Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

Contra la corriente
¿Modestia?...
La Tierra de Segovia, 21 junio 1919

 

Pretender que el sabio, el artista, el poeta, el orador, o, menos todavía, que el hombre de claro talento, el de gran cultura general, o el que domine una ciencia, se crean inferiores al vulgo, en lo relativo a su cualidad preeminente o a su especial ilustración, es pedir un imposible; es querer que lo absurdo y lo real se confundan; suponer que los seres más familiarizados con las ideas, no formen idea de lo que ven; es dictar la ley contradictoria de que quien sepa una cosa no ha de saber que la sabe.

Pero la envidia es ciega. Porque es la envidia la que ha formado ese falso concepto de la modestia, para imponerlo a los hombres de mérito, y que estos oculten su luz, que ofende al envidioso.

Toda sinceridad en este respecto del propio valer, o de los éxitos que lo suponen, aunque esté expresada sencillamente, con verdadero candor de alma, o seriamente, sin propósito de vana ostentación, o simpáticamente, creyendo proporcionar un placer a quien escucha, es tomada por el envidioso como insoportable vanidad, como exageración que nada justifica y que subleva su rígida conciencia estrecha y pudibunda; mientras que el no envidioso acoge con benévola sonrisa, donde apenas apunta el desdén, la verdadera vanidad ajena.

El envidioso es un temible fatuo fracasado; un vanidoso, que no puede serlo; un ególatra, sin más altar que el suyo. Por eso, también, por la repulsión de lo semejante, le son tan antipáticos los vanidosos, o los que a él le parecen vanidosos, así sean la misma sencillez.

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La envidia del incapaz de nada grande, del que se siente inferior y no quiere serlo; del que tiene ambición, sin genio; vanidad, sin talento; amor propio, sin propio valer; ansia de goces, sin sensibilidad delicada; codicia de riquezas, sin posibilidad de adquirirlas, es odio feroz, pensamiento inexorable, dureza roqueña. Es el insulto, la befa, el escarnio, la calumnia, el crimen. Es la envidia de Caín.

Y, sin llegar a tales extremos de pasión, porque no haya fuerza de carácter ni para lo monstruoso, la envidia de las almas vulgares resulta molestísima y funesta. No es puñal, sino tábano; no puede comprarse al óxido de carbono, pero sí a la emanación de una charca corrompida.

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No supone la envidia desconocimiento de sí mismo. El envidioso se conoce demasiado y no posee grandeza de alma suficiente para soportar su inferioridad.

En un nuevo templo de Delfos, no debiera escribirse hoy el clásico imperativo, sino este otro: «No te avergüences de demostrar que te conoces».

No te avergüences porque nadie es inútil. Tanta necesidad hay del albañil, como del arquitecto, y del que fabrica los colores, como del pintor que los emplea; y no habría buenos artistas, sin la colaboración de un público inteligente, ni hábiles y honrados directores de pueblos, sin la comprensión y la ayuda de dignos ciudadanos.

No te avergüences, si no posees brillante fantasía, ni léxico numeroso, ni pensamiento original, ni memoria sorprendente, ni gusto refinado, ni amplísima cultura, ni profunda lógica; no te avergüences, con tal de que seas hombre; esto es, un ser que se rige por la razón y cuya conducta debe ser imitada. ¿Y quién asegura que no es esto mejor que lo otro? Ha dicho un gran filósofo que lo primero de todo en el hombre es «la buena voluntad». Y como de ti depende, si no el mantenerla siempre como ley inviolada, el desearla así y trabajar de continuo para obtener ese acuerdo entre el noble deseo de pureza y la realidad de tu vida, ¿qué obra de arte más bella, qué labor más sublime, qué ciencia más útil que esa actividad santa, que ese trabajo heroico?

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Uno de los mayores males que causa la envidia es la atmósfera de falsa modestia que obliga a respirar.

Innumerables generaciones de envidiosos han hecho creer a las gentes y, sobre todo, a los hombres sencillos, que es feo, antipático y poco menos que delictivo, el creerse con talento, en general, o con una o varias aptitudes o talentos especiales.

Por consecuencia de ese error imbécil, se educa a los niños, y precisamente por los padres más austeros, que suelen ser los que tienen hijos de mayores méritos, comprimiéndoles la estimación que de sus hechos y dichos pudieran hacer; covenciéndolos de que no valen para nada y de que deben demostrar que así lo creen.

Y sucede que, como el hombre de talento es propenso a dudar de sí mismo y no suele tener gran voluntad, por efecto, ambas cosas, de su propia riqueza interior y del precoz desarrollo crítico de la inteligencia, en combinación con el descontentadizo ¡«más, más»! que clama de continuo quien más tiene, a poco que contradigan sus momentos de optimismo, se creerá, mientras no se contraste una y mil veces, esto es, se creerá mientras sea joven, de mérito muy inferior al que verdaderamente tiene.

Y como se cree menos de lo que es, aspira a menos de lo que puede. La sociedad y él mismo han sido defraudados, robados vilmente. En cambio, se han evitado la molestia de los señoritos envidiosos.

Jóvenes de mérito: los que hayáis creído alguna vez, dudándolo otras, que tenéis talento: si personas inteligentes, imparciales y buenas os aseguran que lo tenéis, no hagáis caso alguno de las sugestiones de la falsa modestia. Aspirad a todo, y reíos en la cara alargada y verdosa que ostente cualquiera ante vuestra sinceridad. Gritadle en los ojos, de amarilla fosforescencia: «Sí, tengo mucho talento y mucha voluntad de demostrarlo. No me obligará nadie a ser embustero e injusto contra mí mismo. Sé, además que, aun diciendo esto, pongo en lo que digo menos amor propio que en sus monadas cualquier imbécil y seré en ello menos tenaz que en sostener sus disparates cualquier ignaro.

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  Edición de José Luis Mora
Badajoz 1998, páginas 251-253