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Julio Ycaza Tigerino / Génesis de la Independencia Hispanoamericana

Julio Ycaza Tigerino
Del «Taller de San Lucas», cofradía
de escritores y artistas católicos nicaragüenses
Génesis de la independencia hispanoamericana
Editado por la revista Alférez, Madrid 1947
Marqués del Riscal, 3 • Imp. V. Huerta, Nuncio 7, Madrid
2.50 Ptas • [ 52 páginas • 110×150 mm ]


[ primera solapa ]

Nuestro camino hacia el Orden, como españoles que somos, pasa por la Hispanidad. La Providencia nos ha dejado en las manos esta realidad magna de un mundo que habla español y cuyo espíritu sincroniza maravillosamente con el de la nueva era presentida. Cortar este miembro, en aras de un internacionalismo utópico, sería repetir el pecado de Orígenes. La Hispanidad es por esencia alteración, estar fuera de sí, no confinarse en un frío egoísmo. Entre todos los conceptos nacionales o supranacionales del mundo actual acaso sea el único que pueda subsistir con garantía de eficacia en el mundo de mañana.
La cultura católica es la médula lógica de la Hispanidad. Al incrementarla haremos que este gran ser colectivo, Cristobalón de la Historia, se alce y vuelva, como hace cuatro siglos, a cargar a Cristo sobre su espalda. El papel de esta revista, como el de toda nuestra generación, es servir de escabel.

Alférez

[ segunda solapa ]

La Independencia hispanoamericana no es solamente la separación de España, es un desmoronamiento total, como el desgranarse de una mazorca de pueblos. No es un movimiento de las provincias americanas contra la metrópoli, sino muchos movimientos. Ni una sola gran independencia sino muchas pequeñas independencias. Y todavía después de 1821 el proceso de desmoronamiento seguirá dentro de las mismas patrias independientes. Todas quieren ser independientes unas de otras, y en Centroamérica se llega hasta el ridículo de dividir la ya pequeña patria, recién separada de Méjico, en cinco minúsculas repúblicas.
Y es que la Independencia no fue otra cosa que el estallar del individualismo español, perdida la fuerza centrípeta del ideal hispánico que unificaba aquel inmenso Imperio. Por eso el proceso de la independencia no terminó con la separación de España. Siguió más allá en América con la separación entre sí de las provincias que formaban el Imperio mejicano, la gran Colombia y el antiguo Virreinato del Río de la Plata, y es el mismo que en España alienta aún bajo el separatismo vasco y catalán.

Julio Ycaza


[ páginas 3 y 4 ]

Julio Ycaza Tigerino nació en Chinandega (Nicaragua) en 1919, fue alumno de los Jesuitas y luego miembro de la Cofradía de Escritores y Artistas Católicos del Taller de San Lucas, al tiempo que se doctoraba en Derecho en la Universidad Central de Nicaragua. Ha intervenido activamente en la vida política de su país, siendo nombrado Secretario General en Managua del grupo que acaudillaban Luis Alberto Cabrales, José Coronel Urtecho y Pablo Antonio Cuadra. En 1940, con ocasión de un proceso contra estos diputados nacionalistas, fue encarcelado y luego deportado a la isla del Maíz. Liberado en 1941, se doctoró brillantemente, y más tarde abandonó su país, dirigiéndose a Chile, donde trabajó en unión con el grupo de la revista «Estudios». Tras de una estancia en Buenos Aires, vino a España como delegado nicaragüense en el Congreso de «Pax Romana», en cuyo transcurso se fundó el Instituto Cultural Iberoamericano, presidido por Pablo Antonio Cuadra, y en el que Ycaza tiene a su cargo la coordinación de la sede central con la rama española –denominada Asociación Cultural Iberoamericana–, donde actualmente desarrolla un seminario con el título de «Imperialismo en América».

El Instituto de Cultura Hispánica le ha conferido recientemente la dirección de la Sección de Centroamérica-Méjico en el Seminario de Problemas Actuales Hispanoamericanos.

La conferencia aquí editada fue dictada por él en la Facultad de Derecho de la Universidad Central de Madrid, en acto organizado por el Sindicato Español Universitario de dicho centro, durante el mes de diciembre de 1946.


[ páginas 5-52 ]

Compañeros universitarios:

Es éste el primer contacto directo que tengo en España con los universitarios españoles dentro de la Universidad. Debo, pues, comenzar por explicar mi presencia aquí, la presencia en España de nosotros, intelectuales y universitarios hispanoamericanos. Y debo hacerlo porque me he dado cuenta de que la gran masa del universitariado español está ausente, inexplicablemente ausente, de esta hermandad y comunidad de ideales e intereses entre España e Hispanoamérica. Y es necesario buscar también una explicación a esta ausencia.

En esta aula universitaria de la Facultad de Derecho mis palabras adquieren –me doy perfectamente cuenta de ello– una seriedad y responsabilidad manifiestas. No es ésta una tribuna para la demagogia [6] política. Aquí los problemas de la Patria y del mundo deben tener altura, serenidad y trascendencia.

La función nacional de la Universidad es de orientación y de integración. Las grandes directrices culturales y políticas de la Patria no deben buscarse en la orgía demagógica de los substratos sociales, deben inspirarse en una filosofía y en una ciencia forjadas y cimentadas en la Universidad nacional, ciencia y filosofía que a su vez deben informar el alma popular y orientar sus movimientos en la Historia.

Una revolución auténtica puede nacer fuera de la Universidad y contra la Universidad, cuando ésta ha traicionado las esencias nacionales, pero no puede vivir y desarrollarse si no conquista la Universidad.

Yo tengo la impresión de que los cincuenta mil universitarios españoles, en su gran mayoría –con la excepción de algunos grupos reducidos–, no viven el momento revolucionario de España y del mundo y –perdonadme la franqueza– no tienen una concepción clara y valiente de los valores que España representa en la Historia y de su destino universal que la vincula a los [7] pueblos de su estirpe en formidable comunidad de intereses espirituales y políticos. La juventud universitaria de España vive un españolismo introvertido que no representa para ella ningún ideal heroico y que la hace encerrarse en un egoísmo nacionalista, no por falta de generosidad y de nobleza, sino por la carencia de ideales a la medida de la grandeza del alma española; porque el pueblo español sólo puede vivir apasionadamente su Historia en función de un ideal universal, en función de su propio ideal y de su propio destino histórico, que han sido y son universales.

A la juventud española su Universidad no le ha sabido interpretar, en función de Historia actual, ese gran ideal hispánico que es también el ideal de las juventudes hispanoamericanas. La juventud española sólo ha oído hablar de ese gran ideal de la Hispanidad a través de un lirismo político inconsistente.

Pues bien, nosotros, los universitarios hispanoamericanos que hemos vivido y sentido ese ideal vuestro en carne de Historia Patria, en disciplinas intelectuales y culturales, algo podemos deciros de él a [8] vosotros, españoles; algo que no es demagogia partidista, ni sentimentalismo interesado, ni música de política internacional. Nosotros, universitarios hispanoamericanos, estamos aquí en España, después de haber padecido en nosotros mismos por vuestros ideales que son nuestros; estamos aquí plenos de corazón, pero desnudos de lirismos insustanciales y, sobre todo, por encima de las rencillas partidistas y regionales de vuestro españolismo, porque nosotros, españoles de América, no concebimos sino una misma y grande España de todos los tiempos grandes y un solo y gran hispanismo, que junta en apretado haz de patrias a nuestros pueblos unidos por la sangre y por la Historia en un solo destino universal.

*

Me ha tocado iniciar este ciclo de conferencias organizado por el S.E.U., y que estarán a cargo de intelectuales y universitarios hispanoamericanos.

El tema que he escogido es el tema de nuestra separación, porque allí donde comenzó un divorcio político entre los españoles de América y los españoles de [9] España, comenzó también un divorcio espiritual, y porque este divorcio espiritual entre las Españas no fue sino la proyección de ese otro divorcio espiritual de los españoles con su tradición, con su historia y con su destino.

La independencia de Hispanoamérica debe considerarse como un aborto político provocado por la violencia de circunstancias históricas especiales, que desprendió prematuramente de su organismo materno a pueblos en formación, sin la madurez y autonomía biológicas necesarias. Sin embargo, nuestros pueblos hubieran podido adquirir rápidamente esta madurez y autonomía, y con ellas un desarrollo histórico normal, si a su peligrosa y precoz emancipación de la tutela de España no se hubiera agregado el brusco y audaz abandono de las tradicionales normas de vida política y de los viejos y probados principios de gobierno, el absurdo y revolucionario cambio total de las instituciones políticas, al cual se opusieron, sabia pero inútilmente, los grandes Libertadores, hasta verse arrastrados, incomprendidos y hasta perseguidos y asesinados, en la ola de traición y anarquía [10] sangrientas desencadenada por los ideólogos y demagogos reformadores.

La independencia hispanoamericana no es solamente la separación de España, es un desmoronamiento total, como el desgranarse de una mazorca de pueblos. No es un movimiento de las provincias americanas contra la metrópoli, sino muchos movimientos. No una sola gran independencia, sino muchas pequeñas independencias. Y todavía después de 1821 el proceso de desmoronamiento seguirá dentro de las mismas patrias independientes. Todas quieren ser independientes unas de otras, y en Centroamérica se llega hasta el ridículo de dividir la ya pequeña patria, recién separada de Méjico, en cinco minúsculas repúblicas.

Y es que la independencia no fue otra cosa que el estallar del individualismo español, perdida la fuerza centrípeta del ideal hispánico que unificaba aquel inmenso Imperio. Por eso el proceso de la independencia no terminó con la separación de España. Siguió allá en América con la separación entre sí de las provincias que formaban el Imperio mejicano, la Gran Colombia y el antiguo Virreinato del Río de la Plata, y es el [11] mismo que en España alienta aún bajo el separatismo vasco y catalán.

El tema de nuestra separación es, pues, el tema de nuestra unión. Debemos juntarnos allí donde nos separamos, sin que esto quiera decir que podamos prescindir de un siglo de separación y de evolución política y social diversa; pero debemos reanudar el hilo histórico de nuestro destino, y para ello es necesario buscar los cabos sueltos allí donde la fatalidad y la traición nos hicieron cortar el hilo, y es necesario entender esa fatalidad y esa traición, porque ellas siguen actuando a través de todo el proceso de nuestra Historia; siguen actuando allá en Hispanoamérica y aquí en España. Aquí en España no sólo en su inintegración del mundo hispánico, sino en su desintegración interna política y espiritual.

Aunque no se puede hablar de la Historia como ciencia en sentido estricto, por cuanto, sentada la libertad humana, los fenómenos históricos no pueden ser enlazados y determinados universal y necesariamente por una ley como los fenómenos naturales; sin embargo, en sentido lato puede decirse que la Historia es una ciencia, o un conato [12] de ciencia, como quieren algunos escolásticos, por cuanto la libertad humana es solamente un poder psicológico, y está limitada y reducida por los factores antropológicos y mesológicos, sobre todo cuando se trata de actos colectivos.

Existen, pues, ciertos principios o leyes históricas que conocemos con certeza moral, por lo que la Historia ha sido llamada ciencia moral, junto con la política, la sociología, la economía política y todo el grupo de ciencias humanas.

De estas leyes históricas, unas tienen carácter ético y sociológico, porque las determinan los factores morales, étnicos y raciales que podríamos llamar endógenos, y otras son de carácter propiamente histórico, porque se originan de factores exógenos o mesológicos, o sea los factores económicos, geográficos y políticos.

Unas y otras constituyen orientaciones generales básicas sin las cuales no se puede entrar a juzgar los hechos particulares; pero su valor racional en la determinación del criterio histórico es más negativo que positivo. Quiero decir que, basándose en ellas, el historiador podrá con seguridad [13] rechazar por absurdos e inaplicables ciertos criterios, mientras que le será difícil asegurarse del criterio verdadero. Es en este sentido que podemos afirmar que, si prescinde de ellas, ha aplicado a la Historia un método o criterio anticientífico.

Estas leyes históricas no deben, pues, ser olvidadas ni por los que hacen la Historia, ni por los que la escriben más tarde.

En Hispanoamérica, sin embargo, la Historia se ha hecho primero y se ha escrito después, contrariando siempre los más elementales principios de la lógica histórica, ignorando torpemente los factores étnicos, geográficos, morales y económicos de nuestros pueblos; despreciando toda base política real; luchando contra las realidades para construir, no sobre ellas, sino a pesar de ellas, ridículos y fantásticos sistemas políticos inflados de doctrinarismo sonoro, que se han venido al suelo ruidosamente, aplastando bajo sus escombros sangrientos a nuestras pobres patrias.

Al independizarse de España, nuestros pueblos no estaban preparados para organizarse democráticamente. Así lo entendieron los grandes Libertadores como Bolívar, [14] Iturbide, Sucre, San Martín, Belgrano. Pero el genio político de tan ilustres caudillos no fue bastante para someter a los ideólogos y ambiciosos, que, al amparo de las dificultades históricas, tramaron su asesinato y la destrucción de su obra.

No podían estar preparados para la democracia pueblos relativamente recién nacidos a la Historia y a la Cultura, con grandes masas indígenas cuyo proceso de incorporación a la Civilización se hallaba aún en sus comienzos; pueblos con una tradición monárquica y una secular organización feudal y con una doble herencia de anarquía: el individualismo atávico del conquistador español y la barbarie ancestral del indio salvaje y belicoso.

Sin embargo, con un pueril afán de imitación, los letrados y superilustrados políticos de entonces –carne de estatuas para los demagogos de hoy– se pusieron a copiar la Constitución de los Estados Unidos. Y, lo que es peor, a mal copiar, porque los sabios políticos que eran los autores de aquel documento, no entregaron su naciente república a los azares de un insensato y peligroso democratismo. Por el contrario, supieron [15] construir un sabio sistema de pesos y contrapesos que limitaba al mínimo la participación popular en el Gobierno y dejaba a éste en manos de la clase aristocrática de los grandes terratenientes.

Washington decía: «El populacho tumultuante de las grandes ciudades siempre es temible. Su inconsiderada violencia posterga temporalmente toda autoridad.» Hamilton opinaba que «el pueblo, turbulento y voluble, pocas veces puede juzgar o resolver con acierto». «Las sociedades –decía– se dividen en dos grupos: el de los pocos y el de los muchos. Los primeros son los ricos y bien nacidos; los otros forman la masa del pueblo. Dad, pues, a la primera clase, a la de los pocos, una participación distinta y permanente en el Gobierno. Dominarán la inestabilidad de la otra clase, y como nada ganarán con un cambio, mantendrán siempre un buen Gobierno.»

Un tema sumamente gastado es el de que la Inquisición impidió a los americanos la lectura de los libros de los nuevos filósofos. Desgraciadamente, esto no es cierto, porque, de serlo, nuestros pueblos se hubieran librado de la casta de ideólogos furiosos que, [16] atropellando todas las leyes de la Historia, perpetraron en nuestras naciones las más fatales y absurdas enormidades políticas.

Sin los mareantes vapores de la borrachera doctrinaria, el sentido común hubiera primado en las mentalidades de nuestros próceres, para orientar la vida política de las nuevas naciones por el camino que sus realidades sociales y posibilidades históricas señalaban.

Refiriéndose a la Argentina, un autor insospechable de reaccionarismo, Carlos Octavio Bunge, escribe: «Las circunstancias históricas, las vencidas invasiones británicas, la política intermitentemente débil o voluntariosa de la metrópoli, el venticello romántico de la Revolución francesa, el ejemplo de Norteamérica, todo contribuyó a aumentar el torrente y a encauzarlo en la tendencia democrática preconizada por el filosofismo del siglo XVIII. Y ocurrió así que la primitiva protesta de la burguesía criolla fue creciendo y asimilándose ideas extranjeras hasta rotularse revolución democrática. Extraña falsificación, porque precisamente, si bien había una clase directora capaz en las colonias, faltaba en absoluto pueblo europeo [17] y republicano. Constituíase una democracia sin demos» {(1) Nuestra América, por Carlos Octavio Bunge, página 169.}.

Y ¿cuál fue el resultado de esta democratización en pueblos que ni por su cultura, ni por sus antecedentes históricos, ni por sus características raciales, estaban preparados para ella?

El resultado fue la anarquía, la división y el debilitamiento de nuestras naciones y su vergonzosa sujeción a los imperialismos extraños.

Alguien que, para sacar un ejemplo, tuvo la paciencia de contar las revoluciones habidas en El Ecuador durante cien años, apunta hasta treinta y cinco revoluciones, sin tomar en cuenta las sublevaciones y motines. En Bolivia, de 1825 a 1898 hubo más de sesenta revueltas y más de treinta Presidentes, de los cuales seis murieron asesinados. En Nicaragua, en un período de sólo catorce años, se sucedieron veintitrés Jefes de Estado, llamados entonces Directores Supremos. Méjico tuvo veintidós Presidentes en treinta y nueve años, fruto de cuartelazos, revoluciones y motines. [18]

¿Y en Colombia? ¿Y en el Perú? ¿Y en Venezuela? ¿Será necesario recordar, además, todas las guerras internacionales por disputas de fronteras y las intervenciones armadas de las potencias imperialistas?

El cuadro histórico es bien trágico y elocuente para empeñarse en destacarlo. Frente a él no cabe sino pensar que quienes tuvieron en sus manos el destino de nuestros pueblos jugaron con él como niños o como locos.

Y los que después escribieron la Historia, ¿qué han dicho de esta paidocracia estúpidamente trágica?

También éstos han demostrado padecer de puerilismo mental, también a ellos los ha cegado la magia de luces del doctrinarismo y han juzgado torpemente. «Imbuidos en la escuela democrática de la Revolución francesa y en el constitucionalismo norteamericano –escribe Bunge en su obra citada–, los historiadores argentinos han falsificado la historia argentina.»

La Historia de toda Hispanoamérica ha sido falsificada.

Importa dejar testimonio, a grandes rasgos, de esta enorme falsificación de nuestra [19] Historia y de las grandes rectificaciones a que después ha sido sometida necesariamente.

Entre estos grandes rectificadores contemporáneos hay que citar en primer lugar a Carlos Pereyra, que ha hecho una revisión completa de toda la Historia de América. Sobre las huellas de Pereyra, historiadores y escritores como Vasconcelos, Alfonso Junco, Mariano Cuevas, Francisco Encina, Rómulo D. Carvia, José de la Riva Agüero, el Padre Bayle y muchos más han escrito documentadamente, destruyendo prejuicios y falsedades, desinflando personajes, desenterrando de entre el polvo del menosprecio y la calumnia el oro de nuestra auténtica Cultura e iluminando así con nueva luz el panorama histórico de sus respectivos países y de toda Hispanoamérica.

Entre los extranjeros, el francés Marius André, el norteamericano Charles Lummis y el inglés Cecil Jane, han publicado obras decisivas que, por venir de quienes vienen, tienen todo el valor de la serenidad del juicio histórico y de la imparcialidad más absoluta.

La lectura de estos ilustres [20] historiadores nos descubre la fantástica leyenda urdida alrededor del pasado histórico de Hispanoamérica y basada en mentiras y errores tan descarados y grotescos, que, si no son explicables en ningún escritor de mediana preparación, menos lo son en los reconocidos historiógrafos que los estamparon y de los cuales los han copiado y reproducido quienes más tarde, en vez de abrevar en las fuentes originales, se atuvieron al testimonio de tan sabios maestros y autoridades en la materia.

Marius André señala un cúmulo de falsedades y de errores de hecho en las obras de Jallifier y Vast, Gustavo Hubbard, Gervinus, César Cantú, Seignobos. En media docena de páginas de este último ha contado cincuenta y cinco errores.

Carlos Pereyra se ve precisado a desconfiar de todos los datos y juicios sobre nuestra historia contenidos en las obras de los más famosos y renombrados historiógrafos. En el prólogo de su libro La obra de España en América cita una serie de ejemplos de estas insignes falsedades:

«Cunningham –dice Pereyra– es una autoridad en la historia económica. Sus obras [21] merecen con justicia el concepto de clásicas, y en mucha parte han sido inesperadas. La que dedica a la Civilización Occidental en sus aspectos económicos, debe ser considerada una síntesis admirable. Ahora bien, examinadas dos páginas que dedica a la política colonial de España, y cuyas afirmaciones parecen llevar un contenido muy apreciable de verdad, resultaron totalmente falsas por el sofisma de aplicar a tres siglos un hecho que sólo se refería a cincuenta años y por hacer extensivo al continente americano lo que apenas podía, en rigor, decirse de las grandes Antillas» {(1). La obra de España en América, por Carlos Pereyra.}.

Fue así que, inspirándose en estos ilustres mentirosos, nuestros historiadores hispanoamericanos –por pereza ingénita y por incomprensión de las realidades sociales de sus propios pueblos, que se les presentaban desfiguradas a través del lente de su romanticismo liberal– siguieron repitiendo los mismos errores de aquéllos, hasta convertirlos en dogmas incontrovertibles, y acumulando encima nuevas y erradas interpretaciones histórico-políticas, producto de los [22] primeros y de su liberalismo ingenuo y cegador.

Primero se levantó sobre la obra de España en América una oscura e inicua leyenda fruto de la fobia anticatólica de escritores protestantes como Drapper y de la errada interpretación de la obra polémica del Padre Las Casas, cuyo celo violento y exacerbado por la causa de los indios lo llevó a exageraciones fantásticas y peligrosas.

Y mientras por una parte se pintaba a los conquistadores españoles como verdaderos monstruos de crueldad, codiciosos y sanguinarios, por otro lado, bajo la influencia del naturalismo rousseauniano, se convertía a los indios bárbaros y caníbales en dulces seres inofensivos, que llevaban una existencia idílica en comunión con la Naturaleza, tal la edénica pintura de Chateaubriand en su romántica Athala.

Con estas premisas históricas, la independencia de América no podía ser otra cosa que la sublevación de los pueblos secularmente sometidos al yugo español, o –para decirlo con las usuales frases hímnicas y parlamentarias– «la aurora sangrienta de [23] la libertad alumbrando el despertar de las razas oprimidas». Y los grandes Libertadores como Bolívar, Sucre, San Martín, ¿qué podían ser sino insignes émulos de Robespierre y de Dantón, enemigos acérrimos de España y del ominoso pasado colonial y fundadores de la Democracia americana?

¡Falsificación grotesca y estupenda!

Inútil y fuera de objeto sería repetir aquí lo que ya se ha demostrado hasta la saciedad sobre la admirable obra de Cultura y Civilización llevada a cabo por España con un altísimo espíritu de humanidad y cristianismo, que no tuvieron en el pasado ni tienen el presente las naciones imperialistas que hoy se presentan como dispensadoras de libertad y democracia y que no han sabido sino explotar y despreciar a las razas conquistadas, a los nativos de sus colonias y semicolonias, manteniéndolos interesadamente en su barbarie, bajo el pretexto cínico de un mentido respeto a su libertad moral y religiosa, y estableciendo entre conquistadores y conquistados infranqueables barreras de carácter racista. Para muestra basta comparar al pueblo filipino con sus [24] hermanos malayos, los nativos salvajes de las Indias Orientales holandesas.

En cuanto a la independencia y al pensamiento político de sus grandes realizadores, importa dejar sentado en líneas generales las verdaderas causas de aquélla y la verdadera concepción política que los Libertadores trataron de realizar en nuestros pueblos, porque sólo con un concepto exacto de la génesis histórica de nuestras naciones podrá entenderse su desarrollo histórico posterior y el significado de los grandes hechos políticos que lo jalonan.

En la independencia hispanoamericana deben distinguirse causas mediatas generales a toda Hispanoamérica y causas inmediatas especiales en cada Virreinato y Provincia. Entre aquéllas hay que señalar primeramente la errada política antitradicional y antiespañola de la monarquía francesa de los Borbones entronizada en España con Felipe V.

«La guerra de independencia –dice Cecil Jane– no fue la consecuencia de la propagación de ideas recientemente importadas de Europa o de algún despertar repentino de la vida política, provocado por el [25] conocimiento de teorías filosóficas del siglo XVIII o de acontecimientos tales como la insurrección de las colonias inglesas de Norteamérica o la Revolución francesa.» «La guerra de independencia puede definirse del modo mejor como una protesta contra el abandono del viejo y español sistema de administración colonial y el intento de sustituirlo por otro nuevo cuyo espíritu no era español.

»La América española cesó de formar parte del Imperio español porque los Borbones fueron incapaces de comprender las circunstancias que habían hecho posible la continuidad de aquel Imperio, porque no eran españoles por temperamento y porque sólo haciéndose independientes podían retener las colonias y el carácter que les había sido impreso por los conquistadores del Nuevo Mundo» {(1) Libertad y despotismo en la América Hispana, por Cecil Jane, pág. 135.}.

El carácter original de la guerra de independencia fue, pues, el de una rebelión de la América española contra la España antiespañola de los Borbones, la rebelión de los criollos descendientes de los conquistadores, [26] contra los gachupines o chapetones afrancesados.

«Las hondas causas del descontento producido por incompatibilidades entre los países americanos y su distante metrópoli –observa Carlos Pereyra– se revelan en agitaciones que ya esbozan una revolución, aunque todavía muy lejana» {(1) Breve Historia de América, por Carlos Pereyra, página 344.}

En 1765 la plebe de Quito se rebela contra la Aduana y el Estanco de aguardiente, y su grito es: «¡Mueran los chapetones!» En 1767, al ser expulsados los jesuitas, el pueblo de Méjico protesta clamando: «¡Mueran los gachupines!»

Diez años después, en el Perú estalla la protesta cuando el visitador José Antonio de Areche impone las reformas de Carlos III, y ese mismo año de 1778, en Nueva Granada ocurre el alzamiento de los comuneros del Socorro, por pretenderse implantar una nueva organización fiscal. La sangrienta rebelión ne Tupac Amaru en 1780 no tuvo otro motivo, y la paz se restableció hasta 1788, en que el virrey Jáuregui revisó la errada política de Areche. [27]

A la funesta política borbónica se suma luego una nueva causa menos mediata de la guerra de independencia. Esta es la invasión napoleónica de España, con la prisión de Fernando VII y el advenimiento de José Bonaparte al trono español.

Tales hechos vinieron a trastornar completamente el cuadro histórico hispanoamericano. El espíritu monárquico estaba hondamente arraigado en América, y se presentó a los americanos un tremendo conflicto que los dividió en dos bandos opuestos, convirtiendo la guerra de independencia en una guerra entre americanos.

España no hubiera podido sostener esta guerra si no hubiera contado con el apoyo de gran parte de la población americana. Los indios estaban por el rey. «Los mestizos, zambos, mulatos y otros americanos –dice Marius André– no difieren mucho de los indios en este punto. Al principio son, en su mayoría, partidarios del antiguo régimen, y bajo la bandera de éste se alistan sus soldados. Poco a poco se pasan al nuevo, porque es el que triunfa, porque se les embriaga con promesas y porque sufren diversas influencias, de las que son las [28] principales las de los jefes aureolados por la victoria, de los párrocos y de los frailes patriotas» {(1) El fin del Imperio Español en América, por Marius André. Editorial Cultura Española, Madrid, página 107.}.

Los gobernadores españoles habían aprovechado hábilmente el odio que existía entre los mestizos y los criollos blancos como instrumento de dominación política. A los mestizos les fueron concedidas franquicias y derechos políticos que en un principio eran exclusivamente de los criollos. Se les admitió a las carreras liberales y a los empleos públicos, así como al servicio militar en las ropas permanentes. De esta manera, sus intereses de grupo o de clase los colocaban de parte del Gobierno español frente a los criollos.

Un caso típico es el de los famosos llaneros de Venezuela que, comandados por Boves, luchan por los realistas primero; pero luego, muerto aquél, se dejan capitanear por Páez y se pasan al bando bolivariano.

Paradójicamente, la bandera de la rebelión fue en el principio la de la fidelidad al rey prisionero. «¡Viva Fernando! ¡Viva la Religión!», era el grito del cura Hidalgo. [29] El Plan de Iguala, en su artículo cuarto, refiriéndose al Gobierno de Méjico, decía: «Su Emperador será el Señor don Fernando VII, y si él no se presenta en los plazos fijados por las Cortes, serán llamados en su lugar el Serenísimo Señor Infante don Francisco de Paula, el archiduque Carlos (de Austria) o cualquier otro príncipe de casa reinante que el Congreso eligiere.» Las Juntas que se organizan gobiernan en nombre del Rey prisionero. La de Caracas se llama «Junta Conservadora de los Derechos de Fernando VII», y sustituye al capitán general Emparán, acusado de ser partidario de José Bonaparte. Buenos Aires quiere un rey Borbón, y Belgrano propone a la infanta Carlota. Los colores de la bandera argentina son los colores del Rey.

La fidelidad al Rey es un sentimiento tan general, y sobre todo tan popular, que los partidarios de la independencia no se atreven a salirse de la legalidad. La guerra de independencia no tiene –al menos en sus principios– el carácter de una revolución contra la monarquía ni contra España. Es simplemente una lucha entre dos bandos que disputan sobre un problema de [30] legalidad. Ninguno desconoce la autoridad del Rey. Las Juntas americanas se niegan a obedecer a la Junta Central española y a las Cortes de Cádiz porque no representan al Rey y los americanos no son súbditos de España, sino de la Corona de Castilla. Las posesiones de la América española no eran colonias, sino reinos o provincias de la Corona de Castilla {(1) Entre las causas de formación de los Estados, el Derecho Internacional distingue: la división, cuando un Estado se divide en dos o más, ninguno de los cuales sigue teniendo la personalidad del antiguo; la separación o secesión, cuando se separan territorios de un Estado para constituir un nuevo Estado; y la independencia, cuando las colonias rompen los lazos de dominio que las unían a la metrópoli. (véase Derecho Internacional Público, de Sánchez de Bustamante; tomo I, Habana, Carasa y Compañía, 1933.) En lo que se refiere a la formación de nuestras naciones hispanoamericanas no es pronto, pues el término independencia. La correcta expresión jurídica sería separación o secesión.}

Sus habitantes tenían, por tanto, el mismo derecho que los habitantes de la Península para nombrar sus propias Juntas. «No pertenecernos a España –decían–, pertenecemos al Rey de Castilla; desaparecido éste, tenemos el derecho de escoger otro gobierno.»

«Tomaron y ejercieron prerrogativas reconocidas legales por las Siete Partidas –dice Marius André–. No tenían [31] necesidad de elecciones de enciclopedistas; la Edad Media les abre las puertas de la libertad; según las Siete Partidas, cuando se extingue la familia real, el nuevo soberano debe elegirse por universal sufragio; el Rey Sabio no dice «por las Cortes» ni «por la nobleza», sino «por acuerdo de todos los habitantes del reino que le escogiesen por señor»... » {(1) Marius André, obra citada.}.

Sin embargo, no todos los americanos pensaron de esta manera, y en la confusión del momento histórico, predominando el sentimiento de fidelidad al Rey, la opinión se dividió frente al hecho de encontrarse España toda en poder del invasor, y el Rey prisionero de Napoleón en Bayona.

«No, señor –decía Saavedra al Virrey Cisneros– no queremos seguir la suerte de España ni ser dominados por los franceses. Hemos resuelto tomar de nuevo el ejercicio de nuestros derechos y salvaguardarnos nosotros mismos» {(2) Citado por Marius André.}.

La lucha vino, pues, entre los que así opinaban y los que aún tenían fe en España, a pesar de su ocupación por los ejércitos napoleónicos. [32]

«El primer efecto que produjo en América la nueva situación de España con su Rey cautivo –expone Pereyra– fue la necesidad apremiante de acudir a la revisión de las teorías constitucionales. Los acontecimientos habían planteado cuestiones que sólo resuelven otros acontecimientos.

El Rey de España, ¿podía ser sustituido en América por un órgano legal?

Los criollos decían que sí.

Los peninsulares contestaban con la más rotunda negativa.»

«Si hubieran estado frente a frente los peninsulares y los criollos, la cuestión se habría resuelto con prontitud. Pero los hechos complicaron la argumentación, y los criollos se dividieron, así como los peninsulares» {(1) Carlos Pereyra, Breve Historia de América}.

«La guerra hispanoamericana –escribe André– es guerra entre americanos que quieren los unos, la continuación del régimen español, los otros la independencia con Fernando VII o uno de sus parientes por Rey, o bajo un régimen republicano» {(2) Marius André, obra citada}.

La realidad política y social es muy [33] compleja; y así como se señalan grandes causas generales de un determinado proceso histórico, es necesario reconocer y señalar la existencia de otras causas más particulares, pero menos importantes y decisivas en cada lugar y momento diferentes.

La América española constituye un vasto y variado escenario, en el que un mismo hecho histórico, como la independencia, tenía que presentarse con diversos caracteres, bajo las circunstancias diferentes de los distintos virreinatos y provincias.

Fuera de las causas generales ya señaladas, existieron en los dispersos movimientos de separación otras causas especiales que los inspiraron, imprimiéndoles un sello propio e inconfundible. Es absurdo englobar en un mismo esquema de génesis política las declaraciones de independencia de los cuatro virreinatos y de las cuatro Capitanías generales en que Carlos III había dividido sus posesiones de América.

En Buenos Aires, por ejemplo, fueron motivos económicos los que predominaron en la determinación de separarse de España. «La guerra de independencia –dice Bunge– no se originó en altos ideales [34] democráticos, ni la realizaron multitudes ávidas de gloria y de libertad. Fue sólo un movimiento que iniciaron, inconscientes de sus proyecciones futuras, la burguesía o el comercio criollo de Buenos Aires contra el irritante sistema del monopolio español» {(1) Bunge, obra citada.}.

En Méjico es la cuestión religiosa la que decide la independencia. La revolución de Hidalgo y de Morelos fracasó completamente. Pero en 1821, los mismos que combatieron a los curas rebeldes, la nobleza, el clero, los frailes inquisidores, son los que realizan la independencia sin derramamiento de sangre. Y este movimiento no es otra cosa que una contrarrevolución inspirada por el sentimiento religioso. Su objetivo principal es la abolición de la Constitución de 1812, que Fernando VII había sido obligado a restablecer como fruto de la sublevación militar de Riego.

«Los mejicanos están indignados por las leyes que han votado las Cortes, y muy particularmente por la expulsión de los jesuitas, decretada de nuevo. Sobre todo en la capital hay gran oposición a que la Constitución sea puesta otra vez en vigor; pídese [35] que se la considere como no existente y que la Nueva España sea gobernada según las antiguas leyes de Indias en tanto que el Rey no recupere la libertad de que es privado por el Parlamento. Los temores y la cólera de los mejicanos se aumentaban por el hecho de que por lo menos las cuatro quintas partes de los oficiales españoles de guarnición en Méjico eran francmasones» {(1) Marius André, obra citada}.

El carácter contrarrevolucionario del movimiento emancipador se pone de manifiesto en el Plan de Iguala, que establece como base del mismo la defensa de las llamadas tres garantías: Religión, Unión bajo la monarquía, Independencia, simbolizadas en los tres colores de la bandera mejicana: blanco, rojo y verde, respectivamente; por lo cual el ejército de Iturbide es llamado trigarante o de las tres garantías.

En Centroamérica, la independencia se produce en 1821 como una consecuencia inevitable de la independencia del resto de América. El propio Capitán General de Guatemala, don Gabino Gaínza, la declara en [36] Junta de Notables, en medio de la indiferencia popular.

En general, en las provincias, lo que decide la independencia es el ejemplo y el apoyo de las capitales virreinales. Algunas provincias, como Córdoba y Montevideo, permanecen fieles a España, y la guerra que en ellas se libra es, al principio, la guerra entre las provincias leales y la capital rebelde.

Este es, a grandes rasgos, el proceso de la independencia hispanoamericana con sus causas fundamentales verdaderas, tal como la obra rectificadora de los nuevos historiadores ha logrado establecerlo.

 

Otra rectificación histórica de la que importa dejar constancia es, como antes dije, la que se refiere al pensamiento político de los grandes Libertadores.

Si la independencia de América no fue una revolución liberal y democrática de pueblos subyugados, tampoco puede achacarse a sus heroicos realizadores tales ideas. [37]

Es un hecho que en toda Hispanoamérica, al proclamarse la independencia, se optó por la forma monárquica. San Martín era monárquico. Belgrano y Rivadavia, que habían sido republicanos, se volvieron monárquicos. Y hay que recordar que al momento de declararse la independencia el ensayo republicano había ya pasado, y con Napoleón había resucitado la forma monárquica más absoluta. Por eso, en el Congreso de Tucumán, el 6 de julio de 1816, Belgrano exponía:

«Segundo: que había acaecido una mutación completa de ideas en la Europa en lo relativo a formas de gobierno; que como el espíritu general de las naciones en años anteriores era republicano todo; que la inglesa, con el poder y majestad a que se había elevado, no por sus armas y riqueza, sino por una constitución de monarquía temperada, había estimulado a las demás a seguir su ejemplo; que la Francia la había adoptado; que el rey de Prusia, por sí mismo y estando en el goce de un poder despótico, había hecho una revolución en su reinado y sujetádose a bases constitucionales iguales a las de la nación [38] inglesa, y que esto mismo, habían practicado otras naciones.

»Tercero: que conforme a estos principios, en su concepto, la forma de gobierno más conveniente para estas Provincias sería la de una monarquía temporada, llamando la dinastía de los incas, porque la justicia envuelve la restitución de esta casa, tan inicuamente despojada del trono por una sangrienta revolución, que se evitaría para lo sucesivo con esta declaración; y el entusiasmo de que se poseerían los habitantes del interior con sólo la noticia de un paso para ellos tan lisonjero, y otras varias razones que expuso.»

Bolívar tampoco fue democrático. Muy distante anduvo su genio político de los romanticismos liberales de los ideólogos de su época.

A Bolívar se le ha juzgado por sus proclamas ardientes de revolucionario. Se ha confundido torpemente al guerrero con el político. Para hacer la guerra a España Bolívar tenía que halagar los apetitos de los ideólogos y de las masas. Su verbo toma entonces sonoridades demagógicas. Pero su pensamiento íntimo está muy lejos de todo [39] eso. Hay que estudiar su correspondencia privada {(1) Vicente Lecuna la ha compilado en diez tomos} para conocer íntegramente al político y al pensador.

Y cuando la guerra termina y llega la hora de organizar y de construir, Bolívar, si se ve forzado a implantar la república porque, como explica Pereyra, Inglaterra nunca recogió su insinuación de proporcionar un príncipe para el trono de Colombia; si en lucha contra los ideólogos aparenta ceder y cede muchas veces frente a ellos, sin embargo, en todo momento procura establecer en los países que gobierna un régimen lo más cercano posible a la monarquía, proponiéndose como modelo a la monarquía inglesa.

«De todos los países es tal vez Sudamérica el menos a propósito para los gobiernos republicanos», declara enfáticamente.

En el Congreso de Angostura intenta limitar los poderes del sufragio, creando una Alta Cámara de Senadores vitalicios que sirva de contrapeso a la Cámara popular. Esta Alta Cámara la formarían los más destacados jefes y caudillos de la independencia, constituyendo una verdadera aristocracia. Sus hijos les sucederían en sus puestos y [40] serían educados por cuenta y bajo la vigilancia del Estado, para prepararlos mejor al ejercicio de sus funciones de gobierno.

Cuando le piden una Constitución para Bolivia se apresura a formularla con el pensamiento de que sirviera para la Gran Confederación por él soñada. El proyecto de Bolívar es la expresión más cabal de su concepción política de gobierno unipersonal y aristocrático:

«El presidente de la República viene a ser en nuestra Constitución como el sol, que, firme en su centro, da vida al universo. Esta suprema autoridad debe ser perpetua, porque en los sistemas sin jerarquía se necesita un punto fijo alrededor del cual giren los magistrados y los ciudadanos...

»Un presidente vitalicio con derecho a nombrar el sucesor es la inspiración más sublime en el orden republicano.»

Si Bolívar no había podido conseguir el establecimiento de un Gobierno monárquico, procuraba a todas luces establecer algo que fuera lo más semejante a él, y como una forma de evolución hacia la monarquía, porque como lo expresaban al Gobierno inglés los miembros del Consejo de gobierno [41] colombiano en una nota oficial: «Para el éxito mismo de la mutación de forma de gobierno es conveniente que el Libertador por su vida gobierne este país. Se hará así un tránsito suave hacia la monarquía, porque los pueblos, olvidándose de elecciones y acostumbrándose a ser gobernados permanentemente por el Libertador, se dispondrán a recibir un monarca» {(1) Archivo de Santander, vol. XVIII, pág. 149}.

Las ideas de los Libertadores hispanoamericanos y sus esfuerzos no tendían, pues, a la creación de repúblicas, sino a la unificación bajo la monarquía. «El movimiento no era, por tanto, necesariamente republicano –dice Cecil Jane–, ni era seguro en un principio que llegaría a terminar en el establecimiento de repúblicas. Por el contrario, el que se desarrollase en ese sentido no lo deseaban los más eminentes caudillos de la guerra» {(2) Cecil Jane, obra citada, pág., 138}.

La forma republicana fue establecida en Hispanoamérica porque no quedaba otro camino frente a la imposibilidad de encontrar príncipes europeos para los tronos [42] americanos.

Al contrario del heredero de Portugal, que prefirió sus dominios de América a su trono europeo, Fernando VII rechazó toda negociación para que él, sus hijos o parientes vinieran a ocupar los tronos que les ofrecían las Juntas de Méjico y de Buenos Aires. Por otra parte, Inglaterra no atendió la insinuación hecha por Bolívar, repetida en 1826 y en 1827, de proporcionar un Rey a Colombia.

Antes de decidirse por la república, Méjico hizo un errado intento monárquico proclamando a Iturbide Emperador. Fue un ensayo que necesariamente tenía que fracasar. Iturbide, cegado por la gloria, había olvidado sus propias y exactas previsiones políticas del Plan de Iguala que llamaba al trono de Méjico a un príncipe de sangre, para que el reino se encontrara «con un Monarca ya hecho y precaver los atentados funestos de la ambición».

Y esta experiencia iba a servirle después a Bolívar para rechazar, con sabio criterio, la corona que le ofrecían amigos como Páez y enemigos solapados como Santander.

«Ni Colombia es Francia, ni yo Napoleón –escribe al caudillo venezolano–. Tampoco quiero imitar a César, menos a Iturbide.» [43]

Ya avanzado el siglo XIX, para terminar con la anarquía que despedazaba a Méjico, vuelve a intentarse allí otro ensayo de monarquía con Maximiliano de Austria como Emperador. Pero entonces el mal había echado raíces muy hondas. Además, al norte de Méjico era ya fuerte una nación organizada y dirigida sabiamente por una plutocracia sagaz y sin escrúpulos, que había elaborado todo un plan de expansión territorial hacia el Sur. La anarquía mejicana servía admirablemente a sus propósitos, y por eso todo intento de unificar a Méjico y organizar una nación próspera y respetable tenía que ser combatido por los voraces vecinos del Norte. La desmoralización reinante facilitó las maniobras subterráneas de las logias y del intrigante y perverso ministro Poinsset. En Juárez y sus secuaces encontraron los norteamericanos los más fieles y abyectos servidores. Por otra parte, Maximiliano no pasaba de ser una bella y noble figura, un príncipe de leyenda, abandonado a última hora por quienes le habían prometido toda ayuda. Si a Iturbide, hábil político y valiente militar, le habla faltado la calidad de príncipe para buen Emperador, [44] Maximiliano era demasiado príncipe, pero poco político y poco militar.

Y así, entre el imperialismo y la traición, desbarataron aquel último intento histórico de Méjico para constituirse en monarquía según el pensamiento político de los grandes Libertadores hispanoamericanos.

Los pueblos traicionaron a sus Libertadores. Los demagogos y los ideólogos conspiraron contra ellos, los vilipendiaron, los persiguieron y los asesinaron.

Iturbide fue torpemente fusilado al volver a Méjico. San Martín y O’Higgins murieron en el destierro. Sucre cayó víctima de un cobarde atentado en las montañas de Berruecos. Bolívar, después de escapar milagrosamente al puñal de sus enemigos, fue a morir oscura y tristemente, olvidado de todos, en la soledad de su retiro campestre de San Pedro Alejandrino. Un año antes de morir había dicho: «No pudiendo nuestros pueblos soportar ni la libertad ni la esclavitud, mil revoluciones harán necesarias mil usurpaciones.»

Así, bajo tan fatales auspicios, entraron nuestras naciones a la vida democrática. [45]

Separados y divididos los pueblos hispánicos, hemos vivido un siglo de desintegración y anarquía, hemos traicionado nuestras esencias nacionales y hemos sido fácil presa de las naciones anglosajonas, antípodas de nuestro espíritu y de nuestra cultura, que han engordado a costa nuestra monstruosos imperios capitalistas con sus piratas y filibusteros, su diplomacia de gangsters, su feroz mercantilismo calvinista y sus políticos cínicos, cariñosos y bellacos.

Pero en medio de nuestra desintegración y de nuestra decadencia, aun cuando los políticos descastados de nuestra aristocracia degenerada y de nuestra podrida burguesía vendían nuestros territorios, enajenaban nuestra soberanía política y entregaban a los imperialismos enemigos las rutas vitales de nuestra geografía, nuestros pueblos permanecieron fieles a sus profundas esencias telúricas y espirituales y mantuvieron un insobornable amor a la libertad cristiana, herencia y patrimonio inalienable de su estirpe hispánica gloriosa.

Es así como nuestros enemigos nunca pudieron consumar la conquista espiritual que ambicionaban para poder disponer [46] definitivamente de nuestro porvenir y de nuestro destino históricos.

Y cuando llega la quiebra de los valores materialistas, cuando en medio de la guerra y del triunfo, ellos, los amos del mundo, no aciertan siquiera con una fórmula mínima de convivencia internacional, y en la más grotesca y trágica farsa que registra la Historia de la Diplomacia y del Derecho no hacen otra cosa que Hipotecar el porvenir de la Humanidad y de la Civilización a las tremendas contingencias de un estado caótico del mundo y a las brutales posibilidades de una nueva guerra de exterminio total, nosotros, pueblos hispánicos, conservamos intactas las fuerzas vitales de un catolicismo integral capaces de salvar y ordenar el mundo y de recrear una Cultura y una Civilización cristianas acordes con la modernidad.

He aquí, pues, cómo surge de nuevo a la Historia el tema de nuestra unión y de nuestro destino universal.

El dominio de la ciencia sobre la velocidad y sobre las distancias ha vinculado tan estrechamente a los pueblos de la tierra, que toda forma de aislamiento feudal, todo nacionalismo autobiológico, toda autovivencia [47] económica y espiritual, resultan impracticables, y la necesidad de un orden universal es ya la norma indispensable para la existencia del mundo moderno, para la vida pacífica de la comunidad internacional. No se concibe ya una economía nacional independiente de la economía mundial. No se concibe, ni en los más pequeños países, una política desvinculada de la gran política internacional. Ni la Filosofía, ni la Ciencia, ni el Arte pueden encerrarse ahora en orgullosas torres de marfil. Toda actividad social y nacional obedece a las grandes fórmulas y a las directrices universales. La modernidad reclama un Orden y una Unidad, una fórmula de hermandad humana, para poder subsistir en paz, sin que la estrecha convivencia de las naciones provoque el choque de los encontrados intereses que ahora tienen al mundo ensangrentado y revuelto; que un superior principio gobierne las relaciones de los pueblos, y que una fuerza política universal, al servicio de ese ideal cristiano, garantice su aplicación.

He dicho una fuerza política universal, pero universal no por su potencia bélica de imperialismo nacional, sino más bien por la [48] ecumenicidad cristiana de sus principios espirituales, por la universalidad antirracista de su Cultura, de su Política y de su Economía. Sintetizando, se puede decir, que el nuevo orden mundial que exige la Humanidad, debe ser regido y garantizado por una fuerza política cristiana, o, más concretamente, por una fuerza política católica, pero no en el sentido teocrático de un absurdo catolicismo político. Esta denominación de católica quiere significar una concepción católica de la política y no una concepción política del catolicismo; quiere significar el espíritu esencialmente teocéntrico que debe informar el Nuevo Orden, como reacción lógica y natural contra el Humanismo pagano antropocéntrico de la actual Civilización, a cuyo error antirreligioso debe la historia moderna su fracaso; quiere significar que esa fuerza política cristiana debe inspirarse en la doctrina ecuménica del Catolicismo, tan combatida por los nacionalismos protestantes, que, convirtiendo a la Religión en patrimonio de unos pueblos y poniéndola al servicio de las concupiscencias de sus Reyes, desvirtuaron su salvadora [49] universalidad y destruyeron la autoridad internacional de la Iglesia.

Como católicos, no podemos esperar que un mundo regido por potencias laicas y arreligiosas como Estados Unidos, o protestantes como Inglaterra, o ateas y materialistas como la Rusia Comunista, pueda encontrar la Paz y la Justicia de un orden cristiano universal.

Como hispanos, tampoco podemos esperar ingenuamente de estas potencias imperialistas el regalo de un orden político mundial a base de graciosa igualdad y justicia gratuita.

Nuestra esperanza política inmediata consiste, pues, en que las rivalidades de estas potencias imperialistas dominadoras y de las fuerzas contrapuestas que operan dentro de ellas, nos permitan conservar una relativa libertad e independencia, gracias a las cuales podamos realizar la unidad política y cultural, clave de nuestra futura grandeza.

Y más allá de esta esperanza, nuestro pensamiento cristiano nos lleva al convencimiento de que las fuerzas –esencialmente ciegas y erradas– de estos imperialismos materialistas, no pueden sino desencadenar [50] fracasos y tragedias en la Historia Universal, hasta provocar el derrumbe inevitable de esas mismas fuerzas que hoy la rigen; derrumbe que, al producirse, abandonará necesariamente esa función rectora en manos de las naciones católicas capaces de asumirla en el momento histórico preciso.

Ahora bien, la formidable comunidad de sangre, de Historia y de Cultura, que junta en apretado haz de nacionalidades a nuestros pueblos, es ya un destino manifiesto de unidad política, que al significar la más grande y vigorosa aglutinación de pueblos cristianos está señalando a estas naciones para asumir esa función rectora de la Historia.

Y porque sólo en los pueblos hispánicos se da esa vocación misionera de la Cultura Cristiana, esa necesidad vital de engendrar nuevos pueblos y de prodigarse a ellos, ese anhelo prodigioso de ecumenicidad, esa creencia generosa en la igualdad esencial de todos los hombres y en su capacidad de salvación; por eso debe decirse que sólo en los pueblos hispánicos puede encontrar el mundo una fuerza política lo suficientemente [51] espiritualista y heroica para realizar en la Historia un Orden Cristiano Universal.

Es así que, afirmados en esta esperanza hispana y cristiana, los pueblos hispánicos debemos luchar por mantener a toda costa nuestra independencia y conquistar una más efectiva libertad, para poder realizarnos en la Historia. Debemos empeñarnos en ser nosotros mismos por la fe en nuestro destino y por la comunidad de nuestros intereses espirituales y materiales. Debemos mantenernos estrechamente unidos contra la agresión de los imperialismos, defendernos decidida y tenazmente de las poderosas corrientes intelectuales y morales que tratan de disolver, en un cosmopolitismo denigrante y suicida, nuestros caracteres autóctonos y nuestra personalidad de nación; y debemos emprender la tarea urgente y difícil de amalgamar y superar nuestros componentes étnicos y sus herencias espirituales, para recrear con ellas una Cultura auténticamente nuestra, como base formidable de solidaridad social y como afirmación de la libertad y grandeza de nuestros pueblos.

En esta época difícil los pueblos hispánicos debemos, pues, luchar unidos, para [52] poder surgir después unidos en la Historia, como la gran fuerza Política cristiana del futuro, destinada a implantar en el mundo la Justicia de un Orden Cristiano Universal.

Mientras tanto, yo dejo aquí en pie frente al porvenir, como bandera de aliento y profecía, el verso admonitivo de Rubén:

Únanse, brillen, secúndense, tantos vigores dispersos.
Formen todos un solo Haz de energía ecuménica.

La revista Alférez

 

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