Memorias de Fray Servando Teresa de MierJosé Servando de Mier Noriega y Guerra

Alfonso Reyes

Prólogo a las Memorias
de Fray Servando Teresa de Mier

 
La presente edición

Entre las obras del publicista mexicano Dr. José Eleuterio González, publicóse una Biografía del Benemérito Mexicano D. Servando Teresa de Mier y Noriega y Guerra, Monterrey, imprenta de José Sáenz, 1876, que fue reimpresa también en Monterrey, tipografía del Gobierno, en Palacio, a cargo de José Sáenz, en 1897. La obra contiene todo el material de la Apología y relaciones de la propia vida de Mier escritas por éste; y, además, a guisa de prólogo y epílogo, un breve estudio y noticias biográficas complementarias de mano del Dr. González, que han sido ya aprovechadas por los biógrafos posteriores. En la Antología del Centenario, tomo I, segunda parte, se reprodujeron (páginas 425-487) los capítulos I, IV y V de las relaciones de Mier.

En la presente edición de la Casa Editorial-América reproducimos, sobre la primera de Monterrey de 1876, la Apología y relaciones escritas por el mismo Mier, y suprimimos las páginas complementarias escritas por el Dr. González. Aprovechamos asimismo –y las seguimos puntualmente en mucha parte– las noticias bibliográficas de Rangel en la Antología del Centenario, añadiendo algunas por nuestra cuenta. [viii]

Biografía de Mier

Nació en Monterrey, capital de Nuevo León, el 18 de Octubre de 1765, y murió en México el 3 de Diciembre de 1827. Descendía por línea paterna de los duques de Granada y de los marqueses de Altamira, y por la materna, de los primeros conquistadores del Nuevo Reino de León. Comenzó sus estudios en su tierra natal, y a los diez y siete años –no sin vacilaciones– recibió, en la ciudad de México, el hábito de Santo Domingo. Siguió su carrera en el colegio de Portacaeli, recibió las órdenes menores de subdiácono y diácono, fue regente o maestro de Estudios, y, al fin, habiendo profesado el sacerdocio, era lector de Filosofía del convento de Santo Domingo, y doctor en Teología, a los veintisiete años, con fama de gran predicador. Predicó en las honras fúnebres de Hernán Cortés (solemnidad anual del Ayuntamiento de México) en 8 de Noviembre de 1794, y el 12 de Diciembre del mismo año, a presencia de virrey y arzobispo, pronunció el célebre sermón sobre la Virgen de Guadalupe, de que arrancan sus infortunios. El arzobispo hizo predicar nominalmente contra el joven teólogo, que a poco fue aprisionado y procesado; se retractó «por no poder sufrir más la prisión», y no contento el arzobispo, hizo publicar en las iglesias un edicto en su contra, y le desterró por diez años a la Península, con reclusión en el convento de las Caldas, cerca de Santander, perpetua inhabilitación para enseñar, predicar y confesar, y privación del título de doctor. Conducido a Veracruz entre guardias, permanece enfermo de fiebre en la fortaleza de San Juan de Ulúa durante dos meses, y se hace a la mar en la fragata La Nueva Empresa, que llega a Cádiz en 1795. Encerrado en las Caldas, se fuga y es reaprehendido, y se le recluye en el convento de San Pablo, de Burgos, hasta [ix] fines de 1796. Viene a Madrid, pidiendo justicia del Consejo de Indias; se le ordena pasar a un convento de Salamanca; se desvía en el camino, y, preso nuevamente, es encerrado en el convento de franciscanos de Burgos; de donde se escapa con fortuna y se refugia en Bayona, viernes de Dolores de 1801, vísperas de la célebre disputa con los rabinos, de que da noticia en sus relatos. En Bayona conoció a Simón Rodríguez, maestro de Bolívar, el Libertador. De allí, a Burdeos y a París, donde conoció al historiador Alamán, y donde, asociado a Simón Rodríguez, abre una academia de español, para cuyos estudios tradujo, dice, la Atala, que fue impresa bajo el seudónimo de Rodríguez («Samuel Robinsón»). ¿Sería la traducción en realidad obra de Mier o sería de D. Simón Rodríguez? Cierta disertación sobre Volney le atrae las gracias del gran vicario, quien le encomendó la parroquia de Santo Tomás, rue Filles de Saint-Thomas, que hoy ya no existe. En 1802 parte para Roma, y el 6 de Julio del siguiente año, el Papa le concede la secularización, con algunos honores. A pesar de lo cual, vuelto a España, es reaprehendido en Madrid por una sátira que, en defensa de México, escribió contra el autor del Viajero Universal. Y es transportado a los Toribios de Sevilla en 1804, de donde escapa en 24 de Junio, para ser reaprehendido en Cádiz y vuelto a su prisión. Se fuga y vive tres años en Portugal, donde Lugo, el cónsul español, lo hizo su secretario, y donde recibe el nombramiento de prelado doméstico de Pío VII, por la conversión de dos rabinos. En 1809, cuando la guerra de independencia en España, Mier es cura castrense y capellán del batallón de voluntarios de Valencia. En Belchite, los franceses le hacen prisionero; se fuga, como era de esperar, y el general Black pide para él una recompensa de la Junta de Sevilla. En 1811 la Regencia de Cádiz le concede una pensión anual de 3.000 pesos sobre la mitra de México, que no le es posible aceptar por ciertas incompatibilidades. Parte a Londres, conocido el levantamiento de Hidalgo, para propagar la [x] idea de la independencia mexicana. Su estancia en Londres es otro de los momentos capitales de su vida: allí se comunica con Blanco White, espíritu de mayor alcance, aunque hombre de menor eficacia; allí conoció tal vez a Mina el Mozo, y entre los refugiados de España pudo ejercer ese dominio de los hombres que han probado la suerte. Él persuadió a Mina, él le acompaña en su expedición de 1817, y queda preso de los realistas en la rendición de Soto la Marina. Son poco leídas las Memorias de W. D. Robinson. De ellas tomo la descripción siguiente:

«Fueron llevados (los prisioneros) a Veracruz por el largo rodeo de Pachuca, a veinticinco leguas de la ciudad de México. Aunque iban a caballo, el peso de los hierros, lo largo de las jornadas, la falta de alimentos sanos y el calor bochornoso les produjeron enfermedades y una extraordinaria debilidad. Algunos se desmayaban en el camino, y era preciso atarlos con cuerdas al caballo; otros deliraban y pedían la muerte a gritos; los restantes eran conducidos como un rebaño, y, al fin de la jornada, alojados en sitios estrechos y llenos de inmundicia. No se les daba sino una escasa ración de malísimo alimento, que apenas podía sostener la vida. Siguióse a esto una debilidad mortal, y como no les era posible tener descanso, ya no les era dable soportar el peso de las cadenas. Pocos hubieran sobrevivido, si no hubiera sido por la humanidad de los habitantes.»

Mier, conducido a la capital, sufrió una caída y se fracturó el brazo derecho. En México le esperaban los calabozos de la Inquisición; «ocurrencia notable –escribe el general Tornel–, porque fue, sin duda, el primer religioso dominico que los habitó». El 20 de Mayo de 1820, al disolverse la Inquisición, no habían dado fin al proceso de Mier, quien, señalado como enemigo peligroso, fue enviado a España en el mes de Julio y embarcado en Diciembre. Pero no podía faltar a su hado, y en la Habana logró fugarse, pasando a los Estados Unidos, donde permaneció [xi] hasta el mes de Febrero de 1822. México era ya independiente. La suerte de Mier quiso que éste, de regreso a México, todavía cayera en poder del general Dávila, en San Juan de Ulúa, de donde al fin pudo sacarlo el primer Congreso Constituyente. Mier era diputado por su estado natal. Cuando, en Junio, logra llegar a México, Iturbide se había declarado emperador. Mier, en audiencia personal, censura su conducta. El 28 de Agosto es aprisionado con otros diputados, sospechosos de conspiración contra el imperio. El 11 de Febrero de 1823 lo liberta la sublevación republicana. El 13 de Diciembre de 1823 pronuncia en el Congreso su discurso «de las profecías», en que mantiene la necesidad de un Gobierno republicano central, o al menos de federalismo templado{1}. El primer presidente, Guadalupe Victoria, le da alojamiento en el Palacio Nacional, y vive en adelante de la pensión del Estado. «El presidente Victoria –cuenta Tornel– escuchaba con mucha paciencia sus impertinencias»{2}.

La vida de fray Servando aparece bajo una luz fantástica. Su muerte también. El 15 de Noviembre de 1827, seguro de su próxima muerte, convida personalmente a sus amigos para el Viático, que recibiría al día siguiente. El Viático le fue llevado entre honores militares, colegios y comunidades y multitudes de pueblo. Ofició el ministro de Justicia Ramos Arizpe, y Mier tuvo todavía tiempo de hacer un discurso en defensa de su vida. Estos hombres simbólicos, como Mier, como Blanco White, como Newman, en quienes –en una o en otra forma– se opera la crisis de las nuevas ideas, escriben siempre apologías de su vida, y mueren con la inaplacable angustia de no haber sido bien comprendidos. Mier falleció el 3 de Diciembre, a las cinco y media de la tarde. El general Bravo, vicepresidente de la República, presidió su duelo. [xii]

Bibliografía

1. Sermón sobre la Virgen de Guadalupe, pronunciado en 12 de Diciembre de 1794. Publicólo J. E. Hernández y Dávalos en su Colección de documentos para la historia de la guerra de la independencia de México, III, México, 1879. (En la Biblioteca Nacional de París existe un manuscrito que contiene una censura de este sermón: Collec. Goupil-Aubin, núm. 72, II, pág. 434, núm. 270: Critique d'un sermón sur Notre Dame de Guadalupe et divers autres sujets (1794-1795).

2. Proclama de los valencianos del ejército de Cataluña a los del ejército de Valencia, Valencia, Monfort, 1811. – Cítalo J. M. Beristáin y Souza en su Biblioteca hispano-americana septentrional, México, 1816-1821, artículo Mier (D. Servando). Imprimióse trunca «por haber variado las circunstancias», dice Monfort.

3. Cartas al Dr. Juan Bautista Muñoz sobre la tradición de Nuestra Señora de Guadalupe, escritas desde Burgos, año de 1797, México, imprenta de El Porvenir, 1875. Reimpresas en la Colección de Hernández y Dávalos, III, y también en el tomo IV, primera parte, de las Obras completas del Dr. J. E. González, Monterrey, edición del «Periódico Oficial», 1887.

4. Carta a El Español (periódico que publicaba en Londres Blanco White). Publicóse en el Semanario Patriótico y también en el número 6 de los Documentos para la historia del Imperio Mexicano, de Bustamante. Esta y otra carta a El Español fueron reimpresas en el tomo IV, segunda parte, de las Obras completas del Dr. J. E. González, Monterrey, 1888. Mier las firma con el seudónimo «Un Americano». La primera va seguida de catorce notas y la segunda de doce notas, todas de mano de Mier. De estas cartas existe además una edición londinense. [xiii]

5. Historia de la revolución de Nueva España, antiguamente Anáhuac, o verdadero origen y causas de ella, con la relación de sus progresos hasta el presente año de 1813... Escribíala D. José Guerra, doctor de la Universidad de México, Londres, Guillermo Glindon, 1813, dos volúmenes. Perdida en un naufragio la mayor parte de la edición, quedan de esta obra escasos ejemplares: uno en la Biblioteca Nacional de México, otro en la de Guadalajara (México). Por los años de 1907 procuraron su reimpresión los alumnos de Historia Patria de la Escuela Preparatoria, siendo profesor D. Carlos Pereyra; pero los azares del tiempo hicieron fracasar el proyecto. «El inglés Walton –dice Mier– me robó la Historia de la revolución de México en sus Dissentions of Spanish America

6. Memoria político-instructiva, enviada desde Filadelfia, en Agosto de 1821, a los jefes independientes del Anáhuac, llamado por los españoles Nueva España, Filadelfia, Juan F. Hurtel, 1821. Reimpresa en México, Mariano Ontiveros, 1822.

7. Breve relación de la destrucción de las Indias occidentales presentada a Felipe II, siendo Principe de Asturias, por don fray Bartolomé de las Casas, de la Orden de Predicadores, obispo de Chiapa, Filadelfia, Juan F. Hurtel, 1821, 16.°, XXXV—165 páginas. En la primera hoja se lee: Discurso preliminar de doctor fray Servando Teresa de Mier, Noriega y Guerra. Esta publicación forma parte de la propaganda de Mier. Sobre su posición respecto a Las Casas y la introducción de negros en América, véase Alamán, Disertaciones, I.

8. Discurso que el día 13 de Diciembre del presente año de 1823 pronunció el Dr. D. Servando Teresa de Mier, diputado por Nuevo León, sobre el art. 5.° del Acta Constitutiva, México, Martín Rivera, 1823.

9. Discurso sobre la Encíclica del Papa León XII, por Servando Teresa de Mier, quinta edición, revisada y corregida por el autor, México, imprenta de la Federación, año 1825. [xiv]

10. Apología del Dr. Mier, con algunas relaciones de su vida. Es la obra que aquí se reimprime, y de cuyas circunstancias se da cuenta en el párrafo relativo.

11. A lo anterior habría que añadir la primera traducción al español de la Atala, de que él mismo nos da noticia en sus Memorias. No he podido hallarla en México, ni en París, donde se hizo. Acaso se publicó en edición escolar limitada.

Obras de consulta: W. D. Robinson, Memorias de la revolución de Méjico y de la expedición del general D. Francisco Javier Mina... escritas en inglés... y traducidas por José Joaquín de Mora, Londres, R. Ackermann, 1824, capítulo IV; obra reimpresa en París, J. L. Ferrer, 1888 (imprenta de L. Tasso Serra, Barcelona), cuya edición inglesa es de Londres, Macdonald and Sons, 1821. – El Sol, números 1633, 1640, 1650 y 1661, de Noviembre y Diciembre de 1827. – C. M. Bustamante, Cuadro histórico de la revolución mexicana, 1843-45, tomo I, páginas V y 1; tomo II, pág. 188; tomo IV, páginas 325, 356-7, 364-5; y del mismo, Diario Histórico, Zacateas, 1896, páginas 58-9, 376, 395, 412, 434 y otras. – L. Alamán, Historia de México, tomo III, páginas 64-5; tomo, IV, páginas 552, 568, 593 y 705. – J. M. L. Mora, Obras sueltas, tomo II, «Necrología de Mier». – Hernández y Dávalos, Colección de Documentos, tomo VI. – E. del Castillo Negrete, Galería de oradores de México en el siglo XIX, tomo I, capitulo I. – F. Pimentel, Novelistas y oradores mexicanos, capítulo XI. – J. E. González, Biografía del Doctor Mier (véase la nota sobre la presente edición). – A. Horta, Mexicanos ilustres, artículo Mier. – F. Sosa, Las estatuas de la Reforma, artículo Mier. – Anónimo (Dr. Orellana), Apuntes biográficos de los trece religiosos dominicanos que, en estado de momias, se hallan en el osario de su convento de Santo Domingo, México, 1861, artículo Mier. – Antología del Centenario, por Luis G. Urbina, Pedro Henríquez Ureña y Nicolás Rangel, tomo I, primera parte, páginas CLXIX a CXCVI del «Estudio preliminar», [xv] de Urbina, y tomo I, segunda parte, páginas 417 a 424 de la Biografía, Bibliografía e Iconografía escritas por Rangel. El «Estudio preliminar» de Urbina ha sido reimpreso recientemente en Madrid, 1917, en un in 8.° de 282 páginas, bajo el título, La literatura mexicana durante la guerra de la Independencia. – D. Genaro Estrada, de México, prepara un estudio sobre la vida y las obras de Mier, que aprovechará y mejorará seguramente lo que ya hay escrito.

Iconografía

En la citada Antología del Centenario, México, 1910, tomo I, segunda parte, pág. 424, dice Rangel:

«La familia de D. José María del Río posee un retrato al óleo del Dr. Mier. Este retrato ha sido reproducido varias veces: puede verse en el Álbum mexicano publicado por C. L. Prudhomme, México, 1843 (litografía de Thierry Frères, París), en la Galería de oradores de Castillo Negrete, tomo I, y en México a través de los siglos, tomo IV.

En el Paseo de la Reforma, de esta capital, se colocó en 1894 una estatua de Mier, en bronce, modelada por el escultor Jesús Contreras.

En el folleto Apuntes biográficos de los trece religiosos dominicanos, aparece una estampa litografiada de la momia del Dr. Mier.»

La época de fray Servando

En tres períodos puede dividirse la vida de fray Servando, claramente deslindados por la larga ausencia de su patria. [xvi]

1. Hasta 1795 es, en México, un precursor de la independencia, y entonces, como define Mora con su claridad habitual, «salió desterrado de su patria por haber procurado destruir, aunque no por el camino más acertado, el título más fuerte que en aquella época tenían los españoles para la posesión de estos países, a saber: la predicación del Evangelio». Su ansia de independencia, por una de esas traslaciones de conceptos que son tan frecuentes en la génesis de las ideas nacionales, cuajó en un extraño símbolo teológico, que hoy puede parecemos risible; que tiene –léase atentamente su apología– toda la traza de una feliz ocurrencia aceptada a última hora para improvisar un discurso original, y que, sin embargo, se apoderará de su espíritu hasta la muerte: «La Virgen de Guadalupe –mantiene Mier– había tenido culto en el cerro del Tepeyac, desde antes de la conquista, cuando Santo Tomás apóstol, bajo el nombre de Quetzalcoatl, predicó en México el Evangelio; la Virgen no está pintada en la capa del indio Juan Diego, sino en la de Santo Tomás»{3}.

Un día se emancipan las colonias. El sentido nacional es de creación interna, pero recibe también orientaciones de fuera. La gran revolución europea y la emancipación de los Estados Unidos aclararon las ansias de los americanos. Quien recorra la historia de nuestras revoluciones, desde el pronunciamiento de Cortés con que da comienzo la conquista, hasta las últimas persecuciones de extranjeros, inevitables en toda turbulencia civil, ve crecer, rectificándose y torciéndose, la idea nacional, como se miran correr las aguas de un río. Por la época en que abre los ojos fray Servando, la nebulosa comienza a resolverse. La expulsión de los jesuítas (1767), como todo remedio desesperado, causa mucho daño. Con ella se corta esa [xvii] tradición retórico-humanística que vio nacer el siglo XVIII, y cuyas principales figuras son Abad y Alegre. Pero, sobre todo, ya es posible una revolución, porque ya son varias las clases descontentas; ya hay quien dirija y quien ejecute: la población blanca mexicana se ha diferenciado de la española, y prohija las reclamaciones del indio. Hay extrañas conspiraciones, cuyos pormenores se pierden en el dédalo de la administración colonial, e incongruentes estallidos de cólera: «la irritación y el furor sin saber por qué –escribe Mora– y en todas partes el lúgubre y terrible grito de mueran, mueran». Los descontentos contaban ahora con un aliado poderoso: el clero. El clero, a quien en Europa ya era posible desdeñar, pero no todavía en América. Y Carlos III no lo sabía. No era extraño que en la clase sacerdotal se educasen hombres como Mier y como Talamantes. En 1783, el conde de Aranda considera inminente la independencia de la América española, y la aconseja a Carlos III. En 1786, el virrey Gálvez observa una política ambigua y acaso separatista. La ingenua conspiración de los machetes debe interpretarse como un síntoma: desde el clero y la población blanca hasta el más obscuro proletario, todos quieren sublevarse, aun cuando no sepan bien lo que quieren. El día que las combinaciones de la política napoleónica sugieren el pretexto de ofrecer a Fernando VII un reino sin «mancha constitucional», el día en que un sacerdote congrega a vuelo de campana a la plebe hambrienta, se desata la guerra.

2. En el segundo período de su vida es fray Servando un desterrado. Como el Bolívar de Montalvo, este hijo del Nuevo Mundo corría la Europa poseído de una indefinible inquietud: «De ciudad en ciudad, de gente en gente: ni el estudio le distrae, ni los placeres le encadenan, y pasa y vuelve, y se agita como la pitonisa atormentada por un secreto divino». Su impulso revolucionario se rectifica y se depura en el ambiente europeo; nuevos sufrimientos fertilizan su mente; contempla a su patria desde [xviii] lejos –que es una manera de abarcarla mejor–, y la intensa atmósfera de Londres saca nuevos rayos de su voluntad. Es la época de las Cortes de Cádiz, es la época de Blanco White, cuya vida es una enseñanza y un reflejo vivo de los tiempos; su alma –dice de éste un biógrafo inglés–, era el campo en que el escepticismo y la fe libraban sus eternos combates. Viven los hombres de esta edad en una como perpetua crisis. Afortunados los que, como fray Servando, hallaron en la previsión de la patria una ley a cuya virtud sujetar las inarmonías y contradicciones de la suerte.

Entretanto, en México cunde la revolución. Las ideas de soberanía nacional emigran desde Cádiz, cuando ya hasta las clases más ricas, que son las más conservadoras, están en abierta competencia con el elemento español. Los últimos virreyes se escabullen entre compromisos y aprietos, y poco a poco el Acuerdo de oidores se hace representante de la idea española, y en el Ayuntamiento de México se incorpora la idea de emancipación. Y aquí la triste historia del licenciado Verdad. Cuando estalla la guerra definitiva, durante medio año se la puede seguir con facilidad, porque es continua y organizada. Después brilla como fuego fatuo, aparece y desaparece por mil partes a un tiempo; a veces dijérase que la han sofocado para siempre. Uno de esos fuegos fue la rápida e infortunada expedición de Mina, con la que volvió a su suelo el P. Mier. Y sólo la tenacidad de Guerrero, metido en sus montañas del Sur, parece una llama perenne. Cuando el fuerte brazo de Guerrero se gobierne por la inteligencia de Iturbide, la independencia quedará consumada.

3. Por diez años quiso desterrarle de México el arzobispo Núñez de Haro, y por más de veinte le desterró su fortuna. Su vuelta a México coincide casi con la consumación de la independencia. Mier representa entonces las primeras vacilaciones de la era constitucional. Él tan entusiasta, tan arrebatado, al parecer, da una nota de gravedad, de templanza: huye del error imperialista y también se [xix] aleja de los desenfrenos de la anarquía. A los que proponen desde luego la fórmula federal, les contesta con una claridad campesina que desconcertaba al crítico Pimentel: «Háganse bajar cien hombres de las galerías, pregúnteseles qué casta de animal es la república federada, y doy mi pescuezo si no responden treinta mil desatinos.» Y añade, refiriéndose a los Estados Unidos: «La prosperidad de esta vecina república ha sido y está siendo el disparador de nuestras Américas, porque no se ha ponderado bastante la inmensa distancia que media entre ellos y nosotros. Ellos eran ya Estados separados e independientes unos de otros, y se federaron para unirse contra la oposición de Inglaterra; federarnos nosotros estando unidos, es dividirnos y atraernos los males que ellos procuraron remediar con esa federación.» La gran locura y la gran cordura suelen avenirse paradójicamente: el predicador del 12 de Diciembre es el orador del discurso de las profecías. Su muerte señala el comienzo de una larga convulsión nacional.

Pero la opinión popular es un hecho como cualquier otro. Taine –que ha envejecido tanto– decía que un pueblo puede declararse por la forma de gobierno que más le agrada, pero no por la que más le conviene. Y ¿qué valor concederemos entonces al hecho político, innegable, de la preferencia popular? Los jacobinos, como ya les llamaba Mier, tenían también sus buenas razones. Estaba en lo justo Lorenzo de Zavala: la opinión general del país pedía federación.

–Pero, ¿qué casta de animal es la república federada?

De mitologías como ésta, oh fray Servando, se trama la vida política de los pueblos. [xx]

El recuerdo de fray Servando

Más de sesenta años vivió Mier, y la mitad de su vida la pasó perseguido. Para uno de los biógrafos, en bellas páginas que le dedica, la «inadaptación» del P. Mier comienza con los votos. «Para él –dice otro biógrafo– los votos eran impracticables, las tentaciones muchas...»

El Dr. Mora toca en lo vivo cuando dice que las persecuciones no sólo las sufrió con resignación y constancia, sino también con alegría. Algo como una alegría mística le acompaña en sus infortunios, y aprovecha todas las ocasiones que encuentra para combatir. Es ligero y frágil como un pájaro, y ofrece esa fuerza de levitación que creen encontrar en el santo los historiadores de los milagros. Usa de la evasión, de la desaparición, con una maestría de fantasma, y algo de magia parece flotar por toda su historia. Más de una vez el lector teme ser víctima de una mixtificación. Y eso acontece con los hombres de naturaleza elocuente: ¡se mueven con tanta agilidad, piensan tan de prisa, hablan y escriben tan fácilmente! Por eso el P. Mier descubría siempre la hora inaplazable de la fuga; por eso se asimila al instante lo que lee y lo que oye; por eso se compromete tan sin reparo; finalmente, por eso es un escritor ameno. ¡Qué inmenso caudal de alegría para conservar el gusto de escribir, tras el aburrimiento de las prisiones y los sobresaltos de la fuga! Pero es ley de nuestra lengua que la cárcel hace los buenos libros.

Y para que se vea lo contradictorio del hombre, recuérdese que W. D. Robinson habla de «su natural timidez»: ¡él, que era capaz de revolver una sinagoga! Recuérdese que Bustamante le pinta como hombre fácil de engañar: ¡él, que era tan malicioso a veces! «Soy también [xxi] sencillo –dice Mier–; me ha cabido esta pensión de los grandes ingenios, aunque yo no lo tenga.»

Bustamante, historiador ligero, suele ser testigo divertido. «El único crimen que había en Mier –dice– es fugarse, y éste lo era personalísimo e incomunicable a otros.» Cuando Iturbide quiere hacerse ungir: «El Padre Mier, para quitarle de la cabeza tan ridícula pretensión, le dijo que los ingleses habían hecho una caricatura en que pintaron a Pío VII ungiendo a Bonaparte, en actitud de mojar el hisopo en aceite; pero quien servía la ánfora era el diablo, y se leía en el vaso de óleo este letrero: Vinagre de los cuatro ladrones; mas nada de esto bastó: él se hizo ungir.» Más tarde (11 de Febrero de 1823): «El P. Mier charla en la Inquisición como una cotorra. Cuando se le dijo que de orden de su majestad imperial estaba comunicable, respondió: Dígale usted que ya sé todo lo que ha pasado; que se vaya al cuerno, que eso se llama tener miedo.» Otra vez el P. Mier se opone a que llamen Regencia a cierta Junta de gobierno, «porque ni había rey, ni permitiera Dios que lo hubiese». El 1.° de Abril de 1823 exclama Bustamante con satisfacción: «Ya tenemos Gobierno.» Y continúa: «Yo vi correr dos hilos de los ojos del P. Mier; tal escena me trastornó y me hizo recordar los torrentes que ha derramado este anciano venerable, por la gloria y libertad de un pueblo que tan justamente le adora.»

Con esta naturaleza sensible y contradictoria y esa vivacidad excesiva, el P. Mier habría sido un estrafalario, si las persecuciones no lo hubieran engrandecido y la fe en la Patria no lo hubiera orientado.

Fácilmente se le imagina, ya caduco, enjuto, apergaminado, animándose todavía en las discusiones, con aquella su «voz de plata» de que nos hablan los contemporáneos; rodeado de la gratitud nacional, servido –en Palacio– por la tolerancia y el amor, padrino de la libertad y abuelo del pueblo. Acaso entre sus devaneos seniles se le ocurriría sentirse preso en la residencia presidencial, y, [xxii] llevado por su instinto de pájaro, se asomaría por las ventanas, midiendo la distancia que le separaba del suelo. Acaso amenizaría las fatigas del amable general Victoria con sus locuras teológicas. Y de tiempo en tiempo, al acordarse de sus pasadas luchas, que eran la imagen de la Patria, temblarían en sus mejillas dos hilos de lágrimas.

En la historia de nuestras letras es tan señalado como en nuestra historia política. Su tierra natal no ha producido hombre más notable. En los buenos tiempos del doctor González, el Estado de Nuevo León conservaba todavía la imprenta de fray Servando.

Alfonso Reyes.

———

{1} V. algunos párrafos en F. Pimentel, Obras completas, V, México, 1904; 467 y sigs.

{2} México a través de los siglos, IV, 170 b.

{3} Sobre los orígenes de esta tradición consúltese J. García Icazbalceta: Carta acerca del origen de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, de México... al Ilmo. Sr. Arzobispo D. Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, 1883; publicada en México, 1896.

Memorias de Fray Servando Teresa de Mier

[Editorial América, Madrid 1917, páginas vii-xxii.]

Informa de esta pagina por correo
filosofia.org
Proyecto Filosofía en español
© 2010 filosofia.org
José Servando de Mier Noriega y Guerra
textos