Filosofía en español 
Filosofía en español


Causa (Idea de)

(Filosofía.) La idea de causa ha dado lugar a una de las cuestiones más reñidas que se han agitado en las escuelas filosóficas. En unas se sostiene que semejante idea no existe ni puede existir en nuestro entendimiento; en otras, que es una idea real que se explica satisfactoriamente por un hecho de conciencia. Sabido es que el origen de la mayor parte de los errores cometidos por los escolásticos, consistía en el abuso de las abstracciones. Ideas abstractas y no más eran los universales, las formas sustanciales, los predicamentos y las demás invenciones que con tanto ingenio y con tan poco fruto, trataron en sus abultados volúmenes, y en sus acaloradas controversias los dialécticos, aunque el espíritu de observación y de análisis ha destruido para siempre la realidad significada por aquellas nociones, no hay duda que representaban ideas, y la prueba es que cada una de ellas tenía, una definición clara y precisa, [721] y porconsiguiente, si no existían en la naturaleza, existían en el entendimiento y podían ser objetos de especulación científica. Si hemos de creer a los filósofos pertenecientes a la primera de las clases a que hemos aludido, la llamada idea de causa no es más que un nombre absolutamente necio de significación, no es un término lógico, según el lenguaje del Perépato; es una palabra y nada más. He aquí la serie de raciocinios que emplean en apoyo de su opinión.

Las ideas compuestas no pueden darse a conocer sino es por medio de la definición: esto es, por la enumeración y división de lasideas simples que las componen. Pero cuando esta división ha llegado a su último término, o lo que es lo mismo, a las ideas más simples, y todavía hallamos oscuridad y ambigüedad en ellas, ¿de qué medio echaremos mano? ¿Con qué amaño las explicaremos y aclararemos,determinándolas de un modo inteligible y exacto? No hay otro arbitrio que reproducir las impresiones originales de que se copiaron. Entonces no admiten ambigüedad. No solo se colocan ellas mismas en toda su luz, sino que iluminan las ideas que con ellas se ligan y que estaban antes oscuras. Por este medio adquiriremos quizás un nuevo instrumento óptico, una especie de microscopio, con el cual,aplicándolo a las ciencias morales, las ideas más simples y diminutas se ensanchen lo bastante para poder ser objetos claros de nuestras percepciones, tan fáciles de distinguir como los más palpables y sensibles. Por tanto, para analizar la idea de causa, examinemos su procedencia. Cuando vemos los objetos externos que nos rodean, y consideramos la operación de las causas, no hay un solo caso en que, por medio de la razón descubramos la conexión entre una causa cualquiera y el efecto que tenemos a la vista. Jamás daremos con el vínculo que los liga, haciendo que uno sea consecuencia necesaria del otro. Lo que vemos únicamente es un hecho, y otro hecho que le sigue. Al impulso de una bola de billar sucede el movimiento de otra que lo recibe. Esto no es solamente lo único que se ofrece a nuestros sentidos, sino lo único que podemos imaginar con los mayores esfuerzos de la fantasía. En el alma no resulta una impresión peculiar y diferente de la idea de sucesión. Por consiguiente no hay un solo casoen que la sucesión de dos hechos sugiera laidea de causa, poder o conexión necesaria. Al presentarse a nuestra vista por primera vez un objeto, nunca podremos conjeturar el efecto que ha de producir. Si la causa fuera perceptible al alma podríamos prever el efecto sin necesidad de experiencia, y señalaríamos con certeza el resultado, solo con el raciocinio y el pensamiento.

En realidad no hay parte de la materia que descubra jamás, por sus cualidades sensibles, la menor rastra de idea de causa, o que nos autorice a imaginar, que tal cosa ha de seguir a tal hecho. La solidez, la extensión y el movimiento son cualidades completas en sí mismas, y jamás indican un suceso que de ellas pueda resultar, sino cuando lo ha demostrado la experiencia, y entonces la única noción que resulta es la sucesión: pero el poder o la fuerza que mueve toda la máquina, está fuera del alcance de nuestros sentidos y de nuestra inteligencia, y nunca se descubre en ninguna de las cualidades sensibles de la materia. Sabemos que el calor es un fenómeno que acompaña siempre a la llama, pero no sabemos, ni podremos jamás saber qué especie de conexión hay entre la llama y el calor.

Sentado, pues, que los objetos externos como se presentan a los sentidos, no suministran la idea de causa, poder o conexión necesaria, veamos si esta idea puede provenir de la reflexión aplicadas a las operaciones intelectuales. No hay duda que poseemos la convicción íntima de un poder interno: porque sentimos que con el simple mandato de la voluntad, podemos mover un miembro o hacer un raciocinio. La conciencia es la que nos da noticia de esta facultad que innegablemente poseemos. De aquí debe nacer la idea de causa estando ciertos, como lo estamos, de que en nosotros reside una causa que nos es dado poner en ejercicio siempre que se nos antoje. Luego la idea de causa es una idea de reflexión, pues nace de la reflexión que hacemos sobre las operaciones de nuestro espíritu, y sobre el imperio que ejerce la voluntad, tanto en los órganos del cuerpo, como en las facultades del alma.

Nuestros filósofos responden a esta objeción, examinando desde luego el influjo de la voluntad en los órganos del cuerpo. Este es un hecho, que como todos los naturales, sólo puede ser conocido por la experiencia, y jamás puede ser previsto en virtud de una circunstancia visible que lo ligue como causa, con el hecho que le sigue, y que haga que el uno sea consecuencia infalible del otro. El movimiento del cuerpo sigue al mando de su voluntad. De esto estamos seguros. Pero el modo en que esto se ejecuta, la energía en virtud de la cual la voluntad ejecuta una operación tan admirable, son cosas, que lejos de dejarse comprender por la conciencia, pertenecen a los problemas que han de quedar eternamente sin resolución. Porque en primer lugar, ¿hay algún principio en la naturaleza más misterioso que la unión del alma con el cuerpo, en cuya virtud una sustancia que creemos ser espiritual, adquiere tal influjo sobre la materia, que el más ligero pensamiento basta para mover una masa inerte y voluminosa? Si fuésemos capaces de mover los planetas en sus órbitas, este imperio no sería más extraordinario que aquel gran enigma. Si fuera cierto que la conciencia nos hace sabedoresde una causa que se llama voluntad, deberíamos conocer la conexión [723] entre aquella causa y su efecto, lo que sería igual a iniciarnos en el profundo arcano de una sustancia que no tiene partes, y que sin embargo, dispone de otra que las tiene. La idea de causa fundada en este principio sería pues, una idea compuesta de partes incompatibles, como si dijéramos de blanco y negro, de frío y de calor. En segundo lugar, no podemos mover todos los órganos del cuerpo, aunque no hay más que la experiencia que nos instruya de un hecho tan anómalo. ¿Por qué puede la voluntad mover la lengua y los dedos, y no el hígado y el corazón? Esta pregunta no nos causaría el menor embarazo, si la conciencia nos indicase una causa en el primer fenómeno y no en el segundo. Entonces percibiríamos sin necesidad de experiencia, por qué se circunscribe en límites particulares la autoridad de la voluntad en los órganos. Familiarizados en tal caso con el poder o la fuerza de la voluntad, sabríamos porqué su influjo llega precisamente a tal término, y de allí no pasa. Pero siendo el hecho tan misterioso para el hombre como la circulación de la sangre, sólo puede conocerlo cuando lo ha experimentado: por consiguiente este conocimiento es empírico, y se reduce a saber que un hecho precede a otro, sin que se nos revele el eslabón que les une. En tercer lugar, sabemos por la Anatomía que el objeto inmediato de la voluntad en el movimiento voluntario no es el miembro que se mueve, sino el músculo, el nervio, quizás el fluido nervioso, quizás también algunas otras partes menudísimas de nuestra estructura. ¿Puede haber una prueba más conveniente de que el poder, en cuya virtud se ejecuta toda la operación, en lugar de ser directa y plenamente conocida por un sentimiento interior, es en alto grado ininteligible y misteriosa? ¿Es causa la voluntad del movimiento? Pues entonces sabremos su primer efecto, sabremos en qué recae su primera acción, y esto es precisamente lo que ignoramos. La voluntad quiere un hecho, y se promueve un hecho distinto del que la voluntad ordena. El hecho que se produce da lugar a otro tan desconocido como el primero, hasta que al fin, después de una serie de hechos instantáneos, y que ignoramos igualmente, llega el que fue verdadero objeto de la voluntad. Pero si conociéramos la causa original, conoceríamos también su efecto, puesto que causa y efecto son nociones correlativas y vice-versa, si no es conocido el efecto, no es conocida la causa.

Podemos decir sin temeridad, en vista de las razones expresadas, que nuestras ideas de poder y causa no son copias de ningún sentimiento interior que se produzca en nosotros cuando ejecutamos un movimiento, o cuando aplicamos los miembros del cuerpo a sus peculiares destinos y funciones. Que su movimiento sucede al mando de la voluntad, es un hecho que sabemos por la experiencia: pero [724] el poder que da origen a este hecho es enteramente incomprensible.

¿Diremos que aquellas ideas son una consecuencia del imperio que la voluntad ejerce en el entendimiento, cuando suscita un objeto en su laboratorio interior, la considera bajo todos sus aspectos, y cuando quiere la despide y pone otra en su lugar? Creen nuestros filósofos que los mismos argumentos anteriores militan contra aquella hipótesis. Primeramente, conocer una causa es conocer en ella la virtud de producir un efecto: estas voces son sinónimas. Por tanto, debemos conocer el efecto, la causa y el vínculo intermedio. ¿Y podremos decir que conocemos la naturaleza del alma humana, lo de la idea, y la aptitud de la primera para dar existencia a la segunda? Esta es una verdadera creación: es sacar algo de la nada, lo cual envuelve en sí un poder tan vasto, que, a primera vista, parece fuera del alcance de todo ser que no sea infinito. A lo menos, se debe confesar que el alma no lo concibe, ni lo siente, ni lo conoce. Lo que únicamente sentimos es el resultado: es decir, la existencia de la idea consiguiente al mando de la voluntad; pero el modo en que se ejecuta la operación, el poder que la realiza, son nociones colocadas mas allá de la esfera de la comprensión. En segundo lugar, el imperio del alma sobre sus facultades, es limitado, como lo es el que ejerce en el cuerpo, y estos límites no son conocidos por la razón, ni resultan, de ninguna idea que tengamos de la naturaleza de la causa y del efecto, sino de la experiencia y de la observación, como en todos los otros hechos naturales. Tenemos sobre nuestros sentimientos y pasiones una autoridad mucho más débil que la que ejercemos en nuestras ideas, y aun esta última no es muy amplia. ¿Habrá quien pueda dar razón de estos límites, o explicar por qué falta la causa en unos casos y no en otros? En tercer lugar, este imperio del alma sobre sí misma, varía según las circunstancias. El hombre sano lo posee en más alto grado que el enfermo. Por la mañana es más enérgico que después de la comida. ¿Podemos explicar estas variaciones de otro modo, que por la experiencia? ¿no hay en este caso alguna operación secreta en cuya indagación queda paralizada la análisis? El hecho de querer es ciertamente un acto del espíritu, con el que estamos familiarizados. Considerándolo bajo todos sus aspectos, hallamos algo en él que se parezca a ese poder creador, en virtud del cual saca de la nada una nueva idea, y con una especie de fiat, imita, si es lícito decirlo, la Omnipotencia del Supremo Hacedor, que dio vida a las diferentes escenas de la naturaleza?

La mayor parte de los hombres encuentran muy poca dificultad en explicar las operaciones más comunes del mundo físico; como el descenso de los cuerpos graves, el crecimiento de las plantas, la generación de los animales, y [725] la nutrición del cuerpo por medio del alimento. No parece sino que están viendo la causa del fenómeno, y sus mutuas relaciones. De este modo el entendimiento se acostumbra a esperar el efecto, inmediatamente que se presenta la causa, y apenas puede concebir que resulte otro distinto del que aguarda. Sólo en los fenómenos extraordinarios, como las pestes y los terremotos, es cuando se pierde el hilo de estas explicaciones, y cuando los hombres no saben qué hacer para determinar la causa que los produce. En semejantes casos se acude a un principio inteligente e invisible, que sorprende la imaginación, y en cierto modo la satisface, por lo mismo que sale de la línea común de las causas naturales. Pero el filósofo, cuyo escrutinio es más severo y exacto, inmediatamente percibe que la causa es tan ininteligible en los sucesos comunes como en los más extraordinarios, y que si llegamos a conocer una frecuencia de sucesión en los hechos, no es más sino porque la experiencia nos la ha enseñado, sin que el entendimiento pueda llegar a la idea de la conexión.

Algunos escritores se han creído obligados por convencimiento a echar mano del poder directo y continuo de la Divinidad. Dicen que los objetos llamados vulgarmente causas no son más que ocasiones, y que el verdadero y directo principio de cada efecto, no es una fuerza o poder residente en la naturaleza, sino un acto de la voluntad del Ser Supremo que quiere ligar un hecho con otro. En lugar de decir que una bola de billar mueve a otra, por una fuerza que se deriva de la creación, dicen que la deidad misma, por un acto particular de querer, mueve la segunda bola, determinada a esta operación por el impulso de la primera, como causa ocasional, con arreglo a las leyes generales, que él mismo se ha impuesto para el gobierno del mundo. Llevando más adelante su hipótesis, aseguran que, así como ignoramos el poder de que depende la mutua operación de los cuerpos, así también ignoramos el poder de que depende la mutua operación del cuerpo y del alma: en lo cual no van descaminados; pero añaden que siendo Dios la causa inmediata de esta unión, las sensaciones no se producen en el alma por los órganos de los sentidos, sino por un acto particular de la voluntad del Hacedor, que excita tal sensación, en virtud de tal afección del órgano. Del mismo modo, no es, según ellos, la energía de la voluntad lo que produce el movimiento local de los miembros: es Dios mismo, que así socorre nuestra voluntad impotente, y dirige el movimiento que nosotros equivocadamente atribuimos a nuestra eficacia y poder. Este sistema filosófico se ha extendido por algunos, hasta comprender las operaciones internas del alma. La visión mental, o la concepción de ideas, no es más, en esta hipótesis, que una revelación del Ser Supremo. Cuando voluntariamente dirigimos [726] nuestros pensamientos a un objeto, y suscitamos su imagen en la fantasía, no es la voluntad la que obra: es el Criador el que descubre la idea, y la presenta al espíritu. Así , pues, no solo todo está lleno de Dios, sino que Dios ocupa el lugar de las causas segundas: especie de panteísmo, que en lugar de engrandecer, disminuye la magnificencia de los atributos de la Divinidad. En efecto, más poder supone en ella el acto de delegar cierto grado de poder a sus criaturas, que la suposición de que produzca cada cosa por un acto particular de su voluntad. Más sabiduría supone la primitiva estructura de la fábrica del mundo, que la obligación incesante de intervenir en cada fenómeno, animando a cada paso con su soplo todas las ruedas de tan estupenda máquina.

Mas si querernos una refutación más filosófica de esa doctrina, quizás bastarán para ello las dos siguientes reflexiones.

Primera: esta teoría de la operación inmediata del Todopoderoso, es demasiado arrojada para convencer a un hombre que conozca la debilidad de su razón, y los estrechos límites a que la esfera de su acción se halla reducida. Aunque se probara por una cadena de argumentos arreglados a la severidad lógica, siempre nos quedaría el escrúpulo de hallarnos fuera del alcance de nuestras facultades, induciéndonos a consecuencias tan extraordinarias, y tan ajenas a la vida ordinaria y a la experiencia. Con semejantes raciocinios invadimos la región de los espíritus, que no es ciertamente la de la filosofía; y en territorio tan desconocido, no podemos fiarnos de nuestros métodos comunes de argüir, ni de la autoridad de las analogías y probabilidades ordinarias. Nuestra vista es demasiado corta para llegar a tanta altura. Segunda: todas las ideas que nos formamos de los atributos de la Divinidad estriban en las que tenemos de nuestras propias facultades, engrandeciéndolas en lo indefinido, ya que no nos es dado penetrar en lo infinito. Si, pues, no comprendemos la conexión de causa y efecto en nuestra propia voluntad, ¿cómo la comprenderemos en la voluntad de Dios? En resumen, todos los hechos sucesivos como la fructificación después de la inflorescencia, el alumbramiento después de la gestación, la embriaguez después de la bebida, se nos presentan solos, inconexos y aislados. El vínculo que los une no es jamás objeto de nuestras sensaciones ni de nuestra reflexión: por consiguiente no emite ninguna idea, ni se ofrece al alma bajo ninguna forma. Si a este ser desconocido llamarnos causa, es porque tenemos la facultad de dar nombres a las cosas que no existen, y el nombre causa no tiene sentido, ni en la discusión filosófica, ni en los asuntos comunes de la vida.

Tal es la doctrina de la primera clase de filósofos designada al principio de este artículo. La capitanea el famoso escritor inglés David Hume, de cuyas obras hemos compendiado los [727] principales argumentos con que la sostiene. He aquí ahora cómo raciocinan los de la opinión contraria.

Tómese el tipo del conocimiento en un sujeto inteligente y libre, como el hombre, y hallaremos que es imposible que este sujeto tenga una percepción cualquiera, sin tener al mismo tiempo la noción de causa o fuerza productiva. Si es evidente que hay causa o fuerza productiva de nuestras sensaciones, y por otra parte que esta causa no se parece a ninguna sensación, ¿dónde hallaremos su origen? ¿Cómo formamos esa idea? Este es el problema que vamos a tratar de resolver. No encontraremos este origen en las sensaciones externas, sino más cerca de nosotros, y por medio de una operación más sencilla y más inmediata, a saber: por la percepción interna de nuestra existencia individual. El mismo acto reflexivo por el cual el hombre se conoce y se llama a sí mismo yo, lo manifiesta a su inteligencia como fuerza agente, como causa que produce la acción y el movimiento, sin estar obligado o constreñido a ello por otra fuerza que el yo mismo que se identifica, del modo más completo y más íntimo con la fuerza motriz que le pertenece. En efecto, todo lo que se llama sensación llega a ser objeto del pensamiento en el espacio interior y aun en la extensión del cuerpo propio; pero la fuerza motriz y el sentimiento inmediato que yo tengo de su ejercicio en un esfuerzo actual, no se fija en ninguna localidad. Atribuyo a mis miembros el movimiento, pero no la voluntad de moverse. ¿Por qué? Porque esa voluntad no es diferente del yo, y porque ese yo es una especie de totum in toto con respecto a la voluntad. Ciertamente la causa o fuerza productiva que llamo voluntad, tiene una esfera de acción más extendida que el movimiento de los músculos, puesto que abraza las operaciones del espíritu. Pero la especie, el número, los caracteres de los efectos, no mudan en nada la naturaleza de la causa. El esfuerzo primitivo no es más material en los movimientos del cuerpo que en el ejercicio de la actividad intelectual, y mal podremos entender esta actividad y las nociones de que ella es tipo, ínterin no la referimos a su principio más sencillo, que es el que puede manifestarse a la conciencia. Ahora, bien el primer sentimiento del esfuerzo libre contiene dos elementos y dos términos indivisibles aunque distintos uno de otro en el mismo hecho de conciencia, a saber: la determinación o el acto libre de la voluntad eficaz, y la sensación muscular que acompaña o sigue a este acto, en un instante de incalculable duración. Si la voluntad no acompañase o no precediese a la sensación muscular, esta sensación sería pasiva como todas las otras: no envolvería en sí ninguna idea de causa o de fuerza productora. Por otra parte, sin la sensación como efecto no podríamos percibir la causa, ni esta existiría en la conciencia. Luego el sentimiento del esfuerzo forma el vínculo de los dos términos de esta relación primitiva, en que la causa y el efecto se presentan como hechos distintos, como elementos necesarios de un solo hecho de conciencia. Ampliemos este raciocinio con algunas ligeras observaciones. La actividad libre que coincide con la conciencia del yo en el estado de vela, es el único carácter que distingue este estado del sueño, en que la actividad de la voluntad y del esfuerzo se suspenden, y el yo se desvanece aunque la sensibilidad física y la imaginación espontánea, que dependen de ella, pueden ejercerse en toda su extensión. Algunas inducciones fundadas sobre la experiencia nos manifiestan que los animales no tienen yo, como nosotros, por la única razón que no tienen actividad libre; que todos sus movimientos están subordinados a la sensibilidad física o a un instinto desnudo de toda reflexión. También nos consta que el sentimiento del yo se oscurece y disipa con la actividad voluntaria en las aberraciones de la sensibilidad o de la imaginación, conocidas con los nombres de delirio, manía o pasiones extremosas. En fin, todas las observaciones dirigidas hacia el punto de contacto entre la psicología y la fisiología, nos demuestran una identidad perfecta de naturaleza, de carácter de origen, entre el sentimiento del yo, y el de la actividad o esfuerzo hijo de la voluntad, y libremente determinado: de donde podemos inferir: 1º que con todas las sensaciones afectivas, combinándose entre sí, o sucediéndose de cualquier modo, podría muy bien no existir la personalidad: 2º que el hombre está todo entero en la actividad sola, aun cuando le faltasen todas las causas exteriores de las sensaciones. La actividad queda intacta mientras exista la voluntad espontánea y el esfuerzo que la constituye.

La actividad propiamente dicha es un sentimiento; una percepción inmediata e interna. Cuando se pone en duda su existencia; cuando se procura deducirla de algún hecho anterior y figurarla bajo algún signo fisiológico, se pervierte su idea. El objeto de que se habla es enteramente heterogéneo al punto de la cuestión: error de ideas y de lenguaje que se observa en casi todas las cuestiones de esta clase. Cuando preguntamos si el agente es libre y cómo lo es, preguntamos lo que sabemos. Si queremos además saber cuáles son los instrumentos o los resortes orgánicos que comulgan con los actos de la voluntad, no sabemos lo que decimos. Puede asegurarse que lo relativo y lo absoluto coinciden en el sentimiento de la fuerza o de la libre actividad, y esta doctrina es la única a que puede aplicarse la máxima de Bacon, tan opuesta en cualquier otro sentido a nuestra doble facultad de conocer y de creer. Ratio essendi et ratio cognoscendi idem sunt. Aquí, en efecto, la percepción inmediata o íntima de la fuerza productiva es como el rayo directo o la primera luz que se [729] apodera de la conciencia y la conciencia reflejada de fuerza o de actividad libre, es como la luz que se refleja en cierto modo del seno de lo absoluto. Si se trata del alma como es en sí o a los ojos del Criador, la ratio essendi no es seguramente la ratio cognoscendi. ¿Quién podrá adivinar cuáles son las modificaciones diversas de que el alma es susceptible? No hay luz directa ni reflejo que nos descubra nuestra existencia absoluta. El alma no sabe lo que es ella misma como sustancia; pero como fuerza y causa libre se conoce a sí misma mejor que a ninguna otra de las fuerzas naturales, puesto que en lugar de comprender a estas directamente o en el punto de vista exterior, no puede concebirlas sino dentro de sí misma y en su punto de vista interno.

Así es como combaten a Hume los partidarios de la idea de causa, y especialmente monsieur Maine de Biran, que es uno de los restauradores de la filosofía moderna en Francia. Como se ha visto por la sucinta relación que hemos presentado al lector, los tres principios fundamentales de todo este sistema son: 1º la voluntad es la personalidad y toda la personalidad: 2º la verdadera voluntad está en la voluntad: 3º querer es causar, y el yo es sinónimo de causa. Parécenos que hay demasiada latitud en este privilegio concedido a una de nuestras facultades con respecto a las otras. ¿Es dueña acaso la voluntad del ascenso que damos irresistiblemente a la verdad intuitiva, a la verdad matemática y a todo lo que se nos presenta con el carácter de evidencia? ¿Es dueña de esas ideas espontáneas que brotan inesperadamente en el espíritu, y a las cuales se deben quizás los más admirables progresos de las ciencias? ¡Cuántas veces el hallazgo casual de un incidente ligero, de una rima extraña no abre al poeta un vasto campo de ideas, sobre las cuales la voluntad no ha ejercido el menor influjo! ¡Cuántas veces no se fijan en la imaginación especies molestas y dolorosas que no podemos desechar por mucho que nos empeñemos! La facultad de creer ¿no se ejerce siempre sin el concurso de la voluntad, y muchas veces a despecho, y contra sus más enérgicas propensiones?

Por otra parte, contra la opinión que atribuye la idea de causa al sentimiento del esfuerzo voluntario, militan dos consideraciones de mucho peso. 1ª Nosotros no vemos causas únicamente en la región de las operaciones humanas: las vemos con mayor variedad y con no menos eficacia, donde quiera que fijemos los ojos en la materia bruta. La acción del sol derrite el suelo petrificado en la cima de la montaña; primera causa y primer efecto. El hielo convertido en agua desciende por un plano inclinado. Este descenso es efecto de otra causa distinta de la primera. El agua se precipita por una roca tajada, y se convierte en vapor. Otro efecto de una causa diferente de las dos que la han precedido. ¿En dónde [730] hallaremos el esfuerzo que han dado los tres resultados, y que por consiguiente deben ser tres esfuerzos de diversa índole? ¿Puede haber esfuerzo donde no hay voluntad? Luego si tomamos el origen de la idea de causa de un hecho psicológico, como es la acción de la voluntad, una de dos: o desnaturalizamos el hecho y la idea cuando hablamos de cosas físicas, y entonces falla la doctrina de Mr. de Biran, o lo conservamos en toda su integridad y entonces atribuimos a la materia los atributos, de la espiritualidad. Supongo a un hombre infinitamente convencido de la doctrina de aquel filósofo. Ha estado toda su vida buscando la idea de causa, y la halla en el sentimiento del esfuerzo. Quiere mover un cuerpo extraño; le aplica el esfuerzo muscular y el cuerpo se mueve. Después ve moverse las hojas de un árbol a impulso del viento. Si su idea de causa es exacta, si es universal, como debe serlo para que sea filosófica ¿no es natural que atribuya al viento el mismo principio en virtud del cual él pudo mover el cuerpo extraño cuando quiso? 2ª La idea de esfuerzo, por mucho que la suavicemos en su abstracción, es incompatible con la causa de las causas, de donde se sigue que si sacamos esta de aquella, no podemos aplicarla a la única causa conocida, que es Dios. En Dios no cabe esfuerzo, ni la más imperceptible distancia de tiempo entre la voluntad y la ejecución: su voluntad y la ejecución forman un acto único e indivisible. Por consiguiente, la única idea que podemos formar con aproximación a la de causa, es la que formemos de la voluntad de Dios, con la distancia inmensa que media entre nuestras facultades y sus atributos. Así es como percibimos su inteligencia por nuestra inteligencia, y su poder por nuestro poder. Es cierto que esta noción de causa es, como dice el mismo Mr. de Biran, un rasgo de desesperación de la filosofía; el último partido que puede tomar nuestra insaciable curiosidad: pero la filosofía debe tomar las cosas donde las encuentre, y detener su curso delante de la muralla que la sabiduría eterna ha fijado en torno de nuestros débiles alcances.

Por fortuna de la ciencia y de la especie humana, aunque no se puede llamar perdido el tiempo que se dedique a este género de investigaciones, de ningún modo intervienen enlos conocimientos positivos, ni en las operaciones científicas que confieren al hombre el dominio de la naturaleza. Poco importa que la idea de causa pueda o no pueda entrar en lainteligencia, con tal de que por medio del hábito y de la experiencia, nos sea notoria la filiación necesaria de los fenómenos. Si sabemos que tal hecho sucede invariablemente a otro; si sabemos que la presencia o el contacto de tal sustancia produce tal alteración en otro, tenemos lo bastante para emplear la inducción en inventos útiles y en descubrimientos preciosos a nuestro bienestar y a la [731] mejora de nuestro ser intelectual y físico. Este encadenamiento infalible de hechos naturales es todo lo que puede satisfacer el noble deseo de Virgilio:

¡Felix qui potuit rerum, cognoscere causas!

Moral essays, by David Hume.
On Human intellect, by John Locke.
Nouveaux Rapports du physique et du moral de l’homme, ouvrage posthume de Mr. Maine de Biran.
Lecture on the philosophy of the human mind, by Thomas Brawn.
On bruth, by Beattie.