Mario Méndez Bejarano (1857-1931)
Historia de la filosofía en España hasta el siglo XX
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Capítulo XVI
El siglo XVIII

§ I
Degeneración de la filosofía

Predominio de la escolástica. –Recrudecimiento del sensualismo. –Últimos místicos. –Novedades exóticas. –Decadencia de la cultura general española. –Atraso de la enseñanza y de la mentalidad nacional. –Esfuerzos meritorios de algunos sabios. –Cátedras libres de ciencias puras. –Atraso general.

Malos vientos corrían en España durante el siglo XVII para la filosofía, nunca más ancilla Theologiae que durante esa larga noche de la conciencia, no arrebolada por matinales esperanzas sino al final de la centuria. Ningún pensador original hasta D. Javier Pérez y López, que trasladó con audacia de la psicología a la ontología el entimema cartesiano. Las órdenes religiosas continuaban rumiando el escolasticismo. Los franciscanos en la variedad escotista, los dominicos en la ortodoxia tomista y los ignacianos en la modificación suarista. Algunos jesuitas se lanzaron en brazos del sensualismo, que no acierto a comprender cómo podían compaginar con la doctrina cristiana, pues todo sistema que arranque de los sentidos, considerados única fuente de conocer, impulsa fatalmente al materialismo en psicología y en ontología al ateísmo. Entretanto, el oleaje cartesiano y gassendista [336] golpeaba contra las cimas del Pirineo y de sus salpicaduras se aprovechaba Feyjóo.

El misticismo, ya caduco, anulado por el predominio de escolásticos y sensualistas, lanza sus resplandores de ocaso con dos figuras: una grandiosa, otra caricaturesca con la horrible mueca de la tragedia obscura. La primera, la celeste Sor Gregoria Parra, poetisa mística, superior a la excelsa Doña Constanza Ossorío, y cuyos versos tanto aventaban a los atribuidos a Santa Teresa, de los cuales se puede afirmar que valen bien poco, pero no asegurar que sean suyos. La segunda, la desdichada Dolores López, la beata ciega, prototipo de la mística vulgar con sus groseras degeneraciones sensuales. Acusada ante la Inquisición de que «ponía huevos», sufrió un largo proceso, y sus carnes, abrasadas en la hoguera, dieron testimonio del espíritu de los tiempos.

El siglo XVIII hereda elementos heterogéneos, ninguno de los cuales posee virtud para el imperio exclusivo. Es uno de esos momentos de transición en que todo tiene derecho a la vida, todo fermenta, nada desaparece; porque todo ha de recibir su sanción relativa del ideal que se forma entre la ebullición de las ideas, y, arrancando de la postración en que halló el pensamiento al expirar el siglo XVII, lega al XIX un gran número de provechosos elementos que él no poseyó condiciones para idealizar.

En los albores de la centuria dominan las tendencias cartesianas y las gassendistas, ya puras, ya combinadas con el aristotelismo, llamadas a derivar hacia el sensualismo, así como en Francia, partiendo de la lógica del abate Condillac, se había llegado al materialismo con Garat, Cabanis y demás hombres de ciencia que completaron la obra condillarista con el aporte de los avances conseguidos en las ciencias naturales aplicándolos a las varias ramas del saber. Inútiles los esfuerzos de Voltaire y Rousseau para sostener en la conciencia nacional el deísmo, siquiera por su necesidad (Il faudrait l'inventer). Triunfaron Dupuis y el barón de Holbach, más idóneos por su [337] audaz radicalismo para barrer las reliquias del pasado.

En la segunda mitad del siglo se impone la tendencia crítica, Feyjóo se considera autoridad en las aulas y asoma el sensualismo, consecuencia del predominio de la Enciclopedia y el condillarismo.

El tomismo comienza a batirse en retirada, sufriendo deserciones tan significativas cual la del P. Arteaga, y aquellos pensadores que se inspiran en Descartes derivan en la dirección de Wolf.

Las más apasionadas controversias de esta época, si bien iniciadas en anteriores etapas, se libraron en torno de las formas substanciales, o de la materia prima aristotélica, partiéndose el campo entre atomistas y antiatomistas, y de la existencia, naturaleza y condiciones del alma de los brutos. La pugna entre atomistas y escolásticos se ha prolongado hasta nuestros días, logrando triunfos los primeros al rejuvenecer Juan Dalton una teoría que parece explicar los hechos fundamentales de la química, más, a mi juicio, que por su solidez científica, por esa transparencia propia de las aguas poco profundas. Hoy el tema se ha desplazado del estadio filosófico, en cuya arena se repetía con estéril ensañamiento la misma argumentación.

Reinaba un absoluto desdén por la lectura; y la mayoría de los libros se redactaban barajando citas de vetustos escritores. Sempere relata lo que sigue en su Ensayo de una biblioteca de escritores del tiempo de Carlos III (Prel. p. 19):

«En 1723 se entregó al Rey un papel en que se le representaba como muy conveniente que los oficiales de la Biblioteca Real trabajaran dos resúmenes de los libros que salían a luz, para remitirlos a los diaristas de París y de Trevoux, con el fin de que por aquel medio se tuviera en Europa alguna noticia de los progresos de la literatura de España. Pero, remitido este papel a D. Juan Ferreras, bibliotecario mayor, para que dijera su parecer, respondió que era inútil esta diligencia, pues que en nuestros libros españoles, los que constaba haber salido en este siglo por [338] el índice de la Real Biblioteca, no se hallaba cosa singular ni invención, ni descubrimiento nuevo.»

Don José María Blanco, al trazar desde el extranjero el cuadro de la educación española, se expresa en estos términos que directamente traduzco (Let. From Sp.):

«El mismo espíritu que hizo a Galileo retractarse de rodillas de sus descubrimientos astronómicos, impulsa todavía a los profesores a enseñar el sistema de Copérnico como una mera hipótesis. Las mismas escrituras, valiosísimas como son para la información moral de los caracteres, tocan con frecuencia, incidentalmente, asuntos independientes de su objeto principal y tratan de la naturaleza y de la sociedad civil, con arreglo a los conocimientos de un pueblo rudo en época primitiva.

»De aquí la intrusión de los teólogos en todos los ramos del saber humano, intrusión tolerada por los poderes civiles en una parte de Europa, pero en ninguna de modo tan depresivo como en España.

»La astronomía tiene que pedir permiso a los inquisidores para ver con sus propios ojos. La geografía estuvo mucho tiempo obligada a encogerse en presencia de ellos. El espectro de un fraile persigue al geólogo hasta en las entrañas de la tierra, y un fraile de carne y hueso acecha los pasos del filósofo en la superficie. La anatomía es sospechosa y vigilada en cualquier parte y a cualquier hora que toma el escalpelo, y la medicina tuvo no poco que sufrir cuando se esforzaba en borrar el uso de la inoculación del catálogo de los pecados mortales.»

Cadalso se lamentaba de que sus compatriotas no hubiesen recibido una educación comparable a la que desde un siglo antes daban a sus hijos los demás pueblos europeos y de que en las Universidades no existiesen cátedras de Historia, y que la escolástica, depravando el buen sentido natural, redujese a prurito de sutilezas las cátedras de Teología.

Según Sarmiento, la Historia Natural, que había brillado en el siglo XVI y tenido en Barcelona y Sevilla [339] museos de la flora americana, era en España casi desconocida y se hallaba «estancada en la sala hipocrática, siendo vergonzoso que todas las naciones hubiesen progresado y que sólo los españoles se estén mano sobre mano confiándose en libros extranjeros»; y se sorprendía de que en las Universidades apenas se conociesen los nombres de Historia Natural, Botánica y Agricultura, y de que tales conocimientos no se estudiasen «en parte alguna de España».

Felizmente en el reinado de Carlos III se inició una débil, pero laudable reacción en beneficio de las ciencias naturales, con la eficaz colaboración de profesores extranjeros.

El Marqués de la Ensenada, en su Memorial a Carlos III, se dolía de que nadie en nuestra nación supiese hacer cartas geográficas.

¡Quién supondría tamaño retroceso en un país donde resplandeció aquella Casa de Contratación que enseñó Cosmografía a Europa; que adoctrinó con las obras de sus profesores, traducidas a todas las lenguas cultas, a navegantes y geógrafos extranjeros, y aún admira a la posteridad con sus maravillas cartográficas!

La enseñanza oficial de la Ética se reducía a los Elementos de Jacquetier y Heinecio, hasta que en los días de Carlos IV expidió Caballero una circular a las Universidades prohibiendo el estudio de la filosofía moral.

Todo el plan de la primera enseñanza, a pesar de los esfuerzos realizados en los días de Carlos III y de los conatos pestalozianos de Godoy, se reducía al arte de leer, a escribir y a la iniciación de la Aritmética. Fuera de esto, la doctrina cristiana y, en las escuelas de lujo, algo de buenas maneras. Para dedicarse a la enseñanza no se exigía más prueba científica al candidato que un examen de lectura, escritura y las cuatro reglas. Todos los demás requisitos se referían al orden moral y religioso; un examen de doctrina cristiana ante el ordinario eclesiástico, acreditar buena vida, y, sobre todo, la indispensable [340] limpieza de sangre, no sea que algún extraviado glóbulo de origen hebreo, indio o arábigo, inutilizase los frutos de su labor escolar. Los ejercicios habían de censurarse por la Hermandad de San Casiano.

Nada digamos de las maestras, a las cuales se les expedía el título sin más estudios ni requisitos que el examen de doctrina. Así las educandas no hallaban en el colegio sino la tácita consagración de su ignorancia, con el beneplácito y aun satisfacción de los padres de familia, que temblaban de exponer sus hilas al veneno de la instrucción. No exageró, antes bien quedóse parco D. Juan Valera al escribir que «en las familias acomodadas y nobles, cuando eran religiosas y morigeradas, se educaban las niñas para que fuesen muy hacendosas, muy arregladas y muy señoras de su casa. Aprendían a coser, a bordar y a hacer calceta; muchas sabían de cocina; no pocas planchaban perfectamente; pero casi siempre se procuraba que no aprendiesen a escribir, y apenas si se les enseñaba a leer de corrido el Año Cristiano o algún otro libro devoto». Todavía en los tiempos de mi juventud he conocido no exigua copia de señoras, perteneciente a la anterior generación, que no sabían leer, mayor número que no sabían escribir y muchas, de lucidísima estirpe, que afirmaban no haber recibido lecciones de escritura por severa prohibición del paternal desvelo, el cual veía en ese arte graves peligros para el pudor o la honorabilidad de sus hijas; tristísimo estado de ignorancia de que apenas las habían redimido esos dos grandes maestros que se llaman la necesidad y el amor.

La segunda enseñanza, no secundaria, que dicen los modernos galicistas, no existía en el amplio concepto de la pedagogía actual; mas para transmitir una impresión del carácter de los estudios preparatorios para el ingreso en las Facultades por aquella época, traduzco un episodio de la autobiografía de Blanco White (Carta III, pág. 100-2).

«Como Feyjóo me acababa de dar la más clara noción sobre la teoría de la bomba aspirante y de la relativa gravedad del agua y del aire, nada tan grande como mi [341] desprecio por aquellos frailes que aun discutían por el antiguo sistema de las simpatías y las antipatías. Una reprimenda de un profesor de Lógica por desatención a sus lecciones hizo estallar la mina que, cargada con las fantasías juveniles, estaba, tiempo hacía, a punto de explotar. Si aquel fraile me hubiera reprendido a solas, mi habitual timidez habría sellado mis labios; pero me avergonzó delante de toda la clase, y eso excitó mi indignación. Me levanté de mi asiento con un coraje que, por lo inusitado en mí, parecía inspirado, y declaré solemnemente que no estaba dispuesto a seguir pervirtiendo mi inteligencia con los absurdos que en aquella escuela se enseñaban. Preguntado con sarcástica sonrisa cuáles eran las doctrinas que habían incurrido en mí desaprobación, dejé helado al profesor (que no era un genio) con la teoría de la bomba aspirante en sus relaciones con la cuestión capital del vacío. Verse así apabullado por un mozalbete, era más de lo que su humildad profesional podía resistir. Me dijo que gracias a la respetabilidad de mi familia no me expulsaba en el acto de la clase, declarando que pondría en conocimiento de mi padre mis impertinencias.»

Es apenas concebible el atraso en que yacía el pueblo español. Las Universidades habían encauzado los estudios por márgenes tan humildes y angostas, que nada fecundo logró prosperar entre las mallas del ergotismo y la pedantería.

Un testigo de mayor excepción, D. Diego de Torres y Villarroel, nacido y educado en Salamanca, confiesa que durante su carrera no había oído nombrar las matemáticas. Al hablar del tratado del Padre Clavio acerca de la esfera, dice: «Creo que fue la primera noticia que había llegado a mis oídos de que había ciencias matemáticas en el mundo.» Enseñábase aún en Salamanca el sistema de Ptolomeo y se criticaba el de Copérnico, que excitaba en España «no sólo un grande aborrecimiento, mas también un gran desprecio, en parte por religiosidad, en parte por ignorancia». (Feyjóo, Carta XXIII); habíase estacionado [342] la filosofía en el escolasticismo medioeval, desconocíase casi en absoluto la apelación de Descartes a la conciencia y la reacción empírica baconiana, y absurdo veto amenazaba los adelantos de las ciencias naturales. No sostenía tampoco aquella Universidad, según declaraba en su Memoria ministerial el marqués de la Ensenada, cátedra de Derecho político, de Física experimental, de Anatomía ni de Botánica. En fin, cuando el Gobierno excitó a las Universidades españolas a preocuparse de las ciencias exactas y físicas, la de Salamanca respondió: «Nada enseña Newton para hacer buenos lógicos o metafísicos, y Gassendi y Descartes no van tan acordes como Aristóteles con la verdad revelada.» Tampoco pudo reaccionar la Complutense, reducida su actividad casi por completo a los estudios humanísticos, así como la salmantina era preferentemente teológica, aunque de bien añeja y desmedrada teología.

No se abusaba entonces de los exámenes. La reválida, única prueba formal del aprovechamiento estudiantil, celebrábase de noche, con soberbio aparato de luces y estallidos de voces que lanzaban sus ergos a rebotar en las bóvedas, en tanto los graves doctores sonreían beatíficos, suspendidos entre el sueño y la vela por la sonrosada perspectiva de suculenta cena con que era costumbre solemnizar el acto.

Bien claro lo expresa D. Francisco Pérez Bayer en su trabajo Por la libertad de la literatura española, redactado por orden expresa de Carlos III. En el primer volumen hace constar que las Universidades de Alcalá y Salamanca eran la causa de su propio decaimiento y de la desilusión o falta de ánimo de que adolecía la juventud. Toda la ciencia española, que no era mucha, se hallaba en el Mediodía y en Levante, por lo cual Menéndez y Pelayo rechaza con razón la tesis sustentada por Feyjóo y por Torres, de que las matemáticas eran planta exótica en España, y les contesta: «Seríanlo en Oviedo o en Salamanca, donde ellos, casi profanos, escribían», y prueba cumplidamente que [343] no lo eran en Andalucía ni en Valencia (Het., I, VI, 69).

El doctísimo D. Juan Lucas Cortés (1624-701) había estudiado los orígenes de nuestras leyes y escrito luminosos trabajos que Frankenau publicó en el extranjero, dándose por su autor, con el título de Sacra Themidis hispanae arcana. Otros llegaban con sabia crítica hasta las raíces del conocimiento histórico, depurándolo de fábulas, y en Sevilla trabajaba la Sociedad de Medicina y demás ciencias, establecida en 1697, combatiendo las rutinas del galenismo y encauzando las ciencias experimentales por la fecunda vía de la observación. Honraban a España los empeños científicos de Fr. José Franco (1680-758), académico de mérito de la Historia, autor de luminosísimos trabajos de gnomónica, de óptica, dióptrica, catóptrica, perspectiva y astronomía; del genial Mendoza Ríos (1763-816), de quien dijo Hoyos: «Hombres como éste los producen los siglos de tarde en tarde, y basta uno solo para que el nombre de un pueblo pase a la posteridad con inmarcesible gloria»; del sabio D. Antonio de Ulloa (1715-95), que tanto contribuyó a la ejecución de las operaciones geodésicas y de las observaciones astronómicas de los académicos franceses en Quito, y estudió profundamente las producciones naturales de la América austral, adquiriendo los conocimientos que llenan sus dos interesantes obras, una titulada Noticias americanas y otra Relación histórica del viaje a la América meridional. Con motivo del eclipse de Sol de 24 de Junio de 1778 escribió Ulloa El eclipse de Sol con el anillo refractario de sus rayos, &c. La obra en dos tomos La Marina y las fuerzas navales de la Europa y del África, acabó de consolidar su reputación y fue elegido académico de casi todas las Academias españolas, más la Real de Ciencias de París, la de Berlín, la de Estocolmo y otras muchas. Su estatua orna el lado derecho de la portada del Ministerio de Fomento.

No faltaron entidades que, notando las infinitas deficiencias de la enseñanza oficial, intentaron suplirlas con fundaciones particulares; mas de tan loables cuanto [344] infecundos ensayos sólo prosperó el esfuerzo de la Real Sociedad Patriótica de Sevilla, que logró sostener hasta la época de la catástrofe nacional algunas cátedras libres de materias que no se explicaban en las Universidades, tales como Literatura, Química y, en general, Ciencias puras y humanas. Allí hicieron sus primeras armas docentes Lista, Reinoso, Blanco y otras distinguidas personalidades. Creó también clases de Matemáticas dirigidas por monsieur Pierre Henog, a quien los fanáticos, coincidiendo con los ponentes salmantinos que juzgaban las matemáticas cosa del demonio, consiguieron hundir en una prisión donde adquirió el reumatismo que le abrió las puertas de la eternidad.

La Sociedad a la vez organizaba conferencias y convocaba certámenes sobre puntos de Agricultura, Técnica industrial y cuanto podía interesar a la prosperidad del país. Publicaba sus Memorias, donde admitía la colaboración de especialistas de toda España, y desde las más apartadas regiones de la Península acudían escritores a disputarse los codiciados premios de sus concursos.

También la gloriosa Real Sociedad de Medicina y Ciencias de la misma ciudad pugnaba con desesperado empeño dilatar la afición a las ciencias físicas y naturales, ¿y quién lo diría? un sabio canonista sevillano, D. Benito Navarro y Abel de Beas (1729-80), daba a la estampa Física eléctrica o compendio en que se explican los maravillosos fenómenos de la virtud eléctrica de los cuerpos (Madrid, 1753), notable tratado que, sólo precedido de alguna traducción o pasaje aislado, es el primero original, completo y metódico de electricidad publicado en España. Declara el P. Jerónimo Benavente que Navarro «manifiesta fundadamente sólido conocimiento para discurrir, adquirido con propias y ajenas experiencias, y, efectivamente, discurre con grande ingenio y prudente verosimilitud». Carracido elogia la historia tan completa que Navarro traza de la electrología en este primer tratado de electroterapia impreso en nuestro idioma. [345]

La marcha de la ciencia en el mundo nos dejaba muy atrás. El mismo florecimiento intelectual de tipo europeo que honra la etapa de Carlos III vivió ce que vivent les roses por carecer de sólidos cimientos, por no haber granado como fruto de proceso biológico, sino brotado de repente por la buena voluntad de hombres superiores, a favor de circunstancias históricas que, una vez desaparecidas, arrastraron consigo el artificio de la bien intencionada improvisación. Planta sin raíces ni terreno abonado, no podía medrar, faltando la incesante solicitud del jardinero, en la hostilidad del medio natural.

Así expira la centuria, compartiéndose el imperio el tomismo, dictador en las aulas, y el materialismo, triunfante en los espíritus descontentos de la tradición, hollando ambos el sepulcro de la idealidad platónica.


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Historia de la filosofía en España
Madrid, páginas 335-345