad de historiadores del pensamiento español, un consenso generalizado con respecto a la necesidad de investigar más allá del ámbito de las producciones estrictamente filosóficas. Así, por ejemplo, cuando José Luis Abellán comenzaba en 1979 la publicación de su Historia crítica del pensamiento español, presentaba esta vasta empresa como una «historia de las ideas», queriendo indicar con ello que, aun cuando se otorgara una lógica prioridad en sus páginas al estudio de las doctrinas netamente filosóficas, dicha historia habría de estar constituida también «por toda la gama de ideas políticas, literarias, estéticas, &c.» (Abellán, 1979, 79). Similar actitud reflejaban las palabras de Diego Núñez y José Luis Peset, cuando en su estudio sobre Marginados españoles de los siglos XVIII y XIX se referían a la necesidad de superar los residuos de la historiografía decimonónica –centrada casi exclusivamente en las grandes figuras–, para ir incorporando a la historia del pensamiento español «las recientes aportaciones de la metodología de la recepción, que nos procurarán la sorpresa de descubrir cómo textos hasta ahora despreciados fueron mucho más leídos y tuvieron más repercusión que algunos otros considerados como hitos esenciales de nuestra historia» (Núñez y Peset, 1983, 15). Más recientemente, y en la misma línea de pronunciamientos, Antonio Heredia Soriano reconocía que la asunción de dicha metodología le había conducido «a una dinámica investigadora centrada en la recuperación de los tiempos perdidos, de las épocas deslucidas, de los perfiles difusos, procurando de esta forma llenar algunos de los huecos más desatendidos de nuestra historia filosófica contemporánea» (Heredia, 1994, 798)

Podríamos seguir acumulando testimonios en el mismo sentido. Y sin embargo, hemos de reconocer que tan generalizado acuerdo metodológico no siempre alcanza a plasmarse en la práctica historiográfica concreta. Las razones de esta resistencia pueden achacarse al tipo de formación académica recibida por esta comunidad y al influjo que sobre ella sigue ejerciendo el modelo de las viejas tradiciones historiográficas.

Francisco Sánchez-Blanco Parody, que también postula la necesidad de rastrear el flujo de las ideas más allá «del canon de los textos propiamente filosóficos», en periódicos, cartas y demás documentos expresivos de las preocupaciones teóricas de una época, ha afirmado, no sin parte de razón, que tal actividad «estaba un poco descuidada en España porque los filósofos de profesión se ocupan con preferencia de los grandes sistemas extranjeros y los historiadores de la literatura española acotan demasiado estrechamente el terreno de la investigación dejando de lado las implicaciones filosóficas de los textos que analizan» (Sánchez-Blanco, 1991, 12). Es posible que la formación académica de una gran parte de los estudiosos del pensamiento español los haga proclives al modelo –más historiosófico que historiográfico– que comúnmente suele adoptarse en las grandes historias de la filosofía universal. Para la gran mayoría de los historiadores de la filosofía, el único texto digno de análisis es aquél que ha ingresado en el corpus de la historia universal del pensamiento, esto es: el que ha tenido repercusiones dentro del marco estrictamente filosófico, aun cuando no haya alcanzado influjo social fuera de los estrechos márgenes de la comunidad académica. Por ello, tales «historiadores» se limitan al análisis e interpretación de ediciones canónicas y conjuntos doxográficos, con el apoyo exclusivo de las monografías y de la literatura crítica que se haya generado en torno a los autores seleccionados. No acuden a los archivos, no trabajan con las fuentes primarias y apenas se ocupan de profundizar en el estudio del contexto en el que surgieron las diversas doctrinas. Estos historiadores-filósofos, suelen verse a sí mismos como hermeneutas encargados de desentrañar lo que realmente quisieron decir los filósofos, desentendiéndose de la recepción social que de los grandes textos hicieron sus contemporáneos. Analizan las grandes obras, buscan relaciones intertextuales, posibles puntos de contacto o los paralelismos entre las distintas producciones filosóficas; pero suelen dejar a un lado los avatares la difusión de las ideas, las reelaboraciones que éstas sufrieron en el ámbito de la vida social cuando alcanzaron a ejercen un influjo extra-académico, porque entienden que el estudio de ese «subproducto» cultural no les compete a ellos, sino a los historiadores de las ideologías o de las mentalidades.

Es discutible, desde luego, que un historiador de la filosofía pura deba proceder así, pero ciertamente es mucho menos admisible que pueda trasladarse este tipo de metodología al ámbito de la historia de la filosofía española, un ámbito que no puede nutrirse exclusivamente del estudio de ideas estrictamente filosóficas. Y sin embargo, hay que reconocer que sobre los hábitos intelectuales de buena parte de nuestra comunidad investigadora, gravita el peso de una formación casi exclusivamente filosófica, que a muchos de sus miembros los hace refractarios al manejo de las fuentes primarias, de las series documentales, de los fondos archivísticos y en general cualquier género de manuscritos.

Pero quizá influya también el peso excesivo de una cierta tradición decimonónica. Porque, en efecto, los grandes maestros, los fundadores de la historia del pensamiento español (Menéndez Pelayo, Gumersindo Laverde, Bonilla y San Martín, &c.), bibliófilos eminentes todos ellos, solían componer sus libros utilizando con preferencia obras –en su mayoría impresas– de autores que podían consultar directamente en sus ingentes bibliotecas particulares. Una excesiva dependencia de las líneas trazadas por estos venerables predecesores, explicaría también que los investigadores de hoy se centren en las fuentes bibliográficas mayores y descuidando los folletos o la prensa, dejen prácticamente inexploradas las riquísimas fuentes documentales manuscritas.

Creo, finalmente, que existe un cierto miedo a la pérdida de identidad profesional, a ser confundidos con los historiadores de la literatura, de las ideologías o de las mentalidades. Y es cierto que las fronteras epistemológicas de la historia del pensamiento no están nítidamente trazadas, que es muy difícil determinar en qué proporción debe ser la suya una tarea histórica o en qué medida debe ser una actividad netamente filosófica (Antonio Pintor-Ramos, 1978, 54). Pero esta posible coincidencia con sectores historiográficos próximos (en cuanto al método, o en cuanto al objeto de conocimiento), debería estimular la interdisciplinariedad en vez de provocar una retracción defensiva hacia los orígenes gremiales.

Por lo demás, la ausencia de grandes sistemas, e incluso de tradiciones filosóficas genuinamente españolas, nos obliga a los miembros de la naciente comunidad de investigadores del pensamiento español –sean cuales fueren las tendencias particulares de origen de cada uno de nosotros– a acotar un objeto de estudio que rebasa el ámbito de la filosofía pura y se solapa con el de la historia de la literatura, de las ideas políticas, pedagógicas, religiosas, científicas, &c. Por ello, pensamos que la diferencia que debe distinguir a la historia del pensamiento español de estas otras disciplinas ha de concretarse en el enfoque, más que en la metodología propiamente dicha, o en la selección de las fuentes. Y de igual manera que los historiadores de la literatura (por ejemplo) no desprecian a los autores secundarios o a las obras menores, ni ahorran tampoco esfuerzos en hacer revisiones sistemáticas de fondos hemerográficos, diarios personales, correspondencias privadas, documentos manuscritos y demás papeles inéditos, también sería aconsejable que la historia del pensamiento español discurriera por similares cauces de investigación.

Por otra parte, el atender a los fenómenos de recepción, transmisión y uso social de las doctrinas, no impide que el investigador atienda también al estudio de la articulación personal y existencial que todo sistema de pensamiento comporta cuando se lo considera individualmente o en sus relaciones con otros textos del mismo género. Un enfoque personalizado y una atención preferente por las ideas especulativas (metafísicas, morales o estéticas) aun cuando no tuvieran un influjo significativo sobre los comportamientos colectivos, son quizá los signos de identidad que deben caracterizar la historia del pensamiento español, diferenciándola de la historia de las ideologías o de las mentalidades.

* * *

Sobre toda esta cuestión, Antonio Elorza ha hecho unas acertadas advertencias que, aunque se refieran a la esfera del pensamiento político, vienen al hilo de lo que venimos diciendo y muy bien pueden aplicarse al conjunto de la historia del pensamiento español. Insiste en ellas sobre el peligro que corremos de desvirtuar el análisis histórico si lo restringimos a los textos impresos, o seleccionamos solamente a aquellos que adquieren formato de libro. Dice Elorza, que esta tendencia restrictiva a utilizar «como fuente única de selección la supervivencia del texto (lo que privilegia a «la galaxia Gutenberg» y, dentro de ella, al libro) ha venido provocando anacronismos y desviaciones» (Antonio Elorza, 1976, 77).

El segundo objeto de nuestra comunicación es, precisamente, el de aportar algún ejemplo concreto de este desenfoque que se produce cuando reducimos el objeto de estudio a los libros, desatendiendo las fuentes hemerográficas. Para ello hemos seleccionado algunos ecos tempranos de la filosofía idealista alemana, recogidos en la prensa del Trienio Liberal, que pasaron inadvertidos para quienes han estudiado la recepción de estas doctrinas en España. Se trata, desde luego, de citas muy puntuales, pero en absoluto irrelevantes, puesto que reflejan, ya desde estas fechas, la incipiente demanda social de una filosofía espiritualista, armonizable con el cristianismo y que al mismo tiempo respondiese a los intereses de una burguesía secularizada y liberal. En este sentido, podría hablarse ya del inicio de esa corriente de simpatía o de interés por la filosofía germana, que culminaría con la adopción del pensamiento krausista como uno de los elementos vertebradores del reformismo español.

Cierto es que las dos referencias no constituyen sino un modestísimo reflejo del gran universo filosófico que encierra la filosofía postkantiana, universo que seguramente habría sido entrevisto someramente gracias al célebre libro de Madame de Staël De l'Allemagne (Londres, 1813). Pero al comunicar estos dos hallazgos queremos, ante todo, poner de manifiesto esta necesidad de abrir la retícula de análisis, dando cabida a textos de cultura que se recogen en lo que podríamos llamar «literatura efímera», esto es: periódicos, folletos, memorias, panfletos, hojas volanderas, &c. Literatura efímera es, en efecto, al menos en relación con aquella otra que se configura como libro y que es «físicamente perenne» por su factura o condición material (de impresión, volumen, calidad del papel, encuadernación, &c.), menos vulnerable al paso del tiempo, a la labor de expurgo de los humanos o a la «crítica» demoledora de los ratones. Es indudable que, incluso en los casos en que el interés de un libro no sea excesivo, tiene éste –por su mera condición de libro– más oportunidades de sobrevivir a la destrucción y el olvido que cualquier folleto o cualquier periódico, por muy valioso que sea su contenido.

El periódico, sobre todo el diario editado en formato «tabloide», constituye la «literatura efímera» por excelencia, la que es verdaderamente caduca y difícilmente se conserva para la posteridad. Sin embargo, este tipo de fuentes hemerográficas han de ser tenidas muy en cuenta a la hora de analizar los fenómenos de tráfico intelectual de las ideas filosóficas o políticas, puesto que, con frecuencia, llegaron a ser una auténtica «cabecera de puente» que facilitó la recepción y asimilación de novedades teóricas por parte de una comunidad determinada. Porque, en efecto, sistemas de producción del libro, siempre complejos y costosos, exigen la previa existencia previa de un público potencial que amortice los costes de este tipo de empresas. Por ello nunca se publica nada en formato libro sobre temas que sean completamente desconocidos, o carezcan de interés para una comunidad determinada. En cambio, el periódico o la revista, por su menor coste de producción y por su naturaleza miscelánea, sí que permite la incorporación de novedades, intercalándolas con temas de interés más general. Los «artículos comunicados», las recensiones de libros o reseñas de conferencias recogidas de los periódicos extranjeros, que habitualmente hallamos en la prensa culta española, constituyeron un ancho cauce de penetración de novedades filosóficas, actuaron como fermento del interés social y como elemento generador de un público posible para futuros libros sobre tal o cual tema, en principio minoritario.

Es, por otra parte, un hecho innegable que la censura sobre la prensa fue, por comprensibles razones técnicas, más permeable a la introducción de novedades heterodoxas que la que se ejercía, con más tiempo y minuciosidad, sobre libros y folletos.

Unos y otros motivos, hacen posible la explicación del por qué las referencias a Comte, Krause o Darwin (por poner tres ejemplos significativos) aparecieron en la prensa española veinte o treinta años antes de que se publicaran sus obras o fuesen objeto de estudio en libros y monografías.

* * *

La primera mención que hemos encontrado a la filosofía postkantiana apareció en el número 93 de la Miscelánea de comercio, política y literatura, correspondiente al 1 de junio de 1820, y se halla contenida en un resumen de ciertos sermones patrióticos pronunciados por magistral de Antequera Pedro Muñoz Arroyo, en los que se citaron los nombres de Fichte y Schelling, que el periódico transcribía, por cierto, con ortografía incorrecta.

El director o redactor principal de la Miscelánea era el célebre Francisco Javier de Burgos, antiguo afrancesado y futuro ministro (de Fomento en 1833, de Gobernación en 1843), que le dio inicialmente a este periódico un tono de reformismo moderado, tono que se iría degradando con el curso de los acontecimientos del Trienio Liberal, hasta terminar confluyendo con los corifeos de la contra-revolución. En opinión del historiador Gil Novales (1027-7), fue éste uno de los periódicos más influyentes del momento: se cree que llegó a tirar de 8 a 10.000 ejemplares, que según los cálculos propios, efectuados en diciembre de 1820, llegarían a 4 o 5.000 lectores. La Miscelánea se contó –junto con El Censor, órgano también de los antiguos afrancesados– entre los periódicos que mejor atendieron a las novedades filosóficas, haciendo gala de una notable calidad literaria e intelectual.

La cita de estos sermones se hizo a propósito de una reflexión sobre la conveniencia de alentar los pronunciamientos del clero a favor de la Constitución. Muchas de las noticias aparecidas en la prensa de la época testimonian una fuerte resistencia de la mayoría de los sacerdotes a cumplir con la disposición gubernamental que ordenaba explicar la Constitución en las iglesias; pero de vez en cuando se recogían también, como casos ejemplarizantes, iniciativas patrióticas llevadas a cabo por eclesiásticos (algunos de ellos beneficiarios directos de la desamortización y venta de propiedades del clero regular) que ensalzaban desde el púlpito las excelencias evangélicas del código constitucional, o trataban de demostrar su «armonía y conformidad» con la religión católica (Gil Novales, 509).

¿Era el magistral de Antequera uno de estos clérigos significados por su liberalismo? Así lo creía, al menos, el redactor de la Miscelánea, quien destacaba entre otros sermones patrióticos «dos que ha predicado el magistral de Antequera D. Pedro Muñoz Arroyo, de los cuales extractamos algunos pasajes, no tanto para hacer elogio de ellos ni de su autor, cuanto para presentar a nuestros lectores reflexiones útiles y oportunas».

En el Diccionario Biográfico del Trienio Liberal se dice que Muñoz fue diputado a Cortes por Granada (1820-1822) y autor de varias sermones, uno de ellos, efectivamente, aparecido en 1820. Posiblemente a este opúsculo (que publicó en Granada, en la imprenta de J. M. Puchol, con el título de Cuestión moral religioso-política. ¿Qué es la verdad con relación a los gobiernos? Sermón predicado en los Dominicos de Pasión) pertenecía el fragmento reproducido en la Miscelánea, aunque no tenemos seguridad sobre este punto, porque no hemos logrado localizarlo por ninguna parte.

Al parecer, el sermón comenzaba desvaneciendo los vanos temores de que la religión pudiera ser perseguida en España, como lo había sido en Francia revolucionaria, y lo hacía recurriendo a la tesis (reivindicada por la filosofía idealista alemana) de que cada pueblo tiene, como elemento vertebrador de su constitución nacional, su propia idiosincrasia, y la nuestra era bien distinta de la francesa. En opinión de Muñoz Arroyo «nuestra fisonomía (pues que todas las naciones la tienen) no se parece a la de aquella, nuestro carácter es más reflexivo. ¿Cuándo se ha hecho moda entre los españoles la impiedad y la irreligión?»

Por otra parte, el magistral detectaba, como tendencia general que se estaba dando en toda Europa, un cierto retorno de la espiritualidad. Este era el signo de los nuevos tiempos, porque, a su juicio, «los hombres a fuerza de reflexionar se han convencido ya de que no hay grandeza, elevación de alma, heroicidad, patriotismo, nobleza de sentimientos ni virtudes saliendo fuera del cristianismo.»

Pero las palabras de Muñoz Arroyo, no se referían al contexto de la reacción tradicionalista que se estaba produciendo en la Francia postnapoleónica (de Maistre, de Bonald, &c.), sino que apuntaban al panorama filosófico germano, intuyendo la posible conciliación de este nuevo espíritu con la esencia evangélica del cristianismo:

«Las luces han tomado su tendencia natural: los filósofos alemanes de nuestros días han hecho en esta parte un servicio importantísimo a la religión cristiana y a la moral del Evangelio. Ellos lo han asociado a sus grandes sistemas filosóficos, y le han hecho presidir con dignidad las teorías de todo lo bello y sublime. Los nombres de un Ficte [sic] y de un Squeling [sic] serán pronunciadas con respeto y ternura por todos los pensadores religiosos.»

Posiblemente, la fuente de información sobre las nuevas corrientes idealistas las obtuviese Muñoz Arroyo a partir de esa gran obra divulgativa que es De l'Allemagne, de Madame de Staël, obra inicialmente prohibida en Francia por Napoleón, pero que tras su derrota se difundiría no sólo en aquel país, sino en toda su área de influencia cultural. La tercera parte de este libro versa sobre «la filosofía y la moral» y constituyó la primera visión panorámica asequible sobre el idealismo alemán, aunque incompleta y sesgada, pues no hay ni una referencia a Hegel. De las ediciones de 1813 y 1818 se conservan ejemplares en la Biblioteca Nacional de Madrid, y es de creer que el libro habría circulado ampliamente entre los españoles cultos antes de 1820.

El interés que la nueva filosofía suscitaba lo pone de manifiesto el hecho de que, dos días después de aparecer las opiniones de Muñoz Arroyo en la Miscelánea, hallaban cumplida réplica en El Conservador. Este periódico, a pesar del equívoco voluntario que introducía su nombre, era portavoz del liberalismo exaltado, y sin embargo, uno de sus redactores (posiblemente Ramón de la Sagra, colaborador asiduo del mismo y hombre muy al tanto de la actualidad filosófica) ponía en duda la posibilidad de conciliar el catolicismo con la filosofía germana, y condenaba expresamente a la Miscelánea por la difusión de tales novedades heterodoxas:

«De qué modo se asocia la Religión cristiana con el sistema de Fichte, en el cual todos los seres no son más que productos de la actividad del espíritu, y no reales y existentes? ¿Cómo su moral puede ser compatible con al del Evangelio, cuando él mismo asienta que fuera de nosotros nada hay existente, recurriendo a la mente humana para la formación de los seres? Finalmente su idealismo, el más riguroso que se ha conocido, y por el cual llegó a su entender al último límite de la inteligencia filosófica ¿puede hermanarse jamás con la moral del Evangelio? Esto nos parece imposible. Si el sistema de Fichte conduce a un espiritualismo absoluto, el de Schelling propende a un materialismo puro, no menos perjudicial. Por mil puntos de contacto se une al panteísmo de Espinosa, dotando a la naturaleza de los atributos de la Divinidad. Esta filosofía –concluye diciendo– se ve que no podrá nunca apoyar al cristianismo.»

Aun cuando estas dos referencias al idealismo postkantiano –las únicas que hasta ahora hemos hallado– no lleguen a alterar en lo esencial la cronología establecida por los estudiosos de la recepción de la filosofía alemana en España, creo que han de ser tenidas en cuenta, por lo bien que alcanzaron a intuir algunos rasgos esenciales de este género de pensamiento, tan distinto de la tradición empirista y enciclopedista que había dominado hasta entonces la conciencia intelectual del liberalismo español.

 

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