25 Congreso de filósofos jóvenes Cáceres 1988

Isidoro Reguera
Introducción:
Generaciones y Congresos
(Veinticinco años de Congresos de Filósofos Jóvenes)
 

Los Congresos de Filósofos Jóvenes, cuyo XXV aniversario celebramos ahora, en 1988, en éste de Cáceres, nacieron en 1963 en el entorno de la cátedra de metafísica de la Complutense y en el seno de la Sociedad Española de Filosofía como un intento –no sé hasta qué punto confeso en aquellos jóvenes de entonces que los inauguraron– de lavar la cara a la filosofía franquista, esto es, a la filosofía oficial de la España de la postguerra, cuyo rostro amable, crítico-piadoso y dinámico-super, hubieron de constituir los primeros años. Pronto, sin embargo, su propio ejercicio los convirtió de verdad en el foro nacional de disputa filosófica más libre y crítico. Ya como organización independiente hubieron de soportar, en consecuencia, toda suerte de pintorescas trabas, prohibiciones y persecuciones por parte de las autoridades administrativas y policiales franquistas. Desde fines de los sesenta reflejaron otras cosas que el engendro filosófico nacional, sujeto al descrédito absoluto entre los jóvenes estudiantes y postgraduados de la filosofía oficial, académicamente pedestre e ideológicamente vendida; por contra, la vitalidad de otras filosofías ignoradas y reprimidas por el poder era enorme. Ello generó entre los diferentes grupos (marxistas y analíticos, sobre todo) interesantísimas polémicas, fuertemente ideologizadas también, sobre el estatuto, la enseñanza y la metodología de las ciencias o del saber en general. Desde mediados de los setenta, con los nuevos tiempos, su reconciliación con una sociedad más abierta, ha hecho de estos congresos una interesante modalidad de vacación de Pascua, un plácido lugar de encuentro anual para filosofar sobre temas de moda, por así decirlo, de la más palpitante contemporaneidad en cada caso: poder, utopía, ilustración, crisis del sujeto, fin de la modernidad, sentido, eros, muerte, tiempo, lenguaje, política, literatura{1}; de modo que, aburguesados o no, los Congresos de Filósofos Jóvenes siguen siendo, además del único encuentro filosófico de tradición nacional, un síntoma, no tanto ya una terapia, por suerte, de la inquietud filosófica del país.

Y bien, en el seno de este XXV Congreso de Filósofos Jóvenes de Cáceres, hablando sobre el panorama filosófico y político nacional en el último cuarto de siglo en torno a estos congresos, como catalizadores y receptáculos a la vez de la discusión intelectual en este ámbito, haré una serie de consideraciones, quizá intempestivas, y desde luego sin ninguna pretensión ni interés científico-académico, sobre las diferentes generaciones que han pasado por ellos en estos veinticinco años y que en ellos conviven todavía de algún modo. Hay que decir esto, y lo digo, porque es importante el contexto ambiental de cualquier discurso para su sentido, así como el argumental, que en este caso nada tiene que ver tampoco, repito, con la filosofía o la sociología académicas, sino con libres elucubraciones hermanadas a la lectura de artículos periodísticos que en estos últimos meses han publicado gentes muy perspicuas, en mi consideración, como Antonio Muñoz Molina (Diario 16, 15-1-88), Indro Montanelli (Diario 16, 22-2-88), Lola Infante (Diario 16, 11-1-88, 31-1-88), Carlos Martínez Shaw (Diario 16, 19-12-87), Jean Daniel (El País, 17-3-79), Bernard Henry-Lévy (Diario 16, 23-1-88), Víctor Gómez Pin (El País, 15-12-87), Feliciano Fidalgo (El País, 15-3-88), Pedro J. Ramírez (Diario 16, 20-11-87), &c. Considero, además, que para estos temas, como para casi todos, hoy que la figura del intelectual moderno vanguardista ha muerto de verdad, la espontaneidad y agudeza, lo intempestivo radical de estos artículos periodísticos de opinión o de cultura, resultan mucho más interesantes y en atenencia al caso que el discurso académico, al que, por cierto, he visto, con sorpresa, brillar por su presencia en este congreso que por temperamento y tema tendría, supuestamente, que haber estado más movido y crítico, en general. Los tiempos han cambiado, desde luego... Bien, en este contexto congresual-filosófico-joven, periodístico además, y desde la carga generacional que conllevan los cuarenta años recientes (el gran problema de base de toda hermenéutica es el propio hermeneuta) está pensado lo que voy a decir. Podía haber adoptado una postura descriptiva y solemne, pero elijo para la ocasión una más crítica, acre y pesimista: más viva, en una palabra.

Y bien, Una «Generación de borricos» para una «Generación sin alma» podría ser el título simplificativo que mejor describiera teóricamente, no de hecho (a lo mejor estamos aquí sólo las excepciones), el asunto generacional en este congreso, veinticinco años después de la puesta en marcha de sus antecedentes. Veamos por qué.

Salvas excepciones y generalizaciones, como es obvio (pero téngase ello en cuenta), un modo significativo, entre otros, de plantear y entender la movida nacional de la cultura y del intelecto, en general, tanto en ambientes universitarios, sobre todo, como mundanos, puede ser considerada en su juego respecto a las cuatro generaciones que han convivido y conviven dialécticamente en ella, y que son las que también están aquí. Generaciones, en general, que, para entendernos, irían cronológicamente de los cincuenta y cinco a los setenta años, la primera, de los cuarenta a los cincuenta y cinco, las segunda, de los veinticinco a los cuarenta y del uso de razón a los veinticinco, la tercera y la cuarta respectivamente; todas ellas, según los casos, vendrían encabalgadas un lustro más o menos en sus extremos comunes y relativizadas (prolongadas o encogidas) otro en los que no lo son. Véamoslas en el orden dicho, porque la lógica del tiempo pertenece también a la lógica de esta historia.

1. La generación de los no-maestros

Debieron haber sido nuestros maestros y no lo fueron; por ignorancia, incuria o mala sangre. Significan un vacío que no se llenará ni con el fin de siglo. Tuvimos muy mala suerte con respecto a todos nuestros vecinos europeos: todos contaron con grandes maestros que ya pertenecen a la historia y al respeto universales, todos pudieron aprender de la mano de grandes mentes, o de grandes eruditos al menos, en el seno de departamentos o institutos de alta coherencia intelectual y pedagógica. Nuestros maestros fueron los libros extranjeros, escasos y perseguidos además. No tuvimos otros.

Es difícil perdonar a esta generación de «perros guardianes», más que de profesores –no digamos ya maestros–, su mediocridad intelectual y lo cavernícola de su talante. Muchos de ellos –estén ahora políticamente donde estén– hasta sacaron la cátedra con la camisa azul y la pistola al cinto... Y los mejores, o muchos de los mejores, al parecer, se exilaron, aunque tampoco su obra posterior en América da motivo para una añoranza extrema de su personalidad magisterial. La cacareada universidad de la República, a pesar de los esfuerzos y la buena fe, no dejó de ser una universidad provinciana: baste pensar lo que se hacía entonces por el mundo y las patéticas ínfulas con que llegaban aquí muchos de los pocos bizcos que se asomaron a él. No hablemos, desde luego, de la universidad franquista, aldeana, zafia, innoble, ignorante, tercermundista y vil: mucho cura ilustrado-renegado bajo sus togas, con la torpe, ciega y meliflua formación de los seminarios de la postguerra. Mucho engendro político, mucho filisteo, cantidad de hipocresía en las cátedras universitarias. General agostamiento, erial..

Una generación a olvidar, por desgracia, que, por suerte, comienza ya a diluirse en la niebla.

2. La generación de los borricos

Así llama Indro Montanelli a la de los cuarentones, nacidos en los cuarenta. Es la generación de aquella movida lírico ideológica-jaranera (Feliciano Hidalgo) del 68, que, sin embargo, ellos/nosotros (la primera generación que desde hacía mucho tiempo no vivía una guerra de verdad), entre sinceros e ilusos, tomaron como una gran epopeya bélica, de la que muchos guardan aún (de ésa y de otras mil supuestas batallas) una conciencia sublimada de veteranos y héroes, penosa. Su realidad intelectual en España: no tuvieron, no tuvimos maestros, sin posibilidad casi de salir fuera, mucho despiste intelectual, mucha reunión, conspiración, manifestación, progresía y poco tiempo de estudio, mucho bajo vientre y pocos codos.

Con esta generación, por leva urgente, reclutados en el bar de la Facultad como si dijéramos, a dedo en todo caso, por contratos fundamentalmente, se aumentó en los años setenta la plantilla docente universitaria en un sesenta por ciento (!). Es la generación de los PNN, la mayoría de los cuales son los idoneizados por correo en los años ochenta (5.000), los asentados y funcionarizados (15.000) por la polémica LRU, de la cual puede decirse, al menos, que es un fracaso de hecho, que le faltan correctivos para su ejercicio, aunque esté bien pensada, quizá, para un mundo feliz leibniziano; de la que se ha dicho que institucional-estructuralmente no ofrece suficientes garantías sobre la idoneidad de las decisiones tomadas en su nombre (Martínez Shaw), sino más bien que las abandona al reino de la venalidad de los jueces (casos hay ya en exceso), al de la arbitrariedad generalizada, y que no es capaz de impedir, incluso, que sobre alguna de ellas, como la del llamado «caso Lledó» por ejemplo, se proyecte hasta la sombra de la ilegitimidad (Gómez Pin).

En estas peculiares condiciones, con «la generación de los borricos» o «de los PNN» se ha casi copado la docencia universitaria española para los próximos veinte años, al menos, con el consiguiente oscurecimiento del horizonte e ilusiones profesionales de generaciones más jóvenes, en reductos universitarios, además, autónomo-endogámicos, especie de bunkers provincianos, controlados por camarillas locales y por sus prácticas caciquiles. Centros y caciques, que, debido al automatismo de la asignación financiera, a la demagogia del mercado del voto y a la lógica más simple de la permanencia en el poder y en el disfrute de (pobres) prebendas, entre otras cosas, no están interesados, en principio, ni pueden estarlo, en lo que deberían si existiera la mínima ilusión universitaria: ni en la calidad y altura de la enseñanza e investigación, ni en la competencia del profesorado, sino en otras cosas. Y sin embargo la LRU ha puesto en sus manos todos los mecanismos de control... Esta es la contradicción flagrante que va aniquilando a buena marcha la universidad española.

Esta generación, «heroica» algún día, «progre» más tarde, se ha hecho muy «melancólica» en sus ejemplos más dignos. Muchos de ellos, es verdad, de jóvenes militaron en un compromiso político (comunista o anarquista casi siempre) serio y duro; a ellos y, sobre todo, a los masacrados por la dictadura que quedaron en el camino, les debemos los pocos logros de la nueva situación político-social, que ellos de todos modos pensaron de otro modo. Otros frecuentaron en los sesenta/setenta las manifestaciones, huelgas, cantautores, &c., simplemente porque aquello era la «movida» de entonces, como las butacas en la oscuridad de los cines, por ejemplo. De este compromiso duro o blando pasaron a una progresía ilustrada e izquierdosa, que comportaba todo un modo y moda de vida, no ya en la lucha, sino en la oposición oficializada, tanto en el parlamento como en la calle. Hasta que llegó en los ochenta la toma del poder político y el acceso generacional a los puestos rectores de la sociedad en general. Entonces, los triunfadores, que algunos califican de apóstatas o renegados, que personificaban gran ilusión de cambio, mayoritaria al parecer en la sociedad española, han ido haciendo de la política o de la profesión, poco a poco, pero sin pausa, lo más ajeno a la teoría y a la práctica filosófica del bien común y de la felicidad de los ciudadanos, que ya eran para Aristóteles los únicos fines del poder. Con su maquiavelismo y pragmatismo sin conciencia ni ideología, ramplones y cutres (pana obliga), han arrumbado con casi todas las ilusiones de la gente.

Incluso con las de sus antiguos compañeros de camino, que hoy han pasado, cuando más, a las filas de esta tácita «izquierda melancólica» de la que habla Antonio Muñoz Molina, cuyos afectos descubrieron, a la vez, la imposibilidad de la revolución social y la conveniencia de ir preparando oposiciones; lo cual ya es algo, de todos modos, si se compara con las intrigas del poder y con la mierda sobre la que se sientan, en general, sus apoderados e interventores –los renegados– en las poltronas de los horteras despachos oficiales... Los «melancólicos» son los últimos en abandonar los bares, donde ahogan –no sólo ahí, evidentemente– la evidencia del desastre, el desencanto del cambio, la memoria inservible de lo que pudo ser y no fue. Ahí, y donde pueden, buscan un arreglo y un ajuste con otros tiempos: así como los renegados tienen resuelto el futuro, los melancólicos prefieren resolver el pasado y su conciencia. Frente al triunfo de los apóstatas, a los melancólicos el tiempo les ha ido acostumbrando (¡qué remedio!) a cosas como las victorias morales, la pobreza honrada, los fracasos meritorios. «Son lo que fueron, lo que ya nadie quiere ser», ni ellos mismos ya probablemente. Pero «no cayeron del todo: a veces se levantan con un lentísimo coraje de boxeadores sonados y dan golpes al aire. Su dignidad es tan admirable como su fracaso» (Muñoz Molina).

En definitiva, ésta es la generación fundamental hoy en nuestro mundo universitario docente, con una terminología o conceptología («mayo del 68», «franquismo», «militancia», «compromiso», «ideales», &c.) que otras generaciones ya no comprenden –o no comprenden como ellos–; con poco saber o excesiva improvisación, y con demasiada carga conciencial de amargura y resentimiento para el ejercicio de una labor socrática ilusionada.

3. La generación de los lobos

Es la generación de los veintimuchos-treinta y tantos años, a que nos referíamos, dividida, a mi modo de ver, entre «jóvenes eruditos» y «estetas nihilistas», por significar también de algún modo las dos opciones que han tomado frente a la generación anterior de sus tampoco-maestros y frente al revuelo internacional de las polémicas culturalistas del último decenio. Ilustrados y postmodernos.

Son los «jóvenes lobos», en general, que buscan subsistir como sea dentro de un panorama de fin de los tiempos y de desilusión, que trituraron los anteriores, hoy en el desconsuelo pero en el poder. Los jóvenes lobos se han de hacer a codazos, o como sea, un lugar en esa sociedad que hoy copan los del 68, no muy lejanos a ellos. Los jóvenes lobos han rozado también los grandes discursos e ilusiones ideológicas; no son como los de «la generación sin alma», fríos y apáticos, como veremos... Viven un mar de dudas y problemas; muchas encrucijadas y alternativas teóricas –todavía no están, ni no están, desilusionados, ni saben muy de qué deberían estarlo o no–, pero pocas posibilidades reales de asentarse en un mundo concreto.

Han ido madurando frente al típico discurso comprometido del intelectual sartreano del tonel o de las masas, que hubo de convertir lo universal –en que todavía creía–, en mítines, slogans, lugares comunes accesibles a la multitud. Frente a la ilusión perdida de ese intelectual moderno (cuyo último ejemplo es el Sartre del 68 arengando a las masas sobre un tonel), vanguardia de la revolución o de cualquier movimiento emancipatorio, en que todavía creyeron alguna vez sus mayores. Frente al círculo epistemológico y fundamentalista de la modernidad, agostante de toda vitalidad teórico-práctica: tantas ideas de revolución y mire Usted hoy qué queda de ellas, tantas teorías éticas y contemple Usted hoy el panorama social, tantas vanguardias artísticas y ni siquiera sabemos hoy si es arte lo que hacemos, &c.; tanto pensar en las propias condiciones del pensar que éste ha acabado diluido en ellas. Frente a esa «inutilidad general de la palabra» que denuncia Rafael Sánchez Ferlosio, con otros muchos, en esta sociedad arribista, cínica, desideologizada, desidealizada, con otros ideales «beauty» (el financiero, el profesional, el folclórico o el buscón a la moda) que los intelectuales de antaño, frente a los que el intelectual de hoy, a la moda también, sólo puede ofrecer, bien su «debolezza», su conciencia nihilista de crisis o de milenarismo, o bien la arrogancia de su saber y genio en el retiro ebúrneo de su torre o de su «simposion» selecto: en cualquier caso, un diálogo de sordos entre la «debolezza» arrogancia y la «beauty» mundana. Frente, en fin, a ese «naufragio de lo universal» en el que se puede resumir hoy la conciencia filosófica o intelectual de los tiempos.

Esta generación treintaañera ha de bandearse también entre las «soluciones» que se le ofrecen: la vuelta, aunque relativizada, a la lucha por la razón y su independencia mediante el espíritu crítico y el punto de mira puesto –por más que sea asintóticamente– en la universalidad de los valores; menos no se puede pedir, parece, aunque se renuncie a todos los demás ideales de la modernidad (Jean Daniel); si ese universalismo crítico, sin embargo, sólo es posible hoy en situaciones ideales de diálogo, la experiencia muestra que éstas son difícilmente reales, como todo ideal, por muy aguado que sea. La vuelta al «pensar», que Lévy y otros proponen, a «correr todos los riesgos de la inteligencia», a esa «apuesta por el espíritu de complejidad» o por el «trabajo de la complejidad», que nadie sabe muy bien en qué consiste de hecho. Los curiosos misticismos –como la autoinmolación de Mishima, por ejemplo– del hombre en lucha contra su bestialidad en un universo mecanizado, que defiende Arrabal; igual que defiende, a propósito, ideales de amor y de pureza como única salvación futura; o de risa y sarcasmo, además, para precipitar la descomposición de un Occidente en declive ya innegable. O la sorprendente «democracia teocrática» que propugna Garaudy, tras su conversión al Islam, como la democracia auténtica, que no puede ser sino la que esté fundada en valores absolutos garantizados por la fe como sumisión absoluta a un dios.

(Merece la pena que nos detengamos un poco en esta idea del recurso a la fe, es decir, a la sumisión, al dejar de pensar, a la entrega o al ilapso místico, como único modo de fundar la perdida universalidad de los valores y los valores mismos; dicho de otra manera: se trata de la idea de que se hace imprescindible volver a la fe o a la religión como bases de la política y de la ética: es ético en último término lo que Dios manda, la Palabra de Dios, Dios mismo, sea ese «Dios» lo que sea, pero siempre nuestro principio universal de acuerdo humano, planteado desde otras perspectivas que las del dialogismo vano. Merece la pena, en verdad, porque creo que hoy se puede detectar ya lo siguiente: que a la reflexión ético-política puede seguir pronto una reflexión directamente religiosa, aunque natural, civil, aconfesional, ilustrada y un tanto al estilo teosófico, sobre «Dios» como punto universal de encuentro humano, de diálogo y valores, como principio lógico-sintáctico de ordenación del caos, sin distinción de credos y sin atención al carnaval infinito de creencias y dioses varios. «Dios» será, en este sentido dialógico unitario, lo que quiera el hombre, pero siempre uno y por encima del folclore de religiones... Es posible que la filosofía práctica, hoy ético-política, sea pronto religiosa sin más. ¿Por qué? El guirigay del parlamento, por ejemplo, en su estricta atenencia conclusiva, en último término, al signo conminatorio del vocero del grupo en cada caso, el diálogo de sordos social a que nos referíamos antes, la desideologización ramplona y el feroz pragmatismo generalizados, &c., muestran que ello es necesario, que faltan criterios y principios de entendimiento, diálogo y acción. No se puede discutir, dialogar o actuar sin más, como si el negocio de cada instante fuera definitivo; ni la ética dialogante puede dedicarse hoy nada más que a cuestiones puntuales, abandonando con impotencia principios o planteamientos del tipo que sea. Diálogo sí, pero no al absurdo. Urge un auténtico rearme moral práctico para evitar el descalabro, y no se atisba, después de tanta liviandad y fracaso, sino desde las bases de una ética religiosa en general, es decir, de un pensamiento más alto con otros presupuestos que el de hoy. Quizá apelando a otras instancias humanas que los zafios intereses cotidianos, tan concretas, por demás, como ellos (el bien común, la felicidad, el respeto por las personas y sus conciencias, la probidad intelectual, la alegría de vivir, la prudencia política, por ejemplo), que hay que llamar «religiosas» porque no hay otro modo de hacerlo, si, por encima de intereses y de las grandes palabras con las que se los ha recubierto, queremos referimos a cualquier otra tentativa de acuerdo o ligazón humanos, diferente a las de mal uso al día. Instancias que una filosofía sintáctico-metafísica (la metafísica no es más que la lógica del universo), más que práctico-analítica, dedicada más al sentido que al significado, más a la gramática pura que a los distingos semióticos, puede volver a proponer con nuevos «dioses» o principios lógicos o ecológicos, más altos que los políticos, de concordancia universal. Hay que perder el miedo a los dioses y a su uso, porque nuestras instancias a vivir religados son más viejas que ellos: desde ellas hemos creado y destruido a muchos, sólo con la esperanza de vivir en paz. Era Malraux quien dijo que el siglo XXI será religioso o no será.)

Frente a tanta cuestión intelectual en litigio y frente a tan variopintas salidas (hay otras muchas cuestiones y salidas que las aquí expuestas) esta generación de los 25 a 40 años se ha hecho o nihilista o erudita, decíamos, casi dos formas de lo mismo: o se diluye el valor de todo con un leve y distante guiño estético a cualquier parte en la suave nostalgia de la memoria cultural perdida entre restos-rastros-ruinas y fragmentos, o se lo diluye recuperándolo en el metalenguaje falsificador de la historiografía.

Quizá para la academia sea esta última salida la más digna (y la más cómoda, porque la otra, más radical si se toma en serio, es más arriesgada, peligrosa e insegura): no hay otras opciones que las de la modernidad ilustrada histórica; el único camino del pensar que nos queda es el diálogo con la historia; no hay interlocutores válidos en el presente, ni siquiera uno mismo para sí mismo; todo discurso no vano ha de ser una recuperación histórica; el círculo se ha cerrado... Desde luego, mejor es la lectura de los clásicos que la mayoría de las tertulias de los «divinos» e «importancias» de hoy, y mejor el diálogo con los grandes de la historia que con los pisaverdes de época (en la cueva de la farándula monclovita, por ejemplo). Pero el recurso a la historia no deja de apergaminar el pensamiento y enmascarar su crisis de falta de incidencia en un futuro social que, a otros órdenes que el intelectual, ya está presente; y querer pensarlo con los viejos legajos parece empresa no poco atrabiliaria. Parece mentira que para un mundo tan inmensamente diferente en lo material, como el nuestro respecto del antiguo, no tengamos otras perspectivas modélicas espirituales e intelectuales básicas que las del pueblo judío o griego de hace al menos dos mil y pico de años: religión judía, ética aristotélica, política platónica, &c.

Esa erudición joven quizá comience a subsanar la falta inveterada de maestros en España cuando adquiera costumbre, poso y peso, y se limen las pequeñas y comprensibles petulancias de hoy; cuando madure, se serene y se exprese en toda una tradición bibliográfica. Hoy todavía resulta un tanto forzada, superficial y mimética respecto del «scholar» o del «Professor». Y, aparte esta seriedad académica (no exenta siempre de atisbos de aburrimiento, con el que se confunde muchas veces, lejos de la ciencia «gay» nietzscheana), quizá conlleve además otra idea importada pero casi huérfana aquí: la de la gran filosofía de la cultura, o la de la filosofía de la gran cultura, en la que a aquélla le queda, al menos, la labor crítica, de balance, unificatoria y autoconsciente de la producción espiritual de una época –la contemporánea siempre–, así como las perspectivas teóricas de futuro para una humanidad que ya tiene un pie en otras condiciones estructurales. Desde luego, bienaventurados sean los culturalismos frente a los acostumbrados lloriqueos problemáticos que casi todos ya menospreciamos.

No hace falta recordar la historia a esos jóvenes profesores, postgraduados o profesionales, y sus respectivos momentos críticos. Que el pensar o la filosofía hayan muerto no es más que la conciencia de crisis de una época que acaba, como ha sucedido siempre en parecidas circunstancias. Baste recordar los escepticismos con los que se cerró la antigüedad, la edad media y el renacimiento; la situación terminal de hoy es la que corresponde a la modernidad. Ya Aristóteles nos habló del círculo definitivo del pensamiento (la «nóesis noéseos»), con el que precisamente quiso definir también lo más alto; Agrippa nos lo ofrece al final de aquel derrotero, en sus tropos, como única solución, disolución, de las posibilidades racionales en la alternativa circulo o infinito: la razón, al final, siempre y en cada una de sus historias, o acaba encerrada en sí circularmente, o se proyecta asintóticamente a la ilusión del infinito.

4. La generación sin alma

Así llama Allam Bloom a la generación estudiantil de su país, pero sus razones valen también para aplicarlo a la nuestra. Es la generación de los diecimuchos-veintipocos años, la más representativa, junto con la cuarentona, de nuestra universidad (y de este congreso, como veo); ambas en diferentes planos, estudiantes y profesores; ni viejos ni jóvenes, y ninguno de ellos en su respectivo papel. De ahí que haya titulado estas líneas: «una generación de borricos para una generación sin alma».

Esta generación, más que en la cuerda floja, está en el filo de la navaja de todas las crisis y desencantos de las anteriores. O ni siquiera está en ese juego, ya que no puede haber desencanto o crisis donde nunca ha aparecido perspectiva alguna. Pero sí está en el filo de la navaja del paro, cuyo decantamiento es esencial, por desgracia, para su enclasamiento social y para su autoconciencia humana más allá de la categoría de bultos molestos, cuando no sospechosos. Y ante eso más bien padecen como espectadores el aburrimiento de la cantinela de nuestros desencantos y crisis, de nuestra melancolía, amargura y tensión entre alternativas. Ellos ya no saben nada de todo ello. Han crecido en manos (las nuestras) con poca madurez generacional, socrática, paternal. Ni siquiera les queda el consuelo del enfrentamiento o del asesinato del padre, más rupturista, transgresor y hasta discotequero, a lo mejor, desde luego más radical, que ellos. No les hemos dejado opciones reales de vida: los desarrapados de antes han copado el abanico social del mercado de trabajo, sin abrir nuevas posibilidades. No les hemos dejado opciones teóricas, porque, mal que bien sabidas, las hemos criticado y abandonado todas, antes de o sin enseñárselas de verdad. No somos ni padres ni hermanos de ellos, y así andamos, entre la tentación del paternalismo y la del compincheo respecto a ellos. Ambas cosas hueras y contra natura, porque ni somos padres, por inmadurez, ni hermanos o compañeros, por envejecimiento. Y la tentación de llorar con ellos, nuestras prebendas la hacen innoble. La imposibilidad de diálogo es apabullante.

Esta orfandad, soledad y falta de perspectivas de esta generación ha hecho, entre otras cosas, que haya perdido el alma, el ánima, el ánimo. Tampoco es culpa nuestra. Pero no puede haber «alma», como comenta Ignacio Carrión, donde no existe una experiencia vivida de los valores sociales o políticos, experiencia que es la base luego de todo razonamiento ideológico fundado. Y no me refiero sólo a la ausencia de revueltas, manifestaciones y compromisos sociales o políticos, o a la de ilusiones revolucionarias, que hoy no tienen sentido o por lo menos no el de antes, sino a ese general desinterés de esta generación por cualquier discusión o experiencia social de ruptura o de nuevas formas de vida; claro que, a lo peor, bastante tienen con seguir viviendo, sin disquisiciones o experiencias inútiles de modos de vida como los nuestros, prácticamente extraterrestres para ellos. No puede haber «alma» donde no se da una relación apasionada con los valores estéticos, con el arte y con la gran cultura, que siempre ha sido la sustancia de toda educación liberal. El aguado esteticismo de hoy día no promueve los repliegues interiores del espíritu: «A la política del desencanto la estética de la posmodernidad le va como anillo al dedo», escribe Pedro J. Ramírez.

He aquí la pérdida del alma: la falta de ánimo político, ético y estético, que se intenta subsanar ejemplarmente, en los que parecen salir del pozo, con los valores externos del diseño yuppie o con la penosa sensatez del pálido profesional a la moda, como ése, por ejemplo, que nos amenaza desde la televisión con el dedo si no compramos su detergente.

{1} Los veinticinco Congresos de filósofos jóvenes:

CFJ  AñoLugarTema
I1963MadridEstado de la Filosofía en España
II1964ValenciaTrascendencia y libertad
III1965MadridLa temporalidad
IV1966MadridEl método en filosofía
V1967AlcaláEl problema de Dios en la filosofía actual
VI1968El EscorialFilosofía y ciencias humanas
VII1970MontserratLa comunidad [error, fue La comunicación]
VIII1971CastellónProblemas actuales de la moral
IX1972SalamancaFilosofía, ciencia, ideología
X1973SantiagoLa filosofía española en la actualidad
XI1974MadridEl estatuto epistemológico de las ciencias humanas
XII1975OviedoTeoría / Praxis
XIII1976CádizFilosofía e historia
XIV1977BarcelonaFilosofía y enseñanza
XV1978BurgosEl Poder
XVI1979SevillaSímbolo y metáfora [error, fue: Imagen, símbolo, realidad]
XVII1980MurciaLa utopía
XVIII1981CórdobaIlustración: progreso y sociedad
XIX1982SantiagoNaturaleza, ley, transgresión
XX1983San SebastiánCrisis de la modernidad y crisis del sujeto
XXI1984GranadaEl sentido: ética y estética
XXII1985GeronaEros y filosofía
XXIII1986AlcaláMuerte de la modernidad
XXIV1987SitgesTiempo y lenguaje
XXV1988CáceresFilosofía y política

(En 1969 no se convoca el CFJ debido al estado de excepción.) Cfr. P. Ribas: «El congreso de filósofos jóvenes», en: Zona abierta 3 (1975), 219-223; G. Martínez, Almira y Grasa: «Sobre los conflictos de dos generaciones: 1968-1988», infra, págs. 269-286.

{Filosofía y Política. 25 Congreso de filósofos jóvenes (Cáceres, 3 al 6 de abril de 1988),
Servicio de Publicaciones de la Universidad de Extremadura, Badajoz 1992, págs. 9-20.}

 
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Congreso de filósofos jóvenes Cáceres 1988