Mario Méndez Bejarano (1857-1931)
Historia de la filosofía en España hasta el siglo XX
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Capítulo XVII
El siglo de las luces

§ I
Carácter extranjero de la cultura española en el siglo XIX

El sensualismo francés y la Enciclopedia: su influjo. –Sensualismo mitigado. –El Ateneo y sus vicisitudes. –La enseñanza de la filosofía. –Influjo de la escuela escocesa y de Hegel. –El eclecticismo cousiniano. –La escuela teológica. –Escasa difusión del hegelianismo. –El krausismo: su imperio. –La revolución de 1868. –Rápida decadencia del racionalismo armónico. –Sus enemigos. –Profanación del busto de Sanz del Rio. –Servicios que prestó el krausismo a la especulación. –Sus defectos. –La Institución Libre de Enseñanza: su origen, su primitiva organización: su estructura actual. –El transformismo en Sevilla, Granada y Santiago. –El positivismo spenceriano y el neokantismo. –La Escolástica. –La Academia de Santo Tomás. –El neo-escolasticismo. –Carácter práctico de la filosofía en Cataluña. –La actividad filosófica en Andalucía. –Precedentes. –La Sociedad Antropológica de Sevilla. –La Revista de Filosofía, Literatura y Ciencias. –Academia hispalense de Santo Tomás. –La Genuina. –El Ateneo Hispalense. –La Biblioteca Científico-Literaria. –Revistas científicas en Sevilla. –Escisión del Ateneo. –El Ateneo y Sociedad de Excursiones. –La revista «El Ateneo Hispalense». –La Academia de Ciencias y Letras de Cádiz. –Triunfos del positivismo.

Con trémula mano, escribí años ha y repito ahora, y no sin justa desconfianza, oso llamar a las puertas del [386] siglo de las luces. Parece inverosímil, pero aún están pendientes en España los mismos problemas planteados al inaugurarse la pasada centuria, y aún nuestra vida política, social y artística se estremece al soplo de las mismas contradictorias ideas que agitaron la cuna del siglo XIX.

La decadencia del pensamiento filosófico se acentúa en los ominosos días del comienzo de la agitada centuria y necesidades más apremiantes que la de filosofar embargan la atención de la conciencia nacional. Mucho contribuyó al decaimiento la imperfección de la cultura; no poco lo que se ha llamado caciquismo intelectual; bastante la censura; más la intolerancia, única forma de fe y creencia en las almas bárbaras, y, sobre todo, en lo extemo, el estridor del carro de Marte, que recorría la península ibérica, ya al grito de independencia, ya al clamor de libertad, y la vergonzosa reacción absolutista con que escribió tan negra página aquel soberano que, más desdichado que Nerón y Felipe II, no ha logrado en la posteridad la suerte de hallar un solo historiador capaz de defenderle.

El carácter más positivo de la filosofía española durante el siglo XIX se dibuja en el exotismo. Desde Pérez y López, último pensador original, todas las direcciones filosóficas extranjeras o universales hallan en nuestra patria terreno abonado para florecer, mas ni un brote puramente español se destaca en la confusa selva de tan heterogéneo ramaje. El escolasticismo por su universalidad no reviste sello nacional en ninguna parte; los racionalistas miran a Alemania; a Francia, sensualistas y eclécticos; a la gran Bretaña, los positivistas; los críticos, a Edimburgo y Koenigsberg; los tradicionalistas, a la escuela teológica ultrapirenaica, y los mismos que se titularon independientes obedecen a impulsos exóticos o se acercan antes a la extravagancia que a la originalidad.

Tradicionalistas y escolásticos en pugilato de catolicismo se miran frente a frente. Los segundos consideran a los primeros superficiales y peligrosos. Jove-Llanos lanza, entre otros disparos, esta andanada: «En la renovación de los [387] estudios el mundo literario fue peripatético; y el método escolástico, su hijo malnacido, fijó en todo la enseñanza. Más o menos tarde fueron las naciones sacudiendo este yugo... la nuestra lo siente todavía.»

La opinión liberal, mal avenida con la tradición eclesiástica, no hallando puerto en los idealismos germánicos, aún desconocidos en España, ancló en el sensualismo francés, antes por recurso que por convicción. La Enciclopedia y el «Systéme de la nature» de Holbach educaron nuestra juventud no mojigata, incluyendo la sacerdotal, que, sin la vigilancia de las órdenes religiosas, celosos argos de la ortodoxia, no habría tardado en exteriorizar su lastimoso estado de conciencia.

Algo semejante se había desarrollado en Italia, donde, en pos del predominio cartesiano, Gioja y Romagnosi propagaron teorías de irrecusable filiación materialista. Mas el sensualismo, de suyo utilitario, no podía moldear la mentalidad de un pueblo en días de luchas, de exaltaciones, de sacrificios, y Condillac hubo de ir cediendo su cetro a Laromiguière, mitigador de la crudeza sensualista. Esta nueva dirección arraigó en D. Alberto Lista y sus discípulos, no sin que el materialismo conservara sus posiciones, sobre todo entre los médicos y naturalistas.

El 14 de Mayo de 1820 se firmaron los Estatutos del Ateneo Español, sociedad privada «para discutir tranquila y amistosamente... toda materia que se reconociera de pública utilidad» con sentido franca y expresamente liberal, pero los temas de sus discusiones más versaron sobre fines de aplicación que sobre pura investigación filosófica; de suerte, que la instauración de tan importante centro cultural nada influyó en el pensamiento español en orden a nuestro estudio. La desatentada reacción absolutista cerró el Ateneo en 1823 y los progresistas abrieron de nuevo sus puertas en 1835 con el nombre Ateneo científico y literario de Madrid y peculiar carácter que hoy posee.

La enseñanza de la filosofía desmayaba en las universidades y seminarios. Hasta 1845 no conocieron sus aulas [388] más autores que Goudin, Jacquier y Guevara. Llegó a tanto el abandono en la docencia de la filosofía y de las ciencias físicas, que cuando en la citada fecha se pidió a las universidades un inventario de sus gabinetes, hubo una que sólo poseía un barómetro prestado y otra en que no se halló sino una máquina eléctrica de madera, construida por el profesor de Física para dar una idea aproximada a sus alumnos.

«En corroboración de lo dicho acerca de la dificultad de darse bien la enseñanza en los seminarios conciliares, me referiré al testimonio de un diocesano que, en comunicación no muy remota al gobierno, se quejaba de la falta de instrucción del clero de su diócesis, reducida aquélla, según decía, a un poco de gramática latina, a la filosofía de Guevara, mal estudiada y peor explicada, a la teología moral por el prontuario del P. Lárraga y unos cuantos artículos de Santo Tomás». No pudo Fernando VII mejorar semejante estado. «Si algún seminario, como el de San Fulgencio de Murcia, se adelantaba a los demás ampliando la enseñanza científica, la nota de jansenista recaía infaliblemente sobre sus individuos». (Revilla: Breve reseña de la Instrucción pública en España.)

Las doctrinas escocesas prendían por analogías de temperamento en Cataluña y tímidamente se iniciaba el racionalismo hegeliano en Sevilla, dentro de un coetus selectus universitario que hizo explosión al perder a su caudillo, el inteligente Contero, y esparció sus luces por toda España. Pero el hegelianismo, por su vernácula condición, carecía de condiciones difusivas y jamás se popularizó en nuestro país, ni apenas determinó sino brotes aislados en los demás. A pesar de su estirpe aristotélica, no podía amoldarse a otras razas, porque encarnaba el alma alemana con sus ambiciones y sus sueños. Era la filosofía de los Nibelungos y «en las rojas páginas de los Nibelungos, he dicho en otro lugar {(1) Inst. de Historia Literaria, 7ª edición, tomo 1, página 300.}, puede escudriñarse hasta el [389] origen de la terrible conflagración en que han perecido a nuestra vista millones de criaturas. «Tot lanzó el hacha. Todos los pueblos sobre los que pasó le pertenecen; el hacha cayó en el límite Sur y por eso los germanos llevaron el fuego y la espada por todas partes». Mentes superficiales atribuyan las causas de la gran guerra a rivalidades mercantiles, a ambiciones políticas, a necesidades coloniales... Nada de eso falta en otros pueblos y las catástrofes no estallan. Las simientes no prenden sino en terreno abonado. El arte ahora, como siempre, delata la entraña íntima de pueblos y acontecimientos. La concepción hegeliana donde la Idea preside a la evolución universal y, al actuar en la vida, encarna en un pueblo, y ese pueblo es Alemania; esta teoría, razonando, metodizando, justificando el ideal denunciado por el poema, explica el delirio de los Hohenzollern y cómo todo un pueblo, intelectualidad y vulgo, bajo la sugestión de la gloriosa perspectiva latente en su médula, se confundió en una sola masa de choque arriesgando más de lo que ha perdido, iluso, heroico y desesperado. De los hombros del wurtemburgués se desprendía la clámide grecolatina.

Presentóse de pronto arrollador, irresistible, el impulso ecléctico, en cuyas varias facetas saciaban su sed de espiritualidad los liberales, que por algo había Royer Collard vulnerado en el corazón al materialismo proclamando la natural actividad del espíritu, y buscaban justificación los opuestos para lo substancial de su creencia. Este movimiento, actuando de filosofía académica, propagado por Fernández Espino y García Luna, se apoderó de las cátedras y por la derecha absorbió los asomos de la escuela teológica, así como por la izquierda gran parte de los críticos y kantianos. Su dogma doctrinario, ofreciendo una conciliación de todos los sistemas en el orden especulativo y de todos los intereses en la esfera de la vida práctica, debía ser la mesa en que se firmara el armisticio, precursor de la paz definitiva. Mas la realidad no se detiene con fórmulas. [390]

En pleno apogeo del eclecticismo francés llamó a las puertas otra escuela extranjera, el krausismo, e irrumpió con tan soberano empuje, que sus adversarios doblaron la frente y reinó durante unos veinte años con ininterrumpido imperio. Y eso que los krausistas no se sentían filósofos militantes. Procuraban formar en su método el espíritu de la juventud; en buena lid se apoderaban de las cátedras; al recibir dardos de crítica, se contentaban con sonreír, y sólo cuando el ataque revestía cierta gravedad, descendían a la arena de la pública discusión.

La revolución de 1868, más fecunda aún en frutos intelectuales que políticos, pues los últimos han podido perderse y los primeros aún alientan y resisten, señala un momento crítico en la historia interna de España. La libertad de cátedra, tribuna y prensa, facilitó la investigación al par que aficionó a la opinión hacia los temas científicos, y ya que no logró recoger la tradición hispana, interrumpida por larga decadencia, abrió las fronteras a extraños influjos, estímulos del estudio; restableció el contacto con la cultura mundial, y nos reintegró al hogar de la mentalidad europea.

Sólo un espíritu pervertido por el fanatismo protestante y kaiserista que perturbó al profesorado alemán después de la guerra de 1871, pudo inspirar al Rector de la Universidad de Strasburgo, Dr. Baumgarten, aquel discurso en que dice: «Mientras que la revolución de 1868 ha sido, no sólo infecunda, sino también perjudicial...» Los hechos que se referirán en este capitulo darán al estatólatra cumplida contestación.

Abrió la marcha el racionalismo armónico, que, como he adelantado, venía incubándose desde el reinado de Isabel II, propagado entre el elemento relativamente popular, no de primera mano, sino por Ahrens y Tiberghien, los autores que, a juicio de la escuela, menos habían profundizado en el espíritu del maestro. Mientras Sanz del Río daba en su cenáculo la doctrina recogida en el venero de Heidelberg, los catecúmenos leían exclusivamente la exposición [391] belga, pues de Krause apenas se tradujo algún compendio o fragmento aislado, y hasta los impugnadores lanzaban sus dardos contra los textos de Tiberghien exaltándolos a libros sagrados de la revelación krausista.

Fenómeno singular. Jamás escuela se impuso tan rápida y completamente. Jamás ninguna se vio atacada con mayor ensañamiento en los días de su ocaso. Se desvaneció el hegelianismo como luz de lámpara que se extingue; pasó el eclecticismo como estrella errante que apenas traza vaporosa estela, sin que nadie molestara su crecimiento ni profanara sus funerales, hundidas ambas escuelas en la indiferencia de la opinión; pero el krausismo despertó enconos, estimuló procacidades y hasta hombres tan superiores como Menéndez y Pelayo, al rozar el krausismo con su pluma, pierden la serenidad, se rebajan a osadías de lenguaje y recurren al más plebeyo estilo. ¡Cuántas veces se habrá arrepentido el cultísimo maestro de los desafueros apenas disculpables por los aturdimientos de la mocedad! Él mismo nos refiere que temió ser examinado por Salmerón y hubo de trasladar la matrícula a Valladolid. Mas lo que en nuestro querido e inolvidable D. Marcelino pudo ser mero desahogo de estudiante, adquirió proporciones de cruzada en los demás bandos sin excepción unidos contra el enemigo común, distinguiéndose por su saña los antes afiliados a la escuela. ¿Y todo por qué? ¿Se trataba de seres perversos; de corruptores más peligrosos que los ateos y materialistas, desde el punto de vista católico, o más ilusos y soñadores que los idealistas, desde el punto de vista del positivismo? Llegó el odio vesánico hasta pisotear el busto de Sanz del Río, que se erguía en alto presidiendo el decanato de la facultad de Filosofía y Letras. Una circunstancia especial me hizo conocer con todos sus pormenores el brutal atentado. En 1876, un auxiliar, cuyo nombre tengo la piedad de omitir, que desempeñaba la secretaría de la Facultad, llamó a un mozo, el entonces popular Joaquinillo, y le mandó descender el busto so pretexto de que tenía polvo. Una vez el busto en el suelo, el secretario [392] prorrumpió: «¿Y esto para qué... sirve?» y descargando una coz sobre la obra artística, la redujo a pequeños trozos, que mandó arrojar a la basura. Salió el mozo con los ojos preñados de lágrimas y contó el caso al estudiante Sr. Vega y Huecas, joven inteligente y generoso, el cual, no logrando disimular su indignación, penetró en la secretaría e increpó al autor del atentado. Éste mandó detener al estudiante y conducirlo al despacho del Rector, en donde se presentó también él a demandar castigo de la irreverencia. Defendióse el escolar alegando que no pudo reprimir su exaltación al ver profanada la imagen del que había sido su maestro, y el Rector, Sr. Lafuente, como hombre ilustrado, se limitó a reprender la indisciplina, añadiendo que no le imponía castigo «por lo noble de la intención».

No; al krausismo, sea cual fuere el concepto que de la doctrina se forme, debemos innegables beneficios. Esa escuela despertó en nuestra juventud, acaso demasiado literaria, el amor a la filosofía y el rendimiento a la verdad; acostumbró su espíritu a la disciplina de la reflexión metódica y seria; educó hombres austeros, la mayoría de los cuales dieron ejemplo de virtud en la familia, de abnegación en la cátedra, de moralidad en los cargos públicos; informó en sentido progresivo los códigos, las instituciones jurídicas y procedimientos penales, y, hasta considerados como víctimas del error, prestaron eminente servicio a la cultura, ejercitando el pensamiento y provocando la reacción escolástica. De la doctrina quedará lo que quede, poco o mucho, el tiempo lo dirá. La humanidad extrae de todas las escuelas, ninguna absolutamente errónea, todo lo universal aprovechable para el progreso humano y olvida lo que contienen de individual u ocasional. Ni aun cuando su fruto fuese pobre y escaso, estamos autorizados para estigmatizar ese ni ningún otro esfuerzo de cuantos honradamente se dirijan al bien de la evolución humana.Todo el que ha pensado ha orado. Todo el que ha orado ha pensado en Dios.

Si de algo pecó el krausismo fue de excesiva [393] espiritualidad: gastó sus fuerzas en levantar diques a la ola materialista y positivista; mantuvo el idealismo en Estética, y en Filosofía moral el fundamento ontológico del Bien manifiesto en el imperativo categórico de la conciencia por encima de todo accidente o vicisitud. Acaso se atropelló formulando una síntesis prematura e inculcó cierto despego por el dato sensible, produciendo más reflexivos que investigadores, con lo cual quedaban algo en el aire, faltas de contraste, sus generalizaciones y la promulgación de sus leyes, dejando penetrar sin darse cuenta una ráfaga de fantasía en el sagrado claustro de la razón. Discurriendo sólo no podría la ciencia adelantar mucho.

Así acosado por ambas partes, empobrecido por las defecciones, exhausto de savia por haber cumplido su misión histórica en el medio hispano, el krausismo resignó la soberanía y buscó en la Institución Libre de Enseñanza su monasterio de Yuste.

Algunas líneas merece un instituto de tanta influencia en el pensamiento nacional. Consolidada la restauración monárquica, no pudo, aunque tolerante, D. Antonio Cánovas reprimir en el primer hervor reaccionario las exigencias de aquel carlismo disimulado, sin denuedo de guerrillero ni visión de estadista, que se tituló partido moderado histórico, escurridura de los peores tiempos del reinado de Doña Isabel.

El 26 de Febrero de 1875 el marqués de Orovio, ministro de Fomento, publicó un decreto restableciendo en España la ciencia oficial. El decreto y la circular dirigida a los Rectores de las Universidades para su aplicación, ordenaban proceder sin consideraciones contra cuantos profesores no supeditasen el criterio científico al reconocimiento de los principios católico-monárquicos y no se sometiesen al «indispensable» método y disciplina escolásticos. La protesta de la mejor parte del profesorado estalló briosa y digna. D. Nicolás Salmerón, el ex presidente de la República, responde noblemente: «Entre el deber, que no desconozco ni rehuso, de prestar a la autoridad [394] acatamiento y de cumplir las leyes, que al mismo soberano obligan, no puedo vacilar, y, honrando mi función, desobedezco al poder por obedecer a la ley».

Salmerón fue deportado a Lugo y Azcárate a Cáceres; encerrados en el Castillo de San Antón, de la Coruña, Laureano Calderón y Augusto González de Linares. Protestan, renunciando sus cátedras o sufriendo suspensión, Montalvo, Hermenegildo Giner, Fernando de Castro, Antonio Machado, Francisco Barnés, Federico de Castro, Timoteo Alfaro, Piernas Hurtado, Moret, Figuerola, Castelar, Serrano Fatigati, Luis Silvela, Francisco de Paula Canalejas, Sales y Ferré y otros muchos.

D. Francisco Giner envió al ministerio viva protesta y se le llamó en nombre de Cánovas para rogarle que la retirase, asegurando el Presidente que el decreto ministerial no llegaría a cumplirse. Giner contestó con firmeza que el Sr. Cánovas disponía de la Gaceta para deshacer la iniquidad cometida y podría perseguirle, pero no proponerle una indignidad. Y aquella misma noche, enfermo, entristecido por una desgracia de familia, fue arrancado del lecho con intensa fiebre, a las cuatro de la madrugada, para ser trasladado entre guardias civiles al castillo de Santa Catalina, de Cádiz. Visitóle allí el cónsul de Inglaterra ofreciéndole su apoyo y el de la opinión inglesa. Giner rehusó alegando que no importaba su sacrificio personal y sólo esperaba una reparación legítima cuando reaccionase la conciencia nacional. También recibió proposiciones para la creación de una Universidad libre española en Gibraltar, pero también las rechazó su patriotismo.

Los disparos se dirigieron con preferencia al krausismo, y eso que, políticamente, nada existe más inofensivo que un krausista. Casi ningún prohombre de la escuela (Sanz del Río, Castro, Giner...) mostró afición a la política. Preferían la evolución a la revolución. Conforme al espíritu noblemente conservador de Krause, y mientras los hegelianos y positivistas clamaban por la República y los [395] tomistas y tradicionalistas por el absolutismo más o menos embozado, los krausistas se amoldaban gustosos a la monarquía constitucional más o menos democratizada. Algunos (Romero Girón, Santamaría...) sirvieron, no ya a la monarquía democrática, sino a la restaurada por el común esfuerzo de unionistas y moderados. El mismo D. Nicolás Salmerón no profesó de primera intención el credo republicano y su hermano D. Francisco, ministro de la República, sólo aceptó esta forma de gobierno cuando la abdicación de D. Amadeo I puso al partido radical gubernamental en el dilema de proclamar la forma democrática o resignarse al triunfo de los partidos reaccionarios, únicos que podían entonces garantizar al país un gobierno perdurable. Soñaron descubrir en la función constitucional la síntesis de los opuestos términos: monarquía y democracia, y no vieron que no se trataba de aquella superior unidad en que los varios miembros del organismo hallan su razón y complemento, sino de un mero yuxtapuesto, de un intermedio ecléctico, de un sistema formalista basado en un simple juego de palabras. «El rey reina y no gobierna», pues si reinar no es gobernar ¿qué es? Nada.

Como en todo matrimonio cada cónyuge procura dominar a su consorte, así se esfuerzan la monarquía por aniquilar la democracia, la democracia por abatir la monarquía. El rey se siente anulado con su teórica irresponsabilidad. Irresponsables para la función jurídica se considera a los menores y a los enajenados. Ni los niños ni los locos están llamados a gobernar. La realidad, que no se para en distingos, exige una responsabilidad efectiva. Carlos I, Luis XIV, Carlos X, Luis Felipe, Maximiliano, Isabel II, Napoleón III... ¿de qué responsabilidad os escudaron parlamentos ni ministros? ¿Quiere esto decir que la monarquía constitucional es un absurdo? Filosóficamente, sí; históricamente, no. La humanidad no procede per saltum. Las mismas revoluciones vienen seguidas de restauraciones que atenúan sus efectos. La fórmula política constitucional ha prestado un inmenso servicio, marcando el [396] ritmo del progreso con las plantas firmes sobre el pasado y la mano tendida al porvenir.

A consecuencia de tales precedentes, se inauguró en Octubre de 1876 la Institución Libre de Enseñanza, con carácter de universidad libre frente a la oficial y en competencia con ésta, sin más recursos que los donativos particulares y el producto de sus matrículas. Instalóse en la casa número 11 de la calle de Esparteros y, más adelante, al cambiar de rumbos, en el número 8 del entonces llamado Paseo del Obelisco. Fue su primer Rector el eminente hacendista D. Laureano Figuerola y honraron sus cátedras las más excelsas figuras de la intelectualidad española. Además de los cursos en forma académica, organizó cursillos y conferencias públicas. Pero en el ambiente «práctico» creado por toda restauración, no podía subsistir un centro docente que no habilitaba para profesiones ni discernía monopolios ni expedía títulos que otorgasen capacidades y condiciones administrativas. Renuncióse, pues, a tan desventajoso pugilato y, comprendiendo que el fin de toda pedagogía estaba en la formación de hombres, labor integral que abraza desde la escuela hasta el doctorado sin distinción de grados, es decir, de enseñanza primaria; segunda, que hoy llaman secundaría los modernos galiparlantes, y universitaria, inauguróse en 1878 una escuela absolutamente laica, de organización cíclica, inspirada en las ideas y métodos que en aquella época pugnaban en otros países por orientar la educación hacia nuevos horizontes.

Las últimas metempsícosis del materialismo y, sobre todo, la doctrina positivista importada de Inglaterra y Francia, necesitaban abolengo que enlazara el sensualismo tradicional español con las modernas teorías de Spencer, y esta misión correspondió al naturalismo y al evolucionismo. Poco había penetrado la teoría transformista en España. Un foco en Madrid entre los naturalistas; otro en Barcelona; otro en Sevilla, donde el gaditano D. Antonio Machado y Núñez, que había estudiado en París, propugnaba [397] la doctrina darwiniana mucho antes de la revolución de 1868, y otro en Granada iniciado por D. Rafael García y Álvarez. Poco a poco fue extendiéndose a las más rezagadas y levíticas universidades. No llegó la marea a la de Santiago hasta 1872, en que se trasladó a aquella universidad el catedrático D. Augusto González Linares, el cual, invitado por la Academia escolar de Medicina, disertó acerca de la teoría evolucionista. Hecho tan insólito en aquella capital, provocó airadas protestas, sobre todo cuando el orador, al advertirlas, gritó que la doctrina evolucionista no era una teoría más, sino la Ciencia misma. Un catedrático de Medicina se levantó a impugnar la opinión del disertante con argumentos de Santo Tomás. Tributósele estruendosa ovación, mas, como dice el eminente doctor Carracido, testigo del extraño suceso, se dividieron los pareceres, se disputó fuerte y muchos opinaron que la conferencia quedaba incontestada.

En los primeros años de la restauración, el positivismo spenceriano sustentado por Tubino, Cortezo y Simarro, penetró en el Ateneo y combatió con ardor juvenil la consagración panenteísta. Casi a la vez aquellos jóvenes krausistas que no se habían compenetrado con la doctrina ni habían conseguido entenderla, como D. Manuel de la Revilla, formaron en torno de Perojo, recién llegado de Alemania, y titulándose neo-kantistas, fundaron la Revista Contemporánea, una de las mejores que en España han visto la luz, de la que hicieron posición avanzada para disparar contra el krausismo y puente para pasar al positivismo.

La filosofía escolástica, absorbida por el eclecticismo y por la escuela tradicionalista, languidecía falta de vitalidad en el último tercio de la centuria. El tradicionalismo, confesando la impotencia de la razón, había cavado, no un foso, un abismo, entre la razón y la fe. Atento a este peligro, el pontífice León XIII expidió para conciliar ambos términos en 1879 la encíclica AEterni Patris, corroborando el anhelo de los «amigos de las ciencias filosóficas, que deseando en estos últimos años emprender su restauración [398] de un modo eficaz, se han consagrado y consagran a poner en vigor la admirable doctrina de Tomás de Aquino y a devolverle su antiguo esplendor». Esta encíclica motivó una reacción escolástica tan enérgica cuanto fugaz.

Creóse en Madrid una academia tomística y en Sevilla la Academia de Santo Tomás, presidida por el eminente Cardenal Lluch, en cuya inauguración, celebrada el 16 de Octubre de 1881, leyó D. Marcelino Menéndez y Pelayo su discurso acerca de San Isidoro, e inauguró las conferencias el canónigo D. Servando Arbolí con una acerca del concepto de la filosofía, dividiendo esta ciencia en tres clases: «la filosofía que niega, la filosofía que duda y la filosofía que adora». Los términos de esta división, indicando ya una previa afirmación inconmovible, esterilizan todos los esfuerzos de la investigación.

Mas no todos los profesores y publicistas católicos siguieron el consejo de León XIII. El mismo Menéndez y Pelayo, que siempre profesó no disimulada ojeriza a la escolástica, sostuvo con D. Alejandro Pidal y Mon una polémica recogida en su libro La Ciencia Española. A pesar de todos los esfuerzos, el tomismo moría. Había legado al pensamiento general todo lo que encerraba de aprovechable y positivo, desprendiéndose de los elementos históricos e individuales. Si Santo Tomás hubiera pronunciado la última palabra, la historia de la filosofía habría terminado en el siglo XIII.

En tan crítica situación, el tomismo se remozó, no acercándose al racionalismo, con el cual se sentía incompatible, pero sí hacia el sensualismo, por cuyo análisis, también de procedencia aristotélica, experimentaba oculta simpatía, y aprovechó los trabajos de los meros experimentadores mezclándolos con su propia substancia. En este consorcio, el experimentalismo, infundiendo nueva sangre en la vetusta escolástica, actuó de elemento masculino, y la estructura tomística, fecundada por la ciencia moderna, de elemento femenino y formal. Así, procedente de laboratorios alemanes y belgas, se constituyó lo que hoy [399] se llama neoescolasticismo, es decir, una escuela que arrastra a la negación de su contenido religioso. Coinciden en ella el positivismo, hijo de las doctrinas sensualista y materialista, con la escolástica, sierva de la teología cristiana y, como siempre, un extremo ideológico o político no reconoce mejor aliado que el polo opuesto. El positivismo, por corolario de su ética acomodaticia, adolece de cierta hipocresía mundana. Después de proceder experimentalmente, lo que, sin contrapeso, conduce a la negación de lo suprasensible y, por ende, al ateísmo, deja una esfera vacía (l'Inconcevable) para alojar en su recinto la fe, llegando algunos, por ejemplo, González Janer, a defender la revelación como hecho positivo y sostener la necesidad de la formación evangélica de los pueblos, aclamando superiores a las naciones cristianas, «no solamente por su instrucción, sino por su educación religiosa, única base moral del individuo». (Rev. Cont.) Pero esa fe sin justificación, contradicha por las raíces de su pensamiento y la índole de su reflexión, carece de valor ideológico y religioso. En cambio, resulta muy útil y cómoda para adaptarse al medio social.

En rigor el neoescolasticismo queda por razón cronológica fuera de mi plan. Algunos llaman neoescolásticos a todos los escolásticos del siglo XIX. Confieso que entre éstos y sus predecesores no distingo más diferencias que las naturales de los tiempos y de los temperamentos individuales, ninguna de teoría ni de procedimiento. Otros sitúan el origen de la escuela en la encíclica de León XIII (1879). En este documento sólo hallo la fervorosa recomendación del tomismo, nada de renovación esencial. A lo sumo se trataría de impulso inicial incapaz de rendir frutos antes del siglo XX. No creo equivocarme mucho al considerar tales hechos a modo de necesarios precedentes, ya que en la vida nada se improvisa, del movimiento neoescolástico, cuyo origen, dirección y apostolado atribuyo al cardenal Mercier. Así como no sabría pasar sin descubrirme ante esa gloriosa figura, la más excelsa que, a mi [400] humilde juicio, ha ostentado el catolicismo desde hace siglos, tampoco puedo estampar su nombre sin tributar la oblación de mi respeto al sabio, al justo, al patriota que supo amar a su país sin odiar a sus enemigos. No consideró el gran cardenal «la filosofía tomista como un ideal que no pudiéramos superar, a modo de valla o que limite la actividad del espíritu», sino «como punto de partida y de apoyo» (Logique). Consideraba el mejor servicio que podía prestarse a la escolástica ponerla en relación con los vuelos adquiridos por la biología celular, la histología y la embriogenia, simplificar los hechos psíquicos al modo de los ingleses y colocarse en el movimiento impreso a la psicología por la escuela experimental de Alemania (Psicología, Pref.), sin rechazar la alta especulación filosófica. «Dès là qu'elle (la science) est en possession de la connaissance certaine du monde sensible, la raison peut, moyennant l'application des principes aux réalités contingentes, s'élever à la connaissance du monde suprasensible: justifier ce procédé ascensionnel, c'est établir la valeur de la metaphysique. (Critériologie générale, ch. III, n.º 27.)

Él intentó reintegrar la filosofía al divorciado caudal de la ciencia contemporánea, conciliando los datos experimentales con el ansia infinita e insaciable de penetrar las causas. No me parece fácil conseguirlo por las vías de poco libre tránsito a que obligan circunstancias extrínsecas al profundo pensador, ni estimo parvo mérito conocer la necesidad, señalarla y acometer con mejor o peor éxito la obra imprescindible que entre todos se llegará a coronar dentro del actual ciclo espiritual. Y si, por su naturaleza y haber surgido a fin de la centuria, apenas fructificó en el extranjero, no obstante la reforma de programas acometida por la universidad de Lovaina, la fundación de las universidades católicas de Saizburgo, Friburgo y Washington, la creación de la sociedad tomista de Lucerna y la publicación de numerosas revistas, y sólo en este siglo se van notando sus resultados, menos todavía podía esperarse en España, que, en todo el último cuarto [401] de siglo, no ha producido ninguna obra de transcendencia en la nueva dirección.

La actividad filosófica se apoderó de toda España en la época revolucionaria y continuó dominando los primeros años de la restauración borbónica. Ya hemos registrado cómo penetró el transformismo hasta en el marasmo de la arcaica y levítica Compostela.

Gracias a su sentido práctico, se libró Cataluña de los sistemas idealistas (Hegel, Schelling, Krause), si bien el elemento popular se enamoró del idealismo espiritista; así que, entre los hombres cultos, únicamente prosperó el positivismo, ya preparado por los adictos a la escuela escocesa (Martí y Codina), o la no interrumpida tradición escolástica. Lograron las derechas en Cataluña un imperio que jamás soñaron en Castilla ni menos en Andalucía. Suspender las conferencias positivistas en el Ateneo y hasta cerrar aquella respetable tribuna no se hubiese siquiera ocurrido ni en la época de la efervescencia filosófica de Sevilla ni en el entonces libérrimo Ateneo de Madrid. Y, sin embargo, la Junta directiva del Ateneo barcelonés prohibió a Estasen continuar la serie de sus conferencias y hubo el filósofo de explicar las dos últimas en la Academia de Derecho, «He hablado siempre –decía– bajo una presión indecible» (El Positivismo, 1877). No contento aún el Presidente del Ateneo, D. Ignacio M. de Ferrán, viendo que las cortapisas no impedían la invasión del moderno ideario, trató de bastardear el carácter de la Sociedad, convirtiéndola en círculo de recreo, y abonaba el terreno para su fracasado propósito diciendo en su discurso inaugural de 1878: «Aquí venimos a hermanarnos y confundirnos, que no a contender y batallar».

Otra consecuencia del espíritu práctico de los catalanes se señaló en la escasa producción especulativa y la pingüe de filosofía aplicada. Merece de pasada mencionarse los trabajos de Estética y teoría del Arte de Milá y Fontanals. Puede señalarse la labor de Ascética y Mística del bibliotecario barcelonés D. Joaquín Roca y Cornet (1804-73) y el [402] franciscano Ramón Boldú. Dístínguense en la apologética popular el canónigo Colell, D. Luis M. Llauder, articulista y jefe regional del carlismo; Milá de la Roca y Félix Sardá y Salvany (1844-916), autor de El Liberalismo es pecado, obra aprobada por la Congregación del Índice. De esta obra se tiraron varias traducciones y una edición políglota, y, lo mismo que las anteriores, posee el valor definitivo de la firme cimentación dogmática. Con idéntico sentido ortodoxo lanzó el Dr. José Ildefonso Gatell y Domenech (1831-918) su Historia de la Revolución y su Historia de las persecuciones de la Iglesia (1876).

La figura más eminente de fin de siglo en materia de apologética y filosofía popular catalana, es el Rmo. Padre José Torras y Bajes, prelado de Vich, que en su producción La tradició catalana, seis volúmenes llenos de ideas bien expuestas, la emprende con el Doctor Iluminado tildándolo de iluso y exótico, no embargante su canonización.

Cayetano Soler, autor de El dato psicológico en la crítica histórica, se mostró en la Real Academia de Buenas Letras original y diestro polemista. Representan las escuelas jurídicas clásicas D. Manuel Durán y Bas, después ministro de Gracia y Justicia; D. Juan de D. Trías y D. Guillermo M. de Broca y Montagut, también académico de Buenas Letras.

En el campo de la filosofía jurídico-política y económica lucieron D. Francisco Romaní y Puigdengolas (1830-914), autor de muchos trabajos jurídicos, sobre todo de El Federalismo en España (1869), obra magistral que ha servido de base a todas las posteriores; Valentín Almirall y Llozer (1840-904), que trató del federalismo y régimen autonómico con solidez doctrinal y serenidad de criterio, aunque en sentido cada vez menos liberal, y dio forma definitiva al nacionalismo, en su tratado Lo catalanisme; Enrique Prat de la Riva (1870-917), que en su famoso Catecismo produjo el ideario del regionalismo radical y puso toda su alma en el movimiento separatista de principios [403] del siglo XX; el gerundense Federico Rahola y Tremols (1858-919), académico de Buenas Letras y especializado en los temas hispano-americanistas, y Guillermo Graell, a un tiempo republicano federal y estatista y proteccionista.

No se nota otra corriente especulativa que la divulgación del tomismo por D. Joaquín Rubio y Ors (1818-99), que compuso contra Draper Los supuestos conflictos entre la ciencia y la religión; el mallorquín D. Juan Pou y Ordinas (1834-900) y el escolapio Eduardo Llanas (1843-904), fácil orador, conferenciante en la Academia de Santo Tomás de Aquino, y fundador de la Revista Católica, el cual publicó La Controversia sobre la filosofía idealista y la escuela materialista.

Creo que en ninguna parte se sintió como en Andalucía, y principalmente en su capital, el vigoroso impulso intelectual de la revolución de Septiembre de 1868. Preparado el terreno por Contero y sus discípulos hegelianos, por Fernández Espino, Huidobro, Adolfo de Castro y demás representantes del eclecticismo francés, que tenía por órgano la Revista de Ciencias, Literatura y Artes, y no menos por la tradición sensualista que, convertida en evolucionismo, propagaba desde su cátedra D. Antonio Machado y Núnez llevó D. Federico de Castro, entonces en la fuerza de la edad y del entusiasmo, y, auxiliado por D. José María Millet, catedrático de Derecho penal, y más tarde por el núcleo de alumnos que en torno suyo se formaron, despertó en la juventud el amor a la reflexión, y con sus admirables explicaciones de Historia de la Filosofía, vulgarizó el conocimiento de los sistemas antiguos y modernos, estudiándolos sin prejuicios en fiel y clara exposición.

Castro y Machado fundaron la Revista de Filosofía, Literatura y Ciencias, a mi juicio la mejor que en su género se ha publicado en España, palenque abierto a todas las opiniones, pero preferentemente a las racionalistas, en la cual colaboraban Salmerón, Giner de los Ríos y demás personalidades filosóficas de aquella época, a la vez que los profesores de la Universidad. [404]

Al calor de la Revolución, los catedráticos de distintas opiniones multiplicaron las doctas conferencias y crearon una importantísima institución docente que elevó en poco tiempo el nivel general de la cultura, la Sociedad Antropológica, que celebró su primera sesión pública el 4 de Octubre de 1871. Leyó en ella el Sr. Machado un curioso trabajo acerca de la importancia, concepto y límites de las ciencias antropológicas, y se acordó que la Sociedad se dividiera en tres secciones, a saber: de Antropología Física para estudiar al hombre como ser natural; de Antropología Psíquica para estudiarlo como ser espiritual, y de Antropología Social, donde se le examinaría como relación de espíritu y materia. Aún recuerdo con gusto las notabilísimas sesiones de la primera, en que se discutió la Memoria de D. Francisco Chiralt acerca del bioplasma o base plástica de la vida. Ya lucharon allí la tendencia positivista, representada por D. Rafael Tuñón; la ecléctica, por D. Agapito González Callejo y D. Francisco Prieto, y la racionalista, por D. Federico de Castro. El resumen de la discusión, debido al presidente de la sección, D. Antonio Machado y Núñez, constituyó un completo estudio de la cuestión. La Sección Social discutió la proposición de redactar una circular dirigida a las sociedades antropológicas de Europa y de América manifestando los inconvenientes que se originan de los matrimonios celebrados antes del desarrollo físico y moral y una exposición a las Cortes Españolas en idéntico sentido. Terciaron en la discusión los Sres. Góngora, Chiralt, D. Rafael Caro, el futuro y celebradísimo poeta D. José de P. Velarde y D. Antonio Benítez de Lugo en contra, y en pro D. Manuel Poley, D. Rafael Álvarez Surga, D. Rafael Martínez Escolar y D. Antonio Machado y Álvarez.

Celebraba la Antropológica sus sesiones en la clase más amplia de la Universidad y era tal el entusiasmo público para escuchar las discusiones, que se necesitaba acudir mucho antes de la hora para poder encontrar sitio. La restauración de la monarquía, distrayendo la atención hacia más positivos horizontes, amortiguó el movimiento filosófico y asfixió la Revista de Filosofía, así como la benemérita Sociedad Antropológica, que tan relevantes servicios prestó a la cultura.

El Liceo Sevillano y la Academia de Santo Tomás nada influyeron, el primero por su tendencia preferentemente literaria, y la segunda por su filosofía estacionaria, al desenvolvimiento de los estudios filosóficos. Los jóvenes dimos algunas conferencias en distintas sociedades; yo mismo di una acerca de ciertos vínculos entre las doctrinas de Santo Tomás de Aquino y las de Herbert Spencer, como si en mi inconsciencia juvenil presintiera el neoescolasticismo, y algunas otras expositivas de materias filosóficas. Algo reanimó a la juventud liberal la llegada del Sr. Barnés a la cátedra de Historia Universal en 1874, y poco después la de D. Manuel Sales. Unido éste con D. Federico de Castro, comenzaron en 1877 la publicación de la importante «Biblioteca Científico Literaria», tan interesante de fondo cuanto mal presentada, según procedía en quienes miraban la ciencia y no el negocio, en la cual se editaron obras tan importantes como la Historia de los Árabes de Dozy, doctamente anotada por D. Federico de Castro; la Historia de la Geografía de Vivien Saint-Martín, anotada por D. Manuel Sales; El arte cristiano de Passavant, traducida por D. Claudio Boutelou; la Filosofía de la muerte de Sanz del Río, arreglada por Sales; el Tratado de Agricultura de Abu-Zacaria, y otras obras de Spencer, Stuart Mill, Claudio Bernard, Quinet, Hartmann, el P. Secchi, Schoedler y Ribot. Del mismo año data la publicación de la revista La Enciclopedia, indicando ya cierta inclinación hacia el folklorismo y los estudios eruditos que Menéndez y Pelayo comenzaba a poner en boga.

Los alumnos de la Universidad habían constituido en Febrero de 1875 una sociedad científica con matices de reserva masónica, titulada La Genuina, extraño título para un cenáculo filosófico, la cual careció por entonces de interés, pero sirvió de base a la constitución [406] el Ateneo Hispalense, que se organizó pictórico de vida en la misma forma que el de Madrid, el 26 de Octubre de 1879, en la Real Academia de Medicina. D. Javier Lasso de la Vega y Cortezo leyó el discurso inaugural sobre el «Origen de la vida orgánica». Aumentado en cantidad y calidad el número de socios, y disponiendo de mayores recursos, el Ateneo se instaló el año 1880 en los altos del edificio ocupado por el Centro Mercantil en la calle de la Cima, número 68. Funcionaron con brillo las secciones, no desmereciendo nada las controversias en ellas sostenidas, ni por la animación ni por la seriedad de la doctrina, de las del Ateneo de Madrid. Muchos extractos de discursos se hallarán en La Enciclopedia y en El Pensamiento Moderno, así como los resúmenes de las notabilísimas conferencias explicadas por el Dr. García Blanco sobre la filosofía de la lengua hebrea desde 1880.

Se eligió Presidente al prestigioso jurisconsulto don Narciso Suárez y para presidir las Secciones se designó a D. Federico de Castro en la de Morales y Políticas, siendo vicepresidentes D. Manuel Sales y el senador D. Rafael Lafitte; a D. Claudio Boutelou en la de Literatura y Artes con el catedrático D. Daniel Ramón Arrese y el erudito D. Fernando Belmonte por vicepresidentes y, en fin, a don Antonio Machado y Núñez en la de Ciencias exactas, físicas y naturales, teniendo por vicepresidentes a D. Javier Lasso de la Vega y Chichón, catedrático y Presidente de la Real Academia de Medicina, y al ingeniero D. José San Martín y Falcón.

Continuó con iguales si no con mayores bríos en 1881 la labor del Ateneo; vio la luz El Pensamiento Moderno, en que colaboraron Salmerón, Canalejas y Méndez, Castro y lo mejor de la intelectualidad sevillana; Machado hijo, desertor del krausismo y fundador del Folklore, publicó la revista de esta sociedad y todo marchaba a pedir de boca cuando los rozamientos personales, lacra de nuestro carácter social, determinaron una gravísima crisis. Desavenencias de orden particular entre los Sres. Sales y Barnés [407] y entre el primero y D. Federico de Castro, coincidiendo con la separación del krausismo y alistamiento en el positivismo de los Sres. Sales y Machado Álvarez, enfriaron el amor de éstos al Ateneo que habían contribuido a fundar. No obstante, todavía D. Manuel Sales dio una serie de conferencias, aprovechadas por sus amigos para ensalzar la personalidad del competente profesor, con las cuales se formó el tomo XIII de la Biblioteca Científico-Literaria, titulado El hombre primitivo y las tradiciones orientales. La ciencia y la religión. Estas conferencias encendieron una controversia entre el orador y la Revista Católica. No tardó en presentarse ocasión para que la publicidad iluminase el aciago rompimiento. La Gaceta insertó el decreto de 3 de Marzo de 1881 devolviendo sus cátedras a los insignes profesores expulsados de ellas y perseguidos por el ignaro fanatismo maculador de los albores de la restauración, cuando aún el egregio Cánovas no había logrado imponer el freno de su férrea voluntad a las audacias de los llamados moderados históricos, a quienes mejor se llamaría prehistóricos, y un aplauso unánime resonó en toda la península y más allá de sus fronteras.

No sé si por convicción o para la galería, protestó la prensa extremista de la derecha y hasta dos cardenales y otros seis prelados apelaron al soberano en alzada del decreto de Albareda. En tal estado de opinión, se presentó al Ateneo una proposición para felicitar al Gobierno. Los elementos ultramontanos fingieron escandalizarse y ¿quién lo diría? en aquella memorable sesión llevó la voz de los intolerantes, tanto ciega la pasión, D. Manuel Sales y Ferré, sosteniendo que el Ateneo no debía mezclarse en política. D. Federico de Castro, insistentemente aludido, defendió la proposición en límites de la mayor templanza; esclareció los términos, mostrando el deber que toda docta corporación tiene de interesarse en materias de cultura, tanto más cuanto que la disposición ministerial venía a alejar de los cuerpos docentes todo aguijón de parcialidad; explanó el concepto de política en su amplio sentido y patentizó que [408] toda persona, individual o jurídica, perteneciente a un Estado, es por naturaleza política en lo referente a los fines que se propone dentro de la nación, y en tal concepto todas las entidades se deben considerar políticas, sin dar a esta palabra la significación partidista o de mezquina actuación histórica en la vida gubernativa. El discurso convenció al auditorio y se aprobó la proposición por gran mayoría; pero la triste determinación estaba adoptada a priori.

Los elementos derechistas se retiraron y al frente de ellos D. Manuel Sales. Aún me apena recordar ese paso en falso de persona para mí tan respetada y querida.

En 1882 diéronse veladas tan memorables como la necrológica en honor de Moreno Nieto, y lecturas de algunos poetas que entonces empezaban a revelarse, entre otros la señorita Blanca de los Ríos, autora de Esperanzas y recuerdos (1881), firmando con el anagrama «Carolina del Boss». Establecióse el estudio libre del Doctorado de Filosofía y Letras, suprimido en la Universidad por el Marqués de Orovio, dando Castro la enseñanza del Sánscrito.

Años después, el Sr. Sales y sus accidentales amigos fundaban por su cuenta, ¡oh ironías del destino!, en la calle que ostentaba el rótulo de «Albareda», el ministro cuya disposición motivó la hégira de los disidentes, la sociedad que aún existe titulada «Ateneo y Sociedad de Excursiones». La inauguración se efectuó el 6 de Marzo de 1887, constituyendo su primera directiva D. Manuel Sales, presidente; D. Francisco Pagés, vicepresidente; D. Alejandro Guichot y D. Antonio González Ruiz, secretarios; D. Javier Sánchez Dalp, tesorero; D. Antonio María de Ariza, director del Museo de la Sociedad, y D. Manuel Cano y Cueto, bibliotecario.

El tiempo, que decide muchas cosas; la vejez de don Federico; la necesidad de acudir los jóvenes a Madrid para verificar oposiciones; la muerte o la traslación de catedráticos, y, sobre todo, el estado de conciencia utilitario, inseparable compañero de las restauraciones, que dio su fruto en los postreros años de la centuria, no favorecían a un [409] Centro donde se cultivaba la ciencia pura sin miras ulteriores o transcendentales y fueron minando la vida del Ateneo Hispalense, que se había trasladado con el Centro Mercantil al suntuoso edificio erigido en 1868 para Café Universal con entrada por la clásica arteria de las Sierpes y por la calle de Tetuán.

En pos de aquel generoso movimiento, se apagó el amor a la filosofía. La misma metafísica, separada por un genio maléfico de la enseñanza, se vio relegada a las cumbres casi inaccesibles del Doctorado, y desglosada de la licenciatura en Derecho, sin figurar siquiera en la rama menos nutrida de la menos nutrida de las facultades universitarias. Los amores científicos arden desinteresados, y en la atmósfera positivista de fin de siglo, donde todos los ideales políticos y morales se extinguieron; donde vimos egoístas e inmorales a hombres que en anteriores etapas habían, por sus ideas y por su patria, sacrificado el bienestar y expuesto hasta la vida; donde los romanticismos y heroísmos se vieron escupidos y ridiculizados por la concupiscencia y el cinismo, no podía florecer el árbol de la ciencia pura, que sólo vive con el riego de la abnegación, en el ambiente del amor y al sol de los magnos ideales.

En cambio el Ateneo y Sociedad de Excursiones, integrado por elementos numerosos, que habían contemplado de reojo al primitivo Ateneo y cuya mentalidad corría más acorde con la época, se separó de la filosofía, dirigió sus preferencias a la Literatura e investigaciones bibliográficas e históricas, huyendo, como en toda España, de colisiones con la ortodoxia. Asi prosperó rápidamente; se instaló en más amplio local en la calle de Santa María de Gracia; aún disfrutó otro magnífico en la calle de las Sierpes, construido para el Casino Español, y, pasado su apogeo, se redujo al que hoy ocupa, harto insuficiente para su misión y para la grandeza de Sevilla.

No obstante, el desinteresado amor a la ciencia de los primitivos ateneístas halló aliento para lanzar a la [410] publicidad la revista Ateneo Hispalense (80 paginas y cubierta), cuyo primer número, correspondiente al 1º de Enero de 1893, contenía, además de artículos de varías ciencias debidos a ilustres profesores y una reseña bibliográfica a cargo del Secretario D. Juan Díaz del Moral, notables trabajos filosóficos firmados por D. Nicolás Salmerón y D. José de Castro. Esta publicación aspiraba a establecer activa y constante comunicación entre los socios numerarios y los corresponsales, y también «medíante la libre exposición de las diferentes direcciones del pensamiento ibérico, a traer a conciencia reflexiva el espíritu unitario de esta raza, tan claramente demostrado en recientes acontecimientos» y «a ser uno de los órganos de comunicación entre el pensamiento reflexivo ibérico y el de los otros pueblos civilizados».

Mientras tanto, en el Ateneo y Sociedad de Excursiones se atendía al personalismo antes que al culto de la ciencia pura, surgiendo incompatibilidades que pusieron las hieles de sangrienta sátira en la bien cortada pluma del poeta y novelista Lorenzo Leal. Imprimió éste, con el pseudónimo «Pedro Sánchez» un mordaz libelo titulado Un Vivero de sabios, donde ridiculizaba la labor ateneísta y bajo nombres supuestos, seguramente con más pasión que justicia, trazaba burlescas semblanzas de los optímates de la corporación.

Contribuyó a la ascendente marea cultural la Escuela de Medicina organizando cursos de conferencias de subido mérito, algunas de las cuales invadían la jurisdicción filosófica, sobre temas de importancia, con la cooperación del eminente operador D. Federico Rubio. Numeroso público las escuchaba, traspasó su fama las fronteras y, con las leídas en el curso 1888-9, se formó un volumen titulado Conferencias científicas, hoy raro, a pesar de su reciente fecha. Hay un ejemplar en la Biblioteca Nacional.

Irradiado el krausismo desde Sevilla, se apoderó de la Real Academia Gaditana de Ciencias y Letras, donde lo sostuvieron Moreno Espinosa y Álvarez Espino, no sin [411] que el travieso D. Adolfo de Castro, a pesar de sus años, cejase de disparar continuamente contra ellos artículos en la prensa y folletos tan procaces como el titulado El racionalismo en la Real Academia Gaditana de Ciencias y Letras (1877) con motivo de la contestación leída por Álvarez Espino al discurso del sacerdote D. José Picó en la solemnidad de su ingreso en la Academia.

¿Con qué bandera desplegada penetra el pensamiento español, si es que existe como pensamiento reflexivo nacional en el atrio del siglo XX? Las escuelas tradicionalista y teológica, olvidadas en el actual estado mental, apenas sí animan las toscas mentes de candorosos rezagados. Las doctrinas racionalistas e idealistas en todas sus formas, se han visto atropelladas y barridas de la especulación. Ya no resuenan sus nobles acentos en las bóvedas de las aulas, ni palpitan en el libro, ni encienden la elocuencia, ni iluminan las artes, ni inspiran la austeridad, ni guían la política, ni atraen los ojos hacia el porvenir bañados en un rayo de suprema esperanza.

Los eclecticismos, no habiendo logrado una síntesis definitiva y faltos de un soporte, se desploman al desvanecerse su misión y las notas altas de su sinfonía.

La escolástica, incapacitada para sentirse española por el sello de universalidad que la caracteriza e infecunda para la investigación, siente el frío de su oquedad bajo el manto de su recio formalismo y demanda contenido a las recientes conquistas de la ciencia experimental, subordinándose a ella y reservando pudorosa un santuario para la fe, a fin de que, velados los ojos por la venda y defendidos por el muro los oídos, no se escandalice de tan audaz profanación.

Las escuelas sensualistas, materialistas, críticas y escocesa, se pierden en el positivismo a modo de manantiales confluentes que forman caudaloso río y la teoría positivista dominante, arrolladora, sin émulos ni obstáculos, da la fórmula definitiva de la mentalidad española y europea, pasando al compás de alegres himnos por los arcos triunfales de la actualidad. [412]

En vano la tradición cristiana; en vano el espiritismo, revelación del nuevo continente, y la teosofía, beso de luz que el Oriente, recordando el candor infantil, estampa en las rugosas sienes de la vieja Europa, proyectan un destelle de espiritualismo sobre la niebla del pensamiento contemporáneo, en cuyo fondo obscuro resuena el acento de Hobbes proclamando a la materia único subjectum philosophiae. El socialismo, regresión a los primitivos núcleos sociales, y el comunismo, sólo ensayado en la vida conventual y en Rusia, sofocan la libertad, la iniciativa individual, orto de cuantas grandezas se han consumado en el mundo; la política de programa, noble ilusión de la primera mitad, se llama al expirar el siglo oportunismo en Francia, posibilismo en España, por doquiera política experimental; la filosofía, telaraña inútil, pierde su influjo ético; el arte vacuo, falto de ideal, castiga la forma; la rata bibliográfica sustituye al águila genial; se ha descendido de las nubes al archivo protocolario; el alto sentido religioso se desvaneció en la gratuita negación o se envileció en la repugnancia de hipócrita beatitud y el billete de banco reblandeció el imperativo categórico de la conciencia.

Así, así hemos penetrado en el siglo XX.

Jamás conoció la historia éxito más completo, pues no sólo ha humillado a los contrarios, sino que ha vencido en el arte, en la literatura, en la política, en las costumbres... No más alma tras de la imagen, no más sacrificio en la conducta, no más ejemplo en el símbolo, no más ensueños de libertad y de gloria.

No se trata de que el hecho nos halague o nos repugne, convenga o damnifique, suponga adelanto o regresión. Es el hecho, y al historiador concierne reconocerlo sin reservas.

No nos dejemos abatir ni entusiasmar por la impresión del momento. La reflexión no es inútil, sino generadora de fe racional. No ahora, hace un cuarto de siglo, decía yo en La Ciencia del Verso: «Corrientes positivistas que parecen ahogar la inteligencia y atrofiar el corazón, arrastran a [413] casi todos los sabios del globo; marejadas de no entendido realismo aspiran a sepultar el arte, cuyo sol se apaga al frío contacto de un yerto naturalismo; la idea democrática reviste formas socialistas mientras el nihilismo va minando la espantada Rusia; razas del pasado se galvanizan para la guerra y doblan la frente, heridas o seniles, las más nobles estirpes de la humanidad; el torpe afecto a los intereses particulares borra los puros ideales de la moral; el descreimiento, la negación o la indiferencia combaten el sentido religioso de los hombres y de los pueblos; parece que, cual dijo el insigne poeta Heine, todos nos desvanecemos, hombres y dioses, todos nos sumimos en la nada, todo se pierde en la sombra. Pero no es esto la descomposición de la muerte, antes bien, la reacción indispensable de exageraciones contrarias y la saludable llamada al concierto de la vida de elementos valiosos, que por exclusivistas desdeñamos, o por lamentable error lanzamos en la proscripción o en el olvido.»


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Historia de la filosofía en España
Madrid, páginas 385-413