Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

A la Liga de Contribuyentes
Tarde y...

El Heraldo Granadino, 29 y 30 junio 1899

 

No sabemos si con daño. Puede que sí. De lo que estamos completamente convencidos es de que las clases productoras se han acordado de Santa Bárbara, no al tiempo de tronar, después que la tormenta ha hecho cuanto debía. Ahora se acuerdan que podíamos pasarnos sin muchas cosas...

Han perdido el tiempo lastimosamente –hablamos en el terreno político–, que en el privado, ya sabemos que perder el tiempo y tener dinero son términos antagónicos, entretenidos, cuando echaban sus ratos de ocio a política, en intervenir más o menos directamente en ese asqueroso y ridículo mangoneo a que llamamos caciquismo y en echar pestes de los partidos republicanos, arrugando el entrecejo con gravedad entre infantil y tribunicia, cuando se les nombraba a los directores de esos partidos.

Creían esas clases que, mientras ellas fueran viviendo, por aquí no pasaba nada.

No veían, o no querían ver, que la patria iba deshaciéndose en manos de los políticos de la Restauración. No se enteraban de que la Hacienda nacional se iba desacreditando en el extranjero; de que los caudales votados por las Cortes para Marina se perdían, sin que salieran luego a la superficie del mar en forma de buenos barcos de guerra; los leían los estados de fincas rústicas, pequeñas, por supuesto, embargadas por la Hacienda para satisfacer contribuciones; no fiscalizaban la administración colonial, ni atendían al clamoreo de la Prensa y a las voces elocuentes alzadas en el Parlamento, en demanda de reformas que contuvieran el desastre que nos amenazaba.

Y mientras unos –los más afectos a la política– iban a las Cortes a desempeñar el triste papel de borregos ministeriales y a ahogar, con ridículos e incultos alardes de un monarquismo anacrónico, las voces elocuentes y sinceras, descargadas al paso de una lógica incontestable, como formidables mazas, sobre el régimen que padecemos; hacían los otros –los más apartados de la alta política– frívolos alardes de no entender de esas cosas, de no mezclarse en la gobernación del Estado. ¡Como si la política no importara a todo el mundo! ¡cómo si fuera una ciencia especial, una curiosidad semejante a la arqueología o a la numismática! ¡cómo si la gobernación de todos no importara a cada uno! ¡cómo si de la peor o mejor administración de la cosa pública no dependiera el orden, la libertad, la riqueza en el interior; la paz, la independencia y el respeto, en cuanto a lo exterior.

Miraban el presente, para ellos bonancible; no preveían el porvenir, por su punible desidia para todos bochornoso y miserable.

En su ciega enemiga contra los republicanos no notaban en ellos sino sus intestinas divisiones y personales defectos; sin cuidarse poco ni mucho de que tenían soluciones para todos los conflictos, programas para todas las necesidades, ideas para todos los problemas, y sin querer reconocer que entre sus hombres había algunos y aún quedan otros, que, por sus condiciones de carácter, por la alteza de sus miras y por el prestigio de sus nombres valían y valen más, mucho más, que todos los jefes, subjefes y contrajefes monárquicos juntos, con sus correspondientes mesnadas de analfabetos y niños góticos.

Procediendo con estupenda injusticia –no queremos creer que fuera maliciosa, pero nadie la librará de ofuscada– deducían que, pues la República no había hecho en once meses nada de notable, jamás lo haría.

Item más. Le inculpaba el desorden entonces reinante, sin querer considerar que de las tres guerras que se sostenían, dos la habían dejado en herencia los monárquicos y a la tercera contribuyen solapada y astutamente; y sin atender a hechos notables, como la cuestión del «Virginia» con los Estados Unidos realizados con mayor honra que en tiempos más prósperos otros análogos por los monárquicos.

Vino, por fin, la catástrofe. Y de un lado ponen el grito en el cielo contra «los políticos» y de otro lado, se exculpan de las desgracias patrias diciendo «que no han sido políticos».

¡Cómo si eso fuera posible, no en ellos, personas de influjo social, en ningún ciudadano; pues el más abstenido, el que ni sale de su casa en los días de elecciones, también influye, también vota; vota con su silencio, a lo que salga, se une a priori con la mayoría. Como si las leyes dejaran de ser dictadas, como si la vida política nacional se suspendiera por la abstinencia de uno, ni de mil, ni de todos. Lo que sucede con la indiferencia política, cuando esta indiferencia es general, es que, asumida la dirección de la «cosa pública» por unos cuantos, se va estableciendo una aristocracia con tendencias –por las jefaturas políticas indiscutibles– a la autocracia, alternada, merced al turno más o menos pacífico de los partidos gubernamentales.

Y como a tal resultado se llega por la corrupción de un principio de gobierno –el principio democrático– como ese absolutismo no es verdadero absolutismo, reúne a los inconvenientes de este sistema, los gravísimos inconvenientes de tener que guardar las apariencias del opuesto, satisfaciendo, a costa de la nación, la concupiscencia de subalternos políticos y administrativos; o, lo que es igual, creando a guisa de necesario apoyo, el caciquismo y la burocracia.

Caciquismo y burocracia entrelazados, formando el cordón de una red inmensa, extendida por todo el territorio nacional; deprimiendo el espíritu público, ahogando nobles impulsos privados, contrariando legítimos derechos; red que tiene en las capitales de provincia sus nudos y en la capital de la monarquía su cabo y dirección, del que tira a su capricho el autócrata de turno.

Y esto sucede con mayor motivo y en mayor escala, cuando hay que sostener un régimen sin arraigo en la conciencia nacional; cuando hay que defender, frente a contradictores dinásticos y partidarios de otros sistemas, una institución que a nadie interesa, más allá de sus conveniencias particulares; un principio convencional y falso, que a nadie convence; un poder que nada puede de por sí.

No se fijaron tampoco esos distraídos de la política en que la forma republicana por la amplitud de sus bases se adapta a todo; caben en ella desde una república unitaria y conservadora, con culto oficial y numeroso ejército, hasta una república federal y socialista; la cual forma, por esa plasticidad suya, que brinda a la propagación de todos los ideales y a la defensa de todos los intereses, sobre ofrecer garantías de que la voluntad nacional se cumpla, impide de la desconsoladora y quizá mortal ataxia que padecemos.

¿Temían, quizás, las consecuencias de la lucha? Quien tiene razón nunca teme. ¿Los alborotos de la proclamación del nuevo orden? ¿Y quien les dice a ellos que habría de haberlos? Según como se preparan las cosas, así resultan.

Han pecado de ignorancia. Es lo más que podemos concederles. Creyendo que la política consiste en saber los años que cuenta Sagasta, los nombres de los ministros, la frase de Romero en el último torneo parlamentario; la última puñalada florentina de Silvela, los tiros que se dieron el periodista Fulano y el político H., hacían bien en no ocupar su memoria con semejantes pormenores. Pero no sospechaban –¿lo sabían? peor para ellos– que la política es una ciencia sublime y un arte genial, que requiere el concurso de todos, si ha de realizar en regulares condiciones de éxito.

Y ahora, al consumarse la ruina de la patria, merced al desahogado hacer de unos y al cómodo dejar hacer de otros, ahora, que por una naturalísima secuela de lo acontecido, los gastos del Estado aumentan, sin reducción posible, dentro del régimen que impera, se revuelven airados contra la negra fatalidad que amenaza sumir en eterna noche... para dar media vuelta, y caer en esa misma noche oscura y eterna.

¿Qué significa, si no, el siguiente párrafo de la circular de la Liga de Contribuyentes?

«Si no hay voluntad de parte de los poderes para remediar la bancarrota de la nación, tampoco debe haber voluntad de parte de los nacionales, para conjurar la quiebra de la Hacienda. Españoles, sí, pero europeos. Ser solventes, obtener el equilibrio de los presupuestos a estilo de nuestros vecinos tranfetanos... con un horizonte espiritual y físico que se encoge más y más a cada hora que pasa; ser solventes a este precio, repetimos, mantener la independencia económica a costa de todas las demás, duélenos decirlo, pero no nos traería cuenta; preferiríamos «los beneficios de la insolvencia». Si no hay virtud en una revolución para hacer compatible la condición de hombres libres y europeos con la condición de solventes, o, teniéndola esa revolución no sobreviene a tiempo, el problema español no tiene solución más que en la sepultura.»

¡El eterno laisez faire nacional! Si no viene una revolución...,&c. ¿Y por qué no viene? ¿De dónde ha de venir? ¿Quién la va a traer? ¿La Providencia?

¡Ah!, no, señores de la Liga. Tenemos el deber de procurar con ansia, con el ansia del que se ahoga, el remedio más eficaz de nuestros males, el mejor expediente para salir del abismo en que hemos caído de cabeza.

Pero tenemos el deber sacratísimo, deber impuesto a toda conciencia honrada por la severa moral de las cosas, por la lógica incontrastable de los hechos, de buscar ese remedio en las entrañas mismas de la patria.

Europeos, sí, pero españoles, deberíais haber dicho. Solventes, sí, pero españoles y europeos.

¿Que cómo se logra esto? A encontrar la solución estamos obligados. Estos son los términos del problema: ser españoles y europeos; ser solventes y ricos.

Europeos y solventes y españoles. Eso hay que ser. Si no somos españoles, no seremos europeos tampoco.

¡Pues, qué! ¿Cabe suprimir la nacionalidad, decretar la muerte de la patria, realizar un suicidio colectivo, ni aun con el consentimiento tácito o expreso de todos los ciudadanos –que como no constituyen la patria, pues la patria es algo más que una suma de voluntades y de individuos en un momento dado, cometerían un latrocinio–, cabe hacer eso, sin experimentar las terribles consecuencias que trae aparejada toda violación de las leyes universales, todo crimen, todo delito, toda falta?

¿Y no es una ley universal que el individuo se considere como miembro de la colectividad a que pertenece?

Y la más amplia colectividad a que cada español pertenece, ¿no es la nación española?

No queremos calumniar a los señores de la Liga, suponiéndolos reos del delito de la patria, ni en intento, ni en proyecto, ni de la manera más remota posible. Aludimos ahora, por una asociación de ideas provocada por las pesimistas del Manifiesto, a ciertas frases, escuchadas por ahí a cuatro desdichados.

Ciertas cosas no deben discutirse. Como el católico no discute a su Dios y como el soldado no discute a sus jefes sin que sobrevenga allí la herejía, aquí el desorden, no puede el ciudadano discutir a su patria, sin disminuir en algo la integridad de la patria discutida, que es último caso disminuir la propia integridad suya. La patria somos nosotros mismos. La patria es, en lo exterior a nuestra persona, el aire que se respira, la luz que nos envuelve, el suelo que nos sustenta, la poesía emanada de toda la naturaleza a nuestro alrededor, que se filtra por nuestro organismo y empapa nuestro corazón, y, ya en este y dentro de nuestro ser, el lenguaje con que se piensa, lenguaje aprendido de nuestra madre, oído a nuestros hermanos, perfeccionado en la lectura de los poetas que han ido reflejando la vida que nos antecedió, de los pensadores que empujaron a las sociedades a prepararnos una vida más amable que su vida; lenguaje salpicado de las palabras épicas de los héroes que con su sacrificio fundaron y conservaron esta patria... tanto más querida por algunos de sus hijos, cuanto más han procurado deshonrarla y ese envilecimiento, vivir satisfechos e impasible otros hijos destacadísimos, indignos de conocer siquiera el nombre sacrasanto de su patria; y con este lenguaje, de semejantes elementos formado, y con la sangre transmitida de progenitores ilustres de generación en generación, digan cuanto quieran novísimos comentadores de nuestra honrosísima Historia, el recuerdo del pasado, que es impulso del vivir, y la esperanza de lo que vendrá, única finalidad sublime de la vida; y de todos para todos, ligándonos con múltiples hilos, de inquebrantable naturaleza, aunque de variadísimo enlace y posiciones distintas, las leyes, las costumbres, las creencias; y, sobre todo y por encima de todo, ese mismo amor a la patria; amor que, sin necesidad de concretarlo en pormenores ni de referirlo a tiempo y espacio determinados, dentro de la Nación, es por sí solo, por esa virtud maravillosa de lo sublime inconsciente, el más sólido fundamento de la patria y la más poderosa razón de la existencia nacional.

Negar a la patria es reducir el horizonte exterior y el interior horizonte a límites puramente personales.

Es la más concentrada fórmula del egoísmo. Y, como toda exageración lleva en sí el germen de su propia contrariedad, negar a la patria es negarse a sí propio.

¿Qué iríamos ganando?, –preguntamos nosotros puestos ya a discutir lo indiscutible– ¿qué iríamos ganando con la intervención extranjera? –Porque suponemos que «los beneficios de la insolvencia» a que alude la Liga, tendrán que empezar por ahí.

Pueblo que llega a ese extremo, que ha probado su componencia moral para regenerarse, la debilidad más supina de sus condiciones de carácter, la relajación más completa en la solidaridad de comunes intereses de sus miembros, la mayor ausencia de cohesión entre las energías sociológicas, la absoluta desorientación de su sentido político; pueblo, en fin, que ha demostrado cumplidamente su inferioridad ¿va a igualarse a los demás, va a ascender en la escala de perfeccionamiento colectivo, por la sola virtud de la intervención extranjera? ¿No será este un motivo, mejor dicho, una causa eficiente de depresión nacional aparte de la ya experimentada en el espíritu de cada español, y, por tanto, en el espíritu público?

Cualesquiera que sea la teoría sobre las nacionalidades, lo cierto, lo real, ahora y por mucho tiempo es que la patria se nos da hecha. Es para nosotros una realidad; y los conceptos y amores referentes a ella, son elementos a influir en nuestra actividad interior, y, por tanto, en nuestras determinaciones exteriores.

Hay entre el individuo y la sociedad en que vive –y no puede negarse que la sociedad nacional, los habitantes del territorio patrio forman uno de los constituyentes más esenciales del concepto de nación y de patria –una doble corriente de influencia. Y como el conjunto de energías resulta un producto y no una suma de las energías particulares, por el impulso que estas reciben de las acumulaciones históricas –organización política, administrativa y económica, capital, inventos, &c.– resulta que cada unidad de fuerza recibida por la sociedad, es multiplicada mil veces y devuelta al individuo en forma de protección, instrucción, artes, costumbres, &c.

Y esas energías, devueltas a los individuos por la sociedad, no son meramente físicas, materiales, externas, –que nada hay preciso y exclusivo en lo humano;– son también excitaciones morales, corrientes eléctricas de entusiasmos colectivos, de esperanzas comunes, de sugestivos sacrificios, de contagiosas simpatías.

Claro es que, interpuesto entre el Estado –concentrado de energías sociales para dirigirlas al bien común por medio del cumplimiento del derecho– y la sociedad como conjunto de individuos, o de otro modo más claro, entre el gobierno y los particulares, un cuerpo extraño– intervención– obra este a manera de interruptor de corrientes morales.

Y en cuanto a los intereses puramente materiales, se nos ocurre preguntar: La intervención extranjera ¿vendría caritativa y graciosamente a salvar nuestra Hacienda, limitándose a cobrar los cupones de sus nacionales y arreglando todo lo demás, o no arreglaría nada, limitándose a cobrar equitativamente?

¿No tendría trascendencia en la extex nacional de España, obligándonos a compromisos funestos para el porvenir?

¿No influiría tampoco en la política interior manteniendo un statu quo ruidosamente?

¿De qué manera influiría en la confección de Aranceles o celebración de Tratados de comercio?

¿Favorecería las industrias particulares? ¿Cómo y por qué? ¿O la perjudicaría más bien, obligándola a aceptar una compenetración ruinosa?

Se puede uno acordar de Portugal en este respecto y en los demás del cuestionario –que si allí no han tenido los ingleses intervención legal, la han ejercido grandísima en el terreno extralegal– o se convertiría España, por obra y gracia de la intervención en una nueva jauja?

¿Es que se quiere otro género de influencia? Acordémonos de Marruecos, de Turquía, de Egipto. ¡Qué prosperidad la de esos países!

¿Se quiere aún más? ¡Oh, Polonia felicísima!

Pero no. ¡Si esto no puede discutirse! ¡Si esto pugna con la razón, con el sentido común, con la experiencia, con los sentimientos más caros del corazón, con los dictados más imperativos de la conciencia, con los impulsos más inconscientes y con los actos más libres de la voluntad!

Si no hemos sabido constituir un pueblo honrado, trabajador y rico, no por eso hemos de precipitarlo a la infamia, a la esclavitud económica..., a la miseria colectiva.

Soportemos las consecuencias de nuestras culpas, que son culpas de todos; pero que si a repartirlas fuéramos, no le tocaría escasa parte a esos señores que hoy lo lamentan.

No, señores de la Liga. Hay que trabajar, ya que tan poco hemos trabajado, por el bien de la Patria. Hay que sacrificarse, si necesario fuere, por su independencia, ya que por ella nunca hemos nosotros peleado. Hay que ser buenos hijos.

¿Es necesario variarlo todo? Pues se varía. ¿No se puede? Pues paciencia, gran virtud cristiana.

Blas J. Zambrano

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  Edición de José Luis Mora
Badajoz 1998, páginas 82-89