Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

Un momento de angustia en la historia de la humanidad
Ante la «Paz del odio»
La Tierra de Segovia, 17 mayo 1919, página 2

 

Ante el tratado de paz que pretenden imponer a Alemania, vencida, aislada y hambrienta, la orgullosa multitud de sus vencedores de ocasión, el mundo calla. Ni los socialistas de las naciones aliadas y asociadas, ni la libre Prensa de los pueblos neutrales se atreve a protestar con energía.{1} Antes, la estupefacción por la guerra; ahora, la cobardía frente al vencedor. Como lo que más nos interesa es nuestra España, por españoles y por ser España la única gran nación –no en bélica potencia, sí en todo lo demás– que ha sido neutral hasta el fin, a España nos referimos.

La noble pluma de un viejo maestro, siempre joven, el Sr. Ortega y Munilla, fustigó en tiempo oportuno la falta de hidalguía de esta tierra de hidalgos, cuando Ayuntamientos y greyes populares, indignos políticos y periódicos interesados, o ligeros, festejaban con servil adulación a los vencedores de la mundial contienda. ¡Había triunfado el Derecho, la Libertad, la Justicia y la Civilización!

Horroriza pensar qué armisticio y qué paz habrían dictado las naciones triunfantes, si no llegan a pelear por el Derecho, la Libertad, la Justicia y la Civilización.

Yo, que a raiz de firmarse el armisticio, había escrito unos artículos impublicables, no sólo por malos, como míos, sino por otras causas, felicité de todo corazón al maestro, que me consolaba del dolor producido por aquellos pseudo-españoles, adoratrices del éxito; que si el español representa algo en el mundo, es su viril rendimiento a la razón práctica, su idolatría de la diosa Temis, a quien, si alguna vez vuelve la espalda, es para ponerse de parte del caído, así sea un galeote.

Y no era un galeote el caído. Era un gran pueblo; el pueblo más culto del orbe; el primero en el aprovechamiento de las fuerzas naturales; el primero en el tributo rendido al saber científico; el primero en la instrucción popular; el primero, al menos históricamente, en las instituciones protectoras del trabajador; el primero en la disciplina, y la instrucción y el armamento de sus milicias, cosa altamente plausible mientras haya ejércitos; sólo estaba atrasado, según nuestra manera de pensar, falible siempre, en la constitución de su poder político. Y por esto, por si su Emperador tenía más o menos facultades, por discutible cuestión política, más discutible, si se atiende, en cada caso, a circunstancias de historia, tradiciones, carácter y costumbres de los pueblos, por esto se han creído obligados a ser germanófobos rabiosos casi todos los izquierdistas españoles; casi todos, porque hay germanófilo que desdeña, por fósiles, las ideas políticas de muchos, que se creen cándidamente en la izquierda, por no haber arrancado las hojas del calendario desde el 3 de febrero de 1873.

* * *

El caso de ahora es peor que el censurado por Ortega y Munilla. Ahora es cobardía individual y colectiva, de arriba y de abajo ante el tratado de paz (!) que pretenden imponer a Alemania las potencias vencedoras, furiosa jauría sobre una víctima exangüe.

El armisticio fue una crueldad inútil. El tratado de paz es una crueldad de usurero. ¡Oh, la noble Francia! ¡Oh, la liberal Inglaterra!

Los teorizantes de la novísima justicia, legitiman todos los horrores del armisticio y del tratado con la peregrina afirmación, exhausta de seriedad científica, cuando no de honradez, de que Alemania, sólo Alemania fue la culpable de la guerra.

Y aunque lo hubiere sido, no es de conciencias rectas ni de nobles pechos vengar en un pueblo, si no del todo inocente, purificado por la revolución (?no es esto, izquierdistas?) las culpas de sus antiguos directores. Y aunque también el pueblo fuera, todo él, culpable de todo y culpable casi único, ¿hemos de estimar como justo castigo la evidente venganza apasionada? ¿No iba a abrirse ahora la quinta Edad histórica, que sería la Edad de la Justicia, el Derecho y la Paz?...

Y nadie protesta contra la paz del odio, como nadie se indignó ante el cruelísimo armisticio, a consecuencia del cual han muerto de hambre –acabada, en realidad la guerra –cientos de miles de súbditos germanos, según afirma el conde Rantzau, y según temieron, desde luego, cuantos tenían un mediano criterio y algo de corazón.

Algunos periódicos –El Imparcial entre ellos– han expuesto sus disconformidad con las condiciones del tratado. Insinúan otros, en breves comentarios a la prosa informativa del momento una melancólica sonrisa, la escéptica sonrisa de quien creyó una vez en el triunfo de la humana virtud y ve luego lo excesivo de su crédula esperanza. Pero todo muy correcto, muy mesurado, sin viveza y sin pasión.

Y es el sentimiento de justicia y de humanidad, y es el dolor por el retardo del humano progreso, que el tratado de paz significa, el que debe hablar, el que debe gritar, el que debe rugir de indignación.

¿Qué importa que no nos oigan? No hay desiertos para la predicación de la verdad, mientras haya sobre el haz de la tierra, o exista en los límites de lo futuro un oído que escuche, o unos ojos que puedan leer. Y había de faltar esto, y la conciencia del predicador bastaría para suplir la ajena sanción. Se edificaría a sí mismo, obteniendo ya con ello su óptimo fruto.

Si quien alza un brazo al cielo, puede creer que ha influido en los movimientos planetarios ¿cómo no atribuir alguna influencia moral, todo lo pequeña que se quiera, a las palabras buenas?

La semilla «del sembrador» que cayó en el camino, aprovechó a los pájaros que la comieron; y aun la que se escondió en el pedregal contribuye con los ácidos desarrollados en su descomposición a disgregar una molécula de roca, ¿Y no constituyen estas moléculas el suelo que da el pan?

Y sin esto. Una prueba, directa e inmediata, de la sustantividad del mundo moral tengo yo ahora mismo en la necesidad imperiosa que he sentido de decir mi palabra en esta magna cuestión de la paz. ¡Mi palabra! ¡la palabra del último de los escritores desconocidos, estampada en efímera hoja, que ve la luz en una ciudad de tercer orden de una potencia casi impotente!... Y sin embargo, yo sé que faltaría a mi deber, si no procurara decirla.

* * *

Y ya está dicha: Con toda la fuerza de mi alma, yo protesto de esa paz del odio y la venganza, que no será paz, sino guerra sorda, con su negro séquito de hambre, ruina y dolor, o universal desquiciamiento en que las pasiones ocupen el lugar de la razón y el capricho suplante a la ley yo protesto de que los jefes de las naciones que han consagrado sus banderas al Derecho, la Libertad y la Justicia lancen en el terreno ardiente y húmedo de una tierra renovada por la sangre propicia a la fertilidad de vegetaciones fecundas, esa semilla de muerte; yo protesto de que sea impelida la humanidad civilizada a dar un salto atrás en la cultura, que es nobleza, magnanimidad, comprensión, amor.


{1} Hecho este artículo, nos enteramos, con grandísima satisfacción, de que los socialistas franceses protestan noble y virilmente contra las condiciones de esa paz, que arruinará a Alemania.

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  Edición de José Luis Mora
Badajoz 1998, páginas 235-238