Filosofía en español 
Filosofía en español

Espartero. Su pasado, su presente, su porvenir (Madrid 1848)

I
De la cuna al Malabar

Entre los hombres que la Providencia envía al mundo de cuando en cuando para cumplir sus grandes designios, hay unos que revelan desde su infancia lo que después han de ser, y otros que no se ponen en evidencia sino de una manera tardía y en edad bastante adelantada. Lope de Vega era ya poeta cuando apenas contaba siete años, y Rousseau vivió 38 sin que ninguno sospechase en él el filósofo y el escritor que desde el año siguiente debía comenzar a ser contado entre los primeros del mundo. En la guerra del Canadá dio ya Washington pruebas inequívocas de no ser un hombre común; pero nadie adivinó su alma grande hasta mucho después de contársele en el número de los diputados enviados al congreso de Boston. Napoleón en cambio fue ya un genio desde la cuna, por decirlo así. La Providencia se conduce en esto como mas le place a sus miras, siendo a veces una circunstancia puramente casual para el vulgo, la que sirve de eslabón en sus manos para hacer brotar la centella, que lo mismo que en el pedernal, se oculta en el alma del hombre. Newton, rey de las ciencias exactas y de la física y de la astronomía, no llegó a formular la gran ley a que obedece el mundo planetario, hasta que la caída de una fruta le dio a conocer su existencia.

Espartero, el hombre del Pueblo, fue personificación de su causa desde el primer instante de su vida. Su padre fue un honrado artesano; su madre dio a luz nueve hijos, tres de los cuales fueron religiosos, pasando de plebeyos en el mundo a serlo también en la iglesia. Los demás, exceptuando una hermana que se hizo esposa del Crucificado, abrazaron el matrimonio. Los recursos de la familia eran cortos; el Pueblo es siempre pobre y honrado.

Entre todas las provincias de España, la Mancha es la más infeliz, es decir, la mas Pueblo de todas. La Providencia quiso que Espartero naciese en la Mancha, en Granátula.

Los biógrafos del ilustre ex-Regente han extrañado en su mayor parte que siendo Fernández su primer apellido, prefiriese usar el segundo, cual lo había hecho su padre, llamándose Espartero como él. Esta transformación fue instintiva, y el Pueblo no perdió nada en ella. Fernández es un patronímico, que aunque vulgarizado en el día, lleva en todas sus letras el sello de una procedencia aristócrata, y Espartero cuadraba mejor con la sencillez de costumbres y la pobreza de una familia radicada honrosamente en un pueblo, cuyos hijos en su mayoría ejercen para mantenerse entre otras industrias humildes, la más pobre de todas, la de esparto.

El hijo del honrado carretero aprendió a leer y a escribir, y después estudio latinidad, consiguiendo familiarizarse con el grande y sublime idioma de los Camilos y los Cincinatos. Hecho esto, salió de Granátula, y dirigiéndose a la ciudad de Almagro, cursó en aquella universidad dos años de filosofía: corto estudio para un hombre de letras que quiera hacer profesión de tal; pero bastante para no extrañar las injusticias de los contemporáneos en tiempos de pasiones políticas, de persecución y desgracia. Espartero, aunque muy a propósito para sobresalir en las ciencias, tenía otra misión que cumplir, y su vocación decidida le arrastraba invencible a las armas. El alzamiento contra Napoleón le dio ocasión de cumplir su gusto, y cumpliolo efectivamente, dando satisfacción a la vez a sus instintos individuales y a las exigencias que entonces imponía a sus hijos la Patria.

El hombre todo Pueblo en Granátula, fue Pueblo en el ejército también. Su primer grado fue soldado raso, sentando plaza en el batallón nominado de Ciudad Real. El epíteto de distinguido lo debió a su posición escolar, y esa misma consideración fue la que poco después le dio un lugar honroso en las filas del batallón formado en Toledo por los cursantes de su universidad. La invasión de las Andalucías obligó a la Junta Central a refugiarse en la Isla de León, y este batallón siguió el movimiento trazado por el duque de Alburquerque, cuando se dirigió al mismo punto, salvando acaso nuestra independencia con su hábil y oportuna retirada. Establecida entonces allí una academia militar de instrucción para los estudiantes y cadetes destinados a llenar el vacío que en oficiales experimentábamos, logró nuestro Espartero entrar en ella, sobresaliendo en las matemáticas, en el dibujo, en la fortificación y en todo lo que atañe a la táctica. Esto sin exención del servicio y alternando sus tareas mentales con las rudas faenas de la guerra, cerrando unas veces el libro para batirse con los imperiales, y otras dejando, para volverlo a abrir, las armas que con tanto valor y con tanto heroísmo empuñaba.

No era, sin embargo, aquella guerra sublime el teatro que la Providencia tenia destinado a Espartero para inmortalizar su nombre en él. Bravo como el que más en las lides, no consiguió pasar de subteniente, habiéndolo sido de ingenieros, previo examen y aprobación en la academia a que nos referimos. En 1814 fue nombrado teniente del regimiento de infantería provincial de Soria, merced a haber salido desairado en otros exámenes; hecho que citan sus enemigos con particular complacencia, sin recordar que el gran Covarrubias, hoy texto vivo en nuestros tribunales, fue también desairado en Salamanca al presentarse a recibir el grado de doctor en jurisprudencia.

Cumplidos sus deberes de valiente en Ocaña, Cádiz, Chiclana, Cherta, Amposta y otros puntos diversos, unas veces testigos de nuestras victorias, otras de nuestros desastres, y siempre de nuestro valor, heroísmo e indomable constancia, vino Espartero, al terminar la guerra, a Madrid, con su regimiento, permaneciendo poco tiempo en la corte, no pudiendo sufrir su alma grande el triste y repugnante espectáculo de la restauración absolutista y de la ingratitud de un monarca cuya gloria parecía cifrarse en poblar los calabozos y los presidios con todo lo más generoso, más ilustre y más liberal que entonces contenía la España. Alistado voluntariamente en la expedición destinada a pacificar las Américas, a las órdenes del general Morillo, embarcóse para Costa-firme a principios de 1815, interponiendo así entre su persona y los horrores de la tiranía un Océano por valladar, como cumplía verificarlo al hombre que andando el tiempo había de venir a ser el principal sustentáculo de la Libertad de su Patria. No le tocaba a él, siendo soldado, erigirse en juez de la pugna trabada entre nuestras colonias y el gobierno de la metrópoli, sino servir a esta y serle fiel; y servicios inmensos le prestó, y fiel le fue como no lo fueron algunos de sus hijos espurios, que le volvieron indignamente la espalda. De su valor a veces fabuloso, de su serenidad a toda prueba en medio de los riesgos mayores, y de su pericia y talento en mil diferentes sentidos, deponen la Laguna, Tarabuco, Presto, Sopachui, Inquisive, Oruro, Catana, Tarata, Moquehua, Lima, y en fin, para no hablar más, las provincias de Charcas, Pruno, Paz, Arequipa, Potosí y Cochabamba. El que había salido de España con el grado de subteniente, no es mucho que llegase a brigadier, merced a sus hechos gloriosos, a su sangre largamente vertida y a la capacidad indisputable de que tan altas muestras supo dar en aquellas rudas campañas.

Entre tanto la estrella de Bolívar llegaba a su forzoso apogeo. La esperanza, bien que falaz, de poder salir vencedores en aquella sangrienta contienda, se nos había desvanecido para siempre en la triste batalla de Ayacucho. Espartero, a quien después se ha designado como jefe del ayacuchismo, no tuvo sin embargo parte en ella; pero aunque la hubiera tenido, ¿en qué podía perjudicarle la circunstancia de pertenecer al ejército que fue derrotado? No era la fuerza de las bayonetas la que había de dejarnos airosos, aun cuando el triunfo hubiera sido nuestro. En el estado a que habían llegado las cosas antes de la vuelta del rey, la primera necesidad para restablecer en lo posible los lazos rotos por la insurrección, era proceder a tratar con aquellas apartadas regiones sobre la base de su independencia. Fernando prefirió mandar ejércitos a entrar en tratos con las colonias. Cuando quiso hacer esto, era ya tarde. Suya, no de los hombres de Ayacucho, será siempre a los ojos de la historia la responsabilidad de esa pérdida.

El héroe de Tarata y Moquehua había sido enviado a la península por el virrey Laserna en octubre de 1824, con el encargo de manifestar al rey las necesidades de aquel ejército y de pedirle la aprobación de las gracias y empleos conferidos a los que más se habían señalado en él, dándole al propio tiempo parte de lo infructuoso de las negociaciones entabladas con los Estados de Buenos Aires, en las cuales (tarde ya! lo hemos dicho), se había hecho desempeñar un papel bastante principal al mismo que el virrey enviaba. Cumplida su misión cerca de la metrópoli, tornó Espartero a embarcarse para América, sucediendo el desastre de Ayacucho mientras realizaba su vuelta. Al llegar al puerto de Quilca, estaba perdido ya todo. La vida de nuestro héroe corrió entonces gravísimo riesgo; pero los designios de la Providencia le reservaban para mayores cosas, y Dios que le había salvado más de una vez milagrosamente en los sangrientos campos de batalla, escudole ahora de nuevo, libertándole del patíbulo que las autoridades de Bolívar se preparaban a levantarle, apoderándose de su persona y cargándole de cadenas en una inmunda cárcel de Arequipa. Salvo de este último riesgo en aquellas remotas comarcas, despidiose de ellas para siempre a fines de 1825, y obtenido su pasaporte, zarpó en Quilca con rumbo para España.

En Madrid fue mal acogido, y la razón era muy sencilla: Espartero se había distinguido en América, tanto o más que por sus hazañas y por sus elevados talentos, por su ferviente liberalismo; y el gobierno de un rey absoluto no podía transigir con un hombre digno hijo del Pueblo al partir, digno hijo del Pueblo al volver. Destinado de cuartel a Pamplona, fijó su residencia en este punto, permaneciendo en él más de dos años.

El militar que juega con su vida, bien puede jugar su dinero: el que perdona aquella a su enemigo en medio del furor del combate, natural es también que cuando gane poniéndose a jugar con un contrario, se muestre galante con él, remitiéndole lo que pierde. La pasión por el juego ha sido siempre compañera inseparable de la guerra, y Espartero fue jugador, tan jugador como buen guerrero. Si esto es vicio, preciso es confesar que en llegando a una cierta altura, exige en quien lo tiene alma grande. Una de las mejores novelas del célebre Jorge Sand tiene un héroe por protagonista, y es héroe porque es jugador. Temerario nuestro guerrero en las lides, fue también temerario en el juego: generoso en los campos de batalla, no dio en este menos pruebas de tal. La fortuna favoreció su generosidad y su audacia, y Espartero volvió a España rico. Con el oro que le acompañaba, otro hubiera comprado una condesa: el gallardo hijo del Pueblo pensó de otra manera, y dio su mano a otra hija del Pueblo como él; a la hija de un comerciante, a la bella y virtuosa Jacinta. Fue esto en 1827. Esa hija del Pueblo, andando el tiempo, deberá a su belleza, a su talento y a sus virtudes, y a las virtudes, capacidad, valor y altas hazañas de su esposo, verse elevada al rango de Duquesa.

De Pamplona pasó este a Logroño, y de esta población a Barcelona, trasladándose de aquí a Palma con el regimiento infantería de Soria, cuyo mando le fue conferido, siendo su coronel-brigadier cuando la muerte de Fernando VII el que al restituirse a la Península lo era ya desde 1823. Rico cual entonces lo era, poco hubiera costado a Espartero obtener ascensos mayores de la dominación absolutista si la hubiera querido adular; pero el liberal en América, siguió liberal en España, y sus medros no podían venir sino cambiando las instituciones.

Estas modificaron su rumbo después de la muerte del rey, y Espartero pidió al gobierno le permitiese desenvainar su espada en defensa de la Libertad, simbolizada en Isabel II, y combatida por los sectarios de Carlos V y de la Inquisición. El futuro Regente del Reino obtuvo el permiso impetrado, y desembarcando en Valencia, mostróse digno de su antiguo nombre, derrotando y prendiendo a Magraner en las cercanías de Játiva. Nombrado comandante general de Vizcaya a principios de 1834, y luego mariscal de campo, y después jefe de la 5.ª división, bastará para justificar sus ascensos, recordar los encuentros de Miravalles, Ceberio, Orozco, Ibarra, Salva, Dima, Santa Cruz de Vizcariz, Mendata, Riogitia, Arrieta, Larrabeuca, Arrechabalonga, Murguía y Lemona; las sorpresas de Marquina, Guernica, Murguía, Urigoiti, Baquio y Bosque de Iparer; el socorro dado a Bermeo; la persecución de Sopelana y Castor; y las acciones de Baramba, Guernica, Durango, Bermeo, Oñate, Cenaurri, Barceña, Sodupe, Rigoitia, Ceberio, Elorrio, Artaza, Alturas de Arrieta y de Plencia, Orozco y Peña de Gorbea: hechos todos, sin contar otros varios, ocurridos durante dicho año, en que tanto se señaló, sin que esto fuese más que el preliminar de la bella parte de gloria que en 1835 había de caberle en Ormastegui, en Villareal de Zumárraga, donde tantos peligros corrió; en Villaró, teatro igualmente de grave riesgo para su existencia; en los campos de Arrigorriaga, regados como los de Villareal con su ardiente y heroica sangre; y antes de esto, en los dos socorros dados a la invicta Bilbao, y en la batalla de Mendigorria, en la cual y en el último de aquellos, tocole ser no más que concurrente.

Empeñarnos en trazar los pormenores de todos estos hechos gloriosos, sería inacabable materia, y lo que en 1836 no digan por sí solos Orduña, Unza, Arlaban, Burón y Luchana en pro del teniente general, del general en jefe del ejército del Norte, del, a pesar de encontrarse enfermo, libertador invicto de Bilbao, no la dirán el año siguiente en favor del ya conde de Luchana y capitán general de ejército, las alturas de Santa Marina, cuyo triunfo decidió herido; la acción de Durango, en que su alma estuvo tan sana y entera, como enfermo y decaído su cuerpo; la gloriosa retirada de Zornoza, y los combates de Hernani, Urnieta, Andoain, Lecumberri, Muzquiz de Imoz, Aranzueque, Retuerta y Huerta del Rey, los más de ellos persiguiendo al Pretendiente. La causa de la Libertad no podía ser vencida en España ante las huestes del oscurantismo mientras conservase su aliento el que de tal manera las barría; el que en 1838 tanto ilustró su nombre en Balmaseda, en Mediana, en Orriana, en Piedrahita, y sobre todo en Peñacerrada. ¿Quién mejor que él podía conducir a la victoria nuestros ejércitos reunidos? No en vano se fiaron a su diestra las riendas del poder militar más grande que ha existido en España desde la guerra de la Independencia y del mando conferido a Wellington. ¡Tornos, Ramales, Guardamino, Orduña, Villareal, Urquiola, Durango, Corte del Pretendiente…! ¿no es verdad que no ha habido en lo que va corrido del siglo para ninguno de nuestros generales gloria mayor que la de Espartero en 1839, cuando después de hacer ondear sobre vosotros el pendón santo de la Libertad, terminó la guerra civil con un genial e inesperado abrazo en los célebres campos de Vergara? Vanamente se sostienen algunos de los que quieren dilatarla aún. Los campos de Elizondo y Urdax presencian las últimas bascas de la agonía del Pretendiente, siendo inútil que en 1840 quiera galvanizar el cadáver de la monarquía absoluta su adalid postrero, Cabrera. Tras Segura cae Castellote; tras el allanado baluarte, cuya frente se alza en los confines del suelo aragonés y valenciano, rinde Berga su cerviz igualmente, postrándose a los pies del gran caudillo Duque de la Victoria y de Morella.

¡Mas ay! no eran los campos de batalla el único teatro en que Espartero debía abatir la bandera enarbolada por los enemigos de la emancipación popular. Tras el absolutismo sin máscara, venía el despotismo con careta, y este era más temible que aquel, por lo mismo de velar la opresión con las formas de la Libertad. Uno de nuestros partidos, enemigo declarado del Pueblo y de todas sus garantías, quería convertir en dinástica una lid de principios en su esencia, y ese partido pretendió atraerse la espada del invicto campeón para convertirla en sostén de espurias y retrógradas miras. Espartero las había burlado en las tentativas primeras puestas en juego para fascinarle, viéndose precisados los mismos que ahora deprimen su capacidad a reconocerla y muy alta en el mero hecho de dar el nombre de conducta intrigante, a la hábil y prudente manera con que supo romper sus redes, esquivar sus torpes halagos, burlar su calculado artificio, y minar en fin diestramente el no mal construido edificio de sus maquiavélicas tramas. Este primero y desgraciado éxito no los desalentó sin embargo, y acabada la guerra civil, apuraron todas sus artes para hacerle abjurar de la causa que con tan incansable tesón había sin cesar defendido. ¡Vano afán! El hombre del Pueblo no podía coaligarse con los engañadores del Pueblo. Su corazón había ardido siempre por la causa de la Libertad, lo mismo en su pobre Granátula bajo una chaqueta de paño, que en la universidad de Toledo bajo las escolares bayetas, o en la guerra de la Independencia y en las campañas de América bajo el uniforme adornado con las cruces de Alburquerque, Chiclana y 2.° ejército, con las de Torata y Moquehua, San Fernando y San Hermenegildo. ¿Apagaría ahora sus latidos bajo las de Mendigorría, Luchana, Hernani y Peñacerrada, bajo las grandes de Isabel la Católica, Carlos III, Baño y Torre y Espada, o bajo el peso del Toisón de Oro, del Gran cordón de la Legión de Honor, y del manto de grande de España? Así lo creyeron los hombres acostumbrados a vender al Pueblo, cuando no por un puñado de oro, por una posición o por un título; pero el héroe de Luchana y Morella, prefirió confundirse con él, a volverle indignamente la espalda, y arrojóles indignado a la cara todas sus mercedes y honras, ya que estaban tan empeñados en traducirlas como justo derecho a la más servil gratitud. Su dimisión no le fue admitida por la augusta persona que entonces regía los destinos de España, ni esa persona conoció el abismo que estaban abriendo a sus pies consejeros inicuos o imbéciles. El Pueblo vio que sus libertades iban a ser minadas por su base promulgándose la ley de ayuntamientos, y esa ley se promulgó sin embargo, y la insurrección estalló. Combatido el bajel del Estado en aquella tormenta sin náufragos, desamparó Cristina el gobernalle, temiendo ser contada entre ellos. Fue esto una ilusión de su mente, mas bien puede en una señora disculparse tal aprensión. Las olas del Pueblo irritado no amenazaban sumergir a nadie, salvo a los que la aconsejaban tan mal; pero por inofensivas que fuesen respecto a la augusta Regenta, no estaba en lo humano evitar que hallándose con ellos a bordo, participase un tanto del mareo producido por las oleadas.

Abdicado el poder por Cristina, era lógica consecuencia que Espartero empuñase el timón, y aún que lo recibiese de sus manos, como así se verificó. ¿Quién entre los hombres notables que entonces tenía el país, podía presentar más justos títulos a erigirse en Regencia y en Gobierno? Trasladado a Madrid desde Valencia con el precioso depósito que Cristina le había confiado entregándole a Isabel y a Fernanda, compartió tiernamente con ellas la ovación con que pocos días antes había sido recibido en la corte, y bien pronto el congreso y el senado, convirtiendo en normal y permanente el carácter provisional de que había venido revestido como jefe del Ministerio-Regencia, eligiéronle con aplauso general en único Regente del Reino. Los votos del Pueblo español quedaron ampliamente cumplidos; pero Espartero cometió una falta, y fue limitarse a Regente, cuando según hemos dicho arriba, debía también ser Gobierno. La teoría constitucional que deja a los ministros esto último como cargo suyo exclusivo, no dando al rey otra atribución que la de reinar meramente, es una de tantas quimeras importadas del reino vecino, donde a pesar de proclamarse tanto, hay un Luis Felipe que gobierna desmintiendo ese principio en la práctica, si no siempre en bien del país, al menos con notoria habilidad, con indisputable talento. Constitucional Espartero hasta un extremo supersticioso, dobló con respeto la frente ante semejante doctrina, juzgándose tanto más en el caso de practicarla religiosamente, cuanto más obligado se creía a no extralimitarla ni un ápice, no habiendo nacido monarca, sino haciendo las veces de tal. Los bellos sentimientos de su alma y la pureza de sus intenciones resplandecen aquí de una manera que inspiran sorpresa y asombro. ¿Qué mas hubiera podido hacer Washington, a ser Regente de una monarquía? Pero Espartero estaba desde entonces condenado a caer, como dice uno de nuestros escritores contemporáneos, abrazado con la Constitución. Los enemigos de la Libertad, al menos en el grado que el Pueblo tenía derecho a esperarla, advirtieron el lamentable flanco que el Regente dejaba en descubierto, y aprovecharon admirablemente su inacción constitucional. Espartero sabía, a no dudarlo, que el bando vencido en setiembre se agitaba subterráneamente, extendiendo sus ramificaciones hasta la corte del vecino reino, donde tenía su principal apoyo, y dejole no obstante conspirar, y aun darse el santo y seña a su vista, sin osar cortarle los vuelos, temeroso de que se dijera que vejaba a los ciudadanos antes de dar estos motivo a procedimiento ninguno en contra de sus personas. Con esto cobraron mas ánimo, siguiendo adelante en sus planes, no ya en la oscuridad de la noche, sino a la clara luz del mediodía, pudiendo señalarse con el dedo los que habían trabajado a la zapa, los que habían cargado la mina para volar aquella situación, y los que habían de prenderla fuego. El palacio de Buena-Vista estaba estremeciéndose ya sobre el volcán abierto a sus pies, y el guardador de la Constitución seguía cruzado de brazos con la serenidad del guerrero y la calma impasible del justo, decidido a volar con las ruinas antes que adelantarse al estrépito y castigar a los que todavía no habían cometido en su concepto delito por el cual mereciesen que él les retirase su égida; égida destinada a proteger aun, en sus enemigos mas pérfidos, la seguridad personal. En la noche del 7 de octubre de 1841 rompió por fin el anchuroso cráter, y rompió por donde menos podía esperarse de parte de unos hombres que al epíteto de constitucionales han antepuesto siempre el de monárquicos: ¡rompió al pie del Palacio Real! La Milicia Nacional de Madrid salvó la Libertad y la Reina: los moderados desde aquella noche juraron el exterminio de la Milicia. La ley juzgó a los principales conspiradores: los moderados redoblaron su odio a la ley que los condenaba. Espartero partió para las provincias Vascongadas con el fin de apagar en ellas la llama de la insurrección, no sin perdonar generoso a los conspiradores secundarios: los moderados miraron aquel acto de clemencia como el medio más a propósito para retoñar nuevamente en sentido conspirador.

Y retoñaron efectivamente, y tanto pudieron sus artes, que lograron dividir el partido simbolizado en el ilustre Duque, y esa división les dio un triunfo que no hubieran alcanzado sin ella. No entraremos en pormenores relativos a un suceso tan triste, y cuya memoria no es dado que pueda servir al progreso sino para robustecer más y más los vínculos al fin restablecidos en la desgracia común. Hay épocas de fascinación y de vértigo decretadas por la Providencia en sus inescrutables designios, y una de esas épocas fue la que nos trajo esa división. Sus efectos alcanzaron a todos, y todos hemos aprendido en ella, habiéndole debido un gran bien, y es la depuración del partido. Los apóstatas ocultos que teníamos se pasaron al bando contrario; los buenos se quedaron con los buenos; nuestras filas son hoy una falange donde no es ya posible la discordia. ¿Nos atreveremos a acusar al cielo por haber de ese modo dispuesto la reorganización progresista, convirtiendo un mal momentáneo en el principal elemento de la ulterior y común ventura? La irrupción de los bárbaros del norte reanimó una sociedad moribunda cuando más amenazaba matarla: la irrupción de los moderados ha reanimado el progreso cuando menos vida tenía. La humanidad triunfó de los primeros, y triunfará también de los segundos. ¿Cómo prevalecer contra ella los falsarios de la Libertad?

Tolerante a par que político, aprobó el Regente del Reino la conducta de las tropas pronunciadas y no pronunciadas en 1840; solícito y buen administrador, dispuso la centralización de fondos; conocedor del espíritu del siglo, decretó la revisión de las ordenanzas militares, a fin de armonizarlas con él; enemigo de mandar por la fuerza, redujo el personal del ejército; ansioso de tener una base para gobernar con acierto, mandó la formación de una estadística; protector de los intereses materiales, dio su aprobación al tratado de la libre navegación del Duero; compadecido de los contribuyentes, eximiolos de varias gabelas, e hizo cuanto de él dependió por reformar el sistema tributario; elevándose a la región de las ideas y de los intereses morales, dio el decreto mandando erigir un glorioso panteón de hombres ilustres; representante de la Libertad, honró en varias disposiciones la memoria de los restauradores del gobierno representativo, y respetó la imprenta hasta un extremo que no tiene ejemplo en la historia; conocedor profundo de los bienes que resultan de la desamortización, sancionó la ley de las Cortes, relativa a la enajenación de las fincas del clero secular; guardador de la dignidad nacional, hízola respetar a los extranjeros, inclusos los mismos ingleses, por quien los moderados decían que estaba supeditado, y la sostuvo firme y noblemente ante el espíritu ultramontano, obligando a la curia romana a rendir el debido homenaje a la soberanía del país, amenazada de sus invasiones; leal a su reina querida, mirola en su orfandad como padre, en su dignidad como súbdito, en su sexo como caballero; hombre todo de ley, finalmente… ¿pero a qué recorrer uno por uno los rasgos que en tantos sentidos hicieron notables sus actos mientras desempeñó la Regencia? El Pueblo los conserva en su memoria, y el Pueblo sabe bien hasta qué punto hubieran hecho su felicidad, a no haberse interpuesto entre ellos y su desarrollo ulterior, la siniestra y maquiavélica mano, que tendiendo la oliva de paz a nuestros engañados amigos, encubrió con sus hojas la palanca destinada a remover de su asiento la firme base en que se afianzaban las instituciones políticas que se había dado el país.

Descendido de su altura Espartero, vino todo a tierra con él. Aun tenía un pie en nuestras playas, mientras el otro se avanzaba al Betis, y ya el suelo retemblaba al estrépito del sacudimiento espantoso producido por tamaña caída. En el Betis extendió su protesta contra la fuerza que le derribaba, trasladándose luego al Malabar. El solemne y majestuoso saludo de la artillería británica, fue a la vez un homenaje al Regente, y una triste salva de duelo a la suerte reservada al país, privado de su mas robusto apoyo, del sostenedor más leal de la Constitución y la Reina.

Miguel Agustín Príncipe.

[Espartero. Su pasado, su presente, su porvenir, Imprenta de D. Julian Llorente, Madrid 1848, páginas 7-22.]