Zeferino González (1831-1894)
Obras del Cardenal González
Filosofía elemental
Prólogos

«Fides... per scientiam gignitur,
nutritur, defenditur, roboratur.»
S. Agustín, De Trinit., lib. XIV, cap. 1º.

«Homo, dum credit, rationem non abnegat, quasi contra eam faciens,
sed eam transcendit, altiori dirigente innixus, scilicet, Veritate Prima;
quia ea quae fidei sunt, etsi supra rationem sint,
tamen non sunt contra rationem.»
Sto. Tomás, Comment. in lib. III, Sentent.
distinc. XXIV, cuest. 1ª, art. 3º.

Prólogo de la primera edición

Pocos meses habían transcurrido desde la publicación de la Philosophia elementaria, cuando llegaron a nuestras manos cartas procedentes de diferentes puntos, en las cuales se nos rogaba la versión al castellano de la obra citada. Alegábanse al efecto, razones más o menos poderosas y consideraciones muy atendibles, agregándose a todo esto excitaciones de personas autorizadas. Después de algunas vacilaciones y dudas, cuyo motivo no es del caso indicar aquí, nos decidimos a emprender la obra.

En vista de que una de las razones principales que se alegaban en las cartas y excitaciones indicadas, era la conveniencia y necesidad de un libro de filosofía racional y cristiana a la vez, que pudiera servir de texto en Institutos [X] y Colegios, no juzgamos oportuna la traducción completa de la obra, habida razón de la práctica, a todas luces inconveniente sin duda, pero adoptada generalmente, en relación con los planes vigentes de estudios, de dar a los alumnos algunas nociones ligeras y superficiales de Psicología, Lógica y Ética, es decir, de una parte solamente de la Filosofía, dejando a un lado completamente la parte más importante y fundamental de la misma, cual es la Metafísica general y especial. Por otro lado, había muchos que deseaban la traducción, no precisamente para llenar el vacío de texto, sino como libro de filosofía cristiana, por no hallarse en condiciones de comprender con facilidad la Philosophia elementaria escrita en latín, como destinada principal y casi exclusivamente para eclesiásticos, cuyos estudios, y con especialidad los teológicos, exigen una preparación de este género.

En fuerza de estas y otras consideraciones, decidimos adoptar un término medio, que fue escribir una Filosofía elemental, que abrazando todas las partes de esta ciencia o formando un todo, pudiera servir a la vez de texto sin gran dificultad en los establecimientos de enseñanza. Con esta idea hemos descartado la historia de la [XI] filosofía, hemos compendiado y reducido algo las demás partes contenidas en la Philosophia elementaria, pero dando a la obra la extensión suficiente para que el lector pueda formar una idea bastante completa de esta ciencia en todas sus partes. Es muy posible que el temperamento adoptado tenga el grave inconveniente de no llenar ninguno de los objetos parciales indicados, pudiendo decirse que para libro de texto es demasiado extenso, y que para libro de estudio es demasiado compendioso.

Empero, sea de eso lo que quiera, cúmplenos advertir que este libro no es una mera traducción de la Philosophia elementaria. Aparte de la reducción o condensación general de cuestiones y doctrinas, hay no pocas modificaciones en el fondo y en la forma; y al paso que, o se omiten, o se compendian ciertas cuestiones, se tratan nuevos problemas, omitidos en la obra latina, o se les da mayor desarrollo y nueva forma. En la ética, principalmente, se encuentran varios problemas importantes que pasamos por alto en la Philosophia elementaria, por temor de que saliera excesivamente voluminosa como obra elemental. Así es que el libro presente, más bien que elemental traducción de la Philosophia [XII] elementaria, puede considerarse como una publicación nueva.

Séanos ahora permitido decir algunas palabras acerca del espíritu y tendencias de este libro. Y ante todo, si se nos pregunta si es un libro de filosofía escolástica, contestaremos afirmativamente, si por filosofía escolástica se entiende la investigación libre de la verdad, realizada por la razón humana con subordinación a la Razón divina. Si es conforme a la razón y a la ciencia reconocer la existencia de una Razón divina, y consiguientemente su distinción y superioridad real con respecto a la razón humana: si es conforme a la razón y a la ciencia reconocer la existencia de Dios, y consiguientemente su infinidad, al par que la existencia del hombre y el carácter finito de su ser y de sus perfecciones; si es conforme a la razón y a la ciencia reconocer que el entendimiento de Dios es superior al entendimiento del hombre, y consiguientemente que existe un círculo de verdades en relación con el poderío y alcance del entendimiento divino, y por divino, infinito, que encierra dentro y debajo de sí otro círculo de verdades en relación con el entendimiento humano, y por humano, finito e imperfecto; si es conforme, [XIII] finalmente, a la razón y a la ciencia reconocer que Dios puede revelar al hombre, es decir, hacerle vislumbrar algunas de las verdades contenidas en el círculo superior de la Razón divina, es también lógicamente conforme a la razón y a la ciencia, la subordinación de la razón humana a esas verdades, desde el momento que reconoce la existencia de esa revelación.

Infiérese de aquí, que la cuestión entre la filosofía racionalista y la filosofía cristiana, se reduce en último término al reconocimiento o negación de la divinidad del catolicismo. Si el catolicismo es una religión divina; si Jesucristo es verdadero Hijo de Dios, el racionalismo, en todas sus formas y manifestaciones, es antiracional y anticientífico, al proclamar la independencia absoluta de la razón humana y al considerarla como único criterio de verdad. Luego el racionalismo permanece y permanecerá fuera de las condiciones que la misma razón humana y la ciencia filosófica exigen, mientras no demuestre que el catolicismo es una ficción, que Jesucristo es un impostor, que los argumentos aducidos en favor del cristianismo como religión de origen divino, de verdad y de santidad, carecen de todo valor histórico y científico. [XIV]

Es preciso reconocer, en vista de esta sencilla reflexión, que lo que se llama filosofía racionalista es esencialmente irracional en su base, y que la filosofía cristiana es más racional o racionalista, en el verdadero sentido de la palabra, que la filosofía con este nombre conocida, al proclamar la subordinación de la razón humana a la Razón divina, de la investigación filosófica a la palabra de Dios, como consecuencia necesaria y lógica de la verdad que en Jesucristo y en su religión nos revelan de consuno la historia, la razón y la filosofía. El defecto radical del racionalismo consiste precisamente en tomar como punto de partida el postulado gratuito de la no existencia de la revelación divina, y en proclamar o suponer àpriori la independencia y suficiencia absoluta, es decir, la infinidad de la razón humana y su identificación con la Razón divina. He aquí porqué y en qué sentido hemos dicho que este es un libro de filosofía escolástica, si por este nombre se entiende la investigación libre de la verdad, realizada por la razón humana con subordinación a la Razón divina.

Excusado es añadir que esta subordinación a la Razón divina, solo se refiere a las verdades, [XV] relativamente poco numerosas, que apellidamos misterios y enseñanzas de la fe católica, misterios y enseñanzas que dejan anchuroso campo a la razón humana para discurrir libremente por los diferentes ramos del saber, y para revelar su extensión, latitud y profundidad, su inmensa fuerza y poderío. Esto sin contar el vigor y firmeza que de esas verdades superiores se derivan y reflejan sobre la razón y la ciencia: penumbras y vislumbres de la Inteligencia infinita, agrandan los horizontes de la inteligencia humana, hácenla entrar en un mundo para ella desconocido, y recibe con ellas anticipaciones y presentimientos de las delicias celestes y armonías eternales, que el Dios de la justicia y santidad tiene preparadas para los que le reconocen y confiesan con el corazón y con la inteligencia. En suma: la filosofía en el presente libro contenida no es la filosofía escolástica, en el sentido estrecho de la palabra; no es la filosofía enseñada en las escuelas de la edad media, o según se encuentra en las obras de los autores escolásticos. Otros tiempos, otras costumbres; otras épocas, otra filosofía; es decir, nuevo modo de tratar y resolver los problemas filosóficos, nuevas teorías, nuevas controversias, nuevo método, [XVI] nueva importancia de determinadas cuestiones.

Si en este libro, pues, se encuentran muchos problemas cuya solución es en el fondo la solución de santo Tomás, porque la consideramos muy filosófica y conforme a la razón, se verá también que estas soluciones se hallan desarrolladas unas veces, modificadas otras, planteado el problema, en ocasiones, bajo diferente punto de vista, y sobre todo se verá que contiene esta obra no pocos problemas acerca de los cuales, en los escritores escolásticos, y en el mismo santo Tomás, o sólo se hallan indicaciones más o menos incompletas, o no se hallan ni siquiera mencionados, por ser peculiares de la época actual y de sus condiciones sociales, científicas, religiosas y literarias. Bastará citar como pruebas y ejemplos de lo que acabamos de consignar, las cuestiones referentes al origen del lenguaje, a los criterios de verdad, al método inicial o fundamental de la ciencia, la teoría de la sensación, el origen de las ideas, la discusión o examen de las formas modernas del panteísmo, el problema crítico y su relación con la teoría de la verdad, el espiritismo, la moral independiente, el imperativo categórico, el derecho de propiedad, la sociedad doméstica, relaciones y deberes [XVII] de la sociedad civil y de la religiosa, &c., &c., más la discusión de las diferentes y múltiples opiniones y teorías pertenecientes a la filosofía moderna y novísima, y desconocidas por consiguiente de los antiguos escritores escolásticos. Es, pues, la filosofía contenida en este libro una concepción sintética que abraza el elemento antiguo y el elemento moderno: el elemento antiguo hállase representado por el pensamiento filosófico de santo Tomás, síntesis a su vez del pensamiento filosófico de Platón, de Aristóteles, de la escuela cristiana de Alejandría y de san Agustín: el elemento moderno abraza los problemas, investigaciones y soluciones debidas al desarrollo de la razón filosófica y científica en los tiempos modernos, pero sin perder de vista la natural subordinación de la razón humana a la Razón divina, o sea lo que exige el criterio cristiano.

No será difícil reconocer por estas indicaciones, que si no aprobamos las exageraciones de alguno contra la filosofía moderna, tampoco aprobamos las declamaciones vagas y generales de otros contra la filosofía escolástica. Bien se nos alcanza que, en medio de grandes errores y extravíos, la especulación moderna ha regenerado [XVIII] parcialmente y hecho avanzar la filosofía y, más todavía, las ciencias naturales; pero sabemos también que de buena o mala fe se desconoce la naturaleza propia de la filosofía escolástica, se niegan sus servicios, se desfiguran sus tendencias, se rebaja y se amengua su verdadero carácter y su genuino espíritu. No es raro oír a unos hablar de moldes estrechos de la filosofía escolástica; a otros afirmar que, para ella, filosofar no es más que explicar el dogma y desenvolver sus consecuencias, lo cual vale tanto como atribuirle la confusión o identificación de la filosofía con la teología. Quién dice que la filosofía escolástica excluye y rechaza la investigación natural y racional de la verdad: quién asevera que la autoridad lo es todo en esta filosofía, sin dejar lugar a la discusión científica y a diversidad de opiniones. Y, sin embargo, la verdad es que los moldes estrechos de la filosofía escolástica son los moldes que contienen el pensamientos de Platón y de Aristóteles, de Clemente de Alejandría y de Orígenes, de san Anselmo y de santo Tomás. Cierto es, por lo demás, que esos moldes son demasiado estrechos, o mejor dicho, demasiado anchurosos para que a ellos pueda ajustarse el sensualismo de Locke y Condillac, [XIX] el materialismo de la llamada filosofía del siglo XVIII, reproducido hoy por los Büchner y Moleschott, el escepticismo crítico de Hume, el criticismo transcendental de Kant y el panteísmo germánico en todas sus formas y fases, sin excluir la forma panteísta de Krause, tan acariciada hoy por muchos que de filósofos hacen profesión en nuestra patria.

Ni son más exactas y fundadas las demás inculpaciones contra la filosofía escolástica arriba indicadas, inculpaciones que solo pueden reconocer por origen, o una anticipación racionalista y anticristiana, o un conocimiento superficial e incompleto de esta filosofía. La historia de la filosofía escolástica está aún por escribir. El día que esta historia se escriba, y que en lugar de los trabajos más o menos aceptables e incompletos de Rousselot, Haureau, Cousin y demás publicistas que de esta materia se ocuparon, poseamos una historia concienzuda, imparcial y sobre todo, completa, de la filosofía escolástica, desaparecerán la mayor parte de esas inculpaciones, y esa filosofía será juzgada y apreciada bajo su verdadero punto de vista. Mientras llega este día, el hombre de buena fe obrará prudentemente si suspende su juicio con [XX] respecto a las mencionadas inculpaciones, en las que hay mucho de inexacto y de exagerado. Ni los derechos de la razón estaban tan olvidados y absorbidos por el principio autoritario, como se afirma y supone generalmente; ni la especulación escolástica era una especulación uniforme y rutinaria, como pretenden muchos, sin parar mientes en que esto se halla desmentido por la enseñanza teórica y práctica de los principales representantes de la filosofía escolástica. «El estudio de la filosofía, escribía santo Tomás, no tiene por objeto saber lo que opinaron los hombres, sino conocer la verdad de las cosas en sí mismas: Studium sapientiae non est ad hoc quos sciatur quid homines senserint, se qualiter se habeat veritas rerum.» Ni se crea que este es un pasaje aislado, de aquellos que se escapan, por decirlo así, de la pluma de un escritor, porque este mismo pensamiento se halla repetido en muchos lugares de sus obras. Unas veces nos dice que la verdad debe ser preferida a toda autoridad humana, como una derivación que es de la razón, la cual pertenece a todos los hombres; y que si esto es exacto por regla general, lo es con especialidad con respecto a los que se dedican al estudio de la filosofía: specialiter [XXI] tamen hoc oportet facere philosophos, qui sunt professores sapientiae, quae est cognitio veritatis. Otras veces enseña que en las ciencias filosóficas y naturales, la autoridad humana ocupa el último lugar en la resolución de los problemas e investigación de la verdad, debiendo preferirse la doctrina que es conforme a la misma razón: Locus ab auctoritate, quae fundatur super ratione humana, est infirmissimus... Doctrina ostenditur esse vera, ex hoc quos consonant rationi.

Cuando se trata de las ciencias físicas y naturales, reconoce que se hallan sujetas a un desenvolvimiento progresivo, en atencion a que dependiendo principalmente de la experiencia y de la observación, pertenece a los que vienen después añadir y perfeccionar lo que descubrieron sus antecesores: ad quemlibet pertinet superaddere id quos deficit un consideratione praedecessorum; y esto por la potísima razón de que la filosofía natural (lo que hoy se llama ciencias físicas y naturales) estriba sobre la experiencia, que es su base propia, la cual exige y lleva consigo el progreso del tiempo: naturalem philosophiam, propter experientiam, tempore indigere. No hay para qué añadir que santo Tomás [XXII] observó en la práctica lo que en teoría enseñaba; porque para cualquiera que conozca a fondo sus obras, es indudable, que el carácter en ellas dominante y el espíritu general de las mismas, y con especialidad de las filosóficas, es un eclecticismo superior y transcendental, que reune y funde en una concepción sintética todos los elementos racionales diseminados en la historia de la filosofía, fecundados y armonizados a la vez por la fuerza de su genio, y por la originalidad relativa de su pensamiento. Así es que son muchas y muy transcendentales las opiniones y teorías de Aristóteles por él combatidas y refutadas, pudiendo decirse con Campanella, testigo nada sospechoso en la materia, que santo Tomás, más bien que de Aristóteles, es y debe apellidarse discípulo de la sabiduría cristiana (1). [XXIII]

{(1) Creo que a los eruditos y aficionados a los estudios filosóficos no desagradará leer el curioso pasaje del ilustre filósofo napolitano, a que aludimos en el texto. Helo aquí según se encuentra en su Prodromus philosophiae instaurandae: «Nulla opinio Aristotelica contraria fidei est, quae ab eo (sto. Tomas) non oppugnata sit, ut patet in 8 Phys. et Metaph. Secundo, omnis expositio trahens ad sensum contrarium fidei, a s. Thoma est expugnata, ut patet in omnibus commentis contra Averroen, ac Simplicium, et Alexandrum, et Themistium, et Avicenam et alios. Praecipua dogmata Aristotelis, et maxime propria eius, sun a s. Thoma derelicta, vel oppugnata, ergo erc. Haec, et alia multa sunt, quae manifestant D. Thomam, non Aristotelis, sed sapientiae christianae [XXIII] discipulum, et confundunt sciolos aliter docentes, qui eius honor detrahunt, ut ipsemet dicit Doctoribus Ecclesiae, quando facimus eos Platonicos, et Peripateticos.»}

Si la ocasión fuera oportuna y la naturaleza de este prólogo lo consintiera, sería fácil demostrar palpablemente que las indicaciones que acabamos de consignar respecto de santo Tomás, son aplicables, por punto general, a todos los grandes y verdaderos representantes de la filosofía escolástica. San Anselmo y Abelardo, Hugo y Ricardo de san Victor, san Buenaventura y Escoto, Alberto Magno y Vicente de Beauvais, Enrique de Gante y Egidio Romano, Durando y Occam, y con especialidad Roger Bacon, todos coinciden de una manera mas o menos explícita con el fondo del pensamiento de santo Tomás sobre esta materia. «Debemos examinar con todo cuidado, escribe el último, las opiniones de los antiguos, para añadir lo que les falta, y corregir aquello en que erraron.» «Cosa es por demás miserable, añade, atenernos siempre a las cosas descubiertas, y no a las que se pueden descubrir:» Miserrimum est semper uti inventis et nunquam inveniendis.

¿Y puede hablarse con mayor libertad que [XXIV] lo hizo Durando en favor de los derechos e independencia de la razón con respecto a las ciencias naturales y filosóficas? No se contenta este escritor con rebatir una y cien veces las opiniones de Aristóteles, rebajando al propio tiempo la autoridad excesiva que concedérsele solía en las escuelas en su tiempo, sino que, colocándose en un terreno elevado, sienta las bases y condiciones del racionalismo verdadero, del racionalismo que pudiéramos denominar moderado y cristiano. «El obligar o inducir a alguno, nos dice, a que no enseñe ni escriba cosas contrarias a lo que algún doctor determinado haya escrito... es cerrar el camino a la investigación de la verdad, poner obstáculos a la ciencia, y no solamente ocultar, sino comprimir violentamente la luz de la razón: est proecludere viam inquisitioni veritatis, proestare impedimentum sciendi, et lumen rationis non solum occultare sub modio, sed comprimere violenter. Así pues, nosotros, concediendo más peso a la razón que a cualquier autoridad humana, anteponemos la razón a la autoridad pura de cualquier hombre, teniendo presente que es justo honrar ante todo la verdad.»

Y téngase en cuenta que Durando redujo a la práctica lo que hemos llamado su racionalismo [XXV] cristiano, el racionalismo que, al mismo tiempo que subordina la razón humana a la Razón divina, manifestada y revelada por Jesucristo y su Iglesia, proclama la independencia y libertad de la misma en todos los demás órdenes del saber. Y el fondo de este pensamiento no es propio o exclusivo de Durando. Aunque formulado por él más explícitamente, hállase reconocido, y sobre reconocido, practicado por los principales representantes de la filosofía escolástica, a contar desde san Anselmo hasta mediados del siglo XIV. De aquí esa multiplicidad y variedad de opiniones, de sistemas y teorías que en sus obras se descubren, sistemas y teorías que demuestran que es por demás superficial e inexacta la idea que generalmente se tiene de la filosofía escolástica sobre este como sobre tantos otros puntos. Cuando se escriba la historia verdadera, real y completa de la Escolástica, cuando se haya penetrado en su esencia, y se hayan desentrañado y clasificado convenientemente sus elementos fundamentales, y su espíritu analizador, al par que sintético, entonces se verá que en el fondo de esa vasta concepción compleja anidan, por decirlo así, la mayor parte de los diferentes sistemas, las múltiples opiniones, hipótesis y teorías que aparecen [XXVI] sucesivamente en la filosofía moderna, con excepción únicamente de las teorías y formas esencialmente incompatibles con la revelación divina, cuales son las materialistas y las panteístas. Libro curioso, de instructiva lectura y de enseñanza provechosa podría escribirse sobre este tema: porque provechoso, instructivo y curioso sería estudiar las relaciones y analogías que existen entre el ontologismo de Mallebranche, por ejemplo, y la doctrina de san Buenaventrua, entre la metafísica de Leibnitz y la de santo Tomás, entre la teodicea de Descartes y la de san Anselmo, entre el misticismo moderno y el de Hugo y Ricardo de san Víctor. Ni sería muy difícil descubrir los gérmenes del optimismo de Leibnitz y Mallebranche en la doctrina de Abelardo, la profesión inicial del tradicionalismo en las opiniones de Escoto, de Occam y de Cayetano, acerca de la demostrabilidad de la inmortalidad del alma racional y de ciertos atributos divinos, la preformación rudimentaria y el planteamiento parcial del problema crítico, así como del escepticismo de Hume y de Kant, en la psicología y teodicea de Occam, y finalmente, las principales tesis y argumentaciones de la escuela escocesa, sostenidas y empleadas por Durando, [XXVII] el cual puede ser considerado también como legítimo antecesor de Descartes, en su lucha contra el abuso del nombre y autoridad de Aristóteles en las ciencias filosóficas. Excusado es añadir que lo que hay de aceptable y racional en la proclamación y exaltación, digámoslo así, del método experimental en las obras del canciller Bacon, había sido enseñado y proclamado muy alto en la teoría y en la práctica por Alberto Magno y Roger Bacon. La filosofía escolástica, pues, abrigaba en su seno el germen fecundo del pensamiento filosófico y científico moderno, en lo que tiene de sólido, de cristiano y de racional; los elementos generadores del movimiento, de la lucha, de la contradicción y de las discusiones, que constituyen la ley de la historia filosófica como de la historia social y política; y si al degenerar durante los siglos XIV y XV por causas que no es del momento enumerar, estos gérmenes y elementos de movimiento permanecieron infecundos, estériles y como atrofiados, no es culpa de la filosofía escolástica en sí misma, ni de sus genuinos representantes.

Se ha dicho y escrito también, que en la filosofía escolástica la razón era absorbida por la fe, que su tarea exclusiva y, como si dijéramos, [XXVIII] su programa único, era explicar, justificar y desarrollar el dogma; que se identificaba, en fin, y se confundía con la teología. La verdad es, sin embargo, que semejantes afirmaciones se hallan en evidente contradicción con la realidad de los hechos. Los Escolásticos proclamaban sí la alianza entre la filosofía y la teología, la subordinación de la razón humana a la Razón divina; pero reconocían al propio tiempo dos órdenes de verdades enteramente distintos e independientes entre sí; separaban con cuidado el conjunto de verdades naturales, es decir, asequibles por las fuerzas solas de la razón, de la verdad sobrenatural, y por sobrenatural, colocada fuera de la esfera de la actividad intelectual del hombre. La distinción absoluta y esencial entre la ciencia y el dogma cristiano, entre la verdad natural y la sobrenatural y revelada, entre la filosofía y la teología, es un hecho constante, indubitable, frecuentísimo y vulgar en las obras de santo Tomás, y en general, de los escritores escolásticos; constituye una verdad axiomática en su programa científico. Tertuliano, que solía llamar a la filosofía haereticorum condimentarium, y a los filósofos en general, haereticorum patriarchas; Lactancio y algunos otros escritores [XXIX] de los primeros siglos, propendían a anular la ciencia filosófica, absorbiéndola en la doctrina revelada, y sustituyendo el Evangelio a la filosofía. En cambio, los racionalistas de todos los siglos y particularmente los del presente, predican la autonomía absoluta de la razón humana, anulan la Razón divina y consiguientemente niegan el Evangelio y la verdad religiosa revelada. La filosofía escolástica, apartándose de estos dos extremos igualmente peligrosos e irracionales, proclamaba, por un lado, la subordinación relativa de la filosofía a la palabra de Dios revelada en el Evangelio, y por otro, la distinción real y la independencia relativa entre la ciencia y la religión, entre la filosofía y la teología. Tertuliano suprimía uno de los términos del problema, el elemento humano y racional: el racionalismo suprime el elemento o dato divino, otro término del problema: la filosofía escolástica conserva, armoniza y concierta a la vez los dos términos del problema.

No se nos oculta que si estas líneas caen bajo los ojos de algunos de nuestros hegelianos y krausistas, no podrán estos contener una sonrisa de lástima y desdén, en presencia de apreciaciones destituidas de todo interés por el solo hecho [XXX] de referirse a una filosofía tan vulgar. Teniendo la felicidad de haber llegado al pináculo del templo de la ciencia transcendente, universal y absoluta, mirar deben con transcendental desdén a los hombres que afanosos buscan la verdad, y que se figuran descubrir algún vislumbre de la misma en regiones inferiores, en el pensamiento de Platón y de Aristóteles, de san Agustín y de santo Tomás, de Bossuet y Leibnitz, siendo, como es, innegable y evidente, que la humanidad no ha sabido lo que es filosofía, cuanto menos la solución, ni siquiera las condiciones legítimas del problema filosófico, hasta que plugo a Dios, o mejor a la Idea hegeliana echar al mundo a Kant, Hegel y Krause.

Si hemos de dar crédito a los admiradores y panegiristas más o menos decididos de la novísima filosofía, el carácter distintivo de esta es estudiar «lo absolutamente infinito y lo infinitamente absoluto; es decir, al ser en sí y por sí y universal, en el que todos los demás seres encuentran su fundamento y su razón de ser, y en el que por lo tanto debe encontrarse la raíz de estos opuestos, que son opuestos solo relativamente, y en consecuencia no son [XXXI] opuestos en el sentido absolutamente contradictorio con los que concibió la filosofía del siglo XVII». ¡Como si la filosofía cristiana no hubiera estudiado también y con preferente atención al ser absolutamente infinito e infinitamente absoluto, que no es otro que Dios y solo Dios! ¡Como si la filosofía cristiana hubiera necesitado de Kant, de Hegel o Krause para afirmar que Dios es el ser en sí y por sí universal, no ciertamente con la universalidad de totalidad o colección, que es la universalidad del panteísmo, sino con la universalidad de perfección, de infinidad y de eminente simplicidad! Tampoco aguardó ciertamente la filosofía cristiana la aparición de la filosofía novísima, para afirmar que hay un ser en el cual «todos los demás seres encuentran su fundamento y su razón de ser»; solo que mientras la filosofía novísima enseña que este Ser divino y absolutamente infinito es el fundamento interno y sustancial de los seres, a la vez que la razón necesaria de su ser o existencia, la filosofía cristiana enseña; a) que este Ser divino e infinito es el fundamento interno inteligible, pero externo por parte de la existencia física, propia e individual; b) que no es coesencial ni consustancial con los seres, a los que sirve de [XXXII] fundamento; c) que este Ser divino es la razón de ser libre, pero no necesaria de los seres finitos en su existencia propia. Más todavía: hasta cabe perfectamente en los principios de la filosofía cristiana, la afirmación referente a que en este ser en sí y por sí, «debe encontrarse la raíz de esos opuestos, que son opuestos solo relativamente;» porque, en efecto, es completamente conforme a la filosofía cristiana el decir que la oposición entre el alma y el cuerpo, por ejemplo, o entre el espíritu y la materia, tiene su raíz, su fundamento eterno, su razón suficiente a priori en Dios, o sea en la imitabilidad infinita de su esencia, representada en las ideas divinas: bajo este punto de vista puede decirse con verdad, aunque en sentido diverso del sentido panteísta, que la contradicción u oposición de los seres reales y finitos, desaparece en Dios, y deja de ser contradicción, cuando se consideran estos seres en la esencia divina.

Desengáñense, pues, los partidarios de buena fe de la filosofía novísima. Lo que hay de sólido y elevado; lo que hay de grande y verdaderamente filosófico en la teoría de lo absoluto, o sea del ser en sí y por sí, o se halla explícitamente consignado en la filosofía cristiana, o es [XXXIII] compatible con sus principios. Lo único que ésta rechaza, y lo rechaza con justicia en nombre de la misma razón natural y de la ciencia, es el sentido panteísta de esa teoría: porque sabe y demuestra que el panteísmo es en el fondo el ateísmo, es la negación de la personalidad divina, de la Providencia, de la inmortalidad verdadera, de la vida futura, de la libertad y de la moralidad, nombres y palabras que para todo pensador carecen de sentido filosófico en la teoría panteísta, llámese esta hegeliana o krausista.

Ligeras y breves, como son, las indicaciones precedentes, demuestran, al parecer, que el publicista español que escribió el pasaje aludido, y en quien reconocemos de buen grado conocimientos superiores y nada vulgares en la materia, se ha dejado llevar algo de sus aficiones krausistas. Tampoco nos parecen muy acertadas las apreciaciones que emite en el siguiente pasaje:

«A cualquiera se alcanzará que el movimiento moderno iniciado por el filósofo de Koenisberg se separa en carácter y tendencias, como si mediara un abismo, de las doctrinas, no de la antigüedad y de los siglos medios, sino hasta de las escuelas del siglo XVII, aun de las [XXXIV] mismas doctrinas wolfiana y leibnitiana. El título solo de la Crítica de la razón pura indica este hecho, y es sabido que a la enseñanza y sentido dualista, que se perpetúa en filosofía, desde las escuelas socráticas hasta Kant, sucede una tendencia y sentido uno y sintético, que levantándose a un principio primero, busca en ese primer principio el fundamento común a esas oposiciones y contradicciones que matan la indagación filosófica. Si tan capital es la diferencia entre uno y otro período filosófico, es evidente que no puede ser juzgado el segundo, con las doctrinas y con los criterios que pulularon en el primero; porque aun las más altas de aquellas doctrinas y los más estimados de aquellos criterios quedan convencidos de impotencia, cuando se señala el monstruo del dualismo en su seno; vicio capital, error primero, que basta para esterilizar una escuela, por gloriosa y admirada que sea la serie de sus pensadores. Los problemas de la filosofía moderna son ininteligibles dentro de la escuela leibnitiana o cartesiana, mucho más dentro de la platónica o aristotélica, así como los problemas que preocuparon a los cartesianos o a los eclécticos que continuaron la obra de Leibnitz, carecen de [XXXV] sentido dentro de las escuelas modernas; y sucede así, porque aquellas plantean el problema sentando la oposición y buscando influencias que cohonesten esta oposición, con la armonía que les revela el mundo sensible y el mundo intelectual, en tanto que las escuelas modernas buscan siempre el fundamento y razón común de esos enemigos, que con los nombres de espíritu y materia, alma y cuerpo, mundo y Dios, han convertido la indagación filosófica en un campo de batalla donde luchan Ormutz y Ahriman.»

Por de pronto, parece un poco extraña la pretensión, y no muy exacta la afirmación, referente a la imposibilidad de juzgar las doctrinas del período filosófico iniciado por Kant, a la luz de las doctrinas y criterios de los períodos filosóficos anteriores al fundador del criticismo y a sus sucesores legítimos, los representantes del panteísmo transcendental. Si la filosofía antigua demostraba, y demostraba con evidencia, la cual es el resplandor o brillo espontáneo de la verdad filosófica, a la vez que su principal criterio humano, que existe una distinción esencial y absoluta entre el cuerpo y el espíritu, entre el mundo y Dios, entre la nada y el ser, y que, por consiguiente, es absurda la tesis [XXXVI] panteísta, la filosofía antigua estaba y está en su derecho al condenar la filosofía novísima, cualesquiera que sean la forma y pretensiones con que se presente, desde el momento que descubre en ella la afirmación de la referida tesis. Afirmar que la filosofía novísima no puede se juzgada sino a la luz de su propio contenido, o sea a condición de colocarse en un punto de vista hegeliano o krausiano, y con el criterio peculiar de estos sistemas, equivale a afirmar, que para juzgar la doctrina del Corán, es preciso abrazar la religión de Mahoma; es curarse en salvo, usando vulgar frase, y preciso es confesar, en honor de la verdad, que el pasaje transcrito trae involuntariamente a la memoria otro bastante parecido de Vera, en el cual nos dice que el hegelianismo solo puede ser demostrado a un hegeliano: y eso que Vera ha tenido la dicha de descubrir que todos los hombres nacen hegelianos.

Y ya que a este escritor hemos mencionado, bueno será recordar al lector, que en opinión del ferviente misionero hegeliano, el ideal de la razón, el ideal del pensamiento filosófico, único que puede pensar lo absoluto como absoluto, ha sido realizado ya por la filosofía hegeliana, en atención [XXXVII] a que la Idea es el principio de las cosas, y a que esta Idea ha sido pensada y demostrada, tal cual es en su existencia eterna y absoluta, por Hegel. De aquí deduce, que la historia del mundo y de la ciencia hállase para siempre fijada ya y encerrada dentro del pensamiento hegeliano, cualesquiera que puedan ser, por otro lado, las evoluciones, las formas y los accidentes diversos de la historia humana. En una palabra, el entusiasta discípulo de Hegel abriga «la firme convicción de que la filosofía hegeliana es la filosofía absoluta, y que no hay filosofía fuera de esta filosofía.» ¿No es verdad que estas ideas son algo peregrinas y extrañas en boca de hombres y en presencia de un siglo que suelen mirar con cierto sentimiento de lástima, por no decir de desprecio, a los que siguen las inspiraciones de la filosofía cristiana, y a los que se inclinan con respeto ante los nombres de Platón y de Aristóteles, de san Agustín y de santo Tomás? ¿No es verdad que llaman justamente la atención semejantes afirmaciones en boca de hombres y en presencia de un siglo que proclaman la autonomía absoluta de la razón humana, y sobre todo el perfeccionamiento progresivo y hasta indefinido de la humanidad a través del [XXXVIII] espacio y del tiempo? Pretensión peregrina es, por cierto, presentarnos como el non plus ultra de la razón humana, como la meta última del pensamiento, como la filosofía absoluta, una filosofía que conduce a las teorías y doctrinas de los Feuerbach, Bauer, Strauss, Büchner y Moleschott.

Pero, volviendo otra vez al publicista español, del cual nos ha separado momentáneamente el encomiástico propagandista del hegelianismo en la raza latina, parécenos descubrir otro punto flaco en el pasaje arriba citado. Porque es apreciación asaz gratuita, y sobre gratuita, nada conforme con las exigencias de la lógica, dar por supuesta la impotencia de las antiguas doctrinas, porque llevan en su seno el mónstruo del dualismo. Esto equivale, en buenos términos, a dar por demostrado o evidente, lo mismo que se debía probar; equivale a exigir del adversario que abandone y reniegue de sus principios, sin que se le pruebe que son falsos; equivale, en fin, a lo que apellidarse suele petición de principio en la lógica vulgar: tal vez en la lógica hegeliana o krausista, como lógica transcendental y absoluta, pasará esto por demostración. No basta suponer y afirmar ex cathedra que el dualismo [XXXIX] es un vicio capital, el error primero de la filosofía antigua; y esto por la sencilla razón, haciendo caso omiso de otras, de que esta filosofía tiene igual derecho para calificar al panteísmo, o sea a la unidad absoluta de sustancia, de vicio capital y de error primero. En todo caso, tenemos por incontestable, que a los ojos de todo hombre imparcial y de buen sentido filosófico, las razones en pro del dualismo, o sea de la distinción real y sustancial entre el espíritu y la materia, entre el mundo y Dios, valen, por lo menos, tanto, en el terreno de la razón y de la ciencia, como las razones aducidas por el hegelianismo y el krausismo para afirmar la unidad absoluta del ser, o la identidad sustancial entre el mundo y Dios. Por lo demás, si el señor Canalejas, al rechazar el dualismo, solo pretende rechazar aquel dualismo que excluye la necesidad y existencia de un ser que sirva de fundamento y razón común de esos enemigos, representados por el espíritu y la materia, ya hemos dicho antes que esta concepción cabe perfectamente en el cuadro de la filosofía anterior a Kant, y esencialmente en la filosofía cristiana. [XL]

Advertencia

En atención a la costumbre o práctica adoptada generalmente de poner programas o sumarios en los libros destinados a servir de texto, ponemos los sumarios correspondientes a la Lógica, Psicología y Moral, por ser las que suelen enseñarse en los Institutos y Colegios. [XLI]

Prólogo de la segunda edición

La rapidez inesperada con que se agotó la primera edición de esta obra, bien puede considerarse como síntoma de bien en nuestra desgraciada y tan abatida patria. En medio de las corrientes anticristianas y antisociales de todo género que hacen retemblar el suelo bajo nuestras plantas; en medio de esas corrientes positivistas, materialistas y ateas que levantándose de todos los puntos del horizonte vienen a cruzarse sobre nuestras cabezas, y chocan con estruendo, y luchan con perseverante obstinación con las corrientes espiritualistas, bien puede considerarse como síntoma consolador la acogida favorable dispensada a una obra de filosofía, escrita bajo el criterio espiritualista. Este síntoma que revela un movimiento de reconstrucción y restauración científico-cristiana, es [XLII] tanto más satisfactorio cuanto que se trata, no ya del espiritualismo incompleto, y por ende infecundo y relativamente estéril de la escuela racionalista, sino que se trata de un libro informado por el espiritualismo cristiano, o mejor dicho, católico, único que merece en toda verdad y propiedad científica el noble epíteto de espiritualismo. Sin menospreciar ni rechazar los esfuerzos y mucho menos las generosas intenciones de algunos representantes del espiritualismo racionalista, que luchan y luchan con fe y decisión contra la ola creciente del materialismo ateísta de nuestros días, es lo cierto que semejante espiritualismo ha sido, es y será siempre impotente para vencer y hasta para luchar con ventaja contra las escuelas de la filosofía negativa. La historia de la filosofía, la experiencia y la razón demuestran de consuno, que el espiritualismo cristiano, es el único espiritualismo sólido, el único espiritualismo verdadero, el único espiritualismo filosófico y completo. Por eso vemos constantemente que las diferentes escuelas racionalistas que aparecen en la historia, degeneran tarde o temprano, y que a través de evoluciones sucesivas y graduales, llegan a absorberse finalmente como arroyos y afluentes en las grandes corrientes del materialismo y del ateísmo. La lógica es inflexible en sus leyes, y la historia atestigua esta inflexibilidad. El que apoyándose en la razón humana rechaza y niega la razón divina y sus manifestaciones sobrenaturales, alegando que la razón humana no debe admitir nada que sea superior a su esfera propia ni a las leyes de la [XLIII] naturaleza, apenas tiene derecho, ni fuerza real de convicción contra el materialista y el ateo, cuando niegan la existencia y realidad de lo que no entra en la esfera de los sentidos y de la experiencia. La tesis racionalista puede y debe considerarse como una premisa más o menos inmediata y directa, pero siempre inevitable y espontánea de la tesis materialista.

Si el espiritualismo racionalista se cree con derecho para afirmar, por boca de Saisset, «que la distinción entre las verdades naturales y las sobrenaturales, es para nosotros una distinción completamente artificial,» es natural que el materialismo afirme a su vez que la distinción entre las verdades del orden sensible y experimental, y las verdades metafísicas y del orden puramente inteligible, es una distinción completamente artificial. En sus luchas contra el materialismo, el espiritualismo racionalista no puede evitar las acusaciones de inconsecuencia que los partidarios de aquel le lanzan al rostro con sobrado fundamento; pues, como nota oportunamente Vacherot, «no vemos, en verdad, que la creación sea más inteligible que la encarnación de la divinidad; ni que sea más fácil comprender el ser, la vida, el pensamiento fuera del espacio y del tiempo, que la unidad de tres personas divinas en una sola y misma naturaleza.» De aquí es que, acosado por sus adversarios en este terreno de la inconsecuencia, el espiritualismo racionalista vese precisado a batirse en retirada, abandonando sucesivamente sus posiciones sin excluir las que parecen más fuertes e inexpugnables, cual es, por [XLIV] ejemplo, la creación del mundo ex nihilo, afirmación que constituyendo, como constituye, una de las fundamentales del espiritualismo racionalista, es, según uno de sus principales representantes, «un misterio incomprensible» una cosa que está fuera de la ciencia, acerca de la cual nada se puede afirmar ni negar. No hay para qué llamar la atención sobre la afinidad, por no decir identidad de doctrina que aquí se descubre entre el representante del espiritualismo racionalista, y los partidarios del materialismo: el mismo Büchner no tendría dificultad en hacer suya semejante doctrina.

Nada más fácil que establecer la demostración histórica de la gravitación inevitable del espiritualismo racionalista hacia el materialismo y el ateísmo, si la índole de este prólogo lo permitiera, pero ya que esto no es posible, citemos un ejemplo, y un ejemplo que sea el menos favorable a la demostración de nuestra tesis. Descartes fue, a no dudarlo, un filósofo espiritualista, hasta con exageración en algunos puntos; por otro lado, no puede ser apellidado racionalista en el sentido riguroso y propio de la palabra; y, sin embargo, la levadura semiracionalista que se encuentra en su filosofía, ha hecho que esta, por confesión de sus mismos encomiadores y partidarios, haya venido a sintetizarse en la Enciclopedia del pasado siglo y en la filosofía de Cabanis y La Metrie, después de evoluciones sucesivas y lógicas representadas por Espinosa, Hume, Hobbes, Locke y Condillac. Lo que ha sido en la historia, será siempre en la historia, sobre todo [XLV] cuando la historia marcha en perfecto acuerdo con la lógica. El término fatal de todo espiritualismo racionalista ha sido y será siempre, o el escepticismo, o el materialismo, después de haber pasado unas veces por el sensismo y otras por el panteísmo. Para nosotros es, pues, indudable que el trabajo y esfuerzos del filósofo espiritualista serán siempre relativamente estériles, mientras que no abandone la atmósfera fría e infecunda del racionalismo, para entrar en la fecunda y luminosa del cristianismo. La verdad es que cuando se rechazan los dogmas cristianos a causa de su incomprensibilidad, de su forma misteriosa y de su elevación sobre la razón humana, se autoriza indirectamente al positivista para rechazar y negar los misterios metafísicos y psicológicos con que tropezamos a cada paso en la filosofía, cuando reflexionamos sobre el origen y fin de las cosas, sobre el infinito, sobre la naturaleza y funciones del alma humana, sobre su origen y destino, &c., &c. El partidario del espiritualismo racionalista que rechaza y niega los milagros, no tiene derecho alguno para exigir del materialista que no rechace la creación ex nihilo, que es el mayor de los milagros.

Después de las reflexiones que anteceden, nuestros lectores comprenderán desde luego porqué razón y en qué sentido hemos dicho que la acogida favorable dispensada a nuestra Filosofía Elemental, es un síntoma consolador para nuestra patria: el favor dispensado a este libro, revela la existencia de una reacción más o menos pronunciada y general para restaurar la [XLVI] filosofía cristiana y concederle el puesto de honor que de justicia le es debido en todo el mundo cristiano, pero con especialidad en nuestra católica España.

Bien hubiéramos deseado añadir algunos artículos y ampliar otros en armonía con las necesidades y publicaciones más recientes, pero no nos ha sido posible a causa de las atenciones graves, apremiantes y preferentes de nuestro cargo episcopal. Aprovechando, sin embargo, algunos instantes fugitivos, hemos hecho algunas modificaciones, ampliaciones y adiciones que el lector hallará en sus respectivos lugares.

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Zeferino González Filosofía elemental (2ª ed.)
Madrid 1876, tomo 1, páginas I-XLVI