Comentarios críticos al Diccionario soviético de filosofía
Atomística: Leucipo, Demócrito, Epicuro y Lucrecio
→ Atomística: Leucipo, Demócrito, Epicuro y Lucrecio en el Diccionario soviético de filosofía
Atomística: Leucipo, Demócrito, Epicuro y Lucrecio · Daniel López Rodríguez · 15 de mayo de 2019
Atomística: Leucipo, Demócrito, Epicuro y Lucrecio
1. Qué es el atomismo
El atomismo o «materialismo atómico» es la teoría de la «estructura discreta (discontinua) de la materia», como puede leerse en la entrada «Atomística» de la edición de 1963. También puede leerse que las primeras teorías filosóficas del atomismo fueron las doctrinas indias de Nyaya y Vaisheshika, pero inmediatamente se afirma que la filosofía de Leucipo y Demócrito, así como la de Epicuro y Lucrecio, «es más completa y consecuente».
El atomismo ha sido considerado mayoritariamente como «fundamento de la concepción materialista del mundo». Pero el atomismo antiguo –como advierte la entrada «Atomística» de la edición de 1963– era una filosofía metafísica al considerar como absoluta la idea de discontinuidad y afirmar que los átomos son las esencias últimas invariables de la materia, de ahí que se interpretasen como los «primeros ladrillos» del Universo; por tanto se está postulando un fundamento metafísico al sostenerse que metafísico es todo pensamiento que se sustantifica, es decir, la hipostatización de un elemento de la realidad pensado como fundamento de la misma; lo que por otra parte implica paralizar aquello que fluye, eternizar el devenir, o simplificar la pluralidad.
La edición de 1971 de la entrada «Atomística» señala que el atomismo antiguo es meramente «especulativo», pues la ciencia experimental no existía (y desde luego que ni podía existir, aunque sí existían ciencias positivas como la aritmética y la geometría, lo que precisamente hizo posible el nacimiento de la filosofía en tanto saber de segundo grado que se nutre de saberes de primer grado: técnicos o científicos, e incluso cotidianos, políticos y religiosos).
2. Quién es quién en el atomismo
Se ha especulado, por falta de textos y escasez de datos, que Leucipo (aprox. 500-440) –señala la edición de 1963 correspondiente a la entrada de este filósofo– es una «ficción literaria», como en su momento argumentaron Erwin Rhode, Paul Tannery y otros eruditos (también se ha llegado decir esto de Sócrates y de Jesús de Nazaret). Pero tal conjetura fue rechazada tras hallarse los papiros de Herculano. No se sabe muy bien si era de Mileto o de Elea. Según Simplicio, era discípulo de Parménides.
Demócrito (460-370), discípulo de Leucipo, es presentado en su correspondiente entrada –en la edición de 1939– como «el más grande filósofo materialista de la Grecia antigua». La edición abreviada de 1955 añade que se trataba de la «primera inteligencia enciclopédica entre los filósofos griegos». Lenin lo consideraba como el exponente más claro del materialismo antiguo y oponía a la línea materialista de Demócrito la línea «idealista» de Platón. (Ya criticamos esta distinción en la entrada «Platón»). Asimismo Demócrito es presentado como «el representante de la democracia antigua, adversario de la aristocracia esclavista». No obstante, como es bien sabido, la democracia antigua (la del «demos») era tan esclavista como la oligarquía, la aristocracia, la monarquía o la tiranía.
Según Marx, Epicuro (341-270) fue «el más grande educador griego», y lo consideraba como una especie de Prometeo: el filósofo más implacable contra la superstición. Como veremos, este autor aportó al atomismo «modificaciones sustanciales», pues no cabe confundir el epicureísmo con el atomismo clásico, como muy bien supo ver el joven Marx. La edición de 1963 añade que Epicuro es un «ateo de la época helenística, propagandista de ideas avanzadas». Exactamente no era ateo ni se consideraba impío, pues creía que los dioses existían aunque no interviniesen en el mundo ni en los asuntos humanos, pues lo contrario sería superstición. Pese a todo, en la edición abreviada de 1955 se dice que Epicuro era «Ideólogo de la sociedad esclavista». En esta misma edición se afirma que los historiadores burgueses idealistas de la filosofía deformaron la figura de Epicuro (como, por ejemplo, Hegel). Y en el momento en que se escribía esta edición del Diccionario Soviético de Filosofía Epicuro seguía provocando odio entre los «ideólogos reaccionarios».
Tito Lucrecio Caro (99-55) es presentado –en la edición de 1939– como «Genial poeta y filósofo romano» y –como se dice en la edición de 1980– fue un «gran ilustrador del mundo romano» que «ejerció una influencia inmensa sobre el desarrollo de la filosofía materialista del Renacimiento». Lucrecio «proclamaba los principios fundamentales del materialismo: en el mundo no hay nada fuera de la materia eternamente existente, compuesta de pequeñas e indivisibles partículas: los átomos». Lucrecio –leemos en la edición abreviada de 1955– fue «un ideólogo de la democracia eslavista, enemigo de la aristocracia, aunque no por ello dejaba de llamar a la sumisión de los esclavos».
3. Átomos y vacío
Señala la entrada «Leucipo» de la edición de 1963 que tal autor introdujo tres conceptos: «1) el de vacío absoluto, 2) el de átomos que se mueven en dicho vacío, y 3) el de necesidad mecánica». Estos son los tres principios básicos del atomismo clásico (es decir, el que defendían el propio Leucipo y Demócrito, que sería criticado por Epicuro en su tercer punto).
Gracias a un texto que se ha conservado se admite que Leucipo fue el primero en establecer los principios de causalidad y razón suficiente: «Ni una sola cosa surge sin causa, todo surge sobre alguna base y en virtud de la necesidad», leemos en la edición de 1963 de la entrada de tal autor. Por su parte, Epicuro había dejado dicho que «nada nace de lo que no existe, puesto que, si así fuera, cualquier cosa habría nacido de cualquier cosa, sin necesitar para nada semilla alguna» (Epístola de Epicuro a Heródoto, 38). Y si nada sale de la nada también es cierto que nada va hacia la nada, porque «si las cosas que van desapareciendo se consumieran pasando a lo que no existe, entonces también todas las cosas habrían perecido, al no existir las cosas en que disolverse» (Epístola de Epicuro a Heródoto, 39). Y Lucrecio llegaría a decir: «Nada nace nunca de la nada por voluntad de los dioses» (famosa tesis cuya máxima es ex nihilo nihil gignitur).
En el atomismo el ser se muestra como ser corpóreo desplegado en un no-ser vacío. Básicamente se trata de una infinitud de corpúsculos eternos e indestructibles vagando eternamente por el vacío insondable que a su vez alberga los infinitos mundos. Los átomos –leemos en la entrada «Atomística» de la edición de 1963– son comprendidos como «las partículas últimas, indivisibles, las mínimas posibles, en realidad infinitamente pequeñas», «de hecho infinitesimales», como añade la edición de 1980; e «imposible de dividirse más», como leemos en la entrada «Átomo y núcleo atómico» de la edición de 1955. En la misma entrada, en la edición de 1971, se añade que los átomos son «pequeñísimas partículas, indivisibles, eternas e inmutables que se encuentran en incesante movimiento y se diferencian por su forma y magnitud, por el orden en que están dispuestos y su situación». La diversidad de cualidades es explicada por las diferencias en «la combinación de los átomos» («combinación», es decir, symploké, un término que ya empleó Demócrito antes que Platón, el cual lo enfocó, curiosamente, hacia una dirección mucho más materialista que la del atomista de Abdera, como hemos explicado en el comentario crítico de la entrada «Platón»).
En la entrada «Lucrecio» se afirma que «Ni un solo átomo puede ser destruido». Los átomos son, pues, «cuerpos indivisibles y completos» (Epístola de Epicuro a Heródoto, 42). La indivisibilidad de los átomos fue sostenida «hasta finales del siglo XIX por la mayoría de los sabios», anota la entrada «Átomo y núcleo atómico» de la edición abreviada de 1955.
Así pues, lo lleno (ser) y el vacío (no-ser) componen la unidad que posibilita el movimiento, la concatenación y la dispersión de los átomos. Sin lo lleno y el vacío «son imposibles la combinación y dislocación de los átomos», como se anota en la entrada «Lucrecio» de la edición abreviada de 1955. El vacío es un concepto que implica la Idea ontológica del no-ser independiente de los corpúsculos y «anterior» a ellos. Si el infinito de los átomos es discreto, el del vacío es continuo y es pensado como el receptáculo de los átomos. La presencia del vacío –como sostenía Lucrecio– es la condición necesaria de la formación de las cosas, de la rerum natura. A su vez, para que el átomo sea posible es necesario que no contenga vacío entre sus partes, como poros o intersticios, pues se trata de un macizo compacto e impenetrable.
Así pues, «hay que dar por garantizado también que el universo es infinito tanto en el número de cuerpos como en la magnitud del vacío» (Epístola de Epicuro a Heródoto, 41). Y ello es así porque «si el vacío fuese infinito y, en cambio, los cuerpos limitados, no permanecerían quietos en ningún sitio los cuerpos sino que andarían errantes por el vacío infinito al no disponer de los medios que les sirvan de soporte y acogida en los rebotes. Y si el vacío fuera limitado, entonces los cuerpos infinitos no tendrían lugar alguno donde instalarse» (Ibid., 42).
Los átomos están conformados y mutuamente trabados, esto es, en continua codeterminación (en symploké). Los infinitos átomos se mueven en el infinito vacío en múltiples direcciones y en ocasiones chocan los unos con los otros (no del todo porque siempre, por mínimo que sea, hay un vacío que hace posible a los átomos en su individualidad; luego «sin chocar nunca entre sí», como matiza la entrada «Demócrito» de la edición de 1963). Y así se forman torbellinos de átomos de los que surgen infinitos mundos «que nacen y mueren» –en palabras de Demócrito– sin el concurso de divinidad alguna sino de modo natural mediante la ley de la necesidad.
La diferencia entre los átomos está en el peso, la velocidad de movimiento y en la recíproca disposición de los cuerpos. Aristóteles señalaba que los átomos se distinguen por la forma (como la «A» de la «N»), por el orden (como «AN» y «NA») y por la posición (como «Z» de «N»). Forma, orden y posición se corresponden respectivamente con ritmo, contacto y revolución.
Los átomos están en continuo movimiento distribuidos por un vacío que los separa e individualiza, moviéndose, según la concepción de Demócrito, en las direcciones más variadas. Los cuerpos compuestos no son otra cosa que agregados de átomos y sus propiedades son producto de la naturaleza y disposición de los átomos. De la unión de los átomos se componen los cuerpos y de su descomposición llega su extinción. «La desaparición de las cosas no es más que la desagregación de los átomos», leemos en la entrada «Lucrecio» de la edición abreviada de 1955. Aristóteles advirtió la siguiente contradicción: si los átomos son extensos, ¿cómo es que no pueden dividirse? Y sin son inextensos, ¿cómo de ellos puede venir la extensión?
Demócrito es determinista e incluso fatalista. Niega todo tipo de casualidad, cosa que considera invención de los hombres al no entender la conexión causal de los fenómenos. Los hombres se creen libres porque ignoran las causas que los determinan. Para Demócrito la casualidad es producto del no saber, «resultado de la ignorancia», se apunta en la edición de 1980. Demócrito identifica causalidad y necesidad. Es decir, hay causalidades pero no casualidades.
Epicuro, en cambio, afirmaba que en su movimiento rectilíneo los átomos pueden desviarse arbitrariamente, casualmente, es decir, por azar (he aquí su doctrina del clinamen, término al que en el diccionario no se hace referencia y que suele traducirse como «declinación»). Tal desviación espontánea del átomo respecto a la línea recta está interiormente condicionada, añade la edición de 1963. Con semejante tesis Epicuro trataba de acabar con el fatalismo como consecuencia del férreo determinismo de Demócrito, según el cual la necesidad excluye al azar. Con la doctrina del clinamen Epicuro evita el fatalismo consiguiendo que los cuerpos se desvíen de la línea recta y las conciencias libres huyan de la necesidad, de ahí que Marx afirmase que Epicuro introducía «un principio activo» en el atomismo frente a la interpretación fatalista de Demócrito. Lucrecio profundizaría en este «principio activo» y así –como leemos en la entrada «La diferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y la filosofía de la naturaleza de Epicuro»– «fundamentó la libertad y la posibilidad de acción del hombre sobre la necesidad exterior y la lucha contra ella». Según Epicuro, sin la hipótesis del clinamen los mundos serían imposibles. A su vez, la introducción del clinamen está pensada contra la multidireccionalidad de los átomos que defendía Demócrito.
A pesar de que tradicionalmente se ha diagnosticado de pluralista al atomismo antiguo al postular éste la existencia de infinitos átomos en movimiento sobre un vacío infinito, desde el materialismo filosófico podemos afirmar que tal atomismo –al no rebasar los átomos y el vacío (de hecho, al considerarlos como el fondo de la realidad, lo que existe «por naturaleza» y no «por convención», que sería el caso de Demócrito pero no de Epicuro)– al ser mundanista no es pluralista sino monista, es decir, se trata de un caso de formalismo primogenérico al establecerse la unidad del espacio vacío y las relaciones entre los átomos sin superar el contexto ontológico-especial (lo que implica que no hay regressus hacía la ontología general crítica); de hecho ni siquiera se rebasa el primer género de materialidad (M1), pues éste se pone como fundamento de la realidad (átomos y vacío son materiales primogenéricos). Dicho de otro modo: el formalismo primogenérico de Demócrito significa que la realidad objetiva no es Nous, ni Dios, ni nada que no sea M1.
No obstante, cabe una interpretación pluralista del atomismo al postular éste la existencia de infinitos mundos y con ellos la Idea de mundo se ha volatizado al insertarse en un acosmismo, pues la pluralidad de mundos (en rigor, infinitud de mundos) es la negación del mundo como unidad y, en consecuencia, tal multiverso implica la negación del monismo. La existencia de infinitos mundos que sostiene Demócrito hay que interpretarla «no como mera infinitud numérica o existencial (como si los mundos fuesen los elementos de una clase de mundos de infinitos elementos en acto) sino, sobre todo, como una infinitud esencial, en la cual las peculiaridades de nuestro mundo se disuelven. De este modo, los efectos corrosivos del atomismo clásico, en lo que se refiere a la valoración de nuestro propio mundo, lograrían uno de sus niveles más altos». (Gustavo Bueno, La metafísica presocrática, Pentalfa, Oviedo 1974, pág. 353). «Mientras los infinitos átomos de Demócrito, de infinitas formas y danzando en infinitas direcciones, predicen infinidad de mundos distintos entre sí –es decir, revelan un desinterés evidente por nuestro mundo y sus figuras engañosas, porque son unas entre infinitas– los infinitos átomos de Epicuro, de formas finitas y cayendo paralelamente, prefiguran infinitos mundos, numéricamente distintos, es cierto, pero esencialmente idénticos, semejantes entre sí (a lo sumo, enantiomorfos, dextrógiros o sinestrógiros, según que el clinamen se produzca a la derecha o a la izquierda)» (Gustavo Bueno, La metafísica presocrática, pág. 363).
Aunque la tesis fuerte materialista del atomismo estaría en su destrucción del teleologismo y no en el corpuralismo como definición de la materia. La crítica al teleologismo es la crítica al monismo cósmico, ya que los infinitos átomos combinándose fatalmente (según Demócrito) o azarosamente (según Epicuro) en el vacío infinito destruyen la unidad y el orden, y es tanto como hablar de Ápeiron (algo ya más acorde con el regressus crítico a la Materia ontológico-general). Sin embargo, esta negación del monismo cósmico se lleva a cabo desde una metafísica dogmática, formalista y univocista, pues reduce todo a la corporeidad incorruptible de los átomos y a la extensión infinita del vacío (que también sería primogenérico en tanto extensión). Por eso diagnosticamos al atomismo como un formalismo primogenérico.
En resumen: «El atomismo es una metafísica general por la sustantivación de lo lleno como materia ontológico general y por la sustantivación del vacío; es la crítica a la metafísica especial, al monismo cósmico, por su tesis del espacio infinito, en el que desaparece la posibilidad de hablar de la unidad del Cosmos. El atomismo clásico, en este punto, constituye ya la crítica más certera que desde dentro haya podido recibir la metafísica del monismo cósmico» (Gustavo Bueno, La metafísica presocrática, pág. 349).
El diccionario afirma que las audaces y revolucionarias ideas sobre la esencia de la Naturaleza de Demócrito «anticiparon en varios siglos el desarrollo de la ciencia». Pero sin embargo, el atomismo antiguo bloqueó el avance de la química, ya que la indivisibilidad que se le atribuía al átomo impedía avanzar hasta los neutrones, protones, quarks, &c.; asimismo, la tesis de la ciencia moderna del plenum energeticum es el contramodelo del vacío absoluto (y al mismo tiempo acaba con los átomos como individuos separados e indestructibles). Pues «Precisamente en el carácter universal del atomismo metafísico se encuentran los motivos que bloquean el desarrollo del atomismo categorial, concretamente químico. Por decirlo así, el atomismo metafísico prueba demasiado. Si toda realidad fuese atómica (en el sentido antiguo) no sería posible el atomismo químico por la sencilla razón de que esta categoría sólo se constituye gnoseológicamente envuelta en otras categorías e ideas que atraviesan a sus términos, relatores y operadores, y que hacen posible que estos mismos puedan cerrarse en una construcción científica… El atomismo científico sólo podía desarrollarse, no ya cuando teniendo como modelo general el atomismo metafísico se dispone a proceder a aplicarlo al campo químico, sino cuando precisamente sabía (ejercitativa o representativamente) que hay otras categorías (físicas, lógicas) cuya estructura no es atomística, es decir cuando precisamente se estaba destruyendo el atomismo metafísico. El átomo químico incluye en su interior componentes no atomísticos (en el sentido de Demócrito, la simple extensión) y en su exterior, del mismo modo, un marco no atomístico, que se ha ido recuperando al ritmo mismo del desarrollo de la teoría atómica hasta culminar con la ruptura del átomo y su inserción en el concepto de campo, en los conceptos de la mecánica ondulatoria… En la Historia del atomismo científico figura como precursor, mejor que Demócrito, Empédocles, por su Idea de elemento, mucho más próxima a los elementos de la ciencia química de lo que puedan estarlo los átomos de Demócrito. Los cuatro elementos de Empédocles, por su número finito, y por su naturaleza, están más cerca del racionalismo de la Química clásica que de los infinitos átomos de Demócrito. Y los alquimistas que aislaron el mercurio o lo trataron como elemento (“generador de las propiedades metálicas”) y el azufre (“propiedad de combustibilidad”) están más en el curso del atomismo científico que el propio Galileo» (Gustavo Bueno, La metafísica presocrática, págs. 344-345-346).
4. Epistemología atomística
Según Demócrito, los sonidos, colores, sabores, &c. no son inherentes a los átomos y por ello no existen «por naturaleza» sino «condicionalmente». Es decir, los sabores, colores, gustos, &c. existen por convención (por determinaciones subjetivas o modificaciones del alma), por Naturaleza sólo hay átomos y vacío; y tales átomos –al ser incoloros, inodoro e insípidos– son lo más parecido a los puntos geométricos. El diccionario apunta que esta distinción entre lo que existe por naturaleza y lo que existe por convención (que se sitúa dentro de la clásica distinción griega entre nómos y physis) preludia la distinción mecanicista moderna entre cualidades primarias y cualidades secundarias que sostendría John Locke.
En su tesis doctoral, que el diccionario ni se molesta en citar en las entradas de los autores atomistas (aunque ya hemos visto que tiene entrada propia, pero sólo figura la edición de 1939), el joven Marx afirmaba que «Demócrito reduce, por tanto, la realidad sensible a la apariencia subjetiva; mas la antinomia, eliminada del mundo de los objetos, existe en su propia autoconciencia, en la que el concepto del átomo y la intuición sensible se enfrentan hostilmente» (Karl Marx, Diferencia en la filosofía de la naturaleza en Demócrito y Epicuro, Editorial Ayuso, Madrid 1971, pág. 15). En la entrada «La diferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y la filosofía de la naturaleza de Epicuro» se dice que «Marx está situado todavía en la posición del idealismo hegeliano y enfoca la filosofía griega como la expresión de la autoconciencia filosófica».
Para Demócrito los datos sensoriales se reducen a pura subjetividad, de ahí que el doctor Marx señalase el escepticismo de Demócrito (que podría acercarse en su versión moderada a Protágoras y en su versión extrema al nihilismo de Gorgias). El atomismo es, pues, una conclusión a la que se llega tras la trituración efectiva de las morfologías del mundo perceptual; de ahí que los átomos sean tan inteligibles como las Ideas de Platón (de hecho Demócrito llamó a los átomos «Ideas»). Para Demócrito –y así lo reconoce Marx al final de su tesis doctoral– «el átomo resulta ser sólo la expresión general objetiva del estudio empírico de la Naturaleza (es decir: M1), mientras que la atomística de Epicuro se desarrolla como ciencia natural de la autoconciencia» (Gustavo Bueno, Ensayos materialistas, Taurus, Madrid 1972, pág. 277).
La teoría del conocimiento de Demócrito supone que de los cuerpos brotan unos «ídolos-imágenes» que son capas finísimas –unas «delgadas envolturas», como dice la edición de 1980– que se separan de las cosas y llegan a los órganos de los sentidos, los cuales suministran todo el material para el conocimiento. La edición abreviada de 1955 añade que la teoría de los ídolos-imágenes es «ingenua».
Según Demócrito, los órganos, por sí solos, normalmente yerran y sólo aportan un conocimiento «oscuro». Es decir, la percepción sensorial, por sí sola, tan sólo aporta un conocimiento «confuso». A diferencia de su paisano Protágoras, Demócrito no se mantiene en las apariencias y trata de eliminarlas mediante la teoría atómica. «Demócrito predica, pues, esencialmente la retirada de un mundo apariencial, se ciega después de haber declarado a los átomos como invisibles, microscópicos (µɩχράς οὑσɩας); pero como no hay otro, se marcha a un mundo ideal, el de los átomos, cuya función consiste precisamente en destruir el mundo de las apariencias, en demostrar que el mundo llamado real es precisamente un engaño. Desde este punto de vista, Demócrito está acaso tan próximo a una sabiduría de cuño oriental –¿el atomismo Vaisesika?– como podía haberlo estado Parménides. Esta perspectiva no es ciertamente la única. Porque si Demócrito se ha cegado, no se ha suicidado, ni ha anulado su pensamiento. Ha conservado del mundo de las apariencias la capa más delgada –la extensión, recortada en figuras, pura superficie, anverso absoluto– que le permitía sostenerse pensando según los patrones de la racionalidad matemática y física en los cuales, por tradición, está envuelto. Así es como la sabiduría de Demócrito se diferencia en todo caso esencialmente de cualquier forma de sabiduría hindú» (Gustavo Bueno, La metafísica presocrática, págs. 342-343).
De ahí que, a juicio de Demócrito, sea más valioso el conocimiento mediado por el raciocinio, y tal raciocinio es un saber «luminoso» que –como añade la edición de 1963– «conduce al conocimiento de la esencia del mundo de los átomos y del vacío». La edición de 1980 añade que «Demócrito plantea el problema de la correlación entre los sentidos y la razón en el conocimiento».
Por su parte, Epicuro era un materialista sensualista en el que las sensaciones son consideradas como verídicas (como apariencias veraces), y además son consideras la fuente de la realidad objetiva, siendo los errores producto de las interpretaciones. Para Lucrecio el mundo objetivo es cognoscible y la fuente de tal conocimiento son las percepciones sensoriales sobre las cuales obran los átomos. Como se añade en la edición abreviada de 1955 de la misma entrada «Lucrecio», los sentidos sirven de instrumentos al pensamiento. «No sólo la razón se desplomaría enteramente, sino la vida misma perecería sin dilación, si no nos atreviéramos a fiarnos de los sentidos».
De modo que si el atomismo clásico venía a ser un acosmismo colindante con el nihilismo al distanciarse de las apariencias mundanas, entendidas como apariencias falaces, el atomismo epicúreo parte de la evidencia práctica del mundo fenoménico que ofrecen los sentidos, que se interpreta como un mundo de apariencias veraces, y que viene a ser el único mundo para el hombre sabio; porque «la sabiduría no consiste en cegarse, como en Demócrito, para meditar sobre los átomos, sino en mantener los ojos bien abiertos para poder percibir las formas reales que alimentan nuestra vida, una vida cuyo centro está en este mundo visible y no en un trasmundo futuro –el Hades– o actual –los átomos invisibles» (Gustavo Bueno, La metafísica presocrática, pág. 358).
En la edición abreviada de 1955 se afirma que «Epicuro reconoce la existencia de las cosas fuera de la conciencia del hombre e independientemente de ella», tesis que coincide con la definición canónica de materia que se sostiene desde el Diamat.
5. Teología atomista: contra la providencia y la superstición
Según Epicuro, los dioses existen pero no intervienen en el mundo (en los mundos), «permaneciendo en la imperturbabilidad de los tiempos del universo», en los inter-mundos (de ahí que quepa interpretar a tales dioses como entidades terciogenéricas). Como dice la edición de 1955, los dioses moran «en la quietud de los tiempos», y están compuestos de unos átomos más sutiles. Se trata, pues, de una teología materialista (por grosero que esto pueda parecernos). Para negar la intervención divina, Epicuro –añade la edición abreviada de 1955– «tomaba por punto de partida la eternidad de la materia dotada de movimiento interno», es decir, la materia, los átomos (junto al vacío), son autosuficientes, son la totalidad de lo real, pues la materia es aquí materia cósmica. «El Dios del deísmo desempeñaba, para quienes profesaban la religión de la felicidad en el siglo XVIII, un papel similar al que desempeñaban los dioses epicúreos para quienes profesaban la religión de la vida feliz en la época del helenismo» (Gustavo Bueno, El mito de la felicidad, Ediciones B, Barcelona 2005, pág. 284).
Demócrito sostuvo que el alma también está compuesta de átomos, esto es, de átomos calientes, livianos, esféricos y de mayor movilidad. Como puntualizaba Epicuro, los átomos del alma son más sutiles y redondos que los átomos que componen la materia más grosera. Como señalaba Lucrecio, el alma es mortal porque su unión con el cuerpo es temporal y tras la muerte los átomos del alma se des-integran. El atomismo es terminante en negar la vida futura en el Hades.
Lucrecio sostenía que la religión es la causante de la maldad humana y –como añade la edición abreviada de 1955– «de los crímenes humanos». Y en buena medida así es, pues ¿cuántos se han matado los hombres por amor a Dios o, para ser más exactos, por fidelidad a su religión? El núcleo de la religión estaría, a juicio de Lucrecio, en el terror de los hombres a lo desconocido. «El miedo creó los primeros dioses en la tierra», como leemos en la edición de 1939. Tal temor se desvanecía, a su juicio, con la explicación de las causas verdaderas de los fenómenos naturales, es decir, con el atomismo. Esto podría tratarse como una tesis psicologista (frente a la tesis sociologista o politológica de Critias de la religión como un invento de los políticos para apaciguar y controlar a los hombres, en una especie de opio «para» el pueblo).
Epicuro es el gran vencedor frente a la religión, o al menos así lo cree Lucrecio. Si en nuestro tiempo se ve la religión como un consuelo, para Lucrecio el consuelo estaría en la trituración de la religión y de sus falsos mitos llenos de amenazas de ultratumba. Lucrecio solamente ve en la religión el fanatismo y por tanto el delirio y la superstición, y fue Epicuro el primero en declarar la guerra a este fanatismo, es decir, a esta superstición que para los ojos de todo materialista es simple y llanamente delirante. Epicuro no se vio intimidado por la fama de los dioses, de cuya existencia, por cierto, no dudaba (pero sus dioses no eran antropomorfos sino entes abstractos que –como hemos dicho– hacemos corresponder con el tercer género de materialidad; aunque por muy sutil que fuese su materia también pueden interpretarse como materiales primogenéricos al tratarse de átomos).
De su triunfo, afirma Lucrecio, «nos dice cuáles cosas nacer pueden, cuáles no pueden» (De rerum natura, 108-109). Esta victoria de Epicuro sobre el fanatismo hace que los hombres se igualen a los dioses y dejen de tener miedo. «¡Nos iguala a los dioses la victoria!» (Ibid., 113). El fanatismo es motivo para justificar acciones «execrables y malvadas» (Ibid., 118), cosa que resulta sencillamente repugnante para nuestro poeta filósofo. Dicho de otro modo: la religión es para los epicúreos el principio del mal y de la locura, es algo así como el epítome humano de la vesania más descabellada, absurda, enfermiza y criminal. Lucrecio condena fervorosamente los sacrificios humanos, como el sacrifico de Ifigenia para complacer a los dioses (unos dioses inexistentes), abominando de ellos completamente: «¡Tanta maldad persuade el fanatismo!» (Ibid., 147). Este tipo de crímenes horrendos, en honor a los dioses, no existían ya en la civilizada Roma (en occidente los hubo hasta el siglo VII y VI a. C. e incluso, ya en plena expansión romana, en los tiempos de las Guerras Púnicas), pero se practicaban aún en tierras bárbaras en los tiempos de Epicuro.
6. Ataraxia y aponía
Epicuro incorporó la utilización racional de los placeres sensuales a su ética y procuraba –como leemos en la edición abreviada de 1955– el «goce racional basado en un ideal individualista: evitar los sufrimientos y buscar la alegría y la serenidad». Epicuro sería más bien partidario de una voluptuosidad intelectual. «Placer razonable» para «conseguir un estado tranquilo y alegre del espíritu», leemos en la edición de 1980. Esto dio pie a los adversarios del materialismo para señalar al epicureísmo «como una filosofía que estimula la lujuria». La edición de 1955 añade que los enemigos del materialismo afirman que el epicureísmo «estimula la depravación».
Pero el hedonismo de Epicuro no era el hedonismo grosero que se le atribuye a Aristipo de Cirene, hedonismo que se correspondía más bien con la concepción canalla de la felicidad; «porque los placeres epicúreos no solamente son placeres del día, sino placeres que solamente pueden experimentarse tras muchos días y años de dedicación, como ocurre con los placeres intelectuales. Y esto requiere haber salido del “estuche epidérmico”, es decir, del círculo psicológico» (Gustavo Bueno, El mito de la felicidad, pág. 289).
Epicuro resumió toda su doctrina como una therapeia tes psyches. El objetivo de la ética epicúrea (y el epicureísmo era antes una ética que una moral) era la «ataraxia» (imperturbabilidad o quietud de espíritu), pues para el hombre lo mejor y más razonable no es la actividad sino la quietud. Epicuro recomendaba a sus discípulos que contemplasen las estatuas de los dioses que tallaba Fidias; pues tales estatuas, como los templos que las albergaban, eran muy útiles para educar el espíritu, dada la serenidad imperturbable que mostraban. Y esto tiene cierto aire a implantación gnóstica de la filosofía, como efectivamente lo era la filosofía del jardín (un jardín que no era un paraíso sino un huerto); pues Epicuro aconsejaba a sus amigos que se apartasen de la vida política; de ahí que si el estoicismo era una filosofía política, el epicureísmo –como decimos– era más bien una filosofía ética.
También cabe catalogar de implantación gnóstica la posición de Demócrito, el cual –cuenta una leyenda– quiso cegarse para alejarse de las apariencias mundanas que él consideraba falaces y centrarse en lo que existe por naturaleza y no por convención: los átomos y el vacío. Asimismo se le atribuye la siguiente frase: «Prefiero conocer una nueva causa que ceñir una corona en Persia».
La ataraxia sólo es alcanzada eliminando el terror a los dioses y a la muerte, ya que la sabiduría moral del epicureísmo parte de la evidencia de la finitud de nuestra vida. Epicuro se enfrentaba a la ignorancia y a la superstición que hace posible el terror a los dioses y a la muerte. Si se sabe que la muerte no es nada para nosotros («cuando existimos nosotros la muerte no está presente, y cuando la muerte está presente entonces nosotros no existimos» [Epístola de Epicuro a Meneceo, 125]), entonces se deja de temer a los castigos post mortem. De ahí que tuviese claro que el objetivo de su filosofía era la felicidad del hombre, la cual puede obtenerse conociendo las leyes de la Naturaleza (es decir, la felicidad se alcanza con la sabiduría que aporta el atomismo y no en una vida desencarnada en el más allá). La finalidad del epicureísmo es, pues, una vida ética libre del terror supersticioso a unos dioses omnipotentes que serían auténticos genios malignos.
La ataraxia o imperturbabilidad del alma es «el fin de una vida dichosa» (Epístola de Epicuro a Meneceo, 128). Y la ataraxia se complementa con la aponía o bienestar del cuerpo; ya se sabe: mente sana en cuerpo sano. Luego el goce al que se refiere Epicuro no consiste en otra cosa que en «no sufrir en el cuerpo ni estar perturbados en el alma» (Ibid., 131). Es decir, el goce es la combinación de ataraxia y aponía.
Por su parte, Lucrecio, en sus concepciones sociales, es interpretado por el diccionario como un «idealista» al creer que «el desarrollo de la sociedad sigue una curva ascendente» que se lleva a cabo mediante «la fuerza de la razón». La filosofía de Lucrecio aspiraba a indicar el camino de la felicidad humana, la cual estaba –leemos en la edición de 1963– «sumida en el torbellino de la lucha social y de los infortunios, oprimida por los temores ante los dioses, la muerte y los castigos de ultratumba».
El epicureísmo, como el psicoanálisis, venía a ser lo que Bueno ha clasificado como hetería soteriológica, esto es, «aquella especie particular de corporaciones, cofradías, colegios o comunidades cuya materia sea tal que, de algún modo, pudiera decirse de ellos que tienen como función principal la salvación del individuo en cuanto persona –una salvación que puede tomar eventualmente la forma de la curación de un individuo que se considera dolorosamente “enfermo”, no ya en alguna porción de su cuerpo, sino en el núcleo mismo de su personalidad, pero que también puede tomar la forma de un método para recuperar el camino personal perdido» (Gustavo Bueno, «Psicoanalistas y epicúreos: Ensayo de introducción del concepto antropológico de “heterías soteriológicas”», El Basilisco, nº 13, Oviedo Noviembre 1981-Junio 1982, pág. 20).
→ Edición conjunta del Diccionario soviético de filosofía · índice de artículos del DSF
→ Las cuatro versiones soviéticas del Diccionario filosófico de Rosental e Iudin
→ Diccionario filosófico marxista · Rosental & Iudin · Montevideo 1946
→ Diccionario de filosofía y sociología marxista · Iudin & Rosental · Buenos Aires 1959
→ Diccionario filosófico abreviado · Rosental & Iudin · Montevideo 1959
→ Diccionario filosófico · Rosental & Iudin · Montevideo 1965
→ Diccionario marxista de filosofía · Blauberg · México 1971
→ Diccionario de comunismo científico · Rumiántsev · Moscú 1981
→ Diccionario de filosofía · Frolov · Moscú 1984