Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

Nuevos horizontes
El trabajo solidario y no la lucha
La Tierra de Segovia, 27 mayo 1919

 

Es preciso luchar –dicen– en todo el curso de la vida y en todas sus modalidades. «Vida y lucha son sinónimos. ¡Oh, la noble lucha!...

Yo disiento. Yo creo que hay, o una confusión en los conceptos, o un mal empleo de las palabras.

Componer un libro, hondamente sentido, o calmosamente meditado, verificar un invento, estudiar, investigar, enseñar, sembrar el campo, moldear el barro, transformar las fuerzas y cuerpos naturales, no es entregarse a la lucha, sino al trabajo, que pueda armonizarse, y de hecho casi siempre se armoniza, con la labor de los demás. Hay sitio para todos.

Pero luchar, esto es, emplear la violencia, o la astucia –que no es sino una forma de la violencia– para superar al que vale más, no por medio de la disciplina de las propias facultades, sino denigrándolo, mintiendo acerca de sus obras, procurando quitarle su puesto en la Prensa, o su público; conquistar la ganzúa de «las influencias», para abrirse las puertas que la ley mantiene cerradas; intrigar en unas oposiciones, para que el tribunal nos otorgue, con justicia o sin ella –mejor sin ella– la plaza que otro se ganó; robar impúdicamente el pensamiento ajeno, y hasta la forma literaria en que el pensamiento fue vertido; ofrecerse a ejecutar por menor precio igual labor en cantidad y calidad que la que otro compañero ejecuta –y todo esto es lo que se encubre con la palabra lucha, y se encubre bien, porque lo otro no es sino trabajo, que podrá o no, perjudicar a alguien, pero que, desde luego, favorece a la mayoría –ser, en fin, injusto y cruel, desarrollando el amor a sí propio, hasta convertirlo en egoísmo refinado, o en repugnante egolatría, es algo que produce angustia en toda alma noble, que oprime todo corazón bien puesto.

La lucha es fuente de dolor propio; escuela de egoísmo para los demás; peligro constante de padecer justos castigos y desmedidas represalias; sarcófago de muchas horas...

El trabajo no es eso. Trabajar es luchar contra, o, mejor dicho, sobre la naturaleza; luchar es trabajar contra el prójimo.

El principio de «la lucha por la vida», se ha aplicado con apresuramiento y perversidad infantiles a justificar lo pésimo. Acciones que antes se calificaban de indignas, son hoy disculpadas como «ardides de guerra». «?Cuánto daño han hecho a la humanidad las palabras gentiles aplicadas a cosas infames!

Hay otro principio, que contrabalancea los efectos del strugle for life, y cuyo triunfo en nuestra vida será obra del progreso, si es que el progreso existe. Es el principio de la solidaridad, la cual se observa así en los innumerables organismos sociales, desde los formados por las termites hasta los constituidos por el hombre, como entre las partes más o menos autónomas de los individuos vivos, y hasta en las cosas sometidas al mecanismo puro.

La vida del mundo inanimado consiste en el encaje y armonía de cada parte con los demás que forman unidad, y de cada unidad con las otras que forman un conjunto, y de cada conjunto con todos y con el total. ¿No es esto, acaso, lo que pudiéramos llamar solidaridad cósmica, producida en ese medio inalterablemente propicio, que se llama éter, en el cual hacen los astros ante lo Infinito su eterna gran parada, y los átomos, ante la suma Inteligencia, su formidable labor ímproba?

El equilibrio ante la solidaridad y la lucha, parece darse perfecto en la relación general de la naturaleza con los seres vivos. Gravedad, cohesión, afinidad química, vibraciones etéreas, cuerpos nutritivos, son condiciones de existencia de los seres organizados y, al par, elementos que los desgastan. El intercambio de acciones y la circulación de materia, es aquí la vida, y también la muerte.

Con la muerte triunfa lo cósmico, para el que no es la vida orgánica otra cosa que una eflorescencia precaria e infecunda, y la vida racional, el perfume más selecto de la más selecta de esas flores, nada. Sería absurda la existencia de la razón, si no hubiera en el hombre un espíritu, y un Dios en el todo.

La solidaridad humana no puede ser completa sin la intervención de ese elemento, de ese quid divino, el espíritu; el que no es legítimo, al que no es posible incluir entre «las modificaciones de la energía». La racionalidad no tendría, en tal caso, objeto; la verdad, la justicia, serían ensueños de locos; el sacrificio por motivos impersonales, la suma necedad. Y el mundo, el universo entero, si la razón no existe, ¿qué finalidad podría tener, ni para qué, entonces, existir?

Se nos podrá objetar que los biólogos positivistas suprimen las causas finales; que no ven en la creación sentido teleológico.

¿Y cómo se explica, entonces, que el hombre haya inventado esas causas, que haya caído en la cuenta de que podrían existir; y cómo justificar científicamente el hecho indudable de que no creamos vivir, ni nos figuramos para hacer cosa alguna, sin un para? ¿Cómo es que no comprendemos el mundo sin finalidad? ¡Qué prodigio! ¡Salir de lo material e inconsciente, que existe por que sí y para nada, un ser que crea la razón, la facultad de los fines!... ¡Y qué absurda, además, que esa criatura sea un fantasma, y que esa racionalidad pida un imposible! ¡Que ni el mundo ni el hombre tengan destino! ¡Que el espíritu sea nada, y la finalidad, el sueño de esa nada! ¿No sería esto el delirio de un caos?

Y entre los fines buscados ansiosamente por el hombre, se encuentra la paz: la paz entre los individuos, la paz entre las clases, la paz entre las naciones.

Y entre las causas que puedan traer esa paz, campo neutral de la humanidad, donde cada hombre pueda vencer, racionalmente, a sus internos enemigos y sobreponerse a las fuerzas naturales, entre las causas que puedan traer esa paz, es la primera, y quizá la única, el sentimiento de la solidaridad, el saberse y sentirse cada hombre interesado en la vida de los otros y en la vida de las colectividades de que sea miembro: familia, municipio, comarca, región, nacionalidad, humanidad entera.

Sacerdotes de la cultura, propulsores de la civilización, ¿no aceptáis esa doctrina?

Y si la aceptáis, ¿no es vergonzoso que vuestras ideas vayan por un lado y vuestra conducta por otro, como si fuerais alocadas muchachuelas? ¿No es una indignidad que alimentéis con el morboso cuidado con que la ramera a su predilecto, el más bajo de los egoísmos, residuo ancestral de la caverna, y por ello, obstáculo monstruoso interpuesto en el camino que la humanidad quiere seguir?

El espectáculo de la innoble lucha entre cualesquiera hombres, es triste y repugnante. Pero el de la lucha entre los cultos, pone amarguísimas desesperanzas en el alma, y ante la idea del progreso del hombre, una punzante interrogación.

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  Edición de José Luis Mora
Badajoz 1998, páginas 240-243