Filosofía en español 
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Espíritu de partido

El espíritu de partido es la negación intermitente de la razón humana; es de todas las pasiones la que deja más libertad al odio, y mayor seguridad para hacer daño. No sin fundamento le calificamos de negación de la razón; porque sólo a la demencia [1001] es concedido hacer el mal sin asomo de remordimiento, y preciso es reconocer que el espíritu de partido, inspirando las peores acciones, las reviste a los ojos de quien las acomete con las galas propias del heroísmo y del deber. Este sentimiento tiene algo de absoluto parecido a las líneas rectas de esa geometría política, según la cual se miden las cosas y se aprecian los hombres. Si un pariente, un amigo, un bienhechor llegan a trastornar las líneas inflexibles, fuerza será que ese pariente, ese amigo o ese bienhechor desaparezcan, pues para el hombre de partido las amistades son letra muerta, y su cabeza habla tan alto que pronto hace callar a su corazón.

Este hombre no piensa ni obra sino bajo la inspiración de otro; refleja todas las pasiones que fermentan en torno suyo; su carácter y su individualidad desaparecen bajo la especie de convención con que se reviste o que se le impone. El hombre de partido no se pertenece nunca a sí mismo: por muy honrado y entendido que sea, se dejará llevar hasta el crimen y hasta lo absurdo, aunque sólo sea por desahogar su mal humor. Hay muchos que son afectuosos y benévolos en sus relaciones privadas, que sin embargo, hablan de hacer mil ejemplares y de cortar cabezas: los hay que nunca han dado señales de enajenación mental, antes por el contrario atienden con acierto a sus negocios y conocen a los hombres, y si les encontráis en el momento de leer el artículo de fondo de su periódico favorito, os aconsejamos por prudencia que huyáis de ellos, pues no sería cordura exponerse a sus iras. No intentéis sin embargo, la interdicción legal de estos hombres, porque os veréis chasqueados, y al someterlos a las pruebas observaréis que responden con una rara inteligencia a las cuestiones que se les dirijan, sobre matemáticas, por ejemplo, sobre anatomía o economía doméstica. No son locos, no, son hombres de partido.

Es condición propia de este espíritu la de privar a cada uno en particular de la responsabilidad de sus tonterías o de sus malos pensamientos, que juntos van a engrosar el fondo común de los afiliados en una bandera. Bajo este punto, de vista todos los hombres de partido se parecen, cualquiera que sea la escuela: la credulidad, la confianza, la abnegación de su personalidad es una misma en todos ellos. El hombre que entra en un partido hace votos de renunciar a sí mismo, tan rigurosos como los que se imponían a los novicios en las órdenes monásticas.

Hay, sin embargo, algunas divisiones políticas que son llamadas impropiamente partidos; clasificaciones de conveniencia, formadas por las rivalidades ambiciosas, más bien que por la oposición de doctrinas y creencias. Si lo que se llamó en varias épocas de este siglo realismo y liberalismo entre nosotros; si el carlismo más adelante, y aún hoy día el absolutismo en una mínima fracción de los españoles, [1002] son cosas que merecen la calificación de partidos; si con igual nombre pueden señalarse los bandos que han dividido a la Francia desde su famosa revolución, y las que en nuestros días forman los republicanos y monárquicos, no así las coaliciones parciales nacidas del fondo mismo de un partido, y que al subdividir sus miembros no han tenido otro objeto que el de favorecer las pretensiones de unos pocos. La segregación o clasificación de los liberales en progresistas y moderados, si bien ha mantenido por mucho tiempo multitud de prosélitos ardientes en uno y otro bando, ¿qué es, si bien se mira, sino el origen de la disolución del mismo partido liberal en España? Cuando en estos últimos años la solución de continuidad ha sido mayor aún, ¿qué ha venido a demostrar a la masa entera de cada partido, sino que su entusiasmo era un escabel para entronizar a los hombres, y no la grada del solio donde pretendían asentar sus doctrinas? ¿De dónde proviene el indiferentismo actual sino de la falta de fe que han procreado esas mismas divisiones y camarillas? Si ellas lo han producido, mal pueden merecer el nombre de partidos en la verdadera acepción de la palabra, cuyo espíritu es todo fe, y fe tan ciega, que como antes hemos dicho, conduce, si es necesario, tanto al heroísmo como al crimen y a lo absurdo, aún a las cabezas mejor organizadas.

Bajo otro punto de vista, aunque con mucha semejanza, pueden considerarse también destituidas del carácter inherente al espíritu de partido, las facciones que durante algunos siglos han dividido a la Gran Bretaña. Prescindiendo de su origen, pasado el ardor de los primeros tiempos, el wighismo y el torysmo, han formado, más que partidos, camarillas hereditarias: no hay sino ver el embarazo en que se encuentran los historiadores ingleses para describir de una manera categórica y precisa la línea ondulante que separaba a estas dos escuelas constitucionales. ¿Qué otra cosa eran en el fondo sino dos divisiones de la aristocracia que se disputaban el manejo de los negocios públicos, siempre decididas a explotarlos, con corta diferencia, según los mismos principios y los mismos intereses? Entiéndase que hablamos del wighismo, tal como era antes que le impregnasen y desbordasen el liberalismo y la filantropía modernas. En tiempo de Guillermo, de Ana y de los tres primeros Jorges, los wighs y los torys se injuriaban en la tribuna y en la prensa; pero aún cuando se operase una transformación en la mayoría parlamentaria, aun cuando la oposición se sentase en los bancos del tesoro, no por esto la aristocracia británica dejaba de continuar rigiendo los destinos de un país que aún no había aprendido a poner en tela de juicio su supremacía política. Hoy es ya otra cosa: desde que las ideas populares comenzaron a extenderse por los condados de Inglaterra, acumulando el [1003] ardor de las pasiones sobre unas cabezas por tanto tiempo veneradas; desde que la aristocracia y la iglesia se estrechan en sus bancos carcomidos, buscando sus armas y contando uno a uno sus fieles, se van organizando en aquel país verdaderos partidos, es decir, pueblos extraños los unos a los otros, profundamente divididos en la fe, el instinto y la esperanza. La Inglaterra parece haber entrado en las vías en que los pueblos del continente, y especialmente la Francia, se agitan hace medio siglo. No hay que hacerse, sin embargo, muchas ilusiones acerca del espíritu de partido en Inglaterra: es verdad que la cuestión religiosa preocupa en gran manera y divide los ánimos en aquel país; pero el pueblo inglés ha nacido para el cálculo y predomina en él demasiado el verdadero patriotismo, el patriotismo exclusivista, para que se deje arrastrar a los extravíos y a las luchas fanáticas que han señalado en otras partes las huellas de los partidos. Los que profesan la doctrina de que sin estos es imposible el sistema de gobierno representativo, y al mismo tiempo preconizan que el de Inglaterra es el modelo de los de este género que se debe imitar, no han observado seguramente en nuestros mismos días el singular fenómeno de que las oposiciones al parecer más encarnizadas, dirigidas precisamente por corifeos ambiciosos y sedientos del mando, enmudecen de repente y ceden todas sus ventajas ante el bien común; y que los ministros a su vez hacen el sacrificio de su pundonor, arrostrando repetidas derrotas parlamentarias, primero que abandonar el puesto cuando un cambio de política es capaz de ocasionar trastornos perjudiciales a la nación. Sobre el interés de los partidos está allí la razón fría que calcula y pesa las consecuencias: está el interés nacional, en cuyas aras deponen, por una convención tácita y de consuno, sus ofrendas los campeones de opuestos bandos. Ahora bien, donde la razón se deja oír, no habla muy alto el espíritu ciego de partido, y los ingleses saben que una escisión violenta entre ellos, disminuiría en gran manera la importancia del papel que su nación representa en el teatro político de Europa. ¿Y cómo podrían desconocerlo? Atravesando el estrecho canal de la Mancha se ofrece a su vista esa eterna rival de su grandeza, esa Francia que sin sus desgarradoras luchas intestinas, sin el encono de sus partidos llevados hasta el fanatismo por unos hijos arrojados e irreflexivos, acaso sería hoy el pueblo rey del universo, como es el más célebre por sus revoluciones. Oigamos a uno de sus publicistas contemporáneos, Mr. de Carné, hacer la descripción de ese cuadro, como no podría trazarla nuestra pluma:

«Desde hace cincuenta años, dice, vivimos en un estado de lucha interior tan violento, que es un milagro el ver a la sociedad en pie todavía. De una y otra parte se tienen las más opuestas ideas sobre los derechos y los deberes, sobre la bondad de las instituciones políticas, sobre el destino del hombre y su porvenir: se oye a unos saludar como días de gloria lo que a los ojos de otros no son sino días de oprobio: los homenajes y las maldiciones se cruzan y entrechocan. Añádase que, a estas disidencias, la revolución francesa, como todas las revoluciones que quieren vivir, ha unido disidencias de intereses haciéndose territorial; que la propiedad ha pasado de unos a otros; que luego los nuevos propietarios se han creído inquietados en su conquista hasta el punto de que los despojados a su vez han temido perder lo que una munificencia tardía les había devuelto. Así es que la nación francesa se ha encontrado, a decir verdad, dividida por oleadas de vencedores y vencidos, destituidos y destitutores, expoliadores y víctimas. De aquí esa aversión entre las personas, más profunda todavía de la que existía entre las doctrinas: así es que las simples relaciones de sociedad han sido interrumpidas entre los ciudadanos, y que casi siempre han vivido separados unos de otros, recociendo sus odios y aguardando otros días. El espíritu de Satanás ha venido en ayuda del espíritu de partido para levantar una especie de barrera inseparable entre las diferentes clases de la sociedad. Este hecho provocó una alteración profunda en el carácter nacional, que nunca fue más manifiesto que en los primeros tiempos de la restauración.»

Cuando estas líneas se escribieron, aún no había ocurrido la revolución de febrero de 1848: la calma estaba restablecida, si no en los ánimos, en la faz general de la nación; y la pérdida de la fe y de la confianza había desvanecido muchas ilusiones: después nuevos sucesos y el desbordamiento de las más exageradas ideas han exacerbado las pasiones políticas convirtiendo a las ciudades en campos de batalla, donde los hijos de una misma patria, creyendo cada cual defender lo justo y sacrificándose sin fruto, desgarraban con sus propias manos el seno de la madre común. Entretanto suspendíanse las corrientes de la riqueza pública, talentos escogidos malgastaban sus facultades en polémicas acres y apasionadas; otros comprometían su porvenir y el bienestar de las masas pobres arrastrándolas a descabelladas empresas y a utopías irrealizables; llenábanse las cárceles de presos y los países extranjeros de fugitivos, después de haber dejado las calles y las plazas regadas de sangre. La intolerancia despoblaba las ciudades de las mejores cabezas, y de todo este trastorno ningún bien evidente reportaba el país, antes por el contrario veía interceptados los veneros de su felicidad y de su grandeza.

¿Qué diremos de nosotros? El cuadro de nuestras disensiones de partido no es tan sombrío, pero no es menos doloroso. Desde la apertura de las cortes de Cádiz hasta el abrazo de Vergara y aún algo después, ¿cuántos rencores, cuántas luchas, cuántas deportaciones, cuánta [1005] sangre, cuántas miserias, en fin, no hemos ofrecido en espectáculo al mundo? ¿Cuantos borrones no ha echado un fanatismo estúpido sobre la nobleza del carácter español? No hay sino recordar las proscripciones de 1814 y 23; la intolerancia, que en la segunda de estas épocas sembró el terror y la desconfianza hasta en el seno mismo de las familias, en que los padres se recelaban de los hijos, los hermanos de los hermanos, los esposos de las esposas; en que la delación no era un crimen, las traiciones se premiaban, y no pocas venganzas personales eran satisfechas, abusando de la credulidad de las autoridades, cegadas por el espíritu de partido. No hay sino recordar los alborotos con que se inauguró la última época constitucional, las persecuciones que se siguieron, y que no dejaron de engrosar las filas del pretendiente al trono de una reina niña; la guerra fratricida de siete años, y en el intervalo de esta y después los continuos pronunciamientos y contrapronunciamientos que no dejaron de tener su parte cómica, si bien alejaban al pueblo de sus deberes, consumían sus fuerzas, y más de una vez llevaban la devastación y el incendio a establecimientos de general utilidad, o atrajeron sobre las ciudades las bombas y la metralla.

Por fortuna el calor de los partidos podemos decir que se desvaneció ya como un fuego fatuo: no es de apetecer que de nuevo se encienda, pues los pueblos, divididos por su espíritu viven en un estado anormal que hace imposible su gobierno. Acaso en el silencio de las conciencias existen aún algunos restos de las antiguas opiniones; pero si así es, en unos están amortiguadas por el convencimiento de la impotencia, en otros por la pérdida de la fe y de la confianza en sus correligionarios, y en todos por el hábito de la tranquilidad y del bienestar que produce. Por regla general no se hacen sentir aquellos rencores que dividían a los amigos y a los parientes, y si bien a ellos ha sustituido cierto egoísmo y cierta indiferencia que contienen los nobles impulsos del corazón, en cambio no hay ocasión de dar pábulo a las malas pasiones.

No por esto debe suponerse que el espíritu de partido haya muerto: es como el fénix, que renace de sus cenizas: en todos tiempos ha levantado su cabeza, impulsado por tendencias diferentes: en muchas ocasiones es el grito que revela la existencia de la dignidad nacional ultrajada, y en medio de sus extravíos puede ser útil para sacar de su abyección a un pueblo degradado y romper las cadenas de una opresión injusta, o de una administración ignorante y viciosa. Sin embargo, en tales casos el espíritu de partido es un instrumento movido por el patriotismo en defensa de sus derechos naturales. El verdadero espíritu de partido no existe sitio cuando hay dos o más en lucha abierta, y cuando cada cual pretende hacer prevalecer sus ideas. Añadiremos que este [1006] espíritu vive de esperanzas; pues todo partido que no espera está muerto. Por eso, como en los tiempos de incertidumbre y de escepticismo nadie tiene esperanza verdaderamente fundada, las doctrinas se disipan y el espíritu de partido con ellas.